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Capítulo XL

Genealogía de la princesa doña Juana, y error sobre esto de algunos de nuestros historiadores

     Entramos en la dificultad que no es ardua en la historia, aunque se ha hecho grande con la autoridad extrínseca de grandes hombres. Nuestro Mariana se deslizó con la mayor facilidad la voz, y con lo que escribió antes Garibay; y en el libro 13 cap. I dice: �Procuró se hiciese dicho matrimonio con Juana, hija de Simón, conde de Poitiers, y de Aldevide, su mujer nieta de Luis de Francia, y de doña Isabel, hija de don Alonso el Emperador.� Esta cláusula, aun más confusa e indigesta, la dejó Garibay al libro 4 cap. 2, en el reinado de don Fernando el tercero, donde dice:, �Como en estos días el rey don Fernando estaba viudo, procuró de nuevo la reina su madre de casarle, y así en este año de 37 tornó a casar en Burgos con una señora de nación francesa, muy gentil dama, llamada doña Juana, hija de Simón, conde de Poitiers, y de su mujer la condesa madama María, la cual era hija de la condesa madama Adelodis, mujer del conde de Pontino, según el arzobispo don Rodrigo.�

     Por estas poco digeridas cláusulas se han equivocado aquellas plumas que no escriben sino trasladan, y de unos a otros ha prevalecido por no ser examinada la equivocación, de suerte que a muchos hará ya novedad si les decimos que la reina doña Juana no era hija de los condes de Poitiers, sino de los condes y soberanos de Ponthieu; pero esta es la fuerza de la verdad, que aunque se reciba al principio con aspereza, convence con su peso, y adula con satisfacción. Por lo que toca a la geografía Poitiers es la capital de la provincia del Poitou. Está en el riñón de la Francia. Ponthieu dista de esta provincia más de cincuenta leguas: se halla a la orilla de dicho reino; era del gobierno de la Normandía en la última junta en que se unieron en París los estados de la Francia en el año 1624; está cerca de Borgoña; confina su condado con la que hoy llamamos Flandes Francesa. En latín Ponthieu es Pontinun, y Poitiers Putavum. Leído despacio hay grandes diferencias. No reparando mucho, Pontinum y Putavum, y mucho más el francés Ponthieu o Poitou, no son difíciles a la equivocación; pero poca diferencia de letras causa más de cincuenta leguas en el terreno, y muchos millares de distancia en la verdad.

     Poitiers es cierto fue título de condado, y nos consta este título por las historias de Francia, y por las eclesiásticas que veneran al célebre san Guillermo noveno de este nombre, duque de Aquitania, y conde de Poitiers; pero repasando los condes que gozaron esta posesión, y toda su descendencia, ni se halla alguno que se conozca por el nombre de Simón, ni duraba su dominio al tiempo que nació doña Juana, ni Simón su padre. El autor que más hondas raíces concede al árbol de los condes de Poitiers, los trasplantó a este terreno por los años de 700 en Abdon, de quien pasó el condado a Racuino su hijo. Pero si de estos dos condes queremos averiguar algo, sólo tuvieron vida, y condado, que se funda en leves conjeturas. Reynaldo, a quien hacen hijo de Racuino, y su sucesor, es el primero que reconocen conde de Poitiers los historiadores de mejor nota, y fundan el condado por los años de 800, o en el nono siglo. A Reynaldo siguió Bernardo, a este Ranulfo, a este Bernardo segundo, a este Ranulfo segundo, a este Hebelio, y a Hebelio finalmente Guillermo noveno o décimo, porque hay gran duda que no nos toca examinar sobre la posesión de Guillermo segundo, a quien no reconocen muchos, y así llevan un número atrasado. Esta es la opinión más bien fundada en razón y autoridad. El último de estos Guillermos fue aquel terrible trueno que espantó al mundo con furor, y a la Iglesia con su inquietud en el cisma de Anacleto segundo, hasta que por rara providencia divina, y eficacia que tuvo de Dios al gran patriarca san Bernardo, de lobo sangriento se mudó en manso cordero, y el que no cabía en el mundo por su soberbia, halló sitio muy ancho en una cueva, donde vivió en la soledad de un desierto, habitando ya muy racional entre fieras el que se jactaba antes de ser fiera entre los hombres; y aquel que quiso hacer pedazos la inconsútil vestidura de Cristo dividiendo su Iglesia, y después se mudó tanto, que añadió soldados a la Iglesia en la religión de Ermitaños, que de su nombre se llamaron Guillermitas. Este, pues, contado por último entre los condes de Poitiers, por ser el último de este nombre, no lo fue en la realidad, porque aunque parece quiso Dios castigar su licenciosa vida de conde consumiendo en muy breve tiempo su sucesión y condado, de Leonor su esposa tuvo por hijo a Guillermo, único varón que por su corazón se mereció el nombre de valiente; pero su esfuerzo no pudo contrastar a la muerte, que le arrebató antes de heredar el condado. Quedó con esta muerte heredera del estado Leonor, hija segunda de Guillermo. A esta casó san Guillermo con Luis séptimo de Francia, llamado vulgarmente Luis el joven, y en este matrimonio duraba en paz cuando Dios se llevó a su santo padre a que gozase de su presencia, y recibiese el premio de su arrepentida soledad; y así en su testamento muy citado de graves autores, dejó por heredero a Luis séptimo, tanto porque era esposo de su hija heredera, como porque habiendo recaído en hembra, no era precisa la herencia del estado absoluto, que estaba en el dominio de Francia: y este es el primer fundamento con que empezó aquella corona a mirar a este condado como propio.

     Por lo cual repudiada por Luis la condesa Leonor, pretendió el rey de Francia que no dispusiese del estado; y con efecto habiendo esta señora pasado a segundas nupcias con Enrique segundo, duque de Anjou, tomó el Rey las armas contra los nuevos desposados, aunque no tuvo efecto el despojo, porque la condesa en su propia patria, y con vasallos que desde niña la habían conocido por señora, encontró quien la defendiese y mantuviese en su posesión, y como Enrique pasó después con la condesa a coronarse rey de Inglaterra, tuvo fuerza con que mantener a su esposa el derecho que pretendía por su sangre, y de poner en posesión del condado a su tercer hijo, que se llamó por nombre propio Ricardo, y por su valor, que pasaba los términos de prudente, tuvo el apelativo de corazón de león. Este conde de Poitiers murió sin sucesión. Godofre, que era su hermano menor, y cuarto hijo de Leonor, murió antes que aquél, pero dejó a Arturo su hijo por sucesor de ambos. Era muy niño; trajéronle al condado para que heredase, y le condujeron a ser víctima de la ambición de Juan su tío, quinto hijo de Leonor, que tiranizándole el dominio, quiso asegurar su derecho con sacrificar al opositor, y quedar con su muerte único poseedor del condado. Así lo estuvo, pero poco tiempo, porque juntándose los estados de Francia el año de 1204, acusado en ellos del crimen de felonía, fue desposeído, y uniéndose aquí el derecho del reino por el testamento de san Guillermo, el delito de Juan, y la falta de sucesión del último conde, incorporose el estado a la corona, que con las armas, y poca oposición se hizo dueño de esta joya, situada en medio de la Francia, quedando Juan todo el tiempo de su vida para la posteridad infamado con el nombre que le impuso el vulgo en oprobrio de su crimen, llamándole como hoy le llaman los historiadores, Juan sin tierras, o Juan sin dominios.

     De esta serie de la sucesión de los condes de Poitiers, calificada por cuantos escritores de buena nota tiene la Francia, y con singularidad por los que escribieron los derechos de la corona, se infieren con evidencia las proposiciones que pusimos al principio; conviene a saber: que no conoce la historia a ningún conde de Poitiers que se llamase Simón, y que al tiempo del casamiento de doña Juana, que fue el año de 1238, ya treinta y cuatro años antes estaba incorporado en la corona de Francia el condado de Poitiers. Siendo, pues, cierta la equivocación de Mariana, y Garibay por lo imposible de este condado, no es menos cierta por la realidad en el condado de Ponthieu. Este le hallamos fundado desde el año de 900, y dejando los muchos condes, y poseedores que no es preciso referir, y sus muchas alianzas con los reyes de Francia, Castilla, León e Inglaterra, encontramos por estos tiempos a una doña Juana, que todos los célebres historiadores de la Francia ponen esposa de nuestro rey san Fernando, y esta señora era hija de Simón, conde de Dammartín, casado con María, condesa de Ponthieu, en quien recayó el estado por no tener hermanos varones. Fue hija y heredera de Guillermo cuarto, conde de Ponthieu, y de Alicia, o Adeloide, hija que fue de Luis séptimo de Francia, y de Isabel, infanta de Castilla, por ser hija de don Alonso el Emperador, y de su mujer la reina doña Berenguela.

     Esta genealogía de doña Juana condesa de Ponthieu se lee en los autores franceses, y es la que pone el arzobispo don Rodrigo que vio y conoció, y alaba a la Reina; y como contemporáneo hace más fe él solo, que muchos de nuestros siglos: de manera que el emperador don Alonso fue tercer abuelo de nuestra doña Juana, y Adeloide su abuela, como hija de Luis séptimo, fue hermana de Felipe Augusto, abuelo de san Luis, y así eran primos segundos, y esto concuerda en un todo con las señas que de la reina doña Juana dan el mismo Mariana y Garibay, pues Mariana dice casi con Juana, hija de Simón, conde de Poitiers, y Adeloide su mujer, nieta de Luis de Francia, y de Isabel, hija del emperador don Alonso; cuyos parentescos son los mismos que los que pone el árbol que hemos fundado; y Garibay prosiguiendo la cláusula que arriba citamos, añadió por individual seña, o por muestra de la calidad de la Reina así: �De modo que la nueva reina de Castilla y León era por esta línea rebisnieta del emperador don Alonso, y por otra parte era prima segunda de san Luis rey de Francia.� Y en estos parentescos y señas dice muy bien, y son los que nosotros hemos puesto en la casa de Ponthieu, pero no los encontrará en la casa de los condes de Poitiers, en la cual con la de Castilla sólo hubo la alianza que hizo don Alonso el sexto de Castilla casando con Marta, hija de Guillermo octavo de Poitiers, y no se sabe otro título de parentesco entre estas dos líneas de Poitiers y Castilla. Con que faltando a esta casa de Poitiers las señas con que los mismos autores Mariana y Garibay nos dan a conocer a la reina doña Juana, y hallándolas en la casa de Ponthieu, hacen ellos mismos con lo que explican notoria la equivocación en lo que dicen.

     Pero aun pasa más adelante la certidumbre. De doña Juana, y san Fernando nacieron los infantes don Fernando, y don Luis, y la infanta doña Leonor, y habiendo sobrevivido la reina doña Juana al Rey desde el año 1252 hasta 1278, pasó a segundas nupcias con Mateo de Memoransi, señor de Artichi, y sólo dejó por heredera de sus estados a la infanta doña Leonor, porque habían ya faltado todos sus hermanos, y si bien don Fernando dejó sucesión, que se conservo por mucho tiempo en la casa de Aumala, y Espernon, no valiendo la ley de la representación, heredó doña Leonor, a quien los escritores de Francia llaman a boca llena doña Leonor de Castilla; la cual llevando en dote los condados de Ponthieu y Montrevil, herencias de su madre, casó con el príncipe Eduardo primero, llamalo conde de Ponthieu, hasta que se coronó rey de Inglaterra. De este casamiento, herencia y sucesión tenemos demás del contexto acuerdo de todos los historiadores y genealógicos de Francia un irrefragable testimonio, o por mejor decir, varios testimonios de la mayor fe en diversos privilegios del rey don Alonso, en cuyas fechas se halla que el dicho Eduardo, hijo de don Enrique, vino el año de 1255 a Burgos, y recibió el cíngulo militar, o se armó caballero de mano del rey don Alonso, y que dicho año recibió las bendiciones nupciales en la iglesia de santa María de las Huelgas, y aun en cierto privilegio de este monasterio dice el rey don Alonso que aquel mismo año había casado con su hermana doña Leonor el citado Eduardo.

     Como este Príncipe poseía el condado de Ponthieu por ser este dote de la reina doña Leonor, que vivía, y no podían negar los franceses ser propietaria, no consta se moviesen contra esta unión del dicho condado, y del reino de Inglaterra. Pero muerto Eduardo, y la reina doña Leonor, apenas heredó el reino, y el condado su hijo Eduardo segundo, cuando con aquel temor que siempre ha tenido la Francia de permitir sienten el pie en sus dominios los ingleses, por los escarmientos que les enseñan cual mal ha estado a su reino tengan puerta por donde llegar al palacio, y dividir en muchos el trono, luego que vieron unido en uno el solio de Inglaterra, y los estados de Ponthieu, empezaron a pretender la incompatibilidad. Es verdad que por la vida de este Rey se contentaron con que les hiciese homenaje como le hizo al rey don Felipe el Hermoso en el año de 1303; pero faltando este Eduardo, y entrando en toda la herencia Eduardo tercero, aunque en el año de 1331 hizo el mismo homenaje que su padre, no se quietaron los celos de los franceses, y le confiscaron el condado de Ponthieu, bien que después por el tratado de Bretigniu se le volvieron en 8 de Marzo de 1360. Estos tratados duraron sólo el tiempo que con poder y valor pudieron los ingleses mantenerle contra los franceses; pero Carlos quinto deshizo todo este poder en la Inglaterra, y con aquella justicia que dicen que dan las armas, conquistó para la corona el condado de Ponthieu, sin que después los ingleses pudiesen recobrarle, ni jugasen más espada que las razones, y el manifestar la justicia que tenían, e injusticia que se les hacia.

     Sobre estas justicias e injusticias escribían los letrados de cada reino muchos papeles, y la incompatibilidad de ser rey y vasallo era un tan fuerte argumento de los franceses, que al fin hubo de ceder el rey de Inglaterra, y se contentó con que no quedase en la Francia, y así primero en el tratado de Arrás año de 1435, luego en Cambray en 1465, se convino en que uno y otro rey cediese su derecho en el duque de Borgoña. En estos duques estuvo algún tiempo, aunque la Francia no les dejó la posesión en quietud, y cuando nuestro emperador Carlos quinto se coronó rey de España, renovó con más fuerza la pretensión al dicho condado, hasta que al fin de varios debates le cedió el Emperador a la Francia, no sin singular providencia del cielo, que parece quiso manifestar no había de gozar Francia en pacífica posesión el condado si no le cedía un rey de España como propia alhaja de una infanta de Castilla.



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Capítulo XLI

Respóndese a los autores que equivocaron estas noticias

     No podemos aquí menos de confesar que a dos tan célebres historiadores como Mariana y Garibay se les ocultaron todas estas noticias, que siendo de autores franceses no permiten duda en su verdad, y más cuando tan contestes proceden, así en la cronología, como en la genealogía. Mariana no puede alegar excusa, pues su cláusula, aunque breve, es muy resuelta y absoluta; y como en lo demás con tanta razón se ha conciliado el respeto, en esta equivocación ha ocasionado daño. Pero si no hallamos excusa en Mariana, más digno de reprehensión es Garibay, porque su error es de aquellos en que caen los entendidos. Dice que la princesa doña Juana era hija de Simón, conde de Poitiers, y dos renglones más abajo llama a su abuelo conde de Pontino, y Pontino no es voz castellana, y en el idioma latino es Pontinum, cuando en el mismo Putiers se vierte Putavum: con que en esto sólo demuestra con evidencia, que por no consultar un diccionario, confundió las lenguas, y tradujo según el sonido de la voz, no según la verdad de la significación.

     Pero aun más que con este argumento se prueba que Garibay procedió sin reflexión en este punto por su obra de Árboles genealógicos, que imprimió después de su historia. En este libro con gran distinción va poniendo todos los troncos de donde vienen nuestros católicos Monarcas, y todos los parentescos que reciben por haber recibido sangre de otras casas; y en él en la tabla 49 al folio 129, pone la ascendencia de la casa de Poitiers. En ella entronca las dos casas por Guillermo, cuya hija Inés fue reina de Aragón, casada con don Ramiro el segundo, y de esta casa y reino formó el árbol para comunicar la sangre de Poitiers, y en la tabla 84 al folio 205, entronca a nuestros reyes con la casa de Ponthieu, a quien llama condes de Pontis. En esto le perdonamos con facilidad la voz, pues parece cierto que en aquellos tiempos se suavizó la voz de Ponthieu, substituyendo la de Pontis, y así halló Zúñiga algunos privilegios del rey don Alonso, que los confirma su hermano don Fernando con el título de conde de Pontis. Perdonada, pues, la voz, en cuya transmutación no tiene culpa, y suponiendo que el que llama Pontis, es Ponthieu, forma el árbol poniendo por tronco a doña Juana, y de ella a la infanta doña Leonor, y a Eduardo: de este a Eduardo segundo, y luego a una nieta de éstos llamada Felipa, que casa con los reyes de Portugal, por donde los enlaza con nuestros monarcas. En esta verdad, que la ostenta su libro, si Pontano, Ponti, Ponthieu y Potiers fueron un mismo condado, confundiera en vez de explicar, y falsificara sus genealogías, y sus árboles. Luego distinguiéndolos tan bien, y ordenando la genealogía de Ponthieu como la debe ordenar, conforme a la que hemos puesto, y disponiendo con verdad y conformidad a lo ya explicado la genealogía de Poitiers, es preciso que el que estudiare con algún cuidado los libros de este autor, confiese que se equivocó en la historia cuando llamó a doña Juana condesa de Poitiers, y que se convenza por lo aquí alegado, que su genealogía y estado era de los condes de Ponthieu, nobilísimos en Europa, emparentados con los mayores monarcas cuya sucesión floreció en un reino, y varios estados en la Francia: y nos conceda la fortuna de que la cesión de un rey, descendiente de san Fernando, es la más eficaz razón en que se funda la pacífica posesión del estado de Ponthieu en la corona de Francia.



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Capítulo XLII

Bodas del Rey con doña Juana. Modo de gobierno político de aquellos tiempos

     Convenidos los tratados entre doña Berenguela, y don Simón, conde de Ponthieu, fue conducida la nueva Reina a Burgos, donde se efectuaron las bodas. La real pompa de la función pasan en silencio los historiadores, porque muchas cosas las supone el lector en las historias, y fuera molestar los ánimos el explicar con las voces lo que ya ha concebido la imaginación.

     El arzobispo don Rodrigo con aquel peso de razón y juicio con que escribió su historia, omitió los aplausos de la entrada pública, que son funciones en cuyo lucimiento tiene mucha parte el vulgo, y atendió a explicarnos las reales prendas de la nueva Reina diciendo: �Esta Reina de tal manera floreció en belleza, sabiduría y modestia, que igualmente fue agradable por sus lindas prendas a su esposo, que acepta por sus virtudes a Dios y a los hombres.� Como la reina doña Berenguela iba creciendo en edad, y naturalmente había de faltar al Rey para su alivio y consuelo, el Cielo que le había quitado para sí a su amada esposa doña Beatriz, dispuso esta nueva compañía, en cuya prudencia y dulzura pudiesen descansar en muchas de sus fatigas.

     De Burgos pasaron los nuevos desposados a Toledo, visitando su reino, recibiendo aplausos la Reina, y atendiendo al gobierno el Rey. A la verdad quien contempla el modo de gobierno de aquellos tiempos, y el que se deduce únicamente de las escrituras, privilegios y donaciones antiguas de los reyes antecesores a nuestro héroe, y de las suyas, conoce cuan pesado adorno era la corona y cuanto trabajó la majestad. En los fueros de Toledo, Cáceres, Badajoz y Sevilla vemos que los pleitos y demandas entre los vecinos se sentenciaban por el alcalde que ponía el rey, acompañado con ocho o diez de los buenos-hombres. Este título tienen en los fueros, y donde no había fuero, era sólo el alcalde el juzgador. Estos buenos-hombres, que en nuestro tiempo equivalen a regidores, tenían aquella corta autoridad que les concedía el fuero, y su mayor trabajo era informarse del hecho, pues la justicia pendía de la ley, que aunque las había, como no estaban coordinadas, era difícil la estudiase el que ya de edad avanzada le señalaban por hombre-bueno; y así sucedía que había menos pleitos, porque más a la ley natural se sentenciaba por equidad, que no por estudio; pero también se incurría en el escollo de ser precisa la injusticia muchas veces que sentenciaban el amigo, y el pariente sin el freno de la ley.

     Este inconveniente tenía su remedio, porque era lícito al agraviado alzarse al rey; término con que se explica la apelación; pero no había otro a quien acudir, ni ante quien comparecer. Por esto los reyes se veían obligados a ser unos honrados jueces que estuviesen en continua audiencia, y en incesante estudio y consulta; y más, que fuera de estos alzamientos o apelaciones eran jueces ordinarios de todos aquellos que no tenían fuero, o no se podían sujetar a él, como eran los pleitos de villas con villas, y de personas exentas; y así vemos que en una demanda que tuvo Madrid con Segovia sobre los términos de sus jurisdicciones, nuestro Rey la decidió visitando en persona los lugares, cotos, mojones que se citaban por una y otra parte, y amojonando de nuevo la tierra para acotar los términos.

     Por el privilegio que traslada en su historia el inteligente en papeles antiguos, verídico y juicioso historiador de Segovia, Colmenares, nos consta que todo este trabajo le costó al Santo dar sentencia en el pleito entre las dos jurisdicciones; y el día de hoy esta vista de ojos no se ejecutara ni aun por los mismos jueces, pero en aquellos no se designaba la majestad del trabajo por atender a la justicia.

     Esta tarea suponía otra de no menor enfado, porque como las apelaciones eran quejas de lo determinado contra justicia, tenía el rey obligación de estudiar, y saber las leyes, y su estudio era de gran fatiga, puesto que ni estaban recopiladas, ni eran todas universales, porque los fueros no se concedían a todas las ciudades igualmente, y a unas como a Toledo, que en esto fue muy privilegiada, eran amplísimos, y a otras eran cortos. Este era un peso que abrumaba al más gigante espíritu, y hubo en algo de ceder a la fatiga todo un san Fernando, obligándole a que tomase algún medio con que se suavizase tan gran carga, porque ser un hombre solo rey, era ser capitán general teniendo continuamente en la mano la espada desnuda contra los moros, padre común de la patria atendiendo a todas las urgencias, como en este año sabemos, que porque en Burgos un casual fuego redujo a cenizas más de quinientas casas, alargó el fruto de los tributos de diez años con que le concurría la ciudad, para que los que habían quedado sin cubierto reedificasen aquel pedazo de la corte; cuidar de la justicia vindicativa en el castigo de los delitos, de la distributiva en el premio de los trabajos, y repartimiento de los honores, y además de todo esto hacer el papel de juez en el ejercicio de la justicia conmutativa, atendiendo a los agravios que padecían los vasallos. Todo esto era una esclavitud al remo que compraba muy caras las delicias del trono, o que cambiaba en sudores el descanso, y en fatigas la soberanía.

     Es maravilla leer en lo serio y bien informado de Mariana como pinta a nuestro héroe haciendo este personaje de juez. �Visitaba, dice, sus estados, tenía costumbre de sentenciar los pleitos, y oírlos, y defender los más flacos del poder y agravio de los más poderosos. Era muy fácil a dar entrada a quien le quería hablar, y de muy grande suavidad de costumbres. Sus orejas abiertas a las querellas de todos. Ninguno por pobre, o sólo que fuese, dejaba de tener cabida y lugar, no sólo en el tribunal público, y en la audiencia ordinaria, sino aun en el retrete del Rey le dejaban entrar.� Hasta aquí Mariana, y por su autoridad se conoce con quinta razón hemos ponderado este oficio, o esta multitud de ocupaciones, que tenía el cargo de rey.

     Es verdad que para estas resoluciones no era solo, pero los acompañados, aunque ayudaban mucho a que tuviese muy recta su vara la justicia, eran de nuevo embarazo para el despacho, pues los obispos que seguían entonces a los reyes, y los ricos-hombres que concurrían a los privilegios, tenían según parece sólo voto consultivo en la resolución, aunque era precisa su confirmación o subscripción para lo válido del instrumento; de suerte que bien mirado todo el peso del trabajo y cuidado era de los reyes, y la autoridad se repartía entre los mismos, y los obispos, y ricos-hombres, que al firmar los privilegios, donaciones, sentencias, y demás instrumentos reales, añadían después del nombre la palabra confirma, como que cada privilegio se confirmaba con una especie de cortes, pues confirmaban la resolución los que habían de estar en las cortes, si las hubiese; y se les daba esta autoridad para que la tuviesen mayor los despachos: y por otra parte en la determinación no tenían más voto que el consultivo, y así vemos que los despachos de nuestro Rey empiezan todos: Yo don Fernando en uno con la Reina mi mujer, e con parecer, e otorgamiento de la reina doña Berenguela mi madre, e de mis fijos N. N.; y aquí varía según los que se hallaban presentes, y no cita a los ricos-hombres ni a los obispos; y cuando llega a hablar de ellos, cuando mucho los nombra de su consejo, aunque esto también es muy rara vez. Demás de esto todos los despachos reales salían con el nombre dicho de solos los reyes y familia real, y en su nombre anulaban los que podían ser contrarios, y castigaban a los que contradijesen: de donde resulta que las confirmaciones de los obispos y ricoshombres eran como una aceptación del reino, no señal de tener antecedentemente parte en la resolución.



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Capítulo XLIII

Socorre el Rey el hambre que sucedió en Córdoba. Da providencia para su gobierno, señalando por Adelantado a don Alvar Pérez

     Estando el Rey en las cercanías de Toledo llegó la noticia de suceder este año, por causa de la carestía del trigo, alguna penalidad de hambre en la recién conquistada ciudad de Córdoba. No dio esta nueva mas cuidado al Rey, que el que ocasiona la compasión, pues el remedio lo halló muy fácil enviando prontamente suma considerable de dinero: su crónica se explica con la voz de maravedís de oro; y dando disposición para que de otras partes les condujesen cuanto trigo fuese posible, acudiendo así a la necesidad del común, y socorriendo no sólo con el género que se necesitaba, sino con el dinero para que todos le pudiesen comprar, creyose que con esta tan abundante providencia había atendido, y bastantemente, a aquella urgencia; pero la fértil situación de Córdoba convidó a tantos a su mesa, que faltó vianda, y no fue poca causa la consternación en que vivían los moros. Estos faltos de rey y de consejo vivían el día de hoy sin labrar sus campos para mañana. Los lugares que se habían entregado, temían las tropas que los nombraban amigos, y respetaban como vencedores. La galantería de las cabalgadas era casi continua, y destruían con el paso lo que debían conservar para la vuelta. Los moros enemigos no cedían a tanta dificultad; y aunque divididos en varios soberanos, porque algunos con más corazón que otros habían querido llamarse reyes, todavía inquietaban a todos. La esperanza de lograr con el tiempo, detenía en las cercanías mucho pueblo, que allí ocasionaba hambre, porque comía mucho; y era dificultoso asunto intentar con ellos que abandonasen la esperanza por ir a comer a otra parte. Todo esto obligó a don Alvar Pérez a ir en persona a la corte a dar cuenta de lo que pasaba, movido sin duda de aquella general, cuanto cierta máxima, que obra más una razón dicha a boca, porque sale viva, que muchas cláusulas por escrito, que al fin siempre llegan muertas. Halló al Rey en Valladolid, y habiendo oído a don Alvar, aunque su genio santo llevaba a mal, no dedicarse enteramente a Dios en aquellos días, que era la semana santa, atendiendo a que quien le dio el genio de santo le había impuesto las obligaciones de rey, dejó la devoción por el oficio y el recreo de su quietud en la iglesia por la penosa obligación del gobierno. Proveyó a don Alvar Pérez de dinero para todos los presidios, soldados, y aun para los ociosos; pues era conveniente mantener por entonces a la ociosidad, que había de ser útil para aquellas poblaciones en tiempo más sereno.

     Empezaba ya el Rey a sentir el intolerable peso de gobernar muchos reinos; y que al mismo tiempo que se extienden, son los que más pesan en los hombros aquellos que por distantes ni goza la vista, ni tocan las manos. Era mayor su dominio, y estaba menos seguro de su conducta; y por esto ya que se vio con don Alvar Pérez, de cuyo celo no podía dudar por el mismo hecho de verle venir, quiso agradeciendo su proceder fiar en él parte de los cuidados, y le encargó todo el gobierno de las fronteras de la Andalucía, dándole unos generalísimos poderes para que en su nombre gobernase aquella nueva conquista. Recibió don Álvaro este honor, que en voz de estos siglos llamáramos Virreinato, y entonces se decía Adelantamiento, con la sumisión de vasallo, con la lealtad de agradecido, y con el empeño de esforzado.

     Prometió mucho en servicio del Rey, que cumplió según sus obligaciones, luego que se restituyó a la Andalucía, porque publicado el nuevo puesto, que le conciliaba respeto, y el nuevo empeño que le obligaba a mayor diligencia, le miraban como rey porque tenía sus poderes, y como gran capitán porque lo pedían sus méritos. Llevaba consigo cantidad de dinero; y como esta es la sangre de los reinos, y la leche con que se alimentan y crecen las conquistas, dio su arribo gran vigor a aquella enfadosa muchedumbre, y dio tales disposiciones a gusto suyo y servicio del Rey, que juzgaba ya la prudencia que se había de gozar en el mayor sosiego el fruto de tan célebre adquisición. No sucedió así; porque el tiempo es superior a todas las disposiciones del hombre, y como es su natural e inevitable poder consumir todo con su misma duración, se acabó, o se consumió el tesoro; y los mantenimientos, si no estaban escasos por la providencia, estaban muy caros por la necesidad. Los moros se iban engrosando y pasado aquel tiempo que eran débiles, porque unos a otros se consumían se iban haciendo de mayor fuerza los que habían agregado a sí las parcialidades de los otros, y ya podían por ser menos, pero unidos, causar miedo los que antes eran de desprecio por ser muchos. Entre los demás, quien ya se hacía mirar con cuidado era Benalhamar, que se llamaba rey de Arjona, no tanto porque fuese rey, cuanto por natural de aquel lugar, que como cabeza de otros, figuró un reino, portátil, que procuró y aun consiguió fijar en las amenidades de Granada. Este con espíritu animoso, con fortuna en sus empresas, y con la dicha de hallarse obedecido de muchos que le seguían por su gusto, o por miedo de andar solos, hizo poner en cuidado a don Alvar, y como no se podía fiar de la muchedumbre que no tenía bien sustentada, y a quien había ido mal en varias correrías, determinó volver en persona al Rey a dar cuenta de su modo de proceder hasta entonces, y de pretextar el remedio que pedía la frontera, si no se quería dejar expuesta a una ruina, por no prevenir el precipicio con la providencia.



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Capítulo XLIV

Sitia Benalhamar a Martos, y singular bizarría con que defendió el puesto la Condesa y sus criadas

     Partió don Álvaro, no con tanto secreto, que Benalhamar no tuviese individual noticia de su viaje, de su idea, y de la ocasión. Quiso aprovecharse de ella, y valiéndose de la diligencia, echó mejor lance del que pensaba. Era don Álvaro gobernador en propiedad de Martos, cuyo puesto no dejó por el Adelantamiento, sirviendo su gobierno como perpetuo, y asistiendo desde allí a las obligaciones de Adelantado. Al tiempo de venir a la corte dejó dentro del Castillo a la Condesa su mujer, y encargó el gobierno de cuarenta soldados, que era toda la guarnición de la peña, a don Tello su sobrino. Este como mozo y amante de gloria, queriendo ganar crédito con hacer más de lo que podía, salió a tierra de moros dejando desamparado el castillo, de que tenía obligación, por ganar algún buen lance de que no estaba encargado, y con el yerro de aventurar de cierto un importante sitio, por solo adquirir, o algún rico pillaje para el provecho, o algún nombre de aquellos que la fama lleva per el viento, y dura hasta que otro le confunde los ecos. Este mal aconsejado, dictamen puso en el último riesgo a Martos, porque los únicos que se vieron sitiados fueron la Condesa, mujer de don Alvar Pérez, sus damas, y uno u otro criado, que por ser necesario para el servicio de la casa, no había seguido a los que salieron. No sabía esta circunstancia Benalhamar cuando empezó el sitio, ni pudo conocerla, porque la Condesa con varonil esfuerzo tornó por suya la defensa, y nueva cristiana amazona, olvidando todos aquellos afectos que son tan propios de un mujeril sobresalto con el sosiego que pudiera su marido envió al punto a avisar a don Tello y mandando a sus damas, camareras y demás mujeres de su cuarto, que se destocasen y dejasen todo mujeril adorno, las señaló puestos en la muralla, para que viendo gente el enemigo, no conociendo por el traje ser mujeres, caminase más lento o menos arrojado al asalto. Tomaron las damas sus puestos, hacía de capitana la Condesa, corría la muralla, alentaba a una, enjugaba las lágrimas de otra, y avivaba a la más esforzada: enseñaba a todas el modo y figura de la defensa; pero cuando las iba visitando y alentando, cada una de ellas la pedía un pedazo de su corazón, y ella tuvo el bastante para repartirle entre todas, de forma que aquel femenil escuadrón jugó de todas tareas militares, bordando con sus presencias las murallas, y previniendo la labor con la espada como pudieran con la aguja.

     Este animoso ardid entretuvo a Benalhamar, que o no sabía, o no creía ser sólo mujeres quienes le resistían. A la verdad, él estaba hecho a sujetar bárbaros, y no es mucho no supiese conquistar palomas. Fuese como fuese, hubo tiempo para que llegase don Tello con su corta guarnición, que hacía gran falta en el castillo. Detúvole un tanto el temor de la empresa, por no creer podría romper la línea de los moros; pero animado de Diego Pérez de Vargas, el que ya se llamaba Machuca, exhortaba a sus soldados, aconsejándoles, o avergonzándoles con decir sobraban las voces a quien estaba viendo el ejemplo de su ama, y que no convenía se trocase el mundo, y fuesen cobardes los soldados, cuando se habían alistado a la bizarría del valor las mujeres: y para animarlos más, se arrojó con tal violencia a los moros, que rompió la línea, y logró entrar los más de los soldados en el castillo, dejando sólo por víctima de su mal consejo algunos pocos que dieron el paso franco a los demás, por haberse en ellos cebado la furia del enemigo. Este viendo introducido con tanto valor el que llamaba socorro, desamparó el intento, y desistió de la conquista de Martos, sitio de suma importancia, por ser en aquel tiempo la llave de la Andalucía, y que cerró echándola doble al valor el varonil esfuerzo de la Condesa. Dichosos siglos en que batallando a un tiempo por la religión y el reino, se hallaba tan sobrada la valentía, y el consejo, que podían las damas de más delicada esfera substituirá Virreyes y Generales aun en las acciones en que estos se hubieran hecho célebres en la historia.



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Capítulo XLV

Muerte de don Álvaro. Providencias con que el Rey suplió esta falta; y unión de la universidad de Palencia a la de Salamanca

     En cuanto la Condesa suplía tan bien las faltas de la asistencia, y la presencia de don Álvaro en las fronteras, siguió este su camino hasta encontrar al Rey en Utiel. Hablole despacio, dijo el motivo de su venida, y aunque el Rey le oyó con benignidad como a buen vasallo. a quien el mucho celo mudaba el oficio de virrey en el de correo, le explicó su parecer y su sentimiento, muy justo a la verdad, porque una carta podía muy bien suplir por su personal embajada, y más con un Rey de quien eran tan amadas sus conquistas, y que no había de menester voces para conciliarse la atención; y por otra parte la asistencia de don Álvaro no había quien la substituyese en la frontera. El esfuerzo varonil de su esposa fue grande acción para ejecutada una vez, y eternizar su aplauso; pero no era bastante fundamento para fiarla una Regencia y más cuando esto pedía un continuo desvelo con que se atendiese a muchas partes, una vigilancia sobre vasallos y enemigos, una cuidadosa providencia en lo político, y un ardor muy prudente contra los muros que molestaban por diversas partes, y ya menos desordenados ponían en más empeño. Todas estas razones obligaban a tener a don Alvar preso en la frontera, y obligaron al Rey a que al punto proveyéndole de dinero le mandase volver con orden de acelerar las marchas; y el Rey con los infantes don Alonso, y don Fadrique prosiguió su viaje a Burgos, donde iba desde Toledo.

     No había aun el Rey descansado en su alcázar, cuando le llegó la infeliz nueva de haber fallecido don Alvar Pérez en la villa de Orgaz, de donde no le permitió proseguir el camino una recia calentura, que abreviando los plazos, y apretando los síntomas, arrebató al reino un gran hombre, y quitó al Rey un grande alivio. Sintió mucho el Rey tal pérdida, como que sabía le faltaba un esforzado y dichoso capitán, un prudente consejero, y un lugarteniente de su persona, y uno de aquellos que no se tienen tan a mano en un reino, que se pueda suplir su falta con que vaya prontamente otro a ocupar su vacío. Hay autores que dicen que no pudiendo ir el Rey en persona por la falta que hacía en Burgos, envió al príncipe don Alonso; pero esto aunque acredite las prendas de don Álvaro, y dé a conocer en cuanta estimación le tenía el Rey, que no halló cómo socorrer su pérdida, sino sacrificándose a la ausencia de su primogénito y heredero, no lo halló confirmado; y es menos creíble, porque nada menos necesitaban las fronteras que de un mozo, que si bien por ser príncipe heredero del reino se conciliaba lo sumo del respeto, no le gobernara el primer caso de la experiencia, y el mismo haber de ser tan absoluto era la mayor oposición que tenía para el gobierno. Es verdad que no nos cuentan las historias, ni hallamos papeles por donde sepamos qué providencias dio el Rey. Lo cierto es que fueron tales que se suplió la vida de don Álvaro por tres meses que el Rey estuvo en Burgos, sin que en la frontera se sintiese daño, ni se perdiese nada de lo conquistado: grande ejemplo de lo que puede un buen gobierno y gran desengaño para los que blasonan de necesarios, pues perdido quien al parecer lo era tanto, no hubo de menester nuestro Rey quien le supliese en el oficio, y sin don Álvaro, sin Adelantado, sin Virrey, y sin ir en persona, pudo aun estando ausente hacer tanto como se ponderaba que hacía don Álvaro estando presente.

     Entre las provisiones con que se socorría la frontera para su resguardo, se mezclaban muchas de Castilla y León para su gobierno. Es célebre, y lo será por sus lustrosos y floridos efectos la unión que este año 1240 hizo nuestro Rey de la universidad fundada en Palencia a la célebre de Salamanca. Los dos reyes Alonsos, octavo y noveno de Castilla y de León, habían formado dos universidades, el de León en Salamanca, y el de Castilla en Palencia: el asunto y fin era uno en los dos, porque en aquellos tiempos florecían poco las letras, y era debido formar atarazanas en que se diese lustre a los entendimientos, y en que se forjasen los discursos. Desgraciado estaba el siglo para la sabiduría, y se debían establecer universidades para que los más despiertos se fuesen haciendo maestros, por no haber maestros hechos que los dirigiesen. Como los reinos estaban divididos, el rey don Alonso padre del nuestro plantó en Salamanca su universidad, y a su ejemplo el rey don Alonso, abuelo de san Fernando, dispuso la suya en Palencia, para que los castellanos que se aplicasen a cultivar las letras, no hubiesen de mendigar la enseñanza de reino extraño. Estaban formadas las dos universidades; pero ambas pequeñas, corro recién nacidas, y no muy ricas por no tener mucho con qué dotarlas sus padres. Siendo dos necesitaban de duplicados maestros, y para una sola, si los había de haber, era menester traerlos de otra parte. Ya gobernaba la prudencia el contrario acto que había dictado en el tiempo de los dos Alonsos, porque si entonces, por evitar competencia en jurisdicciones, y que no se mezclasen los vasallos, había cada rey ideado universidad en sus dominios, ahora que todos estaban sujetos a un soberano, era debido se uniese la juventud, y viviesen en uno los leoneses y los castellanos, y se criasen desde niños juntos para que aquel amor que concilia en sí la naturaleza con el mérito de sus iguales por la corta edad, creciese en los vasallos, y uniese con los lazos los dos reinos, mirándose ya como unos los que por vecinos habían antes empleado sus aceros contra sus hermanos.

     Movido de este dictamen gobernó la prudencia otra elección muy cortés, porque deseando unir las dos universidades, mantuvo la de Salamanca, que era de leoneses, para que a estos extraños que habían mudado de señor, no les faltase con la mudanza nada de su fuero y preeminencias, y obliga a sus naturales vasallos a que concurriesen a Salamanca, que ya miraban también como propia con aquel especioso título de haberse trasladado allí la suya de Palencia. Así se ejecutó, y guarda la universidad de Salamanca el privilegio concedido por nuestro Rey a sus estudiantes, en que con motivo de esta unión confirma todos los privilegios y excepciones que su padre don Alonso de León la había antes concedido. De esta feliz unión en fecundo plantel, han nacido tantas y tan floridas plantas como celebra el mundo, que esparciendo flores en su menor edad, han producido tan sazonados frutos en la Iglesia con ejemplarísimos prelados, y púrpuras teñidas en el sudor de su estudio; en la monarquía con prudentísimos presidentes, gobernadores y consejeros; en la república literaria con venerados maestros y aplaudidos escritos, sin faltarla aun la mayor de las alabanzas en el más sazonado fruto de virtud, pues logra hijos que veneran los altares. Bien sé que se me podrá decir, que al abrigo de otros reyes se ha elevado esta máquina, corta al tiempo de nuestro héroe, y magnífica con las dotaciones de otros monarcas, pero yo resumiré con otra más natural comparación esta réplica, diciendo, que este plantel cuando nació no podía ser grande, porque no había de mudar las leyes de la naturaleza; fue florido, y empezó por mucho; creció a mayor fecundándole el riego, y aunque la adelantaron los reyes sucesores de nuestro héroe, a este siempre queda para su mayor gloria haber sido tan feliz en la planta, que elevada ya a tan pomposo árbol, haga sombra a todos los emporios de letras que se celebran en Europa. (2)



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Capítulo XLVI

Rebelión a la Iglesia del emperador Federico Barbarroja; y medios con que solicitó san Fernando el debido socorro de la Silla Apostólica

     Tuvo también el Rey otro negocio, que no menos le molestó por difícil, cuanto le afligió por lamentable. El emperador Federico Barbarroja, que antes había sido, o había disimulado ser buen hijo de la Iglesia, se quitó la máscara, y se descubrió rebelde, juntó tropas, y creyendo que era de cierto suya la victoria, pasó a Italia, moviendo segunda vez, y a rostro firme, guerra al Papa, y en esta ocasión fue el principio de aquellos tan célebres bandos de Huelfos y Gibelinos que tanto han dado que escribir a los historiadores. El papa Gregorio nono que era el que presidía la Iglesia cuando la dieron este asalto, pidió socorro a cuantos le podían dar, y la estrechez era tanta que cualquier corto auxilio se debía estimar en mucho. Recibió esta noticia el Rey en las circunstancias de su mayor ahogo, porque sobre la falta de don Álvaro había pocos días antes padecido la de don Diego López de Haro. Carecía de dos sujetos, que por no tenerlos, le daban mucho que hacer. Las fronteras necesitaban de su persona, de un ejército, y de mucho gasto. El rey de Arjona Benalhamar con su maña se había intitulado rey de Granada, y engrosado su dominio con toda su jurisdicción. Los moros molestaban mucho, y el poder o no poder juntar dinero para el preciso ejército que se necesitaba, afligía más que toda la multitud. Estas circunstancias imposibilitaban socorrer como se quisiera al Papa. Doraba mucho esta imposibilidad el manifestarse por el mismo hecho, que se dejaba a Dios por Dios, pero no se podía enviar fuerzas contra un rebelde por necesitarse todas contra los enemigos de la fe. Añadía justas razones a la excusa la consideración de que era mayor la necesidad de España que el peligro de la Italia, porque en ella el Emperador el año antecedente había tenido la misma idea, y hecho la prueba, y no pudiendo conseguir su intento, se había reconciliado con el Papa; y aunque el volver este año probaba muy bien lo falso de su obrar, se podía discurrir que así como el año anterior sin socorro de España sola Italia había bastado a reprimir su orgullo, así en la estación presente no fuese necesaria más fuerza. Por último, el Papa ya había determinado cortar con el segundo filo de su espada el miembro podrido de la Iglesia, pues encancerada la llaga, era preciso ya el rigor del hierro que la cortase con la excomunión, al mismo tiempo que el fuego de la guerra detenía sus ímpetus, y el mismo papa Gregorio avisaba esta determinación suya al Rey, y daba motivo para creer que este rigor debilitase la furia del Emperador.

     Por todos estos motivos estaba el Rey legítimamente excusado del pretendido socorro; pero su celo no se satisfacía ni aun con la imposibilidad, y así determinó hacer lo que podía, aunque fuese sacrificándose a la ausencia de un hijo, muy amado; y enviando al mismo tiempo un embajador al Emperador, a fin de que le abriese los ojos que le cegaba, o la ambición, o el enojo. Había de ir a Roma a negocios propios el abad de Sahagún, cuyo nombre callan las historias; pero sus prendas tienen por aplauso los encomios que de ellas hizo nuestro Rey, y el difícil cargo que le fió. Enviole a llamar, mandándole dejase el camino que ya había empezado, y viniese a la corte; y luego que llegó a ella le entregó a su hijo don Fadrique, heredero de la reina doña Beatriz en los estados que debía poseer en Suevia, cuyo derecho era tan claro como justo; pero el Emperador procedía de hecho, y aunque no le asistía ni sombra de razón para negar, no quería dar la posesión que le había de desposeer a él. Por cartas se había tratado esta dependencia, y el mismo Papa, como juez soberano, le había admitido bajo de su protección, e interpuesto su autoridad; pero como ni las cartas, ni las interposiciones infunden miedo, había satisfecho el Emperador con palabras. Ahora juzgó el Rey que enviando a Alemania el interesado, podría conducir a muchos fines, pues quizás por no declararse enemigo del Rey de España, se ablandaría para hacerle justicia, y a todos los buenos convendría tener a este príncipe en el corazón del Imperio; o el negarle lo que de justicia se le debía, podría mover a otros miembros del Imperio a no concurrir con el Emperador a la guerra, o a darle que hacer en las distancias de Roma; y cualquiera cosa de estas era socorro, y no hizo poco quien no teniendo dinero ni gente, sacrificaba un hijo. Son tan tiernas las cartas con que acompañó al embajador, que fuera traición ocultar unas piezas tan pías a la devoción, y más con la seguridad de ser tau ciertas, como trasladadas del registro de Gregorio noveno, que con gran fortuna llegó a nuestras manos, y dicen así:

     �Al santísimo padre y señor Gregorio por divina providencia Pontífice sumo de la sacrosanta romana Iglesia, Fernando por la gracia de Dios rey de Castilla, Toledo, León, Galicia y Córdoba, con la debida sumisión besa los sagrados pies.

     Sabe aquel que nada ignora, que es escudriñador de los corazones, y sabidor de todos los secretos, que con un sincero deseo no menos devoto que debido, se abrasa nuestro corazón en vuestro honor, y aspira a vuestra mayor exaltación. Ni debe admirarse que deseemos el aumento de aquel, que de cierto es el vicario de Cristo en la tierra, y el vice-regente del verdadero Dios y Hombre, y que a ejemplo de nuestros gloriosos progenitores deseemos la gloria de la silla Apostólica, que tan abundantemente administra, y tan sabiamente da pasto a todos los fieles esparcidos por el universo mundo, y en quien nosotros y todos los fieles fundamos la esperanza de la salud eterna, premio de fe católica, por la cual guerreamos, y nos mantenemos fuertes contra todos sus enemigos, así procurando extirpar sus herejías, como saliendo a batallas contra los que intentan mantener sus errores con las armas, oponiéndonos a sus insultos, no sin graves peligros de nuestra propia vida. Estos peligros, Señor, y trabajos, y muchos otros que no juzgamos debidos a una carta por evitar la dilación, y juzgarlos dignamente por superfluos, y porque cuando no tenemos tal intención, parecerá que buscamos nuestra alabanza en referir lo que padecemos, y creemos digno de padecer, con el religioso fin de que se dilate la honra de la santa Sede, y se extienda el ámbito de la heredad del Señor; y que por nuestro ministerio, ya que no llegue al deseado y debido, a lo menos reciba aquel corto aumento que pudieren darle nuestras fuerzas. Porque si la santa romana Iglesia siempre nos ha amado y favorecido con entrañas de caridad y que acudiendo nosotros a su abrigo, no sólo la hemos hallado propicia, sino pronta como estuvo en nuestra promoción al reino, con prodigalidad de gracias, que mucho que la amemos y sirvamos; antes bien no imaginamos en esto mérito, sino consideramos ser cumplimiento en parte de nuestra obligación, y por mucho que nos esforcemos consideraremos que es muy corto el socorro con que la ayudamos en cualquiera necesidad o afición que nos necesite, aunque en su servicio expongamos nuestra persona y reino.

     Ya, Señor, habíamos oído a varios lo que de cierto nos comunica vuestra carta, conviene a saber que el Emperador mueve guerra, levantándose contra la Iglesia católica, que tan cariñosamente le ha abrigado en su seno, y maravillosamente exaltado al trono, y que su perfidia llega a tanto que es ya necesario le toque la mano de Dios para el aviso, cometiendo en este insulto muchos pecados contra la Iglesia, que debe venerar como a madre. �Oh, con cuanto sentimiento lloramos este accidente! No puede padecer tan piadosa madre, sin que al mismo tiempo no padezcamos mucho sus hijos. No puede llorar su tristeza la silla Apostólica, y estar en jocunda alegría quien se precia de fiel. No puede turbarse la cabeza, y estar con su robusta fortaleza los miembros. Pero con todo esto, Señor, sabemos también que nunca olvida Dios su misericordia, y que nunca esconde su piedad entre su ira; y habiendo empezado a hablar séanos lícito en pocas palabras manifestar la suma congoja que nos causa, más que el hecho del Emperador, lo dudoso y apeligrado del fin a que pueden conducir las circunstancias y varios acaecimientos del tiempo: y siendo preciso, pedida, y aun conseguida primero vuestra licencia, que amemos en el Señor a nuestro hermano el Emperador, debemos rogaros que con mansedumbre de padre reciba en su gremio, y reconcilie a un hijo errado, pero penitente, para que la Iglesia no carezca de su atleta; y a este fin emplearemos todas nuestras fuerzas y eficacia con el mismo Emperador. Para conseguir por este medio el deseado fin, hemos destinado al venerable y dilecto abad de san Facundo, a quien estando ya camino de Roma con la devoción de visitar los santos lugares, hemos llamado a la corte para instruirle de nuestro deseo. Es varón de probadas costumbres, circunspecta providencia, y prudente conducta en los negocios, de cuya persona plenamente fiamos, y hemos destinado vaya a Roma con estos poderes y seguros de su industria, pase a verse con el dicho Emperador de nuestra parte, y como nuestro embajador, si pareciese a vos, Señor, que este medio puede conducir a nuestro intento, pero caso que vos juzguéis que el enviarle, o será inútil, o superfluo, volverá a España, aguardando nosotros en un todo el beneplácito de vuestra voluntad. Él, según la experiencia que tenemos, ejecutará en todo devota y fielmente cuanto le será mandado. Dada en Burgos a 4 de diciembre, era de...

     Otra. No creemos habrá olvidado vuestra Santidad que en tiempo de la dulce memoria de la reina doña Beatriz, hija vuestra, pedimos al Emperador los bienes que en Suevia la pertenecían y él retenía para sí tocándole, como entonces por renuncia le tocaban a nuestro hijo F.; en cuya discordia recurrimos a vuestra Santidad pidiéndole consejo y favor, a cuya súplica respondió vuestra Santidad, como padre y vicario de Jesucristo, con su sólita benignidad y clemencia, que no nos faltaría su apreciable consejo, y que obligaría a que se nos hiciese justicia. Pero por entonces baró este negociado, habiendo el Emperador gobernádose por más sano consejo, y hecho decir estaba pronto a dar al príncipe los estados, con tal que fuese a vivir al Imperio, a cuyo dominio su madre le había destinado, y en su testamento lo mandó así.

     Nosotros, pues, atendiendo que es peligrosa la posesión, si se difiere, y que puede ser perjuicio a la herencia materna, que sólo para ofrecerla al servicio de la iglesia Romana deseamos que posea, y por otras urgentísimas causas, que el venerable, religioso y dilecto nuestro abad de san Facundo expresará a boca, con el consejo de varones doctos le hemos destinado para Roma y Alemania, mandándole con viva voz y toda resolución, conminándole si lo contrario hiciese con pena de ser privado de la gracia de hijo nuestro, que siguiendo la costumbre de sus abuelos los reyes y emperadores de España, procure con todo empeño la mayor gloria y exaltación de la silla Apostólica, a quien siempre de corazón ame, a quien sea humildemente obediente, y de quien viva cordialmente devoto. Pero si ahora el mismo Emperador contradice o difiere, que no creemos, ponerle en posesión de la herencia, afectuosísimamente suplicamos, humilde y devotamente pedimos que reciba vuestra Santidad a dicho F., hijo nuestro, debajo de su protección, honrándole con su favor. Dada en Burgos a 4 de diciembre, año...�

     Estas son las cartas credenciales que llevó el abad de Sahagún, y en ellas no sabemos si luce más la devoción que rebosan, o el católico celo que explican. Lo cierto es que no se siguió el deseado efecto, ni de la herencia que era de justicia, ni en la composición del Emperador, que obstinadamente prosiguió en la guerra: pero es necia vulgaridad sentenciar la prudencia y utilidad de los medios por la felicidad de los sucesos. Fue católico celo de nuestro héroe destinar una embajada, sacrificar un hijo, y procurar convencer al Emperador, y no sé si en aquel tiempo los demás reyes que no acudieron con armas, contribuyeron con tanto. Era imposible alargar la espada desde Castilla, y en esta idea se intentó católicamente extender la pluma, y concluir con razones a quien no se podía sujetar con armas; y la culpable ceguedad del Emperador, no debe determinar que los medios no fueron acertados y dignos de eterna alabanza.



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Capítulo XLVII

Entrega del reino de Murcia que hizo a nuestro Rey Abenhudiel; y posesión del reino que tomó el príncipe don Alonso

     Por este tiempo, cuyo año nos le pone en duda Cascales, por querer fuese el de 1241, se ganó a poca costa el reino de Murcia. Había el rey don Fernando otorgado treguas de un año con el intruso rey de Granada. Ninguno de los dos gustaba de este trato; pero a ambos compelió la propia necesidad. Nuestro rey de Castilla estaba como hemos llorado, el de Granada había engrosado su reino con su misma substancia, y si en Castilla se hubiera podido hacer un nuevo esfuerzo, no era mala la ocasión para lograda contra el nuevo tirano. Pero él estaba flaco, cuando los cristianos no tenían fuerza; y cada uno tomaba a buen partido dársele al contrario. Esta tregua de un año puso en gran confusión a Abenhudiel, hijo de Abenhuc, rey de Murcia. Miraba este con cuidado todos los movimientos del de Granada; temiale por vecino, y no le quisiera tan poderoso. Por esto la sintió mucho más que quien la hizo, porque no tenía esperanza de poder resistirle, si volvía la cara contra su reino. Entró en miedo, y fue mucho que con él pudiese acertar con el buen consejo de entregarse en los brazos del rey don Fernando, para que recibiéndole como vasallo, le defendiese como a propio.

     Conociose aquí, no tanto el talento de Abenhudiel, cuanto lo amable que era san Fernando para sus enemigos. Mas quiso un moro tomarle por su señor, que quedarse señor haciendo liga con otros moros contra el Santo. Mas esperó de un rey tan cristiano, que pudo imaginar de otro con quien era una misma la religión. Envió mensajeros haciendo la propuesta. No era despreciable a quien deseaba extender la fe, y se le ofrecía un amenísimo reino, cuyos naturales por suaves no se habían de resistir a la razón, y en cuya fecundidad de sitio se debía esperar floreciese mucho la planta de la verdadera fe. No oyó el Rey a los mensajeros, porque encontraron en Toledo al infante heredero don Alonso, a quien su padre enviaba a la frontera para que supliese su falta hasta que los negocios y salud le diesen licencia de ir en persona. Escribió el Infante al Rey; y haciendo estimación del nuevo vasallo, y del presente que le hacían, no pudiendo ir a tomar la posesión, determinó enviar allá a su segunda persona el infante don Alonso, cuyo había de ser el reino. Diole alguna gente, así para el resguardo de su real persona, como por cautelosa prevención de todos aquellos accidentes que podían sobrevenir en un reino enemigo, de otra religión, y que se recibía por vasallo sin más consulta de los individuos que la voluntad del rey; y aunque fue con prudente consejo esta resolución, no fue muy necesaria, porque llegando el Infante, se ajustó la entrega con más paz que se creyó, y con la condición que el rey Abenhudiel quedaba por vasallo, con sólo la mitad de su renta, y la otra mitad cedía en reconocimiento de soberanía al rey don Fernando, y en su nombre a su hijo don Alonso, que iba con los poderes. Con esta capitulación, entró el Infante en Murcia, donde fue asistido y tratado como de rey a rey.

     Recorrió don Alonso todo el reino, acompañándole con su gente el gran maestre de Santiago. La mayor parte de los nuevos vasallos dieron gracias a su antiguo señor por la fortuna que les había solicitado, aunque no faltaron algunos lugares, que celosos de su falsa religión, quisiesen resistir a esta misma fortuna; pero como pocos, sin razón y sin cabeza, lo sojuzgaron el Infante y el gran Maestre, y con facilidad quedó todo el reino por vasallo de san Fernando, excepto Mula, Cartagena y Lorca, con tanto aplauso de toda Castilla, cuanto se había añadido a su corona una tan preciosa piedra que tanto la adornaba.

     Don Francisco Cascales en su historia de Murcia lleva al rey don Fernando a visitar a estos nuevos vasallos. El viaje es muy creíble en un héroe, cuyo alimento era el trabajo, y que vivía, o en la campaña por estar en guerra viva, o en los caminos por andar consolando y visitando sus vasallos. Pero si consideramos que por juzgar precisa su persona en la corte dilató el viaje a la frontera, donde era tan necesaria su presencia, se hace difícil quisiese divertirse en la amenidad del nuevo reino, donde no tenía otro negocio que le llamase más el gusto. Los demás historiadores veneran en este tiempo al santo Rey en Burgos, y el fundamento que cita Cascales nos ha de dar licencia la común estimación con que ha sido recibida su historia, a que le califiquemos por nulo, a lo menos como le cita. Este es un instrumento de donación al monasterio de Valpuesta, fecho en Murcia año de 1241, y en el principio refiere el doctor Cascales, que empieza así: �Yo don Fernando rey de Castilla de León, de Galicia, de Córdoba, juntamente con la reina doña Beatriz de consentimiento de la reina doña Berenguela.� Este instrumento como se cita es evidentemente falso, pues nos consta por otros muchos innegables, y por el concorde dicho de todos los historiadores, que el año de 41 estaba el Rey casado con doña Juana, y había tres años que era muerta doña Beatriz, por donde se convence ciertamente que, como se cita, este documento es falso.

     A que se añade, que en este año padeció una grave enfermedad san Fernando en Burgos, de donde después de convalecido se volvió con los Infantes a Toledo; y aunque queramos con la división de meses hacer lugar al viaje antes de la enfermedad, y traer al Rey en compañía del Infante a Burgos desde Murcia, se hace muy difícil a la comprehensión, pues ajustando el tiempo nos contradice la situación, y fuera andar sin motivo volver de Murcia a Burgos para volver a Toledo, porque los moros tenían cerrada la puerta por entonces de la Andalucía; y así dejamos la probabilidad de que el santo Rey consagrase con su persona a Murcia en el mismo grado que la puso su historiador Cascales, pues no podemos confirmar como deseábamos, lo que tiene contra sí tan poco concordes al tiempo, a la situación, y a la prueba.



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Capítulo XLVIII

Vuelve el Rey a Córdoba, conquístanse muchos lugares, y queda esclavo un moro que se intentaba hacer rey

     En Toledo sólo parece se detuvo el Rey lo preciso para dar vado a algunos negocios, y providencia a todos; pues luego le hallamos con los infantes don Alonso y don Fadrique camino de Córdoba, donde con su arribo mudaron los negocios de semblante. Había abundancia en los mantenimientos, concordia entre los soldados, obediencia en los súbditos, ánimo en los cristianos, y un pavor en los moros al nombre y cercanía del santo Rey, tal, que sin más fuego que la inmediación de este rayo, se ganaron varios lugares por armas, y muchos se entregaron por miedo. Fueron unos y otros en tanto número, que no los quiso contar ningún historiador, y aun la crónica del Rey sólo dice que no se pueden contar, y refiere por mayor, que los principales fueron Santaella, Moratilla, Hornachuelos, Mirabel, Fuente Romel, Zafra, Inogón, Rubetela, Montetoro, Aguilar, Zambra, Osuna, Cazalla, Marchena, Zebreros, Curet, Luque, Porcuna, Corte, Moron, y otros muchos. Sólo de Moron hace singular memoria la crónica; y como uno de los fines que debe mirar como esenciales el historiador, es la diversión de quien lee, no es debido pasar en silencio el modo de esta conquista, fiando toda su verdad al autor de la crónica, y mostrando a cuanto obliga el miedo cuando capitanea algún partido.

     Moron era fuerte, y no cedió a partido por la universal conmoción, ni se atrevió a ella un esforzado infanzón que se llamaba Melendo Rodríguez Gallinato, sobrino de Lorenzo Xuárez; pero acercándose a la plaza se hizo dueño de una torre, que a distancia de menos de un cuarto de legua estaba entre las viñas. Llamaban a esta torre Maragazamara. Refugiado en ella empleaba todo el día en correrías, y no permitía saliese ni entrase en Moron persona sin que pagase el tributo de hacerle prisionero en su torre. Faltaban con esto mantenimientos en Moron, y como ninguno de los que salían volvía a entrar, no había quien atrevido se arrojase al riesgo, donde era casi seguro el precipicio. Corría la voz, y el mismo necesitar y no poder, aumentaba el miedo. Creció a tanto, que para acallar a los niños si se descomponían en sus lloros, usaban las madres decirles: calla, calla, que viene Melendo; y éstos le miraban como aquel coco con que se engaña la inocencia. Este pavor junto al hambre, le rindió sin sangre la plaza: �conquista feliz del miedo, y triunfo a que concurrió más que la industria el pavor!

     No por tanta ganancia se enriqueció el Rey, porque al punto repartió estos despojos entre los que habían dado, o expuesto su sangre por la religión, sin olvidarse esta vez de su primer cuidado, pagando a las iglesias un muy crecido diezmo de sus conquistas. Al mismo tiempo hizo con mas orden y mayor noticia el repartimiento de Córdoba; y heredó con singular cuidado a Domingo Núñez el Adalid, y a los compañeros que este tuvo para ganar el Arrabal o Axarquía, como que se hicieron muy dignos del cuidado del Rey, y de perpetua memoria los que habían tenido ánimo para abrir la puerta por donde se entró y ganó.

     Las armas y el Rey no cesaban ni tenían bastante materia para cebo con las proezas referidas, y así le dio la providencia otro contrario, que vino sólo a que se empleasen en él los filos y el rendimiento. Un moro de raza de los Almohades, sabiendo en África el mal estado de las cosas de España, pasó el mar, y se vino con intento de coronarse. Era cosa maravillosa en este tiempo. A cualquiera de esta gente le bastaba tener corazón para imaginarse rey, y le sobraba la imaginación para emprender el asunto. Esparció la voz, que venía a vengar las injurias de su nación. La veleidad y poca obediencia que tenían los moros, ayudó mucho a que se dejasen vencer. Juntó partido, y no pareciéndole bien fundar reino destruyendo a los suyos, quiso echar los cimientos a su fábrica en la tierra de los cristianos. A la verdad le brindó mucho la noticia que tuvo de estar la frontera en el peor estado que jamás se vio. La ausencia del Rey, la falta de cabos, la soberbia del de Granada, obligaban, o a un abandono, o a un remedio tan universal, corno aplicó el Rey con su venida. Ésta ignoraba el moro, y creyendo venir a ser rey, quedó esclavo, pues don Fernando le dejó entrar, y el moro no pudo salir cercado de los nuestros, y destruido de nuestras armas. El suceso no se puede dudar; pero el moro tuvo un reino tan soñado, que no ha quedado memoria, ni de su nombre, ni de las circunstancias de su vencimiento, y sólo por conteste testimonio de todos los historiadores nos quedan ciertas o confusas especies del sueño.

     Con solos tres meses que el Rey estuvo en la frontera, se restituyó el crédito de las armas, y cortados los vuelos a la avilantez de los moros, se volvió a sus corazones aquel temor y miedo con que habían siempre respetado a don Fernando. Parece que había sido esta de aquellas llamaradas que da la candela al apagarse, que por más que intenta lucir, asusta su misma luz; y como las fuerzas salen de flaqueza, esta restituye a la debilidad el fuego que hurtó al esfuerzo. Dio el Rey providencias a las cosas, y las dispuso tan bien, que se volvió a Toledo con seguridad de que no hacía falta su presencia cuando en su falta subsistían sus ordenanzas.

     En Toledo fue corta la estancia, porque algunos negocios importantes en lo político le llamaron a Burgos. Aquí vino con las reinas doña Berenguela su madre, y doña Juana su mujer y los Infantes, y apenas tuvo tiempo para cumplir a lo que venía, porque don Diego López, señor de Vizcaya, le llamó a sus montañas. (3)





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Capítulo XLIX

Diferencias suscitadas y compuestas con el señor de Vizcaya; y estado religioso que tomó en las Huelgas de Burgos la infanta doña Berenguela

     Era don Diego López señor de Vizcaya, con cuyo título se conserva aun el señorío, sin que por haber tenido la fortuna de entrar a componer una parte de la corona haya mudado nombre. Su espíritu era inquieto, y como se fiaba mucho en sus montañas, que si no son inaccesibles hacen muy difícil la entrada, imaginaba muy seguro el refugio, si no le salía bien el atrevimiento. Con él vino a discordia. Irritó la majestad, que le castigó con moderación, quitándole las tierras y plazas que le había dado en tenencia. Don Diego López, viendo la resolución del Rey, la tomó de irse a su tierra. El movimiento indicaba mal ánimo en su misma aceleración. Dudó el Rey al principio, porque en el real corazón como no cabían acciones menos nobles, no podía dar asenso a avilanteces ajenas. Poco tiempo le duró la suspensión, porque llegó con bastante priesa un mensajero de don Diego, con quien enviaba a desconnaturalizarse o a desnaturalizarse. Era este acto muy usado en aquellos siglos, y los ricos-hombres o señores de distinción quedaban libres del vasallaje con sólo manifestar su voluntad. No se tenía por traición mudar señor si precedía un aviso, que ellos llamaban licencia. La diversidad de reyes, y multitud de reinos daba sujeción a los reyes, y hacía casi libre el vasallaje. El rey don Fernando, como ya poderoso, no sufría estas epiqueyas contra el derecho natural, y no queriendo se encendiese algún fuego en el señorío, acudió a apagarle, antes que cobrase fuerza la llama. Llegó el Rey con el infante don Alonso, cuando ya corría la tierra de Castilla el de Vizcaya; pero bien a su costa, porque en el camino le derribó el Rey la villa de Briones en la Rioja, y enviando por frontero al Infante a Medina de Pomar, se quedó el Rey en Miranda de Ebro. Como el señor de Vizcaya al primer rayo que lanzó, sintió en sí mismo el fuego, se cegó con el humo, y no pudo proseguir en la guerra, y así desistiendo del mal consejo, le tomó de buscar por padrino al Infante, por cuyo medio procuró la clemencia del Rey. Recibiole uno, y otro con agrado, y el Rey que sabía olvidar ofensas con menores padrinos que el afecto de su hijo, perdonó con gran gusto a don Diego.

     Volviéronse todos ajustada esta diferencia a Valladolid, donde aguardaban las Reinas. Aquí repitió don Diego su viaje a Vizcaya, y receloso el Rey de alguna novedad, pues además de su natural fogoso, que siempre debía ser mirado con cuidado, el modo de salir de la corte, y el ir a sus casi inaccesibles montañas, dio motivo a que sin temeridad el Rey volviese a enviar al Infante con ejército a Vizcaya. Entró en ella por Valmaseda; pero fue poco sangriento el lance, pues al punto don Diego o porque su intención no fue mala, o porque se halló prevenido por el Rey se volvió con el Infante a la corte. Dio sus satisfacciones: cualquiera bastaba para el natural del Rey, que deseaba tener y tratar como hijos a sus vasallos; y por otra parte quería desocuparse de sediciones civiles para poder emplearse en la guerra contra moros. A este fin, o movido de algún escrúpulo de su delicada conciencia, o queriendo como dicen hacer del ladrón fiel, no sólo recibió en su gracia a don Diego, sino que le dio muchas más tierras y tenencias de las que tenía antes de su revuelta, dando materia en que se cebase aquel fuego, y convenciendo al mismo tiempo su entendimiento con una evidencia física, en que palpaba que había conseguido más por la clemencia de un Rey poderoso, que podía imaginar de una veleidad sin fundamento; y asegurando por intereses y ambición a quien era dificultoso sosegar por razones.

     En este mismo año 1241 en Burgos consagró el Rey a Dios en el convento de las Huelgas a la infanta doña Berenguela, su hija. Hizo la función el obispo de Osma don Juan. Volvió don Fernando a Dios lo que era suyo. Ausentose de su hija para que esta le tuviese siempre presente delante de Dios. No quiso se dilatase más su dedicación, por poder ofrecer por sí mismo el holocausto, ya que en su religioso pecho no era sacrificio. Tenía la envidia de su feliz estado, y se quejaba amorosamente de Dios que le hubiese destinado para rey, y no le hubiese dado libertad para religioso; pero se consolaba con ofrecerle su sangre ya que se veía imposibilitado de consagrar su persona. Hay tierna memoria en el monasterio real de esta Infanta, que supo ofrecer tan de lleno su sacrificio, que se desnudó enteramente de toda la majestad que alimentaba en su sangre, por ser tan humilde como la más mínima de sus hermanas. Guardó los gajes de lo real para lo heroico de sus virtudes; y no se acordó para otra cosa de lo que había sido, contenta con ser lo que era en esta vida, para acompañar en mejor reino a su santo padre. Tenía por herencia la santidad, y adelantó mucho con sus obras su legítima.



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Capítulo L

Primera vez que san Fernando dio de comer, y sirvió la mesa de doce pobres

     No sabía este grande héroe hacer acción que no fuese máxima. Aun las mínimas se realzaban en su idea, o en su ejecución. Vio a la Infanta que cubría con su humildad su sangre, y vestía de pobreza lo soberano; y era más alto cualquier abatimiento de su humildad, porque como caía de tan encumbrado nacimiento, daba más golpe a la admiración (4). No le pareció bien que en puntos de virtud cristiana le ganase una niña, ni vivía consolado de haberla dado tan buen ser, y engendrado tan dócil natural, si no imitaba lo mismo que le enternecía. Quiso por sí mismo dar ejemplo al mundo, de que sabía humillar cristianamente la majestad, y conociendo que Dios le había hecho tan grande, ostentó ser menor que los más pequeños, y gastando sus riquezas con los pobres, quiso servirlos como pobre.

     De este ánimo nació aquella piadosa función que hasta el día de hoy se conserva con edificación común en nuestros catolicísimos monarcas, de dar de comer el jueves santo a doce pobres, ostentando su grandeza en su dignación, y su fe en el número que eligió san Fernando en memoria y reverencia de los doce Apóstoles. Logran nuestros reyes la fortuna de heredar el celo y piedad de quien heredaron el reino, y logra san Fernando con su devoción el fruto de ver perpetuado su ejemplo, que ya hoy por anual se mira con ternura y respeto de la majestad, y en el Santo por nunca usado le miraba con espanto la admiración.



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Capítulo LI

Primer fundamento de la institución del Consejo real de Castilla

     Pesaba mucho aun a nuestro héroe la carga de ser juez absoluto y resolutivo en los pleitos que últimamente por apelación, que entonces llamaban alzadas, venían al trono. Estas sentencias eran las más veces verbales. Había mucho que hacer aunque se despachaban presto los juicios con alguna licencia de la justicia distributiva, porque ni se podía poner siempre la balanza en el fiel, ni los que acompañaban por casualidad al Rey eran en todas ocasiones sujetos que tuviesen prontas las leyes y fueros, como lo pedían los negocios.

     Consideró el Rey como santo este preciso agravio a la justicia, y no se convino con aquella opinión, que sin duda habría en aquel tiempo, que el reino todo cedía a la justicia, cuando juntándose tantas veces en cortes, nunca se había propuesto remedio para este daño. No se satisface de vulgares respuestas, quien idea con profundo discurso el daño y el remedio.

     Dos eran los daños. El primero, no estar en forma ni método las leyes, y aunque ya había universidad donde se estudiasen, era menester buscar de muchas partes distintos escritos que debía saber quien debía sentenciar. La segunda dificultad era de igual embarazo, porque era poco alivio que hubiese alguno que a costa de su trabajo supiese mucho, si este no estaba siempre al lado del Rey para dictarle la sentencia, alumbrarle la ley, y aconsejarle la justicia. A todos estos inconvenientes halló remedio quien meditaba mucho y llevaba en todo el santo fin de la mayor equidad; y así a costa de su hacienda real dispuso hacer justicia a los agraviados, o por lo menos no estar expuesto ni aun al más leve pecado de menos consideración o inadvertencia. Mandó que doce sabios de los que en la moderna universidad de Salamanca habían merecido los primeros aplausos, estuviesen siempre cerca de su persona, siguiendo la corte como uno de sus principales miembros, con el fin y oficio de aconsejarle en los pleitos, acordándole las leyes, advirtiéndole de los fraudes, y notando aun los menores ápices de la justicia para no errar en las decisiones. Lo segundo, les mandó formasen una compilación de las leyes, ordenándolas por títulos y libros, para que en los casos que se ventilaban por las partes, se pudiese sin mucho trabajo ni tiempo buscar el texto para definir la justicia.

     Este libro que mandó compilar u ordenar, fue el que ahora tenemos y usamos con el nombre de Partidas, que comúnmente se llaman del rey don Alonso, porque no bastándoles a estos doce, aunque grandes hombres, la vida del rey don Fernando, para digerir tantas y tan distintas materias en el orden que se pedía, y añadir al fuero juzgo de los Godos, que entonces era única ley, los fueros de Sepúlveda, Plasencia, Toledo, Burgos, Badajoz, Cáceres, y los demás que estaban en observancia: todo lo que les faltaba, que era mucho, se ordenó y dispuso en el reinado de don Alonso, si bien como buen hijo, no negó a su padre la gloria de la idea, cuando en el prólogo de las Partidas dando razón de la obra, dijo: �A esto nos movió señaladamente tres cosas: la primera el muy noble y bienaventurado rey don Fernando nuestro padre, que era complido de justicia e de derecho, que lo quisiera facer si más viviera, e mandó a Nos que lo ficiésemos.� Esta idea salió tan felizmente ejecutada que ella es el fundamento y cimiento de nuestras leyes. En ella está nuestro gobierno, nuestra justicia, nuestros fueros, y cuanto después se ha explicado en pragmáticas y leyes reales por donde nos gobernamos, todo es explicación o compendio de esta primitiva ley universal, donde con suma distinción se dice cuanto debemos observar. Así se debe mirar como tabla de la ley, que juntando lo que estaba mandado, añade cuanto se necesita, o se puede idear para un buen gobierno: obra propiamente de sabios antiguos, a que se debe aplicar todo estudio, y estudiar con veneración.

     Ni es mucho no pudiesen los sabios dar a luz este parto de su ingenio y cordura en vida de nuestro héroe, que continuamente los ocupaba en sus consultas, arrebatándoles todo el tiempo que debían aplicarse a las leyes para gobernar el reino en lo venidero con la decisión de los accidentes, que ocurrían en el tiempo presente. Acompañaban a don Fernando, y este es el primer cimiento que hallamos en nuestras historias sobre que se funda el respetado templo del supremo senado del consejo real de Castilla, tan útil al reino como aplaudido de todas las naciones, así por lo maduro de sus juicios en lo consultivo, como por lo erudito y arreglado a justicia en sus decisiones, y lo consumado en letras de los que ocupan sus sillas.

     Ser este el glorioso principio del Consejo es verdad que contestan todos los que han escrito; pero con el tiempo ha ido creciendo la potestad que los reyes han concedido a su prudencia, adelantando cada uno la autoridad que echaba menos no tuviese, quien tan bien la empleaba, y en quien con tanta razón podía descansar la conciencia del soberano. Por ahora en tiempo de nuestro héroe y de sus hijos, y algunos sucesores, no tenía esta junta de sabios más voto que el consultivo, sin autoridad de juzgar; y de aquí sin duda se originó el nombre tan notorio de que hoy usa de Consejo real, voz que no significa jurisdicción, sino consulta; y de aquí también se origina que elevado a tribunal, y tribunal supremo, goce la autoridad de poder aconsejar al rey lo que le parece conveniente al pro del reino, entrando la mano aun en lo que es privativo de la autoridad real, ya que no con jurisdicción que fuera inordinada, con el consejo para el mejor informe y más asegurada dirección.

     Que en estos tiempos, y en los siguientes, no tuvo el Consejo jurisdicción alguna, se evidencia con las leyes de las partidas posteriores a nuestro héroe, y que explican el modo y forma de gobierno. Entre ellas la ley 5 título 9 partida 2, es: Cuales deban ser los consejeros del rey; y en toda la ley sólo trata de las condiciones con que se debe vestir un buen Consejo. La ley 18 del mismo título, es: De cuales deban ser los jueces: de cuya distinción claramente se infiere que en tiempo del rey don Alonso se distinguía el oficio de consejero de el de juez. Pero mucho más se conoce esta distinción en que en las leyes siguientes va explicando los jueces de la corte, los alcaldes, los adelantados, y los merinos, que eran en quienes residía la jurisdicción ordinaria, y distingue las cosas que tocaban juzgar a cada uno de estos; y nunca, ni en sus alzadas remite el juicio al Consejo, ni al Rey con su Consejo, sino sólo a la persona del Rey, con que al Consejo entonces sólo pertenecía el voto consultivo para la dirección.

     Mucho tiempo después los Reyes Católicos, a quienes nuestra monarquía debe la mayor parte de su lucimiento, elevaron este supremo tribunal a la representación que hoy goza. Esto también se evidencia con sólo pasar la vista por la nueva recopilación, o el Ordenamiento real en los títulos del consejo, pues allí se ve que los Reyes Católicos, sí no dieron alma a un cuerpo informe, a lo menos criaron a un infante hasta darle elevada forma de soberano.

     Hasta aquí llega en este punto la certidumbre; pero la dificultad está en averiguar, quién fue el primer rey de Castilla, que sobre el voto consultivo que le dio nuestro héroe, le añadió la jurisdicción y judicatura. Este punto es casi imposible y no he hallado quien lo haya examinado antes, y me comunique materiales para poder decidirle. Hallo en nuestros antiguos monumentos que en las revueltas del reino año de 1391, después de la desgraciada muerte de don Juan el primero, cuando no se convino en los gobernadores que se decía estaban señalados por don Juan en el testamento que apareció hecho con prevención en la guerra de Portugal, junto el reino en cortes en la villa de Madrid, señalaron al Consejo por tutor del rey don Enrique el tercero, a quien llamaron el enfermo. En el año de 1407 logró también el Consejo real la tutoría del rey don Juan el segundo. En el de 1538, cuando la señora Emperatriz y Príncipe fueron a Barcelona, fiaron el gobierno de Castilla al Consejo. Estos encargos aseguran que la autoridad de este supremo senado ha sido grande desde su principio, en que se le fiaron los más arduos negocios, y los de mayor confianza.

     Pero aun más hondas se descubren algunas raíces de la jurisdicción, pues en el Ordenamiento real se ponen varias ordenanzas del rey don Juan el primero, padre de don Enrique el enfermo, y es bien claro que cuando el reino le señaló para la tutela de su hijo, estaba ya el senado autorizado por los antecedentes reyes, y no sería la primer jurisdicción la que le concedió la tutela. En estas dudas lo que parece más probable es que el rey don Alonso el onceno, por los años de Cristo 1331, fue quien dio principio a esta jurisdicción. El fundamento me lo dan las tablas de la ley, pues en el Ordenamiento real y nueva recopilación título del Consejo, en el prólogo dicen los Reyes Católicos, que los consejeros sean naturales del reino, y no sean desamados de los naturales, según lo ordenó el rey don Alonso en las cortes que hizo en Madrid era de 1367, y la eta no deja dudar que fue don Alonso el onceno; y las condiciones que pide, y el ser instituidas y dispuestas en cortes, no admiten duda de la jurisdicción, pues para el voto consultivo no era menester ni naturaleza ni convenio con el reino. Pero cuanta duda quieran poner los críticos en esta materia, la desvanece y aclara la ley 33, tít. 3, lib. II, del Ordenamiento real, cuyo cuarto versículo es del rey don Alonso, y dice: �Mandamos que los del nuestro Consejo llamen a los abogados cuando dudaren en cosa de justicia; y otrosí mandamos que las dichos sean condenados en costas, y aun en mayor pena por los del nuestro Consejo, cuando hallaren que por malicia, o por conoscida ignorancia del abogado, abogaren en cosas injustas.� Estas leyes del referido rey don Alonso hablan claramente del Consejo con jurisdicción para sentenciar pleitos, y castigar con multas; y siendo las palabras del prólogo tan terminantes, no podemos dudar que en el referido año de 1329 fuesen las cortes de Madrid el primer principio de su jurisdicción, gloria de esta ilustre antiquísima villa, que después acá ha sido tanto tiempo trono de este supremo senado, el que en sus cortes se extendiese este poder, y gloria de san Fernando, dando sólido principio a tan útil y docto tribunal, que si en su tiempo y vida no llegó a la altura en que después se ha colocado, no por eso tiene hoy el Consejo, estimación que no deba atribuir a este héroe: el cual si hubiera vivido más, hubiera por sí ejecutado lo que hizo por sus sucesores, y en su breve vida no podía adelantar los términos al tiempo. Nació el Consejo en su era, y todas las creces las da por sí la naturaleza y el tiempo, pero siempre y en todo debe mirarse por deudor de quien lo produjo (5), (6)

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Capítulo LII

Pasa el infante don Alonso a Murcia, donde gana a Mula, Lorca y Cartagena: sale el Rey a Andalucía, donde tala la tierra, conquista a Arjona, y escarmienta al rey de Granada

     Hasta la primavera del año de 1244 estuvo el Rey con el Infante en Burgos ocupado en el gobierno político y en prevenciones para la campaña. Ya el tiempo convidaba a salir, y las circunstancias obligaban a dejar la corte. En el reino de Murcia los lugares que se habían resistido a la obediencia, persistían en su pertinacia. Era ya abandono consentirles tanto, y era peligroso permitir que cobrase fuerzas la avilantez. El rey de Granada con la tregua de un año, y su buena disposición, se había hecho temer. Don Alonso, hermano del Rey, tenía un cuerpo de gente bastante para contenerle; pero no era tan solícito como se debía, y permitió que el de Granada juntase sus tropas y le embistiese cuando estaba muy superior en gente y fuerzas. Defendiose bien; pero perdió el lance. Portáronse con brio los cristianos; pero la ocasión era mala por el mucho número y buena conducta del de Granada. Tuvo este como por fruto de su victoria la soberbia con que insultaba tanto a los cristianos, que le bastó para mirarse ya señor de la Andalucía, y dar ánimo a otros de su nación a que molestasen por varias partes. Este accidente pedía un remedio no sólo pronto, sino muy eficaz, y de aquellos que la medicina llama medicamentos mayores, porque no hay otros que alcancen más, y porque en ellos se asegura el remedio cortando la raíz al accidente.

     Para esto salió san Fernando en persona a la frontera, y volvió a enviar a Murcia al infante heredero don Alonso, que había venido a la dedicación a Dios de su hermana doña Berenguela. Iba el Infante con buenos cabos, y grandes provisiones de boca, no sólo para los soldados, sino para todo el reino, en que se padecía gran falta. Eran el Rey y el Príncipe las dos primeras personas de la monarquía, y cuando se recelaba tanto, se debía exponer un todo para asegurarlo todo. Con el Infante iba don Pelayo de Correa, gran maestre de Santiago, trece en esta dignidad, y célebre en sus crónicas por su valor y manejo. Llegaron a Murcia, y el Infante dio el primer ensayo a su valor en el sitio de Mula. Resistiéronse los moros, como que vivían prevenidos para este lance, bien es verdad, que su resistencia no fue más que la que era precisa para dar la victoria al Infante, que sin contrario no luciera su acción. Rindiósele a pocos días de sitio, y de allí pasó a Lorca y luego a Cartagena. Estas dos tuvieron más miedo o más desengaño que Mula, y a breves días que experimentaban en sí el rigor del Infante, se rindieron a la fuerza y a la razón. Gran contento recibió el Rey con estas noticias. Consideró ya un enemigo menos, y seguro el reino por aquel lado. Veía a su hijo primogénito consagrado a Dios en las batallas contra los enemigos de la fe. Contemplaba un joven vivo en sus glorias en un tan florido reino, lleno de festivos aplausos, aclamado como libertador de la patria, y como defensor de la fe.

     El Rey no perdió tiempo, mientras le ganaba el Infante. Prosiguió hacia la frontera, y le acompañó la reina doña Juana. La gente que llevaba no era mucha, porque el deseo de partir luego no dio tiempo a esperar a los que vendrían, y porque, según veo, en aquel tiempo era la mejor bandera para alistar soldados ver al Rey con pocos en la campaña. Así sucedió. Hubo al principio algún susto al pasar el puerto del Muradar, temiendo los que con pocas fuerzas escoltaban una reina, a las muchas de que vivía ufano el rey de Granada. Pero aunque este temor fue precedente, le venció el valor en el emprender el paso, y no tuvo en que lucir en la función, porque sólo el nombre de que venía don Fernando, tenía ya atemorizados a los moros.

     Esta verdad convence la simple relación de lo que sucedió en esta jornada, pues cuando se debía temer que la lozanía del rey de Granada, y el ánimo que habían cobrado los moros, se le pusiese delante para detener su corriente, vemos que el Rey se dejó en Andújar a la Reina con escolta bastante para su decencia y seguridad, y con don Alonso su hermano, que con las reliquias de su ejército había venido a encontrarle, se encaminó hacia Arjona. Refugiáronse a la plaza los moros, y el Rey no les embistió, que diestro capitán envainó un tanto su ardor entre la prudencia. Quebrantó al enemigo, y aseguró el golpe. Taló, destruyó los campos, quemó los olivares, descepó los majuelos, agostó las alamedas, y los dejó encerrados dentro de la villa, gastando las provisiones que habían entrado, y sin esperanzas de conseguir nuevas si salían al campo. Dejolos así, y pasó a Jaén, que padeció el mismo rigor, y acabando con cuanto había allí, se encaminaron a Alcaudete. Fue el ejército un rayo, quemó cuanto alumbraba, y atemorizó a cuantos le veían, sin dejarles el miedo más libertad que para retirarse o esconderse.

     Estando el Rey dando el gasto a la tierra de Alcaudete, reconoció que le sobraba ejército, porque no tenía oposición, y envió a Nuño González y a don Rodrigo Álvarez de Castro, hijo de la Condesa, a sitiar a Arjona. Fueron recibidos con desprecio de los moros, que como a su parecer les había temido el Rey, no temieron ellos a los vasallos, y como habían pasado pocos días, no habían echado aun menos el fruto que se les había impedido en el campo. Mantuviéronse los sitiados en los puestos aquel día, que era martes, y al siguiente se apareció allí el resto del ejército, con el Rey. Esta impensada estratagema cogió de suerte el corazón de los sitiados, que sin lugar para la resistencia, sólo tuvieron voz para pedir partido. Concedióselo el Rey el viernes siguiente, con que en solos tres días de sitio quitó al rey de Granada Abenalhamar la primera silla de su dignidad, el primer fundamento de su reino, y la cuna de su nacimiento, porque era natural de esta villa; y por eso, y haber sido en ella su levantamiento, se intituló rey de Arjona, hasta que se enseñoreó de Granada. Miró siempre este rey a Arjona con cariño y con cuidado, porque su sitio era útil para la defensa, y su situación importante para cubrir su reino; pero ni el cariño ni el cuidado fueron bastantes a desembarazarle del pavor en que se había transformado su lozanía.

     Tuvo, pues, tan buen efecto este suceso, que a los días precisos para descanso del ejército, y para la providencia en la nueva villa, se partió el Rey, y con poco trabajo más que el necesario del viaje, redujo a su obediencia a Pilagajar, Bexix, Montíjar, que es hoy la Guardia, Cazalla y Escarena. Desde aquí envió el Rey a su hermano don Alfonso con gente bastante a talar y destruir todo el territorio de Granada, y dejando castigados a los moros, se volvió a Andújar, donde permanecía la Reina o recibiendo aplausos por las operaciones militares del Rey (7).

     Para ensayo de lo que había de pasar en la guerra de Sevilla, bastante había estado fuera de su palacio la Reina, y así se volvieron juntos a Córdoba. El Rey sólo vino a conducirla y guardarla, cumpliendo con la obligación de caballero, sin olvidar la de rey; pues al punto que la dejó en su palacio volvió a la fatiga y acudió a los de Granada. Era menester ya su socorro, porque aunque corrían la tierra, talando y destruyendo los campos, el rey de Granada que había guardado su gente, estando sobre la defensiva, se hallaba bastantemente poderoso, y como ya había probado sus fuerzas con don Alonso, este que sabía su poder, temía no le persiguiese segunda vez la fortuna. Llegó el Rey muy a tiempo, pues viendo los moros la destrucción que habrían ejecutado los cristianos, hicieron una tan poderosa y valerosa salida, que a no haber estado allí el Rey, alma y corazón de los soldados, hubiera don Alonso padecido el segundo azar de su desgracia: pero con el Rey a la vista no podía el ejército temer accidente; y de hecho al Santiago, y cierra España, se arrojaron con tal furor a los moros, que los encerraron en la plaza, llegando los cristianos hasta las mismas puertas, y dejándolos tan escarmentados, que no se atrevieron, después a tentar fortuna (8), (9).



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Capítulo LIII

Libértase Martos del sitio que le tenían puesto los moros; y vistas del Rey con su madre doña Berenguela, a quien reduce a proseguir en el gobierno

     Con este buen suceso conoció el Rey tenía sobradas tropas para castigar a los moros; pero no las bastantes para conquistar a Granada; y así las dividió enviando socorro a los caballeros de Calatrava, que estaban en Martos sitiados de los moros Gazules. Era ya Martos de esta orden por donación del Rey, y aunque don Alonso, hermano de san Fernando, que iba con socorro, acompañándole el maestre de Calatrava, puso toda diligencia, fue mayor la que tuvieron los caballeros, que con una vigorosa salida que hicieron de la plaza, destrozaron enteramente a los sitiadores, y ganaron, no sólo la libertad por entonces, sino la honra y crédito con que se hicieron temer del enemigo. Volviose don Alonso al real, y el Rey después de haber estado veinte días sobre Granada, como el intento no era ganar la ciudad, y el ejército estaba cansado de tanta operación, determinó volverse a Córdoba a descansar su gente para acometer con más fuerza a la frontera, y cortar la que tenía el rey de Granada, que le impedía el corriente de las conquistas (10).

     Aquí en Córdoba supo que el de Granada deseaba introducir un poderoso socorro en Jaén. Había ya el santo Rey manifestado su deseo de sitiarla, y temía Abenalhamar no le cogiese desprevenido. Con esta noticia despachó al punto a su hermano don Alonso, y siguiole después él mismo en persona. Tomaron bien los puestos y estuvieron en una espera, pero sin poderse lograr el tiro, porque avisado Abenhalamar de la prevención del Rey, desistió del intento, y aunque no se logró el despojo, se consiguió sin sangre el que quedase desprevenida la plaza, y no se perdió el viaje, pues como de paso se ganó a Cabra.

     Volvió el Rey a Córdoba de esta pequeña correría, y al punto se le ofreció otra de más cuidado, y en que era difícil la salida. Aquella incomparable mujer doña Berenguela su madre, a quien porque lo hacía tan bien, parecía tan mal el mando, pidió licencia al Rey para avocase con su Alteza. Era Rey, y como a tal le pedía licencia; era madre, y como a tal se la tomó para emprender el viaje sin más facultad que la noticia. El Rey, que comprendió con la sospecha el motivo de la resolución, y vio que un viaje tan largo no se podía ejecutar con sólo aquel fin del cariño, que abrevia los términos para lograr una vista, y que por otro lado fue siempre ejemplo de filial respeto, no pudiendo evitar la resolución de la Reina, determinó salirle al encuentro, y excusarla a lo menos mucha parte de cansancio. Con esta idea partió de Córdoba a encontrar la Reina, como lo logró en el Pozuelo, que después se llamó Villareal, y hoy es la que llamamos Ciudad-Real. Traía el Rey en su compañía a la Reina reinante como por socorro, porque se temió a sí mismo, en quien el respeto de hijo, la intención de caballero, y la deuda de dos reinos le habían de embargar las voces para resistirse a su voluntad; y aunque esperaba mucho de la fuerza de la razón, pone el respeto su eficacia en turbar la lengua, aun cuando se intenta con mayor empeño el convencimiento. Llegaron al fin a darse tiernos abrazos madre e hijo; y la reina doña Berenguela después de haber dado el tiempo preciso al cariño para el desahogo y al cansancio para el descanso, propuso a su hijo lo que le debía en la corona que le había cedido, en el reino de León que le había apaciguado, y en el peso que toda su vida había sobrellevado de más de la mitad de su gobierno. Representole su anciana edad, ya sin fuerzas para tanto trabajo, y se quejaba amorosamente la quisiese dejar con tanta parte de lo que voluntariamente le había cedido en un todo. Concluyó con suplicarle la permitiese el retiro a un convento, o a un lugar separado para prepararse a una muerte quieta. Hacía presente la hora que tenía en su memoria, y haciale cargo, que así como era natural que faltase antes que el Rey, había de ser preciso que el reino se gobernase sin su influjo: y aquí clamaba alegando por méritos su cariño, y que no sería mucho hiciese su Alteza como buen hijo por amor a tal madre, lo que había de hacer por necesidad después de algún tiempo, que si por ley de la naturaleza había de ceder a todo en una muerte, por ley también de la naturaleza condescendiese con una madre. Llamaba en su ayuda la Reina a las poderosas armas que en los ojos de las mujeres con el agua que destilan apagan el más vigoroso fuego, y no creyó pudiesen dejar entero el corazón del hijo, pues ya impedían articular las voces a la madre.�Oh verdadera matrona, tanto más digna de ser reina, cuanto más empeño tenía de no parecerlo!

     Oyó con ternura don Fernando estas razones, y sintió la congoja de la madre; y aunque como buen hijo deseara cumplir lo que tan de veras le pedía, pero como buen rey no podía condescender con lo que sería sin duda contra el provecho del reino, y como santo no admitía su delicada conciencia lo que pudiera retardar el mayor aumento de la fe: y así cobrando fuerzas con aquel aliento que en la majestad vence los afectos de hombre, la respondió: �Señora, no os niego que os debo el ser, a este tributo mi respeto. Confieso que os debo la corona de Castilla, a esto correspondo con la confianza. Sé muy bien que vuestra sabia conducta me ciñó la corona de León, y a esta os respondo con el dominio, tanto más vuestro, cuanto en alguna manera más mío. Todos estos méritos, y muchos más que tiene bien presentes mi agradecimiento, me obligan a rendir a vuestro gusto mi obediencia. Esta será tan humilde como filial. Sólo un reparo podrá detenernos, a vos, señora, en mandar, y a mí en obedecer. Vos sois reina, y me criasteis príncipe; y yo me acuerdo muy bien, que allá en los primeros años de mi niñez, y en los principios de mi reinado, me repetíais muy a menudo, que los reyes no nacíamos para nosotros, y que nuestra primera obligación es mirar y atender a nuestros reinos; que no envidiase la vida privada, ni el sosiego, pues Dios me había destinado para la vida pública, y el afán. Esto, señora, me enseñasteis; esto aprendí de vuestra boca; y esto hierve en la sangre con que me concebisteis. Pues señora, no sois menos reina ahora que entonces, ni vuesotro reino necesita menos de vuestra sabia conducta. Yo me hallo embarazado con la guerra de los moros; por vuestra dirección he tomado sobre mí pelear las batallas del Señor; el rey de Granada si no se le oprime y sujeta, es capaz de hacer que falte la fe católica en muchos de los lugares que con tanto afán nos ha concedido Dios veamos reducidos a su verdadera religión. El rey de Sevilla se ha hecho poderoso para inquietarnos. Si vos os retiráis del gobierno, es forzoso que me retire yo de la campaña; que bien sé que me habéis enseñado que es primero la obligación de gobernar en paz y justicia el reino que poseemos, que conquistar lo que no hemos heredado. Ahora, señora, pensad allí con vuestra discreción, si será más servicio de Dios, y buena disposición para acabar vuestra vida, vivir vos quieta en un retiro, y yo suspenso en el ejercicio de dilatar la fe; o si vos en la hora, de que tanto os acordáis, estaréis más quieta habiendo afanado con los cuidados de un reino por darme a mí lugar de vencer los enemigos del nombre cristiano. Ni contra esto debéis instarme con el caso, con que me amagáis de vuestra falta. Vuestra vida, señora, pende de Dios. Si su Majestad dispone que me faltéis vivo seguro que quien me quita una providencia me dará otro medio; y como todo lo debo a vuestra enseñanza, sé muy bien que ahora que me ha concedido, y me concede a vos, sea por los años que yo deseo, si no me valgo del socorro con que asiste, no sé si me querrá atender con multiplicadas providencias. Así que, señora, como hijo os respondo con lo más profundo de mi respeto, que ejecutéis vuestra voluntad; como rey que soy, y reina que sois vos, os suplico que meditéis las razones que he representado, aprendidas todas de vuestros labios en el continuo desvelo de vuestros consejos.�

     Bien quisiera doña Berenguela poder responder al Rey; pero como santa y discreta le embargaba la voz la eficacia de la razón. Quiso tentar algún medio de componerlo todo; pero no había modo de llenar su falta. Al fin vencida de la misma razón, dejando a Dios por Dios, y al retiro por el trabajo, sacrificó su gusto, o su deseo al bien público, y reducida a proseguir como hasta entonces en el gobierno, se despidieron cariñosamente madre e hijo, disponiendo la divina providencia este medio para que el Rey recibiese la última bendición de su madre, que no volvió a ver en su vida, y tomaron segunda vez el camino, doña Berenguela para Toledo, y el Rey para Córdoba, adonde se retiró en compañía de la reina doña Juana (11).

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