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Narración, descripción y mímesis en el «Cuadro de costumbres»: Gertrudis Gómez de Avellaneda y Ramón Mesonero Romanos

José Escobar Arronis


Glendon College, York University, Toronto



Creo que estarán ustedes de acuerdo conmigo en que dejaríamos una notable laguna en nuestro congreso sobre «La narrativa romántica» si no dedicáramos en él adecuada atención al costumbrismo, ya que el «cuadro de costumbres», género breve como el cuento, constituye en España la contribución más abundante, muy significativa, de la prosa y la literatura narrativa durante el período romántico. Su significación se va hacer notar luego en la novela realista.

En el «cuadro de costumbres», la función mimética o de representación imaginativa (figuración), propia de la literatura1, se constituye, como en los demás géneros narrativos, por medio de la narración o acto de narrar, entendido dicho acto como medio o procedimiento imaginativo de representar literariamente la realidad mediante la figura de un autor (narrador). En el costumbrismo que desde el siglo XVIII va tomando cuerpo en las publicaciones periódicas, el narrador/autor costumbrista se configura como personaje literario personificado en el nombre propio de un seudónimo significativo alusivo a su propia actividad literaria y como autorreflexión de su mismo ejercicio: El Espectador, El Pensador, El Observador, El Curioso Parlante, El Pobrecito Hablador, etc. Podemos decir, por lo tanto, que el «cuadro de costumbres» es un relato en el sentido que Gérard Genette entiende este concepto en su famoso ensayo, ya algo viejo, sobre las «Fronteras del relato»2, es decir como representación verbal de una realidad no verbal por mediación de un narrador. Así pues, la figuración o mímesis costumbrista constituye una forma de representación imaginativa realizada por el procedimiento que los griegos designaban con el término diégesis, incluyendo en este concepto los elementos miméticos tanto puramente narrativos como los descriptivos.

La tipología textual ha señalado la imprecisión de la frontera que separa la actitud básicamente descriptiva del «cuadro de costumbres» de la actitud básicamente narrativa del cuento3. Ambos géneros, como formas fundamentalmente breves de prosa literaria, coinciden en el término común de diégesis. Considerada la descripción como forma de representación literaria, queda reducida a un aspecto del acto narrativo y se incluye en su misma noción. El aspecto descriptivo de la diégesis corresponde verbalmente a la plasticidad del cuadro. Sin embargo, en el arte del lenguaje, la simultaneidad visual de la superficie del lienzo queda sustituida necesariamente por la sucesión temporal de la diégesis entrañada en su condición pragmática. El «cuadro de costumbres» sería, en la concepción de uno de los costumbristas más representativos, El Curioso Parlante, como luego veremos, una descripción narrativizada en que la espacialidad del cuadro queda infundida de una dimensión temporal.

Por su carácter mimético, todo «cuadro de costumbres plantea implícitamente la problemática de la representación imaginativa en sus procedimientos descriptivos y narrativos, problemática que se hace explícita en dos artículos a que nos vamos a referir aquí, en los cuales los procedimientos mismos de la escritura costumbrista se constituyen en la reflexión temática del escrito». Se trata de «La romería de San Isidro», publicado por Mesonero Romanos en las Cartas Españolas, en mayo de 18324, y «La dama de gran tono», de Gertrudis Gómez de Avellaneda, aparecido en 1843 en la primera de las dos entregas del Álbum del bello sexo5. En ambos artículos se nos presenta al escritor en la tarea de escribir un artículo de costumbres, lo que resulta en una operación literaria autorreflexiva en que la naturaleza misma de la literatura costumbrista se convierte en tema del artículo: el «cuadro de costumbres» como mímesis, narración y descripción.

Gertrudis Gómez de Avellaneda plantea la autorreflexión teórica en torno a la contraposición de la mímesis costumbrista con la expresividad romántica; la antítesis de la literatura como espejo con la literatura como lámpara, para utilizar los términos metafóricos con que M. H. Abrams6 contrapone los principios de la teoría literaria en el período romántico. El escritor costumbrista representaría una concepción de la literatura que, por definición, reflejaría la realidad como un espejo, mientras que el poeta romántico vería la expresión literaria como una lámpara resplandeciente. Según Mesonero Romanos, citado por modelo en el artículo de la Avellaneda, el escritor costumbrista, para conseguir efectivamente el interés de sus lectores, ha de estar dotado de «un genio observador»7. En el artículo «La romería de San Isidro» formula el principio fundamental de la mímesis costumbrista en contraposición a la visión romántica: «Por lo menos tengo esto de bueno, que no cuento sino lo que veo, y esto sin tropos ni figuras»8.

A Mesonero Romanos se le ha considerado representante genuino de lo que algunos críticos han denominado «costumbrismo romántico»9. Pero cabe preguntarse en qué medida es auténticamente romántica esta virtud de la que se envanece el escritor costumbrista como característica esencial de su producción literaria. Sólo será pertinente tal denominación si consideramos la literatura que escribe Mesonero en su correlación antitética con el Romanticismo entendido como ideología dominante del período histórico y literario en que se configura esta literatura del llamado «costumbrismo romántico». Si tomamos el Romanticismo como concepto de época, como período, y el período como un sistema histórico polifónico en la simultaneidad de lo no simultáneo10, tendremos que definir los diversos elementos del sistema histórico en relación con el elemento predominante y definidor de dicho sistema. En este sentido, podemos decir que la mímesis costumbrista se afirma a sí misma dentro del contexto de la época en su posición antitética relativa a la expresividad romántica.

Esta contradicción interna dentro del propio ámbito romántico se manifiesta en la perplejidad autorreflexiva del poeta romántico empeñado en la tarea de escribir un artículo de costumbres para el Álbum del bello sexo, tal como nos lo presenta Gómez de Avellaneda en el artículo antes mencionado. La escritora empieza citando la opinión autorizada del autor de las Escenas matritenses sobre las cualidades requeridas para escribir un «cuadro de costumbres»:

Grave y delicada carga es la de un escritor que se propone atacar en sus discursos los ridículos de la sociedad en que vive. Si no está dotado de un genio observador, de una imaginación viva, de una sutil penetración; si no reúne a estas dotes un gracejo natural, estilo fácil, erudición amena, y sobre todo un estudio continuo del mundo y del país en que vive, en vano se esforzará a interesar a sus lectores11.



Ante el empirismo que sustenta las autorizadas instrucciones del Curioso Parlante, el poeta romántico en trance de costumbrista se pregunta con incertidumbre: «¿qué debemos pensar nosotros poetas, poetas visionarios de profesión, que entramos en el mundo y salimos de él sin conocerle, y que si por acaso le conocemos, sólo logramos la triste ventaja de convencernos profundamente de nuestra incapacidad para pintarle?». En la simultaneidad de las posibilidades literarias de la época, la invención visionaria del poeta se contrapone en este artículo a la copia fiel del costumbrista: «¡Dichoso [el poeta] si acierta a inventar, porque nunca sabrá copiar fielmente!». Desde su perspectiva romántica, el poeta visionario reflexiona sobre la naturaleza de la literatura costumbrista que debe escribir para el Álbum, determinándola por el objeto de su mímesis en contraposición de naturaleza y sociedad:

El autor de estas líneas cree tan indispensable sacar sus tipos de la sociedad como poder conservarlos en ella: esto es, no pudiendo inventar sino copiar, juzga su tarea exactamente igual a la del escritor de costumbres, y se encuentra más necesitado del talento del crítico que de la imaginación del poeta. Distinta sería su misión y menos embarazosa, si hubiese de pedir sus tipos a la naturaleza y no a la sociedad. Si en vez de la dama de gran tono, la literata, la pupilera, etc., hubiese de pintar la hija, la esposa, la madre, en toda su belleza, en toda su verdad.



La Avellaneda diferencia aquí la crítica del costumbrista de la imaginación del poeta distinguiendo la naturaleza y la sociedad como objetos diferentes de mímesis literaria, lo cual nos remite a la gran transformación efectuada en la teoría de la literatura del siglo XVIII con respecto a la tradición clásica aristotélica; transformación expresada por Louis-Sébastien Mercier, maestro de costumbristas, cuando recomienda: «Ce n'est point l'homme en général qu'il faut peindre, c'est l'homme dans tel tems et dans tel pays»12. Larra expresará la misma idea en su comentario al Panorama matritense, de Mesonero Romanos: hasta el siglo XVIII, los autores «habían considerado al hombre en general tal cual le da la Naturaleza», pero a partir de Addison, en El espectador, surgieron escritores «que no consideraron ya al hombre en general... sino al hombre en combinación, en juego con las nuevas y especiales formas de la sociedad en que le observaban»13. En tal principio se origina el género de literatura «enteramente moderno»14, al decir de Larra, a que pertenece el Panorama matritense. En tal literatura, el objeto de la mímesis ya no tiene que ser lo que en términos aristotélicos podría o debería ser o suceder, sino, como dice la Avellaneda, lo que está. Juzgando su tarea de colaboradora en el Álbum, «exactamente igual a la del escritor de costumbres», reflexiona sobre es problemática contraponiendo a «la mujer de la naturaleza» a la «mujer de la sociedad»:

La mujer de la naturaleza es un solo tipo; pero tipo magnífico que con cada uno de sus rasgos puede prestar argumento para un cuadro bellísimo. Tipo que puede colocarse en distintas posiciones, a mayor o menor altura, próximo o lejano, con luz o con sombra, y que presentará variados aspectos, diferentes puntos de vista; pero siempre la misma figura noble y delicada, grande y bella, majestuosa y triste.

La mujer de la sociedad es hechura de ésta: buscad la sociedad y hallaréis a la mujer. La obra suprema de la naturaleza, la obra de su amor ha sido dislocada, atenazada, contrahecha por la sociedad; y si queréis retratar esa desfigurada y doliente figura, tal cual ella os la presenta, no intentéis levantar sus velos ara buscar las señales de sus formas primitivas, al través de sus formas postizas; porque entonces lloraríais, y no pintaríais. Es preciso que la veáis vestida, que la veáis enmascarada, que la veáis cual está (el subrayado es mío, J. E.), y no cual ha debido ser, y reparéis los colores de vuestra paleta con la sonrisa en los labios y gozando de antemano el placer maligno de decir a la sociedad al presentarle su hechura: ¡mírate en ella!



El verbo estar, por lo tanto, frente al verbo ser; un modo de estar y no un modo de ser es lo que determina la mímesis del relato enmarcado en el «cuadro de costumbres»15, entendida como figuración narrativa y descriptiva de lo local y circunstancial, de lo limitado en el tiempo y en el espacio, en contraste con la representación de la sociedad reflejada «en el espejo de la naturaleza humana eternamente igual a sí misma»16.

Según Walter Benjamin, «Lo apacible de estas pinturas [costumbristas] se acomoda al hábito del flâneur»17. El escritor costumbrista -recordemos, por ejemplo, a El Pobrecito Hablador en el artículo «¿Quién es el público y dónde se encuentra?»18 se dedica a callejear contándonos lo que ve, lo que está ahí. La narración de su callejeo se llena así de la descripción circunstancial de lo que va viendo, en visión panorámica: en un Panorama matritense en el caso paradigmático del Curioso Parlante. «El escritor -dice Benjamin-, una vez que ha puesto el pie en el mercado mira el panorama en derredor. Un nuevo género ha abierto sus primer intentonas de orientación. Es una literatura panorámica. Le livre des Cent-et-Un, Les Français peints par eux-mêmes, Le diable à Paris, La grande ville... consisten en bosquejos, que con su ropaje anecdótico diríamos que imitan el primer término plástico de los panoramas e incluso, con su inventario informativo, su trasfondo ancho y tenso»19.

El Curioso Parlante nos ofrece una visión panorámica de «La romería de San Isidro» en un cuadro que, partiendo de un texto de Diderot citado en el epígrafe, pretende ser un «cuadro en narración», infundiendo sucesión temporal a la espacialidad mimética el lienzo: «Plácenme los cuadros en narración, por que en cuanto a los de lienzo, aunque no dejo de hablar de ellos como tantos otros, confieso francamente que no los entiendo». (Diderot)20. De ahí resulta un cuadro autorreflexivo en el cual la confusión teórica entre descripción y narración aparece efectivamente tematizada. El texto de Mesonero se puede interpretar como una configuración metaficcional de la idea expresada en el epígrafe. La obligada introducción nos presenta al autor-personaje reflexionado sobre el hecho mismo de componer un «cuadro de costumbres» según las normas convencionales del género, confundiendo terminológicamente la narración con la descripción. Termina el primer párrafo diciendo: «vamos a la sustancia de mi narración». Y en la edición de las Escenas matritenses de 1845 dice a renglón seguido: «Yo quería regalar a mis lectores con una descripción de la Romería de San Isidro»21. Pero en la de 1851 leemos: «Yo quería regalar a mis lectores con una narración de la Romería de San Isidro»22. ¿En qué quedamos? Descripción y narración se sobrepone como en un palimpsesto. El problema de crítica textual testimonia la imprecisión de los límites.

El Curioso Parlante nos refiere que se propone madrugar para situarse al amanecer en el observatorio privilegiado («en el punto más importante de la fiesta»), pues la mirada es el principio de autoridad de la diégesis costumbrista. Contar es transcribir lo que se ve. Recordemos la declaración de principios que hemos citado antes: «por lo menos, tengo esto de bueno, que no cuento sino lo que veo, y eso sin tropos ni figuras». Según esto, la mirada suplanta a la retórica en un lenguaje transparente. La descripción y la narración en el cuadro costumbrista no serían artificios retóricos, sino mero funcionamiento natural del lenguaje.

Sin embargo, el texto de Mesonero va a ser -como sería de esperar- una demostración práctica de tales principios que llenaban de tanta incertidumbre al «poeta visionario» de Gertrudis Gómez de Avellaneda, sino todo lo contrario, una refutación metaficcional de los mismos, poniendo en evidencia, irónicamente, la artificialidad de la representación costumbrista. Esto es quizá lo que separa el costumbrismo del realismo tal como lo concibe Auerbach23 el no tomarse en serio la representación de la vida cotidiana, objeto de la mímesis costumbrista.

El escritor nos cuenta que se mete en la cama reflexionando sobre el inevitable exordio del artículo que piensa escribir («revolviendo en mi cabeza el exordio de mi artículo»). Revuelve diccionarios, libros, manuscritos, levanta polvo, que sólo existen en los anaqueles de su imaginación: la erudición de una biblioteca ficticia. Igualmente ficticia resulta la representación de la romería que constituye «la esencia de [su] narración». Lo que nos cuenta no es lo que ve, sino lo que sueña al caer profundamente dormido entre las cavilaciones de su soporífero exordio. La imaginación suplanta a la observación: «Mi fantasía corría libremente por el espacio que media» entre el principio y el fin del paseo, y por todas partes era testigo de una animación, de un movimiento imposibles de describir». ¿Imposible de describir? El cuadro indescriptible es la alucinación de un sueño, pura fantasía. Cuando el autor despierta, resulta que ya es media mañana, demasiado tarde para ir a la romería, con lo cual le queda «el sentimiento de no poder contar a (sus) lectores lo que pasa en Madrid el día de San Isidro, 'Ni contar, ni describir'». En resumen hemos contado el argumento del artículo de Mesonero: cómo el autor ficticio, El Curioso Parlante, escribe el artículo «La romería de San Isidro», representación imaginaria (mímesis) del acto de narrar y describir (diégesis). El cuadro mismo que sueña el autor/personaje es una ficción en el artículo efectivamente publicado en las Cartas españolas en mayo de 1832 por don Ramón de Mesonero Romanos.

El referente del «cuadro de costumbres», por lo tanto, o es la realidad, sino el sueño, no es la realidad observada directamente sino la realidad soñada por el escritor costumbrista. El cuadro que acabamos de leer resulta que es la copia de una copia: «Toda descripción literaria -dice R. Barthes- es una vista... Describir el colocar el marco vacío que el autor realista siempre lleva consigo (aun más importante que su caballete) delante de una colección o de un continuo de objetos que sin esta operación maníaca... serían inaccesibles a la palabra; para poder hablar de ello es necesario que el escritor, por medio de un rito inicial, transforme primero lo 'real' en objeto pintado (peint) (enmarcado)... Así, el realismo (bien o mal denominado y en cualquier caso a menudo mal interpretado) no consiste en copiar lo real, sino en copiar una copia (pintada) de lo real»24.

Para pintar la copia soñada por el escritor costumbrista fantasía no corre tan libremente como éste parece creer, sino que se ajusta a las normas convencionales de un tipo genérico y a una concepción de la mímesis correspondiente a una determinada representación ideológica de la realidad. El sueño del escritor representa un cuadro imaginario (descripción/narración) de la realidad. Su referente es una ideología. Mercier había dicho que los criterios de la verosimilitud literaria debían de ajustarse a la «lógica de la clase media»25.

Desde dicha lógica social, el escritor costumbrista reinterpreta los conceptos aristotélicos de posibilidad y credibilidad propios de la1verosimilitud poética del «cuadro en narración» que se propone escribir.





 
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