Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

Siguiente

Noches

Torcuato Tasso

¡Ay!... Me abraso. ¿Qué fuego es este que circula por mis venas? Este fuego no es el que me inspiró los cantos de Reinaldo y Godofredo. Aquél obraba sobre mi imaginación, éste convierte mi pecho en llamas vivas.

La opresión es grande. Me falta aliento para expresarla, ¡tanto es el imperio que ha tomado sobre mí!

¡Torcuato! ¿Te engañas acaso? En medio de esta penosa opresión nace un oculto deleite que tú no cambiarías por cosa alguna. ¡Ah! ¡es el deleite del amor!

¡Ay de mí! ¿Qué palabra he pronunciado? ¿Quién explica su sentido? Hablé de amor otras veces. Bastante escribí de él en otro tiempo; pero sólo tracé una débil imagen del que ahora me consume.

¡Herminia!... ¡Clorinda!... Se dice que el sentimiento de las mujeres es más vivo que el nuestro. No. Todas las mujeres juntas no pueden sentir con tanta fuerza como yo. Canté los amores de Clorinda y de Herminia, ¡pero cuán lejos de la verdad! El amor es otra cosa. Es cierto. ¿Quién puede negarlo? ¿Quién? El que no conoce el objeto sublime de mi pasión.

¡Oh tú, que todavía no me atrevo a nombrar! ¿Cuándo será que sepas el inmenso fuego que con tu propia mano has encendido en mi corazón? ¡Si estuvieses aquí! ¡Si yo pudiese volar libremente a tu lado y decirte el tormento que forma mis delicias!... ¿Podré decírtelo algún día?

¡Torcuato! no alientes tan vanas esperanzas.

Yo la he visto. ¡Ah! sobradamente la he visto. Sus largos y negros cabellos; sus hermosos ojos; sus delicados labios que respiran el deleite; sus blanquísimos dientes; su cuello ebúrneo...

¡Insensato! ¿Son ésas las partes más admirables de su hermosura? Aquellos ojos llenos de viveza, aquel mirar plácido y benigno, aquella sonrisa celestial...

Di más bien, Torcuato, aquella voz... ¡Ah! aquella voz resuena todavía en mis oídos. ¿Con qué palabras podría expresarla? ¡Qué! ¿hay acaso palabras para expresar su divina voz?... Resuena todavía en torno de mí. Aún la estoy oyendo, y mi corazón la absorbe toda y se saborea de sus encantos.

¿Lo has oído, Torcuato? Ella repetía los lamentables acentos de Herminia.

¡Ah! no; deja para mí un tema tan cruel; o, si acaso quieres hacerlo objeto de tus cantos, recuerda que sólo refieres el verdadero dolor de tu poeta. Ella lo sabrá...

Pero ¿cómo? ¿Cuándo podré decirla una sola palabra? ¡Infeliz del que vive en el tumulto de la corte! En ella los grandes son bien desgraciados, pues que no pueden escuchar los sentimientos de aquellos que les aman. Sólo los aduladores y los hipócritas hallan libre acogida.

Huiré lejos de la corte; el aire contaminado que en ella se respira envenena los corazones. Iré a los bosques. La vida sencilla y pastoril de los primeros hombres debía ser un fideicomiso para toda su posteridad. ¡Pues bien! Lo será para mí. Torcuato: partamos.

¡Infeliz! ¿Piensas hallarla en los bosques? ¿Verás en ellos estampada una sola de sus pisadas? No; me detengo.

¡Oh, tú, única causa de mis desvaríos! ¡A lo menos te fuesen conocidos!...

He paseado las prolongadas calles de los jardines. Cien veces he medido con mis ojos la magnitud del soberbio alcázar donde moras. Animado por la esperanza, creí al principio que vería a lo menos a una de tus doncellas.

¡Oh!¿por qué no tienen éstas mi corazón? Mi corazón sólo estaría bien dentro de su pecho, ya que deben servirte a ti, primero y último objeto de mis desvelos. En vano me ha lisonjeado la esperanza. Inútilmente he contemplado aquellas ventanas por largo tiempo; en balde mis ojos han querido descubrir señal humana.

¿Qué hacían, pues, aquellas doncellas encerradas en sus aposentos? ¡Perversas! Te privan del beneficio de respirar el fresco de la mañana... Hasta la luz... ¡Ah! no. El aire que tú respiras es mas balsámico, y quieren disfrutarlo todo ellas solas. Harto motivo tienen: ¿quién no sería avaro de un bien precioso? ¡Ah! Tiempo hace que estoy anhelando una pequeña parte de este tesoro. El haberlo poseído un día en abundancia me hizo perder la calma del corazón.

¡Ah! ¡ojalá mis preces puedan llegar hasta ti! Yo las recomiendo al aire, al viento. Sólo el viento, sólo el aire pueden elevarlas hasta la altura de tu mansión. Pero no acostumbrada a tales mensajeros, e ignorando sus encargos, tú no podrás prestar oído atento a la relación que irán a hacerte.

¡Torcuato! ¿de qué hablas? ¡Infeliz! Tu delirio es excesivo. Cesa. No haces más que dar pábulo a tu dolor. Cantemos a Reinaldo. He aquí lo único que te es permitido en este lugar.

Mi delirio ha llegado a su colmo. He visto, sí; he visto a Leonor. ¡Era acaso ilusión! Y bien; Señora, ¿traéis una palabra de vida? Me figuraba que llamándome me dirigía estas palabras:

«Torcuato; tú eres el primer cantor del Universo; por ti se inmortalizará el nombre de nuestro príncipe, y de todos aquellos que tú honras con tus versos. ¿Quién dejará de cobrarte afecto, cuando distribuyes a tu albedrío la gloria tan apetecida de los hombres? No hay fortuna que tú no iguales.»

Sí; Leonor, Virgilio, nacido en una aldea del Mincio, habiendo ido miserable a Roma para reclamar algunos estadios de terreno, llegó a ser el amigo de Mecenas y el convidado de Augusto. Sobre todo, Leonor, no estaba prohibido a Virgilio el ver a Livia, el hablar con Julia, y recitar sus versos a las dos. Nuestro príncipe es digno del corazón de Augusto, y yo no soy indigno de la suerte del cantor de Eneas. ¿Qué es lo que estoy diciendo? ¿Por qué, infeliz, me fatigo en vano? Leonor apenas ha fijado en mí ligeramente los ojos. Juraría que ni aun ha reparado en mi persona.

¡Ah! En aquellas elevadas torres en donde habita lo que más aprecia mi corazón; en aquellas torres... no hay quien se acuerde de Torcuato.

¡Corazones crueles! ¿Qué es lo que al fin merece más aprecio? Vuestro poder puede en un momento destruirse; vuestras riquezas dependen de aquel que os las ha transmitido; despojaos de cuanto os conceden los hombres insensatos, no siempre serán tales, y entonces seréis sólo unos miserables esqueletos dignos de compasión.

El ingenio se eleva sobre todo, y no está sujeto a ninguna vicisitud. La violencia, el odio, la fuerza, nada puede dañarle. Yo viviré eternamente en la memoria de los hombres; y el tiempo destructor aniquilará bien pronto vuestro nombre, si yo no acudo a sostenerlo.

¿Habrá, pues, quien me acuse de arrogancia y llame temeraria mi pasión?¡Oh, edad vil y corrompida! ¿Debo yo estar ciego a tus leyes?

No; la vileza nunca tuvo cabida en aquella alma candorosa que impera sobre mí. Si algún día llega a oírme, no dudo que me dirá:

«¡Torcuato! Existe en los corazones humanos un afecto que iguala todas las condiciones, y tú eres tan grande que nadie podrá rehusarte su amor. Una misma corona cine a los reyes y a los poetas, y de éstos reciben los monarcas la palma de la inmortalidad.»

¿Y no amaría un alma tan noble y tan virtuosa? Yo... Siempre.

Cortesano; respóndeme y sé veraz. ¿Sigues tú a nuestro príncipe animado tan sólo por la esperanza de arrancar de sus manos alguna liberalidad? -Yo le sigo por un sentimiento puro. Alfonso es tal, que aunque fuese menos rico y poderoso se haría amar del mismo modo. -¿Es decir que tú le amas?

-Sí. -¿Y qué haces para demostrarle tu amor? -Le presto mis servicios siempre que se digna emplearme en alguna cosa.

Eres prudente; pero no siendo yo cortesano como tú, hago, sin embargo, mucho más por él. Le preparo un asiento en el templo eterno de la inmortalidad al lado de los más grandes héroes.

Pero antes te lo preparas a ti mismo.

Hay en esto una diferencia que se hace notable. Tú sigues al príncipe y le sirves; pero esto lo harás principalmente porque esperas con su protección hacer tu fortuna; y si yo quisiese, podría excluirte de la que me preparo a mí mismo. Él no me paga; porque ni aun esto puede hacer, pues todos sus Estados y todas sus riquezas no serían bastantes para satisfacerme.

A mí me parece que pones en muy alto precio esta merced que tú le haces. ¿Y es cierto que no esperas de él alguna recompensa?

¡Malicioso! Yo no debía haberte llamado. Tú no puedes ser mi juez. Mis servicios son voluntarios. Yo no pido dignidades ni riquezas. ¿Qué necesidad tengo de ellas? No tengo sino una necesidad; aquella que mi doliente corazón me recuerda cada instante; aquella sin la cual siéndome desde mucho tiempo la vida una pesada carga, hubiera bien pronto terminado mi existencia...

¡Tú sola me detienes, dulce tormento de mi alma, y por ti sola me es apreciable mi Señor!

Pero el orgullo de los grandes desprecia esta suerte de homenajes. ¡Desgraciado de mí si me declarase!... Un negocio de estado; ¡un delito!... ¡Un delito el puro afecto; el sentimiento!

¿Creéis vosotros que pueda obtenerse con el oro? ¿O no sentís acaso su necesidad?

¡Insensatos! Dió la naturaleza a cada uno sentimientos y alma. Falaces instituciones alteraron el orden de las cosas, y sólo se distingue la energía del alma y del corazón.

¡Oh! ¿por qué nació ella en un siglo tan corrompido? ¿Por qué su inocente espíritu deberá beber en fuentes tan impuras? Yo pido al Cielo un instante propicio para verla, para declararla...

¡Ay infeliz! Cuando llegue este instante ya no será ella cual yo me la figuro. Las grandezas y los aduladores habrán alterado la inocencia de su alma. Ella amará; y ya no será digna de mí.

¡Justo cielo! ¿Qué maligno demonio me inspiró tan negra sospecha? Su virtud es incorruptible. ¡Así llegará el instante que yo anhelo!

Los enemigos de mi gloria se han levantado furiosamente contra mí. Sus gritos resuenan en el Arno, y se propagan velozmente por toda Italia. Yo los destruiré y saldré vencedor en la lucha. Conozco mi causa. Mi «Jerusalén» triunfará del tiempo y de la envidia.

Pero ¡ay de mí! Otra pérdida mucho más grande podría sufrir aún. -Mi corazón vale seguramente mucho más que cualquier ingenio y cualquier poema. Es tan difícil en estos tiempos hallar otro corazón como el mío, cuanto lo era componer un poema digno rival de la «Eneida». ¿Quién aprecia un corazón cual se merece? ¿Es posible que aun haya quien se atreva a insultarlo? ¡Fatalidad de los tiempos! Se pregunta con arrogancia de qué sirve este don, mayormente si no se trata de un príncipe; y si estando dotado de un corazón tierno y amoroso pretendes la gracia de una mujer de elevada clase, los malignos cortesanos te llaman loco.

¡Ah! ¿Qué harás, Torcuato? Seguramente que no te opondrás a tus enemigos. Demasiados peligros te circuyen, y tu causa no puede exponerse sino dentro de ti mismo. Los hombres son feroces adoradores de las divinidades que se han forjado a su capricho.

Ella es también una divinidad para mí. Pero el culto que yo le tributo no es el del vil cortesano.

¡Dios de los cielos! Haz de ella una simple aldeana. Los mismos que hoy me arruinarían porque la adoro, la despreciarán mañana abiertamente, la mirarán con desdén y la dejarán en un absoluto abandono.

Ella empero nada perderá en mi corazón. Antes bien, adquirirá un nuevo precio, porque estando a cubierto de los peligros de la corrupción, podrá fortificarse más libremente en su virtud.

¡Oh! ¡Cómo brillaría entonces su hermosura entre los inocentes atractivos de la simple naturaleza! Bajo sus pies nacerían flores de todas estaciones; los límpidos y cristalinos arroyuelos suspenderían su curso y llevarían sus aguas en torno de ella, codiciosos de besar sus bellos pies; la fresca brisa de la primavera vendría a acariciarla con sus suaves perfumes; saludaríanla con sus cantos las avecillas del bosque; correrían balando inocentemente hacia ella las ovejas, admiradas de ver tan hermosa criatura; la respetarían, la amarían, la adorarían los hombres del lugar; repetido su nombre de boca en boca penetraría en las fastidiosas ciudades y en la corte: los grandes de ella se olvidarían entonces de aquel insensato orgullo, que ahora es su ídolo; ¡y quién sabe si desde lo alto de su opulencia y vanidad, el fastuoso magnate, que mira como una nada a todo el resto de los hombres, no se desdeñaría entonces de ser amado de esta aldeana! Los mentirosos cortesanos aplaudirían prontamente la nueva elegida. Dirían... ¡Qué no dirían para lisonjear la pasión del grande, sus falaces cortesanos!

¡Pero en vano! Esta mujer es mía, toda mía. Jamás conoció los humos de la vanidad; jamás pudieron embriagarla. Sólo conoce la rectitud del corazón, el candor de los afectos y la pureza de los sentimientos. ¿Poseéis acaso vosotros alguna de estas virtudes? Si no las tenéis, callad, miserables. Seguramente que no tenéis ninguna, yo lo sé bien, he vivido entre vosotros, y os conozco. ¡Ah, demasiado! También os conoce ella, que educada entre vosotros, se acuerda con desdén y horror de vuestras pérfidas lecciones. Y aunque pudieseis ofrecerle virtudes dignas de ella, temblad sin embargo; hallaréis en mí un temible rival. Sí; yo me presentaré el primero en la palestra, y os disputaré la victoria. Siempre he aborrecido vuestras viles artes. Nunca supe hacer comercio de mi corazón. Yo no busco en el amor sino el amor solo. Vosotros hacéis servir esta noble pasión para otros fines; y si un afecto violento llega a dominaros por un instante, vuestra ambición no tarda en contaminarlo.

Pero, ¡ay de mí! Ella permanece en el palacio de mi Señor; no se desprende de las seductoras grandezas en que nació, y yo no tendré el consuelo que deseo. ¡Infeliz!

Entretanto, ¡oh destino cruel!, la guerra suscitada a mi gloria se hace fatal a mi amor. Ella oirá las dudas y los reparos; y quién sabe si tal vez se unirá a mis enemigos para burlarse de mí.

No; ella no tiene un alma vil. Titubeará sin embargo. Arrojemos de nosotros esta turba de impertinentes; vindiquemos, ¡oh Torcuato!, nuestra gloria; tal vez vindicaremos nuestro amor. Escribamos.

No, médico. No es propio de tu arte el curar esta calentura. Te engañas, o son falaces sus síntomas. El fuego que arde en mi seno es inmenso. No creas que para mitigarlo basten tus bebidas. Aunque bebiese el Po entero, no sentiría alivio alguno.

Tú dices que esta fiebre es causa de los accesos a que se abandona mi mente de tiempo en tiempo. ¿Y qué? ¿Parécete acaso que yo deliro? Tú me calumnias. Mi razón es tan sólida como puede serlo la de otro hombre. Mi alma contempla un objeto... ¡Ah! Tú no sabes qué objeto contempla, y con cuánta intensidad...

Fija los ojos en el sol en un mediodía de julio. Mira con detención su brillante disco, y recoge dentro de tus pupilas su inmenso resplandor. Titubearás dentro de poco, y los objetos que te rodean desaparecerán pronto de tu vista.

¡He aquí mi situación! Lleno enteramente del caro objeto por el cual vivo, mi corazón no enferma como pretendes. Guarda, pues, para los miserables sepultados en el lecho del dolor tu ciencia, si alguna tienes, y tus cuidados. Nunca habrás visto otro hombre más sano que yo.

¿Y sería posible que un hombre enfermo amase como yo amo? Existo todo en ella, no veo más que a ella; no busco, no quiero otra cosa...

¡Crueles! Dejadme en mi felicidad. Si yo diese un paso atrás, entonces tal vez necesitaría de los socorros de vuestro arte. Pero no, serían inútiles: moriría.

Yo no soy indócil. Escucho la razón, y la sigo. Cambiaré el título de mi poema; pero éste permanecerá el mismo aun después de tal mudanza. Esta mañana he examinado las objeciones que me han dirigido.

No creas por eso, mujer divina, que el estudio me haya ocupado hasta el extremo de olvidarte un solo momento. ¿Qué fuerza podría arrancarte de donde ejerces tu imperio con autoridad soberana?

No; no miento, no exagero. Exageran los amantes vulgares, porque su llama es vulgar. Mi afecto todo es divino. ¡Dios de la naturaleza! Tú mismo, tu mano potente lo ha grabado en mi alma. Su impresión es profundísima, y se ha arraigado en las más recónditas fibras del corazón. Perecerá este corazón, pero antes que él no perecerá ciertamente mi afecto.

Cuando me detengo en meditar sobre mi obra, siento enardecerse mi pecho. Te veo en Sofronia, en Herminia, en Florinda, y perdóname, Armida misma me recuerda tu imagen. Armida es falaz, pero fué hermosa y amó, y este amor y esta belleza bastan a mi ardiente afecto.

A veces me pregunto a mí mismo de dónde pude sacar las variadas imágenes de tan seductoras mujeres. Y si éstas, digo, son tan hermosas, ¿cuál debe ser aquella de la que sólo he trazado débiles rasgos, y una sombra? Guarden otros para sí, cualesquiera que sean, las formas que delineó mi imaginación. Su celeste modelo me pertenece. Sí; me pertenece. ¿Quién puede disputármelo? ¿Hay fuerza para ello en la tierra? No las conozco. Yo soy superior a toda fuerza; y si algún día intentase la violencia...

¿De qué depende el hilo de mi vida? Un golpe... Y puedo aventurarlo a cada instante. ¿Crees acaso que me falta valor? Quítame la esperanza; y verás...

La gloria podía hacerme amar la vida. La gloria ejerce un imperio poderoso sobre algunas almas elevadas. Yo creo ya haberla alcanzado, y si la envidia me disputa hoy sus lauros, mañana habrá ya consumado todas sus asechanzas. Yo triunfaré.

Tú sola entretanto sostienes mi espíritu. La idea de verte, de hablarte, de conmoverte, este solo pensamiento constituye mi vida. Jamás se borrará de mi corazón, aunque la casualidad o los hombres condenen mi amor. ¿Quién puede atentar contra mi alma, y arrancar de ella este pensamiento? Cualquier esfuerzo lo avivaría mucho más. Desafío a todos los tiranos, y a todas las adversidades.

Pero si esta osadía tuviese lugar, dime, ¿con qué animo podría sostenerla?

¡Ay de mí! ¿acaso sabe ella las desgracias que me atormentan? ¿Sabe acaso que ella sola llena enteramente mi alma, y que sólo vivo por ella? No, ella no lo sabe.

¡Oh amor sumo e infeliz! Mi desesperación es en vano. Pueden algunos echar en cara su crueldad a la ingrata mujer que les hace sufrir. El pesar o remordimiento de ésta les sirve de compensación; y enfurecida su alma, se consuela con la venganza del desprecio; último remedio de un afecto desgraciado o indomable. Pero yo no quiero semejante compensación; no, no me complaceré jamás en tales venganzas.

Mas la suerte de los amantes vulgares no debe ser la mía. El objeto que reina en mi corazón, es más elevado que el que reina comúnmente en el de los demás hombres. Todo es nuevo, todo es grande.

Esta idea me da mayores y nuevas fuerzas.

Los poetas acostumbran calumniar a las mujeres. Harto lo prueban sus frecuentes invectivas. Aun hacen más; profanan los misterios del amor. ¿Sabes tú la causa de todo esto? La bajeza de sus sentimientos.

Los de Torcuato son más nobles; y no debes recelar, mujer divina, que lleguen jamás a envilecerse. Conóceme bien, y ten valor.

He dejado mi lecho antes de la aurora, con el designio de penetrar hasta tu morada. ¿Quién podría detener mis pasos? Habría preguntado por Leonor; la habría dicho... lo que puede decir un hombre desesperado. ¿Tiene ella un alma tan insensible? ¡Ah, Leonor! Hace mucho tiempo que el sueño no ha cerrado mis párpados. Mi corazón palpita siempre. Una inquietud, un delirio... ¡Qué cruel situación, Leonor! Yo no puedo ni sé expresártela. El fuego que me abrasa se eleva hasta mi cerebro. ¿Ves estos ojos inflamados? ¿Ves este anhelo que me consume?

¡Ah! ¿Es ella?... Este ruido... Calla, que no se sobresalte, que no retroceda si llega a sospechar que este recinto encierra un hombre. No ignoro que nadie debe penetrar hasta aquí, pero esta severa ley no me comprende, Leonor. ¿Conoces mi pasión? ¿Sabes que no hay fibra en mi pecho en que el amor no haya estampado tu adorada imagen? Id; decidla que la aguardaré hasta la noche, un año entero, un siglo, con tal que venga, que la vea, y la hable.

Leonor; no quieras imitar a los tiranos: no te hagas reo de un sacrilegio. Tiembla si el amor llega a vengarse. Tú malograrías su obra más admirable.

Leonor, ten piedad de mí. Ella entra; mis ojos no la pierden de vista. Mi corazón late con violencia. El más leve rumor me conmueve, me agita. Me abraso, me hielo. Ella retrocede. No, no es Leonor.

Un criado inoportuno baja de una escalera excusada que conduce a la habitación de la que adoro. ¡Ay, si yo pudiese vestir esa librea! Tú no conoces el bien de que disfrutas. ¿Qué hiciste para merecer el vivir a su lado? Eres verdaderamente feliz. Tú ves con frecuencia sus celestiales facciones, oyes su voz suave; y le prestas los servicios que ella se digna pedirte. Cédeme tu lugar.

El criado atraviesa la sala en silencio, y Leonor no aparece. ¿Hasta cuándo he de perderme en vanos deseos? Todos desechan mis suplicas, todos se hacen sordos a mis ruegos. Yo deliro; ¿dónde me hallo? ¡Cielos, dónde estoy!

Ven a mi socorro, oh dulce causa de mi dolor. De ti sola depende. ¿Con qué derecho podría quejarme de Leonor, si conociese ella que ya no es el objeto de mi afecto? Tú que lo posees sola y todo entero, debes mostrarte sensible. ¿El esplendor de tu cuna te eximió acaso del agradecimiento? ¡Oh, cielos! ¿Es posible que ella haya aprendido la inhumana moral del orgullo? No. Pero el orgullo la encadena. ¿Qué importa que sus grillos sean de oro? ¿Dejan por esto de ser el instrumento de la violencia?

¡Gran Dios! Te agradezco el no haberme destinado a tan alta cuna. Sería sólo un esclavo: no podría disponer ni aun del corazón. Sí: ni aun del corazón.

¡Traidor! Ya que abrigabas contra mí tan cruel veneno, ¿por qué no traspasabas antes mi corazón con un puñal, cuando estando solos te abrazaba como a un amigo, como a una parte de mí mismo? Entonces no habrías sido más que un asesino. ¡Bárbaro! Tú has excedido la esfera del poder que hasta aquí se ha concedido a los malvados en la tierra, y la has excedido en mi daño.

No, mujer divina. Mis labios jamás han profanado ni tu nombre, ni mi amor. ¿Quién merecería ser el depositario de este secreto?

La amistad tiene grandes derechos. Sí, para todos menos para el amor. Orgulloso yo de una pasión que me coloca en un rango, tan superior a los demás mortales, ¿cómo puedes sospechar que hubiese incurrido en la bajeza de confiarla a hombre alguno? Miente quien tal dice: es un malvado.

Eacute;l ha hecho traición a la amistad, y palideció al brillar sobre su cabeza el acero vengador, cuyos golpes sólo pudo evadir con una nueva vileza... herencia infame de su sangre.

Pero ¿qué importa? Separado del resto de los hombres, arrojado a este asilo del último infortunio, juguete de unos cortesanos viles, hecho el blanco de la ira de un poderoso, que antes era mi protector... Nada es sin embargo todo esto. Ella... ¡aun ella se ha indignado contra mí... contra mí! ¡Tú!

Pues bien, yo te perdono. Mira si soy desgraciado. La calumnia ha agotado en mí su veneno, y calló mi labio. Pero el ardor de mi pecho se aumenta; y no mintió la calumnia cuando me acusó de haberte amado. Ven, ven. Estaré mudo delante de ti. Mis párpados no harán el más mínimo movimiento, ni se oirá un latido en mi corazón. ¡Oh, en mi éxtasis moriré a tus pies... expiaré en tu presencia mi delito, si alguno tengo!

Pero ¿cuál es mi delito? Uno solo, Leonor: ¿acusarás a Tasso por haberte amado?

No; sentimientos más nobles abriga sin duda tu corazón. Volverán a serenarse aquellos ojos que alimentan mi única esperanza, y si consigo estos momentos, en medio de mis crueles miserias, seré el más afortunado de los mortales.

Ella se acerca. Los acelerados latidos de mi corazón me anuncian que no está muy lejos el momento de verla.

¡Ah! Los dos somos desgraciados, y el cielo nos ha sujetado a grandes pruebas. No debes por esto desconfiar, ¡oh tierno objeto de mi inmenso amor! Variará nuestra terrible situación. ¿Podría acaso exasperarse más el rigor del destino que hoy nos oprime?

¡Cielos! Pálida... desgreñada... sus labios en convulsión... sus ojos... ¡Oh, qué ojos!... No, yo no puedo sostener su vista.

Ve: bastante has dicho. Mañana ya no existirá el infeliz que hoy ocasiona tus penas. Es justo. ¡Ojalá vuelva entonces la paz a tu corazón, y con ella recobren tus funciones sus formas divinas! Ellas solas justificarán al desgraciado...

Mi esperanza se ha desvanecido enteramente. ¡Crueles! ¡Prohibirme hasta la vista del castillo!...

Pero en medio de mis desgracias me queda un consuelo. Mi pasión se ha temido. No era pues yo un objeto de indiferencia a su corazón. Sí: mis votos han llegado hasta sus oídos. Ella conoce mi amor y mis transportes, y no dudo que excitarán su piedad.

No deseo otra cosa. Me alejaré de aquellos muros; pero dentro de ellos viviré triunfante en su memoria. Ella dirá: ¡infeliz! Y tal vez, mientras me abandono a mis devaneos, su afecto simpatiza con el mío. Anímate, Torcuato. El amor vence los más grandes obstáculos; ¡y quién sabe qué felices combinaciones se nos preparan!

¡Insensato! ¡Qué atrevido vuelo ha tomado mi imaginación! ¿Qué pretendo? ¿Qué espero? Nada, nada. Ya no la volveré a ver: jamás la hablaré. Ella ignora mi sentimiento y mis desgracias. ¿Quién podrá decírselas? ¿Quién? ¿Tienes por ventura algún amigo en la corte? Todos son esclavos del vil interés; todos ocultan la verdad, y abandonan al que cayó en la desgracia. La experiencia me lo ha enseñado mil veces; y no puedo engañarme a mí mismo.

Mi desgracia es demasiado cierta... irreparable. La esperanza me ha abandonado. ¿Qué recurso te queda, pues, Torcuato?

Mi infortunio es efecto de una intriga de mis enemigos; pero ellos no han podido abusar de mi amor. Ellos no lo conocen. ¿Cómo podrían conocerlo, cuando yo lo he guardado dentro de mi pecho con tanta escrupulosidad? Torcuato, ¿lo has depositado acaso en el corazón de alguno? Guárdate de hacerlo. Teme hallar un traidor en cada hombre, y rara vez te engañarás. ¿Qué mérito se haría cualquiera que llegase a penetrarlo para asesinarme? Sí, para asesinarme, el bárbaro. Paréceme que oigo la voz del pálido hipócrita susurrar al oído del príncipe. Los primeros acentos bastan para encender su ira. Búscanme luego; preguntan por mí... Estoy perdido.

Y bien, moriré. ¿Quién pereció nunca por más bella causa? Lejos de la corte, los hombres sensibles y rectos harán justicia a mi corazón. «Él se elevó sobre los poetas de su siglo, dirán, y dió a la moderna Italia un monumento del genio, por el que puede rivalizar con la antigua. Estos títulos autorizan el amor atrevido que abrigó en su pecho. Su corazón debía ser a la par de su talento.» ¡Satélites inicuos! Venid a aprisionarme. Yo no resistiré a vuestra violencia. Todas mis fuerzas se concentrarán en mi corazón para amar con más intensidad al objeto sagrado de mi pensamiento. Las puertas se abren; aquí están los malvados.

Si a lo menos pudieses ver ¡oh causa inocente de mis desgracias, el infame trato que se da al hombre que te adora!

Abandono mi lecho: descorro el cerrojo de la puerta. No quiero perder un momento. Esta puerta debe abrirse libremente al instante que ella aparezca.

¡Oh, Torcuato! ¿Qué la dirás cuando pise esos umbrales? ¿Qué diré yo? ¡yo! Me arrojaré a sus pies; y moriré. Sí, morir. En tal situación, ¿podría acaso hallar otro alivio? Entonces ya no deberé esperar que mejore mi suerte. Moriré. ¡Oh, cuán grata me será la muerte después de un placer tan suspirado!

Le manifestaré mi gratitud. ¡Cuántas veces he pedido al cielo este momento feliz! ¡Mujer divina! ¿Acaso las desgracias de tu amante han excitado tu piedad? ¿Quién te ha hablado de mi pasión?

¿Qué digo? ¿Acaso mi amor no está impreso en todos los objetos que me rodean? ¿No está escrito en mi frente, en mis ojos, en todas mis acciones? Mis palabras, mis suspiros, hasta mi mismo silencio, aquel silencio mudo tan largo, tan profundo, ¿no expresan vivamente los afectos de mi corazón? El aire, el aire testigo tanto tiempo de mis sentimientos, de mis votos, de mis suspiros; el aire, sí, herido tantas veces por mi voz lamentable, ha elevado sus tristes acentos hasta el lugar donde ella habita.

¡Ah! Si tardases un instante más, virgen celeste, yo no existiría.

Sus labios se abren: me dicen... ¡Callad, rumores envidiosos! Dejadme gustar el suave sonido de sus palabras.

¡Ay de mí! La puerta permanece cerrada. Este cerrojo está inmóvil. ¿Quién hizo retroceder a Leonor? ¿Quién impidió su entrada? ¡Infeliz! ¡infeliz! ¡Ya no la veo! ya no la veré más... ¡Qué silencio!

Yo moriré; moriré; no puedo dudarlo. Arrojadme donde queráis. ¿Qué me importa?

No, no... Sepultad estos restos miserables en la capilla de la corte. Id a vuestro príncipe y decidle: «ésta es la voluntad de Tasso». Escuchará mis votos. Son sagrados los votos de la muerte.

Allí quiero ser sepultado; allí. Ella es piadosa: acudirá como acostumbra a la tribuna, desde la cual puede observar sin ser vista todo lo que pasa en la iglesia. Entonces descubrirá el lugar donde habré sido sepultado, y leerá, «Aquí yace Tasso». Las letras serán mayúsculas. Decid al escultor que las haga de tal tamaño, que puedan leerse desde aquella elevación.

¿Sabes tú quién es el infeliz que reposa aquí? Olvida para siempre sus versos, y acuerdate tan sólo de su amor; de aquel amor infausto que le arrastró al sepulcro. ¡Tú eras su objeto, tú! Ninguna otra mujer supo conmover su corazón. A ti sola te amo, y ¡ay cuánto!... hasta morir.

Si la piedad te habla, ¡si te inspira alguna súplica de paz!... ¡Mira!...

¿Qué paz puede tener un miserable, que ni aun probó sus dulzuras en la tierra? Dicen que el espíritu lleva consigo los postreros sentimientos en los cuales le sorprendió la muerte, y que se fija en ellos para siempre... Verte, hablarte de mi pasión, éstos fueron mis últimos sentimientos. Mi alma, pues, ya no tendrá otros; y yo que no existiré, no podré verte ni hablarte. En vano desearás mi reposo.

¡Ah! Yo deliro. ¡Oh! Sí, sí, paz. Tu piedad debe implorarla en mi favor; y sólo por tu intercesión puedo conseguirla. La hubiera también conocido en mis aciagos días, si solamente me hubieses dirigido una benigna mirada.

¡Justo cielo! Escucha los votos de su alma: concédeme lo que ella te suplica, y entonces quedará premiada mi fidelidad.

¡Oh tú!, a cuya vigilancia estoy confiado como un reo de alto crimen, dime, ¿sabes acaso si ella me ama? Yo la amo; y mi amor excede a toda fuerza humana.

Tú lo habrás advertido.

Cuando me ofreces tus servicios y no obtienes respuesta, entonces yo estoy contemplando sus angélicas facciones, y aquellos ojos divinos que la naturaleza concedió a ella sola.

¿Te sorprenden mis palabras? ¿Te mostrarás tal vez indiferente? ¡Miserable! Tú no la has visto jamás: tú no conoces sus prendas, no tienes una alma tan sublime que pueda conocerla. No; el cielo sólo hizo dos corazones; el de Leonor y el mío. Entrambos fueron hechos para entenderse, para amarse.

Pero, ¿qué digo? Los dos se aman ya, y se poseen enteros.

No me habléis de otra cosa, ni busquéis en mí otra necesidad. Yo no tengo otra sino la de estar seguro de su amor.

El importuno ha partido; mejor, su presencia empezaba a impacientarme. No era digno de penetrar el secreto de mi pasión.

Alégrate, pues, Torcuato, y desahoga libremente tu corazón. Ya no debes recelar que ningún testigo descubra tu afecto. ¡Si a lo menos tuvieses aquí un amigo, cuyo corazón sensible a mi penoso estado refiriese a Leonor mis desgracias! Pero ¡yo mismo iré a hablarla! ¿Ves? El voraz incendio de mi pecho ha extendido su fatal influencia a toda mi máquina.

En otro tiempo sus latidos no eran tan frecuentes ni mortales. Por ti todo esto; sí, por ti; mas estoy contento, y en mi pena cifro toda mi felicidad.

Dime, pues, ahora; ¿desoirás mis súplicas? ¿Despreciarás mi corazón? ¿Y podría despreciarse un corazón como el mío?

Abandono las riberas del Po. Vamos, Torcuato; huyamos a otro clima menos funesto a nuestro amor. Este cielo no fué para ti sino un lugar de desventura. Tal vez no es fábula lo que de él han cantado los poetas.

Huyamos, pues, de una ciudad falaz, de una corte pérfida, de una mujer pérfida... Sí; pérfida es también Leonor. Me prometió... Sí: lo entendí bien. Yo estaba allí... ella... aquí... Entrambos nos miramos, yo con los ojos de fuego, y ella con la modestia y candor propios de una belleza virginal.

Yo la creí: di fe a mi deseo, no a sus palabras que fueron breves, y cuyo sonido apenas pude percibir. Mi corazón recogió todos sus acentos, suplió el defecto de mis sentidos.

¡Corazón desgraciado! ¿Ves cómo ella te ha hecho traición? ¡Ah! no es ella; no: yo mismo me he hecho traición. Yo sólo soy la causa de mis infortunios. ¿No debía pensarlo antes? ¿No debía reflexionar que las almas, y la fe de los palacios son bien diferentes de las de nuestra clase? Aquel aire está envenenado, y ella lo respiró desde su cuna. Yo debía saberlo. Fiado en... ¡incauto!

Pero me vengaré. ¡Se sabrá la traición! Se sabrá aunque pasen diez siglos. Ella y sus cortesanos no serán más que un vil polvo; yo viviré y anunciaré su perfidia al universo.

Adiós, inicua morada; yo no debía haberte pisado jamás; yo tengo la culpa. Pero voy a enmendarla; voy a dejarte para siempre.

Tal vez cuando esté lejos se deseará mi presencia. Pero en vano. Entonces ya habré arrancado de mis entrañas esta víbora cruel que me despedaza. La memoria de mi actual dolor será como la de un naufragio padecido en sueños, que después se refiere en el seno de la amistad. Mi resolución es irrevocable.

Abridme la puerta. Debo irme lejos... sí, muy lejos... donde no oiga hablar más de ella, donde no tenga un solo recuerdo suyo. Abrid.

He tenido un sueño, ¡qué tremendo! Ojalá nunca llegue a realizarse. ¡Votos inútiles!

Mírala, yerto cadáver tendida en el féretro. ¡Ay de mí! ¿dónde están sus ojos, aquellos brillantes ojos que daban vida doquier que se fijasen? ¡Ah! cerrados por la atrevida mano de la muerte, ya no volverán a ver la luz. Dejad que yo los bañe con mis lágrimas. Quizá ellas podrán... No sería la primera vez que el amor ha obrado prodigios.

¡Ah! mis ojos no pueden llorar: el dolor ha agotado el manantial de mis lágrimas. ¿Qué recurso me queda para llamarla a la vida? ¿A quién hablo? En vano intento levantar mi voz: sus acentos apenas se perciben. Una mano de hierro oprime mi corazón; una ansiedad mortal me sofoca. ¡Ah!, nadie me oye.

¡Oh, sagrado objeto de mi ardiente amor! ¡Tú ya no existes! ¡Ay de mí! En la flor de tu juventud me has sido arrebatada! Alárgame una mano desde el sepulcro. A lo menos sé ahora benigna. Estoy pronto a bajar a él para encontrarte.

La muerte inspira horror a los hombres. Yo la miraré sin temblar, si me conduce hasta ti, la única que poseíste mi corazón, ya que sólo por tu amor me era apreciada la vida.

Pero ¡ah! los muertos no oyen; una fuerza sobrehumana me detiene.

¡Eterno Dios! Te pido la muerte, te pido aquello a que el inexorable destino ha sujetado todas las criaturas. ¿Llegarás hasta el extremo de negarme la muerte? ¿Tu providencia habrá ya abandonado a Tasso?...

Despiértome. Mis cabellos están erizados; mi frente bañada en un frío sudor; mis ojos... mi pecho... ¡Ah! ¿es posible que pueda sufrirse tanto en sueños?

Aparta los ojos de mí, tú que estás en mi presencia manifestando en silencio tu sorpresa. ¡Ah! Tú no sabes cuánto padece mi corazón; ni el colmo de miseria a que ha llegado. Huye de mi vista.

Pero, no; detente. Sólo yo debo sufrir tan terrible prueba. Me iré, preguntaré, hallaré quien me dé nuevas de ella... ¡Oh! si este sueño fatal... ¡Ay de mí! Las fuerzas me faltan... no puedo...

¡Qué día tan hermoso! ¡Qué sol tan brillante! ¡Qué soberbia se presenta hoy Ferrara a mi vista desde esta elevación!

¡Torcuato! Tan hermoso fué el día en que viste a aquella por quien tu corazón suspira: el sol resplandecía como ahora; la ciudad entera rebosaba de alegría. El príncipe recorría sus anchas calles sobre un fogoso corcel nacido en remotos climas. El gentío era inmenso, y tú representabas un papel distinguido.

Llegamos a palacio; estaba allí reunida la flor de las bellezas de la corte. ¡Cuántas gracias! ¡Cuántos atractivos! Todo era seductor en aquel lugar. Distinguí una entre ellas que eclipsaba a todas las demás. Sentí al momento inundarse mi alma en una inefable suavidad. Mis ojos no sabían apartarse un solo instante de sus encantos.

¡Justo cielo! ¿Me engañé acaso? O es cierto que leyó en mi rostro la turbación que me causaba su vista. ¿Cómo podía yo ocultar mi sorpresa y su triunfo?

Desde entonces una total revolución se ha operado en mis sentidos. ¡Qué inquietudes! ¡Qué combates de mil afectos diferentes! Hoy finalmente mi pecho ha recobrado la calma, y puedo recordar con serenidad las penosas vicisitudes que han agitado mi espíritu por tanto tiempo. Yo la amo: lo experimento, no puedo dudarlo. ¡Y bien! ¿Es delito el amarla? ¿Por qué la hizo el cielo tan amable? No; no es delito; no puede serlo.

Celebremos la memoria de aquel día. Cantemos un himno digno de ella, digno de la inmortalidad. Díctelo el corazón; sólo el corazón; sólo el corazón puede dictar un himno digno de Leonor.

¡Ay de mí! La grandeza del objeto me oprime; mis sentidos desfallecen... ¡Qué negra nube! ¡Qué vientos tan procelosos se desencadenan! ¡Ay! el cielo se oscurece. Favor... pero ¿de quién lo imploraré? Mis lamentos no pueden penetrar hasta ella; y sólo ella podría socorrerme.

¡Ah! Escucha la voz de tu piedad y mis votos. ¡Mira qué profunda herida has abierto en mi seno! ¡Mira qué negra sangre! ¡Ah! mi dolor, mi dolor es extremo. Esperaba recibir de ti la felicidad... y soy desventurado.

He renunciado a la gloria de los versos. Ariosto, Camoens, Virgilio, Homero, son nombres ya indiferentes para mí. Pasó aquel tiempo en que aspire al honor de rivalizar con ellos. Al presente mi gloria se cifra en vivir por aquella que es mi todo.

¡Virgen celestial! ¿Eres tal vez una de aquellas mujeres vulgares?... ¡Cuán engañado he vivido hasta ahora! Yo pensaba aumentar tu gloria con la mía, mas no tienes necesidad de este socorro. Tú sola haces tu gloria, la de cuantos te pertenecen, y harás también la de Tasso.

Perezca mi «Jerusalén», desgárrenla, si quieren, los pedantes del Arno, y los cortesanos de tu padre: no desplegaré los labios. Para ser el primero entre los hombres de mi siglo, para ser un objeto de envidia a todo el Universo, bástame mi amor.

Los tiranos lo han conocido. Mira cómo me persiguen; mira cómo quisieran destruir mi gloria y mi felicidad. Pero en vano; no lo conseguirán. Mi felicidad está colocada en lugar elevado donde sus manos sacrílegas no alcanzaron jamás: en tu corazón y en el mío.

¿Pero dónde estoy encerrado? ¿Qué hago aquí? Muchos días han transcurrido desde que se me concedió la hospitalidad. Hablo, pregunto, y nadie me responde.

Ven tú a libertarme... ¡Oh! ¡te contaré todos mis males! Mis males... tú los ignoras. Yo te los diré: los oirás de mi misma boca. Sólo yo puedo decírtelos. Sí, vendrá: aguardemos, Torcuato.

¡Qué miserable condición es la de una hija de un príncipe! De nada puede disponer. Mil cadenas la ciñen; mil ojos están fijos sobre ella. Ni un solo suspiro puede salir de su pecho sin ser observado.

¡Malignos espías! Tal vez un suspiro de Leonor os ha dado margen para sumergirme en el abismo de mis males. Pero ella os sorprenderá, burlará vuestra vigilancia.

Esta noche, sí. Sí, esta noche la aguardo. El amor servirá de escolta. Ánimo; apresúrate... Yo te espero y no saldré de aquí sin verte. Silencio.

¿Quién pretende sacarme de aquí? No; no me iré. Ningún objeto me llama a otra parte: todo, al contrario, me detiene aquí. Si, todo me detiene.

Pero yo mismo lo pedía. ¿Yo? ¿Torcuato, es posible que tu razón se haya extraviado hasta tal extremo? Tú conspiras contra tu propia felicidad.

Sí, felicidad es ésta. ¿Qué importa que aquella puerta esté cerrada, y que las ventanas estén aseguradas con barras de hierro? Únicamente Leonor me interesa. Ella difunde en este lugar una luz celestial; embalsama el aire que respiro, llena mi alma de un contento inexplicable.

¡Oh, digno objeto de todo mi amor!, perdona si pensé alejarme de este sitio. Un genio maléfico me pintaba todas las cosas con negros colores, confundía mis sentidos y tiranizaba mi razón. Ahora soy dueño de mí; hoy me reconozco.

Mis enemigos creen haber triunfado. ¡Miserables! A mí me habéis dado el triunfo vosotros mismos. En Ferrara se dirá por mucho tiempo: «Tasso ya no está en la corte, ya no pasea por las cercanías del castillo, según acostumbraba con frecuencia; ni por los jardines como solía hacerlo aún más a menudo.»

No; no estoy ya en la corte; me hallo en un lugar mucho mejor... en el corazón de aquella que es el adorno más brillante de la corte, y del universo.

Vosotros no pronunciáis el nombre de Torcuato, sin que el corazón de ella, sencillo, y dulcemente amoroso, no se sienta al momento palpitar por mí. Vuestro mismo silencio, y el haber estado por tanto tiempo oculto a su vista, me conceden un lugar aún más digno en su corazón.

Dejadme, pues, aquí: dejadme hasta que llegue el día en que mi amor sea coronado. ¿Llegará este día? Sí; llegará ciertamente.

Tú, guardia, cierra esa puerta con cien candados. No hablaré; no se oirá salir de mi boca una sola queja. Yo estoy aquí contento y satisfecho. No temas mi fuga; primero vendrá la muerte a sorprenderme en este sitio.

Las grandes pruebas manifiestan un amor grande, y quedándome aquí, daré la mayor de que el hombre sea capaz. Y si el amor puede merecerse en la tierra sufriendo todo el rigor del destino, yo habré merecido así este amor que tanto he ansiado: este amor sólo en el cual está cifrada mi dicha.

¡En este día! Sí; en este día, la corte estaba en Belriguardo; yo también me encontraba allí. Juan Bautista, ¿te acuerdas? Los dos estábamos juntos, y tú me hablabas con frecuencia del Aminta. De repente se descubre un grupo de mujeres; los cortesanos acuden en tropel, y tú prorrumpes con desdén en estos acentos: «¿Se obra tal vez aquí algún milagro?» El lugar donde estábamos era bastante elevado, de manera que sin ningún esfuerzo podíamos distinguirlo todo. ¡Ah! cuánto me acuerdo de aquella ventana, de aquella reja; sí, de aquella reja, que contuvo mis ímpetus; y tú, amigo mío, me libraste entonces de una peligrosa caída.

Por espacio de una hora quedé enajenado; ya no te vi más, ni oí lo que decías.

Aquellos dos ojos que miré fueron otras tantas saetas, que atizaron más la llama en mi corazón. ¡Ah! esta llama me consume día y noche. Siento su ardor voraz, que ha pasado a ser para mí un tormento de muerte. No, me engaño; este ardor es para mí el elemento de la vida: sin él hubiera mil veces dejado de existir.

Pero tú no me escuchas: mis palabras tal vez, y el ardiente afecto que me abrasa, son para ti un objeto de risa. ¡Oh! ¡cruel amigo! Marcha, escribe algún frío endecasílabo, algún madrigal desaliñado, y después...

Juan Bautista no está aquí; poco importa. ¿Debo admirarme si él es un mal juez de mi amor? Él no tiene mis ojos, y mucho menos mi corazón.

La naturaleza tiene dos urnas: en la una están los nombres de los hombres que deben recibir la existencia, y los de las mujeres en la otra. Con una mano saca un nombre de la primera, y con la otra otro de la segunda. El destino los escribe a entrambos sobre una misma línea en el libro de la vida. No hay fuerza que pueda en adelante desunirlos. De otro modo, ¿cómo explicaríamos las increíbles combinaciones que unen a nuestra vista dos corazones hechos, según parecía, para estar eternamente separados? ¿No los vemos tal vez buscarse mutuamente con impetuosos esfuerzos por medio del inmenso tropel? Se ha dicho que reina en las almas una secreta simpatía. Todo es verdad; la naturaleza ha arreglado de antemano las suertes y los efectos. Ha señalado su lugar a cada uno; y la felicidad consiste en ocuparlo.

La mía está puesta en el amor de aquella que siempre tengo presente, que veo siempre, y sin la cual todo es para mí tinieblas, horror. ¡Oh criatura admirable! ¿lo sabes? ¿no te lo ha dicho todavía el interior presentimiento de tu corazón? Nuestros nombres fueron sacados a un tiempo de la urna. Es fuerza amar. En vano te lisonjearás del amor de algún otro. El mío te fué destinado; y, además, ya lo posees todo por entero.

Ella lo sabrá; lo sabrá ciertamente. La naturaleza no puede ocultárselo por más tiempo. Torcuato, anima tu corazón. La plenitud de alegría podría causarte la muerte: prepárate para aquel instante. Ahora voy yo probando lentamente una parte de aquel placer inefable. ¡Oh, cuánta dulzura contiene un pequeño sorbo! ¿Qué será después, cuando llegue a inundar mi corazón todo entero?

¡Cielos! dadme fuerza para que pueda abarcarlo, y entretanto concédeme algún tiempo para prepararme.

La campana señala la oración matutina de San Benito. Yo no he dormido un instante todavía. ¡Oh! Cuánto tiempo que no cierro estos ojos. ¿Pero por qué debo cerrarlos? Vendrá; sí, harto vendrá el día en que los cerraré... ¡y para siempre! ¡Ah! si debe llegar este día; ¡cielos! no me odies hasta el extremo de no dejarme ver, a lo menos una vez, aquella por sola la cual me sería sensible cerrarlos hoy para toda una eternidad.

Yo creo que el sonido de esta campana penetrará hasta sus oídos. ¡Ah! si este sonido la despierta, ¡pueda a lo menos acordarse de su Tasso! Pueda decir: «En este instante él vela; piensa en mí; habla de mí. ¡Desgraciado! ¡Quién sabe de qué angustias se halla oprimido su corazón; quién sabe qué negros pensamientos le atormentan! Torcuato, ánimo. Ya no eres desgraciado como algunos creen: tú vives en mi corazón, como yo espero vivir en el tuyo. Compadezco tu dolor, y el injusto trato que se te da. Pero cambiará tu estado, nuestra desgracia cambiará. Si hoy estamos separados, vendrá un día en que estemos unidos. Si hoy no te es lícito proferir mi nombre, vendrá un día...»

¡Ah! prosigue, mujer admirable. ¿Crees qué este día deba llegar? Dime, ¿lo crees sinceramente? Pero ¿cuándo? ¿Puedes acelerarlo tú? ¿Pueden acelerarlo mis votos? Yo canso al cielo con mis súplicas; proseguiré haciéndolo. Añade tú las tuyas; y con los votos ardientes de dos almas enamoradas, el cielo se moverá a piedad; no lo dudes. Pero aun cuando el cielo se haga sordo a mis votos; que los hombres sean injustos, bárbaros, crueles... sabe que desafío a los hombres y a la adversidad; y que ya no quiero malograr el tiempo haciendo plegarias. ¿Para qué me han de servir? Mi amor es puro como el objeto que me lo inspira; y quedará satisfecho si tú lo recibes benignamente. Me lo has declarado; estoy cierto que correspondes a mi afecto; no pido más.

Los rayos del sol ya empiezan a brillar sobre la muralla opuesta. ¡Oh lumbrera de la noche, tan cara a mi corazón, concluye tu fatigado curso! Descansa, yo solo no reposaré por largo tiempo. Pero en medio de la inquietud que me atormenta, me conforta un secreto placer, el placer de la esperanza. Tiemblan aquellos que la fortuna colocó en lugar elevado, aquellos cuya alma ebria de toda satisfacción nada tiene ya que desear. ¿Qué otra cosa les queda, que verse precipitados en el estado opuesto?

La condición del infeliz es muy diferente: cualquiera mudanza que sobrevenga le aproxima a su felicidad. Torcuato, ten valor; tú eres infeliz.

¡Ay de mí! ¡Qué vacío encuentro hoy en mi entendimiento! ¡Qué esterilidad de ideas! Mi sentimiento está agotado.

Torcuato, ¿estás todavía en este mundo? Me llevo las manos a la cabeza... y está en su lugar: aquí tengo los ojos... ¿Pero es posible? ¡Nada veo, nada percibo!... ¡Nada, nada!

Levantémonos. Y bien, ésta es mi mesa: la toco... Éste es mi lecho... ¡Oh lecho! ¡Oh testigo fatal de los afanes de un hombre el más infeliz! Sí, sobre ti extiendo mi cuerpo, no para reposar, no para conciliar el sueño tan dulce a los fatigados miembros, sino para abandonarme en toda posición que adopte al cruel dolor que me oprime.

Yo vivo; sí, vivo. Mi dolor lo atestigua aun más que esta mesa, que estas sillas, y que este mismo lecho. ¿Qué dije? ¿De qué hablaba poco ha? Ya no me acuerdo... ¿a qué me habéis reducido? Yo no era así; no, no era así. Sábelo el cielo, y también lo sé: ¿para qué pues, invocarlo?

¡Ah! Pero el cielo sabe que yo no merecía quedar reducido a tan mísero estado. Pues ¿por qué no me venga ya que lo sabe? El cielo es justo: y la venganza de un inocente ultrajado forma parte de la justicia. Me vengará: estoy cierto.

¿Y qué hará el cielo por ti, Torcuato? Largo tiempo ha que lo invocas, ¡pero en vano! ¡No blasfemes, desventurado! El cielo es tu más fiel amigo, el único que te queda.

¡Ah! ¡He tenido un sinnúmero de amigos!... ¿Amigos?... pero falsos. El verdadero amigo no abandona al desgraciado: sabe partir con él las penas, así como hacerle partícipe de sus felicidades. Desde que caí en el infortunio, no he visto uno solo. Temen acarrearse mis desastres. ¡Viles! ¡Desagradarían al duque! Id a adularle. Decidle que es justo; que es laudable cuanto ordena; que Tasso... Todos los hombres se han conjurado en mi daño. ¿Pero el cielo me escucha acaso?... Lo ignoro.

¡Ah! ¡Si mi entendimiento me sirviese como otras veces, si tuviese clara y despejada mi mente como la tuve en otro tiempo!... Pero una gran oscuridad me rodea... ¡Unas tinieblas!... ¿Dónde estoy? He oído decir que los moribundos pierden por grados el uso de sus sentidos. ¿Me hallaré ya acaso en tal estado?... ¡Qué frío!... ¡Qué aspereza en estas manos! La pluma rehusa servirme..., hagamos un esfuerzo. Si no consigo mis pensamientos en este papel, se perderá bien pronto su memoria...

No puedo más. Tomemos reposo. ¡Ah, Torcuato, qué reposo es el que te aguarda! El último... El reposo de los infelices... la muerte.

He dormido. He recobrado mis perdidas fuerzas.

¡Mañana saldré de aquí!... Mañana seré dueño de ir a Sorrento, a Roma, donde yo quiera. A Florencia, no... No temas. ¡Cielos! ¿Será verdad?... Ella va... vuela a los brazos de un esposo, ¡ay! ¡y éste no es Torcuato!

He pensado... Lo haré así... sí, la escribiré:

«Amor te hizo mía. Lo eres y lo serás mientras yo viva. Ya no te acuso de traición... ni de perfidia. Antes al contrario, te compadezco, víctima infeliz de la ambición, que como tirana domina en todos los corazones de tu familia y sobre tu suerte. Se te prepara un enlace y una fortuna bien diferente de la que había proyectado mi cariño. Conmigo hubieras sido libre, con cualquier otro serás siempre esclava, y madre de una prole también esclava. Desengáñate. ¿Viste jamás en casa de tu padre reinar la libertad? No. Una corte... riquezas... ¡Desventurada hija! No están reservadas para ti semejantes cosas. Para vivir ¿tienes tú acaso necesidad de habitaciones espaciosas, grandes salones, llenos todos de viles aduladores, de parásitos golosos, y sanguinarios espadachines? ¿Tienes tú para vivir necesidad de espléndidas comidas para que se sacien los demás? Indícame una, una sola de las magnificencias que se ven en casa de tu padre, que sea necesaria a la paz del alma, y a la libre demostración de la ternura. La hija de vuestro jardinero, la hija de un padre miserable nada posee de todo esto, y sin embargo esta más alegre y más contenta que tú. Te han hecho traición, sí, traición. Tu padre y tu esposo son unos pérfidos, se han conjurado ambos para inmolarte. Embriagados de la vil grandeza que nace del poder supremo, contratan ambos con tu sangre la opresión de media Italia. Ve: entrégate a los brazos de un esposo que ayer hubiera llevado a su lecho cualquiera otra mujer que le hubiese prometido igual fortuna. Ve a los brazos de un hombre a quien ayer hubiera rehusado tu padre tomar por yerno, si otro más poderoso te hubiera solicitado. ¡Tú no probarás, pues, las dulzuras del amor! ¡Ah! Las dulzuras del amor no se encuentran sino en la clase media, lejos del temor, del remordimiento; donde el corazón elige; donde el sentimiento guía; donde...»

Yo no puedo sufrir un asesinato semejante. ¡Ah! Dejaré un nuevo ejemplo para la historia. ¿Pero donde está este rival; dónde está himeneo? Nada hay. A Dios gracias; yo he delirado hasta aquí.

Rasguemos este papel. Que no quede señal alguna de mis dudas. No; no, consérvese. Un día lo leerá Leonor, y verá hasta qué punto me afligía por ella.

¡Cielos! ¡Cielos!... ¡Ah! ya no hay esperanzas para mí. Vencieron los traidores. Deteneos. Es en vano: la llama lo ha devorado todo.

Mira aún algunas hojas en el aire transportadas por el viento a través del denso humo.

¡Veinte años de fatiga! ¡Un millón de años de gloria!... Todo se ha perdido en muy pocos instantes.

¿Todo? No, no tendrán esta vanagloria mis enemigos. Conseguirán sí su infamia... infamia eterna... ¡Zoilos insensatos! Cuanto más obstinada sea vuestra vil persecución, tanto mayor será mi gloria. Vosotros, sí, pereceréis. No pasarán dos generaciones sin que vuestros nombres sean entregados al olvido.

Pero no: subsisten esos viles nombres; repítense por toda edad, por todo siglo, siendo siempre general y merecidamente detestados.

Yo he medido mis fuerzas con los ingenios de mi tiempo, y mi valor no ha decaído. La firmeza con que he sostenido mi empeño, es una prueba en favor mío... Ariosto...

Grande fué Ariosto. ¡Ferrarenses!, cuando las ciudades de Italia se disputen orgullosas la gloria de haber sido cuna de grandes hombres, vosotros dejad aparte la larga lista de los vuestros; nombrad solamente al cantor del «Furioso». A estas palabras todas enmudecerán.

Pero Ariosto, semejante a su héroe, se extravió por los campos del capricho. Mezcló lo bajo y lo sublime, las extravagancias y los rasgos de valor: cual nuevo Dédalo, creó un laberinto, debiendo tal vez posteriormente su gloria, al haber sabido salir de él.

Esclavo de una corte corrompida, trató sólo de complacer a un magnate orgulloso, que le pagó con ingratitud. De esta suerte profanó la mejor obra de las musas; dejando a las generaciones que le siguieron, el sentimiento de que hubiese empleado tan mal su ingenio.

Un solo rival puede en este siglo disputarme la palma. ¡Ah! dime, ¿eres también desventurado como yo, oh cantor virtuoso de la más alta empresa que hayan ideado tus compatricios? El eco de la fama ha llegado hasta nosotros. ¡Mísero! aunque no tanto ciertamente como yo. Los nietos de Manuel perderán el imperio de la India; la soberbia Lisboa no verá cubrir sus playas con los tesoros del Asia y del África; pero la primera gloria de sus inmensas conquistas conservará aún todo su brillo en los inmortales versos de Camoens. Las últimas generaciones admirarán en «Los Lusíadas» el increíble valor de un puñado de hombres, que domando infinitas naciones, luchando con terribles y desconocidos peligros, llevaron a la extremidad del universo sus virtudes, y la religión de sus abuelos.

También una grande empresa, la mayor que los pueblos de Europa han ejecutado, elegí yo por argumento de mi poema. Mi «Jerusalén» será para todas las naciones cristianas, lo que fué para las griegas la «Ilíada», para los romanos la «Eneida», y lo que ha sido «Los Lusíadas» para los portugueses.

Un sagrado entusiasmo inspiraba por todas partes a los pueblos y a los reyes, el deseo de arrebatar del poder de manos infieles los lugares consagrados por la religión. Desde entonces cambió la política de Europa. En su horizonte apareció la aurora de las artes; y los errores del fanatismo dieron nacimiento a una feliz renovación de usos, leyes y costumbres.

Los historiadores señalarán esta época como la más celebre en los fastos de las naciones modernas. Ella es la que fué para los antiguos el Paso de los griegos a Troya. Yo he hecho más; la he eternizado con mis versos.

¡Ah! ¿Se preguntará cuál fué el destino del poeta?... Camoens, ambos somos desventurados. ¡Y quién lo fué en todos tiempos, sino el que no mereció serlo! La injusticia, no obstante, sólo reina un momento, después desaparece, y con ella sus fautores y sus ministros.

¡Ah! ¡así desapareciesen las sombras fatales que obscurecen la mente de mi señor, y que han excitado su cólera contra mí! Si escuchando la voz de la razón considerase la pureza de mis afectos...

Mas ¿de qué hablo? ¿Acaso la ambición de los grandes de la tierra cede alguna vez al imperio de la razón?

Salidos de humildes principios, sostenidos por el mal tiempo, por la debilidad de los otros, por su propia osadía, y extendiendo su poder entre las discordias civiles, ora siendo el sostén de su patria, ora su azote, han llegado algunos tiranos al grado de elevación en que Italia les mira.

Son, pues, los tiempos los que establecen la diferencia entre la suerte de los hombres. Cuando los tiranos no poseían más que un arruinado castillo al pie de los Euganeos, si uno de mis antepasados hubiese elegido una esposa de su familia, hubiera sido reputado por un hombre ilustre, y digno de su parentesco; y tal vez hubieran buscado su alianza como una adquisición lucrativa. Al presente, por haber aspirado yo a semejante enlace, soy el objeto de la persecución de uno de sus nietos. ¡Qué mudanza!

Y bien; me contentaré en mi desgraciado amor; y a lo menos dejaré de él vestigios indelebles a la posteridad.

Con doble título entonces será apreciada mi memoria: pero la de mi perseguidor, ¡oh cuán detestada!

¡Ah! ¡de qué mala calidad es este pan! Se encrudece en mi estómago, y se convierte en veneno. No; no me traigas más. Ya conozco la mano pérfida que me lo envía. ¿Puede acaso la perfidia dar otra cosa que veneno?

Se me da este pan para que mi infeliz existencia consumida cada día por el dolor, cobre también cada día fuerzas para soportarlo. ¡Crueles! éste es un nuevo género de barbarie. Hacerme morir todos los días...

Dos caminos tengo abiertos para eludir este sacrílego designio. O rehusaré recibir este pan, substrayendo así la víctima al furor de los tiranos; o fomentaré en mi corazón la dulce esperanza de volver a ver algún día aquella por quien sufro tanto; y absorto en tan lisonjera idea, inutilizaré los atentados de mis enemigos... ¿Cuál de estos dos caminos tomarás, Torcuato? Debes elegir precisamente uno. Entrambos exigen un sumo valor y resolución.

¿Escogerás el primero? Pero ¡ah! Torcuato, he aquí tu último instante... Mas aquélla, cuya imagen tienes siempre presente; aquélla, cuyo nombre pronuncias con tanto placer; aquélla, que es objeto de tus sufrimientos; aquélla... ¿ya no la verás más?... ¿Olvidarás para siempre su amor?... ¿Quedarás muerto para ella?...

No, no. Aunque infeliz, perseguido... despedazado por cuanto tiene de más cruel y acerbo el rencor, viviré, viviré; para recordarla siempre, para nombrarla, y tener ante mis ojos su imagen divina. Ella es mi vida... ella es mi todo... ¿Cómo renunciar a su amor? No; no, no muero.

Prolonguemos, pues, esta miserable vida; alimentémonos cada día del dolor; con el sufrimiento de hoy, preparémonos para sufrir mañana y pasado mañana, y el otro y siempre, hasta que llegue el deseado instante en que la fortuna varíe mi situación.

¡Ah! la empresa es muy ardua... muy ardua. Pero hay en ella un consuelo. Esos crueles quisieran verme muerto, y no lo conseguirán. Viviré, sí; aunque sea en los brazos del dolor, para desafiar su rabia, para probarles que son inútiles sus esfuerzos, y que el alma de Torcuato es superior a todo su poder.

¡Cuántos intereses logro combinar con esta sola resolución!... Me vengo, y amo.

Mi constancia concederá más y más al furor de estos pérfidos: un bálsamo celeste lloverá sobre mi corazón; bálsamo de increíble virtud, que restableciendo mis fuerzas, me dejará al salir de este estado, mejor dispuesto para adorar a mi amada... aquella mujer divina, tan acreedora a los sufrimientos que me causa su amor. Prefiero, pues, vivir.

La gloria me llama al Capitolio. Voy a ser coronado el primer poeta de mi siglo. Vamos. No tengo ya enemigos. Ya no habrá más obstáculos a mi amor. Podré hablar de él con entera libertad, y cuanto desea este corazón lleno de su ardor.

El duque ya no se desdeñará entonces de oír mis sentimientos: sus cortesanos tampoco me harán un delito de mi pasión. Callarán al fin: y su envidia, hasta ahora tan fatal para mí, se convertirá en veneno para ellos mismos, y será la señal de mi triunfo.

¡Ánimo, Torcuato! Sufre con valor el presente infortunio, que no tardará en llegar tu redención, tu victoria y tu felicidad.

¿Qué obstáculo se ha opuesto hasta ahora a mi dicha? El ser un simple particular... Las hijas de los príncipes deben aspirar a nupcias reales. De este modo el orgullo clasifica la raza de los hombres.

Pero bien; sea así. Yo no soy un hombre oscuro, ni un mero particular. Ciñe mis sienes una corona, fruto toda ella de mis afanes. Ninguna parte ha tenido en su adquisición la casualidad. ¿En qué clase me colocaréis? ¿A quién me compararéis? También seré soberbio y orgulloso, si es esto lo que se requiere.

¡Oh, beldad divina! Tú eres la única que puedes servir de premio a mi elevación! No, no tendrás que avergonzarte de mi amor. La historia contará entonces dos mujeres inmortalizadas por sus amantes. ¿Quién no envidia la suerte de Laura? Tú serás la segunda por razón del tiempo; pero la primera seguramente por haber gozado completa felicidad.

Sí; unida conmigo serás feliz. Esposa de un príncipe, ¡ah, cuántos cuidados deberás temer!

La envidia de sus ambiciosos rivales, las conjuraciones y las guerras, pueden fácilmente arrancarte el esposo, y robar a tus tiernos hijos su herencia. Sforza y Bentivoglio no son nombres antiguos en los fastos de los príncipes desgraciados. Tu prima... En tu misma casa tienes el ejemplo. ¿Con qué fiestas y esperanzas no partió para Bolonia? Ella ha visto ya a su suegro morir prisionero en Milán; andar desterrado su marido; y estar prohibido a sus hijos acercarse a larga distancia de la ciudad, que debía ser su patrimonio.

Las grandezas de los príncipes sólo tienen un período. Y tú, esposa de Torcuato, gozarás apaciblemente de mi gloria, y la verás transmitida a tus nietos. Ni a ti, ni a ellos podrá nadie robarla; porque tampoco puede nadie robármela a mí.

Ella lo ha oído. Apresurémonos. La época del placer está ya cerca.

Noche XXVIII

No he visto ninguno de mis amigos desde que estoy encerrado en este lugar. ¡Ingratos! ¡No venir a visitarme! ¡Qué amistad es la vuestra! La amistad de los hombres.

¡No precipites tu juicio, Torcuato! Tal vez habrán querido venir. ¿Quién sabe cuántas veces lo habrán intentado? ¿Pero se les habrá permitido?

¡Oh, amigos míos, si supieseis la mísera situación en que se halla vuestro Tasso! Lo pasó mal... muy mal. Noche y día son una misma cosa para mí. La noche no ve cerrados mis ojos. El día camina para mí con tanta lentitud, y con una luz tan pálida, que en vez de alegrarme como sucede a todos los demás mortales, aumenta mi tristeza, me llena de un negro humor, y colma mi desventura...

¡Oh, qué horrendos fantasmas se levantan en mi imaginación para aterrarme! Procuro ahuyentarlos; pero vuelven a asaltarme con más obstinación; y yo sucumbo a mis nuevos esfuerzos. La esperanza misma, este dulce consuelo de los desgraciados, es un azote para mí. ¿Cómo puedo dejarme seducir de sus lisonjas? ¿Qué fundamentos tengo para creer que encontraré al fin justicia entre esos hombres que me persiguen, o piedad al menos en aquella que es la causa de todos mis males?

¡Oh, caros amigos! ¡Oh vosotros, que tantas ofertas me hicisteis en los pasados tiempos! Vosotros, cuyos consejos he seguido tantas veces, prestadme ahora este favor. No conocéis, no, su alto precio. Id a encontrarla. Vosotros la veréis si deseáis servirme; porque no sois tan vigilados vosotros como lo es Tasso.

Jamás ninguna mujer inspiró tanta confianza. Veréis en su rostro esculpida la misma bondad. El metal de su voz os animará para hablarla, a fin de que sean escuchados mis ruegos... Decidla: «Señora, ¿dónde está vuestro Tasso?»

Bajará la vista al oír este nombre. Observadla bien. Mudará su rostro el color. Sus ojos tal vez se humedecerán... Habladla entonces con firmeza; decidla:

«Torcuato está encerrado en un lugar, espectáculo de la miseria. Pero no creáis, señora, que haya perdido el juicio. Esto es una calumnia. Piensa continuamente en vos; no pide otra cosa, no suspira más que por vos. Vos sois su todo...

»Tal vez en medio de sus duras penas está contento, porque padece por vos. Y tal vez, señora, se abandona a su desgracia, y desmaya, porque no recibe un solo rayo de consoladora esperanza. ¿Qué será de nuestro amigo? Quisiéramos verle libre; pero él no quiere libertad si ha de carecer de vuestra vista. Sólo vuestra imagen tiene ocupado su entendimiento, y arrebatado su corazón. Dice que su amor os fué grato, y el acento con que lo pronuncia, perdonad, señora, no manifiesta locura en su entendimiento, ni menos arrogancia en su espíritu. Acaso se lisonjeó sobradamente; debéis tomar una resolución.»

No; callad, callad. Este discurso no es como yo lo quería. No sabréis hablar cual corresponde a su elevado corazón, y al amor mío. ¡Débiles amigos! Idos: gozad de vuestra libertad y de vuestra fortuna. Dejadme en mi miseria: más grande soy yo seguramente en medio de ella, que vosotros en vuestra prosperidad. Marchaos.

Ya nace el sol. Los vecinos artesanos se entregan al trabajo; y el laborioso aldeano ya les ha precedido de algunas horas. ¡Ah! Por mucho sudor que bañe vuestra frente, no sois desgraciados. La noche os anuncia el término de vuestras tareas, y el principio del reposo.

¡Yo sí que soy infeliz! También en otro tiempo me levantaba solícito al par que vosotros, y a veces muchas horas antes. Inflamado del numen poético, apreciable pero fatal presente que me hizo el cielo al nacer, componía versos plácidamente. Versos que harán mi gloria mientras viva, y serán en todo tiempo la de Italia. Nunca me fatigaba tan dulce ocupación: no se hallará en mis versos señal alguna de cansancio. Si interrumpía mi trabajo, era para limar y embellecer más lo que el súbito entusiasmo me había inspirado. Llegaba el mediodía. ¡Cuántas veces se pasó sin advertirlo, y enajenado por mi dulce éxtasis, proseguía mi tarea hasta bien entrada la noche!

Entonces, en medio de mis caros amigos, repetía en alta voz el sonoro canto que había creado en el silencio de la soledad; y el día más bello para mí era aquel en que había compuesto mejores versos.

¡Oh, qué mudanza! En los meses que estoy encerrado aquí, no he visto siquiera brillar un rayo semejante al de aquellos días: no tengo ya fuerza para el canto, ni deseos de adquirirla. Una muda escualidez, un frío silencio me circunda. Mis sentidos están obtusos; mi alma fría; adormecida...

¡Adormecida! Ojalá lo estuviese en realidad. Yo la diría: has recorrido un largo espacio; tú sola hiciste más que millares de hombres juntos favorecidos también de las musas. Descansa ahora. Llegará ya el tiempo de entregarte al reposo.

Pero, ¡ay de mí! Esta alma se halla sumida en un estado muy diferente. Infeliz juguete de una dulce pero desgraciada pasión, fluctúa incierta en un mar borrascoso, que hincha la perfidia y la agita siempre más y más, sin que aparezca un solo rayo precursor de la calma. Amontonadas unas sobre otras, las olas se entrechocan, levantan a las nubes su espuma, ¡y en medio de un silbido amenazador me arrastran!... ¡Cielo!, tu sabes adónde, yo no; pues que turbado por el mugido proceloso, perdido en la noche horrenda de la tempestad, no descubro ni playa ni escollos: y la muerte que siempre amenaza, parece que, satisfecha de haberme arrastrado, se complace aún en alejarse de mí.

¡Ah! ¿Hasta cuándo ha de durar esta borrasca? Hay, empero, en el cielo una estrella de admirable esplendor: y si un escaso rayo de su luz consigue paso al través de las densas nubes, iluminaría no sólo el camino de mi salvación, sino el universo entero: tomarán las cosas un grato y nuevo aspecto, sucederá una duradera calma, y días... días de vida y de placer.

¡Oh estrella, que con tanto fervor invoco! ¡Oh única esperanza, y solo bien de este afligido corazón! Yo te conozco: yo sé que has salido ya de tu oriente, que te has elevado mucho sobre el horizonte, y fija en el lugar que te estaba destinado, resplandeces desde allí, y encierras en tu seno mi fortuna. Sin duda que son pasajeras las nubes que te ocultan a mi vista. Tus rayos, con el tiempo, lucirán con nuevo brillo. Yo tornaré a la vida y al placer.

¿Quién entonces más dichoso que yo? Poco tiempo atrás te vi, y tengo bien presente la felicidad que llovió sobre mi alma. Entonces tu hermosura infundía nueva fuerza a mi corazón y a mi entendimiento. ¡Cuán grande es el éxtasis en que nos arrebata un objeto amado! El tierno afecto que nace después es producido necesariamente.

Y al presente estoy separado de ti, y tan sólo porque te amo. Siento toda la crueldad de esta separación tan bárbaramente ordenada por un tirano poder. Esta opresión aumentará la alegría que tendré al verte, cuando, abierta la puerta de esta infame morada, pueda postrarme a tus pies, como lo anhela mi deseoso corazón. Mi súbito entusiasmo, y el deliquio en que caeré, te darán un pleno testimonio de la dureza de mis presentes penas, y del amor... ¡Oh, sí, del amor puro y vehemente del que no ha habido ni habrá otro igual en la tierra!

Torcuato, llegará, sí: llegará el momento en que desaparezca la noche que te rodea, cediendo a la luz de aquella benigna estrella. Tornarás a ver los días hermosos y serenos que gozaste anteriormente.

Más hermosos y más serenos los volveré a ver; y adquiriendo de nuevo el antiguo numen, entonaré cantos dignos de mi celestial amante, dignos de mi amor.

¡Oh sol! Acelera tu curso, y ve presuroso a encontrar el momento que aguardo. ¿Sabes tú con qué impaciente ardor lo espero?

¡Yo hablo al sol! ¡Mísero!...

¡Ay de mí! La naturaleza está sorda a mis invocaciones.

He salvado el honor, he trabajado para mi gloria. El infortunio no me ha eximido de su rigor: ¿tengo yo acaso la culpa? Mis enemigos tampoco han podido perdonarme los dones que me concedió la naturaleza. ¡Ay de aquel a quien se da tan funesto perdón!

Los disturbios del país... Las vicisitudes de un príncipe desgraciado... ¡Ah! Padre mío; todos hemos tenido la fortuna enemiga.

Separado de ti desde mis tiernos años... restituido a tu lado por un breve instante... ¡y condenado después a estar siempre lejos de ti!... Deja en un mar tempestuoso una navecilla sin piloto que la dirija. Presentando ora un costado, ora el opuesto, a los embravecidos vientos, resistirá por algún tiempo los ímpetus de la tormenta; expuesta a estrellarse contra un escollo, ¿cómo podrá jamás llegar a un puerto seguro?

He aquí; esta navecilla es tu hijo. ¡Oh!, lejos de mí un solo lamento.

Tú no has podido ignorar mi piedad. Tú, desde la eterna luz en que vives, la ves ahora en toda su extensión. ¡Oh, padre mío! Tu Torcuato es infeliz; pero no culpable.

Amé con demasiado ardor... Pero no encendí yo en mi corazón esta infausta llama. La creó una fuerza más poderosa que yo. Me fué preciso obedecerla.

Levántate, celestial mujer. A ti te corresponde mi defensa: a ti que no te ofendiste de mi pasión.

¿Y sabe alguno hasta qué punto debí alimentarla? He aquí el inmenso cuadro en que se ven descritos los desvaríos de los hombres. Los míos están también marcados aquí. Y bien: ¿qué dedo señalará la línea fuera de la cual no era permitido extenderme?

Sagrado es el alto y noble objeto de mi amor. ¿Lo habré profanado yo? ¡Padre! ¡Padre!, pronuncia tú con tus santos labios...

¡Ah! llegará el día en que reuniéndome a ti en la mansión celeste, do vives inmortal, oiré la sentencia. Espero, invoco este día. ¡Oh! Si algo pueden tus votos en favor de un hijo desgraciado, anticípalo. Yo soy una parte de tu ser: ¿y qué será de mí, si dejado atrás en el incierto y fatal camino en que me hallo ahora extraviado, tardas en socorrerme? Mira mi horrible situación. Mira los inmensos males que se han agolpado sobre tu Torcuato. No te hablo del corazón. ¡Mísero! ¡De cuántas saetas es el blanco! De mi entendimiento te hablo. ¿Y qué le queda ya al hombre, si se le despoja del entendimiento?

He aquí una impostura. Ha sido urdida por un tirano. Pero ya la sabe toda Italia. Y, desgraciadamente, estoy en un lugar reservado para aquellos que ignoran hasta lo que pasa dentro de sí mismos.

¡Infames! ¡Con tal vil pretexto cubrís la negra trama! ¡Ah! Si el cielo vela sobre los justos, ¿por qué retarda la venganza que pido? Y si parte del cuidado del cielo consiste en substraerme a los indignos tratamientos que sufro, ¿por qué, ¡oh Dios omnipotente!, no me arrebatáis a vuestras celestes moradas?...

Tasso, espera. La esperanza templará tus angustias.

¡Torcuato! ¿dónde estás? -¿Dónde?... -Antes estaba yo en la corte... Deseoso de adquirir fama; ambición de ser apreciado, anhelo de alternar con los grandes, y obtener favor... ¡Favor de los grandes!...

Sí; toda Italia exaltaba a los Estenses. Aquí -decían- reina, aunque en reducido imperio, un Augusto, no contaminado con la infamia de las proscripciones. Su palacio es la reunión y asilo de los grandes talentos del siglo. Él los obsequia, los favorece, y los colma de honores. Vamos allá. Seamos el Virgilio de tal Augusto.

Llegué, pues, a la corte. ¡Oh, cuán sujeto está el hombre a ser seducido! Magnificencia, profusión, lealtad... ¿Qué no me pareció ver allí? Encontré muchos talentos, dos solamente de los cuales hubieran bastado para ilustrar a su siglo. Hallé aún conservada la memoria de otros muchos... También quedarán engañadas las futuras generaciones, y dirán que nuestro siglo fué tan bello como el de Pericles.

Ignoro la historia de la corte de Pericles. Pero estoy cierto no haber leído jamás que ningún filósofo, orador o poeta atraído a Atenas para celebrar las virtudes de aquel príncipe, haya sido por él mismo mandado a la cárcel. ¿Y no es cárcel, infeliz, esta en que tú te hallas? Sal de ella, si tanto puedes.

¡Ah! Cárcel es, sí -¿Por qué?... -¿Intenté acaso alguna traición? ¿Urdí conspiraciones? ¿Yo? Nada he imaginado siquiera de todo esto.

De su familia vi yo... una... una... joven, la más hermosa... Es verdad. ¡Ah! Porque la vi. ¿Es delito el verla? Todos los demás cortesanos la miraron igualmente que yo.

Osé amarla. ¿El amarla es un delito? ¿Y no merece ella ser amada? ¡Ah! Para esto la hizo el cielo tan bella... ¡Cortesanos! ¿no la habéis amado también vosotros? No, no; yo solo la amé, yo solo. Éste es mi delito.

Detenedme, aherrojadme, martirizadme, dadme la muerte. Yo porfiaré en este delito: la amé... y la amo. Pereceré; pero la amaré hasta el postrer aliento. Si se me quiere abreviar la vida, para que cese de adorarla, se intensificará la llama de mi amor; y en su corta duración absorberá y contendrá el sentimiento de largos años. Se convertirá en fuego; y excitaré un voraz incendio en mis entrañas. Se verán salir llamas de mi pecho, elevarse en torno, llenar este aposento, y todo el espacio. Quedaré reducido a cenizas; y los que vendrán a contemplarlas, leerán en ellas mi inmenso amor, las mirarán con un temor sagrado, y nunca en el transcurso de los siglos se apoderará de ellas el hielo sepulcral.

¡Pero qué! Acabarás tú, Torcuato. ¿Acabará tu amor? ¡Qué negro pensamiento! El amor tiende a la eternidad. Para un corazón ya prevenido, ¿qué es la idea de la muerte? Más terrible es la idea de que pueda tener fin su amor...

El mío seguramente no lo tendrá. Hay en mí una parte, que vencerá al tiempo destructor. Libre del frágil despojo que la circunda, volará al inmenso campo de la eternidad, en donde igual constantemente a sí misma, e inmóvil en su sentimiento, no conocerá ni medida, ni gradación en los tiempos. Un solo pensamiento constituirá su vida; un puro pensamiento sin interrupción, ni mezcla de otro alguno, perenne, continuo: único el pensamiento de la excelsa mujer que idolatro. Este pensamiento será mi puro amor: mi vida entonces será sólo un sentimiento, u otra cosa mejor que constituya vida, alegría y beatitud: si lo constituye todo, mi todo será siempre.

¡Agravad, pues, mis penas, crueles! Quitadme el aire que respiro, barbaros, ya que me habéis privado de la vista que hacía mi felicidad. No hacéis con esto más que anticipar el momento de mi bienestar. Ya estoy contemplando su grandeza.

¡Oh tú, alto objeto de mis deseos! ¡Pueda al menos verte una vez antes de volver a contemplarte en el lugar donde se halla el arquetipo de toda terrena belleza! En todo instante estás presente a mi imaginación: tu divina figura, tus facciones celestiales, tu rostro sobrehumano, tus adornos, tus gracias, tus caricias, todo lo estoy viendo, aunque estés lejos de mí: pero el verte siquiera una vez sería para mí una delicia suma. Me quedarían entonces esculpidas en el corazón, en el más profundo seno de mi corazón, tus elegantes formas, tus dulces maneras... y aquellas palabras que respiran celestial naturaleza, las cuales, desde la primera vez que te vi, causaron en mi alma una impresión tan viva, un temblor tan dulce, que aun duran ahora sus palpitaciones; aun siento yo su golpeteo. ¡Ay, y no la tornaré a ver... ya no la veré más!...

¡Corte engañadora! ¡He aquí lo que fuí a buscar a Ferrara! ¿Quién me sugirió el execrable pensamiento?...

¡Oh! vosotros que habéis recibido de la naturaleza un tierno corazón, huid de esta tierra; sí, de esta tierra: es enemiga de los hombres y del amor.

No camina para todos los mortales con iguales pasos el tiempo regulador de los días. Encuentra el cortesano breves y fugitivas todas las horas. Escucha sus quejas. Quisiera gustar a sorbos y lentamente las delicias de su fortuna; y mientras tanto tiembla receloso de que llegue el instante fatal, en que la fortuna girando con velocidad su rueda, le precipite cruelmente del encumbrado lugar en que le colocó.

Pero para mí el tiempo procede con suma lentitud en su carrera. Largos son los días, largas son las horas, y ¡ah! ¡cuán lejos está todavía el momento de mi libertad!

¡Libertad! ¡Cielos, aun es necesario que la inocencia pronuncie esta palabra en el país de la tiranía! Yo he hecho voto... Un mismo objeto tienen todos mis anhelos; y aquel momento no llega. ¿Qué haré, pues, en esta situación? Morir... morir.

¡Qué negras sombras me rodean! ¡Qué fantasmas tan horrendos tengo a la vista! La muerte está aquí. Éstos son sus precursores. ¡Torcuato!, tiéndete en el suelo. Esta posición es conveniente a tu dolor. Estas manos deben descansar sobre el pecho. No, no; al lado izquierdo. Aquí, donde palpita el corazón. La cabeza también inclinada hacia aquella parte. Pero que mire a la puerta, para que todo mi cuerpo se ofrezca desde luego a la vista de los que entren.

Me represento ya aquel instante en que vendrán a verme... Vendrán, sí, al saber que he muerto.

¡Cielos! No permitáis sea uno de aquellos muertos faltos de expresión en su helado rostro. No, no seré de aquéllos.

Mi fisonomía, aunque desfigurada y cárdena, ofrecerá, sin duda, la imagen del más vivo dolor. Dirán, los muertos no se quejan; ¡pero observa cómo éste tiene arrugadas las cejas, hundidos los ojos, y temblorosos los labios! ¡Repara en su actitud!

¿Ignoráis por ventura vosotros el cruel martirio que ha consumido a esta alma? ¿No sabéis que amó con un ardor superior a las fuerzas humanas; que amó cual aman las inteligencias libres de los caducos restos del cuerpo, y que esta mortal cubierta no sirvió más que para irritar su mismo amor; el cual, contrariado por los hombres, y por el mismo cielo, se reconcentró en su corazón, produciéndole el cruel dolor que ha causado su muerte?

Se llevan mi cadáver. Entonces se mostrará tener piedad de mí. ¿Qué fúnebre pompa? ¡Cuántas hachas encendidas! ¡Qué acompañamiento! Toda Ferrara acude, diciendo: «Vamos a ver a Tasso.»

Se recordará entonces que fuí gentilhombre, favorecido en la corte del duque, que merecí el mayor aprecio en ésta y otras muchas ciudades de Italia; que fuí reputado feliz por mi talento; que aumenté el esplendor de las letras; que ilustré mi siglo.

Se dirá después que jamás causé daño alguno a nadie; que hice bien a muchos; que si alguna vez estuve poseído de la cólera recobré luego la calma; que los delirios de mi imaginación fueron inocentes...

Callad, que no tengo necesidad de vuestros inútiles elogios. No hacéis uno siquiera digno de mí. Y qué, ¿no habláis de la perversidad de mis enemigos? ¿No habláis del asesinato cruel, que me ha conducido al sepulcro?

¡Bajos aduladores! Hasta con los muertos sois injustos.

Aprisa; sepultadme en la profunda huesa donde han de consumirse mis miembros. Sacadme de una vez de esta atmósfera envenenada. En aquellas tinieblas nada más oiré, nada veré. Si no tengo paz, a lo menos no recibiré insulto alguno.

¡Oh, Torcuato! Llegaste por fin a tu eterna morada. ¿Para qué viviste, infeliz?

Una voz me despierta. ¡Ah! Todavía no estoy muerto. Oigo una voz... pero qué lánguida, y qué mal articulada. Elévate, benigna voz, esfuerza tu grato sonido. La voz amiga se aproxima. ¡Gran Dios! Haz que no me engañe. ¿Si habré tocado al colmo de la miseria para verme de repente en el seno de la felicidad?

¡Qué oigo! Mis ojos no distinguen el objeto que hay delante de mí. Lo distingue mi corazón... ¡Oh, eres tú!... ¡tú!... me falta el aliento. Alárgame la mano. ¡Oh!, cuán dulce es la muerte en este instante.

Noche XXXIII

Ve a dar testimonio de ello al mundo entero. Tú quedaste deslumbrado por el inmenso resplandor, que de improviso disipó las tinieblas de tu aposento en la pasada noche. ¿Viste?..., ¡ah!, ¡tal vez, miserable! Tus ojos vulgares, y tus toscos sentidos no te han permitido participar del divino espectáculo. Lo tengo bien presente yo, que lo contemplé todo, y formé parte de él.

¡El genio tutelar de Tasso -dije entonces- se ha avergonzado al fin del abandono en que me hallo!

Un brazo sobrehumano me arranca del lecho, sordo e inútil testigo de mis suspiros, y de mi llanto. Todo cambia a mi alrededor. Las paredes de este aposento se deshacen como blanda cera. Me circunda una luz, cien veces más espléndida que la del sol de julio; tan benigna y suave al mismo tiempo, que hiriendo dulcemente mis sentidos los llena y embriaga de un deleite inefable.

Ven. Yo me hallo sentado sobre un carro de fuego. Ferrara, tan orgullosa de su vasta extensión y de sus torres, apenas se percibe con la vista. El soberbio Po, que osa luchar con el mar, el Po aparece por un momento como una angosta cinta blanca, y luego se pierde entre las cerúleas sombras. El carro, mientras tanto, se eleva rápidamente entre las nubes, y yo me encuentro ya en los inmensos espacios del aire, elemento solo de los superiores espíritus.

Vamos adonde nos aguarda mejor destino. Tasso, Tasso, debía asomar al fin el día de tu triunfo. Está ya cerca, sí; el cielo es quien me prepara suerte tan fausta, deseada desde tanto tiempo, y bien sabes tú si la tenía merecida.

Ella dirige la vista hacia mí: toda el alma tiene en sus inflamados ojos... ¡toda el alma! ¡Oh, con qué fuego tan vivo me abrasas, mientras me estrechan tus brazos, divina mujer! En la tierra donde ardió tanto mi corazón, no sentí, no sentí jamás una llama tan intensa, ni tan deliciosa. Paz, paz. Elevémonos ahora: con el aura de las regiones celestiales quedará purificado tu amante de cuanto queda en él todavía de terreno.

El arco de los bellos colores del iris está cerca. Los blancos caballos que conducen el carro baten sus alas con más velocidad hacia este arco. Un torrente de luz se desprende repentinamente de su centro, y rasgada la nube se presenta un nuevo prodigio en su abierto seno.

He aquí, he aquí el término de la larga carrera. Mira el delicioso país que nos está destinado, donde reinan puros afectos y no negras desconfianzas; donde no perturba la envidia ni persigue el orgullo. Mira la amenidad de sus llanuras y esas tranquilas moradas inaccesibles a la tiranía. Aquí, entre el balsámico olor de los mirtos consagrados al amor, nuestra pasión se alimentará de sí misma; en sí mismo quedará saciado el amor nuestro... Una amiga multitud se dirige hacia nosotros... Descendamos. ¡Oh felicidad! Todo lo pasado se borra en mi pensamiento. Ya no queda en el corazón vestigio alguno de dolor. ¡Oh! mía, mía para siempre, nunca me serás ya disputada; abrázame. ¿Es un dios quien me hace este presente, o eres tú? Tú eres el dios mío.

¡Ah!.., muere, muere, y ocúltate a tu propia vergüenza. ¿Qué más te queda? ¿O qué mas has menester?... ¡Oh!, mucho tiempo ha que esta fatal necesidad me atormenta, y no tengo fuerza... no... no tengo fuerza... ni aun valor para morir.

¿Acaso estoy soñando?¿Y cómo creeré que es sueño lo que han visto estos ojos..., lo que con estas manos?...

Había yo puesto pie en tierra; y alargaba entonces la mano a mi bien, levantado ya en actitud de descender. Tan presente tengo todo esto, que sería una locura ponerlo en duda.

¡Ah!, al descender debía haberla asido del brazo: no me la hubieran arrebatado otra vez por los aires aquellos malditos caballos. Yo tengo la culpa.

¡Pero tú!... ¡Oh tormento execrable y grato! ¿Cómo es que creado para conservar la naturaleza, y dar vida a los corazones, te conviertes tan a menudo en veneno, y te haces peor que la muerte? Nadie habla ya más de amor. Desterradlo de la tierra; no es éste su lugar. Al infierno..., aquélla debe ser su atmósfera.

Pero tú, que yo poseía al fin... ¿Dónde estás? ¿A quién has sido concedida?... ¿Te veré nunca más?...

Habladme de ella... sólo y siempre de ella... No de otra cosa puede ocuparse este desventurado corazón, ni querría ocuparse si ser pudiera.

¡Ay! Todo se oscurece. Retiembla el suelo. Yo no puedo tenerme. ¡He aquí el término de mis infortunios!...

Noche XXXIV

¡Yo libre! No, no deliro. La puerta está abierta. Claras son las palabras que aquél me ha dirigido. Soy libre.

¡Oh, justo cielo! ¿Qué es lo que he hecho? ¿En qué me he ocupado hasta aquí? De nada me acuerdo. Fué un sueño..., ¡qué largo sueño! ¡Ah, es posible, Torcuato! A tal punto de miseria habías llegado... Preparémonos para marchar...

Pero, ¿qué papeles son éstos?... Los depositarios de mis delirios. Id hechos mil pedazos juguete de los vientos, ¡oh testimonios infelices de mi debilidad! ¡Que ni siquiera quede de vosotros memoria, ni de mi vergüenza!...

Mas, no; conservaos. Nunca fue mengua amar a un noble objeto; y estas expansiones inocentes a que se abandonó el alma mía, deben ser sagradas para todos. Conservaos, pues.

He leído rápidamente estos escritos. ¡Qué enfermedad tan terrible es el amor! No quisiera padecerla más.

Es inútil, empero, el disimularlo. Esta enfermedad tan tremenda tiene sobrados atractivos con que seducir al corazón. Estos mismos papeles en donde sólo brillan algunas leves chispas del ciego ardor de que acabo de salvarme; estos mismos papeles despiertan en mí cierta dulce conmoción... ¡Ah! ¡Los que conocéis el amor sabréis tener piedad de mí!

Pero hay un gran número de hombres, que acostumbrados a la severidad, oirán con enfado que Tasso haya estado por algún tiempo muerto a la razón. Ocultemos estos escritos a tales hombres. Sacarán de ellos un argumento sobrado funesto para mí [...]1

Pero verán algún día la luz pública. Yo ya no seré del número de los vivientes. Entonces serán leídos con ansia, y tal vez con un sentimiento de piedad. Mas, sobre todo, deseo que sean leídos con provecho. Grande lección habré dado con estos delirios.