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ArribaAbajoCapítulo XIV

Donde Lázaro cuenta lo que le pasó en un convite


Íbamos a paso de fraile convidado, porque la señora temía que no habría harto para ella: llegamos a casa de su amiga, donde había otras mugeres de las convidadas: preguntaron a mi ama si era yo capaz para guardar la puerta: díjoles que sí: dijéronme, quedaos, hermano, que hoy sacaréis el vientre de mal año. Acudieron muchos galancetes, sacando cada uno de su faltriquera, cual una perdiz, cual una gallina; uno sacaba un conejo, otro un par de palominos: éste un poco de carnero: aquél un pedazo de solomo; sin faltar quien sacase longaniza, o morcilla: tal hubo que sacó un pastel de a real envuelto en su pañuelo: diéronlo al cocinero, y entretanto retozaban con las señoras y daban en ellas como asno en centeno verde: lo que allí pasó, no me es lícito decirlo, ni al lector contemplarlo. Acabada esta comedia, vino la comida: las señoras comieron los Kyries, y los galanes bebieron el Ite misa est. No quedaba nada en la mesa que las damas no metiesen en sus faltriqueras, envolviéndolo en sus mocadores: sacaron los postres los galanes de las suyas: unos manzanas, otros queso, aceitunas, y uno de ellos, que era el gallo, y el que se las daba con la sastresa, sacó media libra de confitura. Mucho me agradó aquel modo de tener la comida tan cerca de sí, para una necesidad, y propuse de allí adelante hacer tres o cuatro faltriqueras en las primeras calzas que Dios me deparase, y una de ellas de buen cuero bien cosida para meter el caldo, porque si aquellos caballeros, que eran tan ricos, y principales, lo traían todo en su faltriquera, y las señoras lo llevaban cosido en las suyas, yo que no era sino un escudero de piltrafas, lo podía bien hacer. Fuímonos a comer los criados, y maldita otra cosa había para nosotros sino caldo y sopas, que me espantó cómo aquellas damas no se las metieron en las mangas: no habíamos apenas comenzado, cuando oímos gran ruido en la sala donde estaban nuestros amos: disputaban quienes habían sido sus mugeres, y quienes eran los maridos de ellas: dejando atrás las palabras vinieron a las manos, y entre col y col lechuga, dábanse puñadas, bofetadas, pellizcos, coces, bocados; desgreñábanse, mezábanse y daban tantos mojicones, que parecían muchachos de aldea cuando van a procesión. La riña se comenzó, según pude entender, porque algunos de ellos no querían dar ni pagar nada a aquellas señoras: diciéndoles bastaba lo que habían comido. Sucedió que la justicia pasaba por la calle, y oído el ruido, llamaron a la puerta diciendo: abran a la justicia: oída esta palabra, huyeron los unos por aquí, los otros por allí: unos dejaban los herreruelos, los otros las espadas: ésta dejaba los chapines, aquélla el manto: de manera que todos desaparecieron escondiéndose cada uno lo mejor que pudo: yo, que no tenía por qué huir, estúveme quedo, y como era portero abrí, porque no me achacasen hacía resistencia a la justicia. El primer corchete que entró me asió de los cabezones diciendo fuese preso por la justicia: teniéndome asido cerraron la puerta, y fueron a buscar a los que hacían el ruido: no dejaron aposento, retrete, sótano, bodega, desván ni letrina que no registrasen. Como no hallaron a nadie, me tomaron el dicho, confesé de p a pa los que había en la compañía y lo que habían hecho: espantáronse que habiendo tantos como yo decía, no pareciese ninguno; si va a decir la verdad, yo mismo me espanté de ello, habiendo doce hombres y seis mugeres; con mi sencillez les dije (y aun lo creía) que pensaba fuesen trasgos todos los que allí habían estado y hecho aquel ruido: riéronse de mí, y el alguacil dijo a los que habían bajado a la bodega, si habían mirado bien todo: hizo encender una hacha y entrando por la puerta vieron rodar una cuba. Espantados los corchetes echaron a huir, diciendo: ¡por Dios quo es verdad lo que este hombre dice, que aquí no hay sino duendes! El alguacil, que era más astuto, los detuvo diciendo no temía al diablo: fuese a la cuba y destapándola halló dentro un hombre y una muger: no quiero decir cómo los halló, por no ofender las castas orejas del benigno y escrupuloso lector; sólo digo que la violencia de su acción había hecho rodar la cuba, y fue causa de su desgracia, y de mostrar en público lo que hacían en secreto: sacáronles fuera: él parecía a Cupido con su flecha, y ella a Venus con su aljaba. El uno y el otro desnudos como su madre los parió, porque cuando la justicia llamó estaban en una cama haciendo las paces, y con el alarma no habían tenido lugar de tomar sus vestidos, y por esconderse se habían metido en aquella cuba vacía donde proseguían su devoto ejercicio. Dejó admirados a todos la hermosura de los dos: echáronles dos capas, entregándolos a dos corchetes para que los guardaran: pasaron adelante a buscar a los otros; descubrió el alguacil una tenaja de aceite, donde halló un hombre vestido: el aceite le llegaba a los pechos: al punto que lo descubrieron quiso saltar fuera; mas no lo hizo tan diestramente que la tenaja y él no diesen en el suelo: saltó el aceite hasta los sombreros de los ministros de justicia, y sin respeto los manchó; renegaban del oficio y aun de la puta que se lo había enseñado: el aceitado que vio que ninguno le acometía, antes todos huían de él como de apestado, dio a huir; el alguacil gritaba: ténganlo, ténganlo, mas todos le hacían lugar: fuese por una puerta falsa meando aceite: de lo que sacó de su vestido hizo arder la lámpara de Nuestra Señora de las Congojas más de un mes. La justicia quedó bañada en aceite; renegaban de quien allí los había traído, y yo también, porque decían era el alcahuete, y como a tal me habían de emplumar; salieron como buñuelos de la sartén, dejando rastro por donde iban. Estaban tan enojados, que juraron a Dios y a los cuatro sacrosantos Evangelios, habían de hacer ahorcar a todos los que hallasen: temblábamos los presos; fueron a los alhorines a buscar otros: entraron dentro, y de encima de una puerta derramaron una talega de harina con que cegaron a todos los que dentro estaban; daban voces diciendo: ¡resistencia a la justicia! Si querían abrir los ojos al punto se los cerraban con agua y harina: los que nos tenían nos dejaron para ir a socorrer al alguacil que gritaba como un loco. Apenas habían entrado cuando les taparon los ojos con harina y agua, andaban como gallinas ciegas: encontrábanse los unos con los otros y se descargaban golpes, que se rompían las mejillas, dientes y muelas: como los vimos de vencida dimos todos en ellos, y ellos mismos en sí propios; tanto que de cansados cayeron en el suelo, donde llovían golpes sobre ellos y granizaban coces. Ni gritaban ni se meneaban, como si estuvieran muertos; si alguno quería abrir la boca para ello, al punto se la hinchían de harina embutiéndolos como a capones en caponera: atámosles las manos y pies, y arrastrando como puercos los llevamos a la bodega, echándoles en el aceite como peces a freír: revolcábanse como lechones en cenagal: cerramos las puertas yéndose cada uno a su casa: el de aquélla vino, que estaba en el campo, y hallando las puertas cerradas y que ninguno respondía, porque una sobrina suya que era la que había prestado su casa para hacer aquel convite, se había ido a la de su padre, por temer a su tío, hizo descerrajar las puertas, y cuando vio su casa sembrada de harina y untada de aceite, se enojó tanto que daba voces como un borracho: fue a la bodega donde halló su aceite derramado, y a la justicia que se revolcaba; con la rabia que tenía de ver su hacienda desperdiciada, tomó un garrote y dio tantos palos al alguacil y corchetes, que los dejó medio muertos: llamó a sus vecinos y entre todos los sacaron a la calle; donde los muchachos les tiraban lodo, estropajos y suciedades: estaban tan llenos de harina que nadie los conocía. Cuando tornaron en sí y se vieron en la calle libres, se fueron huyendo: entonces se podía decir: tengan a la justicia que huye: dejaron sus herreruelos, espadas y dagas, sin osar jamás volver por ellas, porque nadie supiese el caso. El amo de aquella casa se quedó con todo, por el daño que había recibido. Cuando yo salí para irme, encontré con una capa, no mala: dejó la mía y tomé aquélla: daba gracias a Dios que había salido medrado de aquella jornada (cosa nueva para mí) pues siempre iba con las manos en la cabeza: fuime a casa de la sastresa: hallé la casa revuelta, y al sastre su marido que la molía a palos, por haber venido sola, sin manto, ni chapines, corriendo por la calle, con más de cien muchachos tras ella. Llegué a buena hora, porque al punto que el sastre me vio dejó a su muger, y envistió conmigo dándome una puñada, con que me acabó de quitar los dientes que tenía. Diome diez a doce coces que me hicieron vomitar lo poco que había comido ¿Cómo, decía, bellaco alcahuete, no tenéis vergüenza de venir a mi casa? Aquí pagaréis la de antaño y las de ogaño: llamó a sus criados, y trayendo una manta me mantearon tan a su gusto, cuanto a mi pesar: dejáronme por muerto, y como estaba me pusieron en un tablero. Era ya noche cuando torné en mí y me quise menear: caí en tierra, rompiéndome de la caída un brazo: venido el día, poco a poco me fui a la puerta de la iglesia, donde con voz lastimosa pedía limosna a los que entraban.




ArribaAbajoCapítulo XV

Cómo Lázaro se hizo ermitaño


Tendido en la puerta de la iglesia y haciendo alarde de mi vida pasada, consideraba los infortunios en que me había visto desde el día que comencé a servir al ciego hasta el punto en que me hallaba, y sacaba en limpio que por mucho madrugar no amanece más temprano, ni el mucho trabajar enriquece siempre; y así dice el refrán, más vale a quien Dios ayuda, que no quien mucho madruga: encomendeme a él para que el fin fuera mejor que había sido el principio y el medio. Estaba junto a mi un hermanuco venerable, barba blanca, báculo y rosario en la mano, en cuyo remate colgaba una calavera, tan grande como de conejo. Como el buen padre me vio aflijido, con palabras dulces y blandas me comenzó a consolar; preguntándome de dónde era, y que sucesos me habían traído a tal término. Contele con breves y sucintas razones el largo proceso de mi amarga peregrinación, quedó admirado de oírme, y con piedad y lástima que mostró tener de mí, me convidó con su ermita: acepté el partido, y como pude, que no fue con poca pena, llegamos al oratorio que estaba una legua de allí en una peña: pegado a él había un aposento como una alcoba y una cama: en el patio estaba una cisterna con fresca agua, de la cual se regaba un huertecillo, más curioso que grande. Aquí, dijo el buen viejo, ha veinte años que vivo fuera del tumulto e inquietud humana: éste es, hermano, el paraíso terrestre: aquí contemplo en las cosas divinas y aun humanas: aquí ayuno cuando estoy harto, y como cuando hambriento: aquí velo cuando no puedo dormir, y duermo cuando el sueño me acosa: aquí paso en soledad cuando no tengo compañía, y estoy acompañado cuando no solo: aquí canto cuando estoy alegre, y lloro cuando triste: aquí trabajo cuando no estoy ocioso, y lo estoy cuando no trabajo: aquí pienso en mi mala vida pasada, y contemplo la buena presente; aquí finalmente es donde todo se ignora, y todo se sabe. En el alma me holgaba de oír al chocarrero ermitaño, y así le supliqué me diese alguna noticia de la vida eremítica, porque me parecía la nata de todas; ¿cómo, respondió él, la mejor? ¡eslo tanto, que solo el que la ha gustado puede saberlo! mas la hora no nos da tiempo para más, porque se acerca la de comer. Roguele me curase mi brazo, que me dolía mucho: hízolo con tanta facilidad, que de allí adelante no me hizo más mal: comimos como reyes, y bebimos como tudescos; acaba la comida en medio del dormir de la siesta, comenzó a gritar mi bueno del santero, diciendo: ¡que me muero! ¡que me muero! levanteme y hallele que quería espirar. Viéndole de aquella manera, preguntele si se moría, respondiome sí, sí, sí; repitiendo si falleció dentro de una hora. Vime aflijido considerando que si aquel hombre se moría sin testigos podían decir que yo lo había muerto, y costarme la vida, que hasta entonces con tantos trabajos había sustentado, y para esto no eran menester muchos testigos, porque mi talle mostraba ser antes salteador de caminos que hombre honrado. Salí al punto de la ermita, por ver si parecía por allí alguno que fuese testigo de aquella muerte: mirando a todas partes vi un hato de ganado cerca de allí; fui allá presto (aunque con trabajo por estar molido de la refriega sastresca), hallé seis o siete pastores, y cuatro o cinco pastoras a la sombra de unos sauces junto a una fuente despejada y clara: ellos tañían y ellas cantaban: los unos bailaban y los otros tocaban: éste tenía de la mano a una, aquél dormía en el regazo de la otra: finalmente, pasaban el calor en requiebros y palabras regaladas llegué despavorido a ellos, rogándoles que sin dilación se viniesen conmigo porque el ermitaño se moría: vinieron algunos de ellos, quedando los otros a guardar el rebaño: entraron en la ermita y preguntaron al buen ermitaño si se quería morir: dijo que sí (y mentía porque él no lo quería, hacíanselo hacer contra su voluntad); como vi que estaba siempre en sus trece de decir que sí, díjele si quería que aquellos pastores sirviesen de albaceas y cabezaleros, respondió sí; preguntele si me dejaba por su único y legítimo heredero, dijo que sí; proseguí si confesaba que lo que poseía y de derecho podía poseer me lo debía por servicios y cosas que de mí había recibido, dijo otra vez sí; aquél quisiera hubiera sido el último cuento de su vida, mas como vi que aún le quedaba aliento, porque no lo emplease en daño, proseguí con mis preguntas, haciendo que uno de aquellos pastores sentase todo lo que decía: hízolo el pastor con un carbón en una pared, porque no había tintero, ni pluma; díjele si quería que aquel pastor firmase por él, pues que no estaba para ello, y murió diciendo sí, sí, sí. Dimos orden de enterrarlo, hicimos una sepultura en su huerto (todo con gran prisa porque temía que resucitase); convidé a merendar a los pastores, no quisieron admitirlo, por ser hora de repastar: fuéronse dándome el pésame: cerré bien la puerta de la ermita y di vuelta a todo: hallé una gran tenaja de buen vino, otra de aceite, y dos orzas de miel; tenía dos tocinos, mucha cecina y algunas frutas secas, todo esto me agradaba mucho, mas no era lo que buscaba: hallé sus arcas llenas de lienzo, y en un rincón de una un vestido de muger: esto me maravilló, y más de que hombre tan prevenido, no tuviese dineros: quise ir a la sepultura a preguntarle donde los había puesto: pareciome que después de habérselo preguntado me respondería: ignorante, piensas que estando en despoblado, sujeto a ladrones y malandrines, los había de tener en un cofre a peligro de perder lo que amaba más que a mi vida: esta inspiración, como si realmente la hubiera oído de su boca, me hizo buscar en todos los rincones, y no hallando nada, consideré, si yo hubiese de esconder aquí dineros, para que ninguno los hallase, donde los escondería: dije entre mí, en aquel altar; fui a él y levanté el delante altar de la peana, que era de barro y adobes: en un lado vi una rendija por donde podía caber un real de a ocho, la sangre me comenzó a bullir y el corazón a palpitar: tomé una azada, y en menos de dos azadonazos, eché la mitad del altar a tierra, y descubrí las reliquias que allí estaban sepultadas: hallé una olla llena de dineros: contelos y había seiscientos reales: fue tan grande el contento del hallazgo que pensé quedarme muerto: saquelo de allí, e hice un hoyo fuera de la ermita, donde los enterré, porque si me querían echar de allí, tuviese fuera lo que más amaba: hecho esto vestime los hábitos del ermitaño, y fui a la villa a dar noticia de lo que pasaba al prior de la cofradía, no olvidando de tornar a acomodar el altar como antes estaba; hallé juntos a los cofrades, de quienes dependía aquella ermita, que era de la advocación de San Lázaro, de donde conjeturé buen pronóstico para mí: como los cofrades me vieron ya cano y de ejemplar aspecto, que esto es lo que más importa para tales cargos; aunque hallaron una dificultad, y fue que no tenía barba, porque como había tan poco que me la había tundido, no me había aún nacido, mas esto no obstante, viendo por relación de los pastores, que el muerto me había dejado por su heredero, me dieron la tenencia de la capilla. Acuérdome a este propósito de barbas, de una cosa que me dijo una vez un fraile: que en una religión, de las más reformadas, no hacían superior a ninguno que no fuese bien barbado; y así sucedía que habiendo algunos capaces para ejercitar aquel cargo, lo escluían y ponían en él a otro con tal que tuviese lana (como si el buen gobierno dependiera de los pelos, y no del entendimiento, capacidad y madurez): amonestáronme viviese con el ejemplo y buena reputación que mi predecesor había vivido, siendo tal que todos le tenían por Santo. Prometiles vivir como un Hércules advirtiéronme que no pidiese limosna sino los martes y sábados; porque si la pedía otro día, los frailes me castigarían: prometiles hacer en todo lo que me ordenasen: particularmente porque no tenía gana de enemistarme con ellos, pues había gustado a lo que sabían sus manos. Comencé a pedir con un tono bajo, humilde y devoto, como lo había aprendido en la escuela del ciego: hacía esto, no por necesidad, sino porque es uso y costumbre de mendingantes, que cuanto más tienen piden más, y con más gusto. Las gentes que oían decir, den limosna para la lámpara del señor San Lázaro y no conocían la voz, salían a las puertas, y viéndome se espantaban: preguntábanme por el P. Anselmo, que así se llamaba el buen Arias; díjeles se había muerto los unos decían, ¡buen siglo le dé Dios, que tan bueno era! su alma está gozando de la bienaventuranza: otros: ¡bendito sea él, que tal vida hacía! en seis años no ha comido cosa caliente: aquellos, que se pasaba con pan y agua. Algunas piadosas mentecatas se hincaban de rodillas, invocando al P. Anselmo. Preguntome una que había hecho de su hábito: díjele que era el que yo llevaba: sacó unas tijeras, y sin decir lo que quería, comenzó a cortar un pedazo de lo que primero encontró, que fue de hacia la horcajadura. Como vi que acudía a aquellas partes, comencé a gritar: viéndome tan alborotado, dijo: no se espante, hermano, que no quiero dejar de tener reliquias de aquel bienaventurado, yo le pagaré el daño del hábito. ¡Ay! decían algunos, sin duda que antes de seis meses lo canonizarán, porque ha hecho muchos milagros. Acudió tanta gente a ver su sepulcro, que la casa estaba siempre llena, y así fue necesario sacarlo a un cobertizo que estaba delante de la ermita: de allí adelante no pedía para la lámpara de S. Lázaro; pero sí para la del bienaventurado Anselmo. Jamás he podido entender este modo de pedir limosna para alumbrar a los Santos, ni quiero, tocar esta tecla que sonará mal. No se me daba nada de no ir a la ciudad, porque en la ermita tenía todo lo que quería; mas porque no dijesen que estaba rico, y que por eso no pedía limosna, fui el día siguiente donde me sucedió lo que verá el que leyere.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Cómo Lázaro se quiso casar otra vez


Más vale fortuna, que caballo ni mula: al hombre desdichado la puerca le pare perros: muchas veces vemos muchos hombres levantarse del polvo de la tierra, y sin saber cómo se hallan ricos, honrados, temidos y estimados: si preguntáis ¿este hombre es sabio? deciros han que como una mula: ¿si es discreto? como un jumento: ¿si tiene algunas buenas perfecciones? como la hija de Juan Pito. ¿Pues de dónde le ha venido tanto bien? responderos han; de la fortuna. Otros por el contrario, que son discretos, sabios, prudentes, llenos de mil perfecciones, capaces para gobernar un reino, se ven abatidos, desechados, pobres y hechos estropajos del mundo; y si preguntáis la causa deciros han: la desdicha los persigue. Ésta pienso me seguía y perseguía, dando al mundo un ejemplo y dechado de lo que puede, porque desde que él se fundó no ha habido un hombre tan combatido de esta desdichada fortuna. Iba por una calle pidiendo como solía para el señor San Lázaro, porque en la ciudad no osaba pedir para el beato Anselmo: esto sólo era para los bozos y motolitas, que venían a tocar sus rosarios al sepulcro donde, según su dicho, se hacían muchos milagros. Llegué a una puerta, y haciendo lo que en otras, oí que de una escalera me decían: ¿por qué no sube Padre? suba, suba: ¿qué novedad es esta? Subí, y en medio de la escalera, que estaba un poco oscura, me asaltaron varias mugeres y niños. Unas se me colgaban del cuello, otras me trababan de las manos, metiéndome las suyas en las faltriqueras: todas me preguntaban la causa de no haberme visto en ocho días. Cuando hubimos acabado de subir la escalera, y que con la claridad de las ventanas me vieron, se quedaron mirando las unas a las otras hechas matachines: dieron en reír, que parecía lo habían tomado a destajo: ninguna podía hablar: el primero que lo hizo fue un niño, diciendo: ¡éste no es papá! Después que aquellas grandes crecidas de risa se mitigaron un poco, las mugeres, que eran cuatro, me pregruntaron, para quién pedía limosna; díjele que para San Lázaro: ¿cómo dijeron ellas, pedís vos? ¿El P. Anselmo está bueno? Bueno, le respondí yo; no le duele nada, porque hace ocho días que murió. Cuando esto oyeron dispararon a llorar, que si la risa era grande antes, los llantos era mayores después. Éstas gritaban: aquellas se mesaban los cabellos, y todas juntas hacían una música tan disonante, que parecían monjas encantaradas. Ésta decía, ¿qué haré, desdichada de mí, sin marido, sin amparo y sin consuelo? ¿a donde iré? ¿quién me amparará? ¡oh amarga nueva! ¿qué desdicha es ésta? Aquella lamentando entonaba: ¡oh yerno mío y mi señor! ¿cómo nos has dejado, sin despedirte de nosotras? ¡oh nietecitos míos huérfanos y desolados! ¿dónde está vuestro padre? Los niños llevaban el tiple de aquella mal acordada música: todos lloraban, todos gritaban: todo era lamentaciones y lástimas. Cuando las aguas de aquel gran diluvio cesaron un poco, se informaron de mí, cómo y de qué había muerto: contéselo, y el testamento que había hecho, dejándome por su legítimo heredero. ¡Aquí fue ello! las lágrimas se tornaron en rabias, los lloros en blasfemias y las lástimas en amenazas. Vos sois algún ladrón que lo habéis muerto por robarlo; mas no os alabaréis de ello, decía la más moza, que ese ermitaño era mi marido, y estos tres niños sus hijos, y si vos no nos dais toda su hacienda, os haremos ahorcar: y si la justicia no lo hace, puñales y espadas hay con que sacaros mil vidas, si mil vidas tuviereis. Díjeles como había buenos testigos, delante de quienes había hecho testamento. Todas esas, dijeron ellas, son marañas y embustes, porque el día que vos decís que murió, estuvo aquí, y dijo no tenía compañía. Como vi que el testamento no se había hecho por ante escribano, y que aquellas mugeres me amenazaban, y por la esperiencia que tenía de la justicia y pleitos, determiné hablarles con blandura, por si con ella podía acabar, lo que por justicia sabía había de perder, y también porque las lágrimas de la recién viuda me habían atravesado las telas del corazón; y así les dijo se sosegasen, que no perderían nada conmigo: que si había, aceptado la herencia había sido por creer que el muerto no era casado, no habiendo oído decir jamás que los ermitaños lo fuesen. Ellas, pospuesta toda tristeza y melancolía, se comenzaron a reír diciendo, que bien se echaba de ver ser nuevo y poco esperimentado en aquel oficio, pues no sabía que cuando decían un ermitaño solitario, no se entendía haberlo de estar de la compañía de mugeres, no habiendo ninguno que no tuviese una por lo menos, con quien pudiese pasar los ratos que le quedaban desocupados de su contemplación en ejercicios activos, imitando unas veces a Marta y otras a María, particularmente siendo gente que tenían más conocimiento de la voluntad de Dios, que quiere que el hombre no esté solo, y así ellos como hijos obedientes, tenían una o dos mugeres, que sustentaban, aunque fuese de limosna; y con especialidad aquel desdichado que sustentaba cuatro: a esta pobre viuda: a mí, que soy su madre: a estas dos, que son hermanas, y a estos tres niños, que son sus hijos, o a lo menos que el tenía por tales. Entonces la que decían era su muger dijo, que no quería la llamasen viuda de aquel viejo podrido, que no se había acordado de ella el día de su muerte, y que aquellos niños, ella juraría no ser suyos, y que desde entonces anulaba los capítulos matrimoniales. ¿Que contienen esos capítulos, le supliqué yo? La madre dijo: los capítulos matrimoniales que yo hice cuando mi hija se casó con aquel ingratos fueron los siguientes: que para decirlos es menester tomar el agua de atrás. Estando en una villa llamada Dueñas, seis leguas de aquí, habiéndome quedado estas tres hijas de tres diferentes padres, que según la más cierta conjetura, fueron un Monje, un Abad y un Cura, porque siempre he sido aficionada a la iglesia, me vine a vivir a esta ciudad, por huir y evitar las murmuraciones, que en lugares pequeños nunca faltan. Todos me llamaban la viuda eclesiástica; por que por mis pecados todos eran muertos, y aunque hubo luego otros que entraron en su lugar, eran gente de poco provecho de menos autoridad, y no queriéndose contentar con la oveja, acometían a las tiernas corderillas. Viendo pues el peligro evidente, y que la ganancia no nos podía pelechar, hice alto, y asenté aquí mi real, donde a la fama de las tres mozuelas, acudieron como mosquitos al tarugo; y de todos, a ninguno me incliné tanto como a los eclesiásticos, por ser gente secreta, rica, casera y paciente. Entre otros llegó a pedir limosna el Padre de San Lázaro, que viendo esta niña le hinchó el ojo, y con su santidad y sencillez me la pidió por muger: dísela con las condiciones y capítulos siguientes. Primera: que se obligaba a sustentar nuestra casa, y que lo que pudiésemos ganar, sería para vestirnos y ahorrar. Segunda: que si mi hija en algún tiempo tomase algún coadjutor, por ser él algo decrépito, que callaría como en misa. Tercera: que todos los hijos que ella pariese, los había de tener por propios, a quienes desde luego prometía lo que tenía y podía tener: y si mi hija no tuviese hijos, la hacía su legítima heredera. Cuarta: que no había de entrar en nuestra casa cuando viese a la ventana jarro, olla, u otra basija, que era señal que no había lugar para él. Quinta: que cuando él estuviese en casa y viniese otro, se había de esconder donde le dijésemos, hasta que el tal se fuese. Sexta y última: que nos había de traer dos veces a la semana algún amigo o conocido que hiciese la costa, dándonos un buen gaudeamos. Éstos son los artículos, prosiguió ella, con que aquel desdichado dio palabra a mi hija, y ella a él. El casamiento quedó hecho y acabado sin tener necesidad de ir al cura, porque él nos dijo no era menester, pues lo esencial de él consistía en la conformidad de voluntades, e intención mutua. Quedé espantado de lo que aquella segunda Celestina me decía, y de los artículos con que había casado a su hija. Estuve perplejo sin saber qué decir, mas ellas abrieron camino a mi deseo; porque la viudeja se me colgó del cuello diciendo: si aquel desdichado tuviera la cara de este ángel, yo le hubiera amado: y con esto me besó. Tras este beso me entró un no sé qué, que me comencé a abrasar. Díjele que si quería salir del estado de viuda y recibirme por suyo, guardaría no sólo los artículos del viejo, mas todos los que quisiere añadir. Contentáronse de ello diciendo, que sólo querían les entregase todo lo que en la ermita había, que ellas lo guardarían; prometíselo, con intención de encubrir el dinero para una necesidad. La conclusión del casamiento quedó para la mañana siguiente, y aquella tarde, enviaron un carro, en que se llevaron hasta las estacas: no perdonaron al lienzo del altar, ni a los vestidos del santo. Yo estaba tan picado, que si me hubieran pedido el ave Fénix, o las aguas de la laguna Estigia, se las hubiera dado. No me dejaron sino una pobre marraga, donde me echase como un perro. Como la señora mi muger futura, que vino con la carreta, vio que no había dineros, se enojó porque el viejo le había dicho que los tenía; mas no dónde. Preguntome si sabía donde estaba el tesoro: díjele que no. Ella como astuta me trabó de la mano para que lo buscásemos: llevome por todos los rincones y escondrijos de la ermita, sin dejar la peana del altar, y como vio que estaba recién acomodada, concibió mala sospecha. Abrazome y besome, diciendo: mi vida, dime donde están los dineros, para que con ellos hagamos una boda alegre. Yo lo negué siempre diciendo que no sabía de dineros: sacome de la mano e hizo diésemos una vuelta a la ermita mirándome siempre a la cara, y cuando llegamos donde yo los había escondido se me fueron los ojos hacia allá. Llamó a su madre diciendo cavase debajo de una hiedra que yo había puesto: topó con ellos y yo con mi muerte: disimuló diciendo: veis aquí con que nos daremos buena vida. Hízome mil caricias, y al punto, porque se hacía tarde se fueron a la ciudad, quedando convenidos que a la mañana yo iría a su casa, donde haríamos la más alegre boda que jamás se vio. ¡Plegue a Dios que orégano sea! decía yo entre mí. Estuvo toda aquella noche puesto entre la esperanza y el temor de que aquellas mugeres no me engañasen, aunque me parecía era imposible hubiese engaño en una tan buena cara. Esperaba gozar de aquella polluela, y así la noche me pareció un año. No era aún bien amanecido, cuando cerrando mi ermita me fui a casarme, como quien no decía nada: no me acordaba que lo era; llegué a hora que se levantaban: recibiéronme con tan grande alegría, que me tuve por dichoso, y pospuesto todo temor, comencé a hacer y deshacer en casa, como en propia: comimos tan bien y con tanto gusto, que me parecía estaba en un paraíso. Habían convidado a seis o siete de sus amigas: después de comer danzamos, y a mí, aunque no lo sabía hacer, me forzaron a ello. ¡Era verme bailar, con mis hábitos de ermitaño, cosa de risa! Venida la tarde, después de bien cenar y mejor beber, me entraron en un aposento no mal aderezado, donde había una buena cama. Mandáronme acostar en ella: entretanto que mi esposa se desnudaba, descalzome una criada, y dijo me quitase la camisa, porque para las ceremonias que se habían de hacer, era menester estar en cueros. Obedecí luego, entraron por el aposento todas las mugeres y mi esposa detrás vestida de ceremonia, trayéndole una la cola. Así que llegaron me asieron cuatro de los pies y de los brazos y con grande deligencia me echaron cuatro lazos corredizos, y atando las cuerdas a los cuatro pilares de la cama, quedé aspado, como un San Andrés. Comenzaron todas a reír al verme en aquella forma y trayendo una un caldero de agua del pozo, y otra una olla de agua hirviendo empezaron a echarme por todo el cuerpo jarros ya de fría, ya de caliente. Yo ponía con esto los gritos en el cielo: ellas me mandaron callar, amenazándome que de otro modo sería más serio el chasco; y que pensase para qué había nacido. Luego tomaron una gran vacía con agua muy caliente y me metieron en ella la cabeza; abrasábame, y lo peor era que si quería gritar me daban tantos repizcos y azotes con los chapines, que tomé por mejor partido sufrir y dejarlas hacer cuanto quisieran: peláronme las barbas, cejas, cabellos y pestañas. Paciencia decían ellas, que las ceremonias se acabarán presto y gozará de lo que tanto desea. Roguelas que me dejasen, pues el amor se me había pasado; pero sin hacer caso de mis lamentos, con el tizne de las sartenes me pusieron la cara y todo el cuerpo de modo que parecía el mismo demonio. Entonces una, la más vivaracha y desahogada, dijo a las demás: no sería malo llamar a Pierres el capador para que lo hiciese músico. Riyeron todas la ocurrencia, y en particular mi muger. Se preparaban a ponerlo por obra diciéndome: ¿creía el dómine ermitaño que no hay más que casarse, y que todo lo que le decíamos era el Evangelio? pues no era ni aun la epístola ¿De mugeres se fiaba? ahora verá el pago que lleva. Yo como me vi en un peligro tan inesperado, hice tales esfuerzos que rompí una cuerda con un pilar de la cama, y ellas temiendo acabase de romperla me desataron, y cogiendo las puntas de la manta sobre que estaba tendido, empezaron a mantearme con mucha alegría diciéndome: estas son las ceremonias con que comienza el casamiento: mañana si quiere volver acabaremos lo demás. Yo estaba tan rendido y quebrantado, que ni aun aliento tenía para hablar. Entonces envuelto en la misma manta me llevaron entre cuatros lejos de la casa, dejándome en medio de la calle, en donde me amaneció; y los muchachos me comenzaron a correr y hacerme tanto mal, que por huir de su furia me entró en una iglesia y puse junto al altar mayor donde cantaban una misa. Como los clérigos vieron aquella figura, que sin duda parecía al diablo que pintan a los pies de San Miguel, dieron a huir y yo tras ellos por libertarme de los muchachos. La gente de la iglesia gritaba: unos decían guarda el diablo; otros guarda el loco; yo también gritaba, que ni era diablo ni loco, sino un pobre hombre a quien sus pecados habían puesto así. Con esto se sosegaron todos: los clérigos tornaron a acabar su misa, y el sacristán me dio un bancal de una sepultura, con que cubrirme. Púseme en un rincón considerando los reveses de la fortuna y que por donde quiera hay tres leguas de mal camino, y así determiné quedarme en aquella iglesia para acabar allí mi vida, que según los males pasados no podía ser muy larga, y para escusar el trabajo a los clérigos de que me fuesen a buscar a otra parte después de mi muerte.

Ésta es, amigo lector, en suma la segunda parte de la vida de Lazarillo, sin añadir ni quitar, de lo que de ella oí contar a mi visabuela. Si te diere gusto me huelgo, y a Dios.