Hasta aquí hemos agrupado las diferentes composiciones,
atendiendo a la semejanza de su contenido; pero hay muchas que se
resisten a esta división por su índole propia y
porque el autor ha expresado en ellas sus ideas o sentimientos
sobre los hombres y la naturaleza, bajo muy diversos puntos de
vista. A menudo se advierte esta diversidad en una misma
composición, la cual está como formada de muchas
partes, conteniendo cada una distinto asunto, como si fuesen varias
composiciones. Esta falta de unidad resalta, por ejemplo, en la
famosa qasida en elogio de Córdoba, que estaba en
boca de todos los andaluces con el título de El tesoro de
la fantasía. Empieza la qasida, a la manera de
las antiguas poesías arábigas, hablando con pena y
deseo amoroso de las enamoradas ausentes190,
y en seguida, y sin transición, hace el poeta el elogio de
Córdoba, su patria, lamenta el mal estado de los negocios,
por lo cual tiene que privarse de muchos placeres, y dice que por
todas partes le aconsejan que emigre y busque fortuna en
países extraños; pero él se resuelve
decididamente a no abandonar la patria querida. Toda la
qasida, que no carece de interés, a pesar de lo
defectuoso de su composición, dice como sigue:
Mostraremos aún con otro ejemplo cuán poco necesario
era, en concepto de los árabes, que un pensamiento
claramente determinado ligase entre sí todas las partes de
una composición poética. En la qasida que
vamos a insertar a continuación, describe Ibn Said unas
relaciones amorosas, que defiende contra toda censura, y
después una noche pasada alegremente en las cercanías
de Granada, a orillas del Genil. Ambas partes se enlazan tan poco,
que sin dificultad pudieran formar dos composiciones en lugar de
una sola:
Ibn
Bayya (llamado Avempace por los cristianos) dijo, al presentir su
próxima muerte:
Al ver que mi alma la muerte
temía,
le dije: «La muerte dispónte a
sufrir;
llamarla en las penas es gran
cobardía,
mas debes tranquila mirarla venir».
Abu
Amr, paseándose un día por los alrededores de
Málaga, su patria, se encontró con Abd al-Wahhab,
gran aficionado de la poesía, y habiéndole rogado
éste que dijera algunos versos, recitó los que
siguen:
Sus mejillas al alba roban luz y
frescura,
cual arbusto sabeo es su esbelta figura;
las joyas no merecen su frente circundar.
De la gacela tiene la gallarda soltura
y el ardiente mirar.
Sean, cual perlas bellas,
engarzadas estrellas
de su hermosa garganta magnífico
collar.
Cuando Abd al-Wahhab, hubo oído estos versos, lanzó
un grito de admiración y cayó como desmayado. Cuando
volvió en sí, dijo: «¡Perdóname,
amigo! Dos cosas hay que me ponen fuera de mí y me quitan
todo dominio sobre mí propio: el ver una hermosa cara y el
oír una buena poesía»206.
El
califa Abd al-Rahman III tuvo que sangrarse a causa de una ligera
indisposición. Estaba sentado en el pabellón de la
gran sala, que se alzaba en el punto más elevado de
al-Zahra, y ya el cirujano iba a herir su brazo con el instrumento,
cuando entró volando un estornino, se paró sobre un
vaso dorado, y dijo lo siguiente:
Hiere con mucho cuidado
el brazo con la lanceta,
porque la vida del mundo
circula por esas venas.
El
estornino repitió muchas veces estas palabras, y Abd
al-Rahman, muy divertido y maravillado, trató de averiguar
quién le había proporcionado aquella sorpresa,
enseñando los versos al pájaro. Entonces supo que
había sido su mujer Muryana, madre del heredero del trono
al-Hakam, y recompensó su ocurrencia y el placer que le
había dado con un presente muy rico207.
Un
joven, empleado en la administración de la hacienda
pública en Córdoba, fue conducido a la presencia del
poderoso ministro al-Máncer, para responder de la
malversación de ciertos fondos, por lo cual se le acusaba.
Habiendo tenido que confesar su delito, al-Máncer le dijo:
«Pícaro, ¿cómo te has atrevido a
apoderarte de los dineros del sultán?» El mozo
respondió: «El destino es más poderoso que los
mejores propósitos, y la pobreza seduce a la lealtad».
El ministro, muy incomodado, mandó que le llevasen a la
cárcel con cadenas para darle un severo castigo. Cuando ya
le llevaban, dijo el reo:
No acierto a ponderar
cómo es profundo
el infortunio mío;
no hay quien pueda salvarme en este mundo;
en la bondad de Dios sólo
confío.
Al
oír al-Máncer estos versos, ordenó a los
esbirros que se detuviesen, y preguntó al prisionero:
«¿Has recitado esos versos de memoria o los has
improvisado?» El mozo respondió: «Los he
improvisado», y el ministro mandó que le quitasen las
cadenas. Entonces añadió el mozo:
Como Alá, bondadoso
sé que eres,
y perdonar sin agraciar no quieres.
Con el perdón no se contenta
Alá;
sobre el perdón el Paraíso da.
Al-Máncer mandó que no sólo le dejasen en
libertad, sino que también se desistiese de toda ulterior
persecución a causa de la suma malversada208.
Ibn
Hudayl refiere: «Cierto día, yendo yo a una quinta que
poseo al pie de la sierra de Córdoba, en uno de los
más hermosos sitios del mundo, me encontré con Ibn
al-Qutiyya, que volvía precisamente de los jardines que
tiene en aquel punto. Cuando me vio dirigió hacia mí
su caballo, y se mostró muy contento de haberme
encontrado.
Yo
mismo, de muy buen humor, le dije de repente:
Sol, que el mundo iluminas
refulgente,
¿de dó vienes, varón a quien
respeto?
Al
oírme se sonrió, y respondió al instante:
De donde meditar puede el
creyente,
y el pecador pecar puede en secreto.
Esta respuesta me agradó tanto, que no me pude contener, y
le besé la mano y pedí para él la
bendición de Dios. Era además mi antiguo maestro y
merecía esta muestra de alta
estimación»209.
Ibn
Sadih cuenta: «Había yo llegado a Toledo con mi
hermano, y ambos fuimos a hacer una visita al jeque Abu Bakr.
Apenas entramos donde estaba, nos preguntó de dónde
veníamos. «De Córdoba», respondimos.
«¿Y cuándo la dejasteis?», volvió
a preguntar. «No ha mucho», volvimos a responderle.
Entonces, dijo, «llegaos más cerca de mí, a fin
de que yo respire el ambiente de Córdoba». Y cuando ya
estuvimos junto a él, se inclinó sobre mi cabeza y
dijo:
«¡Oh ciudad de las
ciudades,
Córdoba espléndida y clara!
¿Cuándo volveré a tu
seno,
hermosa y querida patria?
¡Ojalá fecunda lluvia
sobre tus pensiles caiga,
mientras que el trueno repita
el eco de tus murallas!
Brillen serenas tus noches,
un cinturón de esmeraldas
te cerque y tu fértil vega
te perfume con algalia».
El
poeta Ibn Suhayd recibió la noticia de que Suhayd, lugar de
su nacimiento, cerca de Málaga, había sido destruido
por los cristianos, y sus parientes habían sido muertos. Al
punto fue allí, y al ver las ruinas de su pueblo,
exclamó conmovido:
Quien ha visto a Sevilla, aunque sea de paso, tiene que admirarse
de la multitud y variedad de monumentos que tantos y tan diversos
pueblos y siglos han ido dejando en aquella famosa ciudad,
ensalzada proverbialmente como una maravilla del mundo. Mientras
que las columnas de la Alameda vieja hacen pensar en la
dominación de los romanos, la elegante Lonja, el Archivo de
Indias y la Torre del Oro, a orillas del Guadalquivir, a donde
aportaban las flotas de la recién descubierta
América, traen a la memoria el esplendor de la
monarquía universal de Carlos V. Y mientras que la Giralda,
graciosa a la par que majestuosa, nos transporta a los tiempos en
que el almuédano hacía oír su voz desde su
altura, llamando a la oración a la floreciente capital del
imperio de los almohades, recuerda al lado mismo la
magnífica catedral el ahora no menos decaído poder de
la católica jerarquía. Pero, a par de tan importantes
monumentos de lo pasado, que aún permanecen sin haberse
destruido, en vano se buscan otros que debieron existir en otra
edad, si no hemos de tener la historia por fábula. Han
desaparecido hasta los vestigios de aquellos edificios suntuosos
con que adornó su capital la brillante dinastía de
los abbadidas.
El
tiempo, que no ha perdonado los palacios y quintas de aquello
príncipes, también ha borrado casi su recuerdo. Y sin
embargo, no sólo levantaron los Banu Abbad, merced a su
espíritu emprendedor y a su valor guerrero, el poder de su
reino a una altura que sobresalía entre la de los otros
estados contemporáneos de la península, sino que,
como valedores de la ciencia y de la poesía, hicieron de su
corte un centro de reunión de sabios y de poetas, con el
cual apenas compite en esplendor el que hubo en Córdoba en
el más glorioso período del califato. Aún hay
más: un individuo de esta dinastía, al-Mutamid, ocupa
un distinguidísimo lugar entre los poetas árabes, y
por su extraño destino, y por la trágica caída
en que arrastró a todos los suyos, aparece como un
héroe digno de la poesía.
De
la anarquía que siguió a la caída de los
omeyas nació un gran número de pequeños
estados independientes. Córdoba, Badajoz, Toledo, Granada,
Almería, Málaga, Valencia, Zaragoza, Murcia y otras
ciudades fueron asiento de otras tantas dinastías, que a
menudo se combatían entre sí211.
Pronto descolló como la más ilustre de estas familias
soberanas la casa de los abbadidas. El fundador de esta casa,
Abu-l-Qasim Muhammad, había adquirido grande influjo en
Sevilla, así por sus riquezas como por sus prendas
personales. Impulsado después por su infatigable
ambición, y aprovechando un momento favorable de la
incesante lucha de los partidos, se alzó con el poder
supremo. Para esto se valió de un extraño ardid.
Desde la desmembración del califato, habían
transcurrido veinte años en continuas revoluciones de
palacio, derramamiento de sangre y combates entre diversos
pretendientes a la corona. El último omeya, Hišam,
había muerto de una manera tan misteriosa, que había
dado ocasión a que se creyese que no era cierta su muerte,
sino que había huido del vacilante trono para vivir en un
seguro asilo. De repente apareció, probablemente por
instigación de nuestro Abu-l-Qasim, un hombre que
decía ser Hišam, haciendo un papel semejante a los de
los falsos Demetrios, Sebastianes y Waldemares. Aseguraba este
hombre que, huyendo del puñal de Sulayman, que se
había sentado en el solio después de él,
había pasado a Oriente, en donde hasta entonces había
vivido, y de donde acababa de volver. Pronto se esparció el
rumor de la vuelta de Hišam, y por donde quiera se contaban
sus aventuras: que había llegado a Córdoba disfrazado
y ganándose la vida con el trabajo de sus manos; que
había recorrido todo el Oriente, durmiendo por las noches en
las mezquitas; y que, por último, quería de nuevo
subir al trono. Abu-l-Cusumbe hizo de modo que algunas mujeres que
antes habían habitado en Córdoba asegurasen la
identidad del embustero con el califa, y cuando una parte del
pueblo le hubo creído, aclamó al falso Hišam
como soberano, pero le tuvo encerrado con varios pretextos, en los
aposentos interiores del alcázar, mientras que gobernaba en
nombre suyo212.
Abu-l-Cusumbe procuró enseguida ensanchar los límites
del nuevo reino de Sevilla; pero quien llevó adelante con
más éxito sus planes ambiciosos fue su hijo, que
subió al trono después de la muerte de Abu-l-Cusumbe,
en el año 1042. Era el nuevo príncipe hombre de gran
fuerza y corpulencia, de agudo entendimiento y de notable presencia
de espíritu. Tenía además una esmerada
educación literaria, adquirida durante la vida de su padre,
por medio de asiduos estudios; pero apenas se abrió para
él el camino del imperio, cuando todos sus pensamientos se
enderezaron al mismo fin; al engrandecimiento de su poder. No
contento de gobernar con el mero título de visir, dispuso
que las plegarias se hiciesen en su, nombre, y no en el del monarca
fantasma; divulgó la nueva de que Hišam había
muerto de apoplejía, y tomó, como único
soberano, el nombre de al-Mutadid Bilah, el que se apoya en
Dios. Cualquier medio de satisfacer su ambición le
parecía bueno, y a fin de extender el término de
Sevilla, no había obstáculo que no allanase, o por
fuerza o por astucia. Un solo ejemplo, entre muchos, dará a
conocer las artes de que se valía para apoderarse de los
estados de otros príncipes, confinantes con el suyo.
Hallándose desavenido con el jefe de los berberiscos, Ibn
Nuh, que dominaba en Arcos y Morón, recorría
al-Mutadid, disfrazado, los alrededores del castillo de Arcos,
cuando fue reconocido por los servidores de su contrario y hecho
prisionero. Ibn Nuh, a cuya presencia le condujeron, pudo tratarle
con mucha dureza, pero le acogió con la mayor bondad y le
dejó al punto libre. Al-Mutadid quedó agradecido a
esta acción magnánima, afirmó a Ibn Nuh en su
señorío, e hizo alianza con otros caudillos
berberiscos que poseían territorios alrededor del suyo.
Todos los príncipes mencionados rivalizaban en acatar al
más poderoso señor de Sevilla. Éste dispuso,
en el año de 1043, una gran fiesta y convidó a ella a
sus nuevos amigos. Con el pretexto de honrarlos más, los
hizo entrar en una sala de baño, que estaba caliente.
Sólo Ibn Nuh, fue conducido a otra estancia donde él
se hallaba. Entonces se cerraron, por orden de al-Mutadid, las
puertas y los resquicios todos de la sala de baño, y no
volvieron a abrirse hasta que aquellos infelices estuvieron todos
ahogados. De este modo cayeron eu su poder Ronda, Jerez y otras
plazas fuertes. Ibn Nuh, a quien al-Mutadid había perdonado
por gratitud, murió también poco después; y su
hijo y sucesor, viéndose cada día más
estrechamente cercado por las tropas del rey de Sevilla,
abandonó por último sus estados213.
Al-Mutadid llevaba en sus palacios una vida de crápula, y
los compañeros de sus orgías, con quienes pasaba a
menudo noches enteras en la más desenfrenada
disipación, solían brindar a su salud con esta frase:
«¡A que puedas matar a muchos!» Hizo al-Mutadid
adornar los jardines de su alcázar con las cabezas de los
enemigos que había muerto, y se deleitaba con esta vista,
que a los otros hombres causaba horror. No estaba menos orgulloso
de una preciosa cajita, donde guardaba como un tesoro los
cráneos de los príncipes que había hecho
morir. Cuando más tarde, después que sucumbieron los
abbadidas, cayó Sevilla en poder de sus enemigos, hallaron
en el alcázar un saco, donde imaginaron que habría
oro y piedras preciosas, pero que sólo contenía
calaveras214.
A
pesar de su índole malvada, este tirano cruel, no
sólo fue amante y favorecedor de las letras, sino poeta
también y autor de muchas composiciones. Sirva de ejemplo la
siguiente a la ciudad de Ronda:
En
la familia de al-Mutadid ocurrió un suceso trágico,
que recuerda, por circunstancias muy semejantes, las cortes de
Felipe II, Cosme I de Médicis y Pedro el Grande de Rusia. Ya
hacía mucho tiempo que entre el rey y su hijo mayor, Ismail,
había grandes desavenencias. Un conato de rebelión
del príncipe, que halla alguna disculpa en la extraordinaria
dureza del padre, fue frustrado, y castigado con la muerte de los
conspiradores. Entonces Ismail, temiendo para sí mismo la
peor suerte e impulsado por la desesperación, penetró
una noche en palacio: creía encontrar dormido a Mutadid y
estaba resuelto a matarle; pero le encontró apercibido y a
la cabeza de sus guerreros. Ismail emprendió la fuga, pero
fue detenido y conducido nuevamente a palacio. El padre, fuera de
sí de ira, hizo que le llevasen a uno de los cuartos
interiores, se quedó solo con él, y con sus propias
manos le dio allí mismo la muerte. Parece que al-Mutadid
sintió más tarde profundos remordimientos por esta
acción, que echó una negra sombra sobre lo restante
de su vida. En medio de su carrera de dominador y triunfador, que
siguió siempre con buen éxito, fue detenido
al-Mutadid por una peligrosa dolencia. Sospechando que se acercaba
el fin de sus días, mandó llamar a un cantor
siciliano, para sacar un agüero de las primeras palabras con
que empezase a cantar. El cantor empezó de este modo:
Al tiempo mata, que matarte
quiere;
Pronto la vida pasa, pronto muere
quien se ufanaba ayer.
El humor de las nubes cristalino
mezcla, ¡oh mi amada! con el dulce
vino,
y dame de beber.
El
rey consideró estos versos como un mal pronóstico. En
efecto, sólo vivió cinco días más
después de haberlos oído.
Su
hijo al-Mutamid, que en el año 1069 le sucedió en el
trono, unía a las prendas de hombre de estado de su padre
una más noble manera de sentir y un talento poético
incomparablemente más alto. Había pasado este
príncipe una parte de su juventud en la ciudad de Silves, de
la cual, así como del mágico palacio de Sarayib,
donde moraba, guardó siempre un dulce recuerdo. En elogio de
Silves compuso los versos siguientes:
Saluda a Silves, amigo,
y pregúntale si guarda
recuerdo de mi cariño
en sus amenas moradas.
Y saluda, sobre todo,
de Sarayib el alcázar,
con sus leones de mármol,
con sus hermosuras cándidas.
¡Cuántas noches pasé
allí
al lado de una muchacha
de esbelto y airoso talle,
de firmes caderas anchas!
¡Cuántas mujeres hirieron
allí de amores mi alma,
siendo cual flechas agudas
sus dulcísimas miradas!
¡Y cuántas noches también
pasé a la orilla del agua,
con la linda cantadora,
en la vega solitaria!
Un brazalete de oro
en su brazo fulguraba,
como en la esfera del cielo
La luna creciente y clara.
ebrio de amor me ponían,
ya sus mágicas palabras,
ya su sonrisa, ya el vino,
ya los besos que me daba.
Luego solía cantarme,
haciendo a los besos pausa,
algún cántico guerrero
al compás de mi guitarra;
y mi corazón entonces
de entusiasmo palpitaba,
como si oyese en las lides
el resonar de las armas.
Pero mi mayor deleite
era cuando desnudaba
la flotante vestidura,
y como flexible rama
de sauce, me descubría
su beldad, rosa temprana,
que rompe el broche celoso
y ostenta toda su gala.
Su
carácter, más inclinado a los goces y placeres de la
paz que a los afanes de la guerra, se manifestó ya en vida
de su padre, cuando éste le envió mandando una
expedición contra Málaga. Deleitándose en
fiestas con sus compañeros de armas, se descuidó, de
suerte que se dejó sorprender y arrollar por los enemigos y,
habiendo perdido una gran parte de sus guerreros, sólo con
dificultad pudo hallar refugio en Ronda. Hondamente enojado con
esto, el padre le hizo poner en una prisión y le
amenazó con el último suplicio; pero las
poesías que al-Mutamid le dirigió lograron poco a
poco mitigar su ira. En una de ellas se expresaba al-Mutamid de
este modo:
No ya de los vasos el son
argentino,
ni el arpa, ni el canto me inspiran placer,
ni en frescas mejillas rubor purpurino,
ni ardientes miradas de hermosa mujer.
No pienses, con todo, que extingue y anula
un místico arrobo mi esfuerzo y
virtud;
bullendo en mis venas, cual fuego circula
y bríos me presta viril juventud.
Mas ya las mujeres, el vino y la orgía
calmar no consiguen mi negra
aflicción;
ya sólo pudiera causarme
alegría
¡oh padre! tu dulce y ansiado
perdón;
y luego cual rayo volar al combate,
y audaz por las filas contrarias entrar,
y como el villano espigas abate,
cabezas sin cuento en torno segar.
En
otra composición trata al-Mutamid de ganarse la voluntad de
su padre, alabando así sus hazañas:
¡Cuántas victorias,
oh padre,
lograste, cuyo recuerdo
las presurosas edades
no borrarán en su vuelo!
Las caravanas difunden
por los confines extremos
de la tierra la pujanza
de tu brazo y los trofeos;
y los beduinos hablan
de tu gloria y de tus hechos,
al resplandor de la luna,
descansando en el desierto.
Así, por último, tuvo lugar la reconciliación
entre padre e hijo. Éste también mostró
más tarde mayor aptitud para la guerra, y cuando vino a
heredar el reino, logró agrandarle con la conquista de
Córdoba.
Al-Mutamid, dice un historiador arábigo, era el más
liberal, hospitalario, magnánimo y poderoso entre todos los
príncipes de España, y su palacio era la posada de
los peregrinos, el punto de reunión de los ingenios y el
centro a donde se dirigían todas las esperanzas, de suerte
que a ninguna otra corte de los príncipes de aquella edad
acudían tantos sabios y tantos poetas de primer
orden216.
En
los alcázares y quintas de al-Mubarak, al-Mukarram,
al-Zuraya y al-Zahi, había, según las diferentes
estaciones del año, variada y siempre encantadora vivienda,
donde el rey se deleitaba y entregaba a los placeres del amor y de
la poesía, al margen de primorosas fuentes, indispensable
requisito de todo morisco alcázar, y arrullado por el
murmullo de los surtidores, que brotaban de la boca de elefantes de
plata o de marmóreos leones. Con él estaba siempre su
esposa Itimad, célebre por sus altas prendas de poetisa. El
modo con que el rey trabó conocimiento con ella tiene un
carácter muy novelesco. Solía el rey ir de paseo,
disfrazado y en compañía de su visir Ibn Ammar, a un
ameno sitio que llamaban los sevillanos la pradera argentina. Una
tarde, mientras los dos discurrían por la orilla del
Guadalquivir, el viento agitaba y rizaba las ondas. Entonces
al-Mutamid dijo a Ibn Ammar:
El viento transforma el
río
en una cota de malla.
«¡Acaba tú los versos!» El visir se
disculpaba y decía que no podía acabarlos, cuando una
mujer que se encontraba allí exclamó:
Mejor cota no se halla
como la congele el frío.
Mucho se maravilló al-Mutamid de ver vencido por una mujer,
en el arte de improvisar, al famoso Ibn Ammar; miró a la
improvisadora, se prendó de su hermosura y se enamoró
de ella.
De
vuelta a su palacio, mandó a un eunuco que se la trajese.
Cuando la vio de nuevo, se confirmó en su primera
impresión, y cuando supo por ella que estaba soltera, la
tomó por mujer. Desde entonces ella fue su fiel
compañera, así en la prosperidad como en la
desgracia217.
Itimad era amable, ingeniosa, discreta y muy animada en la
conversación; pero estaba llena de caprichos, con lo cual
dio mucho que hacer a su consorte. Cierto día vio a unas
mujeres del pueblo que con los pies desnudos amasaban barro para
hacer adobes, y de pronto se apoderó de ella un vivo deseo
de ir donde estaban las mujeres y de hacer lo mismo. Entonces
al-Mutamid hizo desmenuzar en polvo las más olorosas
especies y esparcirlas sobre el pavimento de una sala, de modo que
por completo le cubriesen. Después mandó verter
encima agua de rosas, y, habiéndolo mezclado todo,
formó una especie de barro. Y sobre aquel barro o lodo de
mirra, almizcle, canela y ámbar, dijo el rey a Itimad que se
descalzase e hiciese adobes. En lo sucesivo, cuando Itimad se
enojaba con el rey y le decía que nunca había hecho
nada extraordinario por ella, el rey solía responder:
«Menos el día del barro»; con lo cual ella se
avergonzaba y pedía perdón218.
El
primer período del reinado de al-Mutamid, que este soberano
pasó en el pleno goce de su poder y de todos los bienes de
la tierra, ha dado a los historiadores de Occidente tanto asunto de
anécdotas como a los de Oriente la vida de Harun
al-Rašid.
Lo
mismo que el califa de Bagdad, gustaba el rey de Sevilla de
recorrer de noche las calles de su capital, en
compañía de su visir. Una vez, pasando por la puerta
de un jeque famoso por sus bufonadas y extravagancias, dijo el rey
a sus acompañantes que llamasen a la puerta de aquel viejo
loco, para que les diera ocasión de reír. Dicho y
hecho, llamaron a la puerta. Desde dentro respondieron:
«¿Quién está ahí?».
Al-Mutamid replicó: «Un hombre que desea que le
enciendas su lámpara.
-Por Alá, dijo el anciano, aunque el mismo al-Mutamid
llamase a estas horas a mi puerta yo no le abriría.
-Bien, contestó éste; yo soy al-Mutamid.
-Pues te daré mil bofetones», exclamó el
viejo.
Esta amenaza hizo reír tanto al rey, que se echó por
tierra. Luego dijo al visir: «Vámonos; no sea que lo
de las bofetadas llegue a ser serio. Se fueron entonces y al
día siguiente envió el rey al viejo mil
dirhems, mandándole a decir que era la paga de los
mil bofetones de la víspera.
En
los alrededores de Sevilla no había seguridad, a causa de un
famoso bandido, conocido con el nombre de el halcón
pardo, de cuyos robos se contaban las cosas más
extraordinarias.
Era
tal su habilidad, que llegó a robar aun estando enclavado en
una cruz. El rey había mandado que le crucificasen en un
sitio por donde solían pasar los campesinos, a fin de que le
viesen. Mientras estaba pendiente de la cruz, vinieron su mujer y
su hija, y lloraron por él y porque las dejaba solas y
desvalidas. En esto pasó por allí un labrador,
caballero en una mula, la cual iba cargada con un saco de vestidos
y otros objetos. El ladrón le dijo: «Mira en
qué situación me hallo; apiádate de mí
y hazme una merced que a ti mismo te traerá mucho
provecho». Habiéndole preguntado el labrador de
qué se trataba, hubo de contestarle: «¿Ves
aquel pozo allí abajo? Cuando los alguaciles me prendieron
eché en él cien monedas de oro. Tú puedes
fácilmente sacarlas. Mi mujer y mi hija guardarán tu
mula mientras que tú desciendes al pozo». El labrador
tomó una soga y se echó en el pozo en busca del
dinero, del que había convenido en quedarse con la mitad.
Cuando estuvo en lo hondo, cortó la soga la mujer del
ladrón, tomó con su hija los vestidos y demás
objetos de la mula, y huyó con ellos. El labrador
empezó a gritar; pero como era la hora de la siesta y
hacía mucho calor, nadie pasaba por allí, y las
mujeres pudieron escaparse. Por último, acudió gente
que oyó los lamentos del labrador y que le sacó del
pozo. Le preguntaron qué le había sucedido, y
él dijo: «Este pícaro, este tuno astuto me ha
engañado, y su mujer y su hija me han robado mis vestidos y
otros objetos». Al-Mutamid se maravilló mucho cuando
supo esta historia, y mandó que descolgasen al ladrón
de la cruz y le llevasen a su presencia. Entonces le
preguntó cómo era posible que ya en el umbral de la
muerte hiciese tales fechorías. El ladrón
contestó: « Señor, si tuvieses idea de la
inmensa alegría que causa el hurtar, dejarías tu
trono para entregarte a dicho ejercicio». Al-Mutamid, le
censuró, riendo, aquella propensión tan criminal, y
añadió al cabo: «Si yo te perdonase y diese
libertad y una buena colocación, que bastase para
mantenerte, ¿te enmendarías y olvidarías tus
malas mañas?
-¡Oh, señor! contestó el ladrón,
¿cómo no había yo de hacerlo cuando
sólo así puedo librarme de la muerte?» Al punto
el rey le indultó y le colocó entre los guardias
públicos de Sevilla.
Al-Mutamid oyó un día que un cantor cantaba la
siguiente copla:
Del odre sacó la
niña
el vino que se bebió;
si oro sólido pagamos,
oro líquido nos dio.
Al
punto añadió el Rey, improvisando:
Yo le dije: «Dame
vino,
y te regalo esta joya»;
y ella contestó: «Mareos
si bebes, en cambio toma».
En
otra ocasión daba el rey con sus amigos un paseo a caballo,
para solazarse, fuera de la ciudad. Los caballos iban corriendo, y
cada cual procuraba adelantarse a los otros. Al-Mutamid, que
caminaba delante de todos, penetró en unas huertas y se
paró junto a una higuera cubierta de higos negros maduros.
Uno muy gordo llamó su atención y le dio con un palo
para derribarle, pero permaneció firme en la rama. Entonces
retrocedió al-Mutamid y dijo al primero de los que le
seguían:
Asido está a la rama con firmeza.
El
del séquito prosiguió:
Cual de un negro rebelde la cabeza.
La
prontitud de esta contestación agradó mucho a
al-Mutamid y la recompensó con un rico presente219.
Una
vez oyó al-Mutamid recitar versos en que se afirmaba que la
fidelidad era ya tan fabulosa como el cuento de aquel poeta que
recibió de presente mil monedas de oro.
-¿De quién son esos versos? -preguntó. -De Abd
al-Yalib -le contestaron. -¿Es posible, dijo entonces el
rey, que uno de mis servidores, un excelente poeta, pueda
considerar como fabuloso el presente de mil monedas de oro?- Y en
seguida envió a Abd al-Yalib la mencionada suma.
Una
serie de versos improvisados de al-Mutamid, que sus
biógrafos reproducen y acompañan con noticia de las
circunstancias en que se compusieron, nos manifiestan lo que era
este rey como poeta, durante el primer período dichoso de su
vida. Estos versos no carecen a menudo de gracia y de primor; pero
su más alta inspiración poética la
debió al-Mutamid más tarde al infortunio.
I
«En una hermosa noche de verano había al-Mutamid
reunido en torno suyo, en los jardines de su palacio, a sus
cortesanos y más fieles servidores y a algunas cantarinas.
El aura suave acariciaba a los convidados como una poesía de
amor, el resplandor de las lámparas rielaba en los arroyos
cristalinos y murmuradores, y resonaba dulcemente la música
de los laúdes y cítaras, mientras que los rayos de la
luna se quebraban en las columnas del patio del alcázar y se
diría que temblaban sobre la verdura de la enramada. El rey
dijo220:
Una
risueña mañana, en el palacio de Muzayniya, el
jardín competía en esplendor con las elegantes
habitaciones. Ya las aves habían empezado su concierto de
alegres trinos y las flores confiaban misterios de amor al
céfiro que besaba sus cálices. Delante del rey estaba
una doncella cuyo rostro brillaba como la luz de la aurora, y que
resplandecía con tantas joyas como si las pléyades
mismas le sirviesen de collar. Inclinándose con gracia, como
una rama airosa, ofreció al rey un vaso de cristal lleno de
vino.
El
Rey improvisó:
Bella es la dama que me ofrece
vino,
refulgente licor,
oro líquido en hielo cristalino,
que exhala grato olor.
III
Refiere uno de los favoritos de al-Mutamid que en una hermosa noche
de luna penetró en los jardines del alcázar.
Allí vio al rey, que estaba al borde de un estanque, en
cuyas claras aguas se reflejaban las estrellas, por tal arte, que
parecía un pensil lleno de celestiales y luminosas flores.
En el fondo de la onda pura se veía la vía
láctea. Un aroma de ámbar llenaba el ambiente, los
vientos de la noche movían con suavidad las enramadas de
mirto, y agitando las flores, les robaban los encantadores
misterios del jardín y los difundían por donde
quiera. Al-Mutamid, sin embargo, permanecía con la mirada
fija en la tierra, y sus suspiros daban señales del dolor de
su alma. Por último, lamentándose de la ausencia de
su amada, exclamó de esta suerte:
En
un hermoso día se encontraban Ibn Siray y otros visires y
cortesanos en al-Zahra, aquella quinta de los califas de
Córdoba tan brillante en otro tiempo. Ya se deleitaban con
las tempranas flores de la primavera, y ya iban de un quiosco a
otro, donde se regocijaban con vino. Por último, se
detuvieron en un florido jardín, regado por cristalinos
arroyos y cubierto de una fresca alfombra de verdura. Junto a ella
se veían muchos árboles frondosos, cuyas ramas
movía el viento, y se veían asimismo las ruinas del
palacio. Lo decaído de este soberbio edificio parecía
burlarse de su pasada magnificencia. Los grajos graznaban en los
muros. Los caprichos de la suerte habían extinguido el
brillo del palacio y ennegrecido la grata sombra que en otro tiempo
esparcía. Ya hacía mucho que los califas no le
iluminaban con su presencia, aumentando sus vergeles y avergonzando
a las nubes con la abundante lluvia de su liberalidad inagotable.
La destrucción había extendido su manto sobre el
palacio y echado por tierra sus cúpulas y azoteas.
Con
todo, los visires y cortesanos se deleitaban allí, bebiendo
vino, cuando se llegó a ellos un mensajero de al-Mutamid, y
les dio una carta, que contenía estos renglones:
A estos palacios de
al-Zahra
hoy mis palacios envidian.
Porque de vuestra presencia
consiguen ellos la dicha.
Como el sol fuisteis a ellos,
apenas amanecía,
venid a mí, cual la luna,
que ya la noche principia.
En
efecto, fueron al Palacio del jardín, Qasr al-Bustan, que
estaba cerca de la puerta de los perfumeros, y tuvieron allí
una espléndida fiesta, hermoseada con danzas y juegos y
esclarecida por la presencia del rey, donde se les sirvió
por muchos esclavos un agasajo suntuoso.
V
Abu-l-Asbag fue enviado a al-Mutamid como embajador del rey de
Almería. En Sevilla se prepararon grandes solemnidades para
recibirle. Desde el último lugar en que pernoctó
antes de llegar a la corte, anunció el embajador su pronta
llegada y la de su comitiva con los siguientes versos, dirigidos a
al-Mutamid:
¡Oh señor
prepotente! bajo tu regio manto
los pueblos se congregan buscando
protección;
tu solo nombre llena al bárbaro de
espanto;
los árabes te tienen en gran
veneración.
Ya cerca de la corte do tu valor descuella,
nos sumergió la noche en honda
oscuridad;
mas hacia ti nos guía, como luciente
estrella,
tu imagen, que en el alma infunde claridad.
Al-Mutamid respondió al punto:
Salud y dicha os
envío,
salud y dicha os dé el cielo,
cuando yo realmente os vea
y no en imagen del sueño.
Apresurad el viaje,
romped el nocturno velo;
es vuestra alegre embajada
cual faro que os guía al puerto.
El saber, nobles varones,
mana del estilo vuestro:
regalo dais al oído
con frases y con acentos.
Instruís con vuestro trato,
sois doctos en el derecho,
y abundan vuestros escritos
en profundos pensamientos.
Oh Abu-l-Asbag, ven, que afable
a recibirte me apresto,
y ganar tu voluntad
y ser tu amigo deseo.
A cada paso que dan
los vigorosos camellos
que a mi morada os acercan,
palpita alegre mi pecho.
No reposaré esta noche,
con ansia y afán de veros,
y ya estaré, con el alba,
si llegasteis inquiriendo.
VI
El
biógrafo arábigo de al-Mutamid tiene por una de sus
más elegantes y graciosas gacelas la que sigue:
Lejos de ti, penando de
continuo,
infortunios recelo;
ebrio me siento, pero no de vino,
sino de triste y amoroso anhelo.
Ceñir quieren mis brazos tu cintura,
y mis labios besar tus labios rojos;
hasta gozar de nuevo tu hermosura,
han jurado mis ojos
del sueño no rendirse a la dulzura.
Vuélvete, dueño amado;
sólo volverme así la dicha
puedes,
que está mi corazón aprisionado
para siempre en tus redes.
VI
A
su visir Ibn al-Labbana, cuando éste le ofrecía vino
en un vaso de cristal:
Es de noche, mas el vino
esparce el fulgor del día,
puro brillando en el seno
de su cárcel cristalina:
torrente de oro fundido
dentro del vaso se agita,
y en el haz se cuaja en perlas
resplandecientes y limpias;
centellea como el cielo
que los astros iluminan,
y alza espuma como arroyo
al quebrarse entre las guijas.
VIII
A
la imagen de su amada, que se le apareció en sueños,
durante la noche:
Un afán enamorado
me infunden, al verte en sueños,
las rosas de tus mejillas
y las pomas de tu pecho.
También acercarme a ellas
ansío cuando despierto,
mas entre los dos se pone
de los espacios el velo.
Sientan otros de la ausencia,
sientan el dolor acerbo;
y tú, pimpollo de palma,
tú, gacela de ojos negros,
tú, de aromáticas flores
fecundo y cerrado huerto,
a mi corazón marchito,
a mi corazón sediento
da vida con el perfume
y el rocío de tus besos:
así te colme de dichas
y bendiciones el cielo.
IX
Al
visir Abu-l-Hasan Ibn al-Yasa, que le había enviado un
ramillete de narcisos:
Ya muy tarde, por la noche,
tus narcisos recibía,
y al punto quise con vino
solemnizar su venida.
En la bóveda del cielo
las estrellas relucían,
y el licor, pasto del alma,
brindaba una joven linda.
En su seno reclinado,
duplicaban mis delicias
el zumo que dan las uvas,
sus besos, que son almíbar.
Otros, tomando confites,
anhelan más la bebida;
a mí tus dulces recuerdos
de confites me servían.
La
primera sombra que cayó sobre la felicidad de al-Mutamid fue
la trágica muerte de su hijo Abbad, a quien, desde que se
apoderó de Córdoba, tenía allí de
gobernador.
Pronto tuvo éste que resistir el ataque de Ibn Uqayya,
caballero cordobés, que se había puesto al servicio
del rey de Toledo y que anhelaba conquistar la ciudad en su nombre.
Abbad procuró reunir su ejército rápidamente,
mas no logró rechazar la repentina acometida nocturna.
Pereció en la batalla, y su cabeza, separada del tronco, fue
enviada al rey de Toledo. El padre, que amaba a este hijo con la
mayor ternura, sintió, al recibir la nueva de su muerte, un
dolor desesperado.
Corrió en seguida a la venganza, reconquistó a
Córdoba, e hizo clavar en una cruz a Ibn Uqayya. Aún
no presentía cuántos otros casos dolorosos
tendría que lamentar en adelante; pero sus infortunios se
acercaban con rápidos pasos223.
En
aquel tiempo, dice Ibn Jallikan, se había hecho tan poderoso
Alfonso VI, rey de Castilla, que los pequeños
príncipes mahometanos se vieron precisados a ajustar paces
con él y a pagarle tributo. Al-Mutamid, aunque más
poderoso que los otros, se hizo también tributario de
Alfonso; pero éste, cuando en el año de 478 de la
hégira (1085 de Cristo) conquistó a Toledo,
empezó a poner la mira en los estados de al-Mutamid; no se
contentó sólo con el tributo, y le envió una
embajada amenazadora, pidiéndole que le entregase sus
fortalezas. El rey de Sevilla se enojó de tal suerte con la
embajada, que dio de golpes al embajador e hizo matar a la gente de
su séquito224.
Apenas supo Alfonso lo ocurrido, empezó a reunir todos los
aprestos para sitiar a Sevilla.
Entre tanto se congregaron los jeques del Islam para tratar los
medios con que podrían salvarse de tamaño peligro.
Todos convinieron en que el poder de los mahometanos estaba perdido
si los soberanos persistían, como hasta entonces, en hacerse
la guerra unos a otros. Sobre el camino que debían tomar, en
la desesperada situación en que se hallaban en aquel
momento, hubo diversidad de pareceres. Por último,
resolvieron que debían pedir auxilio contra los cristianos a
Yusuf Ibn Talifin, emperador de Marruecos.
Este poderoso príncipe, jefe de los fanáticos
almorávides, adelantándose desde los desiertos de
África a las fructíferas comarcas de la costa,
había sujetado a su dominio una gran parte del Magreb.
Respecto a la suerte desgraciada que, por causa suya, tuvieron
más tarde los Abbadidas, cuenta lo siguiente un historiador
arábigo:
«Al-Mutamid se informaba continuamente, cuando recibía
noticias de África, sobre si los bereberes se habían
enseñoreado ya de las llanuras de Marruecos. Alguien le
había profetizado que este pueblo había de despojar
del reino y del trono a él o a su hijo. Cuando
recibió, por último, la nueva de que ya se
habían apoderado de la mencionada llanura, reunió a
sus hijos en torno suyo y les dijo: «¿Quién
puede saber si los males con que ese pueblo nos amenaza
caerán sobre mí o sobre vosotros? «A lo cual
respondió Abu-l-Qasim, después apellidado al-Mutamid:
«¡Dios quiera tomarme por víctima en lugar tuyo
y descargar sobre mi cabeza todos los infortunios que se anuncian!
«Esta plegaria y ofrenda se cumplió más tarde
como una profecía»225.
No
debió, con todo, de infundir gran recelo lo profetizado en
el ánimo de al-Mutamid, pues que no se opuso a la
decisión que tomaron los jeques de Sevilla. Antes, por el
contrario, en el año de 1086 se embarcó y fue a
Marruecos en busca de Yusuf, a quien rogó que le socorriese
con armas y caballos contra los cristianos226.
Yusuf prometió al punto que cumpliría su deseo, y el
rey de Sevilla volvió a Andalucía muy satisfecho.
Ignoraba que él mismo daba ocasión a su ruina, y que
la espada, que él creía que iba a desnudarse en su
favor, se volvía contra él227.
Yusuf se apercibió con grandes armamentos para su venida a
Andalucía, y todos los caudillos de las tribus bereberes que
pudieron, acudieron a él; de suerte que logró reunir
un ejército de cerca de 7000 caballos y muchísima
infantería. Con estas fuerzas se embarcó en Ceuta y
desembarcó en Algeciras.
Al-Mutamid salió a recibirle con los más ilustres
señores de su reino, le hizo grandes honras, y le
regaló una infinidad de tesoros, tales, que Yusuf no los
había visto mayores en su vida, y éstos fueron los
que, por vez primera, encendieron en su alma el deseo de apoderarse
de Andalucía.
Aumentado con las huestes de todos los príncipes de la
Península, se dirigió hacia el Norte el
ejército de los muslimes. Por la otra parte, Alfonso no
había perdonado ni amenazas ni promesas para reunir bajo sus
estandartes muchos guerreros. El encuentro de ambos
ejércitos tuvo lugar en tierra de cristianos, no lejos de
Badajoz. Allí se dio, en el año 1086, la tremenda
batalla de al-Zallaqa. Al-Mutamid, cuyas tropas tuvieron que
resistir lo más fuerte de la pelea, combatió con
extraordinario valor y recibió muchas heridas. Largo tiempo
estuvo indecisa la victoria; más por último se
inclinó del lado de los muslimes, que la alcanzaron
brillantísima. Con dificultad pudo escaparse el rey Don
Alfonso VI. Yusuf mandó cortar las cabezas de los cristianos
muertos, y cuando las amontonaron delante de él, era tal su
número, que parecían una montaña. Diez mil de
estas cabezas envió a Sevilla, otras tantas a Zaragoza,
Murcia, Córdoba y Valencia, y cuatro mil a África,
que fueron colocadas en diversas ciudades. En el Magreb y en toda
la España muslímica hubo muchos regocijos
públicos, se repartieron limosnas y se dio libertad a no
pocos esclavos para dar gracias a Alá por haber engrandecido
y afirmado la verdadera fe con un triunfo tan glorioso228.
Yusuf se volvió a África, y al-Mutamid a Sevilla. Al
año siguiente volvió Yusuf a Andalucía y
descubrió por vez primera sus miras, destronando al rey de
Granada y apoderándose de su reino. Sin embargo, con
al-Mutamid siguió conduciéndose aún como fiel
aliado y amigo; pero su alma se llenaba cada vez más de
admiración y codicia por la riqueza y hermosura de
España. Los que más de ordinario le rodeaban
empezaron entonces a representarle cuál fácil le
sería apoderarse de un país tan hermoso, y trataron
de enojarle contra el rey de Sevilla, poniendo en su conocimiento
algunas cosas que al-Mutamid les había dicho contra
él en el seno de la confianza.
Mientras que estas nubes tempestuosas se amontonaban sobre la casa
de los Abbadidas, se diría que al-Mutamid no abrigaba
aún ninguna sospecha. En cambio, su hijo al-Rašid no
podía desechar los más tristes presentimientos. Una
vez, estando de conversación con algunos amigos, se
habló de los sucesos de Granada y de la toma de
posesión de aquella ciudad por Yusuf. El príncipe
oía silencioso, ensimismado y melancólico. Por
último, dijo, pensando en la destrucción de los
palacios de Granada: «De Dios venimos y a Dios
volvernos», Los amigos desearon entonces perpetua
duración a sus palacios y a su reino. Al-Rašid se
sosegó, y mandó a Abu Bakr, de Sevilla, que cantase
una antigua poesía arábiga, cuyos primeros versos
son:
¡Mansión de maya,
al pie del alto monte
abandonada yaces y en ruinas!
El
rostro del príncipe volvió a cubrirse de tristeza.
Al-Rašid mandó a una cantarina que cantase otra cosa.
La cantarina dijo:
¿Quién de tan seco
corazón, no llora
la ciudad asolada contemplando?
Esto aumentó su pesar. Su frente se anubló más
aún. Mandó cantar a otra cantarina, y ésta
dijo:
Anhelo repartir a manos
llenas
entre los desvalidos mi tesoro;
pero ¿qué han de esperar los
desvalidos,
cuando yo mismo soy menesteroso?
Queriendo entonces el poeta Ibn al-Labbana borrar la mala
impresión de estos versos, recitó los siguientes:
Palacio de los palacios,
morada de la nobleza,
ojalá que siempre brilles
con los varones que albergas.
Un palacio es como otra,
más éste más gloria
encierra;
pues dos príncipes ilustres
con su valor le sustentan;
Al-Rašid, que resplandece
como de Orión la estrella,
y al-Mutadd, que la fe escuda
y que es un rayo en la guerra.
Ambos, con brazos robustos,
como a corceles enfrenan
al Ocaso y al oriente,
tirándoles de la rienda.
Cual relámpago deslumbran
sus ojos en la pelea;
dones en la paz prodigan,
como el rocío a la tierra.
El
Príncipe se tranquilizó bastante al oír los
primeros versos de esta composición; pero en las palabras un
palacio es como otro creyó ver, como los demás, que
había un mal agüero, y todos se llegaron a convencer de
que este mal agüero se vería cumplido229.
No
tardó mucho el destino en realizar aquellos temores; Yusuf,
en 1090, arrojó de repente la máscara de aliado, que
había conservado hasta entonces, se apoderó de la
fortaleza de Tarifa, y desde allí se hizo proclamar
señor de toda Andalucía. Con el propósito de
llevar a cabo su plan, largo tiempo meditado, dominaba ya
previamente varias fortalezas andaluzas en los confines de los
reinos cristianos. Los guerreros que estaban en ellas cayeron
entonces sobre Córdoba y la sitiaron. Al-Mamun, hijo de
al-Mutamid, defendió valerosamente la ciudad, pero fue
muerto de una resistencia heroica, y Córdoba cayó en
poder de los enemigos230.
Éstos marcharon entonces contra Sevilla y empezaron el
sitio. Al-Mutamid, que se hallaba en la ciudad, mostró gran
serenidad y valor, y compartió todos los peligros. Cuando ya
no le quedaba ninguna esperanza, hizo muchas salidas, y se
arrojó, buscando la muerte, sólo, con una
túnica y sin armadura, en medio de los contrarios. Su hijo
Malik murió a su lado en esta ocasión; mas él
se salvó de la muerte. Por último, en septiembre de
1091 entraron los almorávides en la ciudad. Los habitantes
corrían desesperada y angustiosamente por las calles.
Algunos escaparon arrojándose desde los muros o nadando por
el río. Los enemigos entraron a saco en las casas y robaron
cuanto había en ellas. Los palacios de al-Mutamid fueron
ignominiosamente devastados231.
Al-Mutamid, prisionero, se vio obligado a mandar a sus dos hijos,
al-Mutadd y al-Rašid, que estaban en Ronda y Mertola, que
entregasen aquellas fortalezas casi inexpugnables, pues de lo
contrario él y todos los suyos perderían la vida. Los
hijos no querían en un principio pasar por tal oprobio y se
negaban a hacer la entrega; pero, considerando el peligro que
corrían su padre y su madre, las entregaron al fin, no sin
hacer antes capitulaciones honrosas. Las capitulaciones fueron
violadas, y el general enemigo privó a al-Mutadd de todos
sus bienes. Al-Rašid fue muerto a
traición232.
Yusuf mandó que llevasen a al-Mutamid, cargado de cadenas, y
en compañía de toda su familia, en un bajel a
África. El día de la partida se reunió el
pueblo de Sevilla, con grandes lamentos, a la orilla del
Guadalquivir, y despidió con lágrimas a los
desterrados.
Conducido así a Marruecos al-Mutamid con los suyos, se vio
condenado a prisión por toda la vida. El lugar que se
destinó para su prisión fue la ciudad de Agmat, al
sudoeste de Marruecos. Allí exhaló su dolor sobre las
mudanzas de la fortuna, de que él era tan lastimoso ejemplo,
y lamentando sus desgracias y las de su familia, y suspirando por
la hermosa y para siempre perdida patria, improvisó
poesías tan llenas de verdad y profundidad de sentimiento,
que nada hay comparable a ellas en toda la literatura
arábiga.
«Las sentidas y conmovedoras elegías de al-Mutamid,
dice Dozy, arrebatan de tal suerte al lector, que cree sentir el
mismo amargo dolor que el rey poeta, y encontrarse con él y
con sus hijos y demás familia en el mismo duro
encierro».
La
serie de estas composiciones empieza con unos versos que dijo
cuando le encadenaron:
Cadena, que cual serpiente
en torno ciñes mi cuerpo,
antes que tus eslabones
me aprieten y den tormento,
ulcerándome los pulsos
y quebrándome los huesos,
piensa en lo que he sido antes
y en que me debes respeto.
La mano que ligas hoy,
generosa en otro tiempo,
amparaba al desvalido
y premiaba a los ingenios,
y si empuñaba el alfanje
en el combate tremendo,
las puertas del paraíso
abría y las del infierno.
Cuando él, dice Ibn Jaqan, se vio arrastrado lejos de su
patria, despojado de todos sus tesoros y como enterrado vivo en una
mazmorra de África; cuando se vio secuestrado de todo
comercio y trato con los hombres, sin poder hablar con sus amigos y
conocidos, y sin poder consolar algo sus penas en amistosos
coloquios, entonces suspiró y gimió de continuo,
porque no le era dable concebir la menor esperanza de volver a ver
su país tan querido. Los sitios donde en otra época
había sido tan dichoso se presentaban a su
imaginación, y se le aparecían las ciudades
arruinadas y desiertas, y veía los palacios que él
mismo había edificado, como hijos que lloran la
pérdida de su padre y la ausencia de sus alegres y antiguos
moradores. Los alcázares y jardines de Sevilla, iluminados
antes por la luna llena de su magnificencia real, y animados con el
murmullo de las más dulces pláticas y con el suave
sonido de las fiestas nocturnas, estaban ahora oscuros y
silenciosos, y huérfanos de su noble dueño, se
convertían en montones de escombros.
Perdido al-Mutamid en estos pensamientos compuso lo siguiente:
Al-Mutamid había tenido siempre en gran predilección
la quinta de al-Zahi, la más hermosa y amena de todas las
suyas. Allí, en la orilla del Guadalquivir, entre olivares y
huertas, había pasado los mejores días de su vida.
Así es que en el desierto y en la prisión nada
anhelaba tanto como volver a ver su quinta, a cuyo recuerdo
cantaba:
Mientras que, de España
ausente,
estoy en Magreb cautivo,
allá en mi querida patria
me llora el trono vacío;
mi fuerte lanza y mi alfanje
están de luto vestidos.
Los almimbares me lloran
por compasión y cariño.
La dicha, que a otro sonríe,
de mí para siempre ha huido.
¡Ay! que de las nobles almas
envidioso y enemigo,
me robó corona y reino
desapiadado el destino,
y lleno de amargas penas
el fondo del pecho mío.
De mi suerte deplorable
se conduele el cielo mismo.
Así, libre de cadenas,
ver de nuevo aquellos sitios
me deje, donde dichoso
y respetado he vivido;
discurrir sobre las ondas
del Guadalquivir tranquilo,
a la luz de las estrellas
en clara noche de estío;
a la sombra reposarme
de los frondosos olivos,
y oír el susurro leve
del aura mansa en los mirtos,
o entre la verde enramada
de la tórtola el gemido.
Si otra vez mis ojos vieran
los soberbios edificios
de al-Zahi y de Zoraya,
por mi amor ellos movidos,
brillar harían de gozo
los torreones magníficos;
y al-Zahi me albergaría
en su encantado recinto,
como recibe una esposa
al dulce dueño querido.
Imposible es tanta dicha;
fuera esperarla delirio,
y si en Alá no se esperase
y en su poder infinito.
En
Agmat se celebró una fiesta. El rey prisionero vio desde el
fondo de su calabozo al pueblo, que salía al campo en
alegres grupos. Sus hijas entraron entonces en la prisión,
llorando y con las vestiduras desgarradas. Estas princesas se
veían ahora obligadas a ganar la vida hilando, y una de
ellas servía en la casa de la hija de un antiguo servidor de
al-Mutamid. Cuando el desdichado rey vio a sus hijas con los pies
desnudos y enflaquecidas por el hambre y los trabajos,
rompió en lastimero llanto y dijo, hablando consigo
mismo:
Cuando estabas libre,
las fiestas solían
el alma alegrarte,
que hoy gime cautiva.
Cubiertas de harapos
hoy ves a tus hijas,
que hilando afanosas
sustentan la vida.
Llorando a ti llegan,
muertas de fatiga;
sus áridos labios
tu frente acarician.
Hollaron un tiempo
regias alcatifas,
sobre ámbar y algalia
la planta ponían.
Con los pies desnudos
ora el lodo pisan,
ora la miseria
sus rostros marchita,
y lágrimas ora
surcan sus mejillas.
Bien es que lamentes
la fiesta del día.
Esclavo te hizo
del hado la envidia;
el hado, que antes
brindábate dichas.
En vano en su fuerza
los reyes confían:
el poder es sueño,
la gloria mentira.
Mientras al-Mutamid arrastraba en África tan penosa
existencia, uno de sus hijos se alzó en Andalucía
contra los usurpadores del reino paterno; se apoderó del
castillo de Arcos, cerca de Sevilla, y se mantuvo en él
durante muchos meses, esperando que también se alzasen y
viniesen en su auxilio los parciales de los Abbadidas. Cuando
al-Mutamid supo esta nueva, se lisonjeó por un momento con
la esperanza de que el alzamiento tendría buen éxito
y con que podría volver a sus estados; pero pronto
tornó a caer en su primera melancolía y
dijo234:
¿Por qué en olvido
y en ocio
ya se enmohece mi espada,
aunque ardiendo en sed de guerra,
quiero siempre desnudarla?
¿Por qué se llena de herrumbre
el acero de mi lanza,
sin que en la sangre se moje
de las enemigas bandas?
Ya no cabalgaré nunca
en mi corcel de batalla,
que, el duro freno tascando,
de espuma se salpicaba.
No obedecerá a mi brida,
ni, al presentir la emboscada,
para advertirme el peligro,
se alzará sobre las ancas.
Si a nadie la lanza puede,
ni el alfanje, infundir lástima,
aunque cubiertos de oprobio,
aunque ruginosos yazgan,
tú al menos ¡oh madre tierra!
Ten piedad de mis desgracias;
dame reposo en tu seno,
sepúltame en tus entrañas.
El
desesperado alzamiento de Andalucía fue sofocado pronto, y
el hijo de al-Mutamid, defendiendo la fortaleza de Arcos, fue
muerto de un flechazo. Después de este inútil conato
para restaurar la dinastía de los Abbadidas, el encierro del
rey cautivo se hizo más duro, y la más profunda
tristeza que él sintió entonces la expresó en
estos versos:
En vez de las gallardas
cantadoras,
me canta la cadena
rudo cantar, que el alma a todas horas
de dolor enajena.
La cadena me ciñe cual serpiente;
cual serpiente mi acero
entre los enemigos fieramente
resplandeció primero.
Hoy la cadena sin piedad maltrata
mis miembros y los hiere,
y acusa el corazón la suerte ingrata,
y morir sólo quiere.
A Dios en balde mi clamor elevo,
porque Dios no me escucha:
cáliz de acíbar y ponzoña
bebo
en incesante lucha.
Los que sabéis quién soy y
quién yo era
lamentad mi caída:
se marchitó cual flor de primavera
la gloria de mi vida;
música alegre, espléndidos
salones
trocó el hado inseguro
en resonar de férreos eslabones
y en calabozo oscuro.
Una
vez vio al-Mutamid, desde el fondo de su calabozo, una bandada de
palomas torcaces que iban volando, y pensó en que no estaban
aprisionadas en red alguna ni separadas de sus polluelos, sino que
libres se movían por el aire y podían buscar sitio
donde beber como quisiesen. Entonces le pareció que
tenían doble peso sus cadenas, y sintió doble que el
carcelero no diese fácil entrada en su prisión a su
querida familia, y el tener que sufrir en soledad y aislamiento las
penas de su alma. Pensó también en sus hijas, y en la
pobreza y la miseria que las consumían; y estos pensamientos
eran aún más amargos, porque se unían al
recuerdo de su pasada bienandanza y grandeza. Sobre esto se expresa
así:
Al-Mutamid lamentó la muerte de sus hijos en la siguiente
elegía:
Fuente que brotas perene,
de tus ondas el tesoro
menos lágrimas contiene
que amargas lágrimas lloro.
¿Por qué no me matarán
de los hijos que he perdido
los recuerdos, si un volcán
en mi pecho han encendido?
¡Ah! no me devora el fuego
de mi violenta pasión,
porque con lágrimas riego
de continuo el corazón.
Si bienes me dio el destino
en lozana juventud,
mayores males previno
para echarme al ataúd.
La muerte de Fath lloraba,
y apenas de aquella herida
la cicatriz se cerraba,
perdió mi Yazid la vida.
¡De mi amor estrechos lazos,
ya para siempre os perdí!
¡De mis entrañas pedazos,
os arrancaron de mí!
¡Oh refulgentes luceros,
vuestra luz se extinguió ya!
Hasta los días postreros
vuestro padre os llorará.
Guíeme tu luminosa
huella ¡Oh Fath! al paraíso,
ya que como mártir quiso
darte Alá muerte gloriosa.
¡Oh Yazid! no me consuelo
de tu pérdida temprana.
Ni aun creyendo que del cielo
gozas la luz soberana.
Vuestra madre, en su dolor,
la bendición os envía;
con ella va el alma mía
a los hijos de su amor.
Nuestro llanto de amargura
corre unido sin cesar.
¿Quién, de alma fría y
dura,
no llora al vemos llorar?
Mientras que al-Mutamid, cargado de cadenas, sólo con gran
trabajo podía arrastrarse de un lugar a otro, vino a
visitarle su hijo Abu Hišan, y a la vista del desventurado
padre rompió en desconsolados sollozos. Era el más
mozo de los hijos de al-Mutamid, el más amado, y aquel a
quien el Rey, después de la batalla de al-Zallaqa, donde
sobresalió por su valentía, había dirigido
estos versos:
Pensé en un instante en
la fuga,
mas firme volví a la lid,
porque al mirarte, hijo mío,
me avergonzaba de huir.
Ahora Abu Hišan, en muy diferentes circunstancias, estaba
llorando delante de su padre. Éste dijo:
¡Ay, cuánto he
padecido!
¡Tened piedad de mí, rudas
cadenas!
El peso me ha rendido.
Los fuertes eslabones me han herido,
consumiendo la sangre de mis venas.
Mi Abu Hišan, el corazón
llagado
y el noble rostro en lágrimas
bañado,
este tormento mira.
Tened también piedad del joven bello,
que no doble al dolor su erguido cuello;
que el destino, en su ira
no le obligue a que llore
y de vosotras compasión implore.
Mover en fin vuestra piedad debían
sus hermanas pequeñas, que en el seno
maternal con la leche ya bebían
del infortunio el áspero veneno.
Una en continuas lágrimas se anega,
cuyo fervor la ciega;
otra fecundo pecho busca en vano
con los hambrientos labios y la mano.
Cuando se vio completamente aislado, sin amigo alguno con cuya
conversación distraerse o consolarse, y cuando vio que su
infortunio no tenía término, se lamentó de
esta manera:
¿Por qué he de
esperar que vuelvan
aquellas horas alegres,
y que sanen mis heridas
y que mis dolores cesen?
Con mi vida el infortunio
se ha ligado para siempre.
¡Oh palacio de al-Zahi!
¡Oh suntuosos banquetes,
cuando en mi mesa solían
tomar asiento los reyes!
Así el placer y el dolor,
así los males y bienes
la tela de nuestra vida
con varios colores tejen,
hasta que corta la tela
y la esperanza la muerte.
Cuando había ya padecido largo tiempo en la dura
cárcel, y pasado en ella horribles noches de insomnio, dijo
a la tormenta, cuyos relámpagos y truenos le parecía
que anunciaban al mundo su prisión y sus males:
Ora en todas las regiones
con su voz el trueno anuncia
que encerrado en la mazmorra
yaces como en una tumba.
Desde el ocaso al oriente
la tempestad rauda cruza
y con su voz va llenando
los corazones de angustia.
La nueva de tu infortunio,
que sus acentos divulgan,
arranca llanto a los ojos,
conmueve el alma más dura,
y con dolor compasivo
la paz y la dicha turba
de los felices espíritus
que moran en las alturas.
Éstos dicen: «¿Quién al
fuerte,
al vencedor atribula?
¿Quién al primero en las lides
lanza en sima tan profunda?»
Yo respondo: «En esta sima
me lanzó la desventura;
combatí contra el destino
y fui vencido en la lucha.
Cual saquea los rebaños
de ladrones una turba,
de bienes, poder y gloria
me despojó la fortuna».
Entre los prisioneros de Agmat había algunos dotados de
talento poético, los cuales suplicaron al alcaide que los
dejase algunas veces entrar en el calabozo de al-Mutamid para
consolar su dolor conversando. Siempre que el alcaide
accedía a esta súplica, halló al-Mutamid
algún alivio a sus penas, contando a los amigos su desgracia
y confiándoles los secretos de su corazón; pero
cuando pasaba el tiempo que para estar juntos se les había
otorgado, y el rey se quedaba solo, caía de nuevo en honda
melancolía. Por último, estos prisioneros fueron
puestos en libertad, y él permaneció en la
cárcel. Cuando vinieron a despedirse, tristes ya sólo
por el rey y contentos de su ventura, al-Mutamid les dijo:
¿Por qué de mi
llanto nunca
ha de agotarse el venero
que mis mejillas marchita,
constantemente corriendo?
Por el infeliz amigo
rogad, amigos, al cielo,
y dadle gracias porque
os libró del cautiverio.
A esperar igual ventura,
a soñarla no me atrevo.
¿Quién romperá las
cadenas
que me lastiman los miembros?
Me ciñen cual negras sierpes
sus eslabones de hierro,
y cual dientes de leones
van triturando mis huesos.
Mas esta dicha presente
de mi dolor es consuelo,
vuestros corazones laten
con vivo gozo en el pecho.
Id, pues, felices y libres,
y a Dios juntos alabemos
por mi constante desdicha,
por vuestro bien y contento.
Por
último, el desventurado príncipe se rindió al
peso de tantos males. Murió en su calabozo de Agmat, en el
año 1095. En su entierro cuenta su biógrafo, se
llamó al pueblo a la última oración y se
habló de él como de cualquier otro extranjero.
¡Extraño destino de un soberano en otro tiempo tan
poderoso y grande! ¡Alabado sea el Ser que siempre permanece
y cuyo poder y grandeza eternamente duran! En cuanto a la suerte de
los suyos, sólo podemos decir que una de sus hijas fue
vendida en Sevilla como esclava, y que su nieto se ganaba
posteriormente la vida con el oficio de platero236.
- XI -
Ibn Zaydun, Ibn Labbun, Ibn Ammar e Ibn
al-Jatib
Al
echar una mirada sobre la larga lista de poetas andaluces cuyos
nombres nos han trasmitido los historiadores arábigos, es
difícil dominar el sentimiento de tristeza que nos inspira
lo caduco de la gloria literaria. Las obras de estos poetas, que
los críticos y literatos contemporáneos ponían
en las nubes con extraordinarias alabanzas, que estaban en la boca
de todos, que eran el encanto de un pueblo ingenioso y culto, han
desaparecido en gran parte, y aun aquellas, bastante numerosas, que
se han salvado de la pérdida general en los Diwanes y
Antologías, no llaman a sí cuanto deben la
atención de los filólogos orientalistas, a fin de
descifrarlas con trabajo.
Si
el celo que recientemente se ha despertado en favor de la
literatura provenzal se aplicase también a la
arábigo-hispana, y se hiciesen ediciones y traducciones de
las vidas y escritos de los poetas andaluces, alcanzaríamos
el debido conocimiento de un memorable período de la cultura
europea. No creo que me ciega una extremada predilección al
asegurar que la poesía de los musulmanes españoles, a
pesar de todas sus faltas, es muy superior a la poesía de
los trovadores provenzales, por la ternura del sentimiento y la
riqueza y el brillo de las imágenes, mientras que el valor
de su contenido histórico no es menor tampoco. Sin embargo,
apenas se puede esperar que este vacío en la historia
general de la literatura se llene pronto cuando se nota la desidia
que aqueja a los orientalistas. El presente trabajo no pasa de ser
una tentativa, un conato de cumplir empresa tan grande, para la
cual apenas bastaría toda la vida de un hombre.
En
mi obra, por consiguiente, sólo se da al lector una ligera
noticia del vasto campo inexplorado. Las biografías de los
diversos poetas quedan fuera de sus límites, y sólo
por excepción se habla de la vida de algunos, o bien cuando
así lo requiere la inteligencia de los versos que se citan,
o bien cuando los sucesos de dichas vidas vierten mucha luz sobre
las circunstancias literarias de la España muslímica.
Por estas razones hemos hecho el bosquejo de la vida de al-Mutamid,
y por estas razones vamos a dar también una breve noticia de
algunos de los innumerables poetas andaluces.
Entre los más famosos resplandece Ibn Zaydun. De él
sabemos que nació en el año 1003, y que, gracias a su
talento sobresaliente, alcanzó alta posición e
influjo, desde su primera juventud, cerca de Ibn Yahwar, el que
después de la caída del último omeya, de quien
había sido guarda-sellos, fue en Córdoba presidente
del Senado y supremo jefe del ejército de la
república237.
Durante mucho tiempo poseyó Ibn Zaydun la entera confianza
del mencionado personaje, y fue enviado como embajador a muchas de
las pequeñas cortes de Andalucía. Así
evitó los tiros de la envidia; mas al fin le hirieron y le
hicieron caer. Las circunstancias que concurrieron a su desgracia
se ignoran del todo, pero es verosímil que contribuyesen a
ella sus relaciones amorosas con la hermosa y discreta Wallada.
Esta princesa, de la familia de los Beni-Omeyas, apasionada de la
poesía y famosa asimismo por sus versos, dio la preferencia
a Ibn Zaydun entre todos sus otros adoradores, y sin duda un rival
despechado se vengó del favorecido con acusaciones, a que
prestó fácil oído Ibn Yahwar. El antes
poderoso favorito fue entonces encerrado en una cárcel, y en
balde procuró ganar otra vez el favor de su señor por
intercesión de un amigo. Logró, con todo, fugarse de
la prisión, y después de haber estado algún
tiempo escondido en Córdoba, se fue hacia la parte
occidental de Andalucía. Su amor por Wallada y el deseo de
vivir cerca de ella le trajeron a menudo a los ya medio desolados
jardines y quinta de al-Zahra, donde esperaba ver en secreto a su
querida princesa. Después anduvo vagando mucho tiempo por
diversos puntos y comarcas de España, y vino, por
último, a la corte de al-Mutamid, quien le acogió
amistosamente, y desde entonces, honrado con la confianza de este
príncipe, vivió en Sevilla. Ocurrió su muerte
en el año 1071.
Los
antólogos arábigos, tan inclinados por lo
común a los más pomposos encomios, de los cuales no
es posible hacer mucho caso, apuran en loor de la grandeza
poética de Ibn Zaydun todo el tesoro de sus acostumbradas
hipérboles. «Su poesía, dicen, posee una fuerza
superior a la del arte mágica, y su sublimidad compite con
la sublimidad de las estrellas». Aunque no debemos convenir
en tales exageraciones, los versos de Ibn Zaydun, inspirados en
gran parte por su amor a Wallada, nos parecen notables por el
espíritu que en ellos vive y que tanto recuerda el
espíritu de la moderna poesía. Generalmente se cree
que aquellos arrobos de amor, aquellos ensueños
melancólicos, aquellos sentimientos delicados y aquellas
pinturas de la naturaleza, que tanto hermosean la poesía
moderna, hallaron en Petrarca su primera expresión; pero yo
me atrevo a afirmar que Ibn Zaydun debe ser considerado como
predecesor del cantor de Vauclusa. Como Petrarca, «vaga
triste y pensativo por el silencioso sendero, en cuya arena no hay
estampada huella humana; los peñascos y el arroyo murmurador
son sus confidentes, y nadie hay en torno suyo que oiga sus quejas;
sólo el amor va siempre a su lado. Entre las recientes
ruinas de la grandeza omeya, en los devastados mágicos
jardines de al-Zahra, aumenta su constante amor a Wallada, y llama
por testigos de su dolor a los astros que iluminan sus noches de
insomnio. Como Childe Harold, lleva consigo de lugar en lugar el
desasosiego de su espíritu, buscando la paz que a su
corazón le ha sido para siempre negada.
De
la época de su estancia habitual en al-Zahra son las
siguientes líneas, que su biógrafo encabeza de esta
suerte:
«Luego que la primavera adornó los huertos con su
túnica verde, abrió lirios y rosas, dio más
caudal a los arroyos, e inspiró a los ruiseñores
dulces trinos, con el espíritu más sereno,
solía el poeta pasar alegremente las tardes en la enramada
florida y en los bosquecillos umbrosos respirando el dulce y
perfumado ambiente».
Entonces sentía con viveza el deseo de volver a ver a
Wallada; y no pudiendo ir a Córdoba, escribía cartas
a la princesa, donde le pintaba las emociones de su corazón
y le daba quejas porque no venía a visitarle,
teniéndole tan cerca:
Triste por los jardines de
al-Zahra
en ti pensando voy:
ríe la tierra, y despejada y clara
la atmósfera está hoy.
Tan apacible el aura de Occidente
y tan blanca suspira,
que me parece que mis penas siente
y con piedad las mira.
Si al discurrir por floresciente suelo
brilla, del sol herido,
collar de perlas es el arroyuelo
a tu cuello ceñido.
Este día recuerda la hermosura
de otro remoto día,
cuando, en secreto, amor nos dio la ventura
y fugaz alegría.
Las flores que destilan el rocío
se diría que lloran,
que lamentan el fin del amor mío,
que mi suerte deploran.
Hoy, como entonces, la fecunda vega
se adorna de colores,
y al peso del rocío se doblega
el tallo de las flores.
Cual rosicler de la mañana vivo
la rosa resplandece,
y el loto soñador y pensativo
en el aura se mece.
Y todo cuanto siento y cuanto veo,
flor, aura, luz, perfume,
enciende, aviva más este deseo,
que el alma me consume.
Ojalá que me hubiese arrebatado
sentir y ser la muerte,
antes que me apartase de tu lado
la despiadada suerte.
Si el céfiro a tu lado me llevara
en sus alas ligeras,
en lo pálido y mustio de mi cara
mi dolor conocieras.
Mi única, mi querida, mi tormento,
a quien jamás olvido,
tus protestas de amor, tu juramento,
dime, ¿dónde se han ido?
La ingratitud del pecho te arrancaba
tan molesta memoria,
mientras guardar la fe que te juraba
era toda mi gloria.
A
Wallada van también dirigidas las siguientes
composiciones:
- I -
Cuando en el centro del
alma
te hablo de amor, vida mía,
el corazón me destrozan
los recuerdos de mi dicha.
Desde que ausente te lloro
mis noches pasan sombrías,
porque nunca tu belleza
con su luz las ilumina.
El que de ti me apartasen
entonces yo no temía:
hoy juzgo al verte de nuevo
dulce y soñada mentira.
- II -
Aunque de ti me alejaron
es tu morada mi pecho:
por el mundo me olvidaste,
y eres mi mundo y mi cielo.
Las dichas que te rodean
borran en tu pensamiento
del que constante te ama
hasta el más leve recuerdo.
Aún no he logrado, sin duda,
el fin que siempre pretendo
¿qué fin? dices. De mi vida
responda cada momento.
- III -
Si tú quieres, nunca,
nunca
acabará nuestro amor:
misterioso, inmaculado,
vivirá en mi corazón.
Para conquistar el tuyo,
sangre y vida diera yo.
Siendo corto el sacrificio,
comparado al galardón.
Este yugo de mi alma
nadie nunca le llevó;
mas tú le pusiste en ella;
no temas su rebelión.
¡Despréciame! he de sufrirlo;
¡ríñeme! tienes
razón;
¡huye! te sigo; ¡habla! escucho;
¡ordena! tu esclavo soy.
- IV -
Desde que dejé de
verte,
las fuerzas me abandonaron,
y se descubrió el misterio
que sólo a ti he confiado.
Me han de rechinar los dientes
si me intimido y abato,
y no intento lo imposible
para vivir a tu lado.
Quiera Dios que ver de nuevo
pueda yo tu soberano
rostro, bello cual la luna,
como las estrellas claro.
Ora, en mis oscuras noches,
me lamento, recordando
las que contigo lucientes
y tan rápidas pasaron.
Durante su permanencia en el Occidente de Andalucía, compuso
Ibn Zaydun unos versos, donde, con motivo de las fiestas que siguen
al Ramadán, que es el mes de ayuno o la cuaresma de los
muslimes, recuerda con vivo sentimiento los días felices que
pasó con los amigos en la patria. En estos versos se citan
varios palacios, jardines y quintas de Córdoba y sus
cercanías:
Ya no me alegran las
fiestas
con que el Ramadán termina:
temprano y tarde mi pecho
lleno de dolor suspira.
Volar a Yarb al-Icab
tan sólo mi mente ansía.
O el prado que al pie del monte
extiende verde alcatifa,
o el bello alcázar persiano,
que el alma jamás olvida,
ya que por él mi deseo
arde como llama viva.
En el valle de Ruzafa
mi pensamiento se fija,
tristes memorias hallando
de breves pasadas dichas.
¡Cómo en Musannat Malik
era grande mi alegría,
ya bebiendo, ya nadando
sobre las ondas tranquilas!
En el claro y limpio lago
blandamente me mecía,
y en los espejos bruñidos
era su faz cristalina
que en los famosos salones
de Salomón relucían.
¡Oh sitios donde he gozado
de las mayores delicias,
do amor me brindó sus bienes,
do paz y contento habitan!
¡Oh mi al-Zahra, cómo anublan
las lágrimas mis pupilas,
al ver que en tu paraíso
la entrada me fue prohibida!
¡Oh, de alicatados muros,
morada de los califas,
cuyo resplandor ofusca
más que sol de mediodía!
Siempre los ojos del alma
contemplan la hermosa quinta
y las dos torres soberbias,
que como las joyas brillan.
A todos allí los hados
dones espléndidos brindan;
como en el Edén, allí
el pensamiento se hechiza;
allí, donde las palomas
del calor que las fatiga
buscan alivio, en las siestas,
bajo la enramada umbría,
el amor me dio su gloria,
me fue la suerte propicia.
Ora, en vez de los acentos
de las cantadoras lindas,
mi sueño interrumpe el búho,
que agorero y ronco grita.
Antes, al dorar los cielos
el alba con su sonrisa,
vino aromático y puro
me escanciaba mi querida;
hoy me despierta azorado
espantosa pesadilla,
y pongo mano a la lanza
para defender mi vida.
¡Ay cuán rápida pasaba
del Betis en las orillas!
Orillas del Guadiana,
¡ay, qué lenta se desliza!
En
el tiempo que aún estaba el poeta escondido en
Córdoba, escribió la siguiente epístola a su
íntimo amigo Abu Bakr Ibn Labbana, poeta también. En
ella habla de su desgracia y de su amor a Wallada, se disculpa de
su fuga del calabozo, y ruega a su amigo que interceda por
él cerca de Ibn Yahwar, para que desatienda las acusaciones
de sus enemigos, a las que dio crédito muy ligero:
Vivo de mis amigos
separado,
por la distancia no, sí porque ahora
verlos y hablar con ellos no me es dado.
La suerte, siempre infiel,
siempre traidora,
aquel lazó rompió que nos
unía,
y su crueldad mi corazón deplora.
Desde que no los veo, cual
solía,
raras veces mis párpados el
sueño
con encantado bálsamo rocía.
En balde forma el peregrino
empeño,
por llegar a los puros manantiales
y ser del agua codiciada dueño.
¡Ay! Detienen su paso los
jarales;
con espinas le hiere la maleza;
cercada está la fuente de zarzales.
De aquella corza de sin par
belleza,
a quien mi tierno pecho dio guarida,
me separa del hado la fiereza.
¡Cuán gentil es la
vida de mi vida,
profundo el seno, estrecha la cintura,
y toda ella en juventud florida!
El corazón, henchido de
amargura,
como tiembla el zarcillo de su oreja,
me temblaba dejando su hermosura.
Yo no logré mi enamorada
queja
decir entonces, porque anuda el llanto
la lengua y libres los suspiros deja.
¿Cómo no ve la
juventud que tanto
atrevimiento al envidioso mueve?
¿Cómo el corcel no mira con
espanto
que detenerle en su carrera
debe
y sus bríos domar áspero freno,
cuando del mundo al límite se atreve?
¿No se mella el alfanje
sarraceno?
¿No se abate la flecha voladora?
A pesar del destino, está sereno
mi corazón
indómito, y ahora
a ti se vuelve, y por tu amor confía
en recobrar lo que perdido llora.
Noble Abu Bakr, de la vida
mía
firme sostén, desde que el padre amado
cerró los ojos a la luz del
día,
sobre mí tu favor has
prodigado,
como el tesoro de las aguas vierte
fecunda nube en el sediento prado;
tú, de mi alma en el
acero inerte
al tocar, produjiste la centella,
el fuego que en mi espíritu se
advierte,
mientras el que tu
espíritu destella
cual sol hizo brotar las gayas flores,
y adelantó la primavera bella,
y aromas dio y
espléndidos colores
al jardín de los genios, do he podido
ramilletes tejer encantadores.
Hoy el dolor me tiene
envejecido;
dentro de mí se anida el desaliento,
y aún no está mi caballo
encanecido.
Cual huerta no regada el alma
siento,
cuyo verdor lozano se marchita;
estéril, seco está mi
pensamiento.
Más que alienzo sutil
que el viento agita,
más que al camello carga triplicada,
me ha quebrantado la prisión maldita.
Como a otros, cosecha
sazonada
en su pensil el mundo me ofrecía,
y me dio sólo fruta
emponzoñada.
Quizás ardiente anhelo
me extravía;
pero, si mi imprudencia erró el
camino,
me valdrán la constancia y la
osadía.
Me alcé como el lucero
matutino,
las pléyades herir quiso mi frente,
y al suelo en fin me derribó el
destino.
Anhelado lugar; puesto
eminente
el Príncipe en su gracia me otorgaba,
cuando me desechó tan duramente.
Fue inútil luego cuanto
yo pugnaba
por tornarle propicio, pues artera
la envidia su cariño me robaba.
Yo canté la justicia con
que impera,
y de Córdoba el alto
señorío,
joya luciente, del saber esfera,
que al mundo da
magnífico atavío,
cinto en el medio, y en la sien corona;
pero el Príncipe oyome con
desvío,
porque la turba que feroz se
encona,
la camada de sierpes, que arrastrando
al águila sus vuelos no perdona,
me estaba en las tinieblas
calumniando.
Harto ya de sufrir tanta clausura
y receloso del contrario bando,
audaz fugueme de la
cárcel dura;
mas el huir no prueba mi delito:
para evitar más honda desventura,
inocente Moisés
huyó de Egipto.
Con el dueño benigno a quien venero
a poderosa intercesión te invito.
En ti fundar mi confianza
quiero:
de su dulzura, que el error olvida,
que tu voz oiga y me perdone espero.
Si mi súplica humilde es
atendida,
¡oh Abu Bakr! tu apoyo nuevamente
el sello del honor pondrá en mi vida.
En tu apoyo al pensar goza mi
mente,
como goza el olfato, si el perfume
de almizcle y ámbar derretido siente.
Tendrá fin el pesar que
me consume,
si el ansiado perdón por ti me llega,
como mi alegre corazón presume;
pero si injusto el
Príncipe le niega,
apelo al mismo Dios, Señor del mundo,
cuya justicia la pasión no ciega,
y ve del corazón en lo profundo.
Como una de las más sobresalientes figuras entre los poetas
mahometanos de España debe contarse también Ibn
Labbun, noble señor andaluz, de atrevidos y elevados
pensamientos. Gobernador de Murviedro, se hizo independiente de la
soberanía del débil al-Kadir, pero sin tomar el
título de príncipe. Cuando el Cid se apoderó
de Valencia, pidió a los comandantes de todos los castillos
cercanos que le suministrasen víveres para su
ejército, con, la amenaza de que los tomaría por
fuerza si a ello no se avenían. Esto colocó a Ibn
Labbun en situación muy angustiosa. Era evidente que con sus
cortísimos recursos no se podía defender contra el
Cid, y que era absurdo provocar su cólera. Por otra parte,
aun cediendo, estaba seguro de que el Cid había de saquear
su estado. Entonces determinó dar a Murviedro y sus
demás dominios a Ibn Razin, señor de
Albarracín, a trueque de la renta de un año. Pronto,
sin embargo, se arrepintió de lo hecho, y lamentó su
pérdida grandeza, aumentando este sentimiento lo mal que Ibn
Razin se condujo con él. Las más de sus composiciones
poéticas están escritas con este motivo:
- I -
Atrás. ¡Dejadme que
corra
al Ocaso y al Oriente!
¡Venga el fin de mi dolor,
o venga pronto la muerte!
Un cubil y un hueso bastan
para que el can se contente;
mas el águila real
será menester que vuele.
Desde lo sumo del aire,
en que altanera se cierne,
con los penetrantes ojos
campos busca, espía reses,
o remontándose al cielo,
la tierra de vista pierde,
yo como el águila vivo,
volando, aspirando siempre.
Cuando una región me cansa,
el mejor de los corceles
me lleva cual torbellino
a otras regiones y gentes.
Los amistosos consejos
no consiguen detenerme;
espuelas doy al caballo;
voy donde nadie se atreve,
soy como el sol, que en un punto
del ancho cielo amanece,
y en la extremidad opuesta
entre las ondas se duerme.
- II -
¿Dónde se ocultan
los soles
que cerca de mí lucieron,
mientras que el mundo envolvían
las sombras en negro velo?
¿Dó las noches que a tu lado
pasé con dulce misterio,
cuando dormía el celoso
y no espiaban sus celos?
¡Qué placer cuando tu diestra
el vaso me daba lleno
del áureo vino, encendido
cual flor del algarrobero!
- III -
Seguidme al desierto,
amigos,
para que busque en la arena,
de la mansión de mi amada
las ya derruidas piedras.
Recordar quiero las noches
que alegre pasé con ella,
y llorar el tiempo hermoso
que para siempre se aleja.
Lozano vástago verde
entonces mi vida era,
que crece en planta jugosa
y se dilata con fuerza.
Aún en paz con el destino,
dichas lograba completas:
rico vino me escanciaba,
mañana y tarde, mi bella.
Estrechándola en mi seno,
ebrio de vino y terneza,
beber pensaba en sus ojos
el fulgor de las estrellas.
El deleite sobre ambos
quiso desplegar su tienda:
allí pláticas sabrosas,
risas, cantares y tiernas
caricias, y dulces besos,
y el sonar de la vihuela,
y tener en abundancia
cuanto la mente desea,
a fin que el anhelo en goces
apenas nacido muera.
¿Quién pensará que
venía
el infortunio tan cerca?
No hay que fiar ¡oh fortuna!
En tus falaces promesas.
Quien gusta licor suave,
nunca las heces sospecha.
Me embriagaste con tus dones,
trastornando mi cabeza,
y luego de hiel amarga
me diste la copa llena.
¡Cuánto dolor sobre mí
desde aquel instante pesa!
¡Ay, cuánta noche de insomnio
pasé sintiendo mis penas!
¿Cómo pensar que mis planes
en mi daño se volvieran?
¿Por qué me castiga el cielo?
¿Por qué culpa me condena?
Cuando me llamó la gloria,
no reposé hasta tenerla,
llevando en nobles arranques
a todos la delantera.
Aunque eres cruel, fortuna,
justo es que yo te agradezca
que arrancaste de mis ojos
alucinados la venda.
Antes soñando vivía;
ya tu mano me despierta,
de los hombres y del mundo
mostrándome la vileza.
- IV -
Basta, basta; ya del mundo
para siempre me separo;
sus mentiras no me ciegan,
he roto todos sus lazos;
ya mi horizonte limita
de un pobre huerto el vallado.
En mis libros confidentes
y amigos tan sólo hallo.
Noticias me dan del mundo
y de los siglos pasados.
Y un tesoro de verdades
me ofrecen y desengaños;
mas sentiré que en la huesa
me den los hombres descanso,
sin saber qué corazón,
qué ingenio habrán sepultado.
La
vida de Ibn Ammar presenta uno de los más extraordinarios
ejemplos de los lances y aventuras de los errantes cantores de
Andalucía. Nacido de humilde cuna y en desvalida pobreza,
vagando luego de lugar en lugar como un mendigo, cantando y
pordioseando su pan, amigo después y consejero de un rey, su
visir prepotente y su dichoso y hábil capitán, que
despojaba de sus estados a los príncipes; y, por
último, elevado también a la dignidad real, aunque
derrocado pronto desde tan vertiginosa altura en más hondo
abismo de miserias, este poeta sería adecuado héroe
de una historia en que se reflejase la España
muslímica del siglo XI, como la España cristiana del
XVII se refleja en el Gil Blas238.
Ibn Ammar nació en una aldea cerca de Silves. En Silves
recibió su primera educación literaria, de
allí pasó a Córdoba a perfeccionarse. Pronto
sus composiciones poéticas le dieron cierta fama, y desde
entonces empleó este talento para ganarse la vida,
recorriendo las ciudades y villas de Andalucía, y
componiendo panegíricos a grandes y pequeños en
cambio de una limosna. Así volvió a Silves, sin
poseer más que una mula, a la que no tenía pienso que
dar. En este apuro, acudió a un rico y presumido mercader,
antiguo conocido suyo, y le compuso una qasida llena de las
más estruendosas alabanzas. El mercader no se mostró
insensible a tanta lisonja, y le dio en pago un costal de cebada.
Ibn Ammar quedó encantado de tanta generosidad y de tan rico
presente. Otra qasida, que empieza:
Dadme el vaso; las auras
matinales
se extienden sobre valles y colinas;
las pléyades se paran fatigadas
de recorrer la bóveda sombría.
Llamó la atención del rey al-Mutadid de Sevilla, el
cual mandó que le presentasen al errante poeta. Éste
consiguió pronto hacerse amigo del Príncipe heredero
al-Mutamid. Las relaciones amistosas entre los dos, según la
expresión de su biógrafo, eran más
íntimas que las de un hermano con un hermano y las de un
padre con su hijo. Lo que hizo que nuestro aventurero conquistase
en tan alto grado el favor del Príncipe fue principalmente
su talento poético. Ibn Ammar se hizo tan famoso con sus
qasidas que, después de Ibn Zaydun, pasa por el mejor
poeta de su siglo. Sin embargo, sus composiciones están, en
nuestro sentir, muy por bajo de las de Ibn Zaydun. Rara vez hay en
ellas una sola palabra que salga del corazón y que vaya al
corazón, y en cambio, nos fatigan con rebuscados giros y
metáforas, que causan más bien la impresión de
ejercicios retóricos que de legítima
poesía.
En
la encantadora mansión de Silves, donde gobernaba
al-Mutamid, pasaron los dos amigos muy felices días, que
ambos han inmortalizado en sus versos. Con todo, Ibn Ammar tuvo
desde entonces sombríos presentimientos de que su dicha y la
amistad del Príncipe no habían de durar siempre. Se
cuenta que una tarde le llamó al-Mutamid a la estancia, en
la que sólo era permitido entrar a los más
íntimos. Al-Mutamid solía hacer esto con frecuencia,
pero aquella tarde estuvo más afectuoso que de costumbre, y
convidó también a Ibn Ammar a que pasase allí
la noche. Ya muy mediada ésta, y cuando ambos
dormían, oyó Ibn Ammar una voz que le gritaba:
«¡Está alerta, infeliz; porque te matará
dentro de poco!» Entonces despertó, lleno de espanto,
pero pronto volvió a dormirse, y oyó de nuevo el
mismo grito, que le despertó otra vez. Habiendo oído
el mismo grito por vez tercera, Ibn Ammar se levantó
azorado, se envolvió en un cobertor y bajó
precipitadamente al patio del palacio, a fin de esconderse
allí y aguardar la venida de la mañana para huir
hacia algún puerto y embarcarse para África.
Poco después se despertó también al-Mutamid,
notó la desaparición de su amigo, y llamó a
sus esclavos para que encendiesen antorchas y le buscasen. El mismo
al-Mutamid iba buscándole, y pronto le descubrió en
su escondrijo. Cuando le preguntó a solas la causa de su
fuga, Ibn Ammar no pudo menos de confesarla. «Amigo,
contestó al-Mutamid, el vino te ha trastornado la cabeza y
ha producido la pesadilla. ¿Cómo había yo de
matarte? Tú eres mi alma y mi propia vida. Eso sería
un suicidio». Con estas cariñosas palabras
volvió la calma a su espíritu; pero, como
añade el biógrafo, al-Mutamid mató su propia
vida.
El
escepticismo de Ibn Ammar, despertado en él desde temprano,
quizá por efecto de su vagabunda y desastrada vida, y que se
mostraba en el pleno goce de los favores y amistad del
Príncipe, haciéndole dudar de que fuesen estables, se
extendió también a la religión. Un día,
yendo con el Príncipe a la mezquita, y oyendo la voz del
muecín que en el alminar resonaba, dijo al-Mutamid,
improvisando:
¡Oye! En el alminar de la
mezquita
el almuédano llama a la
oración.
Ibn
Ammar contestó:
La suma de sus culpas
infinita
así tal vez conseguirá
perdón.
Al-Mutamid prosiguió:
Bien merece el perdón y
la ventura,
porque da testimonio de verdad.
Y
Ibn Ammar replicó:
Con tal que todo eso que
asegura
no lo tenga por una falsedad.
No
bien subió al-Mutamid al trono, Ibn Ammar, como su principal
valido, obtuvo los más altos empleos. Primero fue gobernador
de Silves, donde hizo su entrada con casi regia pompa, cercado de
numerosos esclavos y servidores. El brillo de su nueva
posición no le hizo olvidar a aquellos que le habían
favorecido con algún beneficio cuando era poeta vagabundo.
Habiendo sabido que vivía aún el mercader que le
había dado por su qasida un costal de cebada, le
envió el mismo costal lleno de monedas de plata; haciendo
que le dijesen que si le hubiese enviado trigo en vez de cebada, en
vez de monedas de plata hubiera recibido monedas de oro.
El
joven Rey no pudo por largo tiempo sufrir la ausencia de su
favorito. Le llamó a Sevilla y le nombró su visir y
primer general. Ibn Ammar, que era ya temido de los
príncipes andaluces a causa de lo punzante de sus
sátiras, adquirió entonces tal influjo y tan alto
grado de poder, que su fama se extendió por toda la
Península. Era depositario de los sellos reales; mandaba con
casi ilimitado poder en el ejército, y cuando caminaba con
brillante séquito y banderas desplegadas, se hacían
sonar las trompetas. También mostró Ibn Ammar notable
habilidad para la diplomacia, y muchas veces fue enviado a la corte
de Castilla para tratar importantes asuntos. En cierta
ocasión, como las huestes cristianas avanzasen en gran
número contra Sevilla, logró por medio de un ardid
apartar el peligro que amenazaba a los mahometanos. No ignoraba la
afición de Alfonso VI al juego de ajedrez, se
apercibió con uno de costoso trabajo, cuyas figuras eran de
ébano, sándalo y aloe. En seguida fue como negociador
al campamento de Alfonso VI, y se compuso de suerte, que su juego
de ajedrez llamó la atención de los cortesanos. Uno
de ellos habló de él al Rey, y excitó de tal
suerte su deseo de poseer el juego, que en cuanto vio a Ibn Ammar
le dijo que le quería. «Bien está,
contestó el astuto visir por medio del intérprete;
jugaré contigo una partida, y, si me ganas, te
quedarás con el ajedrez; pero, si yo te gano, has de
satisfacerme una exigencia». El Rey, luego que vio el
ajedrez, quedó tan encantado, que se inclinó a
aceptar la condición para poseerle. Entre tanto, Ibn Ammar,
que se había retirado, puso en secreto de su parte a algunos
de los grandes por medio de considerables sumas de dinero. El juego
de ajedrez no se apartaba del pensamiento del Rey, y no pudiendo
resistir más, consultó a los grandes sobre la
proposición que Ibn Ammar le había hecho.
Éstos excitaron más su codicia, y Alfonso VI
llamó de nuevo al árabe y aceptó la
condición. Se preparó el tablero, y el Rey y el
mahometano se pusieron a jugar, siendo los caballeros y grandes,
allí presentes, testigos y jueces en la contienda. Ibn Ammar
era un jugador de ajedrez distinguidísimo; no había
en toda Andalucía quien compitiese con él. Así
es que ganó la partida en presencia de todos y de un modo
brillante. Entonces dijo al Rey: «Está bien: ahora
puedo enunciar claramente mi petición». Alfonso le
preguntó que cuál era. «Te pido,
contestó, que tú y tu ejército os
volváis al punto a vuestra tierra». Al oír
estas palabras, el Rey frunció el entrecejo y se
levantó enojado, pero pronto se repuso y dijo a los grandes:
«Algo sospechaba yo de que iba a parar en esto; pero vosotros
me dijisteis que su petición no podía tener
importancia». Entonces mostró el propósito de
no considerarse obligado por la promesa, y de llevar adelante su
expedición; pero le hicieron presente que el primero de los
reyes cristianos no debía faltar a su palabra. Poco a poco
el Rey hubo de tranquilizarse, prometiendo que se retiraría
si en aquel año se le pagaba doble tributo. Ibn Ammar, no
sólo convino en esto, sino que inmediatamente puso a los
pies del Rey el dinero que dicho tributo importaba. El Rey se
retiró con sus huestes, y así, por aquella vez, se
vieron libres los mahometanos de la invasión
enemiga239:
También fue enviado Ibn Ammar para tratar asuntos
diplomáticos a la corte de Raimundo Berenguer II, conde de
Barcelona. A su vuelta pasó por Murcia, y concibió la
idea de agrandar el reino de Sevilla con aquel estado.
Después de persuadir a al-Mutamid de lo excelente de su
plan, marchó con un poderoso ejército para derribar
de su trono a Ibn Tahir, señor de Murcia. Con el auxilio de
un traidor lo consiguió pronto, y Murcia le abrió sus
puertas. Ibn Ammar quiso dulcificar la suerte del príncipe
destronado, que había caído en su poder, y le
envió una vestidura de honor. Ibn Tahir respondió
orgullosamente al que se la trajo: «Di a tu amo que yo no
quiero de él sino una larga zamarra y un gorro tosco».
Cuando repitieron a Ibn Ammar tales palabras, dijo para sí:
«Ya comprendo lo que significan: me recuerda el vestido que
yo usaba cuando pobre y menesteroso vine a su corte y le
recité mis poesías. ¡Alabado sea Aquél
que, según su voluntad, da y quita, eleva y abate!»
Con todo, no perdonó a Ibn Tahir la ofensa, y mandó
que le redujesen a dura prisión en un castillo.
Desde entonces imperó en Murcia nuestro aventurero, en
apariencia como virrey o lugarteniente de al-Mutamid, pero en
realidad con ilimitada soberanía. El buen éxito de
sus empresas y la deslumbradora altura de poder en que se
había colocado le hicieron perder el tino. Cuando daba
audiencia, aparecía con un adorno de cabeza o bonete
puntiagudo, que sólo los reyes solían usar, y
empezó a obrar tan inconsiderablemente, que vino a hacerse
sospechoso de rebelión. A la verdad no había
ningún fundamento para afirmar que tuviese propósito
de sublevarse, pero su extraña conducta facilitó a
sus enemigos y envidiosos el darle cierto viso y apariencia de
desleal, excitando los recelos de al-Mutamid. Ibn Ammar
procuró entonces apaciguar a su amo con una poesía en
que apelaba a las innumerables pruebas de adhesión que le
había dado, pero sus rivales no descansaron hasta que le
pusieron en lucha abierta con el Rey. Versos, como de costumbre,
dieron la señal para el rompimiento de las hostilidades. Ibn
Tahir, el destronado príncipe de Murcia, se escapó de
la cárcel en que In Ammar le tenía, y halló
asilo en la corte del príncipe de Valencia. Ibn Ammar,
furioso contra éste, compuso una poesía excitando a
los valencianos a la rebelión. Al-Mutamid la parodió,
llenando de invectivas a su antiguo privado, y éste,
ardiendo en cólera, escribió una sátira, en
donde, no sólo maltrató al Rey de Sevilla, sino que
también insultó a su mujer. La sátira
llegó a noticia de los injuriados, y la
reconciliación se hizo imposible240.
De
este modo se vio precisado Ibn Ammar a tomar una posición
independiente. Poco después, a instigación de aquel
mismo traidor que le había abierto las puertas de Murcia, se
le sublevaron los soldados, pidiendo a gritos las pagas atrasadas,
y amenazándole con entregarle a al-Mutamid sino les pagaba.
Para huir de este peligro, Ibn Ammar se puso en precipitada fuga y
se fue a la corte de Alfonso VI. No habiendo sido acogido
allí como esperaba, pasó a Zaragoza y entró al
servicio de al-Muqtadir. Allí también su
espíritu inquieto le incitó a emprender peligrosas
aventuras, una de las cuales fue causa de su perdición. Al
tratar de apoderarse del castillo de Segura, cayó en manos
del Señor de aquella fortaleza, quien le encerró en
un calabozo, cargado de cadenas, y anunció que le
vendería a aquél de sus enemigos que le diese
más dinero por él. Con este motivo, compuso Ibn Ammar
los siguientes versos:
En almoneda se vende
mi cabeza; pagad caro;
que merece mi cabeza
venderse a precio muy alto.
Al-Mutamid fue el más alto postor. Envió a Segura a
uno de sus hijos, para entregar la suma estipulada y traerse el
prisionero. Ibn Ammar vino entonces a Córdoba, encadenado,
cercado de soldados y puesto sobre un mulo entre dos haldas de
paja. Así atravesó las calles de la ciudad, llenas de
inmenso gentío. Al-Mutamid quiso que le viesen tanto los
nobles como el pueblo, los cuales en otras ocasiones, cuando
entraba en Córdoba Ibn Ammar, salían todos a
recibirle, y hasta los más ilustres se estimaban dichosos si
obtenían un saludo suyo o lograban besarle la mano. El
infortunado visir, caído ya de su elevación y de la
dignidad casi regia a que se había encumbrado, fue conducido
a la presencia de al-Mutamid, quien le echó en cara los
favores que le había prodigado y su negra ingratitud. Ibn
Ammar bajó los ojos al suelo, y respondió por
último: «No niego nada de lo que me echas en cara, oh
mi señor, a quien Dios proteja; y si lo negase, las piedras
hablarían para desmentirme. He faltado, he delinquido; pero
perdóname». Al-Mutamid replicó: «Lo que
has hecho no puede perdonarse».
Entonces Ibn Ammar fue conducido a Sevilla en una
embarcación y encerrado en el calabozo de una torre que
estaba al lado del palacio de al-Mutamid. A fuerza de
súplicas, logró el prisionero que le diesen papel y
recado de escribir, y compuso una qasida, que hizo llegar a
manos del rey. Algo enternecido éste, mandó que
llevasen a Ibn Ammar a su presencia. Al-Mutamid, en esta nueva
entrevista con su antiguo amigo, le volvió a hablar de sus
favores y de lo ingrato que había sido. El prisionero no
respondió palabra al principio, pero con muchas
lágrimas trató de mover a compasión el
ánimo del rey. Por último, le recordó la
amistad que en la mocedad los había unido y los dichosos
días que entonces habían pasado juntos.
Estos recuerdos de la antigua amistad no dejaron de conmover el
corazón de al-Mutamid, que, si bien no perdonó a Ibn
Ammar, le dirigió algunas palabras afectuosas. De vuelta a
su calabozo, no pudo éste contener el gozo dentro de
sí, juzgándose ya perdonado, y escribió al
punto una carta a al-Rašid, hijo de al-Mutamid,
participándole sus esperanzas. Rašid recibió
la carta cuando tenía en su casa convidados a algunos
antiguos enemigos de Ibn Ammar, los cuales se enteraron de todo y
difundieron sobre el contenido de la carta no pocas mentiras a
propósito para excitar la cólera del rey. Al-Mutamid
mandó a preguntar al punto al prisionero si había
puesto en conocimiento de alguien la conversación que ambos
habían tenido el día anterior. Ibn Ammar lo
negó. El rey le mandó a preguntar entonces en
qué había empleado el segundo de los pliegos de papel
que le había enviado, en uno de los cuales había
escrito la qasida. Ibn Ammar contestó que en escribir
el borrador de los versos. Al-Mutamid pidió que le remitiese
el borrador. Ibn Ammar no tuvo al fin más recurso que
confesar que había escrito una carta a al-Rašid.
Excitado entonces por el sentimiento de que Ibn Ammar había
hecho de nuevo traición a su amistad, rayando su ira en
demencia, y creyendo cuanto le habían dicho de malo sobre el
contenido de la carta, tomó el rey un hacha
magnífica, que Alfonso VI le había regalado,
bajó a saltos la escalera, y se precipitó en el
calabozo de Ibn Ammar. Anonadado éste al ver al rey ardiendo
en ira, conoció que venía a matarle, y agobiado con
el peso de las cadenas, se arrojó a sus pies, demandando
piedad. El rey, sordo a todas las súplicas, levantó
el hacha e hirió repetidas veces a Ibn Ammar hasta que le
dejó muerto241.
Los
árabes no seguían la opinión, hoy muy general,
de que el talento poético se desenvuelve mejor en la soledad
y lejos del tumulto de la vida, ni mucho menos la de que perturba,
en quien le posee, la serenidad y la perspicacia que se requieren
para dirigir los negocios de estado. Por el contrario, sus
príncipes solían confiar los más elevados
empleos a los poetas, y éstos se valían a menudo de
la poesía para alcanzar más brillantes resultados en
la política que por medio de notas diplomáticas. De
esto da notable ejemplo la vida de Ibn al-Jatib242.
Nacido a orillas del Genil, en la ciudad de Loja, en la primera
mitad del siglo XIV, vino muy joven a establecerse a Granada,
floreciente capital a la sazón del reino nazarita. Aunque
era médico y filósofo, su predilecta
inclinación le llevaba más que a nada al estudio de
la literatura; así es que estudió con gran celo las
obras poéticas de los antiguos árabes, y ya, desde su
más temprana mocedad, se dio a conocer por sus
epístolas y otras composiciones en prosa rimada, que
manifestaban un raro ingenio. Una qasida que compuso en
elogio del rey Abu-l-Hayyay243alcanzó
extraordinaria fama y llegó a divulgarse por todo el reino y
aun por los más remotos países. En premio de esta
obra, le llevó el rey a su lado, y luego le dio un empleo en
la cancillería de palacio. Pronto su talento le
allanó el camino de más altos empleos, y desde el
año de 1348 gozó de la más completa privanza,
siendo primer ministro y visir de Abu-l-Hayyay. Los escritos que en
nombre de su soberano dirigió a otros monarcas, excitaron la
mayor admiración por la elegancia del estilo; pero a pesar
del afán y del esmero con que se ocupaba en los asuntos
públicos, aún tuvo que vagar para componer obras
históricas sobre Granada y sobre los hombres ilustres que en
dicha ciudad habían nacido, así como muchas
poesías, que más tarde han sido coleccionadas en un
diwan. Cuando al-Muhammad V subió al trono,
después de la muerte violenta de su padre
Abu-l-Hayyay244,
Ibn al-Jatib tuvo que ceder una parte de su posición e
influjo a Radwan, favorito del nuevo rey, pero conservó el
visirato, y Muhammad V le mostró pronto la confianza que de
él hacía, enviándole de embajador cerca del
sultán Abu Inan, de la dinastía de los Banu Merines,
para pedirle auxilio contra los cristianos. No bien el poeta fue
recibido en audiencia en el palacio de aquel poderoso
príncipe, pidió permiso para recitar una
poesía, antes de empezar las negociaciones. El Sultán
se le concedió, y el embajador, de pie delante de él,
dijo como sigue:
¡Representante de
Ala!
Que Alá tu gloria prospere,
mientras el velo nocturno
rayos de la luna argenten;
que la mano del destino
de peligros te preserve,
y haga por ti todo cuanto
humana fuerza no puede.
Tu faz disipa las sombras
cuando el pesar nos conmueve,
y tu poderosa diestra
al desvalido protege.
a echarnos de Andalucía
quizás los cristianos lleguen,
si no acudes y nos salvas
con tus valerosas huestes.
Para calmar su recelo
y vencer la adversa suerte,
sólo necesita España
que en sus costas te presentes.
Estos y algunos cuantos versos más, que dijo el embajador,
agradaron sobre manera al Sultán, quien dio al punto el
auxilio que se le pedía, colmando de obsequios y presentes a
todos los individuos de la embajada.
Cinco años hacía ya que Ibn al-Jatib y Radwan
dirigían juntos los negocios del Estado, cuando un sobrino
del rey formó y llevó a cabo el plan destronarle.
Durante la ausencia de Muhammad V que estaba en una quinta,
penetraron los conjurados en la Alhambra asesinaron a Radwan,
encerraron a Ibn al-Jatib en un calabozo, y pusieron sobre el trono
a Ismail, hermano del rey, mientras que el sobrino gobernaba en su
nombre. Muhammad oyó desde su quinta el estruendo de las
trompas, y temeroso de una traición, se huyó a
Guadix, desde donde envió una embajada, notificando lo
ocurrido al Sultán de los Banu Merines Abu Salim.
Éste había ya de antemano negociado con la corte de
Granada para que pusiesen en libertad a Ibn al-Jatib y dejasen a
Muhammad salir libremente de Andalucía. Conseguido esto, el
rey destronado y su visir se embarcaron juntos para África.
Cuando ya estaban cerca de Fez, salió el Sultán a
recibirlos a caballo y con brillante séquito; los
llevó al salón de audiencia de su palacio, donde
estaban reunidos todos los magnates, e hizo que el rey de Granada
se sentase en un trono al lado del suyo. Entonces se
adelantó Ibn al-Jatib hacia el Sultán e
improvisó, en nombre de su amo, una larga composición
poética, pidiéndole auxilio para recuperar el trono
de Granada. Empezaba, imitando las antiguas qasidas
arábigas, con la descripción de la despedida de las
mujeres amadas:
Preguntad a mi querida
si se recuerda del valle
de Mojavera; si adornan
su suelo rosas fragantes;
si aún riega lluvia fecunda
el alcor donde yace
nuestro albergue abandonado,
sin que yo logre olvidarle;
allí del amor un día
apurábamos el cáliz;
allí como verde huerto
lucieron mis mocedades;
allí mi patria y mi nido,
donde crecieron pujantes
mis alas. ¿Quién nido, patria
y alas hoy pudiera darme?
¡Cómo los bienes humanos
caducos son y fugaces!
Me arrojó del Paraíso
el destino inexorable;
pero aquel lazo que une
a mi corazón amante
con la patria, siempre dura
sin que se rompa o desate.
Lejos de ella, largos siglos
me parecen los instantes.
¿Quién nuevamente a su seno
al punto quiere llevarme?
Cuando me apartaba de ella
fue mi amargura tan grande,
que acibaraba mi llanto
los dulces manantiales.
Hasta aquí no es un rey de Granada quien se lamenta de la
pérdida de su reino, sino Yamil, el pastor errante, que
habla de la separación de su querida Butayna. La
poesía prosigue aún imitando los modelos antiguos, y
describe la peregrinación por el desierto. Por
último, la composición llega a hablar del objeto que
le es propio, y muestra las esperanzas que funda el soberano
destronado en el auxilio del sultán:
Esta composición arrancó lágrimas a todo el
auditorio. El sultán prometió en seguida a su
huésped que le auxiliaría para recuperar el trono, y
mientras se aguardaba el momento favorable para obrar, dio un asilo
en su corte a él y a su séquito, alojándolos
en suntuosos y elegantes palacios. Ibn al-Jatib aprovechó
este tiempo de su permanencia en África en recorrer las
comarcas marroquíes y visitar sus lugares más
notables.
Ya
se proponía en sus peregrinaciones el conversar con piadosos
ermitaños, ya el ver y admirar los edificios de antiguos
reyes, ya el arrodillarse junto al sepulcro de jeques santos. Una
vez tomó el camino de Agmat para ver el monumento
fúnebre donde al-Mutamid, el desventurado rey de Sevilla,
reposa al lado de su esposa Itimad, en la falda de un otero,
coronado de corpulentos almeces. A la vista de estas tumbas, Ibn
al-Jatib no pudo contener el llanto, y dijo:
Báculo de peregrino
tomo con piadoso impulso;
vengo a Agmat, y reverente
miro y beso tu sepulcro.
Sultán magnánimo, faro
que dio clara luz al mundo,
en tus rayos, si vivieras,
me bañaría con júbilo,
y mis poesías mejores
fueran el encomio tuyo;
ora postrado de hinojos
sólo la tumba saludo.
Egregiamente descuella
entre circunstantes túmulos,
cual tú de reyes y vates
descollabas entre el vulgo.
Siglos ya sobre tu muerte
pasaron y tu infortunio;
pero guardas la corona;
no te la quita ninguno.
¡Oh rey de muertos y vivos!
Tu igual vanamente busco;
que no ha nacido tu igual,
ni nacerá en lo futuro.
En
el año 1362 pudo Muhammad V subir de nuevo al trono de
Granada. Su familia, que se había quedado en Fez, fue
conducida por Ibn al-Jatib a Andalucía. Éste
recobró al punto su antigua posición, y supo derribar
a cuantos ganaron la confianza del rey. Una qasida suya,
celebrando la vuelta del rey, y que se considera como de las
mejores entre todas sus obras, obtuvo el honor de ser inscrita por
completo en las paredes de la Alhambra. Por largo tiempo aún
fue Ibn l-Jatib el consejero universal de la corona, y los negocios
todos del Gobierno estaban en su mano. Alcanzar su favor era el
punto de mira de todas las esperanzas, y grandes y pequeños
se agolpaban a su puerta. Sin embargo, no eran pocos los envidiosos
y los émulos que ponían en juego la maledicencia y la
calumnia a fin de perderle. En un principio, Ibn l-Jatib se
juzgó seguro, y dio por cierto que el rey cerraba los
oídos a tales insinuaciones; pero al cabo notó que
las intrigas de sus enemigos le amenazaban con grandes peligros, y
abandonando Granada, se refugió en África, cerca del
nuevo sultán Abd al-Aziz. Éste, a quien había
prestado algunos importantes servicios, le recibió de la
manera más honrosa, lo cual excitó más
aún los celos y la envidia de los cortesanos de Granada, que
procuraron por cuantos medios estaban a su alcance causar la
desgracia del fugitivo. Presentaron sus más ligeros deslices
como gravísmas culpas; le acusaron de difundir en sus
conversaciones ideas materialistas; y consiguieron que el
cadí de Granada, que examinó sus escritos, los
declarase irreligiosos, y a su autor impío. Muhammad V fue
bastante débil para contribuir a la pérdida de su
antiguo visir y para enviar al susodicho cadí en embajada al
sultán Abd al-Aziz, a fin de impetrar el castigo del
refugiado con arreglo a las prescripciones del Corán.
El sultán pensó con bastante nobleza que no
debía hacer traición a los deberes de la
hospitalidad. La respuesta que dio a semejantes pretensiones fue
que, no sólo a Ibn al-Jatib, sino también a cuantos
andaluces habían venido con él a África,
daría cuantiosas pensiones.
Mientras que vivía en Fez en tan honroso encumbramiento, no
pudo nuestro poeta desentenderse de su odio contra su antiguo amo,
y estimuló al sultán a que conquistase a
Andalucía. Para apartar de sí este peligro, que le
amenazaba, el monarca granadino envió a Abd al-Aziz un
presente de extraordinario valor, compuesto de los más
hermosos productos de la industria española, y además
de poderosas mulas andaluzas, muy buscadas entonces por sus grandes
fuerzas, y de esclavos y esclavas cristianos. El embajador que
trajo este presente pidió la extradición de Ibn
al-Jatib, pero su petición fue rechazada con firmeza.
Más peligrosas se hicieron las circunstancias después
de la muerte de Abd al-Aziz. El nuevo sultán Abd Abbas, no
reconocido al principio de todos, había prometido entregar
al rey de Granada a su antiguo visir. Apenas llegó por
entero al poder, lo primero que hizo fue mandar prender a In
al-Jatib. Pronto vino nuevo embajador granadino reclamando el
castigo del prisionero. Al punto se nombró una
comisión que le juzgase. Mientras estuvo encarcelado, el
infeliz Ibn al-Jatib veía constantemente la inevitable
muerte delante de sí, pero aún tuvo sobrada serenidad
para componer muchas elegías sobre su mala ventura. En una
de ellas dice:
Aún estoy sobre la
tierra,
mas de ella júzgome lejos:
de mi fatigada vida
se acerca el último término;
sólo se mueven mis labios,
que sella ahora el silencio,
para lanzar un suspiro
cual leve, espirante rezo.
Grande fue mi poderío
y fue temible mi esfuerzo,
mas hoy de todo no guardo
sino la piel y los huesos.
Muchos a mi mesa antes
convidados acudieron;
hoy a la mesa de otros
debiera atender cual siervo.
Yo fui el sol de la gloria;
mas sus rayos se extinguieron,
y en las tinieblas derrama
llanto compasivo el cielo.
La
principal acusación contra Ibn al-Jatib era que en sus obras
había sostenido doctrinas heréticas. Aún
tenía que sufrir sobre esto varios interrogatorios, antes
que se dictase la sentencia; pero, a instigación de sus
mortales enemigos, penetraron en su prisión unas turbas del
populacho y le asesinaron.
- XII -
La poesía de los árabes en
Sicilia
También en el antiguo suelo de Grecia, en aquella hermosa
isla, donde en los tiempos fabulosos resonaron los cantos
pastorales de Dafnis, y más tarde los versos de Bión,
Teócrito Y Stesícoro, fue la poesía
arábiga trasplantada. ¡Singular mudanza de los
tiempos! Sobre las gigantescas ruinas del teatro de Siracusa, donde
el más poderoso de los trágicos griegos había
conseguido tantos triunfos, se escucharon los himnos de los poetas
de raza semítica, a cuyos oídos nunca llegó el
nombre de Esquilo; que nunca oyeron hablar de Orestes ni de
Prometeo. Donde, en otras edades, Terón de Agrigento,
vencedor con la blanca cuadriga, fue celebrado en la sublime oda de
Píndaro, los emires orientales se hacían encomiar en
qasidas pomposas.
No
es fácil hallar nada que sea menos favorable a la
poesía arábiga que comparar sus producciones a las
obras maestras de la musa helénica. De lo que constituye la
perfección inasequible de estas obras, de lo plástico
de la representación, del arte con que las ideas
particulares se agrupan en torno del pensamiento fundamental, y
forman un conjunto armónico, no hay rastro alguno en las
composiciones de los árabes, quienes se elevan con
dificultad hasta aquel punto desde el cual se descubren en su
totalidad las partes de un objeto, y pueden ordenarse con un plan
grande y sabio. En completa contraposición a la
poesía de los antiguos, en la cual todo es figura y contorno
determinado, la arábiga se difunde en mil aéreos
paisajes, que, cuando parece que van a tomar una forma perceptible,
se desmenuzan de nuevo en brillantes colores. Quien está
acostumbrado a la noble maestría y a la firmeza de las
líneas por donde se distinguen las obras de los griegos, no
podrá menos de deplorar lo inseguro y vago de los contornos
y dibujos en las obras de los árabes.
Sin
embargo, la poesía de los trovadores y de los
minnesänger no resiste tampoco la comparación
con aquellos sublimes modelos de armonía y de hermosura que
nos han dejado los antiguos, y no por eso se tiene por indigna de
ser estudiada. De la misma manera puede la poesía
arábiga reivindicar su derecho a nuestra atención. No
sólo la merece históricamente, como expresión
de las ideas y sentimientos de un pueblo tan importante en la
historia del mundo, sino también por sus propias
excelencias, las cuales, a pesar de la falta de firmeza y de
precisión en el conjunto y en la forma, no pueden
desconocerse, merced a la magia con que se apoderan de los
sentidos. Consisten estas indisputables excelencias en la
expresión, a menudo verdadera, del sentimiento que conmueve
los corazones, en la gran riqueza de imágenes y de adornos,
en lo vivo de las descripciones y en lo brillante y deslumbrador
del colorido. Como el que conoce los maravillosos monumentos de
Pericles se deja dominar por un extraño encanto en los
hadados salones de los alcázares moriscos, así el
admirador entusiasta de Homero y de Sófocles, reconociendo
la inmensa superioridad de los griegos, puede también ser
sensible al hechizo de perfume y de melodía que brota de
muchas poesías orientales.
La
dominación de los árabes en Sicilia no fue, ni con
mucho, de tan larga duración como en España, y, no
alcanzó nunca tampoco el mismo esplendor y grandeza. Los
mahometanos, no bien aseguraron su señorío en el
África Septentrional, pusieron la mira en la hermosa isla.
Ya en el año de 704, antes de la conquista del al-Andalus,
Muza había desembarcado en las Baleares, en Cerdeña y
en Sicilia, y después de una incursión devastadora,
había vuelto cargado de botín. Tales incursiones se
repitieron a menudo en el siglo siguiente, pero siempre fueron
pasajeras. Por primera vez, en el año de 827, los aglabidas
de Kairuán emprendieron seriamente la conquista de la isla.
Según los autores italianos la venganza personal de un
traidor, como ya había ocurrido en España al sucumbir
el imperio de los visigodos, abrió también en Sicilia
las puertas de la dominación a los muslimes. Ya en 831
había caído Palermo en su poder y residía
allí un lugarteniente de los aglabidas; pero hasta
principios del siguiente siglo no abandonaron del todo la isla de
los bizantinos, que habían conservado a Taormina y a
Siracusa. La primera época, después de la conquista,
se pasó en alborotos, rebeliones y guerras civiles. Con el
siglo X comenzó un período más feliz para
Sicilia, sucediendo en el poder a los aglabidas los fatimidas.
Ubayd Allah, apellidado el Mahdi, o el guiado de Dios, supuesto
descendiente de Alí y Fátima, había fundado
esta dinastía, y edificado en una pequeña
península del golfo de Túnez a Media, capital de su
imperio. Con asombrosa rapidez creció el poderío de
la nueva casa reinante; la mayor parte del norte de África y
Sicilia se le sometió, aunque no sin largas guerras y
disturbios; y por último, el Egipto cayó
también en su poder, y su brillante capital El Cairo fue el
punto céntrico del nuevo califato. Como lugarteniente de los
fatimidas vino a Palermo, en 948, Hasan Ibn Alí, de la tribu
de los kelbidas, y pronto fue la isla un emirato independiente y
hereditario en su familia, calmándose las discordias
interiores, que habían destrozado a Sicilia, y floreciendo
en su suelo la civilización, la cual, o bien se
desenvolvió con prontitud notable, o bien había
germinado anteriormente, en medio de las guerras y entre el
estruendo de las armas. Lo cierto es que el viajero oriental Ibn
Hawqal, que visitó a Palermo a mediados del siglo X,
describe la ciudad, adornada de magníficos edificios, y,
habla de sus trescientas mezquitas, donde los sabios se
reunían y se comunicaban sus conocimientos246,
Como la huerta de Valencia y la vega de Granada,
resplandecían los campos de la antigua Siracusa, las colinas
de Agrigento, ricas en ruinas, y más que nada, la
áurea concha de Palermo con la vegetación de Asia y
de África. Las norias vertían agua abundante en los
valles, que, fecundados por ellas, producían a par de la
viña y el naranjo, el algodón, la mirra, el
azafrán, los plátanos y la palma247.
Al lado de los antiguos templos dóricos de Selino y Segeste,
se alzaban los santuarios mahometanos, y los palacios en el estilo
fantástico y encantador del Oriente descollaban entre los
frondosos jardines. Así como la industria, la agricultura,
la arquitectura y las ciencias, fue también la poesía
objeto de asiduo cuidado para la dinastía de los kelbidas, y
su alcázar de Palermo vino a ser, como en otro tiempo el
palacio de Hierón de Siracusa, el punto de reunión de
innumerables cantores. La musa arábiga se naturalizó
de tal modo en el suelo de Sicilia, que aún mucho tiempo
después de la caída del poder muslímico hizo
oír allí su voz. Luego que Roger y sus caballeros
normandos se apoderaron de la isla, destrozada de nuevo por
interiores discordias, no pudieron sustraerse al influjo del pueblo
vencido. Los vencedores eran pocos en número para que
pudieran pensar en expulsar a los mahometanos, y así,
reconocieron la necesidad de respetar, o de tolerar al menos, la
religión y las costumbres de aquellos con quienes
tenían que vivir en adelante. No bien los guerreros del
Norte se vieron en los encantados palacios y jardines de los emires
sarracenos, rodeados de todo el lujo y de toda la pompa del
Oriente, cuando los atractivos del arte y de la naturaleza, la
dulzura del clima y la civilización, incomparablemente
superior, de los muslimes, los domeñaron de improviso. Los
conquistadores adoptaron las costumbres, los usos, las artes y las
ciencias de los vencidos. Los reyes de la casa de Hauteville
tomaron hasta las formas del gobierno y del ceremonial de los
árabes. Arábigos fueron sus diplomas y las leyendas
de las monedas acuñadas por ellos, en las cuales se
conservaron la fecha de la hégira y hasta las
fórmulas de la creencia muslímica. Ellos consagraron,
como lo atestiguan aún varias inscripciones, los palacios
que edificaban, no en el nombre de Dios Trino y Uno, sino en el
nombre del misericordioso y bondadoso Alá.
En
suma, todo cuanto los rodeaba tenía un carácter
oriental tan completo, que bien se puede decir que los
conquistadores normandos de Sicilia se asemejaban más a los
sultanes que se dividieron entre sí los restos del califato,
que a los príncipes cristianos de Europa248.
De las palabras de Falcando, el gran historiador de Sicilia,
así como de las de Benjamín de Tudela, se infiere que
dichos príncipes normandos tenían un
harem249.
El viajero Ibn al-Yubayr, de Granada, que visitó la Sicilia
hacia fines del siglo XII, nos ha dejado una curiosa
descripción de la corte de Guillermo el Bueno. Dice que el
rey tenía gran confianza con los mahometanos y que
elegía de entre ellos sus visires y camareros y los
demás empleados públicos y de palacio. Al ver a estos
altos personajes, prosigue Ibn al-Yubayr, se conocía el
esplendor de aquel reino, porque todos ostentaban costosos vestidos
e iban en fogosos caballos, y cada cual con su séquito, su
servidumbre y sus clientes. El rey Guillermo poseía
magníficos palacios y preciosos jardines, principalmente en
la capital de su reino. En sus diversiones cortesanas imitaba a los
reyes muslimes, como también en la legislación, en el
modo de gobernar, en la jerarquía de sus vasallos, y en la
pompa y en el fausto de su persona y casa. Leía y
escribía el idioma arábigo, y según me
contó uno de sus más fieles servidores, tenía
por divisa: «Alabado sea Alá; justa es su
alabanza». Las mancebas y concubinas que guardaba en su
palacio eran todas mahometanas. De boca del va mencionado servidor,
que se llamaba Yahya, y es hijo de un bordador de oro, que borda
los vestidos del rey, he oído algo más pasmoso, a
saber: que las cristianas francas que habitaban en el palacio real
habían sido convertidas al islamismo por las muchachas
mahometanas. El mismo Yahya me refirió que en la isla
había habido un terremoto y que el rey idólatra,
circulando, lleno de asombro, por su palacio, sólo
había oído las voces de sus mujeres y servidores que
se encomendaban a Alá y al Profeta. Cuando éstos
vieron al rey se asustaron; pero el rey dijo: «Cada cual debe
invocar al Dios que adora; quien cree en su dios tiene el
espíritu tranquilo»250.
La
inclinación de los príncipes normandos por los
mahometanos viene también atestiguada por historiadores
cristianos de aquel tiempo. El monje Eadmero dice en su
crónica: «El conde Roger de Sicilia no sufría
que ni por acaso se convirtiese un musulmán al cristianismo.
No sé decir qué motivo tenía para esto, pero
Dios le juzgará»251.
Según Godofredo de Malaterra, el gobernador de Catania en
nombre de Roger fue un sarraceno252.
Falcando refiere que la muerte de Guillermo I causó el
más vivo dolor entre los árabes; las mujeres de las
principales familias, en traje de luto y con los cabellos sueltos,
rodeaban el palacio y daban mil quejas al viento, mientras que sus
servidoras recorrían las calles de la ciudad cantando himnos
fúnebres al son de instrumentos músicos.
Del
mismo modo que las costumbres muslímicas prevalecían
en la corte normanda, hasta el punto de que en las iglesias
cristianas se empleaban las letras del Corán, los
nuevos príncipes edificaron también sus palacios y
quintas en el estilo que hallaron en la isla, y dispusieron que
fuesen encomiados por los poetas arábigos, en versos, que en
parte se conservan aún.
Había un libro de amena lectura, La perla preciosa,
que contenía versos escogidos de ciento setenta
poemas253.
De aquí se deduce que había sido grande el
número de los poetas que la isla había producido. Y
si bien esta abundancia no prueba ninguna extraordinaria
difusión del talento poético verdadero, porque
allí, como en Andalucía, el hacer versos fue con
más frecuencia efecto del ejercicio y de la educación
que de la inspiración, todavía descollaron, en medio
de esta caterva de versificadores, algunos ingenios de orden
superior, cuya fama se extendió hasta el Oriente.
Por
desgracia, poco de sus obras ha llegado hasta nosotros o se ha
descubierto hasta ahora. De los primeros tiempos no se conserva
casi nada. Pero de las muestras que nos quedan aún, se
infiere que la poesía de los árabes sicilianos
tenía los mismos caracteres esenciales que su hermana la
española. Nadie espere verla inspirada por el genio griego
bajo un cielo tan clásico. Nadie espere oír sus
meditaciones sobre las grandes épocas pasadas, cuyos
monumentos soberbios se ofrecían a sus ojos. Los
árabes estuvieron siempre encerrados en un círculo
limitado de impresiones y pensamientos. Podían sentir el
encanto de la bella naturaleza, que sonreía en torno de
ellos, en los bosques de limoneros y en los valles del Etna,
perfumados por los rosales siempre floridos; pero no poseían
la facultad de penetrar la historia y la mitología de
pueblos extraños. Así es que no hallamos en sus
versos ni la más leve huella de todas aquellas
imágenes, que el solo nombre de Sicilia hace brotar, como
por encanto, en nuestra mente; ni la sagrada fuente de Aretusa, ni
el valle de Etna, donde la Proserpina tejió guirnaldas de
flores, ni los peñascos que lanzaba Polifemo en el mar. De
todo el mundo fantástico de la Odisea nada
sabían, salvo quizás aquello que han trasladado a las
aventuras de Simbad el marino. Ni con una palabra mencionaron
jamás los restos colosales de ciudades y de templos, mucho
más numerosos y magníficos entonces que ahora, y que
los rodeaban como un mundo destruido. Ni los gigantes que
sostenían el techo del templo de Júpiter
olímpico en Agrigento, ni las soberbias columnas de Selino,
ni el teatro maravilloso de Taormina, les arrancaron una
sílaba de admiración. Conviene, sin embargo, no
olvidar que la poesía arábiga en Occidente fue
siempre como una planta exótica, importada de remotos
climas, la cual, si bien recibía su nutrimento de la nueva
tierra, sólo cambió su forma exterior y nunca se
modificó esencialmente. Como los poetas árabes de
España, no salían nunca los de Sicilia de un
círculo de imágenes que no son comunes en Occidente,
y acudían para sus comparaciones a objetos que nos parecen
extraños. Más a menudo que los ricos y encantadores
campos de su isla nativa, les prestaba el desierto asunto e
imágenes para sus canciones. Lo que es para los poetas de la
moderna Europa, que más o menos se han formado en la escuela
de griegos y romanos, la mitología y la poesía de la
clásica antigüedad, era para ellos la antigua vida de
los beduinos con sus héroes y cantores, de los cuales, y del
lugar que habitaron, tomaban su fraseología. Su Arcadia es
un valle desierto entre montes de arena, donde la habitación
abandonada y triste de Maya yace en una ladera; en vez de hablar
del céfiro, hablan del viento oriental, que trae el olor del
bálsamo de las costas de Darín; en vez de cantar de
Filis o de Cloe, cantan de Abla, que se ha ido con la caravana. Las
gacelas y los camellos, que no se criaban en Sicilia, hacen gran
papel en sus versos; la capital del Yemen, Sana, que probablemente
ni en los tiempos de su mayor esplendor podría compararse a
Palermo, era ensalzada como el asiento de toda bienaventuranza
terrena; y las cortes de Gassán y de Hira se les presentaban
como lo más sublime que puede verse en el mundo en punto a
lujo y magnificencia. Por dicha, no siempre se inspiran los poetas
sicilianos en las reminiscencias de las mu'allaqat o de otras
poesías del Oriente, y precisamente al olvidarse de ellas es
cuando empiezan a ser interesantes para nosotros. Con gran placer
escuchamos cuando nos describen las quintas y palacios de su
hermosa isla, los complicados arabescos y los aéreos techos
de estalactitas de sus salones, los arcos, las columnas y las
fuentes con leones de sus patios. Con gusto nos dejamos guiar por
ellos a la espesura de sus siempre verdes jardines, donde los
limones prenden de la enramada y la palma mece la gallarda copa en
el tibio ambiente o a la orilla de un lago cristalino, en cuyas
ondas se refleja el elegante quiosco que en su centro se levanta.
También los aplaudimos cuando cantan su amor, impulsados por
los sentimientos del corazón y sin disfrazarse en pastores
errantes, o cuando celebran el vino de Siracusa y las noches
alegres pasadas entre cantadoras y flautistas, o cuando los unos
defienden al Islam que decae, contra la cristiana invasora, y los
otros encomian el esplendor de la corte normanda y nos hacen ver la
condición singular de una civilización medio
musulmana, medio cristiana. Nosotros debemos fijar nuestra
atención en estas composiciones que no nacieron del prurito
de imitar, sino que fueron inspiradas por la realidad circunstante
o brotaron de un impulso interior y propio. Sólo por ellas
puede ser juzgada y estimada la poesía de los árabes
sicilianos. Si algún rasgo característico la
distingue principalmente, es una cierta blancura voluptuosa, una
inclinación a los deleites del momento, un medio de la
hermosa naturaleza, rasgo por el cual, a pesar de todas las
diferencias de razas y de épocas, se diría que se
asemejan y reconocen los compatriotas de Teócrito. Al leer
estos versos arábigos se recuerdan a veces las descripciones
del antiguo bucólico, cuando los pastores, bajo la copa
sombría de un pino, competían cantando, mientras que
las tostadas cigarras no cesaban en su música estridente, y
el viento, impregnado del perfume de las silvestres flores,
convidaba al sueño con sus tibios soplos. Pero, a par de
estos dulces olores, debemos respirar también el aroma
narcótico y embriagador del Oriente.
Como el poeta árabe más ilustre que ha producido
Sicilia, puede contarse Ibn Handis, que nació en Siracusa,
el año 1056. Su juventud fue muy borrascosa, y más
que a las ciencias, consagrada a los combates, pasiones y deportes.
En una qasida describe una orgía a que asistió
en un convento de monjas. Dice que, en compañía de
alegres compañeros, penetró en el convento de noche,
y que, en un recinto brillantemente iluminado había bebido
excelente vino, mientras que cantadoras, bailarinas y flautistas
hermoseaban la fiesta254.
La qasida, interesante por más de un concepto, es
como sigue:
Circunstancias que no sabemos de cierto, impulsaron a Ibn Handis a
salir de su patria. En 1078 pasó a la corte de al-Mutamid de
Sevilla, centro de reunión de los más egregios poetas
de Occidente. El rey, al principio, no fijo en él la
atención, y ya Ibn Handis, desesperado, se preparaba a
partir, cuando una noche llegó a su casa un siervo de
al-Mutamid con una linterna y un caballo, pidiéndole que
montase en él y le siguiese a palacio. El poeta
obedeció aquella orden. Ya en palacio, el rey le
mandó que se sentase, y le dijo: «Abre la ventana que
está junto a ti». Abrió, y vio a lo lejos un
horno de vidrio en el que se acababa de trabajar. En las oscuridad
se veía fuego, reluciendo a través de sus dos
puertas, que ya se cerraban, ya se abrían. Una puerta del
horno de vidrio estuvo largo tiempo cerrada, y abierta la otra.
Mientras que Ibn Handis miraba estas cosas, el rey le dijo:
«Responde a estos versos:
¿Qué brilla ardiendo entre la sombra
espesa?»
El
poeta respondió:
Un hambriento león que busca presa.
Al-Mutamid:
Abre los ojos y los cierra luego.
El
poeta:
Como quien por dolor no halla sosiego.
Al-Mutamid:
La luz de un ojo le robó la suerte.
El
poeta:
Al destino no escapa ni el más fuerte.
Al-Mutamid quedó tan satisfecho de estas respuestas
improvisadas, que hizo dar al poeta un magnífico presente y
le tomó a su servicio258.
Ibn
Handis fue desde entonces uno de los más brillantes ornatos
del círculo literario que en torno suyo había reunido
aquel ingenioso príncipe. Avezado desde muy mozo en el
ejercicio de las armas, Ibn Handis acompañó
también a su amo a la guerra. En la batalla de Talavera, en
el primer choque con los cristianos fue derribado de su corcel,
pero pronto pudo recobrarse, lanzándose valerosamente por
medio de los enemigos y cuidando, más que de sí
mismo, de su hijo, que, si bien era muy muchacho aún,
peleaba a su lado con bizarría. Cuando cayó la
dinastía de los Abbadidas y el desventurado al-Mutamid fue
conducido a Agmat y encerrado en un calabozo, Ibn Handis le
siguió a África, donde dirigió al prisionero
muchos versos elegíacos o consolatorios.
En
medio de los variados sucesos de su existencia, jamás se
olvidó el poeta de su amada Sicilia:
En
otro lugar habla Ibn Handis de la tierra «donde los rayos del
sol animan con una fuerza amorosa las plantas que llenan los aires
de aroma; donde se respira una felicidad de la que huyen los
adustos cuidados; donde se siente una alegría que borra la
huella de todos los pesares»260.
Mas, a pesar de sus saudades262
de la patria, nunca quiso nuestro poeta volver a ver Sicilia,
porque había caído bajo el dominio extranjero de los
normandos. Así elogiaba el valor de los sicilianos
guerreros:
Ibn
Handis, siempre suspirando así por la patria, pasó
los últimos años de su vida en las cortes de los
badisíes de Media y de los hamudíes de Bugía.
Un palacio suntuoso, que el príncipe al-Mansur había
edificado en esta última ciudad, fue ensalzado por nuestro
poeta en la siguiente qasida, que llegó a ser muy
famosa. Como se ve, en ella trata la poesía de competir con
la arquitectura, produciendo con la riqueza de las imágenes
una impresión semejante a la que debía producir el
mismo palacio con sus arabescos, brillantes azulejos y prolijos
alicatados y adornos de estuco.
Por
último, Ibn Handis se quedó ciego, y, doblegado bajo
el peso de la vejez y de los infortunios, se parecía a un
águila que ya no puede volar y buscar la comida de sus
polluelos. Murió en el año de 1133, según unos
en Mallorca, y en Bugía según otros.
A
principios del siglo XI floreció Ibn Tubi, famoso por sus
poesías amorosas, llenas de gracia y ternura. Damos como
muestra las siguientes:
De
Ibn Tazi, siciliano famoso por sus obras sobre gramática,
por sus epístolas y poesías, poseemos una
colección de epigramas, entre los cuales se cuentan
éstos:
De
otro poeta de Sicilia es esta sentencia, llena de amargura:
Yo te sufría,
esperando
que te amansasen los cielos:
te casaste, y tu bravura
ha crecido con los cuernos.
Otro siciliano, que tomó el nombre de Bellanubi, del lugar
de su nacimiento, compuso a la muerte de su madre una
elegía, de la que tomamos lo que sigue:
Tu pérdida a llorar,
madre querida,
con el alma me entrego,
donde tu muerte me causó una herida,
que más arde que fuego.
Más distancia que a Oriente de
Occidente
me separa de ti;
pero en mi corazón estás
presente:
descansa en paz ahí.
Mi llanto y de los cielos el rocío
rieguen tu tumba al par,
para que en torno de su mármol
frío
flores puedan brotar.
Abu-l-Arab alcanzó también gran fama de poeta. Cuando
los normandos conquistaron a Sicilia, no quiso someterse al yugo
extranjero, y emigró, diciendo que no era él quien
abandonaba su patria, sino su patria quien le abandonaba:
¿Por qué, si me
burla siempre,
he de seguir la esperanza?
Seguir el recto camino
baste que el honor señala.
Mis pensamientos vacilan;
yo no sé donde me vaya;
ya me inclino al Occidente,
y ya el Oriente me agrada.
Pero lo quiere el destino;
es mi inevitable marcha
más cruel que al dromedario
los arenales de África.
No cedas, corazón mío,
al gran dolor que te embarga;
de tu compañía huésped
tan enojoso separa.
Si cautivo de cristianos
hoy mi país se rebaja,
yo me subiré en los riscos
donde se anidan las águilas.
El ser me ha dado la tierra;
¿en qué región apartada
no será el hombre mi hermano,
no será el mundo mi patria?
Al-Mutamid, rey de Sevilla, ofreció en su corte un asilo a
este poeta, le envió una buena suma de dinero para el viaje,
y fue siempre en lo futuro su valedor generoso. En cierta
ocasión hallábase el siciliano en la cámara
del rey, cuando acababan de traer de la Zeca gran cantidad de
monedas de oro recién acuñadas. Al-Mutamid
regaló al poeta dos talegos de aquel oro; mas no contento
Abu-l-Arab con el presente, puso los ojos en varias figuras de
ámbar que allí había, y singularmente en una
que estaba adornada con perlas y que representaba un camello.
«Pero, señor, dijo por último, para llevar esta
carga necesito un camello». El rey se sonrió y le
regaló la figura de ámbar.
Ibn
Katta fue autor de muchas obras históricas y sobre
gramática, y entre ellas, de una Historia de Sicilia.
Él fue también quien coleccionó la
Antología ya mencionada, que contiene composiciones de
ciento setenta poetas sicilianos. Asimismo abandonó la isla
cuando la conquistaron los normandos. Como muestra de sus versos
pueden servir los siguientes, de los cuales se infiere, como de
otras producciones por el mismo estilo, que también en la
verde Sicilia se conservó la costumbre de adornar las
qasidas con imágenes de la vida del desierto, y de
verter lágrimas sobre el campamento abandonado de los
beduinos y sobre la mansión derruida de la mujer amada:
No pierdas en
amoríos
los momentos de tu vida,
llorando el desdén de Noma
o llamando a Zaida impía.
No del campamento llores
la soledad y ruina.
Ni por la mansión de Maya
abandonada te aflijas.
Un fin busca únicamente,
sólo a un propósito aspira,
ve que sólo sobrevive
del pecado la ignominia.
No
todos los poetas sicilianos siguieron a los nombrados ya en su
emigración voluntaria. Aún floreció la
poesía arábiga en la corte de Roger y de sus
sucesores. Muchas pruebas de esto se han conservado, principalmente
poesías en las cuales se celebran los palacios de los reyes
normandos. De una qasida, que Ibn Omar de Butera compuso en
elogio de Roger, son estos versos:
Con los líquidos
rubíes
haz que circulen los vasos,
y bebe mañana y tarde
del licor ardiente y claro.
Goza el deleite del vino,
y resuenen entre tanto
los cantares y el laúd
magistralmente pulsado.
Venzan a Mabid tus músicos,
como el vino siciliano
vence en dulzura a los otros
y en preservar de cuidados.
En
esta misma poesía eran más adelante celebrados los
hermosos edificios de Palermo; pero sólo se conserva
aún el elogio del palacio de la Mansuriya o la
Victoriosa:
De la Victoria el palacio
reluce con sus almenas;
en él encontró el deleite
su venturosa vivienda.
Míranle todos los ojos
con agradable sorpresa;
no hay un primor ni un encanto
que Dios no le concediera.
No hay quinta más deliciosa
sobre la faz de la tierra,
con sus balsámicas plantas
y con su verde floresta.
No son más puras y limpias
las aguas que el Edén riegan
que las que aquí por las fauces
vierten leones de piedra.
Estos patios y estas salas
adorna la primavera
con vestidura tejida
de luz, de flores y perlas.
Cuando el sol al mar desciende,
y cuando del mar se eleva,
difunde olor y frescura
la brisa y el huerto orea.
Por
su gracia se distingue una composición poética, en la
cual Abd al-Rahmán de Trápani celebra la villa
Favara, cerca de Palermo, hoy Mare dolce:
¡Palacio de los
palacios,
cuál resplandeces, Favara,
mansión de deleites llena,
a orilla de entrambas aguas!
Nueve arroyos, que relucen
en tus prados de esmeralda,
riegan los bellos jardines
con onda fecunda y clara.
Dos surtidores se empinan
y en curva buscan la taza,
desmenuzándose en perlas
que el iris fúlgido esmalta.
En tus lagos amor bebe
elixir de bienandanza;
junto a tu raudal su tienda
tiene el placer desplegada;
quinta mejor que tu quinta
en el mundo no se halla;
nada más lindo que el lago
do se miran las dos palmas.
Sobre él los árboles doblan
las verdes y airosas ramas,
como para ver los peces
que por sus cristales nadan,
y que de carmín y oro
el líquido seno cuajan.
Mientras que encima las aves
gorjean en la enramada.
¡Oh cuán hermosa es la isla,
donde brillan las naranjas,
entre el verdor de las hojas,
como relucientes llamas,
y los pálidos limones
como en noche solitaria
un amador melancólico
que está lejos de su amada!
Las dos palmas que crecieron
sobre la misma muralla.
Allí parecen amantes
que temerosos se amparan,
o más bien, que con orgullo
su fina pasión proclaman,
y los celos desafían,
y burlan las amenazas.
Nobles palmas de Palermo
que la lluvia en abundancia
os bañe; creced frondosas
mientras duerme la desgracia;
y que florezcan en tanto
árboles, yerbas y plantas,
tálamo dando mullido
al amor y sombra opaca.
Por
último, Abu Daf compuso la elegía siguiente a la
muerte de un hijo de Roger: