Cuando apareció la hija de la
mañana, la aurora de rosáceos dedos...
—191→
El sonido de cascos que había empezado a oírse
poco ha, cadencioso y cada vez más cercano, llegaba del otro lado de la
colina y diríase que avanzaba en derechura a la cumbre. De pronto,
cesó.
Pero nadie apareció en la cumbre, dispuesto a descender
por ese lado de la hondonada, ni ningún rumor indicó que la
caballería regresara por donde había venido o se desviase por las
laderas: la de la derecha, cubierta de pinares ralos y retamares, se
extendía en suaves ondulaciones hasta el mar cercano; la de la
izquierda, abundante en viñedos y olivos, terminaba en el cauce seco de
un ribazo. La noche seguía igual -leves tinieblas como líos de
redes abandonados bajo los árboles de más espesa fronda,
súbitos y cortos rumores dentro de los zarzales, croar de ranas y
flauteo de sapos por el lado de la alquería de Laertes, la brisa
meciendo un cañaveral y, arriba, en medio de la corriente inmóvil
del cielo, la noria rutilante de las estrellas. El secreto de la noche
parecía dormir en los árboles.
Pero algo había cambiado. Algo ya no era de la noche. Las
sombras continuaban siendo las mismas bajo la luz de las estrellas de
primavera, ningún pájaro piaba y todo era aún de su paz y
sueño. Había los mismos árboles inmóviles con su
idéntica armadura de sombras, y otros que diríase poseídos
por la brisa y adornados de guirnaldas estelares. En medio de todo lo que
dormía y de la noche aparentemente intacta en su esplendor de silencio y
misterio, detenida en hordas oscuras de arboledas, colinas y roquedos que
parecían sucederse en una inmutabilidad dulce e intensa, la señal
premonitoria -cambio tan esperado como imprevisto, anuncio de inminencias
infinitamente repetidas
—192→
en el tiempo- había escogido su
efímera estadía en la hoja más alta y sola del algarrobo
de la cumbre de la colina: brillaba con una claridad disidente y nueva, y
tenía un temblor que la noche acataba...
Volvió a oírse el sonido de los cascos, como si el
jinete se hubiese apeado y el caballo marchara al azar, y perdiose abajo, por
el lado de la llanura. De súbito, la claridad de la hoja se
desvaneció y una mano de oro se posó sobre el tronco.
Un pájaro pió, leve y frágil y seguido, a
ras del suelo, y el sonido fue propagándose poco a poco, aquí y
allá, como si alguien sembrase a manos llenas cascabeles diminutos en
los retiros más ignorados y sombríos. El primer gallo
alanceó a la sombra; cuando el segundo contestó, la noche ya
había muerto en el firmamento.
Entonces ella empezó a descender de la cumbre de la
colina. Bajaba con los brazos levantados y la cabellera esparcida
detrás, hasta la cintura, lenta de movimientos y tardo el paso,
más aérea que terrestre aún y con los ojos fijos en la
huida de los astros. A poca distancia de la cumbre se detuvo unos momentos para
escuchar, ladeando la cabeza, solicitado el oído por el rumor,
aún levemente perceptible para ella, del caballo que se alejaba y, a la
vez, por los piídos que ahora se propagaban de un árbol a
otro...
Dejando de escuchar, siguió descendiendo, pausada, entre
troncos, y, sin frenar el ritmo de su marcha, miró al cielo y
sonrió al advertir que iba cobrando el color de sus manos, de la misma
manera que el agua, cuando ella la miraba, tenía un pasmo dorado que se
alargaba como si quisiera copiar su cabellera. Ella sabía todo eso desde
siempre. Como sabía que era necesario avanzar, lanzada y rauda al
principio, por los anchos caminos movientes que ella misma iluminaba en la
colina, empezaba el sonar de las esquilas.
Ella era más de allá hacia donde iba que de donde
venía. Y venía del mar. Se levantaba en el horizonte marino y
sólo sabía que le era necesario avanzar, lanzada y rauda al
principio, por los anchos caminos movientes que ella misma iluminaba, hacia las
caletas y promontorios de los cuales, cuando llegaba, las gaviotas levantaban
su vuelo de palpitante blancura; y después, tierra adentro, más
cautelosa y vacilante, como entregada a una lenta conquista de las cosas, una a
una,
—193→
hasta que podía alzar brazos triunfantes entre
halcones y humaredas.
Era una extraña y sencilla mensajera. Todo lo que tocaba
y miraba nacía bruscamente a una realidad gozosa y radiante. Nunca
había visto, ella, la gloria de la que no solamente era anunciadora sino
también origen, y que, aun cuando la creaba, la perseguía y
acababa aniquilándola. Pero en el último momento, siempre
tenía tiempo de volverse para una breve despedida a todo lo que, en
distancia sobre la tierra y en altura por el cielo, era un testimonio de su
propia epifanía luminosa.
Si ahora volviese la cabeza vería el árbol de la
cumbre -cuya hoja más alta había sido la primera señal de
su llegada- completamente rojo, recortándose en el cielo áureo.
Pero no se volvería. Aunque quisiera hacerlo; no podría, y por
otra parte, tenía que proseguir hacia adelante, haciendo retroceder y
desvaneciendo las sombras que, tercas o indolentes, se aplastaban contra el
suelo, como bestias al acecho, se agarraban a los troncos o trataban de
escabullirse, medrosas, hacia la espesura. Un gesto de ella bastaba: caricia de
brusco y total aprisionamiento o dardo que se ahilaba hacia una lenta
agonía. De vez en cuando, sin embargo, se demoraba un instante, para
tocar levemente una hormiga que subía por el tronco de un pino, y se
encendía como una gota de rocío, o bien para sacudir de un soplo
la fina red de una telaraña calada entre dos arbustos, o coger una
mariposa de alas mojadas y prendérsela en el pecho como una flor
viva...
Cuando topó con el buey, el casal de Laertes estaba
aún envuelto en la sombra, pero en el ruedo del cielo que se
extendía encima del casal se hundía una tenue y recta humareda
color de agave. La bestia, que la había visto desde lejos, se detuvo
bruscamente y la esperó, bulto de sombra en la sombra.
¿De qué color era el buey?, se preguntó. Si
pertenecía al corral de la masía de Laertes, y era de los
pujantes, tal vez... No; era de los de labor, pardo, color de tejado, como
podía ver ahora que le había iluminado bruscamente las
pezuñas, las cortas patas, el pecho y la testuz. Color pardo; es decir,
no pertenecía a ninguna de los dos yuntas de menor alzada
—194→
y blancuzcos, que eran los que le gustaban. Por aquel, y sin esquila, no
valía la pena perder el tiempo. Sin embargo, rozó
rápidamente con las puntas de los dedos las dos astas cortas, de una
brillante lisura, sin ni siquiera mirarlas, y siguió adelante, hacia los
sembrados, que atravesó por la mitad hasta dar con los álamos de
hoja temblorosa del otro lado.
Tenía que apurarse. Al casal de Laertes estaba segura de
que llegaría; pero justo, porque ya había en todas partes aquel
ensanchamiento de luz que marcaba el umbral de su alegría y peso y
expansión a la vez... Miró hacia la era, que surgió
súbitamente de la sombra, así como los viñedos, a la
derecha. Ahora avanzaba con la misma rapidez que su propia luz, como siempre,
pero su impaciencia mezclada de temor se abalanzaba más allá, a
lo lejos, cada vez más ávida de distancia, y ya columbraba los
dos granados donde Euriclea había tendido un ancho y blanquísimo
lienzo, y era cosa de un instante que su mirada alcanzase el poyo de la puerta
del casal, de piedra roja y gastada por el uso en el centro...
Pero bruscamente se detuvo y, agachando la cabeza, dulcificado
el rostro por una sonrisa de ternura, empezó a inclinarse hacia lo que
había estado a punto de pisar, y no se dio cuenta de que la mariposa que
llevaba prendida en el pecho emprendía el vuelo y desaparecía en
el azul de la mañana.
Mientras se erguía de nuevo, soltó el aliento tres
veces sobre lo que llevaba en sus manos ahuecadas, que había levantado
hasta la altura de la boca, sin dejar de mirarlo ni de sonreír. Hecho
esto, se puso las manos entre los senos y, casi maquinalmente, dirigió
sus pasos hacia el casal. El rojo poyo brillaba, allá, pero la puerta
permanecía oscura, invisible, y, al advertirlo, corrió hacia ella
con una prisa súbita y asustada.
Llegó delante de la puerta, que ahora podía tocar
alargando la mano. Pero al ir a hacerlo, recordó lo que llevaba y,
lentamente, con un medroso y tierno cuidado, se agachó para dejarlo
sobre el poyo. De nuevo erguida, vio la fina y esbelta sombra proyectada sobre
la puerta resplandeciente. Llamó con los nudillos de los dedos, dos
veces...
-¿Quién? -preguntó la voz de Euriclea
dentro de la casa.
Y momentos después, desde detrás mismo de la
puerta:
-¿Quién? -repitió.
A pesar de que no hubo respuesta por segunda vez, la puerta
—195→
se abrió y la vieja Euriclea apareció en el umbral.
Miró a derecha e izquierda, extrañada de no ver a nadie, y se
disponía a regresar adentro cuando vio que el disco del sol
aparecía por encima del algarrobo de la colina. Entrecerrando los ojos,
lo contempló unos momentos, con la cabeza ligeramente ladeada, hasta que
la inclinó hacia el suelo al oír los piídos quejumbrosos
de la pequeñita alondra que había en medio del poyo...
—[196]→
—197→
II
Dolio
—198→
Dolio se fue derechamente a él, con
los brazos abiertos...
—199→
-Todos sabíamos que Ulises había vuelto; y
él, Laertes, también. Pero no lo mentó. No sé
quién debió decírselo. En todo caso, no fue ni la vieja
Euriclea, ni tú, ni yo, ni ninguno de los nuestros. Desde hace
años nos tiene acostumbrados a su talante cazurro, tan poco dado a
hablar. Pero ahora se me ocurre que tal vez oyó los ladridos del perro.
¡Pobre Argos, tan tullido por la vejez que ni fuerzas encontró
para moverse del poyo en que tomaba el sol! ¡Pobre Argos! Hubieras tenido
que verlo, ante Ulises, al que había reconocido súbitamente, a
pesar de la traza extraña de su antiguo amo, y de que éste, de
momento, permaneciera silencioso. El perro estaba allí, tendido,
meneando la cola y mirando a Ulises con sus ojos turbios y legañosos,
mientras ladraba, o mejor dicho, emitía de cuando en cuando y cada vez
con menos fuerza, unos gruñidos plañideros que partían el
alma. Quizás oyera al perro, o quizás, más tarde,
oyó el zumbido de la honda y las carreras de los intrusos por los
senderos y atajos... Buen recaudo de certeras pedradas les arrojó, y
ellos huían como bandada de pajarillos asustados por el halcón.
Ya era hora de que terminaran las orgías... ¿Qué iba a
decirte? Te hablaba de Argos, ¿verdad? ¡Espera! Nos hacemos
viejos; todos hemos ido envejeciendo sin advertirlo, y a veces nos falla la
memoria; no podemos levantar nuestros pensamientos, como Argos no pudo levantar
la cabeza. Argos, digo, fue el primero que lo reconoció; y
después, cosa rara, nadie lo ha visto más... Bueno, no hablemos
más del perro. El caso es, como te he dicho, que Laertes lo
sabía. Lo comprendí en el mismo momento de verlo, cuando me
llamó, como cada día, al atardecer. Yo había llegado de
coger zarzales para hacer la valla de la era de arriba, cuando el chico mayor
vino a decirme que
—200→
Laertes quería hablar conmigo en
seguida y que lo encontraría bajo el roble que hay más
allá de los corrales. Lo vi de lejos, apoyado en el tronco, vuelto el
rostro hacia las tierras de labranza y al encendido poniente.
«¿Debe saberlo? -me pregunté mientras me acercaba-. No, no
sabe nada; de lo contrario se habría mudado de ropa». Porque has
de saber que llevaba puesta la misma chaqueta pringosa y remendada que no se ha
quitado de encima desde que se fue Ulises, ¡fíjate los años
que hace!; y llevaba sus grebas de cuero, llenas de barro, atadas a las
piernas, e iba tocado con el bonete hecho de piel de cabra que no se quita,
creo yo, ni para dormir. Así, pues, yo iba acercándome
dándole vueltas a si lo sabría o no lo sabría, cuando, de
pronto, pensé: «¡Hombre, claro que lo sabe! ¡Dolio,
eres un badulaque por no haber caído antes en la cuenta, con tenerlo
como lo tenías ante los ojos!». Laertes se hallaba bajo el roble,
como tantas veces lo he visto allí, pero se apoyaba en el tronco,
¿comprendes? Apoyado, te digo, ¿entiendes? ¿No? No me
extraña, pues siempre has sido un poco torpe de entendederas para
comprender las cosas... ¿Has visto alguna vez que Laertes se apoyara en
el tronco de un árbol, en una pared o en lo que sea? Laertes es viejo,
muy viejo; los años, el trabajo y la ausencia de Ulises han debido
minarlo, pero su temple no ha menguado, sus pasos no vacilan ni le tiembla la
voz. Siempre ha llevado las riendas con mano firme, y por eso nadie ha podido
meter mano en su hacienda, bien al revés de lo que pasó con la de
Penélope. Claro que una mujer sola... Laertes nunca pregunta nada, pero
lo sabe todo. Mirándote a los ojos te dice: se ha de hacer esto,
aquello, y lo harás tú o lo harás hacer de determinada
manera, y todo se cumple de acuerdo con su mandato. Mira, aquel año que
se hundió la techumbre del establo de las vacas... Pero no viene al
caso, ahora. ¿Qué te decía? Paso de una cosa a otra sin
ton ni son... ¿Me escuchas? Aún tienes los pies helados.
Sí, los míos también lo están, no es preciso que me
lo digas, mujer. Me parece que ya no llueve... Euriclea tendría que ir a
descolgar... ¡Oh, pero qué tonto soy! Ya no es preciso, porque...
Pues, continuando con lo que te decía, Laertes estaba apoyado; no a dos
o tres pasos del árbol y con los brazos cruzados, como tenía por
costumbre, sino, como te he dicho, apoyado y con los brazos caídos.
«Lo sabe, no hay duda que lo sabe. Ahora ya no hay lugar a dudas»,
—201→
pensé echándome a temblar. Laertes debió
advertir mi llegada, pero no se movió; continuó mirando al sol
que se hundía tras las montañas. No sabiendo qué hacer,
miré también hacia el poniente. Jamás el disco solar me
había parecido tan enorme como aquél, como el de ayer tarde; y
era de un color rojo anaranjado. Jamás, tampoco, había
contemplado una puesta de sol tan lenta; parecía que se hubiese atascado
a medio hundirse y que iba a permanecer de aquella manera para siempre. De
reojo miré a Laertes: parecía un dios de arcilla roja, o que se
hubiera vestido de amapolas... El mechón de pelo que se le
enmaraña a cada lado de la cabeza tenía el color de las mazorcas
secas y sus ojos parecían dos ascuas. Seguía inmóvil, sin
parpadear, como ausente de este mundo. De pronto, la luz rojiza
desapareció de encima de Laertes, como si se la hubieran arrancado de un
tirón; y no tuve que volver la cabeza para saber que el sol se
había puesto. Entonces, y sin mirarme, Laertes empezó a hablar
con voz lenta y segura. Me volvió a coger el temblor de antes.
Tenía miedo, un miedo que provenía de aquella voz de Laertes que,
con todo, no sonaba como siempre. Tenía que hacer un esfuerzo para no
perder el significado de lo que me decía. Mañana debía
hornear, sacar el estiércol del establo y cambiar de sitio los sacos de
algarrobas, porque las ratas habían agujereado un par de ellos...
Dejé de temblar. La voz de Laertes seguía dándome
órdenes, y yo notaba que una gran tristeza me invadía, como si
bruscamente el mundo hubiese dejado de tener sentido. ¿Por qué no
me miraba, Laertes? Mientras hablaba, sus ojos continuaban fijos en el lugar
por donde se había puesto el sol. En lo alto, muy arriba, del lado de
las montañas, volaba un águila y se oía un gran concierto
de grillos. Laertes habló entonces de los bueyes... No sé lo que
dijo acerca de los bueyes; no lo entendí y no me atreví a
hacérselo repetir. No hacía falta: yo había comprendido,
finalmente, por qué Laertes no se atrevía a mirarme y por
qué una tristeza tan profunda se había apoderado de mí.
Laertes me daba órdenes por última vez, y él lo
sabía... Tras unos momentos de silencio, me dijo: «Avisa a
Euriclea que venga a encontrarme aquí. Ya puedes irte, Dolio». Y
lo dejé sólo, allí, apoyado en el tronco del roble. Ante
él, la noche empezaba a oscurecer las montañas, y yo
sentía que mi tristeza me pesaba sobre el corazón como una losa
negra. Euriclea bajó del
—202→
casal de Penélope;
tú misma te habías acercado a avisarla, porque yo, antes que
anocheciera, tenía que preparar el pienso para los animales. Euriclea,
cabizbaja y andando con su paso menudo, como siempre, fue en busca de Laertes,
bajo el roble. Al cabo de un rato, era noche cerrada ya, volvió a pasar
hacia su casa; y después, casi detrás de ella, llegó
Laertes. Y hoy, al rayar el alba, Euriclea ha vuelto, con un hatillo bajo el
brazo. Sin decir palabras, ha entrado en el aposento de Laertes y lo ha lavado
y ungido. Pero Laertes, en vez de vestirse, se ha vuelto a meter en la cama,
desnudo. «Ve a abrir de par en par la puerta del casal, Dolio», me
ha dicho, mirándome derecho a los ojos, esta vez. «Y deja abierta
también la puerta de la habitación. Esta mañana
vendrá Ulises». Desde el portal he visto cómo Euriclea
tomaba el camino del azud, y después la he oído batir ropa. No ha
tardado mucho en regresar, para tender en la cuerda que hay entre los dos
granados la pieza lavada, un lienzo blanquísimo de lino: el sudario de
Laertes, tejido por Penélope. Apenas lo acababa de tender, ha llegado
Ulises. En verdad, lo he encontrado algo cambiado: más alto y robusto,
sí, un hombre de buen ver, con el rostro, ¿cómo te
diré?, el rostro de un hombre que ha pensado mucho en las cosas, que lo
sabe ver todo de una manera distinta a como lo ven los demás,
¿entiendes? Y él a mí también me ha encontrado
cambiado, claro; no en balde han pasado veinte años desde que se fue,
porque al verme ha tenido de pronto un momento de vacilación, no me ha
reconocido de golpe. Lo he acompañado hasta el dintel de la
habitación de su padre, y lo he visto entrar y arrodillarse a la
cabecera del lecho, y besar las manos del viejo; y antes de marcharme he podido
darme cuenta de que desde la ventana de la habitación se podía
ver el sudario tendido. Yo no sabía qué hacer; no tenía
ánimo de hacer nada. Pensaba en Laertes, acabándose en su lecho,
en Ulises que había vuelto y en el sudario que no me atrevía a
mirar, allá delante de mí, secándose al sol, entre los dos
granados. Pero cuando no miraba al sudario, pensaba en él;
parecía que estuviera tendido también dentro de mí... Con
él amortajarían a Laertes aquella noche, o al día
siguiente, pues si el viejo se había metido en cama es que se
sentía acabar, y no era hombre para equivocarse en las cosas del vivir y
del morir. No, Laertes no se había equivocado nunca, ni en las personas
ni en los animales.
—203→
«Me acercaré a ver a
Penélope; así quizás me sacuda un tanto la tristeza y el
encogimiento», me dije. Pero desistí inmediatamente, pensando que
si Laertes me necesitaba y yo no estaba allí... ¡Oh, aquel
sudario! Del extremo de un dobladillo se escurría un goteo muy tenue,
como una hebra de agua, que caía sobre una piedra... La sombra de un
pájaro atravesó, veloz, el lienzo blanco; y de pronto me vino a
la memoria que al llegar Ulises y salirle yo al encuentro con las dos manos
tendidas, nos habíamos detenido precisamente ante el sudario y su sombra
había permanecido en la tela un instante, en toda su altura. ¡La
sombra del hijo sobre el sudario del padre, y en el día de su regreso!
Estaba con estas cavilaciones, cuando Euriclea se acercó al lienzo y lo
tocó: estaba húmedo, aún, y se fue, no sé
dónde. El sol estaba muy alto; hacía una mañana de luz
templada y amplia que más parecía de primavera que de
otoño. Entré en el casal. La puerta de la habitación de
Laertes seguía abierta y yo podía oír la voz
monótona y opaca del anciano que hablaba a Ulises. «Eras un
chiquillo -decía- y quizás no te acuerdes. Habíamos salido
juntos a pasear por los campos y la huerta y me preguntabas a propósito
de cada cosa que veías; y yo te iba diciendo sus nombres, e incluso te
dije que te daba diez manzanos, trece perales, cuarenta higueras y cincuenta
tiras de cepas de diversas clases. '¿Qué voy a hacer de ello
ahora?', me preguntaste. 'Consérvalo para cuando seas mayor'. Pero quien
lo ha conservado, y no te hago ningún reproche por nada, Ulises, he sido
yo. Yo te lo he conservado todo para que tú lo continúes...
Porque la tierra sólo tiene una ley: continuar...». Andando de
puntillas, entré en la habitación para recoger las grebas de
cuero y el bonete que Euriclea había dejado en un rincón. Ulises
estaba sentado encima del lecho, con una mano de Laertes entre las suyas. Un
rayo de sol caía sobre el lecho. El anciano seguía hablando:
«Y no espera... Yo sólo sé que existen los soles y las
lunas, muchos soles y muchas lunas... y que hay las piedras y las hierbas
infinitas, los animales innumerables y las semillas de donde todo procede...
Después hay también la lluvia y los vientos, y en el centro de
todo, señor y esclavo, hay el hombre, y la voluntad del hombre... La
tierra quiere ser tocada. El hombre se inclina, la toca y, cuando se levanta,
es más fuerte. Tú me dirás que también existe el
mar. Sí, pero tiene otra ley...». Y de esa manera seguía
hablando el
—204→
viejo, con éstas y otras palabras llenas de
sabiduría, y Ulises lo escuchaba con la cabeza ligeramente inclinada y
aquella expresión en el rostro de cuando, siendo niño,
veía por primera vez una cosa que le llamaba la atención; y yo
ronceaba por la habitación, con las grebas y el bonete, hasta que,
temeroso de que mi presencia pudiera enojarlo, salí afuera por la puerta
trasera y di a una de las nueras, que estaba desgranando mazorcas, las grebas y
el bonete, diciendo que encendiera en seguida una hoguera y lo quemase...
¿Te has dormido? ¿No? No sé por qué te explico todo
eso... A mediodía el sudario estaba aún tendido, allí,
entre los dos granados, pero ya no goteaba. Euriclea se había sentado
bajo el granado de la derecha, esperando... «Sí, el dobladillo de
abajo aún debe estar húmedo», pensé yo. Poco tiempo
después, Penélope bajó del casal. Pasó junto a
mí, sin verme, y entró en la habitación de Laertes.
Tenía una mirada extraña, profunda y brillante, y parecía
rejuvenecida. Me llegué hasta el cerro desde el que se divisa el mar:
era un inmenso sudario azul. Ya sabes que a mí nunca me ha gustado el
mar. No sé por qué. El mar no es de nadie... Volví en
seguida. Euriclea permanecía sentada bajo el granado, con las manos en
el hueco de la falda. Penélope, desde el interior, abrió la
ventana de la habitación de Laertes. Fui a sentarme en un banco,
caliente del sol; y pensaba en las palabras de Laertes sobre el sol, la luna y
la tierra. ¡Qué manera especial de decir las cosas tenía!
Femio, cante o hable, posee en verdad una manera propia y hermosa de
expresarse, pero sus palabras son un mundo incomprensible; vuelan o huyen, son
bellas e irreales. En cambio, cuando Laertes habla, sus palabras son aquello de
que está hablando, ¿me entiendes? Te lo diré de otro modo.
Pongamos por caso que Laertes te dice: «Los bueyes...». Pues bien,
al decirlo, sólo por el hecho de decirlo él, tú adviertes
que en sus palabras pesan y alientan los bueyes. Hundido en estas cavilaciones,
mi tristeza se había condormido y el tiempo iba pasando. El sol empezaba
a inclinarse hacia poniente. De vez en cuando, por la ventana abierta,
salía el murmullo fatigoso de Laertes. El lebeche ponía un
temblor en el sudario. Euriclea se levantó y empezó a
descolgarlo. Yo entonces volví a la habitación de Laertes y me
apoyé en la pared, porque una gran debilidad se había apoderado
de mis piernas. Detrás de mí entraste tú. Telémaco
ya estaba allí, sentado en el lecho,
—205→
junto a su padre.
Penélope se hallaba al otro lado, de pie, frente a la ventana abierta de
par en par. Laertes se estaba acabando: su respiración era cada vez
más sibilante y tenía los ojos cerrados. Daba la impresión
de no sufrir. De vez en cuando, sus labios se movían, pero las palabras
que no llegaban a nuestros oídos parecían hacer más denso
el silencio de la habitación. De pronto, con un gran esfuerzo, se
incorporó a medias y, abriendo los ojos, dijo: «Ulises... ponte
allí... que te dé el sol... te veré... mejor».
Ulises se levantó de la cama y, lentamente, moviéndose como si se
apoyara en el silencio, fue a colocarse en el centro de la habitación,
donde el sol daba de lleno. Por primera vez, advertí que los cabellos de
las sienes habían encanecido. Estaba con la cabeza baja y los hombros
caídos, como si el peso de los brazos los tirara hacia abajo. Laertes
sonreía, mirándolo. Y dijo: «Recuerda que el año
próximo... se han de devolver a Neri... cinco fanegas de trigo... y
que... la yegua...». El cansancio lo obligó a detenerse. Luego
prosiguió: «Todo está bien... ahora. La mar enemiga...
¿Dónde está Argos?». Sin cerrar los ojos
empezó a desvariar. Penélope tenía los ojos arrasados de
lágrimas. Nuestra gente comenzó a entrar, uno tras otro. Primero
entraron las tres nueras, y después la anciana sirvienta de Laertes, que
había venido de las islas tantos años atrás; y todas se
sentaron en el suelo, en torno del lecho, y ocultaron el rostro con las manos.
Luego entraron nuestros hijos. Y aunque Laertes había vuelto a tenderse
en el lecho y sus ojos ya no podían ver, Ulises permanecía en el
espacio iluminado por el sol. Euriclea fue la última en llegar, y no
entró en la habitación: se quedó a la parte de fuera de la
puerta, con las manos cruzadas a la altura del vientre y, encima de las manos,
doblado y colgando, el sudario. Un buey mugió en el establo. Miré
por la ventana: en la cuerda tendida entre los dos granados había un
pajarillo; más allá, en la explanada, el pajar; y más
allá aún se extendían las eras, los campos de cultivo, los
prados y los viñedos y, al fondo de todo, las montañas que se
iban azulando... El jadeo de Laertes menguaba, pero la sonrisa no había
desaparecido de sus labios. El buey tornó a mugir, más fuerte que
antes, con un mugido que parecía salir de la tierra e invadirlo todo con
la plenitud cálida, profunda y vasta de una gran ráfaga vernal.
Cuando cesó el mugido del buey, una de las nueras que estaba sentada
—206→
en el suelo prorrumpió en sollozos. Laertes levantó
el brazo derecho: «La tierra no llora... nunca». Dichas estas
palabras, el brazo cayó pesadamente y la sonrisa desapareció de
sus labios. Entonces Euriclea entró; y todos salimos... Ahora vuelve a
mugir el buey, ¿oyes?... ¿Te has dormido?
—207→
III
Argos
—208→
Al advertir que Odiseo se acercaba, lo
halagó con la cola y dejó caer ambas orejas, mas ya no pudo salir
al encuentro de su amo.
—209→
Primero fue el olor.
Argos, tendido en el poyo del casal de Penélope, con la
cabeza entre las patas estiradas, levantó los ojos hacia el cerro que
tenía frente a sí, más allá de la alameda, y
envaró la cola. Siempre y en todo lo primero era el olor. Esta vez le
había llegado después de una mezcla de olores de madreselva, de
mosto y estiércol. Oler era recordar y conocer. El olor que llegaba del
cerro, antes de traer a su instinto la seguridad de la aparición que
anunciaba, fue para él como un deslumbramiento doloroso, como una
cabalgata de imágenes y sones procedentes de su propio pasado y de
reminiscencias ancestrales de la raza: hombres sombríos cubiertos de
pieles que humeaban bajo los aguaceros, rayos de sol que caían como
lluvia de oro de las ramas de gigantescos árboles en selvas
interminables, cuchillos que brillaban como relámpagos, el sonido de los
cuernos de caza que subía como sonora humareda, el olor de la sangre
encima de una piedra que los sacrificios habían consagrado, el perfume
del hinojo, las patas y los colmillos del jabalí que, en la
agonía, se revolvió contra Él y lo alcanzó en el
talón...
Era Su olor. No había duda.
Sin apartar la mirada del camino que dividía la cima del
cerro, Argos, presa de una alegre certidumbre, intentó levantarse del
poyo. Se removió sobre las patas, dos o tres veces, pero al cabo se
desplomó. Era inútil. Nunca se había notado las patas tan
tullidas como aquella mañana, ni una debilidad tan grande se
había adueñado de su cuerpo. ¡Tan hermoso que habría
sido poderse lanzar, corriendo, por aquel sendero, y llegar a la cumbre al
mismo tiempo que Él, que ya subía por la otra vertiente! Los
olores de madreselva, de
—210→
mosto y de estiércol se perdieron
en una vasta ráfaga que empezó a soplar del lado del mar.
¡Oh, el olor del salobral que postergaba todos los demás olores!
Pero, cosa rara, el de Él se mantenía quizás más
intenso aún, más evidente. Argos emitió un gemido
lastimero, y de igual manera que en las ráfagas marinas se habían
desvanecido los olores, se apagaron en su interior las imágenes de los
hombres sombríos, de las selvas, de los cuchillos, de los
jabalíes, los olores de sangre y el hinojo y el sonido de los cuernos de
caza...
Argos esperaba, jadeante y con los ojos muy abiertos. El paisaje
se reflejaba, mínimo e intacto, en las oscuras pupilas del perro: la
delicada línea del sendero que comenzaba después del puentecillo
de madera y subía serpenteando hasta la cima del cerro, los
álamos medio desnudos de follaje, el maizal, a la derecha, como un
cañaveral esclarecido, la nube blanca que, tras haber pasado ante el
sol, huía hacia el este... Y todo ello frágil, infinitamente
minúsculo, pendiente de un movimiento de la cabeza del perro o de que
cerrara los enrojecidos y lacrimosos párpados. Pero los párpados
no se cerraban. De pronto, en cada una de las pupilas de Argos el arco de la
cumbre se quebró y apareció Su figura, nítida e irrisoria,
como un insecto prendido en el borde de una hoja, recortándose en el
cielo matinal. Lentamente, alzó el brazo derecho, puso la mano a media
frente, a guisa de pantalla, y permaneció así un rato. Su olor lo
alcanzaba ahora como una flecha. Argos volvió a gemir y cerró los
ojos...
Cuando volvió a abrirlos, Él iba descendiendo
hacia el casal con paso lento y seguro. En los ojos del perro, todo el paisaje
parecía ir cambiando y ordenándose de una manera distinta en
torno a la pequeña figura viva. Dijérase que los árboles,
el sol, el cielo, el sendero, todo cuanto, poco ha, habían sido
imágenes definidas en ellas mismas, existía ahora solamente
porque la presencia de Aquel que seguía avanzando lo exigía y
justificaba; y que si Él no estuviera allí, todo se
derrumbaría irremediablemente, volvería a desligarse de toda
significación y a aflorar en la conciencia contemplativa de Argos tal
como había estado durante años y años...
Cuando sus pasos se oyeron próximos, Argos ya no
cesó de gemir, con la cabeza gacha.
-¿Me has reconocido, Argos? -dijo la voz.
E inmediatamente después de la voz, el perro notó
que
—211→
unos dedos le cogían la piel flácida que le
colgaba bajo la mandíbula y, tirando de ella suavemente, lo forzaba a
levantar la cabeza. De momento sólo vio los ojos de su antiguo amo, unos
ojos que se clavaban en los suyos como dos oscuros soles; la antigua mirada,
entendedora y difícil, que ordenaba y acariciaba; luego vio la frente
alta y lisa, surcada por aquellas tres profundas arrugas que le daban un aire
pétreo, la nariz recta, de anchas aletas y, finalmente, la boca, grande,
levemente caída, con una soledad propia, de la que parecía colgar
una sonrisa de compasión. Mas cuando Él se hizo atrás y
Argos pudo ver la totalidad del rostro, vasto y escrutador, sintió que
un estremecimiento de felicidad recorría todos sus miembros. Y Argos
ladró.
Argos ladró una vez, se detuvo y volvió a ladrar.
La mano de su dueño, lenta y acariciante, se deslizó desde las
orejas hasta el comienzo de la cola. Y Argos ladró por tercera vez.
Después, jadeante y agotado por el esfuerzo, diose vagamente cuenta de
que Él se levantaba y con paso largo entraba en el casal. Entonces
cerró los ojos y, en medio del sopor que se iba adueñando de
él, el eco de los cuernos de caza se mezclaba con un graznido
lejano...
Un cuervo cruzaba el cielo.
A media tarde había una bandada. Iban y venían,
describiendo anchos círculos encima del casal, sin dejar de graznar.
Desaparecían de pronto, sus ásperas voces dejaban de
oírse, pero Argos sabía que no estaban muy lejos y que no dejaban
de observarlo desde el ramaje de un árbol o desde lo alto de una roca.
Argos sabía.
Argos continuaba tendido en el poyo del casal, y esperaba que
llegase la noche. Euriclea salió a sacar agua del pozo. Después
Argos la oyó que entraba en la cocina y cogía un barreño.
El sol empezaba a alargar las sombras de las mazorcas colgadas en la fachada de
la casa. Dentro, Euriclea y Él hablaban en voz baja. Los cuervos
seguían volando.
Cuando se encendió la estrella de la tarde, Él
salió y se dirigió hacia las eras. Más tarde, ya noche
cerrada, salió Penélope, con la linterna encendida... Los cuervos
ya se habían marchado. Empezaron a cantar los grillos y a encenderse las
luciérnagas. Había llegado el momento para Argos: se dejó
—212→
caer del poyo y comenzó a arrastrarse hacia el olivo,
fuera del recinto.
Escondido dentro del tronco del olivo, Argos, aun antes de abrir
los ojos, supo que era de día por los chillidos de los cuervos. Ya
podían graznar cuanto quisieran, que no saldría nunca. Llegar
hasta allí le había costado arrastrarse casi toda la noche,
batallando con sus patas tullidas y tirando con todo su cuerpo. Más de
una vez había temido que las fuerzas le fallasen, en cuyo caso hubiera
tenido que morir en descampado, donde su cuerpo, al día siguiente,
sería fácil presa de los cuervos. Ya podían graznar, que
no lo habrían. Ahora ya podía morir. Se hallaba dentro del tronco
hueco del viejo olivo y, además, Él había vuelto. Ahora,
pues, todo estaba bien. Por una rendija del tronco, miró afuera. En el
suelo, en torno al olivo, giraban rápidas, una en pos de otra, como
arcaduces de una enorme noria, las sombras de los cuervos. Abajo, más
allá de los viñedos de la ladera, bajo el sol matutino, se
veía el casal de Laertes, que le era tan familiar como el suyo. Una
sábana entre los dos granados. Junto al de la izquierda, hacía
mucho, muchísimo tiempo, había conocido por primera vez el amor
con una perra del pueblo, en una noche de viento. Nunca más, en toda su
vida, había hallado un olor como el que dejaba aquella perra con manchas
negras... El amor se había repetido, pero aquel olor, no...
El graznar de los cuervos parecía haberse alejado.
¿Es que los pajarracos volaban más alto o era que...?
Percibía los olores más débilmente: tenues hilos de olor
que se enredaban unos con otros, se quebraban y volvían a anudarse... Su
mirada también se enturbiaba; del casal de Laertes sólo
veía la sábana blanca, revoloteando al viento. Sí, quien
lo mezclaba todo era el viento, como siempre. Y los cuervos,
¿habían huido? No; sus sombras seguían rodando, rodando,
allí, en frente... Como los olores y como las imágenes. Todo
venía de todas partes, de dentro y de fuera. El olor de la perra se
mezclaba al olor de la sangre en la piedra de los sacrificios. ¡Otra vez
el sonido de los cuernos de caza! Los hombres sombríos cubiertos de
pieles humeantes estaban al acecho en la selva oscura y las bestias
huían perseguidas por la jauría... No, los cuervos no lo
habrían. El sonido de los cuernos de
—213→
caza ahogaban sus
graznidos, como el olor del salobral ahuyentaba los demás olores. Los
hilos de olor iban adelgazándose. El balumbo hirsuto del jabalí
atravesaba un claro y se perdía en la espesura. Los cuernos de caza
sonaban cada vez más altos... ¿Por qué, de pronto, todo se
entenebrecía? Del casal de Laertes, cubierto por las tinieblas,
subía el olor de los bueyes... Las sombras de los enmudecidos cuervos
giraban en torno al olivo, rutilantes como una rueda de luz, girando en las
tinieblas... Los cuernos de caza seguían sonando.
Ya no había olor, ahora. Sólo tiniebla
exánime, tendida. Pero el sonido de los cuernos, como si brotara de la
tierra, se alzaba como una orden de partida, y toda la sombra comenzaba a
levantarse como una silente tempestad que al agigantarse tomaba la forma de Su
figura... La sombra inmensa se movía hacia adelante, levemente curvada,
empujada por el brusco viento que procedía de los astros, mientras
Argos, hecho ya sombra también, comenzaba a seguirla, sin advertir que
el eco de los cuernos se confundía con el murmullo del mar...
—[214]→
—215→
IV
Euriclea
—216→
... a la cual había comprado Laertes
con sus bienes en otro tiempo, apenas llegada a la pubertad, por el precio de
veinte bueyes; y en el palacio la honró como a una casta esposa, pero
jamás se acostó con ella, a fin de que su mujer no se
irritase.
—217→
Euriclea, al oír las palabras de Laertes, cayó de
hinojos. Él dijo aún:
-Harás cuanto te he dicho. Y ahora, vete.
Ella alzó lentamente la cabeza. Sus ojos fueron
recorriendo el cuerpo de Laertes que, casi umbroso, se confundía con el
grueso tronco del roble contra el cual se apoyaba, y se detuvieron en la testa,
iluminada por el resplandor de las estrellas. Y ahogando los sollozos,
murmuró:
-Así lo haré...
Y se alejó del árbol y de Laertes. Al llegar a un
recodo del camino se detuvo bruscamente, cogió con ambas manos la espesa
y larga cabellera que se le había deshecho al caer de rodillas ante
él, la arrolló rápidamente en un flojo rodete y
prosiguió su ruta. «¿Se habrá dado cuenta él?
-pensó-. ¡Oh, no! Ni siquiera me ha mirado. No es posible que se
acuerde, después de tantos años».
Muchos años habían transcurrido, en verdad, desde
aquella noche en que sus cabellos se habían deshecho también bajo
el mismo roble. Mas a pesar del tiempo, ella no lo había olvidado. Fue
poco después de haber entrado al servicio del casal. La gente dijo que
Laertes había pagado a su padre veinte bueyes, tantos bueyes como
años tenía entonces Euriclea. Pero nunca lo creyó, y no
porque no los valiera, ella, veinte bueyes, en aquel entonces. Pocas doncellas
había en la comarca que fuesen tan bellas y tan hábiles en toda
clase de menesteres como ella. Cuando llegó al casal, Anticlea, la mujer
de Laertes, la había recibido de pie en el umbral, con Ulises, un rapaz
que no tendría más allá de tres años, agarrado al
muslo. Anticlea le preguntó de dónde venía y qué
gente era la suya. Ella se lo dijo prontamente. Y Anticlea sonrió,
—218→
porque desde el primer momento había hallado gracia a sus
ojos...
Euriclea andaba en pos de su delgada sombra. A un lado y otro
del sendero los plátanos se estremecían en un gran temblor de
hojas. Lejos, en los aguazales, croaban las ranas.
Sí, había hallado gracia a los ojos de Anticlea,
igual que a los de Laertes. Había llegado en la época de la
siega; las eras rebosaban de gritos y risas. Ella espigaba, ataba gavillas y
cuidaba de Ulises, que Anticlea le confiaba a menudo...
Cesó por unos instantes el croar de las ranas y se
dejó oír la nota breve y líquida de los galápagos.
Euriclea caminaba por el borde de una acequia.
Sucedió una noche, después de la vendimia, una
noche tan clara como la de hoy. Ella regresaba al casal llevando en la mano una
esquila que había encontrado sobre la hierba, en un campo
próximo. Laertes se hallaba bajo el roble. Al verla pasar, la detuvo con
un ademán. «Querrá el cencerro», pensó ella,
acercándose al roble. Pero Laertes no se percató de que su mano
se la ofrecía, la esquila; y Euriclea había permanecido ante
él, inmóvil y asombrada, presa de un vago temor. Él la
miraba a los ojos, fijamente, y callaba. Por encima de su cabeza, el roble
elevaba su copa y, más allá, el cielo ensanchaba un gran fulgor
de estrellas. Cuando él extendió la mano hacia el cuerpo de la
joven sirvienta, ella cayó de hinojos. La mano de él le
acarició primero, la cabellera, que se le había deshecho.
«No temas -le dijo-; levántate, Euriclea».
Las ranas reanudaron su monótono croar. La luna temblaba
en el agua de la acequia.
Y ella se había levantado sin atreverse a mirarlo. Ya
había percibido las manos de él encima de su cuerpo. Unas manos
lentas, cálidas e inmensas que le acariciaban el rostro, el cuello, los
pechos... Y, de pronto, había cesado su temor, porque acababa de
comprender que pertenecía a aquellas manos, como les pertenecía
cuanto la rodeaba. Aquellas manos no le arrebataban nada, antes la consagraban
a aquel lugar para siempre; y era como si la acariciara el horizonte. A partir
de aquel momento ella viviría doblegada bajo su autoridad y amparo, y,
pasara lo que pasara, todo sería para su bien. Cuando ella alzó
la cabeza, Laertes ya no la miraba, pero percibía aún sus manos
encima de su cuerpo...
—219→
La vieja Euriclea, dejando tras de sí el casal de
Laertes, tomó por la estrecha vereda que conducía al de
Penélope en la cumbre del cerro. Ahora Euriclea andaba ante su sombra,
con los brazos pegados al flanco. Andaba sin ruido, como una sombra viviente
entre las inmóviles sombras de los dormidos árboles. Abajo, en la
alameda, un ruiseñor rompió a cantar.
Cuando Laertes apartó sus manos y se fue, un repentino
terror se apoderó de ella. Entre la inmensidad de la tierra llena de
sombras y ruidos y el cielo tan vasto de silencio y astros, una angustia de
soledades la había herido y una extraña emoción
había soliviantado lo más profundo de su alma. Con los ojos
arrasados miró a las estrellas y a aquel cielo que para ella se
había engalanado aquella noche y que jamás volvería a ser
igual, ya que Laertes jamás volvería a acariciarla. Sí,
sola bajo el roble, aquella noche se inclinó por primera vez a la
fidelidad de aquella tierra y de aquella gente, en una voluntaria y profunda
servidumbre. Y cuando, fijos aún los ojos en las estrellas, sonó
la esquila en su mano temblorosa, sorprendiéndola con su inesperado son,
su ensimismamiento terminó: con la cabeza gacha, haciendo sonar de vez
en cuando el cencerro, había regresado al casal por las sendas de la
noche, como animal que vuelve al aprisco. Y ahora... ¡Ay, ahora!
La vieja Euriclea dio la vuelta al casal y entró por la
puerta trasera. En la cocina las sirvientas reían ruidosamente; pero
ella, sin mirarlas, se dirigió a la oscura escalera que conducía
a la habitación de Penélope. Y una vez allí sacó de
uno de los estantes altos el sudario de Laertes.
Al rayar el alba, Euriclea bajó a lavar el sudario al
azud. Más tarde, mientras lo tendía entre los dos granados, vio
los cuervos. Calmosa, alisó los pliegues que se habían formado al
ponerlo en la cuerda y estiró las cuatro puntas que colgaban. Cuando
hubo terminado, volvió a subir al casal, del que salió poco
después en dirección al olivo.
Haciendo caso omiso de los cuervos, se inclinó a mirar en
el hueco del tronco carcomido y, apartando las moscas con una mano, dejó
caer la esquila con la otra sobre el cuerpo yerto de Argos. Después,
poniéndolas una a una, llenó la oquedad de piedras, se
enderezó y, con los ojos fijos en el espacio de cielo que los cuervos
circuían, alzó los brazos lentamente...
—[220]→
—221→
V
Una hormiga en el sol
—222→
... a fin de que tenga sudario el
héroe Laertes cuando le alcance la Parca...
—223→
Al llegar cerca del poyo del portalón del casal de
Laertes, una de las tres nueras de Dolio, la más joven, se detuvo,
inclinándose hacia su hijo pequeño, que llevaba agarrado a las
faldas, y le dijo:
-Tú no puedes entrar. Quédate jugando por
ahí.
-Quiero ir contigo -lloriqueó el chiquillo.
-No puede ser -contestó la madre. Y
añadió-: Toma, límpiate las narices -mientras apresurada y
nerviosa tendía un pañuelo y, sin esperar, entraba en el
casal.
El niño permaneció unos momentos con el
pañuelo en la mano, sin saber qué hacer, entre extrañado y
temeroso. Después se sonó maquinalmente y, de pronto,
decidió que lo mejor sería ir a atisbar por el agujero que
había en la puerta del establo, ya que
Argos, el perro, con el que tenía
deseos de jugar no se veía por ninguna parte. Cuando fuese mayor
entraría solo, en el establo, y no tendría miedo de los bueyes,
esas grandes bestias que cuando sueltan el ¡muuuu! diríase que
todo se pone a temblar. Pero mirar adentro desde fuera, acercando un ojo al
agujero, y con la puerta cerrada, claro está, era realmente una cosa que
le gustaba, aunque no podía decir que se sintiera demasiado seguro,
porque los bueyes tenían mucha fuerza con la testuz, según
había oído decir a la hija de Mesaulio, y la puerta quién
sabe si aguantaría una fuerte embestida... Pero iría. Al
principio, como cada vez, tendría un poco de miedo, pero sólo en
las piernas, y era una suerte de miedo que pronto pasaba...
No obstante, la hormiga hizo que se olvidara de los bueyes. La
vio subiendo por el tronco del granado, y pronto le entraron deseos de cazarla,
para entretenerse un ratito con ella. Pero no llegó a tiempo: cuando
alargó la mano para atraparla,
—224→
no la alcanzó,
aunque se puso de puntillas y hasta sopló con la intención de
hacerla caer. ¡Condenado bicho! Se le había escapado tronco
arriba, hasta perderse de vista, y ni siquiera le quedaba el recurso de trepar
por el tronco, porque ¿quién puede encontrar una hormiga, una
cosita tan pequeña, y que no cesa de caminar, entre tantas ramas y
hojas? ¡Maldita hormiga! Después de jugar con ella hubiera podido
encerrarla en la jaula del grillo... ¡Oh, no! ¡Qué tonto
era! ¿Cómo podía habérsele ocurrido la idea de
encerrar una hormiga en una jaula hecha de tronquitos, separados, de manera que
no pueda escabullirse un grillo, que es un bicho cien veces más grande
que una hormiga...? En todo caso, podría guardarla en el bote donde
tiene la rana. ¡Tampoco! ¿Dónde tenía la cabeza,
aquella tarde? Caería al agua y se ahogaría... Pero ¿se
ahogan las hormigas? Eso es algo que tendría que averiguar. Era
necesario, también, pensar que la rana podría zamparse la
hormiga, dentro del bote... Aunque también ignoraba si las ranas comen
hormigas, de la misma manera que las gallinas comen gusanos. De momento, lo que
podría hacer era procurarse otra hormiga y, después, ir a casa a
buscar el bote... Porque hallar hormigas era una cosa fácil. Hay muchas,
debajo de las piedras, en hileras caminando hacia los hormigueros, y
podría escoger una, que fuese gorda, como la que se le había
escapado tronco arriba...
El pájaro le distrajo de las hormigas. Había ido a
posar se justamente en la cuerda que sostenía el gran lienzo tendido
entre los dos granados. Tenía una pequeña mancha en medio del
pecho, redonda como un guijarro, y le brillaban los ojos y el pico.
Sabía que el pájaro huiría en cuanto se le acercara, pero
de todos modos avanzaría hacia el lienzo, poco a poco, balanceando
ligeramente el cuerpo, como cuando caminaba por la palanca, sobre el
río, sabiendo que aquel pájaro, como todos, aunque no le miraba,
presentía su proximidad, esperando a cada momento el brusco vuelo y el
corto susto que seguiría, como si su corazón saltase en pos de
pájaro y mirada...
Pero no fue él quien hizo huir al pájaro, sino el
súbito crujir de la ventana de la estancia de Laertes, que acababan de
abrir desde dentro. El niño se volvió, al oír el ruido, y
vio a Euriclea, que en aquel momento salía del casal. Sin hacer caso de
ella, el niño fue a sentarse sobre la hierba cortada,
—225→
delante mismo del lienzo tendido, y se quedó unos momentos mirando el
sol poniente que se transparentaba exactamente en el centro, redondo y rojo.
«A través del lienzo no deslumbra. Y es más grande que mi
cabeza», pensó.
Euriclea se detuvo a su lado, callada.
-¿Dónde está
Argos? -preguntó el niño.
-No lo sé -contestó la vieja, avanzando unos pasos
hacia el lienzo.
-¿Por qué lloran las mujeres, allá
dentro?
-Por Laertes...
Al cabo de unos momentos de silencio, el niño
volvió a preguntar.
-¿De veras que no has visto al perro?
-No.
Euriclea se detuvo muy cerca del lienzo y su figura
cubrió completamente el disco rojo del sol. Empezaba a levantar los
brazos para descolgarlo de la cuerda, cuando, de pronto, volvió a
bajarlos, dio dos pasos hacia la derecha y se quedó mirando la hormiga
que, después de haber pasado por la cuerda, empezaba a bajar por un
ángulo del lienzo, en diagonal, hacia el centro, sin detenerse, como
atraída por el círculo de resplandor, por aquel pan de luz hacia
el cual se apresuraba.
En el mismo momento en que el buey mugió, en el establo,
la hormiga entró en el sol, donde se detuvo. Entonces Euriclea
alargó lentamente la mano hacia el insecto, lo cogió
cuidadosamente con el pulgar y el índice e iba a soltarlo, cuando la voz
del niño, desde abajo, junto a sus pies, dijo:
-¡Dámela!
Antes de hacerlo, sin embargo, Euriclea se volvió hacia
la ventana abierta de la estancia de Laertes, de donde salía, cada vez
más alto, el coro de llanto de las mujeres. Cuando descolgó el
lienzo, el sol se había puesto.
—[226]→
—227→
- V -
—[228]→
—229→
El remo negro
—230→
Cuando encontrares otro caminante y te dijere
que llevas un aventador sobre el gallardo hombro, clava en tierra el manejable
remo...
—231→
El ramalazo en la rodilla -en el lugar donde el jabalí lo
hirió muchos años ha-, un ramalazo mortecino al principio, un
dolor sordo que había estado al acecho en la tiniebla y el silencio de
su cuerpo de anciano, acababa de despertarlo, después de un dormir que,
más que dormir, había sido una espesa modorra de los sentidos. El
ramalazo en la rodilla y el piar de los pájaros. No era necesario abrir
los ojos -y prefería no hacerlo, para no sentirlos vivos en la oscuridad
exterior de una noche que le sería ajena- para saber llegada la hora
antes del alba. Escuchaba el piar de los pájaros y la punzadura
lancinante atenazada en su rodilla. Había la memoria del cuerpo,
pensó Ulises encogiendo ligeramente la pierna, el dolor siempre en vela
como un huésped sombrío y armado, y había la memoria del
espíritu con sus imágenes, sus espejos y sus pozos de recuerdos.
Siempre los dos rostros: la luz y la sombra. La luz y la sombra
mezclándose, enlazándose, completándose y
rechazándose, difíciles de separar, porque las sombras del
espíritu asaltaban a veces la luz del cuerpo, y las sombras del cuerpo
asediaban la luz del espíritu. El dolor, hoy, había llegado con
las imágenes y sensaciones conocidas de la muerte del jabalí: el
hocico ensangrentado y espumante, el cuerpo macizo de la bestia
revolcándose sobre la hojarasca, los agónicos ojos feroces, los
gruñidos intermitentes, su vaga repugnancia a hundir el cuchillo en la
garganta de la fiera, el clamor de los cuernos de caza, los gritos de sus
compañeros y el ladrar de la jauría. La escena tantas veces
evocada desfilaba de nuevo por su memoria, intacta, con la misma luz y los
mismos detalles, hasta el momento en que él, después del
cuchillazo, volviose para mirar el calvero, y había visto a Argos
corriendo y, más allá, destacándose sobre la línea
oscura de los árboles
—232→
del lindero del bosque, una hilera
de abedules ligeramente inclinados... Y fue entonces, mientras se incorporaba
con el arma en la mano, cuando el jabalí, en un brusco y postrer
retorcimiento, lo alcanzó con su colmillo. Pero de todas las
imágenes de aquellos momentos, la que surgía con más
nitidez, y la única que ahora recordaba con placer, era la de los cuatro
abedules inclinados por la furia de las tempestades, con su escaso ramaje, sus
blancos troncos salpicados de manchas negras y sus ramitas curvadas, secas y
sin hojas. Sin embargo, más que esta pura imagen real que sus ojos
contemplaron en un fugaz momento, lo que había llegado a cobrar profundo
arraigo en su vida interior era la contraimagen que su espíritu
creó más tarde: cuatro mujeres peinando al sol sus largas
cabelleras. Esta radiosa visión había alcanzado, por repetida
fijación, casi ensombrecer lo demás, todo aquello que
había sido tan concreto y evidente, tan sin sueño y
efímero, que, al recordarlo, había llegado en cierta manera a
sentirlo como ajeno a él. ¿Qué eran, pues, los recuerdos?
¿En el flujo y reflujo de la conciencia sólo flotaban algunas
señales luminosas, algunos símbolos que se referían a una
gran unidad perdida, naufragada en las aguas del tiempo o desvanecida en
ignotas tinieblas? Recordar lo era todo: volver a crearse, para volver a morir
en el umbral de nuevas resurrecciones. Y era, también, como
soñarse desde las cumbres.
Sentía la tiniebla pesar sobre él, acumulada y
densa, extraña y estéril; una tiniebla dentro de la cual la suya
propia palpitaba temerosa, presa de la terrible conciencia de la Nada, de la
vastedad de una noche sin espacio ni estrellas, sin pasado ni futuro, como una
infinita muerte inmóvil flotando en la abolición total del
tiempo, o peor aun que la muerte, el rígido silencio primordial
sumergido en un sueño que no había tenido principio ni
tendría fin... ¡MADRE!
¿De dónde provenía aquel grito? ¿Era
él quien había gritado? ¿Había sido su
pequeña y aterrorizada tiniebla la que había chillado
retrocediendo? ¿O bien era el piar de las golondrinas que anidaban bajo
el alero del casal? No, no eran las golondrinas. El leve piar llegaba del
exterior, y lo oía caer en el silencio de la noche terrestre como
migajas de sonido, mientras dentro de su alma se extinguían los
últimos ecos del grito que había subido de los abismos.
¡Oh, por fin reconocía la voz! Todo el misterio, alegría y
terror de su primer grito en la tierra
—233→
había vuelto a
él desde las tinieblas de su infancia, desde aquella noche en que
él, después de haber salido sigilosamente del casal, con las
primeras sombras, se perdió en los trigales y, más cansado que
empavorecido, buscó cobijo bajo las espigas y quedose dormido. Lo
despertó la voz de su madre llamándolo. Pero él no se
movió: un extraño y tranquilizador hechizo lo había
inmovilizado. Sólo sabía que si contestaba todo terminaría
inmediatamente: tendría que levantarse y correr al encuentro de aquella
voz que lo buscaba por la noche inmensa, aquella voz que acabaría por
hallarlo, porque era el heraldo de unos ojos y de unos brazos que lo
veían todo y lo palpaban todo en su búsqueda inevitable. Y
él, inmóvil bajo las inclinadas espigas sólo sabía
que no debía moverse. «¡Ulises!». Su madre lo llamaba
a intervalos regulares, en voz no muy alta, y después de una corta
pausa, añadía: «¡Hijo!». Él continuaba
acostado, con los ojos abiertos y el corazón latiéndole
dolorosamente, y le parecía que la voz, después de haber salido
de la boca de su madre, se prolongaba, viva, en el silencio de la noche,
oscilaba en cada una de las espigas del trigal y huía hacia las
montañas... «¡Ulises!», se volvía a oír,
como si fuese el eco exacto de la llamada anterior que volvía a los
labios de su madre. Él pensaba con tristeza en el momento en que ella lo
hallaría y se lo llevaría de nuevo hacia el casal, hacia la vida
cotidiana y varia que había de compartir con seres y cosas
extraños a ambos, hacia el mundo que los separaba y en el cual la voz,
los ojos y los brazos de su madre no eran para él solo.
«¡Hijo!». La luz de la linterna enrojeció un instante
las espigas encima de él; oyó un ruido seco de tallos pisados y
otra vez la luz enrojeció las espigas. Su madre avanzó unos pasos
y se detuvo. Sobre él oscilaba la mancha roja de la linterna.
«¡Ulises!». Enmarcada por el espacio que la mano había
abierto, Ulises vio la parte derecha del rostro, iluminado por la luz de la
linterna que ella mantenía alzada por encima de su cabeza. Su madre
aún no lo había visto: miraba más allá del ruedo de
la luz, como si la mirada fuese en pos de la palabra que su boca acababa de
lanzar, escrutando y escuchando, con la cabeza ladeada y el ojo muy abierto y
fijo. Sólo duró un instante, pero Ulises advirtió el
contraste entre la voz dominada por la inflexible voluntad de no traicionarse y
el rostro tenso, desfigurado por la angustia y la alerta, crispado por el
terror, la incertidumbre y la decisión. Vio la profunda soledad del
—234→
rostro de su madre, la máscara trágica que su alma
desesperada le había puesto: la boca entreabierta por donde se exhalaba
el jadeo, la mejilla sumida en la sombra del pómulo, la guedeja de pelo
negro que bajaba de la frente como una ancha grieta que terminaba junto a la
comisura de los labios, el ojo que había perdido su fijeza y se
movía sin parpadear, con una mirada que retrocedía lentamente de
las últimas distancias de la noche, segando el espacio por encima de las
mieses, moviéndose ora a la derecha, ora a la izquierda, buscando la
esperanza o la fatalidad que pudieran ocultar las tinieblas, la ávida,
inflexible mirada que deseaba y a la vez temía saber, y que continuaba
retrocediendo, se acercaba ya al ruedo de luz temblorosa que arrojaba la
linterna... «¡Hijo!», gritó de súbito. Y Ulises
vio la boca abierta por la alegría y, más allá, la
instantánea mutación -como si desde abajo alguien hubiese
arrancado de un tirón la máscara que, en un instante, se
había convertido en una corteza inútil-, las facciones
ensanchadas por el grito y la risa y la canción posible, la
alegría nueva y el alivio, el rostro inclinado de su madre con los ojos
llenos otra vez de la imagen del hijo, brillantes e inmediatos, bajando hacia
él con todas las estrellas del cielo... ¡MADRE!
El dolor -localizado ahora a un lado de la rodilla-, un dolor
agudo y fibrilar, le sensibilizaba todo el cuerpo, desnudo bajo la
áspera manta de lana. Abrió un momento los ojos y volvió
la cabeza hacia la ventana abierta: noche aún, pero la aurora era
inminente; las golondrinas habían cesado de piar y las estrellas
palidecían. Como siempre, el día vendría del mar.
«Hace meses que no me he acercado al mar. Hoy iré»,
díjose, volviendo a cerrar los ojos. Llevaba en la sangre el rumor del
mar y el silencio de la tierra. Cuando todos los azares se agotaron,
regresó a la tierra, a los árboles, a las bestias, a los lentos
retoñares, a la paz variable de las estaciones. Pero el mar había
continuado viviendo en su espíritu como una inmensa presencia, como un
rumoroso pensamiento sin eco. Y, bruscamente, el himno del mar
levantábase de nuevo convertido en visión-
¡Oh, el yunque del mar!
¡Oh, el azul, infinito yunque del mar
bajo los áureos martillos,
—235→
bajo los soles de la raza,
con la forja incesante de mitos y mareas y
dioses perecederos,
y risas a la sombra de los pórticos, y
arcos iris uniendo horizontes y arenales!
¡Oh, los aludes de soles,
la radiante simiente colmando la eterna
matriz de la mar!
Y la luz y sus danzas
en los oteros diurnos: el núbil cuerpo
desnudo de las mañanas
temblando dentro de las calas donde duermen
la gaviota, la vela y el pino:
la esbelta virgen que huye
haciendo sonar címbalos de cielo,
salpicada de espuma, riendo y chillando,
con las miradas llenas de cumbres
y los cabellos resplandecientes de
garbino.
¡Oh, la luz del mediodía que se
inclina como un gran torso de trigo
atravesado por saetas de sal,
y que al atardecer se tiende a morir sobre
las tranquilas dunas
con un ramo de coral en el vientre!
¡Oh, la cuna del mar!
¡Oh, las líquidas eras,
la gran ágora eterna donde el viento,
el adalid de los astros, extiende la sombra
gigantesca del ciego que nació en
siete ciudades!...
En su duermevela, Ulises vio alzarse del mar y avanzar la sombra
augusta. Pero él no estaba en el mar. Él no estaba en el mar ni
en la tierra. Él era un anhelo oculto dentro de las jadeantes
montañas que una lenta aurora coloreaba; él era el sueño
que surgiría de la paciente y astuta sabiduría de una raza que ya
saltaba de las hogueras a las proas... Él no estaba en el mar
aún: dormía fuera del tiempo, pero sabía que estaba
durmiendo, se sentía dormir, y quería despertarse y no
podía. La sombra inmensa del anciano seguía buscándolo
inútilmente
—236→
por el mar. Él dormía como el
metal duerme, disperso, dentro de la roca. Y la sombra lo llamaba, cantando.
Toda la sombra, agigantándose en la marcha, íbase volviendo
sonora, y, a medida que se acercaba, las olas se amansaban como en torno a un
pastor se tiende un rebaño medroso, y la tierra aprestaba un vasto
florecer. Pero la sombra no era la música heroica: ésta brotaba
de arriba, en un chorro continuo, bajaba de las tres cuerdas enmarcadas por los
cuernos de la lira que la mano alzada sostenía como un trofeo e inundaba
el alma vagabunda del anciano aeda que buscaba a Ulises para entregarle el
sagrado mensaje de las bodas de la tierra y el mar-
¡Oh, naciones de naves y arados,
claros litorales de esperanza!
¡Qué alegría de
húmedas axilas alrededor de las pétreas atalayas!
¡Oh, qué diosa con hondas y
espuma despierta ante las aras!
¡Qué leyes dentro de las
ánforas,
oh, futuro de ayer,
oh, pasado de mañana!
¡Oh, países del sol!
¡Oh, divino Vigor de unos pueblos que
descienden de un grito de oréade:
gente de siega y vendimia,
gente de red y timón,
intérpretes de los pájaros y
del fuego,
sacerdotes entre los pámpanos y los
astros,
caudillos de una épica ilustre donde
triunfan
la corona,
la rueda,
y el pan!
¡Oh, países de mar y de
sol
donde se levantan las águilas que
irrumpen en el Canto!
Él se sentía ahora encadenado a la música que
había brotado del mensaje del aeda ciego, de la música que se
había
—237→
precipitado contra las playas y las rocas. Él
había nacido de aquella música divina que lo rodeaba con su
radiante potencia, con su fuerza elemental y maravillosa. Él era el hijo
diurno de aquella música que se desbordaba con una furia calculada, de
aquella música que no tendría fin porque, de tanto sobrepasarlos,
sus orígenes se habían fundido en la fragosidad del tiempo.
Él vivía en ella: en las estaciones ascendentes y descendentes de
los años, en la luz que tan nítidamente rodeaba a un héroe
como a una fruta, en las caídas de las olas junto a las rocas
agrietadas, en la torrencial fluencia de una poesía que vivía
como un acto grandioso bajo los cielos despiertos de águilas y gaviotas.
Desde la tierra, él se veía en el mar, coronado de solsticios, y
se sentía mecido por el vaivén de las aguas, se veía
perdido entre nieblas inmóviles, y oía los aullidos del viento y,
más allá, siempre en una anhelada lontananza, el cántico
de las islas...
Una súbita sensación de despeñamiento,
seguida de pánico, hizo presa en él. Abrió los brazos para
aferrarse, aunque sabía que un vacío absoluto lo rodeaba, y
trató de abrir los ojos. Pero los párpados no llegaron a
despegarse, porque la voluntad de abrirlos fue barrida por la fuerza
irresistible de la vertiginosa caída vertical. El miedo de los primeros
momentos fue menguando, como tragado también por el abismal
vacío. Ulises tenía la vaga sensación de que, arriba, muy
arriba, en una distancia perdida de la que cada vez se alejaba más,
quedaba el ramalazo doloroso de su rodilla, de donde pendía el tenue e
interminable hilo de su caída. La punzada -tan lejos de él ya-
latía con el redoble rítmico y sordo de un tambor ritual... De
súbito, cesó de caer, osciló de derecha a izquierda, una y
otra vez, en un ancho movimiento pendular, y se detuvo. Abrió los ojos:
el hilo por el cual había descendido deslizándose colgaba ante
sus ojos como una delgada grieta iridiscente. Empezó a andar lentamente,
sin dejar de mirar el hilo de luz que rayaba los ámbitos de tiniebla. Ya
no oía la punzada. Avanzaba flotando, como si hollara su propio
silencio, poseído de una incorpórea ligereza. Como hilados por
arañas invisibles, de arriba abajo empezaron a caer hilos luminosos, que
formaron una espesa cortina... Y anduvo por un gran valle de penumbra,
corrió por un angosto
—238→
camino bordeado de almiares de sal y
se detuvo junto a una inmensa era en el centro de la cual se levantaba una
horqueta, clavada al suelo por el mango: arriba, colocada entre las dos puntas,
la máscara del rostro de su madre, inclinada hacia el suelo,
movía los labios lentamente, repitiendo el nombre de él, que no
se oía, mientras de las cuencas vacías manaban lágrimas de
sangre... Huyó. Montañas invisibles repetían su nombre, lo
llamaban con el mismo acento de voz de su madre, y unos brazos gigantescos
trataban de rodearlo... Abrió una puerta de arena húmeda, se
halló dentro de un corredor formado por dos muros de algas chorreantes y
entró en una espaciosa estancia submarina en cuyo centro Oriala danzaba
ante las sombras acostadas de Euri y Elpénor. Siguió adelante,
pero su marcha íbase haciendo tan penosa que tenía que ayudarse
moviendo los brazos, ya dentro de una glauca y sólida fosforescencia
cruzada de rojos relámpagos y de oscilantes sombras vegetales. De
repente, se detuvo: ante él, en una explanada de luz casi blanca, se
alzaban los cuatro abedules que vio el día de la cacería del
jabalí. Separándose poco a poco de los otros tres, uno de los
abedules avanzó, y Ulises atónito, advirtió que el
árbol, a medida que se le iba acercando, cobraba la forma de Nausica. Y
Nausica pasó por delante de él encarnada en el momento más
alto de su tristeza, silenciosa y frágil, con los ojos colmados de
lejanías y el brazo levantado en un gesto de adiós y de
plácida renunciación que ascendía hacia los astros. El
segundo abedul se transfiguró en Calipso: pasó con la cabeza
ladeada, escuchando aún los dos latidos diferentes de su destino, y las
dos manos puestas sobre el vientre. El tercer abedul era Circe de Eea, con sus
senos erguidos, su enmarañada cabellera luminosa y la boca llena de sol.
La última fue Penélope, quien antes de marchar en pos de las
demás, dio una vuelta alrededor de Ulises, agachada la cabeza y la mano
derecha aún levantada, con el índice y el pulgar unidos, como si
sostuviera el gancho del candil. Y cuando todas hubieron pasado, Ulises,
poseído de un vehemente anhelo, quiso correr tras ellas; pero sus
movimientos, en vez de hacerlo avanzar, lo hacían ascender, remontar el
abismo de agua cada vez más transparente y rumoroso. La
ascensión, como la caída anterior, era vertical. Ahusado e
ingrávido, presa de la profunda alegría del retorno,
hendía las aguas, volaba hacia la superficie, acariciado por oleadas
—239→
tibias, rodeado de verdes claridades jaspeadas de amarillo, y
sonreía, tanto al sueño que había dejado atrás como
al dolor, que volvía a aferrarse a su rodilla, y al nuevo día
inminente...
Lo despertó la tibieza del sol sobre su cuerpo desnudo.
Aún sonriendo, se levantó de la cama, fue a abrir las ventanas y,
después, empezó a vestirse. Afuera, Neria cantaba.
La luz de la mañana de junio se había asentado sobre
la tierra como una muralla de oro sobre la cual el cielo liso colgaba como una
curvada ala de cristal. Pero a medida que el día avanzaba, la parte alta
de la muralla se iba disolviendo, desintegrando en partículas flotantes,
mientras en la parte baja, a ras del suelo, la luz se volvía cada vez
más estable, ancha y compacta y como independiente del sol, que
aparecía como una bola irrisoria lanzada en el azul por azar. Todas las
cosas, dentro de la amurallada y baja luz terrestre, parecían hallarse
dentro de hornacinas, desde donde velaban las lentas transfiguraciones de las
sombras propias que yacían tendidas en el suelo. Al pie de las colinas,
la evanescencia del rocío daba una calidad metálica al verdor de
la hierba acostada en suaves ondulaciones.
Ulises se hallaba de pie a la puerta del casal. Neria, la hija de
Telémaco y Doria, seguía cantando, moviéndose, bulliciosa,
entre la magnolia y las alheñas, detrás del pozo. Entre el
follaje y las ramas, la figura de la muchacha se movía
rápidamente, como si danzara la canción que cantaba. La fimbria
de la vestidura revoló entre las piernas en un rizamiento de corola
marchita, un brazo desnudo fulguró un instante en el relámpago de
un gesto, dos manos se juntaron sobre la nuca... Ulises escuchaba, pero la
canción le era desconocida. «¡Oh, nubes! ¡Oh,
Laos!...», cantaba la voz de Neria. Y después: «¡Oh
cielo, cielo, y verde hierba, y sol...! ¡Oh, Laos!», seguía
cantando. Ulises comprendió que Neria, su nieta, cantaba el gozo de que
estaba colmada enumerando sencillamente las cosas que sus ojos veían,
las cosas que la rodeaban. Pero ¿quién era Laos? No
conocía a nadie que llevase este nombre. «Debe ser un joven
segador forastero que ha venido para la siega», pensó. La
canción fue interrumpida por una breve risa, pero al punto
prosiguió: «¡Oh, montañas azules!
—240→
¡Hoja y rocío...! ¡Oh, Laos!». Y la voz sin dejar de
cantar, fue bajando de tono hasta que dejó de oírse.
Disponíase Ulises a trasponer el umbral, cuando su
atención fue atraída por un gorrión que acababa de posarse
en el pretil del pozo. El pájaro dio un par de cortos saltos y se
detuvo. Ahuecado e inmóvil, con el cuerpo no mayor que una bola de
plátano, enhorcado por las dos frágiles y encanijadas patas que
se articulaban en el diminuto pavor de sus cuatro dedos ligeramente encogidos y
de sus uñas que se curvaban como minúsculas hoces, aquel
gorrión suscitaba a Ulises la idea de un extraño juguete y le
producía un vago malestar. Quizás, pensó, aquello era
debido al contraste entre la inmovilidad del pájaro y la viva y radiante
alegría que vibraba en la luz matinal. De repente, advirtió que
el gorrión tenía la cabeza ladeada y lo estaba mirando con un ojo
que brillaba como una gota helada. El pájaro lo miraba. Ulises sintiose
hechizado por el penetrante fulgor que irradiaba aquella pupila misteriosa que
lo espiaba desde una cabeza de gorrión. Pero no comprendía
aún. Sin parar mientes en ello, Ulises transpuso el peldaño y dio
un paso. El pájaro, asustado, voló hacia el cercano olivar.
Ulises siguió con la mirada el vuelo recto y zumbante del
gorrión, y lo vio posarse en la rama cimera de un viejo olivo, desde
donde el ojo siguió mirándolo con la misma fijeza obsesionante.
Pero esta vez, comprendiendo Ulises que estaba bajo la mirada de la diosa de
ojos azules, empezó a andar hacia el olivo.
-¿A dónde vas, abuelo?
Sorprendido, Ulises volvió el rostro. Neria reía,
sentada en el pretil del pozo, en el mismo lugar donde unos momentos antes
había estado el pájaro.
-Y tú, ¿de dónde vienes? -preguntó
él, sonriendo-. Hace un rato, te oí cantar.
-Vengo del prado... El potro andaba suelto. ¡Lo que he
tenido que correr para alcanzarlo! Ahora está amarrado a un chopo.
Ulises miraba a Neria en silencio. Un rayo de sol caía
sobre su hombro. Era como un puñado de hormigas amarillas. «Es
hermosa. Su rostro resplandece. Todavía está jadeando por la
carrera. ¡Cómo se parece a Penélope! Es hermosa y huele a
árbol», pensó Ulises.
-Esta madrugada llegó más gente -dijo Neria.
—241→
-¿De dónde?
-De Cimdaura. Dos cuadrillas de segadores.
-Sí...
«Huele a árbol y su voz suena como agua entre
piedras. Está llena de amor. ¡Cómo se parece a
Penélope joven! Allá abajo, el potro amarrado salta como si
quisiera descargarse del peso de la luz. Salta, y su sombra salta delante de
él. Ahora se encabrita, y su sombra, durante unos instantes, se detiene
y se enrosca como una serpiente negra. Neria me mira, sonriendo, pero ignora
que su sonrisa no es su sonrisa. Ahora levanta la cabeza, donde la luz del sol
parece una corona de abejas. Ya no jadea. Huele a árbol...».
-¿Te duele hoy la rodilla, abuelo?
-Ahora, no. Esta mañana me llegaré hasta el mar.
-¡Ah! Se me había olvidado...
-¿Qué?
-Había olvidado decirte que ha vuelto aquel hombre
extraño que vino ayer. Salía yo, al apuntar el alba, y lo he
visto parado delante de la puerta, como esperando.
-¿Estás segura de que es el mismo de ayer?
-Sí, llevaba la misma capa oscura y, por otra parte, he
reconocido de inmediato su rostro enjuto y sus ojos inmóviles.
Además, me ha hecho la misma pregunta: «¿Podría ver
a Ulises?». Le he contestado que te encontrabas todavía en la cama
y que, si así lo deseaba, podía esperarte. Pero el hombre, sin
contestar, se ha marchado. No sé quién debe ser.
Ya en el camino que conducía al olivar, Ulises se detuvo y,
volviéndose, gritó:
-¡Neria!
Ella, sentada aún en el brocal del pozo, lo
interrogó con la mirada. Ulises dijo:
-¿Quién es Laos?
Neria saltó al suelo y, después de un corto
silencio, mirando a Ulises que había emprendido otra vez la marcha,
contestó:
-Es
él...
La rama cimera del olivo oscilaba ligeramente. En una horcadura,
el ojo brillaba como una pequeña moneda azul. Cuando Ulises llegó
bajo el olivo, miró hacia arriba: la rama
—242→
seguía
balanceándose, pero el pájaro había desaparecido. Dio un
par de vueltas alrededor del árbol, examinando una a una las retorcidas
ramas, y luego sentose en el tocón, que crujió bajo su peso.
Junto a sus pies había un leve temblor de hojas. Una noche de
otoño, hacía muchos años, las hojas de aquel mismo olivo
hicieron temblar luz de luna sobre él y Penélope, en la
reanudación del amor. Aquella noche la tierra cantó para ambos, y
después la canción se prolongó durante algunos
años, hasta que Penélope cerró los ojos para siempre, a
principios de primavera. Por voluntad de ella, su cuerpo permaneció toda
una noche en la era, con el candil encendido a su lado. Y él la
veló, solo, dando vueltas alrededor de la difunta, que parecía
dormir sobre su yacija de heno, bajo las estrellas de siempre, que
también rodaban y de donde parecía descender el perfume de los
almendros en flor. Aquella fue su primera noche de viejo. En la soledad de
aquellas horas pasadas junto al cuerpo de Penélope, comprendió
que sus recuerdos desmesurados se convertirían en la ley de su vivir, y
lo aceptó sin rebelarse porque su alma era valerosa. Y cuando la aurora
extendió al lado de Penélope yaciente la sombra inclinada de
él, y él lo advirtió, agachose a apagar el candil y luego,
irguiendo todo su cuerpo, se encaminó hacia el casal y entró en
él, y lo sintió infinitamente vacío y silencioso...
Antes de levantarse, alzó la cabeza. El pájaro
había volado; la rama ya no se movía. El mar... Se hacía
tarde. El mar... No era hora de melancolías. Sus ojos anhelaban
contemplar el mar. Iría en seguida. Puso ambas manos sobre el
tocón, para levantarse. Crujiendo, la madera seca se sumió. Sin
curiosidad, casi sin quererlo, Ulises miró hacia la oquedad del
tronco... Así, Laos, era
él, y Neria era una muchacha que
olía a árbol y a amor. La tierra cantaría para ellos. La
mirada azul había huido con el pájaro... Después, el
día que siguió al entierro de Penélope, él
regresó a la era y quemó la yacija de heno. La humareda
trepó como una madreselva. No había pájaros. Ni a la
derecha ni a la izquierda. Ni uno solo. El sol ascendió y se
hundió como un escudo de hielo rojo. Roturó la era, a fin de que
desapareciese para siempre, con el viejo arado de su padre, bajo una tibia
llovizna, y percibió otra vez el perfume de los almendros, el perfume de
una dulzura nostálgica que se volvía líquida con la lluvia
y penetraba en la tierra abierta. Y no había habido pájaros.
Ningún pájaro.
—243→
El mar... El mar... ¡Oh, el
mar! Pero ¿qué era aquello, allá dentro, blanco...? El
mar... El mar... Se hacía tarde. El potro, más allá del
hombro de Neria, brincando por el prado, el blando trueno de sus pezuñas
y sus saltos para librarse del jinete del sol... Aquello blanco, allá
dentro... El mar, el...
De un tirón arrancó una penca de la cepa, y vio el
esqueleto de Argos rodeado de piedras. Ahogando un grito, retrocedió.
Luego volvió a acercarse, lleno de horror, sorpresa y ternura. El pobre
Argos había sabido escoger el lugar donde morir. Una a una, Ulises fue
sacando las piedras de la oquedad. Blanco, de una fragilidad calcárea,
el esqueleto del perro se conservaba entero, con su costillar menguante como
las cuerdas de un arpa, el cráneo como una luna deforme entre las dos
patas, las vacías cuencas, que no eran otra cosa que una ceguera
ausente, feroz y abstracta, las vértebras de la cola colgando como un
témpano, y todo minuciosamente labrado por el tiempo, pulido por los
dedos de la lluvia, perfecto y acabado con una perfección
geométrica que se había desprendido de todos los vivientes y
pútridos avatares, como si la vida y la forma que existieron en otro
tiempo sólo hubiesen sido un juego y una estancia provisional.
Pensando en Argos vivo, Ulises regresó hacia el casal por
el camino rocoso. Se detuvo un momento ante el portal, dio media vuelta y se
dirigió hacia el cobertizo que se levantaba adosado al final del patio.
Entró. Momentos después salía llevando sobre el hombro su
remo, del que colgaban algunos hilos de telaraña.
Pasó por delante del olivo, sin mirarlo. Al llegar al
primer recodo del camino, en medio de la cuesta, detúvose para cambiar
el remo de hombro. Siguió andando, pero poco después
deteníase de nuevo. Lentamente, al mismo tiempo que volvía a
cambiarse el remo de hombro, dio una vuelta y regresó. Al llegar junto
al olivo dejó el remo apoyado contra el tronco y, advirtiendo las
telarañas, las sacudió con la mano. Hecho esto, se agachó,
cogió una piedra esquinada y con ella empezó a abrir un hoyo.
Pero a la mitad de su faena, soltó la piedra y fue a buscar el remo, con
el cual, manejándolo como si fuera una pala, terminó un hoyo de
dos codos de largo por uno de ancho. Sin moverse de sitio, volviéndose a
medias, alargó el remo hacia la oquedad del tronco rajado y con la punta
de la pala alcanzó algunos huesos del esqueleto y los
—244→
arrojó dentro del hoyo. Al repetir el movimiento, advirtió que,
prendido entre los huesos de dos costillas, había algo que tenía
la forera de un extraño fruto capsular. Movió el remo y oyose un
sordo retintín. Sorprendido, sacudió el remo de nuevo, y la
esquila cayó al suelo...
De pie junto al camino y cogiendo el remo con ambas manos, Ulises
levantó los ojos y estuvo contemplando durante un rato las dos enormes
nubes blancas que el viento guiaba hacia el oeste, hacia las montañas
que habían cobrado un color de humo azulado. Dos nubes que venían
del mar. Lentas y pesadas como la yunta de bueyes que se acercaba. El viento
pasaba alto -un continuo desgarro sibilante o el zumbido de mil hondas-, como
un adalid de azules lontananzas. A ras del suelo, no se movía ni una
brizna. La nube delantera arrojó a la llanura una isla de sombra clara,
sin contornos, un simple enturbiamiento de sol que suavizó las
recortadas sombras de los árboles. Ulises volvió el rostro hacia
los bueyes. Destacándose sobre el horizonte, la yunta seguía
avanzando con un ritmo letárgico y macizo, como un solo cuerpo y una
sola testa de cuatro astas, halando dulcemente su marcha con la misma facilidad
que arrastrarían una nave, con la misma fuerza muda y resignada -como
más allá del dolor y el esfuerzo- con que arrastraban su destino
de humildad y silencio entre el cielo que se apoyaba en su oscura cornamenta y
la tierra donde dejaban la huella de sus pezuñas.
De súbito, Ulises vio aparecer detrás de los bueyes
la pequeña figura de una niña con un palo en la mano, la cual, al
advertir que Ulises la estaba mirando, bajó la cabeza. No la
conocía, no la había visto nunca. Pero sin saber por qué
-quizás por su manera de andar apoyándose sobre la punta de los
pies- pensó en Euriclea.
Los bueyes pasaron. La chiquilla, al llegar ante Ulises, se
detuvo, sin levantar la cabeza. Un harapo cubría su desmedrado cuerpo e
iba descalza. Una gran salpicadura de barro se secaba en una de sus
piernas.
-¿Quién eres? -preguntó Ulises.
En vez de contestar, la niña se volvió hacia
él, sin levantar tampoco la cabeza. Su rostro ancho y atezado por el sol
irradiaba una serena dulzura, una tranquila seguridad que
—245→
sorprendió a Ulises. El rostro correspondía al de una niña
de nueve años, pero la expresión -a pesar de que mantenía
los párpados tan cerrados que los ojos no se veían- no
tenía nada de infantil.
-¿Quién eres? -repitió Ulises.
Como si no hubiese oído la pregunta, ella avanzó
unos pasos, hasta colocarse dentro de la sombra que el cuerpo de Ulises
proyectaba sobre el camino. Entonces, casi sin mover los labios, dijo:
-La hija de Mesaulio.
Ulises se le acercó y, prendiendo la esquila en la punta
del palo que ella llevaba en la mano, dijo:
-¡Ve! Los bueyes están lejos...
Ella levantó la cabeza, lentamente, y miró a Ulises
con los ojos muy abiertos. Y Ulises, estremeciéndose, reconoció
en las claras pupilas de la hija de Mesaulio el divinal fulgor que tantas veces
lo había guiado.
-Los bueyes...
Pero ella ya corría por el camino, al acoso de unos bueyes
invisibles, mientras en la altura, muy arriba, como siguiéndola, volaba
un águila...
El mar se hallaba cerca: ya se oía su rumor. Al salir del
pinar, dejó el camino que llevaba a la caleta y dobló hacia la
izquierda, hacia el sendero abrupto que terminaba en el promontorio.
Empezó a subir entre rocas, y con él subía el perfume de
los pinos, que el bochorno del mediodía avivaba, y el estridor incesante
de las cigarras.
A mitad del camino se sentó sobre el borde de una roca.
Sentíase infinitamente cansado y se arrepentía de no haber bajado
a la caleta, donde hubiera podido descansar a la sombra de los tamariscos.
Había escogido la peor hora para ir a ver el mar. Quizás
sería mejor retroceder, regresar a casa... ¡Oh, no! Nunca ni en
nada se había quedado a mitad del camino, ni había temido las
despedidas.
Lenta y penosamente, Ulises subía, apoyándose en el
remo. La luz parecía amasada con cal viva, y el perfume de los pinos,
cada vez más intenso, se le pegaba a la garganta. El rumor del mar se
mezclaba con el canto de las cigarras. Cada nuevo paso que daba -y más
ahora que le dolía otra vez la
—246→
rodilla- era una victoria
precaria sobre el paso anterior. Poco antes de llegar arriba cayó. De
bruces sobre el remo, cerró los ojos, casi feliz de sentirse tan agotado
que no podría levantarse y continuar la marcha. Dentro de él, el
rumor se hacía blanco y se despeñaba hacia la caleta tranquila,
hacia el agua verde y silenciosa del sueño, hacia la sombra de los
tamariscos, donde la niña de los bueyes lo esperaba con sus ojos azules
y una esquila... Pero, despabilándose, levantose y continuó
subiendo. Una vez arriba y antes de volverse para mirar al mar, Ulises
respiró el tenue y meloso perfume del retamar. La retama siempre
había sido un placer para sus ojos y su olfato; pero ahora,
después del capitoso perfume de la resina que había tenido que
oler en la subida, el goce era suavizador como un bálsamo.
Acostado sobre una roca en declive alisada por la lluvia que se
hallaba en la punta del promontorio, junto al acantilado, Ulises contemplaba el
mar de los dioses y los hombres, el mar inmortal y solo como un pensamiento
inagotable, y una beatitud infinita, una serena paz nostálgica iba
invadiendo su alma. Mirando hacia abajo, a su derecha, podía ver la
cala, con una vieja barca abandonada cerca del rompiente, y, más
allá de las rocas, la mancha verde de un pinar. A la izquierda, allende
el acantilado, se abría la bahía, rodeada, por el lado de tierra,
de un gran anfiteatro de montañas soleadas. Aquel día el mar era
azul, de un azul gris de agave al alba, pero hacia el horizonte la neblina se
argentaba ligeramente. La marejada lo rizaba en olas rápidas y cortas
que, cerca de la costa, se encrespaban de espuma, la cual se deshilachaba al
llegar a los arenales y se prendía a la base de los peñascos con
arracimamientos que se diluían poco a poco. Ulises escuchaba el vasto
jadeo del mar, la respiración total de las movientes aguas, y,
más próximo y concreto, debajo del lugar donde se hallaba,
oía el retumbo de las gruesas olas avanzando y retrocediendo dentro de
las cuevas y cavernas o rompiendo contra los muros de roca, y aún, los
chillidos de las gaviotas en sus nidos. Y ora dejaba que su mirada vagase por
toda la anchura del horizonte, ora levantaba los ojos hacia el cielo, que era
de una pureza resplandeciente y de donde parecía llover el aroma de la
retama...
Colmado de mar, cielo y perfume, Ulises sentíase inmerso en
un éxtasis de los sentidos en el que el tiempo no existía y
—247→
la realidad se diluía en una calma aniquiladora. Su
espíritu, toda la sensible profundidad de su ser, sumergíase en
una paz sin recuerdos y sin anhelos, en la pura conciencia de la
destrucción, del reposo sin límites en la luz torrencial de la
muerte. Y para que aquellos instantes se prolongaran, sentíase tentado a
dejarse deslizar por la roca donde se hallaba acostado, a despeñarse
para siempre en el balanceo del mar sonoro, a flotar en el fresco oleaje,
oliendo eternamente aquellos efluvios embriagadores de la retama...
Pero no se movía. Las gaviotas seguían chillando.
¿Las gaviotas? ¿Era de las gaviotas aquel chillido que atravesaba
la quietud del aire y la luz, de aquella luz cada vez más
diáfana, más radiante, pero que no turbaba su maravilloso arrobo?
Ahora una de ellas volaba rozando las olas y desaparecía mar adentro,
para reaparecer después, lejana, en la altura, y borrarse de nuevo
engullida por el horizonte. Casi no se oía el chillar de las gaviotas, y
la luz, gradualmente, iba adquiriendo la transparencia que él anticipaba
en su sueño extasiado. Escrutando el horizonte, Ulises esperaba...
Pero sabía que no esperaba a la gaviota, la gaviota que ya
regresaba, blanca y única, de la lontananza. No esperaba:
presentía. El rumor del mar íbase trocando en la cadencia del
deliquio que lo embargaba. En sus nidos, las gaviotas habían callado. El
perfume de la retama se eterizaba, y respirarlo era como respirar la luz...
¡Oh, deslizarse, abrazado al remo, volver al mar inmenso que llenaba su
corazón y sus ojos, flotar al azar de las olas y un día resucitar
convertido en el sueño de la tierra! Ser en el mar el sueño de la
tierra, y en la tierra el sueño del mar... ¡Oh, la gaviota,
allá, sobre su cabeza!
Sobre su cabeza, en lo alto, la gaviota volaba describiendo anchos
círculos lentos, cerniéndose con las alas completamente
extendidas, inmóviles y refulgentes. Cerníase y descendía
lanzando, de vez en vez, un chillido corto, como embriagada por la inmensidad
del cielo y del mar. Mas para Ulises -que con la cabeza levantada seguía
las evoluciones del ave- el mar ya no existía: sólo veía
la pureza absoluta de un firmamento que era el simulacro de su paz y la gaviota
que se cernía en el azul trazando rápidos círculos, la
gaviota que, chillando, se había súbitamente convertido en una
noria de blancura que giraba vertiginosamente dentro de su alma, donde
—248→
una oréade huía gritando... El girar de la noria
iba amenguando poco a poco, y amenguaba también el eco del grito que
resonaba por los ámbitos de una luz más gloriosa, en la que
Ulises veía surgir las imágenes de su presentimiento convertido
ya en visión. Primero, como si se hubiese acercado al lugar desde la
altura, Ulises vio una ancha bahía detrás de la cual se
extendía una llanura de verdes olivares, cerrada, al fondo, por una
barrera de montañas de nevadas cumbres. En la playa, gente de las islas
cercanas saltaba ágilmente de las barcas de labradas proas y blancas
velas, para ir a reunirse con una multitud congregada al pie de una colina sin
árboles. La luz ungía los cuerpos armoniosos de los
jóvenes; en los viejos resplandecía una serena grandeza.
¿Quién era aquella gente?, se preguntaba Ulises con el
corazón latiéndole de alegría. ¿Qué rito o
qué fiesta los juntaba en los cantos y en la gloria de aquella
mañana en que todo parecía nimbado por una claridad de
epifanía? ¿Era aquello un sueño que provenía de un
pasado perdido para siempre o era una visión premonitoria del futuro
reinado de los hijos del sol? En la cumbre de la colina, sola, una doncella
coronada de olivo danzaba desnuda alrededor de un remo clavado en el suelo.
Danzaba lentamente, agachada la cabeza y sin mover los brazos, que
mantenía abiertos y alzados como dos ramas secas; danzaba inclinando
ligeramente el cuerpo ora a un lado, ora a otro, avanzando con el paso lento y
largo de la niebla, y sobre ella parecía pesar el cielo gris, el
silencio y la muda espera del invierno. De súbito, después de una
pausa, levantó la cabeza para mirar una de sus manos, que había
empezado a temblar levemente, dio una rápida vuelta y precipitose hacia
los puros espacios que acababan de abrirse ante ella, hacia las despiertas
lontananzas, con la cabellera deshecha y los ojos esperando las primeras
golondrinas, y giró y danzó como el viento en los valles que
reverdecen bajo la dulce sombra de las montañas. Y después
danzó el verano. En sus movimientos hubo el pródigo tumulto, el
peso y el maduro abandono de los días tendidos bajo ramas curvadas; y
sus manos subieron hasta sopesar los dos frutos de sus senos, y continuaron
ascendiendo hasta detenerse más arriba de la cabeza, como si sostuvieran
un plenilunio, y después cayeron hacia abajo, como si buscaran, dentro
de un agua que fluía dormida, la imagen de su cuerpo, el cual no estaba
en el agua sino que
—249→
corría ya, como una estatua viva
alrededor de una gavilla. Y, finalmente, para su sombra, que iba delante de
ella, huía y esperaba, danzó el otoño: fue mariposa
agonizante, gris llovizna, hoja que cae...
El grito de la oréade, agudo e insistente, dejó
oírse de nuevo, y la visión fue desvaneciéndose con la luz
que retrocedía hacia el mar. Sólo el remo se recortaba aún
en la cumbre de la colina iluminada, y, alrededor del remo, una gaviota volaba,
remedando el grito de la oréade.
-¿Adónde vais con ese remo? -preguntó Eumeos
sin levantarse del banco de piedra del casal donde estaba sentado.
Ulises, que se hallaba de pie delante de su antiguo porquerizo,
pareció no haber oído la pregunta. Sus ojos seguían fijos
en la pequeña figura que, bañada de luz crepuscular,
alejábase lentamente por los campos, detrás de los bueyes.
-La hija de Mesaulio... -murmuró, señalando con un
gesto del brazo en la dirección hacia donde miraba.
-¿La hija de Mesaulio? -dijo Eumeos, extrañado-. Que
yo sepa, Mesaulio no ha tenido nunca ninguna hija. Pero...
Ulises se volvió y, con el rostro iluminado por una
sonrisa, dijo:
-¿Qué decías, Eumeos?
Eumeos fijó durante unos momentos sus ojitos astutos en el
rostro de su amo y con el índice y el pulgar de su mano derecha
empezó a retorcerse los ralos pelos que formaban su barba.
Después, cogiéndose la rodilla con ambas manos y levantando el
pie de modo que no tocara el suelo, dijo, más hablando consigo mismo que
contestando:
-¿Yo? Nada... Me ha extrañado que mencionarais una
hija de Mesaulio, cuando sabéis tan bien como yo que no tuvo ninguna
hija. El pobre Mesaulio sólo tuvo dos hijos: Alfio, que marchó
hace años y de quien nunca se ha sabido nada; y Onétor, que no se
ha movido del lugar y que es quien mejor sabe domar las bestias para el
trabajo. En eso es como su padre, quien, aunque era un poco lirón,
entendía en las cosas del ganado... Pero ¿qué iba a decir?
¡Ah, sí! Onétor, el hijo de Mesaulio, se encuentra en los
campos dirigiendo la siega. Él y Laos, quien este año ha bajado
de Cimdaura, se habían
—250→
hecho muy amigos, a pesar de que
son tan diferentes como el sol y la luna. Onétor, como sabéis,
tiene un carácter más bien retraído, habla poco y rehuye
el jolgorio; en cambio, Laos tiene un espíritu vivaz, es un gallardo y
locuaz mozo, amigo de todo el mundo, volandero, a quien le cuesta tan poco
embarcar como desembarcar. No sé de quién debe haber heredado su
afán por el mar, porque su familia pertenece a la gleba. Laos se mueve
como una veleta. Yo lo vi nacer, poco antes de entrar al servicio del casal;
pero eso no significa que yo esté siempre de acuerdo con su conducta. Yo
soy un hombre que antes de hablar de las cosas lo piensa tres veces. En lo
tocante a esos dos, por ejemplo, creo que Laos tendría que ser un poco
más cuerdo y Onétor un poco menos. ¿Por qué andan a
la greña, ahora? Creo que Neria... Nada sé ni nada he visto, yo;
es sólo una suposición y me guardaría muy mucho de afirmar
algo que no me consta. Pero uno tiene oídos y, aunque no quiera, a veces
se entera de lo que habla la gente, especialmente las mujeres, que para esas
cosas tienen el olfato más fino que un perdiguero. Después de
todo, Neria ya no es una niña. Claro que yo no me meto en eso,
pero...
Eumeos calló durante un momento, el tiempo justo para
soltar la rodilla y coger la otra con las dos manos juntas en forma de
cazoleta. La sonrisa había desaparecido de los labios de Ulises, pero no
de sus ojos.
-Sí; Neria ya no es una criatura -prosiguió diciendo
Eumeos-. Los años han pasado rápidamente y los dos casales se han
ido vaciando. Es triste pensar en ello. Yo vivo solo, en éste, y vos en
el de arriba, con Neria. Diríase que aquí el invierno no se va en
todo el año. No me quejo, ¡eso no! ¿Qué puedo
esperar, yo? De viejo no se pasa, es cierto; pero yo quisiera llegar a muy
viejo y poder seguir viniendo a sentarme aquí durante muchos años
más, y contemplar los campos, y ver pasar las bestias y la gente, y
charlar un poco... Las palabras son el vino de la vida, díjome un
día no sé quién. Quizás lo dije yo mismo... Por
cierto, ahora recuerdo que ayer pasó por aquí un forastero que
preguntó por vos. Era un hombre alto, de rostro enjuto, y llevaba una
capa gris. Sé por Neria que esta mañana ha vuelto, y unas
espigadoras me han dicho que lo han visto rondar por los campos. No sé
quién puede ser. Causa una impresión muy extraña, ese
hombre... ¿Cómo decíroslo? Es como si fuera de todas
partes y de ninguna...
—251→
Volvamos a Onétor y a Laos. Pero
antes, pues creo que viene al caso, contaré la historia de Mayala, una
mujer de Cimdaura. Mayala, de joven, era muy hermosa, una de las doncellas de
más linda cara de la comarca. Tenía una belleza de índole
tranquila y suave, ojos azules y brazos muy blancos. Entre las muchachas
más lindas, a primera vista no parecía ser la primera, y entre
las feas su belleza, como ocurre a menudo, no parecía insultante.
Llegado el tiempo de casarse, Mayala, contra el parecer de la familia, se
decidió por un hombre sin oficio ni beneficio y más dado a la
jarana y a holgar que al trabajo. Mayala se levantaba cada día al rayar
el alba, cuidábase de los hijos, llevaba el trajín de la casa y
se alquilaba para las más rudas faenas del campo. Pero a pesar de todo
eso, no parecía desgraciada. Un día, una vecina le dijo:
«¿Cómo es posible, Mayala, que puedas vivir con un hombre
como el tuyo? Tú llevas una vida arrastrada, y él, en cambio, es
un gandul que no sirve para nada, excepto cantar, beber y vivir de balde. Te
compadezco, Mayala». Pero Mayala, levantando la cabeza y mirando con sus
ojos claros, contestó: «No hay caso. Sí, yo trabajo y me
afano, pero él me alegra la vida». Dicho esto, tal vez huelga
hablar más de Onétor. Por otra parte, parece que Neria se ha
decidido ya. Desde hace algunos días, cada mañana la oigo cantar
mientras saca agua del pozo. Lo que importa es estar dispuesto, como Mayala, a
pagar la alegría, el vino de la vida. Cuando se sabe dónde
hallarlo, ningún precio es caro. Mayala sabía el precio.
Comprendido esto, quizá tampoco sea necesario hablar más de Laos.
De él, sin embargo, bueno será que sepáis una cosa, y es
que es el hijo de Mayala... ¿A dónde vais, Ulises, con ese
remo?
Después de una pausa, Ulises preguntó:
-¿Por qué no te casaste con Mayala?
-¿Eh? ¡Vaya pregunta! Ella no me hubiera
aceptado...
Dicho esto, Eumeos, que había estado hablando con los ojos
bajos, levantó la cabeza y miró fijamente a Ulises. Y Ulises,
esta vez, no se asombró al advertir que los ojos del viejo porquerizo
brillaban con un resplandor azul en el que se reflejaba la imagen del
águila que volaba por encima del casal.
—252→
Cuando Ulises llegó a la cumbre de la colina el sol acababa
de hundirse detrás de la montaña que se erguía lejos ante
él, al final de la llanura. Abajo, al pie de la colina, donde el trigo
ya había sido segado, unas mujeres cargaban gavillas en la parte trasera
de un carro de altos e inclinados barandales, mientras en la parte delantera un
rapaz se esforzaba en hacer entrar, a reculones, entre los dos varales a un
grueso caballo negro de larga cola. No lejos del carro, las cuadrillas de
segadores trabajaban en silencio. La mirada de Ulises se detuvo un momento en
la cumbre enrojecida por el poniente; después, desviándose
rápidamente hacia donde la llanura era interrumpida por algunas ligeras
elevaciones del terreno cubiertas de algarrobos, no se detuvo hasta hallar, en
el centro de la ladera de la última colina, detrás de la cual se
encontraba el casal, el roble gigantesco donde su padre solía ir cada
atardecer y que entre la gente del país era conocido por el nombre de
«El árbol de Laertes». Ulises complacíase en pensar
que el espíritu de su padre vivía en aquel árbol de
poderoso tronco y abierto ramaje, y siempre había hallado gozo en la
veneración que inspiraba a la gente. El recuerdo de su padre se
había ido desvaneciendo de la memoria del pueblo -pocos viejos quedaban
que lo hubiesen conocido-, pero su nombre viviría mientras el roble
hundiese sus raíces en la tierra... Empezó a descender.
Al pasar por delante del carro, el rapaz, que por fin había
conseguido uncir el caballo, se le quedó mirando, extrañado de
verlo en aquel lugar con el remo sobre el hombro. Arriba del carro, sentada
encima de la gavilla más alta, una muchacha lo saludó con un
gesto de la mano. El crepúsculo se extinguía detrás de la
montaña, que parecía una enorme estatua yacente acabada de
fundir. Se encendieron algunas estrellas. Ulises avanzó hacia los
segadores. Sólo se oía el zumbido de las hoces al cortar las
espigas y el canto de los grillos. La llanura ya no era del día, pero la
noche aún no se había apoderado de ella. Ulises se sentó
sobre una gavilla tumbada y levantó los ojos: el cielo, hacia el este
oscurecido, ya estaba tachonado de estrellas. De súbito, el caballo
lanzó un corto relincho. Una mujer llevando un cántaro en la mano
pasó por delante de Ulises, sin verlo. Era Neria. De vez en cuando, un
segador interrumpía su trabajo e, incorporándose, se secaba la
frente con el brazo izquierdo: en la mano derecha la hoz
—253→
semejaba
la cola de una serpiente que se le hubiese enroscado en el brazo. El cielo y la
tierra ya eran de la noche. El carro arrancó ruidosamente, y
después de atascarse un par de veces en el rastrojo, entró en el
camino que conducía a las eras, con la sombra del rapaz agarrada
detrás. Neria volvió. Dio una vuelta alrededor de la hacina y, de
repente, trepó a ella.
Ulises, acostado sobre las espigas, contemplaba las estrellas. Los
segadores habían abandonado los campos, pero Neria no había
descendido de la hacina. Se oía, muy lejano, el traquetear del carro.
Una sombra se detuvo junto a la hacina y una voz murmuró:
-¿Dónde estás, Neria?
-¡Sube, Laos!
¡Oh, las estrellas, las altas estrellas, los hórreos
siderales en medio de las landas de la noche! ¡Oh, las estrellas sabidas
y los soles imaginados! ¡Oh, las estrellas eternas, la armonía, el
orden y el azar de la luz trenzándose en guirnaldas para la fiesta
infinita de los espacios! ¡Oh, las profundas estrellas! ¡Oh,
vivir!
(LAOS.-
Te miro, Neria, y no comprendo el ayer.
NERIA.-
Mis recuerdos empiezan en ti.
LAOS.-
Ayer...
NERIA.-
No pienses en ello. El ayer es como un cántaro que no
sabíamos dónde llenar. ¡No! ¡Ni eso! El
cántaro se había quebrado y seguíamos caminando
sólo con el asa en la mano...
LAOS.-
Pero ahora el asa sostiene el cántaro lleno de la
vida.
NERIA.-
Hay una gran paz en el mundo.
LAOS.-
Es como si alrededor nuestro todo acabase de nacer, Neria. Las
cosas, ahora, son ellas mismas, y su nombre ríe encima de ellas como la
espuma brilla sobre la ola...
NERIA.-
Sí; digo Laos y siento que tú vives en tu
nombre.)
¡Oh, las mieses de los astros! Las oscilantes luminarias
trazando la danza de sus órbitas, misterio y señal de abismo a
abismo, la caída y el retorno, el principio y el fin uniéndose en
el
—254→
ritmo prodigioso del tiempo puro, de los aludes ascendentes de
la inmensidad, de los vuelos glaciales de los vientos perdidos... ¡Oh, el
aniquilamiento, la siega de luz por la tiniebla y de la tiniebla por la luz!
¡Oh, morir!
(LAOS.-
El silencio vuelve más azul la noche, Neria. Tu cuerpo,
sumido en las espigas... Si cerraras los ojos, parecerías la estatua del
verano.
NERIA.-
Laos, hoz y vencejo.
LAOS.-
Te acaricio y te miro. Y caricia y mirada son como dos
risueños huéspedes atravesando juntos un mismo umbral.
NERIA.-
Laos, horqueta enhiesta.)
Las constelaciones meciéndose suavemente, la estrella de
la mañana cerniéndose sobre planetas ciegos, la colisión
nupcial de dos astros bajo una arcada de nebulosas... Y, más allá
aún, como la fimbria de una túnica de espacio sin fin, brilla un
cielo de millones de lunas volanderas. ¡Oh, la rueda rutilante en el
molino del cosmos! ¡Oh, las estrellas del espíritu! ¡Oh,
vivir!
(LAOS.-
Al verme por primera vez, te detuviste en medio del camino. Y
comprendí.
NERIA.-
Sólo esperándote podía llamarte.
LAOS.-
Pero ¿qué sabemos, realmente, Neria? El amor que
nos liga, ¿es un aura inquieta de primavera o un futuro de días y
rostros que nos fermenta en la sangre? ¿Qué eres?
NERIA.-
Quizás soy únicamente la hospitalidad de la
tierra, Laos.
LAOS.-
Sí, tú recibiste mi anhelo que se despeña:
eres como el tibio regazo de un valle, eres la espera sin gesto, eres la paz. A
veces me miras como si fueras algo muy remoto, como si fueses un viento
invisible que gira alrededor de una flor y la dobla...
NERIA.-
Laos, canción segura.)
—255→
Y los astros más allá del pensamiento... ¡Las
otras auroras! ¡Los otros ponientes! Los nuevos soles hilando sus
telarañas de cenits y nadires sobre las simas abiertas donde la
eternidad se hunde. La muerte de los cielos coronada de cometas secos...
¡Oh, morir!
(LAOS.-
Mis manos, tocándote, te ven, Neria, y mis ojos,
mirándote, te tocan...
NERIA.-
¡Oh, Laos!
LAOS.-
Tú eres como el verano que nos rodea: un gran beso que ha
madurado. Tú eres como la noche que avanza con la alondra de la
alegría oculta entre los senos. Tú eres como el mar...
NERIA.-
¡Ay, el mar!
LAOS.-
Tu boca... ¿No oyes, lejos, el mar?
NERIA.-
¡Ay, el mar!)
Ulises avanzaba por las mieses, con el rostro levantado hacia
los astros, y oía el rumor del viento regolfar sobre las espigas,
hundirse en ellas como un brazo inmenso, empujándolas ora a la derecha,
ora a la izquierda, en un suave oleaje que el plenilunio argentaba-
¡Oh, mar! ¡Oh, tierra!
Y siempre las estrellas, allá en la altura y dentro de su
alma, las ramas de las constelaciones en la tiniebla de los espacios, como sus
recuerdos y sus visiones en la hondura de su ser, precipitándose de un
lado a otro, bajo el ancho viento de la vida y de la muerte-
¡Oh, vivir! ¡Oh, mar!
El continuo oleaje de la sangre rompiendo contra los cantiles de
los sueños invencibles. El mar y la vida, siempre movientes, avanzando y
retrocediendo, con sus espumas y sus anhelos, con la gloria de sus soles y del
amor, con la derrota de lunas y besos, con jadeos y gritos. ¡Oh, el
sueño en la acción y la verdad en el espíritu! El combate
de los dioses y los hombres, la resistencia enemiga, habían creado
-más que la alianza sonriente- la imagen de su destino, que se
prolongaría, formidable e intacto, a través de los tiempos, mito
y fábula con resplandores de mediodía-
—256→
¡Oh, morir! ¡Oh, tierra!
La tierra era profunda de dolor y resurrecciones, y había
cantado a sus oídos el himno de las noches-
¡Oh, mar!
El mar era profundo de secretos y ausencias, y había
cantado a sus oídos el himno de las soledades-
¡Oh, tierra! ¡Oh, mar! ¡Oh, tierra y mar
unidos, dentro de su alma, por la misma corona de estrellas! ¡Oh, el alma
suya ya poseída por el canto del retorno!
Porque en aquella hora todo lo llenaba de supremas certidumbres.
Rodeado de mieses ondulantes, con la luna llena que seguía ascendiendo
por encima de las colinas, a su derecha, como si fuera la última ave de
sus vaticinios, y el resplandor de las estrellas que aclaraba el cielo estival,
avanzaba por los campos. Pero en él no había ni tristeza ni
alegría, sino una beatífica serenidad. Su canto de retorno era
también un canto silencioso de adiós tranquilo. Todo lo llamaba.
Y él seguía avanzando al encuentro de aquella voz múltiple
que cada vez tenía un acento más profundo y familiar. Y a
través de sus lágrimas, de aquellas lágrimas que
venían del fondo de su infancia, veía cómo la
montaña que tenía delante, lejos, mitad sombra y mitad claror, se
iba transformando lentamente en el rostro de su madre tal como lo vio aquella
noche en que se quedó dormido en aquellos mismos campos, y bajo el
rostro inclinado de ella veía el suyo, levantado en dirección a
la voz que lo llamaba de nuevo con el balanceo del mar, el ondular de las
espigas y el girar de las estrellas-
¡Oh, canto de retorno!
Una espesa nube cubrió rápidamente la tierra y, en
el horizonte, la montaña recobró su sombría ingencia
solitaria. Ulises seguía andando, con los ojos clavados en la tiniebla.
De pronto, se detuvo: una hoguera se había encendido en la oscura
montaña, cerca de la cumbre. Era una lágrima encendida, la
lágrima de fuego de la montaña, como una réplica a la que
sentía crepitar en su propia faz. Ya no veía con los ojos, sino
con la lágrima que caía, que también volvía, hecha
luz, y descendía de sus lágrimas antiguas, y que en el ardiente
descenso se agigantaba, inflamada por el viento del espíritu, e
incendiaba las mieses de su alma total revelada-
¡Oh, canto del fuego!
Pero la llama divina no proclamaba la embriaguez del retorno,
—257→
sino la certidumbre de que la vida era un comienzo sin fin entre
la risa de las llanuras y el hielo áureo de las cumbres. Nada terminaba,
nada moría jamás. Nacimiento y muerte, aparición y
transformación, materia y espíritu, giraban en el ritmo de una
fuerza que era siempre la misma, indiferente e indestructible. La ley de los
astros era la ley de las semillas, y en el equilibrio de la naturaleza, el azar
y el caos eran la forma externa de la libertad del amor. En el seno de la
creación, inmortal era el instante que eternamente pasaba-
Al salir Ulises del trigal, la luna se asomó por encima
de la nube y el viento cesó. En la montaña, la hoguera se
había apagado. Desde el lugar donde se encontraba veía, iluminado
por la claridad de la luna, el roble de Laertes, junto al que se recortaba la
figura del extranjero. Se dirigió hacia allí, sin
apresurarse.
Ulises habíase detenido ante el extranjero, que
seguía inmóvil, y esperaba. Entre ambos, en el suelo, se
extendía la ancha sombra del roble. Cuando por fin el extranjero
levantó el brazo y, con un gesto de la mano, señaló el
remo, Ulises, avanzando un par de pasos, entró en la sombra del
árbol. El extranjero volviose, para irse. Ulises descargose el remo del
hombro y, cogiéndolo con ambas manos por el lugar donde pala y mango se
unen, lo alzó. Ante él, la mole de la montaña se
oscureció bruscamente. Ulises clavó el remo en el suelo, y el
extranjero, al advertirlo, echó a andar hacia la montaña
sombría, en cuya cumbre acababa de encenderse otra vez la hoguera.
Solo junto al remo, Ulises empezó a desnudarse. La
hoguera, como una estrella de sangre, titilaba en las altas tinieblas que
cubrían la tierra y su espíritu. Se tendió desnudo sobre
la tierra, a la vera del remo. Aún oía el ruido de los pasos del
extranjero, noche adentro. La sombra de la montaña iba cayéndole
encima, y crecía, y jadeaba. El ruido, ahora, rodaba en torno a la
montaña -y en torno a él- con un rumor de mar y de viento. Ulises
extendió una mano y cogió el remo: lo sentía crecer, subir
hacia la estrella de sangre. Pero la estrella parecía cada vez
más lejana, y el remo ascendía lentamente, oscilando en las
vastas tinieblas, inclinándose bajo la furia
—258→
del viento...
Al soltar el remo, su mano cayó, abierta. Un águila roja
batió sus alas dentro de su alma, y voló, llevada por la
última ráfaga de viento, hacia los espacios del infinito que se
abrían iluminados por el resplandor de las divinales pupilas y donde
resonaba el eco de la caída del remo...