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ArribaAbajo- IV -

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ArribaAbajoLa muerte de Laertes

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I

La doncella de la alondra


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Cuando apareció la hija de la mañana, la aurora de rosáceos dedos...



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El sonido de cascos que había empezado a oírse poco ha, cadencioso y cada vez más cercano, llegaba del otro lado de la colina y diríase que avanzaba en derechura a la cumbre. De pronto, cesó.

Pero nadie apareció en la cumbre, dispuesto a descender por ese lado de la hondonada, ni ningún rumor indicó que la caballería regresara por donde había venido o se desviase por las laderas: la de la derecha, cubierta de pinares ralos y retamares, se extendía en suaves ondulaciones hasta el mar cercano; la de la izquierda, abundante en viñedos y olivos, terminaba en el cauce seco de un ribazo. La noche seguía igual -leves tinieblas como líos de redes abandonados bajo los árboles de más espesa fronda, súbitos y cortos rumores dentro de los zarzales, croar de ranas y flauteo de sapos por el lado de la alquería de Laertes, la brisa meciendo un cañaveral y, arriba, en medio de la corriente inmóvil del cielo, la noria rutilante de las estrellas. El secreto de la noche parecía dormir en los árboles.

Pero algo había cambiado. Algo ya no era de la noche. Las sombras continuaban siendo las mismas bajo la luz de las estrellas de primavera, ningún pájaro piaba y todo era aún de su paz y sueño. Había los mismos árboles inmóviles con su idéntica armadura de sombras, y otros que diríase poseídos por la brisa y adornados de guirnaldas estelares. En medio de todo lo que dormía y de la noche aparentemente intacta en su esplendor de silencio y misterio, detenida en hordas oscuras de arboledas, colinas y roquedos que parecían sucederse en una inmutabilidad dulce e intensa, la señal premonitoria -cambio tan esperado como imprevisto, anuncio de inminencias infinitamente repetidas   —192→   en el tiempo- había escogido su efímera estadía en la hoja más alta y sola del algarrobo de la cumbre de la colina: brillaba con una claridad disidente y nueva, y tenía un temblor que la noche acataba...

Volvió a oírse el sonido de los cascos, como si el jinete se hubiese apeado y el caballo marchara al azar, y perdiose abajo, por el lado de la llanura. De súbito, la claridad de la hoja se desvaneció y una mano de oro se posó sobre el tronco.

Un pájaro pió, leve y frágil y seguido, a ras del suelo, y el sonido fue propagándose poco a poco, aquí y allá, como si alguien sembrase a manos llenas cascabeles diminutos en los retiros más ignorados y sombríos. El primer gallo alanceó a la sombra; cuando el segundo contestó, la noche ya había muerto en el firmamento.

Entonces ella empezó a descender de la cumbre de la colina. Bajaba con los brazos levantados y la cabellera esparcida detrás, hasta la cintura, lenta de movimientos y tardo el paso, más aérea que terrestre aún y con los ojos fijos en la huida de los astros. A poca distancia de la cumbre se detuvo unos momentos para escuchar, ladeando la cabeza, solicitado el oído por el rumor, aún levemente perceptible para ella, del caballo que se alejaba y, a la vez, por los piídos que ahora se propagaban de un árbol a otro...

Dejando de escuchar, siguió descendiendo, pausada, entre troncos, y, sin frenar el ritmo de su marcha, miró al cielo y sonrió al advertir que iba cobrando el color de sus manos, de la misma manera que el agua, cuando ella la miraba, tenía un pasmo dorado que se alargaba como si quisiera copiar su cabellera. Ella sabía todo eso desde siempre. Como sabía que era necesario avanzar, lanzada y rauda al principio, por los anchos caminos movientes que ella misma iluminaba en la colina, empezaba el sonar de las esquilas.

Ella era más de allá hacia donde iba que de donde venía. Y venía del mar. Se levantaba en el horizonte marino y sólo sabía que le era necesario avanzar, lanzada y rauda al principio, por los anchos caminos movientes que ella misma iluminaba, hacia las caletas y promontorios de los cuales, cuando llegaba, las gaviotas levantaban su vuelo de palpitante blancura; y después, tierra adentro, más cautelosa y vacilante, como entregada a una lenta conquista de las cosas, una a una,   —193→   hasta que podía alzar brazos triunfantes entre halcones y humaredas.

Era una extraña y sencilla mensajera. Todo lo que tocaba y miraba nacía bruscamente a una realidad gozosa y radiante. Nunca había visto, ella, la gloria de la que no solamente era anunciadora sino también origen, y que, aun cuando la creaba, la perseguía y acababa aniquilándola. Pero en el último momento, siempre tenía tiempo de volverse para una breve despedida a todo lo que, en distancia sobre la tierra y en altura por el cielo, era un testimonio de su propia epifanía luminosa.

Si ahora volviese la cabeza vería el árbol de la cumbre -cuya hoja más alta había sido la primera señal de su llegada- completamente rojo, recortándose en el cielo áureo. Pero no se volvería. Aunque quisiera hacerlo; no podría, y por otra parte, tenía que proseguir hacia adelante, haciendo retroceder y desvaneciendo las sombras que, tercas o indolentes, se aplastaban contra el suelo, como bestias al acecho, se agarraban a los troncos o trataban de escabullirse, medrosas, hacia la espesura. Un gesto de ella bastaba: caricia de brusco y total aprisionamiento o dardo que se ahilaba hacia una lenta agonía. De vez en cuando, sin embargo, se demoraba un instante, para tocar levemente una hormiga que subía por el tronco de un pino, y se encendía como una gota de rocío, o bien para sacudir de un soplo la fina red de una telaraña calada entre dos arbustos, o coger una mariposa de alas mojadas y prendérsela en el pecho como una flor viva...

Cuando topó con el buey, el casal de Laertes estaba aún envuelto en la sombra, pero en el ruedo del cielo que se extendía encima del casal se hundía una tenue y recta humareda color de agave. La bestia, que la había visto desde lejos, se detuvo bruscamente y la esperó, bulto de sombra en la sombra.

¿De qué color era el buey?, se preguntó. Si pertenecía al corral de la masía de Laertes, y era de los pujantes, tal vez... No; era de los de labor, pardo, color de tejado, como podía ver ahora que le había iluminado bruscamente las pezuñas, las cortas patas, el pecho y la testuz. Color pardo; es decir, no pertenecía a ninguna de los dos yuntas de menor alzada   —194→   y blancuzcos, que eran los que le gustaban. Por aquel, y sin esquila, no valía la pena perder el tiempo. Sin embargo, rozó rápidamente con las puntas de los dedos las dos astas cortas, de una brillante lisura, sin ni siquiera mirarlas, y siguió adelante, hacia los sembrados, que atravesó por la mitad hasta dar con los álamos de hoja temblorosa del otro lado.

Tenía que apurarse. Al casal de Laertes estaba segura de que llegaría; pero justo, porque ya había en todas partes aquel ensanchamiento de luz que marcaba el umbral de su alegría y peso y expansión a la vez... Miró hacia la era, que surgió súbitamente de la sombra, así como los viñedos, a la derecha. Ahora avanzaba con la misma rapidez que su propia luz, como siempre, pero su impaciencia mezclada de temor se abalanzaba más allá, a lo lejos, cada vez más ávida de distancia, y ya columbraba los dos granados donde Euriclea había tendido un ancho y blanquísimo lienzo, y era cosa de un instante que su mirada alcanzase el poyo de la puerta del casal, de piedra roja y gastada por el uso en el centro...

Pero bruscamente se detuvo y, agachando la cabeza, dulcificado el rostro por una sonrisa de ternura, empezó a inclinarse hacia lo que había estado a punto de pisar, y no se dio cuenta de que la mariposa que llevaba prendida en el pecho emprendía el vuelo y desaparecía en el azul de la mañana.

Mientras se erguía de nuevo, soltó el aliento tres veces sobre lo que llevaba en sus manos ahuecadas, que había levantado hasta la altura de la boca, sin dejar de mirarlo ni de sonreír. Hecho esto, se puso las manos entre los senos y, casi maquinalmente, dirigió sus pasos hacia el casal. El rojo poyo brillaba, allá, pero la puerta permanecía oscura, invisible, y, al advertirlo, corrió hacia ella con una prisa súbita y asustada.

Llegó delante de la puerta, que ahora podía tocar alargando la mano. Pero al ir a hacerlo, recordó lo que llevaba y, lentamente, con un medroso y tierno cuidado, se agachó para dejarlo sobre el poyo. De nuevo erguida, vio la fina y esbelta sombra proyectada sobre la puerta resplandeciente. Llamó con los nudillos de los dedos, dos veces...

-¿Quién? -preguntó la voz de Euriclea dentro de la casa.

Y momentos después, desde detrás mismo de la puerta:

-¿Quién? -repitió.

A pesar de que no hubo respuesta por segunda vez, la puerta   —195→   se abrió y la vieja Euriclea apareció en el umbral. Miró a derecha e izquierda, extrañada de no ver a nadie, y se disponía a regresar adentro cuando vio que el disco del sol aparecía por encima del algarrobo de la colina. Entrecerrando los ojos, lo contempló unos momentos, con la cabeza ligeramente ladeada, hasta que la inclinó hacia el suelo al oír los piídos quejumbrosos de la pequeñita alondra que había en medio del poyo...



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II

Dolio


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Dolio se fue derechamente a él, con los brazos abiertos...



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-Todos sabíamos que Ulises había vuelto; y él, Laertes, también. Pero no lo mentó. No sé quién debió decírselo. En todo caso, no fue ni la vieja Euriclea, ni tú, ni yo, ni ninguno de los nuestros. Desde hace años nos tiene acostumbrados a su talante cazurro, tan poco dado a hablar. Pero ahora se me ocurre que tal vez oyó los ladridos del perro. ¡Pobre Argos, tan tullido por la vejez que ni fuerzas encontró para moverse del poyo en que tomaba el sol! ¡Pobre Argos! Hubieras tenido que verlo, ante Ulises, al que había reconocido súbitamente, a pesar de la traza extraña de su antiguo amo, y de que éste, de momento, permaneciera silencioso. El perro estaba allí, tendido, meneando la cola y mirando a Ulises con sus ojos turbios y legañosos, mientras ladraba, o mejor dicho, emitía de cuando en cuando y cada vez con menos fuerza, unos gruñidos plañideros que partían el alma. Quizás oyera al perro, o quizás, más tarde, oyó el zumbido de la honda y las carreras de los intrusos por los senderos y atajos... Buen recaudo de certeras pedradas les arrojó, y ellos huían como bandada de pajarillos asustados por el halcón. Ya era hora de que terminaran las orgías... ¿Qué iba a decirte? Te hablaba de Argos, ¿verdad? ¡Espera! Nos hacemos viejos; todos hemos ido envejeciendo sin advertirlo, y a veces nos falla la memoria; no podemos levantar nuestros pensamientos, como Argos no pudo levantar la cabeza. Argos, digo, fue el primero que lo reconoció; y después, cosa rara, nadie lo ha visto más... Bueno, no hablemos más del perro. El caso es, como te he dicho, que Laertes lo sabía. Lo comprendí en el mismo momento de verlo, cuando me llamó, como cada día, al atardecer. Yo había llegado de coger zarzales para hacer la valla de la era de arriba, cuando el chico mayor vino a decirme que   —200→   Laertes quería hablar conmigo en seguida y que lo encontraría bajo el roble que hay más allá de los corrales. Lo vi de lejos, apoyado en el tronco, vuelto el rostro hacia las tierras de labranza y al encendido poniente. «¿Debe saberlo? -me pregunté mientras me acercaba-. No, no sabe nada; de lo contrario se habría mudado de ropa». Porque has de saber que llevaba puesta la misma chaqueta pringosa y remendada que no se ha quitado de encima desde que se fue Ulises, ¡fíjate los años que hace!; y llevaba sus grebas de cuero, llenas de barro, atadas a las piernas, e iba tocado con el bonete hecho de piel de cabra que no se quita, creo yo, ni para dormir. Así, pues, yo iba acercándome dándole vueltas a si lo sabría o no lo sabría, cuando, de pronto, pensé: «¡Hombre, claro que lo sabe! ¡Dolio, eres un badulaque por no haber caído antes en la cuenta, con tenerlo como lo tenías ante los ojos!». Laertes se hallaba bajo el roble, como tantas veces lo he visto allí, pero se apoyaba en el tronco, ¿comprendes? Apoyado, te digo, ¿entiendes? ¿No? No me extraña, pues siempre has sido un poco torpe de entendederas para comprender las cosas... ¿Has visto alguna vez que Laertes se apoyara en el tronco de un árbol, en una pared o en lo que sea? Laertes es viejo, muy viejo; los años, el trabajo y la ausencia de Ulises han debido minarlo, pero su temple no ha menguado, sus pasos no vacilan ni le tiembla la voz. Siempre ha llevado las riendas con mano firme, y por eso nadie ha podido meter mano en su hacienda, bien al revés de lo que pasó con la de Penélope. Claro que una mujer sola... Laertes nunca pregunta nada, pero lo sabe todo. Mirándote a los ojos te dice: se ha de hacer esto, aquello, y lo harás tú o lo harás hacer de determinada manera, y todo se cumple de acuerdo con su mandato. Mira, aquel año que se hundió la techumbre del establo de las vacas... Pero no viene al caso, ahora. ¿Qué te decía? Paso de una cosa a otra sin ton ni son... ¿Me escuchas? Aún tienes los pies helados. Sí, los míos también lo están, no es preciso que me lo digas, mujer. Me parece que ya no llueve... Euriclea tendría que ir a descolgar... ¡Oh, pero qué tonto soy! Ya no es preciso, porque... Pues, continuando con lo que te decía, Laertes estaba apoyado; no a dos o tres pasos del árbol y con los brazos cruzados, como tenía por costumbre, sino, como te he dicho, apoyado y con los brazos caídos. «Lo sabe, no hay duda que lo sabe. Ahora ya no hay lugar a dudas»,   —201→   pensé echándome a temblar. Laertes debió advertir mi llegada, pero no se movió; continuó mirando al sol que se hundía tras las montañas. No sabiendo qué hacer, miré también hacia el poniente. Jamás el disco solar me había parecido tan enorme como aquél, como el de ayer tarde; y era de un color rojo anaranjado. Jamás, tampoco, había contemplado una puesta de sol tan lenta; parecía que se hubiese atascado a medio hundirse y que iba a permanecer de aquella manera para siempre. De reojo miré a Laertes: parecía un dios de arcilla roja, o que se hubiera vestido de amapolas... El mechón de pelo que se le enmaraña a cada lado de la cabeza tenía el color de las mazorcas secas y sus ojos parecían dos ascuas. Seguía inmóvil, sin parpadear, como ausente de este mundo. De pronto, la luz rojiza desapareció de encima de Laertes, como si se la hubieran arrancado de un tirón; y no tuve que volver la cabeza para saber que el sol se había puesto. Entonces, y sin mirarme, Laertes empezó a hablar con voz lenta y segura. Me volvió a coger el temblor de antes. Tenía miedo, un miedo que provenía de aquella voz de Laertes que, con todo, no sonaba como siempre. Tenía que hacer un esfuerzo para no perder el significado de lo que me decía. Mañana debía hornear, sacar el estiércol del establo y cambiar de sitio los sacos de algarrobas, porque las ratas habían agujereado un par de ellos... Dejé de temblar. La voz de Laertes seguía dándome órdenes, y yo notaba que una gran tristeza me invadía, como si bruscamente el mundo hubiese dejado de tener sentido. ¿Por qué no me miraba, Laertes? Mientras hablaba, sus ojos continuaban fijos en el lugar por donde se había puesto el sol. En lo alto, muy arriba, del lado de las montañas, volaba un águila y se oía un gran concierto de grillos. Laertes habló entonces de los bueyes... No sé lo que dijo acerca de los bueyes; no lo entendí y no me atreví a hacérselo repetir. No hacía falta: yo había comprendido, finalmente, por qué Laertes no se atrevía a mirarme y por qué una tristeza tan profunda se había apoderado de mí. Laertes me daba órdenes por última vez, y él lo sabía... Tras unos momentos de silencio, me dijo: «Avisa a Euriclea que venga a encontrarme aquí. Ya puedes irte, Dolio». Y lo dejé sólo, allí, apoyado en el tronco del roble. Ante él, la noche empezaba a oscurecer las montañas, y yo sentía que mi tristeza me pesaba sobre el corazón como una losa negra. Euriclea bajó del   —202→   casal de Penélope; tú misma te habías acercado a avisarla, porque yo, antes que anocheciera, tenía que preparar el pienso para los animales. Euriclea, cabizbaja y andando con su paso menudo, como siempre, fue en busca de Laertes, bajo el roble. Al cabo de un rato, era noche cerrada ya, volvió a pasar hacia su casa; y después, casi detrás de ella, llegó Laertes. Y hoy, al rayar el alba, Euriclea ha vuelto, con un hatillo bajo el brazo. Sin decir palabras, ha entrado en el aposento de Laertes y lo ha lavado y ungido. Pero Laertes, en vez de vestirse, se ha vuelto a meter en la cama, desnudo. «Ve a abrir de par en par la puerta del casal, Dolio», me ha dicho, mirándome derecho a los ojos, esta vez. «Y deja abierta también la puerta de la habitación. Esta mañana vendrá Ulises». Desde el portal he visto cómo Euriclea tomaba el camino del azud, y después la he oído batir ropa. No ha tardado mucho en regresar, para tender en la cuerda que hay entre los dos granados la pieza lavada, un lienzo blanquísimo de lino: el sudario de Laertes, tejido por Penélope. Apenas lo acababa de tender, ha llegado Ulises. En verdad, lo he encontrado algo cambiado: más alto y robusto, sí, un hombre de buen ver, con el rostro, ¿cómo te diré?, el rostro de un hombre que ha pensado mucho en las cosas, que lo sabe ver todo de una manera distinta a como lo ven los demás, ¿entiendes? Y él a mí también me ha encontrado cambiado, claro; no en balde han pasado veinte años desde que se fue, porque al verme ha tenido de pronto un momento de vacilación, no me ha reconocido de golpe. Lo he acompañado hasta el dintel de la habitación de su padre, y lo he visto entrar y arrodillarse a la cabecera del lecho, y besar las manos del viejo; y antes de marcharme he podido darme cuenta de que desde la ventana de la habitación se podía ver el sudario tendido. Yo no sabía qué hacer; no tenía ánimo de hacer nada. Pensaba en Laertes, acabándose en su lecho, en Ulises que había vuelto y en el sudario que no me atrevía a mirar, allá delante de mí, secándose al sol, entre los dos granados. Pero cuando no miraba al sudario, pensaba en él; parecía que estuviera tendido también dentro de mí... Con él amortajarían a Laertes aquella noche, o al día siguiente, pues si el viejo se había metido en cama es que se sentía acabar, y no era hombre para equivocarse en las cosas del vivir y del morir. No, Laertes no se había equivocado nunca, ni en las personas ni en los animales.   —203→   «Me acercaré a ver a Penélope; así quizás me sacuda un tanto la tristeza y el encogimiento», me dije. Pero desistí inmediatamente, pensando que si Laertes me necesitaba y yo no estaba allí... ¡Oh, aquel sudario! Del extremo de un dobladillo se escurría un goteo muy tenue, como una hebra de agua, que caía sobre una piedra... La sombra de un pájaro atravesó, veloz, el lienzo blanco; y de pronto me vino a la memoria que al llegar Ulises y salirle yo al encuentro con las dos manos tendidas, nos habíamos detenido precisamente ante el sudario y su sombra había permanecido en la tela un instante, en toda su altura. ¡La sombra del hijo sobre el sudario del padre, y en el día de su regreso! Estaba con estas cavilaciones, cuando Euriclea se acercó al lienzo y lo tocó: estaba húmedo, aún, y se fue, no sé dónde. El sol estaba muy alto; hacía una mañana de luz templada y amplia que más parecía de primavera que de otoño. Entré en el casal. La puerta de la habitación de Laertes seguía abierta y yo podía oír la voz monótona y opaca del anciano que hablaba a Ulises. «Eras un chiquillo -decía- y quizás no te acuerdes. Habíamos salido juntos a pasear por los campos y la huerta y me preguntabas a propósito de cada cosa que veías; y yo te iba diciendo sus nombres, e incluso te dije que te daba diez manzanos, trece perales, cuarenta higueras y cincuenta tiras de cepas de diversas clases. '¿Qué voy a hacer de ello ahora?', me preguntaste. 'Consérvalo para cuando seas mayor'. Pero quien lo ha conservado, y no te hago ningún reproche por nada, Ulises, he sido yo. Yo te lo he conservado todo para que tú lo continúes... Porque la tierra sólo tiene una ley: continuar...». Andando de puntillas, entré en la habitación para recoger las grebas de cuero y el bonete que Euriclea había dejado en un rincón. Ulises estaba sentado encima del lecho, con una mano de Laertes entre las suyas. Un rayo de sol caía sobre el lecho. El anciano seguía hablando: «Y no espera... Yo sólo sé que existen los soles y las lunas, muchos soles y muchas lunas... y que hay las piedras y las hierbas infinitas, los animales innumerables y las semillas de donde todo procede... Después hay también la lluvia y los vientos, y en el centro de todo, señor y esclavo, hay el hombre, y la voluntad del hombre... La tierra quiere ser tocada. El hombre se inclina, la toca y, cuando se levanta, es más fuerte. Tú me dirás que también existe el mar. Sí, pero tiene otra ley...». Y de esa manera seguía hablando el   —204→   viejo, con éstas y otras palabras llenas de sabiduría, y Ulises lo escuchaba con la cabeza ligeramente inclinada y aquella expresión en el rostro de cuando, siendo niño, veía por primera vez una cosa que le llamaba la atención; y yo ronceaba por la habitación, con las grebas y el bonete, hasta que, temeroso de que mi presencia pudiera enojarlo, salí afuera por la puerta trasera y di a una de las nueras, que estaba desgranando mazorcas, las grebas y el bonete, diciendo que encendiera en seguida una hoguera y lo quemase... ¿Te has dormido? ¿No? No sé por qué te explico todo eso... A mediodía el sudario estaba aún tendido, allí, entre los dos granados, pero ya no goteaba. Euriclea se había sentado bajo el granado de la derecha, esperando... «Sí, el dobladillo de abajo aún debe estar húmedo», pensé yo. Poco tiempo después, Penélope bajó del casal. Pasó junto a mí, sin verme, y entró en la habitación de Laertes. Tenía una mirada extraña, profunda y brillante, y parecía rejuvenecida. Me llegué hasta el cerro desde el que se divisa el mar: era un inmenso sudario azul. Ya sabes que a mí nunca me ha gustado el mar. No sé por qué. El mar no es de nadie... Volví en seguida. Euriclea permanecía sentada bajo el granado, con las manos en el hueco de la falda. Penélope, desde el interior, abrió la ventana de la habitación de Laertes. Fui a sentarme en un banco, caliente del sol; y pensaba en las palabras de Laertes sobre el sol, la luna y la tierra. ¡Qué manera especial de decir las cosas tenía! Femio, cante o hable, posee en verdad una manera propia y hermosa de expresarse, pero sus palabras son un mundo incomprensible; vuelan o huyen, son bellas e irreales. En cambio, cuando Laertes habla, sus palabras son aquello de que está hablando, ¿me entiendes? Te lo diré de otro modo. Pongamos por caso que Laertes te dice: «Los bueyes...». Pues bien, al decirlo, sólo por el hecho de decirlo él, tú adviertes que en sus palabras pesan y alientan los bueyes. Hundido en estas cavilaciones, mi tristeza se había condormido y el tiempo iba pasando. El sol empezaba a inclinarse hacia poniente. De vez en cuando, por la ventana abierta, salía el murmullo fatigoso de Laertes. El lebeche ponía un temblor en el sudario. Euriclea se levantó y empezó a descolgarlo. Yo entonces volví a la habitación de Laertes y me apoyé en la pared, porque una gran debilidad se había apoderado de mis piernas. Detrás de mí entraste tú. Telémaco ya estaba allí, sentado en el lecho,   —205→   junto a su padre. Penélope se hallaba al otro lado, de pie, frente a la ventana abierta de par en par. Laertes se estaba acabando: su respiración era cada vez más sibilante y tenía los ojos cerrados. Daba la impresión de no sufrir. De vez en cuando, sus labios se movían, pero las palabras que no llegaban a nuestros oídos parecían hacer más denso el silencio de la habitación. De pronto, con un gran esfuerzo, se incorporó a medias y, abriendo los ojos, dijo: «Ulises... ponte allí... que te dé el sol... te veré... mejor». Ulises se levantó de la cama y, lentamente, moviéndose como si se apoyara en el silencio, fue a colocarse en el centro de la habitación, donde el sol daba de lleno. Por primera vez, advertí que los cabellos de las sienes habían encanecido. Estaba con la cabeza baja y los hombros caídos, como si el peso de los brazos los tirara hacia abajo. Laertes sonreía, mirándolo. Y dijo: «Recuerda que el año próximo... se han de devolver a Neri... cinco fanegas de trigo... y que... la yegua...». El cansancio lo obligó a detenerse. Luego prosiguió: «Todo está bien... ahora. La mar enemiga... ¿Dónde está Argos?». Sin cerrar los ojos empezó a desvariar. Penélope tenía los ojos arrasados de lágrimas. Nuestra gente comenzó a entrar, uno tras otro. Primero entraron las tres nueras, y después la anciana sirvienta de Laertes, que había venido de las islas tantos años atrás; y todas se sentaron en el suelo, en torno del lecho, y ocultaron el rostro con las manos. Luego entraron nuestros hijos. Y aunque Laertes había vuelto a tenderse en el lecho y sus ojos ya no podían ver, Ulises permanecía en el espacio iluminado por el sol. Euriclea fue la última en llegar, y no entró en la habitación: se quedó a la parte de fuera de la puerta, con las manos cruzadas a la altura del vientre y, encima de las manos, doblado y colgando, el sudario. Un buey mugió en el establo. Miré por la ventana: en la cuerda tendida entre los dos granados había un pajarillo; más allá, en la explanada, el pajar; y más allá aún se extendían las eras, los campos de cultivo, los prados y los viñedos y, al fondo de todo, las montañas que se iban azulando... El jadeo de Laertes menguaba, pero la sonrisa no había desaparecido de sus labios. El buey tornó a mugir, más fuerte que antes, con un mugido que parecía salir de la tierra e invadirlo todo con la plenitud cálida, profunda y vasta de una gran ráfaga vernal. Cuando cesó el mugido del buey, una de las nueras que estaba sentada   —206→   en el suelo prorrumpió en sollozos. Laertes levantó el brazo derecho: «La tierra no llora... nunca». Dichas estas palabras, el brazo cayó pesadamente y la sonrisa desapareció de sus labios. Entonces Euriclea entró; y todos salimos... Ahora vuelve a mugir el buey, ¿oyes?... ¿Te has dormido?



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III

Argos


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Al advertir que Odiseo se acercaba, lo halagó con la cola y dejó caer ambas orejas, mas ya no pudo salir al encuentro de su amo.



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Primero fue el olor.

Argos, tendido en el poyo del casal de Penélope, con la cabeza entre las patas estiradas, levantó los ojos hacia el cerro que tenía frente a sí, más allá de la alameda, y envaró la cola. Siempre y en todo lo primero era el olor. Esta vez le había llegado después de una mezcla de olores de madreselva, de mosto y estiércol. Oler era recordar y conocer. El olor que llegaba del cerro, antes de traer a su instinto la seguridad de la aparición que anunciaba, fue para él como un deslumbramiento doloroso, como una cabalgata de imágenes y sones procedentes de su propio pasado y de reminiscencias ancestrales de la raza: hombres sombríos cubiertos de pieles que humeaban bajo los aguaceros, rayos de sol que caían como lluvia de oro de las ramas de gigantescos árboles en selvas interminables, cuchillos que brillaban como relámpagos, el sonido de los cuernos de caza que subía como sonora humareda, el olor de la sangre encima de una piedra que los sacrificios habían consagrado, el perfume del hinojo, las patas y los colmillos del jabalí que, en la agonía, se revolvió contra Él y lo alcanzó en el talón...

Era Su olor. No había duda.

Sin apartar la mirada del camino que dividía la cima del cerro, Argos, presa de una alegre certidumbre, intentó levantarse del poyo. Se removió sobre las patas, dos o tres veces, pero al cabo se desplomó. Era inútil. Nunca se había notado las patas tan tullidas como aquella mañana, ni una debilidad tan grande se había adueñado de su cuerpo. ¡Tan hermoso que habría sido poderse lanzar, corriendo, por aquel sendero, y llegar a la cumbre al mismo tiempo que Él, que ya subía por la otra vertiente! Los olores de madreselva, de   —210→   mosto y de estiércol se perdieron en una vasta ráfaga que empezó a soplar del lado del mar. ¡Oh, el olor del salobral que postergaba todos los demás olores! Pero, cosa rara, el de Él se mantenía quizás más intenso aún, más evidente. Argos emitió un gemido lastimero, y de igual manera que en las ráfagas marinas se habían desvanecido los olores, se apagaron en su interior las imágenes de los hombres sombríos, de las selvas, de los cuchillos, de los jabalíes, los olores de sangre y el hinojo y el sonido de los cuernos de caza...

Argos esperaba, jadeante y con los ojos muy abiertos. El paisaje se reflejaba, mínimo e intacto, en las oscuras pupilas del perro: la delicada línea del sendero que comenzaba después del puentecillo de madera y subía serpenteando hasta la cima del cerro, los álamos medio desnudos de follaje, el maizal, a la derecha, como un cañaveral esclarecido, la nube blanca que, tras haber pasado ante el sol, huía hacia el este... Y todo ello frágil, infinitamente minúsculo, pendiente de un movimiento de la cabeza del perro o de que cerrara los enrojecidos y lacrimosos párpados. Pero los párpados no se cerraban. De pronto, en cada una de las pupilas de Argos el arco de la cumbre se quebró y apareció Su figura, nítida e irrisoria, como un insecto prendido en el borde de una hoja, recortándose en el cielo matinal. Lentamente, alzó el brazo derecho, puso la mano a media frente, a guisa de pantalla, y permaneció así un rato. Su olor lo alcanzaba ahora como una flecha. Argos volvió a gemir y cerró los ojos...

Cuando volvió a abrirlos, Él iba descendiendo hacia el casal con paso lento y seguro. En los ojos del perro, todo el paisaje parecía ir cambiando y ordenándose de una manera distinta en torno a la pequeña figura viva. Dijérase que los árboles, el sol, el cielo, el sendero, todo cuanto, poco ha, habían sido imágenes definidas en ellas mismas, existía ahora solamente porque la presencia de Aquel que seguía avanzando lo exigía y justificaba; y que si Él no estuviera allí, todo se derrumbaría irremediablemente, volvería a desligarse de toda significación y a aflorar en la conciencia contemplativa de Argos tal como había estado durante años y años...

Cuando sus pasos se oyeron próximos, Argos ya no cesó de gemir, con la cabeza gacha.

-¿Me has reconocido, Argos? -dijo la voz.

E inmediatamente después de la voz, el perro notó que   —211→   unos dedos le cogían la piel flácida que le colgaba bajo la mandíbula y, tirando de ella suavemente, lo forzaba a levantar la cabeza. De momento sólo vio los ojos de su antiguo amo, unos ojos que se clavaban en los suyos como dos oscuros soles; la antigua mirada, entendedora y difícil, que ordenaba y acariciaba; luego vio la frente alta y lisa, surcada por aquellas tres profundas arrugas que le daban un aire pétreo, la nariz recta, de anchas aletas y, finalmente, la boca, grande, levemente caída, con una soledad propia, de la que parecía colgar una sonrisa de compasión. Mas cuando Él se hizo atrás y Argos pudo ver la totalidad del rostro, vasto y escrutador, sintió que un estremecimiento de felicidad recorría todos sus miembros. Y Argos ladró.

Argos ladró una vez, se detuvo y volvió a ladrar. La mano de su dueño, lenta y acariciante, se deslizó desde las orejas hasta el comienzo de la cola. Y Argos ladró por tercera vez. Después, jadeante y agotado por el esfuerzo, diose vagamente cuenta de que Él se levantaba y con paso largo entraba en el casal. Entonces cerró los ojos y, en medio del sopor que se iba adueñando de él, el eco de los cuernos de caza se mezclaba con un graznido lejano...

Un cuervo cruzaba el cielo.

A media tarde había una bandada. Iban y venían, describiendo anchos círculos encima del casal, sin dejar de graznar. Desaparecían de pronto, sus ásperas voces dejaban de oírse, pero Argos sabía que no estaban muy lejos y que no dejaban de observarlo desde el ramaje de un árbol o desde lo alto de una roca. Argos sabía.

Argos continuaba tendido en el poyo del casal, y esperaba que llegase la noche. Euriclea salió a sacar agua del pozo. Después Argos la oyó que entraba en la cocina y cogía un barreño. El sol empezaba a alargar las sombras de las mazorcas colgadas en la fachada de la casa. Dentro, Euriclea y Él hablaban en voz baja. Los cuervos seguían volando.

Cuando se encendió la estrella de la tarde, Él salió y se dirigió hacia las eras. Más tarde, ya noche cerrada, salió Penélope, con la linterna encendida... Los cuervos ya se habían marchado. Empezaron a cantar los grillos y a encenderse las luciérnagas. Había llegado el momento para Argos: se dejó   —212→   caer del poyo y comenzó a arrastrarse hacia el olivo, fuera del recinto.

Escondido dentro del tronco del olivo, Argos, aun antes de abrir los ojos, supo que era de día por los chillidos de los cuervos. Ya podían graznar cuanto quisieran, que no saldría nunca. Llegar hasta allí le había costado arrastrarse casi toda la noche, batallando con sus patas tullidas y tirando con todo su cuerpo. Más de una vez había temido que las fuerzas le fallasen, en cuyo caso hubiera tenido que morir en descampado, donde su cuerpo, al día siguiente, sería fácil presa de los cuervos. Ya podían graznar, que no lo habrían. Ahora ya podía morir. Se hallaba dentro del tronco hueco del viejo olivo y, además, Él había vuelto. Ahora, pues, todo estaba bien. Por una rendija del tronco, miró afuera. En el suelo, en torno al olivo, giraban rápidas, una en pos de otra, como arcaduces de una enorme noria, las sombras de los cuervos. Abajo, más allá de los viñedos de la ladera, bajo el sol matutino, se veía el casal de Laertes, que le era tan familiar como el suyo. Una sábana entre los dos granados. Junto al de la izquierda, hacía mucho, muchísimo tiempo, había conocido por primera vez el amor con una perra del pueblo, en una noche de viento. Nunca más, en toda su vida, había hallado un olor como el que dejaba aquella perra con manchas negras... El amor se había repetido, pero aquel olor, no...

El graznar de los cuervos parecía haberse alejado. ¿Es que los pajarracos volaban más alto o era que...? Percibía los olores más débilmente: tenues hilos de olor que se enredaban unos con otros, se quebraban y volvían a anudarse... Su mirada también se enturbiaba; del casal de Laertes sólo veía la sábana blanca, revoloteando al viento. Sí, quien lo mezclaba todo era el viento, como siempre. Y los cuervos, ¿habían huido? No; sus sombras seguían rodando, rodando, allí, en frente... Como los olores y como las imágenes. Todo venía de todas partes, de dentro y de fuera. El olor de la perra se mezclaba al olor de la sangre en la piedra de los sacrificios. ¡Otra vez el sonido de los cuernos de caza! Los hombres sombríos cubiertos de pieles humeantes estaban al acecho en la selva oscura y las bestias huían perseguidas por la jauría... No, los cuervos no lo habrían. El sonido de los cuernos de   —213→   caza ahogaban sus graznidos, como el olor del salobral ahuyentaba los demás olores. Los hilos de olor iban adelgazándose. El balumbo hirsuto del jabalí atravesaba un claro y se perdía en la espesura. Los cuernos de caza sonaban cada vez más altos... ¿Por qué, de pronto, todo se entenebrecía? Del casal de Laertes, cubierto por las tinieblas, subía el olor de los bueyes... Las sombras de los enmudecidos cuervos giraban en torno al olivo, rutilantes como una rueda de luz, girando en las tinieblas... Los cuernos de caza seguían sonando.

Ya no había olor, ahora. Sólo tiniebla exánime, tendida. Pero el sonido de los cuernos, como si brotara de la tierra, se alzaba como una orden de partida, y toda la sombra comenzaba a levantarse como una silente tempestad que al agigantarse tomaba la forma de Su figura... La sombra inmensa se movía hacia adelante, levemente curvada, empujada por el brusco viento que procedía de los astros, mientras Argos, hecho ya sombra también, comenzaba a seguirla, sin advertir que el eco de los cuernos se confundía con el murmullo del mar...



  —[214]→     —215→  
IV

Euriclea


  —216→  

... a la cual había comprado Laertes con sus bienes en otro tiempo, apenas llegada a la pubertad, por el precio de veinte bueyes; y en el palacio la honró como a una casta esposa, pero jamás se acostó con ella, a fin de que su mujer no se irritase.



  —217→  

Euriclea, al oír las palabras de Laertes, cayó de hinojos. Él dijo aún:

-Harás cuanto te he dicho. Y ahora, vete.

Ella alzó lentamente la cabeza. Sus ojos fueron recorriendo el cuerpo de Laertes que, casi umbroso, se confundía con el grueso tronco del roble contra el cual se apoyaba, y se detuvieron en la testa, iluminada por el resplandor de las estrellas. Y ahogando los sollozos, murmuró:

-Así lo haré...

Y se alejó del árbol y de Laertes. Al llegar a un recodo del camino se detuvo bruscamente, cogió con ambas manos la espesa y larga cabellera que se le había deshecho al caer de rodillas ante él, la arrolló rápidamente en un flojo rodete y prosiguió su ruta. «¿Se habrá dado cuenta él? -pensó-. ¡Oh, no! Ni siquiera me ha mirado. No es posible que se acuerde, después de tantos años».

Muchos años habían transcurrido, en verdad, desde aquella noche en que sus cabellos se habían deshecho también bajo el mismo roble. Mas a pesar del tiempo, ella no lo había olvidado. Fue poco después de haber entrado al servicio del casal. La gente dijo que Laertes había pagado a su padre veinte bueyes, tantos bueyes como años tenía entonces Euriclea. Pero nunca lo creyó, y no porque no los valiera, ella, veinte bueyes, en aquel entonces. Pocas doncellas había en la comarca que fuesen tan bellas y tan hábiles en toda clase de menesteres como ella. Cuando llegó al casal, Anticlea, la mujer de Laertes, la había recibido de pie en el umbral, con Ulises, un rapaz que no tendría más allá de tres años, agarrado al muslo. Anticlea le preguntó de dónde venía y qué gente era la suya. Ella se lo dijo prontamente. Y Anticlea sonrió,   —218→   porque desde el primer momento había hallado gracia a sus ojos...

Euriclea andaba en pos de su delgada sombra. A un lado y otro del sendero los plátanos se estremecían en un gran temblor de hojas. Lejos, en los aguazales, croaban las ranas.

Sí, había hallado gracia a los ojos de Anticlea, igual que a los de Laertes. Había llegado en la época de la siega; las eras rebosaban de gritos y risas. Ella espigaba, ataba gavillas y cuidaba de Ulises, que Anticlea le confiaba a menudo...

Cesó por unos instantes el croar de las ranas y se dejó oír la nota breve y líquida de los galápagos. Euriclea caminaba por el borde de una acequia.

Sucedió una noche, después de la vendimia, una noche tan clara como la de hoy. Ella regresaba al casal llevando en la mano una esquila que había encontrado sobre la hierba, en un campo próximo. Laertes se hallaba bajo el roble. Al verla pasar, la detuvo con un ademán. «Querrá el cencerro», pensó ella, acercándose al roble. Pero Laertes no se percató de que su mano se la ofrecía, la esquila; y Euriclea había permanecido ante él, inmóvil y asombrada, presa de un vago temor. Él la miraba a los ojos, fijamente, y callaba. Por encima de su cabeza, el roble elevaba su copa y, más allá, el cielo ensanchaba un gran fulgor de estrellas. Cuando él extendió la mano hacia el cuerpo de la joven sirvienta, ella cayó de hinojos. La mano de él le acarició primero, la cabellera, que se le había deshecho. «No temas -le dijo-; levántate, Euriclea».

Las ranas reanudaron su monótono croar. La luna temblaba en el agua de la acequia.

Y ella se había levantado sin atreverse a mirarlo. Ya había percibido las manos de él encima de su cuerpo. Unas manos lentas, cálidas e inmensas que le acariciaban el rostro, el cuello, los pechos... Y, de pronto, había cesado su temor, porque acababa de comprender que pertenecía a aquellas manos, como les pertenecía cuanto la rodeaba. Aquellas manos no le arrebataban nada, antes la consagraban a aquel lugar para siempre; y era como si la acariciara el horizonte. A partir de aquel momento ella viviría doblegada bajo su autoridad y amparo, y, pasara lo que pasara, todo sería para su bien. Cuando ella alzó la cabeza, Laertes ya no la miraba, pero percibía aún sus manos encima de su cuerpo...

  —219→  

La vieja Euriclea, dejando tras de sí el casal de Laertes, tomó por la estrecha vereda que conducía al de Penélope en la cumbre del cerro. Ahora Euriclea andaba ante su sombra, con los brazos pegados al flanco. Andaba sin ruido, como una sombra viviente entre las inmóviles sombras de los dormidos árboles. Abajo, en la alameda, un ruiseñor rompió a cantar.

Cuando Laertes apartó sus manos y se fue, un repentino terror se apoderó de ella. Entre la inmensidad de la tierra llena de sombras y ruidos y el cielo tan vasto de silencio y astros, una angustia de soledades la había herido y una extraña emoción había soliviantado lo más profundo de su alma. Con los ojos arrasados miró a las estrellas y a aquel cielo que para ella se había engalanado aquella noche y que jamás volvería a ser igual, ya que Laertes jamás volvería a acariciarla. Sí, sola bajo el roble, aquella noche se inclinó por primera vez a la fidelidad de aquella tierra y de aquella gente, en una voluntaria y profunda servidumbre. Y cuando, fijos aún los ojos en las estrellas, sonó la esquila en su mano temblorosa, sorprendiéndola con su inesperado son, su ensimismamiento terminó: con la cabeza gacha, haciendo sonar de vez en cuando el cencerro, había regresado al casal por las sendas de la noche, como animal que vuelve al aprisco. Y ahora... ¡Ay, ahora!

La vieja Euriclea dio la vuelta al casal y entró por la puerta trasera. En la cocina las sirvientas reían ruidosamente; pero ella, sin mirarlas, se dirigió a la oscura escalera que conducía a la habitación de Penélope. Y una vez allí sacó de uno de los estantes altos el sudario de Laertes.

Al rayar el alba, Euriclea bajó a lavar el sudario al azud. Más tarde, mientras lo tendía entre los dos granados, vio los cuervos. Calmosa, alisó los pliegues que se habían formado al ponerlo en la cuerda y estiró las cuatro puntas que colgaban. Cuando hubo terminado, volvió a subir al casal, del que salió poco después en dirección al olivo.

Haciendo caso omiso de los cuervos, se inclinó a mirar en el hueco del tronco carcomido y, apartando las moscas con una mano, dejó caer la esquila con la otra sobre el cuerpo yerto de Argos. Después, poniéndolas una a una, llenó la oquedad de piedras, se enderezó y, con los ojos fijos en el espacio de cielo que los cuervos circuían, alzó los brazos lentamente...



  —[220]→     —221→  
V

Una hormiga en el sol


  —222→  

... a fin de que tenga sudario el héroe Laertes cuando le alcance la Parca...



  —223→  

Al llegar cerca del poyo del portalón del casal de Laertes, una de las tres nueras de Dolio, la más joven, se detuvo, inclinándose hacia su hijo pequeño, que llevaba agarrado a las faldas, y le dijo:

-Tú no puedes entrar. Quédate jugando por ahí.

-Quiero ir contigo -lloriqueó el chiquillo.

-No puede ser -contestó la madre. Y añadió-: Toma, límpiate las narices -mientras apresurada y nerviosa tendía un pañuelo y, sin esperar, entraba en el casal.

El niño permaneció unos momentos con el pañuelo en la mano, sin saber qué hacer, entre extrañado y temeroso. Después se sonó maquinalmente y, de pronto, decidió que lo mejor sería ir a atisbar por el agujero que había en la puerta del establo, ya que Argos, el perro, con el que tenía deseos de jugar no se veía por ninguna parte. Cuando fuese mayor entraría solo, en el establo, y no tendría miedo de los bueyes, esas grandes bestias que cuando sueltan el ¡muuuu! diríase que todo se pone a temblar. Pero mirar adentro desde fuera, acercando un ojo al agujero, y con la puerta cerrada, claro está, era realmente una cosa que le gustaba, aunque no podía decir que se sintiera demasiado seguro, porque los bueyes tenían mucha fuerza con la testuz, según había oído decir a la hija de Mesaulio, y la puerta quién sabe si aguantaría una fuerte embestida... Pero iría. Al principio, como cada vez, tendría un poco de miedo, pero sólo en las piernas, y era una suerte de miedo que pronto pasaba...

No obstante, la hormiga hizo que se olvidara de los bueyes. La vio subiendo por el tronco del granado, y pronto le entraron deseos de cazarla, para entretenerse un ratito con ella. Pero no llegó a tiempo: cuando alargó la mano para atraparla,   —224→   no la alcanzó, aunque se puso de puntillas y hasta sopló con la intención de hacerla caer. ¡Condenado bicho! Se le había escapado tronco arriba, hasta perderse de vista, y ni siquiera le quedaba el recurso de trepar por el tronco, porque ¿quién puede encontrar una hormiga, una cosita tan pequeña, y que no cesa de caminar, entre tantas ramas y hojas? ¡Maldita hormiga! Después de jugar con ella hubiera podido encerrarla en la jaula del grillo... ¡Oh, no! ¡Qué tonto era! ¿Cómo podía habérsele ocurrido la idea de encerrar una hormiga en una jaula hecha de tronquitos, separados, de manera que no pueda escabullirse un grillo, que es un bicho cien veces más grande que una hormiga...? En todo caso, podría guardarla en el bote donde tiene la rana. ¡Tampoco! ¿Dónde tenía la cabeza, aquella tarde? Caería al agua y se ahogaría... Pero ¿se ahogan las hormigas? Eso es algo que tendría que averiguar. Era necesario, también, pensar que la rana podría zamparse la hormiga, dentro del bote... Aunque también ignoraba si las ranas comen hormigas, de la misma manera que las gallinas comen gusanos. De momento, lo que podría hacer era procurarse otra hormiga y, después, ir a casa a buscar el bote... Porque hallar hormigas era una cosa fácil. Hay muchas, debajo de las piedras, en hileras caminando hacia los hormigueros, y podría escoger una, que fuese gorda, como la que se le había escapado tronco arriba...

El pájaro le distrajo de las hormigas. Había ido a posar se justamente en la cuerda que sostenía el gran lienzo tendido entre los dos granados. Tenía una pequeña mancha en medio del pecho, redonda como un guijarro, y le brillaban los ojos y el pico. Sabía que el pájaro huiría en cuanto se le acercara, pero de todos modos avanzaría hacia el lienzo, poco a poco, balanceando ligeramente el cuerpo, como cuando caminaba por la palanca, sobre el río, sabiendo que aquel pájaro, como todos, aunque no le miraba, presentía su proximidad, esperando a cada momento el brusco vuelo y el corto susto que seguiría, como si su corazón saltase en pos de pájaro y mirada...

Pero no fue él quien hizo huir al pájaro, sino el súbito crujir de la ventana de la estancia de Laertes, que acababan de abrir desde dentro. El niño se volvió, al oír el ruido, y vio a Euriclea, que en aquel momento salía del casal. Sin hacer caso de ella, el niño fue a sentarse sobre la hierba cortada,   —225→   delante mismo del lienzo tendido, y se quedó unos momentos mirando el sol poniente que se transparentaba exactamente en el centro, redondo y rojo. «A través del lienzo no deslumbra. Y es más grande que mi cabeza», pensó.

Euriclea se detuvo a su lado, callada.

-¿Dónde está Argos? -preguntó el niño.

-No lo sé -contestó la vieja, avanzando unos pasos hacia el lienzo.

-¿Por qué lloran las mujeres, allá dentro?

-Por Laertes...

Al cabo de unos momentos de silencio, el niño volvió a preguntar.

-¿De veras que no has visto al perro?

-No.

Euriclea se detuvo muy cerca del lienzo y su figura cubrió completamente el disco rojo del sol. Empezaba a levantar los brazos para descolgarlo de la cuerda, cuando, de pronto, volvió a bajarlos, dio dos pasos hacia la derecha y se quedó mirando la hormiga que, después de haber pasado por la cuerda, empezaba a bajar por un ángulo del lienzo, en diagonal, hacia el centro, sin detenerse, como atraída por el círculo de resplandor, por aquel pan de luz hacia el cual se apresuraba.

En el mismo momento en que el buey mugió, en el establo, la hormiga entró en el sol, donde se detuvo. Entonces Euriclea alargó lentamente la mano hacia el insecto, lo cogió cuidadosamente con el pulgar y el índice e iba a soltarlo, cuando la voz del niño, desde abajo, junto a sus pies, dijo:

-¡Dámela!

Antes de hacerlo, sin embargo, Euriclea se volvió hacia la ventana abierta de la estancia de Laertes, de donde salía, cada vez más alto, el coro de llanto de las mujeres. Cuando descolgó el lienzo, el sol se había puesto.







  —[226]→     —227→  

ArribaAbajo- V -

  —[228]→     —229→  

ArribaEl remo negro

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Cuando encontrares otro caminante y te dijere que llevas un aventador sobre el gallardo hombro, clava en tierra el manejable remo...



  —231→  

El ramalazo en la rodilla -en el lugar donde el jabalí lo hirió muchos años ha-, un ramalazo mortecino al principio, un dolor sordo que había estado al acecho en la tiniebla y el silencio de su cuerpo de anciano, acababa de despertarlo, después de un dormir que, más que dormir, había sido una espesa modorra de los sentidos. El ramalazo en la rodilla y el piar de los pájaros. No era necesario abrir los ojos -y prefería no hacerlo, para no sentirlos vivos en la oscuridad exterior de una noche que le sería ajena- para saber llegada la hora antes del alba. Escuchaba el piar de los pájaros y la punzadura lancinante atenazada en su rodilla. Había la memoria del cuerpo, pensó Ulises encogiendo ligeramente la pierna, el dolor siempre en vela como un huésped sombrío y armado, y había la memoria del espíritu con sus imágenes, sus espejos y sus pozos de recuerdos. Siempre los dos rostros: la luz y la sombra. La luz y la sombra mezclándose, enlazándose, completándose y rechazándose, difíciles de separar, porque las sombras del espíritu asaltaban a veces la luz del cuerpo, y las sombras del cuerpo asediaban la luz del espíritu. El dolor, hoy, había llegado con las imágenes y sensaciones conocidas de la muerte del jabalí: el hocico ensangrentado y espumante, el cuerpo macizo de la bestia revolcándose sobre la hojarasca, los agónicos ojos feroces, los gruñidos intermitentes, su vaga repugnancia a hundir el cuchillo en la garganta de la fiera, el clamor de los cuernos de caza, los gritos de sus compañeros y el ladrar de la jauría. La escena tantas veces evocada desfilaba de nuevo por su memoria, intacta, con la misma luz y los mismos detalles, hasta el momento en que él, después del cuchillazo, volviose para mirar el calvero, y había visto a Argos corriendo y, más allá, destacándose sobre la línea oscura de los árboles   —232→   del lindero del bosque, una hilera de abedules ligeramente inclinados... Y fue entonces, mientras se incorporaba con el arma en la mano, cuando el jabalí, en un brusco y postrer retorcimiento, lo alcanzó con su colmillo. Pero de todas las imágenes de aquellos momentos, la que surgía con más nitidez, y la única que ahora recordaba con placer, era la de los cuatro abedules inclinados por la furia de las tempestades, con su escaso ramaje, sus blancos troncos salpicados de manchas negras y sus ramitas curvadas, secas y sin hojas. Sin embargo, más que esta pura imagen real que sus ojos contemplaron en un fugaz momento, lo que había llegado a cobrar profundo arraigo en su vida interior era la contraimagen que su espíritu creó más tarde: cuatro mujeres peinando al sol sus largas cabelleras. Esta radiosa visión había alcanzado, por repetida fijación, casi ensombrecer lo demás, todo aquello que había sido tan concreto y evidente, tan sin sueño y efímero, que, al recordarlo, había llegado en cierta manera a sentirlo como ajeno a él. ¿Qué eran, pues, los recuerdos? ¿En el flujo y reflujo de la conciencia sólo flotaban algunas señales luminosas, algunos símbolos que se referían a una gran unidad perdida, naufragada en las aguas del tiempo o desvanecida en ignotas tinieblas? Recordar lo era todo: volver a crearse, para volver a morir en el umbral de nuevas resurrecciones. Y era, también, como soñarse desde las cumbres.

Sentía la tiniebla pesar sobre él, acumulada y densa, extraña y estéril; una tiniebla dentro de la cual la suya propia palpitaba temerosa, presa de la terrible conciencia de la Nada, de la vastedad de una noche sin espacio ni estrellas, sin pasado ni futuro, como una infinita muerte inmóvil flotando en la abolición total del tiempo, o peor aun que la muerte, el rígido silencio primordial sumergido en un sueño que no había tenido principio ni tendría fin... ¡MADRE!

¿De dónde provenía aquel grito? ¿Era él quien había gritado? ¿Había sido su pequeña y aterrorizada tiniebla la que había chillado retrocediendo? ¿O bien era el piar de las golondrinas que anidaban bajo el alero del casal? No, no eran las golondrinas. El leve piar llegaba del exterior, y lo oía caer en el silencio de la noche terrestre como migajas de sonido, mientras dentro de su alma se extinguían los últimos ecos del grito que había subido de los abismos. ¡Oh, por fin reconocía la voz! Todo el misterio, alegría y terror de su primer grito en la tierra   —233→   había vuelto a él desde las tinieblas de su infancia, desde aquella noche en que él, después de haber salido sigilosamente del casal, con las primeras sombras, se perdió en los trigales y, más cansado que empavorecido, buscó cobijo bajo las espigas y quedose dormido. Lo despertó la voz de su madre llamándolo. Pero él no se movió: un extraño y tranquilizador hechizo lo había inmovilizado. Sólo sabía que si contestaba todo terminaría inmediatamente: tendría que levantarse y correr al encuentro de aquella voz que lo buscaba por la noche inmensa, aquella voz que acabaría por hallarlo, porque era el heraldo de unos ojos y de unos brazos que lo veían todo y lo palpaban todo en su búsqueda inevitable. Y él, inmóvil bajo las inclinadas espigas sólo sabía que no debía moverse. «¡Ulises!». Su madre lo llamaba a intervalos regulares, en voz no muy alta, y después de una corta pausa, añadía: «¡Hijo!». Él continuaba acostado, con los ojos abiertos y el corazón latiéndole dolorosamente, y le parecía que la voz, después de haber salido de la boca de su madre, se prolongaba, viva, en el silencio de la noche, oscilaba en cada una de las espigas del trigal y huía hacia las montañas... «¡Ulises!», se volvía a oír, como si fuese el eco exacto de la llamada anterior que volvía a los labios de su madre. Él pensaba con tristeza en el momento en que ella lo hallaría y se lo llevaría de nuevo hacia el casal, hacia la vida cotidiana y varia que había de compartir con seres y cosas extraños a ambos, hacia el mundo que los separaba y en el cual la voz, los ojos y los brazos de su madre no eran para él solo. «¡Hijo!». La luz de la linterna enrojeció un instante las espigas encima de él; oyó un ruido seco de tallos pisados y otra vez la luz enrojeció las espigas. Su madre avanzó unos pasos y se detuvo. Sobre él oscilaba la mancha roja de la linterna. «¡Ulises!». Enmarcada por el espacio que la mano había abierto, Ulises vio la parte derecha del rostro, iluminado por la luz de la linterna que ella mantenía alzada por encima de su cabeza. Su madre aún no lo había visto: miraba más allá del ruedo de la luz, como si la mirada fuese en pos de la palabra que su boca acababa de lanzar, escrutando y escuchando, con la cabeza ladeada y el ojo muy abierto y fijo. Sólo duró un instante, pero Ulises advirtió el contraste entre la voz dominada por la inflexible voluntad de no traicionarse y el rostro tenso, desfigurado por la angustia y la alerta, crispado por el terror, la incertidumbre y la decisión. Vio la profunda soledad del   —234→   rostro de su madre, la máscara trágica que su alma desesperada le había puesto: la boca entreabierta por donde se exhalaba el jadeo, la mejilla sumida en la sombra del pómulo, la guedeja de pelo negro que bajaba de la frente como una ancha grieta que terminaba junto a la comisura de los labios, el ojo que había perdido su fijeza y se movía sin parpadear, con una mirada que retrocedía lentamente de las últimas distancias de la noche, segando el espacio por encima de las mieses, moviéndose ora a la derecha, ora a la izquierda, buscando la esperanza o la fatalidad que pudieran ocultar las tinieblas, la ávida, inflexible mirada que deseaba y a la vez temía saber, y que continuaba retrocediendo, se acercaba ya al ruedo de luz temblorosa que arrojaba la linterna... «¡Hijo!», gritó de súbito. Y Ulises vio la boca abierta por la alegría y, más allá, la instantánea mutación -como si desde abajo alguien hubiese arrancado de un tirón la máscara que, en un instante, se había convertido en una corteza inútil-, las facciones ensanchadas por el grito y la risa y la canción posible, la alegría nueva y el alivio, el rostro inclinado de su madre con los ojos llenos otra vez de la imagen del hijo, brillantes e inmediatos, bajando hacia él con todas las estrellas del cielo... ¡MADRE!

El dolor -localizado ahora a un lado de la rodilla-, un dolor agudo y fibrilar, le sensibilizaba todo el cuerpo, desnudo bajo la áspera manta de lana. Abrió un momento los ojos y volvió la cabeza hacia la ventana abierta: noche aún, pero la aurora era inminente; las golondrinas habían cesado de piar y las estrellas palidecían. Como siempre, el día vendría del mar. «Hace meses que no me he acercado al mar. Hoy iré», díjose, volviendo a cerrar los ojos. Llevaba en la sangre el rumor del mar y el silencio de la tierra. Cuando todos los azares se agotaron, regresó a la tierra, a los árboles, a las bestias, a los lentos retoñares, a la paz variable de las estaciones. Pero el mar había continuado viviendo en su espíritu como una inmensa presencia, como un rumoroso pensamiento sin eco. Y, bruscamente, el himno del mar levantábase de nuevo convertido en visión-



¡Oh, el yunque del mar!
¡Oh, el azul, infinito yunque del mar bajo los áureos martillos,
—235→
bajo los soles de la raza,
con la forja incesante de mitos y mareas y dioses perecederos,
y risas a la sombra de los pórticos, y arcos iris uniendo horizontes y arenales!
¡Oh, los aludes de soles,
la radiante simiente colmando la eterna matriz de la mar!

Y la luz y sus danzas
en los oteros diurnos: el núbil cuerpo desnudo de las mañanas
temblando dentro de las calas donde duermen la gaviota, la vela y el pino:
la esbelta virgen que huye
haciendo sonar címbalos de cielo, salpicada de espuma, riendo y chillando,
con las miradas llenas de cumbres
y los cabellos resplandecientes de garbino.
¡Oh, la luz del mediodía que se inclina como un gran torso de trigo
atravesado por saetas de sal,
y que al atardecer se tiende a morir sobre las tranquilas dunas
con un ramo de coral en el vientre!
¡Oh, la cuna del mar!
¡Oh, las líquidas eras,
la gran ágora eterna donde el viento, el adalid de los astros, extiende la sombra
gigantesca del ciego que nació en siete ciudades!...

En su duermevela, Ulises vio alzarse del mar y avanzar la sombra augusta. Pero él no estaba en el mar. Él no estaba en el mar ni en la tierra. Él era un anhelo oculto dentro de las jadeantes montañas que una lenta aurora coloreaba; él era el sueño que surgiría de la paciente y astuta sabiduría de una raza que ya saltaba de las hogueras a las proas... Él no estaba en el mar aún: dormía fuera del tiempo, pero sabía que estaba durmiendo, se sentía dormir, y quería despertarse y no podía. La sombra inmensa del anciano seguía buscándolo inútilmente   —236→   por el mar. Él dormía como el metal duerme, disperso, dentro de la roca. Y la sombra lo llamaba, cantando. Toda la sombra, agigantándose en la marcha, íbase volviendo sonora, y, a medida que se acercaba, las olas se amansaban como en torno a un pastor se tiende un rebaño medroso, y la tierra aprestaba un vasto florecer. Pero la sombra no era la música heroica: ésta brotaba de arriba, en un chorro continuo, bajaba de las tres cuerdas enmarcadas por los cuernos de la lira que la mano alzada sostenía como un trofeo e inundaba el alma vagabunda del anciano aeda que buscaba a Ulises para entregarle el sagrado mensaje de las bodas de la tierra y el mar-



¡Oh, naciones de naves y arados, claros litorales de esperanza!
¡Qué alegría de húmedas axilas alrededor de las pétreas atalayas!
¡Oh, qué diosa con hondas y espuma despierta ante las aras!
¡Qué leyes dentro de las ánforas,
oh, futuro de ayer,
oh, pasado de mañana!

¡Oh, países del sol!
¡Oh, divino Vigor de unos pueblos que descienden de un grito de oréade:
gente de siega y vendimia,
gente de red y timón,
intérpretes de los pájaros y del fuego,
sacerdotes entre los pámpanos y los astros,
caudillos de una épica ilustre donde triunfan
la corona,
la rueda,
y el pan!
¡Oh, países de mar y de sol
donde se levantan las águilas que irrumpen en el Canto!

Él se sentía ahora encadenado a la música que había brotado del mensaje del aeda ciego, de la música que se había   —237→   precipitado contra las playas y las rocas. Él había nacido de aquella música divina que lo rodeaba con su radiante potencia, con su fuerza elemental y maravillosa. Él era el hijo diurno de aquella música que se desbordaba con una furia calculada, de aquella música que no tendría fin porque, de tanto sobrepasarlos, sus orígenes se habían fundido en la fragosidad del tiempo. Él vivía en ella: en las estaciones ascendentes y descendentes de los años, en la luz que tan nítidamente rodeaba a un héroe como a una fruta, en las caídas de las olas junto a las rocas agrietadas, en la torrencial fluencia de una poesía que vivía como un acto grandioso bajo los cielos despiertos de águilas y gaviotas. Desde la tierra, él se veía en el mar, coronado de solsticios, y se sentía mecido por el vaivén de las aguas, se veía perdido entre nieblas inmóviles, y oía los aullidos del viento y, más allá, siempre en una anhelada lontananza, el cántico de las islas...

Una súbita sensación de despeñamiento, seguida de pánico, hizo presa en él. Abrió los brazos para aferrarse, aunque sabía que un vacío absoluto lo rodeaba, y trató de abrir los ojos. Pero los párpados no llegaron a despegarse, porque la voluntad de abrirlos fue barrida por la fuerza irresistible de la vertiginosa caída vertical. El miedo de los primeros momentos fue menguando, como tragado también por el abismal vacío. Ulises tenía la vaga sensación de que, arriba, muy arriba, en una distancia perdida de la que cada vez se alejaba más, quedaba el ramalazo doloroso de su rodilla, de donde pendía el tenue e interminable hilo de su caída. La punzada -tan lejos de él ya- latía con el redoble rítmico y sordo de un tambor ritual... De súbito, cesó de caer, osciló de derecha a izquierda, una y otra vez, en un ancho movimiento pendular, y se detuvo. Abrió los ojos: el hilo por el cual había descendido deslizándose colgaba ante sus ojos como una delgada grieta iridiscente. Empezó a andar lentamente, sin dejar de mirar el hilo de luz que rayaba los ámbitos de tiniebla. Ya no oía la punzada. Avanzaba flotando, como si hollara su propio silencio, poseído de una incorpórea ligereza. Como hilados por arañas invisibles, de arriba abajo empezaron a caer hilos luminosos, que formaron una espesa cortina... Y anduvo por un gran valle de penumbra, corrió por un angosto   —238→   camino bordeado de almiares de sal y se detuvo junto a una inmensa era en el centro de la cual se levantaba una horqueta, clavada al suelo por el mango: arriba, colocada entre las dos puntas, la máscara del rostro de su madre, inclinada hacia el suelo, movía los labios lentamente, repitiendo el nombre de él, que no se oía, mientras de las cuencas vacías manaban lágrimas de sangre... Huyó. Montañas invisibles repetían su nombre, lo llamaban con el mismo acento de voz de su madre, y unos brazos gigantescos trataban de rodearlo... Abrió una puerta de arena húmeda, se halló dentro de un corredor formado por dos muros de algas chorreantes y entró en una espaciosa estancia submarina en cuyo centro Oriala danzaba ante las sombras acostadas de Euri y Elpénor. Siguió adelante, pero su marcha íbase haciendo tan penosa que tenía que ayudarse moviendo los brazos, ya dentro de una glauca y sólida fosforescencia cruzada de rojos relámpagos y de oscilantes sombras vegetales. De repente, se detuvo: ante él, en una explanada de luz casi blanca, se alzaban los cuatro abedules que vio el día de la cacería del jabalí. Separándose poco a poco de los otros tres, uno de los abedules avanzó, y Ulises atónito, advirtió que el árbol, a medida que se le iba acercando, cobraba la forma de Nausica. Y Nausica pasó por delante de él encarnada en el momento más alto de su tristeza, silenciosa y frágil, con los ojos colmados de lejanías y el brazo levantado en un gesto de adiós y de plácida renunciación que ascendía hacia los astros. El segundo abedul se transfiguró en Calipso: pasó con la cabeza ladeada, escuchando aún los dos latidos diferentes de su destino, y las dos manos puestas sobre el vientre. El tercer abedul era Circe de Eea, con sus senos erguidos, su enmarañada cabellera luminosa y la boca llena de sol. La última fue Penélope, quien antes de marchar en pos de las demás, dio una vuelta alrededor de Ulises, agachada la cabeza y la mano derecha aún levantada, con el índice y el pulgar unidos, como si sostuviera el gancho del candil. Y cuando todas hubieron pasado, Ulises, poseído de un vehemente anhelo, quiso correr tras ellas; pero sus movimientos, en vez de hacerlo avanzar, lo hacían ascender, remontar el abismo de agua cada vez más transparente y rumoroso. La ascensión, como la caída anterior, era vertical. Ahusado e ingrávido, presa de la profunda alegría del retorno, hendía las aguas, volaba hacia la superficie, acariciado por oleadas   —239→   tibias, rodeado de verdes claridades jaspeadas de amarillo, y sonreía, tanto al sueño que había dejado atrás como al dolor, que volvía a aferrarse a su rodilla, y al nuevo día inminente...

Lo despertó la tibieza del sol sobre su cuerpo desnudo. Aún sonriendo, se levantó de la cama, fue a abrir las ventanas y, después, empezó a vestirse. Afuera, Neria cantaba.

La luz de la mañana de junio se había asentado sobre la tierra como una muralla de oro sobre la cual el cielo liso colgaba como una curvada ala de cristal. Pero a medida que el día avanzaba, la parte alta de la muralla se iba disolviendo, desintegrando en partículas flotantes, mientras en la parte baja, a ras del suelo, la luz se volvía cada vez más estable, ancha y compacta y como independiente del sol, que aparecía como una bola irrisoria lanzada en el azul por azar. Todas las cosas, dentro de la amurallada y baja luz terrestre, parecían hallarse dentro de hornacinas, desde donde velaban las lentas transfiguraciones de las sombras propias que yacían tendidas en el suelo. Al pie de las colinas, la evanescencia del rocío daba una calidad metálica al verdor de la hierba acostada en suaves ondulaciones.

Ulises se hallaba de pie a la puerta del casal. Neria, la hija de Telémaco y Doria, seguía cantando, moviéndose, bulliciosa, entre la magnolia y las alheñas, detrás del pozo. Entre el follaje y las ramas, la figura de la muchacha se movía rápidamente, como si danzara la canción que cantaba. La fimbria de la vestidura revoló entre las piernas en un rizamiento de corola marchita, un brazo desnudo fulguró un instante en el relámpago de un gesto, dos manos se juntaron sobre la nuca... Ulises escuchaba, pero la canción le era desconocida. «¡Oh, nubes! ¡Oh, Laos!...», cantaba la voz de Neria. Y después: «¡Oh cielo, cielo, y verde hierba, y sol...! ¡Oh, Laos!», seguía cantando. Ulises comprendió que Neria, su nieta, cantaba el gozo de que estaba colmada enumerando sencillamente las cosas que sus ojos veían, las cosas que la rodeaban. Pero ¿quién era Laos? No conocía a nadie que llevase este nombre. «Debe ser un joven segador forastero que ha venido para la siega», pensó. La canción fue interrumpida por una breve risa, pero al punto prosiguió: «¡Oh, montañas azules!   —240→   ¡Hoja y rocío...! ¡Oh, Laos!». Y la voz sin dejar de cantar, fue bajando de tono hasta que dejó de oírse.

Disponíase Ulises a trasponer el umbral, cuando su atención fue atraída por un gorrión que acababa de posarse en el pretil del pozo. El pájaro dio un par de cortos saltos y se detuvo. Ahuecado e inmóvil, con el cuerpo no mayor que una bola de plátano, enhorcado por las dos frágiles y encanijadas patas que se articulaban en el diminuto pavor de sus cuatro dedos ligeramente encogidos y de sus uñas que se curvaban como minúsculas hoces, aquel gorrión suscitaba a Ulises la idea de un extraño juguete y le producía un vago malestar. Quizás, pensó, aquello era debido al contraste entre la inmovilidad del pájaro y la viva y radiante alegría que vibraba en la luz matinal. De repente, advirtió que el gorrión tenía la cabeza ladeada y lo estaba mirando con un ojo que brillaba como una gota helada. El pájaro lo miraba. Ulises sintiose hechizado por el penetrante fulgor que irradiaba aquella pupila misteriosa que lo espiaba desde una cabeza de gorrión. Pero no comprendía aún. Sin parar mientes en ello, Ulises transpuso el peldaño y dio un paso. El pájaro, asustado, voló hacia el cercano olivar. Ulises siguió con la mirada el vuelo recto y zumbante del gorrión, y lo vio posarse en la rama cimera de un viejo olivo, desde donde el ojo siguió mirándolo con la misma fijeza obsesionante. Pero esta vez, comprendiendo Ulises que estaba bajo la mirada de la diosa de ojos azules, empezó a andar hacia el olivo.

-¿A dónde vas, abuelo?

Sorprendido, Ulises volvió el rostro. Neria reía, sentada en el pretil del pozo, en el mismo lugar donde unos momentos antes había estado el pájaro.

-Y tú, ¿de dónde vienes? -preguntó él, sonriendo-. Hace un rato, te oí cantar.

-Vengo del prado... El potro andaba suelto. ¡Lo que he tenido que correr para alcanzarlo! Ahora está amarrado a un chopo.

Ulises miraba a Neria en silencio. Un rayo de sol caía sobre su hombro. Era como un puñado de hormigas amarillas. «Es hermosa. Su rostro resplandece. Todavía está jadeando por la carrera. ¡Cómo se parece a Penélope! Es hermosa y huele a árbol», pensó Ulises.

-Esta madrugada llegó más gente -dijo Neria.

  —241→  

-¿De dónde?

-De Cimdaura. Dos cuadrillas de segadores.

-Sí...

«Huele a árbol y su voz suena como agua entre piedras. Está llena de amor. ¡Cómo se parece a Penélope joven! Allá abajo, el potro amarrado salta como si quisiera descargarse del peso de la luz. Salta, y su sombra salta delante de él. Ahora se encabrita, y su sombra, durante unos instantes, se detiene y se enrosca como una serpiente negra. Neria me mira, sonriendo, pero ignora que su sonrisa no es su sonrisa. Ahora levanta la cabeza, donde la luz del sol parece una corona de abejas. Ya no jadea. Huele a árbol...».

-¿Te duele hoy la rodilla, abuelo?

-Ahora, no. Esta mañana me llegaré hasta el mar.

-¡Ah! Se me había olvidado...

-¿Qué?

-Había olvidado decirte que ha vuelto aquel hombre extraño que vino ayer. Salía yo, al apuntar el alba, y lo he visto parado delante de la puerta, como esperando.

-¿Estás segura de que es el mismo de ayer?

-Sí, llevaba la misma capa oscura y, por otra parte, he reconocido de inmediato su rostro enjuto y sus ojos inmóviles. Además, me ha hecho la misma pregunta: «¿Podría ver a Ulises?». Le he contestado que te encontrabas todavía en la cama y que, si así lo deseaba, podía esperarte. Pero el hombre, sin contestar, se ha marchado. No sé quién debe ser.

-Ya volverá. ¡Adiós, Neria! -dijo Ulises, marchándose.

-¡Adiós, abuelo!

Ya en el camino que conducía al olivar, Ulises se detuvo y, volviéndose, gritó:

-¡Neria!

Ella, sentada aún en el brocal del pozo, lo interrogó con la mirada. Ulises dijo:

-¿Quién es Laos?

Neria saltó al suelo y, después de un corto silencio, mirando a Ulises que había emprendido otra vez la marcha, contestó:

-Es él...

La rama cimera del olivo oscilaba ligeramente. En una horcadura, el ojo brillaba como una pequeña moneda azul. Cuando Ulises llegó bajo el olivo, miró hacia arriba: la rama   —242→   seguía balanceándose, pero el pájaro había desaparecido. Dio un par de vueltas alrededor del árbol, examinando una a una las retorcidas ramas, y luego sentose en el tocón, que crujió bajo su peso. Junto a sus pies había un leve temblor de hojas. Una noche de otoño, hacía muchos años, las hojas de aquel mismo olivo hicieron temblar luz de luna sobre él y Penélope, en la reanudación del amor. Aquella noche la tierra cantó para ambos, y después la canción se prolongó durante algunos años, hasta que Penélope cerró los ojos para siempre, a principios de primavera. Por voluntad de ella, su cuerpo permaneció toda una noche en la era, con el candil encendido a su lado. Y él la veló, solo, dando vueltas alrededor de la difunta, que parecía dormir sobre su yacija de heno, bajo las estrellas de siempre, que también rodaban y de donde parecía descender el perfume de los almendros en flor. Aquella fue su primera noche de viejo. En la soledad de aquellas horas pasadas junto al cuerpo de Penélope, comprendió que sus recuerdos desmesurados se convertirían en la ley de su vivir, y lo aceptó sin rebelarse porque su alma era valerosa. Y cuando la aurora extendió al lado de Penélope yaciente la sombra inclinada de él, y él lo advirtió, agachose a apagar el candil y luego, irguiendo todo su cuerpo, se encaminó hacia el casal y entró en él, y lo sintió infinitamente vacío y silencioso...

Antes de levantarse, alzó la cabeza. El pájaro había volado; la rama ya no se movía. El mar... Se hacía tarde. El mar... No era hora de melancolías. Sus ojos anhelaban contemplar el mar. Iría en seguida. Puso ambas manos sobre el tocón, para levantarse. Crujiendo, la madera seca se sumió. Sin curiosidad, casi sin quererlo, Ulises miró hacia la oquedad del tronco... Así, Laos, era él, y Neria era una muchacha que olía a árbol y a amor. La tierra cantaría para ellos. La mirada azul había huido con el pájaro... Después, el día que siguió al entierro de Penélope, él regresó a la era y quemó la yacija de heno. La humareda trepó como una madreselva. No había pájaros. Ni a la derecha ni a la izquierda. Ni uno solo. El sol ascendió y se hundió como un escudo de hielo rojo. Roturó la era, a fin de que desapareciese para siempre, con el viejo arado de su padre, bajo una tibia llovizna, y percibió otra vez el perfume de los almendros, el perfume de una dulzura nostálgica que se volvía líquida con la lluvia y penetraba en la tierra abierta. Y no había habido pájaros. Ningún pájaro.   —243→   El mar... El mar... ¡Oh, el mar! Pero ¿qué era aquello, allá dentro, blanco...? El mar... El mar... Se hacía tarde. El potro, más allá del hombro de Neria, brincando por el prado, el blando trueno de sus pezuñas y sus saltos para librarse del jinete del sol... Aquello blanco, allá dentro... El mar, el...

De un tirón arrancó una penca de la cepa, y vio el esqueleto de Argos rodeado de piedras. Ahogando un grito, retrocedió. Luego volvió a acercarse, lleno de horror, sorpresa y ternura. El pobre Argos había sabido escoger el lugar donde morir. Una a una, Ulises fue sacando las piedras de la oquedad. Blanco, de una fragilidad calcárea, el esqueleto del perro se conservaba entero, con su costillar menguante como las cuerdas de un arpa, el cráneo como una luna deforme entre las dos patas, las vacías cuencas, que no eran otra cosa que una ceguera ausente, feroz y abstracta, las vértebras de la cola colgando como un témpano, y todo minuciosamente labrado por el tiempo, pulido por los dedos de la lluvia, perfecto y acabado con una perfección geométrica que se había desprendido de todos los vivientes y pútridos avatares, como si la vida y la forma que existieron en otro tiempo sólo hubiesen sido un juego y una estancia provisional.

Pensando en Argos vivo, Ulises regresó hacia el casal por el camino rocoso. Se detuvo un momento ante el portal, dio media vuelta y se dirigió hacia el cobertizo que se levantaba adosado al final del patio. Entró. Momentos después salía llevando sobre el hombro su remo, del que colgaban algunos hilos de telaraña.

Pasó por delante del olivo, sin mirarlo. Al llegar al primer recodo del camino, en medio de la cuesta, detúvose para cambiar el remo de hombro. Siguió andando, pero poco después deteníase de nuevo. Lentamente, al mismo tiempo que volvía a cambiarse el remo de hombro, dio una vuelta y regresó. Al llegar junto al olivo dejó el remo apoyado contra el tronco y, advirtiendo las telarañas, las sacudió con la mano. Hecho esto, se agachó, cogió una piedra esquinada y con ella empezó a abrir un hoyo. Pero a la mitad de su faena, soltó la piedra y fue a buscar el remo, con el cual, manejándolo como si fuera una pala, terminó un hoyo de dos codos de largo por uno de ancho. Sin moverse de sitio, volviéndose a medias, alargó el remo hacia la oquedad del tronco rajado y con la punta de la pala alcanzó algunos huesos del esqueleto y los   —244→   arrojó dentro del hoyo. Al repetir el movimiento, advirtió que, prendido entre los huesos de dos costillas, había algo que tenía la forera de un extraño fruto capsular. Movió el remo y oyose un sordo retintín. Sorprendido, sacudió el remo de nuevo, y la esquila cayó al suelo...

De pie junto al camino y cogiendo el remo con ambas manos, Ulises levantó los ojos y estuvo contemplando durante un rato las dos enormes nubes blancas que el viento guiaba hacia el oeste, hacia las montañas que habían cobrado un color de humo azulado. Dos nubes que venían del mar. Lentas y pesadas como la yunta de bueyes que se acercaba. El viento pasaba alto -un continuo desgarro sibilante o el zumbido de mil hondas-, como un adalid de azules lontananzas. A ras del suelo, no se movía ni una brizna. La nube delantera arrojó a la llanura una isla de sombra clara, sin contornos, un simple enturbiamiento de sol que suavizó las recortadas sombras de los árboles. Ulises volvió el rostro hacia los bueyes. Destacándose sobre el horizonte, la yunta seguía avanzando con un ritmo letárgico y macizo, como un solo cuerpo y una sola testa de cuatro astas, halando dulcemente su marcha con la misma facilidad que arrastrarían una nave, con la misma fuerza muda y resignada -como más allá del dolor y el esfuerzo- con que arrastraban su destino de humildad y silencio entre el cielo que se apoyaba en su oscura cornamenta y la tierra donde dejaban la huella de sus pezuñas.

De súbito, Ulises vio aparecer detrás de los bueyes la pequeña figura de una niña con un palo en la mano, la cual, al advertir que Ulises la estaba mirando, bajó la cabeza. No la conocía, no la había visto nunca. Pero sin saber por qué -quizás por su manera de andar apoyándose sobre la punta de los pies- pensó en Euriclea.

Los bueyes pasaron. La chiquilla, al llegar ante Ulises, se detuvo, sin levantar la cabeza. Un harapo cubría su desmedrado cuerpo e iba descalza. Una gran salpicadura de barro se secaba en una de sus piernas.

-¿Quién eres? -preguntó Ulises.

En vez de contestar, la niña se volvió hacia él, sin levantar tampoco la cabeza. Su rostro ancho y atezado por el sol irradiaba una serena dulzura, una tranquila seguridad que   —245→   sorprendió a Ulises. El rostro correspondía al de una niña de nueve años, pero la expresión -a pesar de que mantenía los párpados tan cerrados que los ojos no se veían- no tenía nada de infantil.

-¿Quién eres? -repitió Ulises.

Como si no hubiese oído la pregunta, ella avanzó unos pasos, hasta colocarse dentro de la sombra que el cuerpo de Ulises proyectaba sobre el camino. Entonces, casi sin mover los labios, dijo:

-La hija de Mesaulio.

Ulises se le acercó y, prendiendo la esquila en la punta del palo que ella llevaba en la mano, dijo:

-¡Ve! Los bueyes están lejos...

Ella levantó la cabeza, lentamente, y miró a Ulises con los ojos muy abiertos. Y Ulises, estremeciéndose, reconoció en las claras pupilas de la hija de Mesaulio el divinal fulgor que tantas veces lo había guiado.

-Los bueyes...

Pero ella ya corría por el camino, al acoso de unos bueyes invisibles, mientras en la altura, muy arriba, como siguiéndola, volaba un águila...

El mar se hallaba cerca: ya se oía su rumor. Al salir del pinar, dejó el camino que llevaba a la caleta y dobló hacia la izquierda, hacia el sendero abrupto que terminaba en el promontorio. Empezó a subir entre rocas, y con él subía el perfume de los pinos, que el bochorno del mediodía avivaba, y el estridor incesante de las cigarras.

A mitad del camino se sentó sobre el borde de una roca. Sentíase infinitamente cansado y se arrepentía de no haber bajado a la caleta, donde hubiera podido descansar a la sombra de los tamariscos. Había escogido la peor hora para ir a ver el mar. Quizás sería mejor retroceder, regresar a casa... ¡Oh, no! Nunca ni en nada se había quedado a mitad del camino, ni había temido las despedidas.

Lenta y penosamente, Ulises subía, apoyándose en el remo. La luz parecía amasada con cal viva, y el perfume de los pinos, cada vez más intenso, se le pegaba a la garganta. El rumor del mar se mezclaba con el canto de las cigarras. Cada nuevo paso que daba -y más ahora que le dolía otra vez la   —246→   rodilla- era una victoria precaria sobre el paso anterior. Poco antes de llegar arriba cayó. De bruces sobre el remo, cerró los ojos, casi feliz de sentirse tan agotado que no podría levantarse y continuar la marcha. Dentro de él, el rumor se hacía blanco y se despeñaba hacia la caleta tranquila, hacia el agua verde y silenciosa del sueño, hacia la sombra de los tamariscos, donde la niña de los bueyes lo esperaba con sus ojos azules y una esquila... Pero, despabilándose, levantose y continuó subiendo. Una vez arriba y antes de volverse para mirar al mar, Ulises respiró el tenue y meloso perfume del retamar. La retama siempre había sido un placer para sus ojos y su olfato; pero ahora, después del capitoso perfume de la resina que había tenido que oler en la subida, el goce era suavizador como un bálsamo.

Acostado sobre una roca en declive alisada por la lluvia que se hallaba en la punta del promontorio, junto al acantilado, Ulises contemplaba el mar de los dioses y los hombres, el mar inmortal y solo como un pensamiento inagotable, y una beatitud infinita, una serena paz nostálgica iba invadiendo su alma. Mirando hacia abajo, a su derecha, podía ver la cala, con una vieja barca abandonada cerca del rompiente, y, más allá de las rocas, la mancha verde de un pinar. A la izquierda, allende el acantilado, se abría la bahía, rodeada, por el lado de tierra, de un gran anfiteatro de montañas soleadas. Aquel día el mar era azul, de un azul gris de agave al alba, pero hacia el horizonte la neblina se argentaba ligeramente. La marejada lo rizaba en olas rápidas y cortas que, cerca de la costa, se encrespaban de espuma, la cual se deshilachaba al llegar a los arenales y se prendía a la base de los peñascos con arracimamientos que se diluían poco a poco. Ulises escuchaba el vasto jadeo del mar, la respiración total de las movientes aguas, y, más próximo y concreto, debajo del lugar donde se hallaba, oía el retumbo de las gruesas olas avanzando y retrocediendo dentro de las cuevas y cavernas o rompiendo contra los muros de roca, y aún, los chillidos de las gaviotas en sus nidos. Y ora dejaba que su mirada vagase por toda la anchura del horizonte, ora levantaba los ojos hacia el cielo, que era de una pureza resplandeciente y de donde parecía llover el aroma de la retama...

Colmado de mar, cielo y perfume, Ulises sentíase inmerso en un éxtasis de los sentidos en el que el tiempo no existía y   —247→   la realidad se diluía en una calma aniquiladora. Su espíritu, toda la sensible profundidad de su ser, sumergíase en una paz sin recuerdos y sin anhelos, en la pura conciencia de la destrucción, del reposo sin límites en la luz torrencial de la muerte. Y para que aquellos instantes se prolongaran, sentíase tentado a dejarse deslizar por la roca donde se hallaba acostado, a despeñarse para siempre en el balanceo del mar sonoro, a flotar en el fresco oleaje, oliendo eternamente aquellos efluvios embriagadores de la retama...

Pero no se movía. Las gaviotas seguían chillando. ¿Las gaviotas? ¿Era de las gaviotas aquel chillido que atravesaba la quietud del aire y la luz, de aquella luz cada vez más diáfana, más radiante, pero que no turbaba su maravilloso arrobo? Ahora una de ellas volaba rozando las olas y desaparecía mar adentro, para reaparecer después, lejana, en la altura, y borrarse de nuevo engullida por el horizonte. Casi no se oía el chillar de las gaviotas, y la luz, gradualmente, iba adquiriendo la transparencia que él anticipaba en su sueño extasiado. Escrutando el horizonte, Ulises esperaba...

Pero sabía que no esperaba a la gaviota, la gaviota que ya regresaba, blanca y única, de la lontananza. No esperaba: presentía. El rumor del mar íbase trocando en la cadencia del deliquio que lo embargaba. En sus nidos, las gaviotas habían callado. El perfume de la retama se eterizaba, y respirarlo era como respirar la luz... ¡Oh, deslizarse, abrazado al remo, volver al mar inmenso que llenaba su corazón y sus ojos, flotar al azar de las olas y un día resucitar convertido en el sueño de la tierra! Ser en el mar el sueño de la tierra, y en la tierra el sueño del mar... ¡Oh, la gaviota, allá, sobre su cabeza!

Sobre su cabeza, en lo alto, la gaviota volaba describiendo anchos círculos lentos, cerniéndose con las alas completamente extendidas, inmóviles y refulgentes. Cerníase y descendía lanzando, de vez en vez, un chillido corto, como embriagada por la inmensidad del cielo y del mar. Mas para Ulises -que con la cabeza levantada seguía las evoluciones del ave- el mar ya no existía: sólo veía la pureza absoluta de un firmamento que era el simulacro de su paz y la gaviota que se cernía en el azul trazando rápidos círculos, la gaviota que, chillando, se había súbitamente convertido en una noria de blancura que giraba vertiginosamente dentro de su alma, donde   —248→   una oréade huía gritando... El girar de la noria iba amenguando poco a poco, y amenguaba también el eco del grito que resonaba por los ámbitos de una luz más gloriosa, en la que Ulises veía surgir las imágenes de su presentimiento convertido ya en visión. Primero, como si se hubiese acercado al lugar desde la altura, Ulises vio una ancha bahía detrás de la cual se extendía una llanura de verdes olivares, cerrada, al fondo, por una barrera de montañas de nevadas cumbres. En la playa, gente de las islas cercanas saltaba ágilmente de las barcas de labradas proas y blancas velas, para ir a reunirse con una multitud congregada al pie de una colina sin árboles. La luz ungía los cuerpos armoniosos de los jóvenes; en los viejos resplandecía una serena grandeza. ¿Quién era aquella gente?, se preguntaba Ulises con el corazón latiéndole de alegría. ¿Qué rito o qué fiesta los juntaba en los cantos y en la gloria de aquella mañana en que todo parecía nimbado por una claridad de epifanía? ¿Era aquello un sueño que provenía de un pasado perdido para siempre o era una visión premonitoria del futuro reinado de los hijos del sol? En la cumbre de la colina, sola, una doncella coronada de olivo danzaba desnuda alrededor de un remo clavado en el suelo. Danzaba lentamente, agachada la cabeza y sin mover los brazos, que mantenía abiertos y alzados como dos ramas secas; danzaba inclinando ligeramente el cuerpo ora a un lado, ora a otro, avanzando con el paso lento y largo de la niebla, y sobre ella parecía pesar el cielo gris, el silencio y la muda espera del invierno. De súbito, después de una pausa, levantó la cabeza para mirar una de sus manos, que había empezado a temblar levemente, dio una rápida vuelta y precipitose hacia los puros espacios que acababan de abrirse ante ella, hacia las despiertas lontananzas, con la cabellera deshecha y los ojos esperando las primeras golondrinas, y giró y danzó como el viento en los valles que reverdecen bajo la dulce sombra de las montañas. Y después danzó el verano. En sus movimientos hubo el pródigo tumulto, el peso y el maduro abandono de los días tendidos bajo ramas curvadas; y sus manos subieron hasta sopesar los dos frutos de sus senos, y continuaron ascendiendo hasta detenerse más arriba de la cabeza, como si sostuvieran un plenilunio, y después cayeron hacia abajo, como si buscaran, dentro de un agua que fluía dormida, la imagen de su cuerpo, el cual no estaba en el agua sino que   —249→   corría ya, como una estatua viva alrededor de una gavilla. Y, finalmente, para su sombra, que iba delante de ella, huía y esperaba, danzó el otoño: fue mariposa agonizante, gris llovizna, hoja que cae...

El grito de la oréade, agudo e insistente, dejó oírse de nuevo, y la visión fue desvaneciéndose con la luz que retrocedía hacia el mar. Sólo el remo se recortaba aún en la cumbre de la colina iluminada, y, alrededor del remo, una gaviota volaba, remedando el grito de la oréade.

-¿Adónde vais con ese remo? -preguntó Eumeos sin levantarse del banco de piedra del casal donde estaba sentado.

Ulises, que se hallaba de pie delante de su antiguo porquerizo, pareció no haber oído la pregunta. Sus ojos seguían fijos en la pequeña figura que, bañada de luz crepuscular, alejábase lentamente por los campos, detrás de los bueyes.

-La hija de Mesaulio... -murmuró, señalando con un gesto del brazo en la dirección hacia donde miraba.

-¿La hija de Mesaulio? -dijo Eumeos, extrañado-. Que yo sepa, Mesaulio no ha tenido nunca ninguna hija. Pero...

Ulises se volvió y, con el rostro iluminado por una sonrisa, dijo:

-¿Qué decías, Eumeos?

Eumeos fijó durante unos momentos sus ojitos astutos en el rostro de su amo y con el índice y el pulgar de su mano derecha empezó a retorcerse los ralos pelos que formaban su barba. Después, cogiéndose la rodilla con ambas manos y levantando el pie de modo que no tocara el suelo, dijo, más hablando consigo mismo que contestando:

-¿Yo? Nada... Me ha extrañado que mencionarais una hija de Mesaulio, cuando sabéis tan bien como yo que no tuvo ninguna hija. El pobre Mesaulio sólo tuvo dos hijos: Alfio, que marchó hace años y de quien nunca se ha sabido nada; y Onétor, que no se ha movido del lugar y que es quien mejor sabe domar las bestias para el trabajo. En eso es como su padre, quien, aunque era un poco lirón, entendía en las cosas del ganado... Pero ¿qué iba a decir? ¡Ah, sí! Onétor, el hijo de Mesaulio, se encuentra en los campos dirigiendo la siega. Él y Laos, quien este año ha bajado de Cimdaura, se habían   —250→   hecho muy amigos, a pesar de que son tan diferentes como el sol y la luna. Onétor, como sabéis, tiene un carácter más bien retraído, habla poco y rehuye el jolgorio; en cambio, Laos tiene un espíritu vivaz, es un gallardo y locuaz mozo, amigo de todo el mundo, volandero, a quien le cuesta tan poco embarcar como desembarcar. No sé de quién debe haber heredado su afán por el mar, porque su familia pertenece a la gleba. Laos se mueve como una veleta. Yo lo vi nacer, poco antes de entrar al servicio del casal; pero eso no significa que yo esté siempre de acuerdo con su conducta. Yo soy un hombre que antes de hablar de las cosas lo piensa tres veces. En lo tocante a esos dos, por ejemplo, creo que Laos tendría que ser un poco más cuerdo y Onétor un poco menos. ¿Por qué andan a la greña, ahora? Creo que Neria... Nada sé ni nada he visto, yo; es sólo una suposición y me guardaría muy mucho de afirmar algo que no me consta. Pero uno tiene oídos y, aunque no quiera, a veces se entera de lo que habla la gente, especialmente las mujeres, que para esas cosas tienen el olfato más fino que un perdiguero. Después de todo, Neria ya no es una niña. Claro que yo no me meto en eso, pero...

Eumeos calló durante un momento, el tiempo justo para soltar la rodilla y coger la otra con las dos manos juntas en forma de cazoleta. La sonrisa había desaparecido de los labios de Ulises, pero no de sus ojos.

-Sí; Neria ya no es una criatura -prosiguió diciendo Eumeos-. Los años han pasado rápidamente y los dos casales se han ido vaciando. Es triste pensar en ello. Yo vivo solo, en éste, y vos en el de arriba, con Neria. Diríase que aquí el invierno no se va en todo el año. No me quejo, ¡eso no! ¿Qué puedo esperar, yo? De viejo no se pasa, es cierto; pero yo quisiera llegar a muy viejo y poder seguir viniendo a sentarme aquí durante muchos años más, y contemplar los campos, y ver pasar las bestias y la gente, y charlar un poco... Las palabras son el vino de la vida, díjome un día no sé quién. Quizás lo dije yo mismo... Por cierto, ahora recuerdo que ayer pasó por aquí un forastero que preguntó por vos. Era un hombre alto, de rostro enjuto, y llevaba una capa gris. Sé por Neria que esta mañana ha vuelto, y unas espigadoras me han dicho que lo han visto rondar por los campos. No sé quién puede ser. Causa una impresión muy extraña, ese hombre... ¿Cómo decíroslo? Es como si fuera de todas partes y de ninguna...   —251→   Volvamos a Onétor y a Laos. Pero antes, pues creo que viene al caso, contaré la historia de Mayala, una mujer de Cimdaura. Mayala, de joven, era muy hermosa, una de las doncellas de más linda cara de la comarca. Tenía una belleza de índole tranquila y suave, ojos azules y brazos muy blancos. Entre las muchachas más lindas, a primera vista no parecía ser la primera, y entre las feas su belleza, como ocurre a menudo, no parecía insultante. Llegado el tiempo de casarse, Mayala, contra el parecer de la familia, se decidió por un hombre sin oficio ni beneficio y más dado a la jarana y a holgar que al trabajo. Mayala se levantaba cada día al rayar el alba, cuidábase de los hijos, llevaba el trajín de la casa y se alquilaba para las más rudas faenas del campo. Pero a pesar de todo eso, no parecía desgraciada. Un día, una vecina le dijo: «¿Cómo es posible, Mayala, que puedas vivir con un hombre como el tuyo? Tú llevas una vida arrastrada, y él, en cambio, es un gandul que no sirve para nada, excepto cantar, beber y vivir de balde. Te compadezco, Mayala». Pero Mayala, levantando la cabeza y mirando con sus ojos claros, contestó: «No hay caso. Sí, yo trabajo y me afano, pero él me alegra la vida». Dicho esto, tal vez huelga hablar más de Onétor. Por otra parte, parece que Neria se ha decidido ya. Desde hace algunos días, cada mañana la oigo cantar mientras saca agua del pozo. Lo que importa es estar dispuesto, como Mayala, a pagar la alegría, el vino de la vida. Cuando se sabe dónde hallarlo, ningún precio es caro. Mayala sabía el precio. Comprendido esto, quizá tampoco sea necesario hablar más de Laos. De él, sin embargo, bueno será que sepáis una cosa, y es que es el hijo de Mayala... ¿A dónde vais, Ulises, con ese remo?

Después de una pausa, Ulises preguntó:

-¿Por qué no te casaste con Mayala?

-¿Eh? ¡Vaya pregunta! Ella no me hubiera aceptado...

Dicho esto, Eumeos, que había estado hablando con los ojos bajos, levantó la cabeza y miró fijamente a Ulises. Y Ulises, esta vez, no se asombró al advertir que los ojos del viejo porquerizo brillaban con un resplandor azul en el que se reflejaba la imagen del águila que volaba por encima del casal.

  —252→  

Cuando Ulises llegó a la cumbre de la colina el sol acababa de hundirse detrás de la montaña que se erguía lejos ante él, al final de la llanura. Abajo, al pie de la colina, donde el trigo ya había sido segado, unas mujeres cargaban gavillas en la parte trasera de un carro de altos e inclinados barandales, mientras en la parte delantera un rapaz se esforzaba en hacer entrar, a reculones, entre los dos varales a un grueso caballo negro de larga cola. No lejos del carro, las cuadrillas de segadores trabajaban en silencio. La mirada de Ulises se detuvo un momento en la cumbre enrojecida por el poniente; después, desviándose rápidamente hacia donde la llanura era interrumpida por algunas ligeras elevaciones del terreno cubiertas de algarrobos, no se detuvo hasta hallar, en el centro de la ladera de la última colina, detrás de la cual se encontraba el casal, el roble gigantesco donde su padre solía ir cada atardecer y que entre la gente del país era conocido por el nombre de «El árbol de Laertes». Ulises complacíase en pensar que el espíritu de su padre vivía en aquel árbol de poderoso tronco y abierto ramaje, y siempre había hallado gozo en la veneración que inspiraba a la gente. El recuerdo de su padre se había ido desvaneciendo de la memoria del pueblo -pocos viejos quedaban que lo hubiesen conocido-, pero su nombre viviría mientras el roble hundiese sus raíces en la tierra... Empezó a descender.

Al pasar por delante del carro, el rapaz, que por fin había conseguido uncir el caballo, se le quedó mirando, extrañado de verlo en aquel lugar con el remo sobre el hombro. Arriba del carro, sentada encima de la gavilla más alta, una muchacha lo saludó con un gesto de la mano. El crepúsculo se extinguía detrás de la montaña, que parecía una enorme estatua yacente acabada de fundir. Se encendieron algunas estrellas. Ulises avanzó hacia los segadores. Sólo se oía el zumbido de las hoces al cortar las espigas y el canto de los grillos. La llanura ya no era del día, pero la noche aún no se había apoderado de ella. Ulises se sentó sobre una gavilla tumbada y levantó los ojos: el cielo, hacia el este oscurecido, ya estaba tachonado de estrellas. De súbito, el caballo lanzó un corto relincho. Una mujer llevando un cántaro en la mano pasó por delante de Ulises, sin verlo. Era Neria. De vez en cuando, un segador interrumpía su trabajo e, incorporándose, se secaba la frente con el brazo izquierdo: en la mano derecha la hoz   —253→   semejaba la cola de una serpiente que se le hubiese enroscado en el brazo. El cielo y la tierra ya eran de la noche. El carro arrancó ruidosamente, y después de atascarse un par de veces en el rastrojo, entró en el camino que conducía a las eras, con la sombra del rapaz agarrada detrás. Neria volvió. Dio una vuelta alrededor de la hacina y, de repente, trepó a ella.

Ulises, acostado sobre las espigas, contemplaba las estrellas. Los segadores habían abandonado los campos, pero Neria no había descendido de la hacina. Se oía, muy lejano, el traquetear del carro. Una sombra se detuvo junto a la hacina y una voz murmuró:

-¿Dónde estás, Neria?

-¡Sube, Laos!

¡Oh, las estrellas, las altas estrellas, los hórreos siderales en medio de las landas de la noche! ¡Oh, las estrellas sabidas y los soles imaginados! ¡Oh, las estrellas eternas, la armonía, el orden y el azar de la luz trenzándose en guirnaldas para la fiesta infinita de los espacios! ¡Oh, las profundas estrellas! ¡Oh, vivir!

(LAOS.-  Te miro, Neria, y no comprendo el ayer.

NERIA.-  Mis recuerdos empiezan en ti.

LAOS.-  Ayer...

NERIA.-  No pienses en ello. El ayer es como un cántaro que no sabíamos dónde llenar. ¡No! ¡Ni eso! El cántaro se había quebrado y seguíamos caminando sólo con el asa en la mano...

LAOS.-  Pero ahora el asa sostiene el cántaro lleno de la vida.

NERIA.-  Hay una gran paz en el mundo.

LAOS.-  Es como si alrededor nuestro todo acabase de nacer, Neria. Las cosas, ahora, son ellas mismas, y su nombre ríe encima de ellas como la espuma brilla sobre la ola...

NERIA.-  Sí; digo Laos y siento que tú vives en tu nombre.)

¡Oh, las mieses de los astros! Las oscilantes luminarias trazando la danza de sus órbitas, misterio y señal de abismo a abismo, la caída y el retorno, el principio y el fin uniéndose en el   —254→   ritmo prodigioso del tiempo puro, de los aludes ascendentes de la inmensidad, de los vuelos glaciales de los vientos perdidos... ¡Oh, el aniquilamiento, la siega de luz por la tiniebla y de la tiniebla por la luz! ¡Oh, morir!

(LAOS.-  El silencio vuelve más azul la noche, Neria. Tu cuerpo, sumido en las espigas... Si cerraras los ojos, parecerías la estatua del verano.

NERIA.-  Laos, hoz y vencejo.

LAOS.-  Te acaricio y te miro. Y caricia y mirada son como dos risueños huéspedes atravesando juntos un mismo umbral.

NERIA.-  Laos, horqueta enhiesta.)

Las constelaciones meciéndose suavemente, la estrella de la mañana cerniéndose sobre planetas ciegos, la colisión nupcial de dos astros bajo una arcada de nebulosas... Y, más allá aún, como la fimbria de una túnica de espacio sin fin, brilla un cielo de millones de lunas volanderas. ¡Oh, la rueda rutilante en el molino del cosmos! ¡Oh, las estrellas del espíritu! ¡Oh, vivir!

(LAOS.-  Al verme por primera vez, te detuviste en medio del camino. Y comprendí.

NERIA.-  Sólo esperándote podía llamarte.

LAOS.-  Pero ¿qué sabemos, realmente, Neria? El amor que nos liga, ¿es un aura inquieta de primavera o un futuro de días y rostros que nos fermenta en la sangre? ¿Qué eres?

NERIA.-  Quizás soy únicamente la hospitalidad de la tierra, Laos.

LAOS.-  Sí, tú recibiste mi anhelo que se despeña: eres como el tibio regazo de un valle, eres la espera sin gesto, eres la paz. A veces me miras como si fueras algo muy remoto, como si fueses un viento invisible que gira alrededor de una flor y la dobla...

NERIA.-  Laos, canción segura.)

  —255→  

Y los astros más allá del pensamiento... ¡Las otras auroras! ¡Los otros ponientes! Los nuevos soles hilando sus telarañas de cenits y nadires sobre las simas abiertas donde la eternidad se hunde. La muerte de los cielos coronada de cometas secos... ¡Oh, morir!

(LAOS.-  Mis manos, tocándote, te ven, Neria, y mis ojos, mirándote, te tocan...

NERIA.-  ¡Oh, Laos!

LAOS.-  Tú eres como el verano que nos rodea: un gran beso que ha madurado. Tú eres como la noche que avanza con la alondra de la alegría oculta entre los senos. Tú eres como el mar...

NERIA.-  ¡Ay, el mar!

LAOS.-  Tu boca... ¿No oyes, lejos, el mar?

NERIA.-  ¡Ay, el mar!)

Ulises avanzaba por las mieses, con el rostro levantado hacia los astros, y oía el rumor del viento regolfar sobre las espigas, hundirse en ellas como un brazo inmenso, empujándolas ora a la derecha, ora a la izquierda, en un suave oleaje que el plenilunio argentaba-

¡Oh, mar! ¡Oh, tierra!

Y siempre las estrellas, allá en la altura y dentro de su alma, las ramas de las constelaciones en la tiniebla de los espacios, como sus recuerdos y sus visiones en la hondura de su ser, precipitándose de un lado a otro, bajo el ancho viento de la vida y de la muerte-

¡Oh, vivir! ¡Oh, mar!

El continuo oleaje de la sangre rompiendo contra los cantiles de los sueños invencibles. El mar y la vida, siempre movientes, avanzando y retrocediendo, con sus espumas y sus anhelos, con la gloria de sus soles y del amor, con la derrota de lunas y besos, con jadeos y gritos. ¡Oh, el sueño en la acción y la verdad en el espíritu! El combate de los dioses y los hombres, la resistencia enemiga, habían creado -más que la alianza sonriente- la imagen de su destino, que se prolongaría, formidable e intacto, a través de los tiempos, mito y fábula con resplandores de mediodía-

  —256→  

¡Oh, morir! ¡Oh, tierra!

La tierra era profunda de dolor y resurrecciones, y había cantado a sus oídos el himno de las noches-

¡Oh, mar!

El mar era profundo de secretos y ausencias, y había cantado a sus oídos el himno de las soledades-

¡Oh, tierra! ¡Oh, mar! ¡Oh, tierra y mar unidos, dentro de su alma, por la misma corona de estrellas! ¡Oh, el alma suya ya poseída por el canto del retorno!

Porque en aquella hora todo lo llenaba de supremas certidumbres. Rodeado de mieses ondulantes, con la luna llena que seguía ascendiendo por encima de las colinas, a su derecha, como si fuera la última ave de sus vaticinios, y el resplandor de las estrellas que aclaraba el cielo estival, avanzaba por los campos. Pero en él no había ni tristeza ni alegría, sino una beatífica serenidad. Su canto de retorno era también un canto silencioso de adiós tranquilo. Todo lo llamaba. Y él seguía avanzando al encuentro de aquella voz múltiple que cada vez tenía un acento más profundo y familiar. Y a través de sus lágrimas, de aquellas lágrimas que venían del fondo de su infancia, veía cómo la montaña que tenía delante, lejos, mitad sombra y mitad claror, se iba transformando lentamente en el rostro de su madre tal como lo vio aquella noche en que se quedó dormido en aquellos mismos campos, y bajo el rostro inclinado de ella veía el suyo, levantado en dirección a la voz que lo llamaba de nuevo con el balanceo del mar, el ondular de las espigas y el girar de las estrellas-

¡Oh, canto de retorno!

Una espesa nube cubrió rápidamente la tierra y, en el horizonte, la montaña recobró su sombría ingencia solitaria. Ulises seguía andando, con los ojos clavados en la tiniebla. De pronto, se detuvo: una hoguera se había encendido en la oscura montaña, cerca de la cumbre. Era una lágrima encendida, la lágrima de fuego de la montaña, como una réplica a la que sentía crepitar en su propia faz. Ya no veía con los ojos, sino con la lágrima que caía, que también volvía, hecha luz, y descendía de sus lágrimas antiguas, y que en el ardiente descenso se agigantaba, inflamada por el viento del espíritu, e incendiaba las mieses de su alma total revelada-

¡Oh, canto del fuego!

Pero la llama divina no proclamaba la embriaguez del retorno,   —257→   sino la certidumbre de que la vida era un comienzo sin fin entre la risa de las llanuras y el hielo áureo de las cumbres. Nada terminaba, nada moría jamás. Nacimiento y muerte, aparición y transformación, materia y espíritu, giraban en el ritmo de una fuerza que era siempre la misma, indiferente e indestructible. La ley de los astros era la ley de las semillas, y en el equilibrio de la naturaleza, el azar y el caos eran la forma externa de la libertad del amor. En el seno de la creación, inmortal era el instante que eternamente pasaba-

Al salir Ulises del trigal, la luna se asomó por encima de la nube y el viento cesó. En la montaña, la hoguera se había apagado. Desde el lugar donde se encontraba veía, iluminado por la claridad de la luna, el roble de Laertes, junto al que se recortaba la figura del extranjero. Se dirigió hacia allí, sin apresurarse.

Ulises habíase detenido ante el extranjero, que seguía inmóvil, y esperaba. Entre ambos, en el suelo, se extendía la ancha sombra del roble. Cuando por fin el extranjero levantó el brazo y, con un gesto de la mano, señaló el remo, Ulises, avanzando un par de pasos, entró en la sombra del árbol. El extranjero volviose, para irse. Ulises descargose el remo del hombro y, cogiéndolo con ambas manos por el lugar donde pala y mango se unen, lo alzó. Ante él, la mole de la montaña se oscureció bruscamente. Ulises clavó el remo en el suelo, y el extranjero, al advertirlo, echó a andar hacia la montaña sombría, en cuya cumbre acababa de encenderse otra vez la hoguera.

Solo junto al remo, Ulises empezó a desnudarse. La hoguera, como una estrella de sangre, titilaba en las altas tinieblas que cubrían la tierra y su espíritu. Se tendió desnudo sobre la tierra, a la vera del remo. Aún oía el ruido de los pasos del extranjero, noche adentro. La sombra de la montaña iba cayéndole encima, y crecía, y jadeaba. El ruido, ahora, rodaba en torno a la montaña -y en torno a él- con un rumor de mar y de viento. Ulises extendió una mano y cogió el remo: lo sentía crecer, subir hacia la estrella de sangre. Pero la estrella parecía cada vez más lejana, y el remo ascendía lentamente, oscilando en las vastas tinieblas, inclinándose bajo la furia   —258→   del viento... Al soltar el remo, su mano cayó, abierta. Un águila roja batió sus alas dentro de su alma, y voló, llevada por la última ráfaga de viento, hacia los espacios del infinito que se abrían iluminados por el resplandor de las divinales pupilas y donde resonaba el eco de la caída del remo...