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ArribaAbajo

Epístolas




- I -


Al Excmo. Sr. Príncipe de la Paz, exhortando a Su Excelencia a que en la Paz continúe su protección a las Ciencias y las Artes

ArribaAbajo   En alas de la pública alegría
por la anhelada paz, de gozo llena
a vos llega feliz la musa mía.
   Disculpadla, señor, si, acaso ajena
de un delicado acento cortesano,  5
ruda os saluda, si de afecto llena.
   Benigno sois, y miraréis humano
a quien sólo agradaros fiel procura
y en vuestro nombre se complace ufano.
   Del congojoso mando en la amargura,  10
las dulces Musas que atendáis os deban
alguna vez su armónica dulzura;
   las celestiales Musas, que nos llevan
en mil nobles ficciones embebidos
al alto cielo, si su canto elevan,  15
   o halagándonos blandas los oídos,
saben la vida ornar de alegres flores
y hacer gratos del triste los gemidos;
   magas divinas que colmar de honores
pueden a un tiempo a quien su plectro suena  20
y a sus tonos responde con favores.
   Así dura inmortal, de olvido ajena,
la memoria de Augusto y su valido,
y el nombre Mediceo el orbe llena.
   Llamadlas, pues, al premio merecido,  25
y que las bellas artes reanimadas
salgan también de su infeliz olvido.
   Vedlas ir desvalidas, desoladas,
demandando el amparo con que un día
de gloria se gozaron coronadas.  30
   Dádselo vos, y todas a porfía
vuestro alto nombre por el patrio suelo
celebrarán en himnos de alegría.
   El cincel, el buril, con noble anhelo
al bronce vida den y al mármol rudo,  35
y el compás mida el ámbito del cielo.
   Aun más que protector, sed firme escudo
de cuantos sigan, príncipe, sus huellas;
que el ingenio sin vos se encoge mudo.
   Un tiempo fue feliz, que a las estrellas  40
en sus brillantes alas sublimado,
pudo inflamarse entre sus luces bellas,
   y allí, tal vez de la deidad tocado,
imaginó, creó, y osadamente
logró seguirla en su inmortal traslado,  45
   atinando la ley con que la ardiente
llama del sol a Júpiter camina
y alza la luna su nevada frente;
   o al suelo de la esfera cristalina
bajando, al hombre en su extensión perdido  50
de las ciencias mostró la luz divina.
   Mas hoy mísero yace; y oprimido
del error gime y tiembla, que orgulloso
mofándole camina, el cuello erguido.
   No lo sufráis, señor, mas poderoso  55
el monstruo derrocad que guerra impía
a la santa verdad mueve envidioso.
   En la España feliz su fausto día
lucirá puro, cual el orbe llena
de vida el rubio sol y de alegría.  60
   Es la civil prudencia una cadena,
que enlazada en mil modos altamente,
el seso más profundo abarca apena.
   La antorcha de las ciencias esplendente
por ella entre arduos riesgos nos dirige  65
del común bien a la dichosa fuente.
   Del prudente varón la mente rige
solícita en pos de él, y en su carrera
hace que el pie jamás dudoso fije,
   que atienda dócil la verdad severa,  70
y ansiando aplausos de la dulce fama,
al grito ría de la envidia fiera.
   Adiéstrale a calmar la infausta llama
de las pasiones, o servir las hace
del pueblo al bien, que su veneno inflama.  75
   De adulación la máscara deshace;
el pecho humano a conocer le enseña,
y con la paz y la virtud se place.
   Quien sus avisos útiles desdeña,
juguete de la suerte desgraciado,  80
en mil tristes errores se despeña;
   mientras quien como vos arde abrasado
en su amor puro, y el oído inclina
de su labio al concento regalado,
   en la llorosa tierra la divina  85
esencia semejando, venturoso
sobre las almas por su bien domina;
   y cual se rige en orden misterioso,
este inmenso universo y blandamente
se acuerda y gira en círculo armonioso:  90
   la florida estación, el Can luciente,
la escarcha ruda del enero umbrío,
el rápido huracán, el rayo ardiente,
   la grata lluvia, el líquido rocío,
todo concurre a la común ventura  95
y ostenta del gran Ser el poderío,
   así un sabio ministro el bien procura
universal al pueblo confiado
a sus luces y próvida ternura.
   Todo a este bien dirígelo acertado;  100
sabe aun del mismo mal sacar provecho,
mientras el pueblo, que rige afortunado,
le aclama padre, en lágrimas deshecho.




- II -


Al Sr. don Gaspar de Jovellanos, dedicándole el primer tomo de Poesías el año de 1785

ArribaAbajo   A ti, querido amigo, las primicias
ofrece de su voz mi blanda musa
en prenda cierta de su amor sencillo.
A ti ofrece sus versos, dulce fruto
de la alegre niñez, juegos amables  5
que en las orillas del undoso Tormes
canté algún día entre Dorila y Filis
para templar mi llama y sus oídos
regalar con la plácida armonía.
   A ti, querido amigo, los consagra,  10
cual suele al padre el inocente hijuelo
con los dones brindar que su oficioso
afecto le procura. Tú alentaste
mis primeros conatos, y el camino
me descubriste en que marchar debía.  15
«El ardiente Tibulo, el delicado
Anacreón y Horacio a la difícil
cumbre treparon por aquí; sus huellas
sigue», dijiste, «síguelas sin miedo,
que Amor y Febo al término te aguardan  20
para ceñir tu sien de lauro y rosas».
Quise empezar; y tú, con diestra mano,
el templado laúd poniendo al pecho
mil armónicos sones repetías,
enseñándome a herir las dulces cuerdas;  25
o si tal vez cobarde recelaba,
tornar me hiciste a la labor difícil
con poderoso ruego. A ti debidos
los frutos son de mi sudor; tú solo
puedes ser su defensa y firme amparo.  30
   Otros, Jovino, cantarán la gloria
de los guerreros, el sangriento choque
de dos fieros ejércitos, los valles
de sangre y de cadáveres cubiertos,
y la desolación siguiendo el carro  35
de la infausta victoria: horrendas, tristes
escenas de locura que asustada
mira la humanidad. Otros, el vicio
hiriendo con su azote, harán que el hombre
de sí mismo se ría; o bien, al cielo  40
su tono alzando, explicarán las leyes
con que en torno del sol la tierra gira,
quién la luz lleva hasta Saturno, o cómo
del desorden tal vez el orden nace
y este gran todo invariable existe.  45
   Mi pacífica musa no ambiciosa
se atreve a tanto; el delicado trino
de un colorín, el discurrir süave
de un arroyuelo entre pintadas flores,
de la traviesa mariposa el vuelo,  50
y turra mirada de Dorila o Filis,
un favor, un desdén, su voz incitan;
y reclinado en la mullida hierba,
tranquilo ensayo mil alegres tonos
que el valle escucha y que remeda el eco.  55
   Tú, mientras tanto, al tribunal augusto
subes, Jovino; y desde el alto escaño,
órgano de la ley, sus infalibles
oráculos anuncias. A tu diestra,
gozosa la Justicia los atiende,  60
y a los pueblos la Fama los pregona.
La santa humanidad y el amor patrio
tu pecho encienden y tus pasos guían;
y como activo el fuego su ardor presta
a cuanto toca, el duro bronce ablanda,  65
y todo en sí lo vuelve, así tu celo,
de tan clara virtud y amor guiado,
por los sabios liceos se difunde,
la feliz llama en sus alumnos prende,
y Madrid goza los opimos frutos  70
de tu constante afán. ¡Oh, qué de veces
mi blando corazón has encendido,
Jovino, en él y en lágrimas de gozo
nuestras pláticas dulces fenecieron!
¡Qué de veces también en el retiro  75
pacífico las horas del silencio
a Minerva ofrecimos, y la diosa
nuestra voz escuchó! Las fugitivas
horas se deslizaban, y embebidos,
el alba con el libro aún nos hallaba.  80
¿Pues qué, si huyendo del bullicio insano
en el real jardín...? ¿Adónde, adónde
habéis ido, momentos deliciosos?
¡Disputas agradables!, ¿do habéis ido?
Tú me llevaste de Minerva al templo,  85
tú me llevaste; y mi pensar, mis luces,
mi entusiasmo, mi lira, todo es tuyo.
Borra, tilda, corrige, perfecciona
lo que empezaste; y de una vez se sepa
que tú has sido mi numen, ¡oh, Jovino!,  90
y que hijos son de tu amistad mis versos.
¡Oh, cuán alegre el corazón publica
esta dulce verdad!, ¡cómo se goza
mi tierna gratitud en confesarla!
   Sí, tú volviste a mí cuando ignorado  95
yacía y sin vigor en noche obscura
mi inculto numen, los clementes ojos
con que las artes y el ingenio animas;
tú extendiste la mano generosa
para alzarme a la luz, y mi maestro  100
y mi amigo y mi padre ser quisiste.
Yo desde entonces, cual la tierna planta
del hortelano a los desvelos crece,
fruto de su cultivo y sus tareas,
a sentir, a pensar por ti enseñado,  105
obra soy tuya y de tu noble ejemplo,
y tuyos son mi nombre y mis laureles.
Si oso trepar al templo de la Gloria
con generoso ardor, si repetidos
son de mi lira los acordes tonos  110
por nuestros descendientes, ¡cuán süave
mi gratitud ha de sonar entre ellos!
¡Oh alegre día!, ¡oh venturoso punto,
aquel en que se unieron nuestras almas
en tan estrecho y delicioso lazo!  115
Un pensar, un querer, un gusto, un genio,
una ternura igual, un modo mismo
de ver y de sentir; todo pedía
esta unión, oh Jovino, todo dobla
cada día su encanto y la hará eterna.  120
   ¡Indulgente amistad, placer divino,
remedo acá en la tierra de la pura
felicidad de los celestes coros,
fuente de todo bien, apoyo firme
de la santa virtud! Tú sola puedes  125
amable hacer la vida, y deliciosa
nuestra existencia triste; ven, inflama
a Batilo y su amigo; y que los hombres
de ti tomen ejemplo en ellos solos.
Tú mis versos dictaste, tú me inspiras,  130
y hoy al dulce Jovino los ofreces;
tú los conserva favorable y guarda
a los lejanos siglos, porque sean
muestra de tu poder, y a los mortales
nuestros nombres y amor eternos digan.  135




- III -


Al Excmo. Sr. don Eugenio de Llaguno y Amírola, en su elevación al Ministerio de Gracia y Justicia

ArribaAbajo   En fin mis votos el benigno cielo
oyó, querido Elpino, y sus anuncios
felices mi amistad colmados goza.
Te ve en la cima del poder, al lado
del trono moderar de la alma Temis  5
las sacrosantas riendas, de la patria,
de la virtud, el mérito y las letras
en común beneficio; la alegría
oye del pueblo al repetir tu nombre,
tu modesta virtud, tu celo ardiente;  10
y en su entusiasmo a las amigas Musas
ve, coronadas de laurel sagrado,
cual suyo celebrar tan fausto día,
Apolo en medio a su vihuela de oro
cantando en voz divina tus loores;  15
tus loores, Elpino, de las letras
el imperio feliz, de la justicia,
de la blanda equidad, de las virtudes.
Sí, amigo, amanecioles claro un día;
amaneció a la patria, que gozosa  20
de ti anhela su gloria y su ventura.
No ya excusarse tu modestia puede,
ni de tu pecho al generoso impulso
negarte es dado; óyela, y mil hijos
cuyo celo y saber su cetro tornen  25
a su antiguo esplendor, dale oficioso.
Tú los conoces, o a crearlos bastas,
cual el ardiente sol abre fecundo
el seno en mayo a mil alegres flores.
   Tu genio, tus avisos celestiales,  30
tu ejemplo los formó; tras ti treparon
al desdeñado templo de las Musas;
de ti oyeran del Pórtico y Liceo
los nombres venerandos; y les diste
que dóciles gustasen las lecciones  35
del morador de Túsculo elocuente.
Tú de la Musa de la historia amantes
los hiciste también, y ante los ojos
de la olvidada Iberia les pusieras
con docto afán los polvorosos fastos.  40
Las artes hechiceras con el dedo
les señalaste; y los encantos nobles
del cincel, del buril, del engañoso,
arrimado pincel por ti preciaran.
   Cortesano, filósofo, ministro,  45
a un tiempo todo y para todos fuiste.
¿Quién si no te buscó? ¿Quién a tu lado,
si te escuchó feliz (siempre en la dicha
hallándote ocupado de los pueblos,
o en útil ocio con las dulces Musas),  50
no se inflamó en anhelo generoso
por trepar a la cumbre do Sofía
y alma virtud inaccesibles guardan
a los vulgares ojos sus misterios?
¿O quién gozó cual yo de esta ventura?  55
   Tierno muchacho, en su divina llama
tocado el pecho, te busqué, y tú, blando
a mi rudeza, descender quisiste
y con diestra oficiosa mis dudosos
pasos guiar en la difícil senda,  60
ora alentando mi cobarde musa,
ora su voz formando a la armonía
del hispano laúd, tan bien pulsado
del dulce Laso y el divino Herrera,
y ora inflamando el desmayado aliento  65
con el laurel de inmarcesible gloria,
que en la remota edad por premio justo
guardado a anhelo tanto me mostrabas.
¿Con qué tornar mi gratitud sencilla
podrá tales oficios?, ¿dónde voces  70
hallar que llenen los afectos tiernos
de mi inflamado corazón? Amigo,
querido amigo, generoso padre,
no tu modestia mi entusiasmo culpe;
permíteme gloriar, cantar me deja  75
tu sencilla bondad; sepan los hombres
que te has dignado de llamarme amigo
y dirigir mis juveniles pasos,
que virtud y saber de ti aprendiera.
   ¡Oh!, dete el cielo el galardón debido  80
a tu indulgente humanidad; que amado
de tus señores, los hombres seas;
que tu nombre en los siglos con los nombres
de Arístides y Sócrates divinos
en uno se venere, y fausto corra  85
de boca en boca y de uno en otro pueblo.
Ministro de la paz, dete que goces
de tu amor patrio los opimos frutos
en colmada sazón, por ti animado
brille el hispano ingenio cuanto brilla  90
puro el sol en la bóveda esplendente.
   ¡Qué inmensa perspectiva ante tus ojos
de dulce gloria desplegarse veo!
¿Dónde volverlos que extender no puedas
tu generosa mano? La española  95
juventud llora en su rudez sumida;
y la llama feliz que en ella el cielo
grato encendió, sin pábulo se extingue.
Dale maestros que sus tiernas almas
formen a la virtud y al amor patrio.  100
¡Ah!, ¡cuánto, cuánto bien se libra en ellas!
   Las casas del saber, tristes reliquias
de la gótica edad, mal sustentadas
en la inconstancia de las nuevas leyes
con que en vano apoyadas titubean,  105
piden alta atención; crea de nuevo
sus venerandas aulas; nada, nada
harás sólido en ellas si mantienes
una columna, un pedestal, un arco
de esa su antigua gótica rudeza.  110
   Torna después los penetrantes ojos
a los templos de Temis; y si en ellos
vieres acaso la ignorancia intrusa
por el ciego favor, si el celo, tibio,
si desmayada la virtud, los labios  115
no osaren desplegar, en vil ultraje
el ignorante de rubor cubierto
caiga; y tú, Elpino, de la santa Astrea
ministro incorruptible, cabe el trono
sé apoyo firme de la toga hispana.  120
   Dale, y a ti y a sus amigos caros
y al carpetano suelo aquel que en noble
santo ardor encendido noche y día
trabaja por la patria, raro ejemplo
de alta virtud y de saber profundo.  125
¡Pueda abrazarle yo!, ¡goce estrecharle
luego, luego en mi seno, y de sus brazos
a los tuyos lanzarme, Elpino mío,
extático de gozo al verme en medio
de mis más caras prendas! No, no tardes  130
el fausto plazo de tan claro día.
Débate mi amistad tan suspirada,
justa demanda, y subiré tu nombre
de nuevo, dulce amigo, al alto cielo.
Tú le conoces, y en sus hombros puedes  135
no leve parte de la enorme carga
librar seguro en que oprimido gimes.
   Mientras, tu celo y tu atención imploran
los ministros del templo y la inefable
divina religión. ¡Oh!, ¡cuánto!, ¡cuánto  140
aquí hallarás también...!; pero su augusto
velo no es dado levantar; tú solo
con respetosa diestra alzarlo puedes
y entrar con pie seguro al santuario.
   Ve en él gemir al mísero colono  145
y al común padre demandar rendido
el pan, querido amigo, que tú puedes
darle, de Dios imagen en el suelo.
Ve su pálida faz, llorar en torno
ve a sus hijuelos y su casta esposa.  150
La carga ve con que expirando anhela,
mísera carga que la suerte inicua
echó sobre sus hombros infelices,
mientra el magnate con desdén soberbio
ríe insensible a su indigencia y nada  155
en lujo escandaloso y feos vicios.
   Elpino, aquí tu caridad invoco,
tu generoso corazón: sus ayes
recoge fiel, sus lágrimas honradas,
sus justas quejas; y el clemente pecho  160
por ti conmuevan del piadoso Carlos.
Su hollada profesión es la primera,
la más noble, rías útil; de ti clama
luces y protección: la valedora
mano le tiende y sus plegarias oye.  165
No, ya no es dado recelar; la santa
humanidad, la religión, las leyes,
el honor, la verdad, todos te imponen
tan alta obligación; habla, importuna,
clama, y débate el pobre su sustento;  170
labren tus velas su dichoso alivio,
y tus decretos la abundancia lleven
a las provincias que tu nombre adoren.
   Helas, helas, a ti vueltos los ojos,
humildes demandarte su anhelada  175
felicidad, a su plegaria unido
el indio vago en los inmensos climas
de la ignorada América. Tu ingenio
su tibiez mueva, su pereza aguije,
alumbre su ignorancia, poderoso  180
débiles las ampare, y feliz llene
de espíritu de vida entrambos mundos.
   Renazca en ellos la virtud amable,
el candor inocente y fe sencilla
de las costumbres sobre el firme apoyo.  185
Ellas de nuestros padres bienhadados
la herencia afortunada un día hicieron,
del honrado español fueron la gloria.
Consumiolas el tiempo, empresa tuya
es darles hoy su antiguo poderío  190
y despertar las perezosas almas
que en sueño indigno y en olvido yacen.
¿Pues qué es, ¡ah!, de las leyes el imperio,
qué de las armas la funesta gloria,
la opulencia, el poder, la ciencia, el oro,  195
sin las costumbres? Enojosa llama
que brilla devastando, y luego muere.
Costumbres, pues, costumbres, y a su sombra
florecerán las leyes olvidadas,
y ellas solas harán felice al pueblo.  200
   ¡Cuánto de ti no espera!, ¡qué no puedes
hacer al lado del excelso amigo,
cuya feliz prudencia acompañando
tu íntegra fe, tu celo generoso,
juntos marcharais ya con firme planta  205
del aula en los difíciles senderos!
Su noble corazón, exento y puro
de plebeyas pasiones, mas de gloria
lleno y amor al bien, labre contigo
la ventura común; y unidos siempre  210
en santa y útil amistad, que tornen
haced, amigo, los dorados días
que al suelo hispano mi esperanza anhela.




- IV -


A un ministro, sobre la beneficencia

ArribaAbajo   ¿Cómo humilde rendir podrá mi musa
las gracias merecidas al desvelo
con que tu tierno corazón acoge
la virtud infeliz al ruego mío?,
¿dó acentos hallaré que a mi oficiosa  5
gratitud correspondan?, ¿dó palabras
que al vivo, amigo, repetirte puedan
las bendiciones justas con que al cielo
sube tu humanidad una inocente
mísera, desvalida, mas felice  10
ya en la esperanza con tu sombra ilustre?
   No, mi musa no basta; y tu sencilla
modesta probidad huye el aplauso,
contenta sólo en bien hacer, ni menos
la mano presta ofrece al desvalido,  15
que cuidadosa retirarla sabe
para ocultar sagaz el beneficio.
   Amigo, tu bondad tu premio sea.
Ella te haga gustar de aquel secreto
vivo placer que la acompaña siempre,  20
tu espíritu inundando del más puro
dulce contento en las calladas horas,
cuando las almas insensibles oyen
entre las sombras de la noche triste
la olvidada piedad que las acusa  25
y sus helados pechos estremece.
Ella tu premio sea; en tus oídos
sin cesar clame, y poderosa te haga
poner fin a la empresa generosa,
dando sustento y pan a la vïuda,  30
al orfanico tierno y desvalido,
que a ti convierten sus llorosos ojos.
¡Oh!, ponte en medio de ellos, si lo puede
tu ternura llevar; ve su cuitada
soledad indigente; ve sus manos,  35
sus inocentes manos extendidas
hacia ti, amparo suyo, sombra suya;
ve sus tristes semblantes, sus gemidos,
y la alegre esperanza que al mirarte
baja y conforta sus llagados pechos.  40
¡Oh dulce, oh celestial beneficencia!,
virtud que abarcas las virtudes todas,
tan rico don cuan poco conocido,
tú que al débil mortal con Dios semejas,
cuya esencia es bondad, de cuyas manos  45
contino dones mil al mundo bajan:
dichoso aquel que ejercitarte puede,
sus lágrimas cortando al afligido
y en diestra amiga al abatido alzando,
del común Padre imagen en el suelo.  50
   Tú, ilustre amigo, mis deseos sabes;
tú, mi amor a la dulce medianía,
do en ocio blando, en plácido retiro
gozo el favor de las benignas Musas,
lejos de la ambición y el engañoso  55
mar de las pretensiones, do a la orilla
en tabla débil por milagro escapa
algún afortunado, y mil zozobran
en inútil lección; por nada empero
anhelo alguna vez en la alta cumbre  60
mirarme del favor, cual tú te miras,
sino por enjugar con blanda mano
su amargo lloro al pobre, y extenderla
al mérito modesto y desvalido.
Mi tierno pecho a resistir no alcanza  65
tan grata tentación; él fue formado
para amar y hacer bien, y una corona
tiene en menos que hacer un beneficio.
   Mil veces tú dichoso, que los puedes
con larga mano dispensar, y al trono  70
subir haces la voz de la miseria,
gozando cada instante el placer puro,
el íntimo placer de que te miren
como un padre común los desvalidos.
   No basta, no, ser justo. El juez severo  75
que, la vara de hierro alzada siempre
contra el delito, inexorable el rostro,
jamás sintió la compasión llorosa
llenar de turbación su helado pecho
al ver de un reo el pálido semblante  80
y oír el ronco son de las cadenas,
odioso debe ser. El sabio triste
que, en áridos problemas engolfado,
por no aquejar su espíritu insensible
cierra los ojos y la espalda torna  85
al infeliz que a su dureza clama,
odioso debe ser. Serlo aun más debe
el héroe sanguinario que se place
entre el horror de las infaustas guerras,
sus feas muertes y alaridos tristes,  90
la sangre, el polvo y el tronante bronce
tras un vano laurel. Aquel que sabe
llorar con el que llora, condolerse
de su suerte cruel, con sus consejos
hacerle llevaderos sus rigores,  95
testificarle la amistad más viva,
en su seno acogerle compasivo,
buscarle, hacerle sombra, y en su amparo
solícito ocuparse, aquéste solo
es de todos amado, su memoria  100
con bendiciones mil corre en las gentes,
brilla inmortal su gloria, de la tierra
es delicia y honor, y viva imagen
de la Divinidad entre los hombres.
Así el astro del día sus tesoros  105
derrama liberal, el aura pura
esclarece, la tierra vivifica,
templa los hondos mares, y es fecundo,
benéfico motor del universo.
   Mostrarse indiferente a las desdichas,  110
doblarlas es; y hacer un beneficio,
de aquel que lo recibe hacerse dueño.
Lo que sólo da el hombre, aquello guarda,
y ni muerte o fortuna se lo roba.
Salgamos de nosotros; extendamos  115
a todos nuestro amor; y la suprema
bienandanza a morar del alto empíreo
al suelo bajará de angustias lleno.
¡Ah!, ¿cómo puede ser que en faz serena
ni enjutos ojos el magnate mire  120
penar al indigente? El tigre fiero
si al tigre ve sufrir, manso se duele;
¡y el hombre es insensible a la miseria!,
¡y en el lujo dormido, al pobre olvida!
   Nuestros días fugaces, sabio amigo,  125
de amargos ayes, de cuidados llenos,
cual hermanos vivamos. Con la carga
de nuestros males, encorvados vamos
por la difícil senda de la vida;
aliviémonos, pues; al que padece  130
redimamos del peso; un infelice
es un justo acreedor a nuestro auxilio.
A un pecho noble y generoso basta
ser hombre y desgraciado. ¿Quién no debe
temer contino la cruel desdicha,  135
querido amigo?, ¿quién vivió hasta ahora
sin conocer las lágrimas? Mil fieros
enemigos acechan nuestros días,
y el hombre a padecer nace en la tierra.
   Ley es sagrada remediar sus males  140
según nuestro poder; y al que en la cumbre
coloca Dios del mando, allí le pone
para que en él el triste halle su alivio;
el pobre, amparo; el mérito, un patrono.
   Prosigue, pues, tu empresa generosa,  145
oh dulce amigo; acábala, y mis voces
olvidadas no sean con los graves
cuidados que te abruman noche y día.
Oye a tu alma sensible; da a la patria
una familia, y sé segundo padre  150
de un huérfano infeliz, ambos deudores
le somos y a la madre desgraciada.
Tú piadoso favor, y yo mis ruegos
le debo encarecidos. ¡Oh, lograsen
la suerte favorable cabe el trono  155
que a tu benigno corazón merecen!




- V -


Al doctor don Gaspar González de Candamo catedrático de lengua hebrea de la Universidad de Salamanca, en su partida a América de canónigo de Guadalajara de México

ArribaAbajo   ¿Huyes, ay, huyes mis amantes brazos,
dulce Candamo, y entre el indio rudo,
en sus inmensos solitarios bosques,
corres a hallar la dicha que en el seno,
en el fiel seno de tu tierno amigo,  5
el cielo y la amistad te guardan sólo?
Surta en el puerto, la atrevida nave
ya las velas fugaces libra inquieta
a los alados vientos; ya impaciente
clama la chusma por levar el ancla;  10
lévala; ciega entre confusas voces,
salvas y vivas a la mar se arroja.
   ¡Oh, tente, tente, navecilla frágil!
¿Dó te abandonas...? Despeñado el noto,
mira cual corre la llanura inmensa  15
del antiguo océano, infausto padre
de borrascas y míseros naufragios.
Los ciegos vados, los escollos tristes,
las negras nubes sobre ti apiñadas,
y tanto monstruo que las aguas crían,  20
miedo y horror al ánimo y los ojos,
mira desventurada; cauta, el puerto
torna a ganar, y deja de mi amigo
la venturosa carga. Amigo, vuelve,
vuelve a mis brazos, y con blanda mano  25
mis dolorosas lágrimas enjuga.
Tu ciego arrojo a mi sensible pecho
se las hace verter... ¿Y más contigo
podrán las leyes de un respeto injusto,
la opinión ciega, el pundonor vidroso,  30
que la ley santa de amistad?, ¿no tienes
aquÍ cuanto te debe hacer felice?,
¿tus hermanas, tu amigo...?, ¿y de ellos huyes?,
¿y entre bárbaros dicha hallar esperas?
   No, ingrato, no; la sólida ventura  35
sólo mora en las almas inocentes
que une amistad con su sagrado lazo.
Sólo esta llama celestial los pechos
hinche de verdaderas alegrías
y de eterno placer que en sombra triste  40
jamás se anubla de pesar tardío.
Lejos del ciego mundanal tumulto,
tesoros, honras, dignidades, todo
extraño le es, y con desdén lo mira.
   Aquellas dulces pláticas, aquellas  45
íntimas confianzas en que a un tiempo
nuestra razón con la verdad se ornaba,
y el pecho, en entusiasmo generoso
por la santa virtud movido, ardía;
tantos plácidos días discurriendo  50
del hombre y su alto ser, del laberinto
oscuro de su pecho y sus pasiones;
las horas que asentados nos burlaban,
en raudo vuelo huyéndose fugaces,
ya de un arroyo al margen, ya perdidos  55
por estos largos valles; aquel fuego
con que tú orabas en favor del pobre,
víctima triste de enemigos hados,
y escuchándote yo, bañadas vieras
mis mejillas en lágrimas; las gratas  60
disputas nuestras, depurando el oro
de la verdad de las escorias viles
con que el error y el interés la ofuscan;
los heroicos propósitos, mil veces
renovados, de amarla sobre todo,  65
las útiles lecturas, los festivos
y sazonados chistes... Tantas, tantas
celestiales delicias, ¿en mis brazos
detenerte no pueden?, ¿o es que esperas
hallar acaso en los remotos climas  70
otro amigo, otro pecho como el mío?
   ¡Ah, qué ciego te engañas!, ¡ah, qué triste,
solo, aburrido, despechado, un día,
en tu abandono y tu dolor perdido,
me has de llamar!; y los turbados ojos,  75
turbados de llorar, hacia estos valles
volverás, que ora, ¡oh mísero!, abandonas.
Sí, sí, los volverás; y en ruego inútil
demandarás el olvidado nombre,
mis cariños, mis brazos... Mas ¿qué digo?  80
Yo le ruego; y la nave ya ligera,
con sesgo vuelo por el mar cerúleo,
atrás dejando la galaica playa,
hiende las olas espumosas y huye
como el viento veloz. Querido amigo,  85
mitad del alma mía, compañero
de mi florida juventud, amparo,
consuelo de mis penas, de virtudes
y de bondad tesoro inagotable,
y archivo fiel de mis secretos tristes,  90
ve en paz, navega en paz; próvido el cielo
sobre ti vele; y tus preciosos días
fausto conserve para alivio mío.
Consérvelos el cielo; y de su trono
el Dios clemente que en tu pecho puso  95
el heroico propósito y te arranca
de la querida patria y mi fiel seno,
por mil afanes y peligros rudos
alegres sus delicias conmutando,
con mano poderosa te sostenga  100
salvo del mar en el inmenso abismo.
A su benigno omnipotente imperio
los raudos vientos su furor enfrenen;
y aquéllos sólo blandamente soplen
que al puerto afortunado te encaminen,  105
cual corre al grato albergue la paloma,
buscando fiel su nido y sus hijuelos.
   Él puede, y yo le ruego fervoroso;
no, mis ardientes súplicas, nacidas
de inocente amistad, de fe sincera,  110
vanas, ¡ah!, no han de ser, que Dios atiende
grato al que ruega por el dulce amigo;
y ante su trono subirán mis voces,
cual el fragante aroma de las aras
en sacrificio acepto. Y tú, que llevas  115
en mi amigo esta vez, vasto océano,
mi vida y la mitad del alma mía
librada a tus abismos, las sonantes
alzadas olas calma por do fuere
la frágil navecilla que conduce  120
tan sagrado depósito a las playas
del opulento mejicano imperio.
¡Oh padre venerando!, ayuda fácil
su arduo camino; mis plegarias oye,
y lejos de él la tempestad ahuyenta.  125
Yo, agradecido, con sonante lira
te cantaré por siempre de los mares
supremo rey, y en himnos reverentes
subiré a las estrellas tus loores.
Favorable le ampara, que no loca  130
presunción, ni osadía temeraria
o ciega sed de atesorar, mas sólo
la tierna humanidad, el vivo anhelo
de conocer al hombre en los distintos
climas do sabio su Hacedor le puso,  135
y de ilustrarle el celo generoso,
a tan remotas tierras le arrebatan.
   ¡Tierras dichosas que esperáis gozarle,
cuál os envidio!, ¡cuánto!, ¡y qué tesoro
en él os va de probidad sencilla!  140
¡Ah!, ¿por qué este tesoro a mí se roba?
¡Ah!, si unidos alientan nuestros pechos,
¿por qué mares inmensos nos separan?
¿Cómo, querido amigo, al lado tuyo
partícipe no soy de tus fortunas?  145
¿Por qué, por qué mi espíritu angustiado
su inmenso mal no ha de llorar contigo?
¿Por qué contigo no verán mis ojos,
no estudiarán ese ignorado mundo,
tantas incultas, peregrinas gentes?  150
¡Oh, a tu mente curiosa, qué de objetos
van a ostentarse!, ¡cuánta maravilla
a ese tu genio observador aguarda!
Otro cielo, otra tierra, otros vivientes:
plantas, árboles, ríos, montes, brutos,  155
insectos, piedras, minerales; todo,
todo nuevo y extraño; ¡cuán opimos,
cuán ricos frutos cogerá tu ingenio!,
tu ingenio conducido a la luz clara
de la verdad en su sagaz examen.  160
   Sacia la ardiente sed; admira, estudia
la gran naturaleza, y con divina
mente su inmensidad feliz abarca;
sus vínculos descubre, y un hallazgo
sea cada paso que en sus reinos dieres.  165
Mientras yo, ¡ay Dios!, en mi dolor profundo
perdido y solo, de esperar cansado,
cansado de sufrir, víctima triste
de mil ciegas pasiones, estos valles
vago sin seso y despechado imploro  170
la muerte, con los tristes perezosa;
que de ti lejos, fiel amigo, ¿dónde
podrá alivio encontrar el alma mía?,
¿dónde aquel celo de mi bien, aquellos
saludables avisos que templaban  175
cual un divino bálsamo las penas
de mi pecho hallaré...? Mudo y lloroso,
solitario, aburrido, los felices
lugares correré donde solías
mi gozo hacer un tiempo y mi ventura.  180
Iré al aula, a tu estancia; el nombre tuyo
repetiré llamándote; y mi anhelo
solo hallará por ti dolor y llanto.
   ¡Ay, en qué amarga soledad me dejas!
¡Ay, qué tierra!, ¡qué hombres! La calumnia,  185
la vil calumnia, el odio, la execrable
envidia, el celo falso, la ignorancia
han hecho aquí, lo sabes, su manida,
y contra mí infeliz se han conjurado.
¿Podré, ¡oh dolor!, entre enemigos tales  190
morar seguro sin tu amiga sombra?,
¿podré un mínimo punto haber reposo,
gozar un solo instante de alegría?
   Dichoso tú, que su letal veneno
logras seguro huir, y entre inocentes  195
semibárbaros hombres las virtudes
hallarás abrigadas, que llorosas
de este suelo fatal allá volaron.
Disfruta, amigo, sus sencillos pechos;
bendice, alienta su bondad selvaje,  200
preciosa mucho más que la cultura
infausta, que corrompe nuestros climas
con brillo y apariencias seductoras.
¡Oh, quién pudiera sepultarse entre ellos!,
¡quién abrazar su desnudez alegre,  205
de sí lanzando los odiosos grillos
con que el error y el interés le ataron!
Entonce la alma paz, el fausto gozo,
el sosiego inocente, el sueño blando
y la quietud de mí tan suspirada,  210
que hoy de mi seno amedrentados huyen,
a morarle por siempre tornarían.
   Tú esta ventura logras; tú, felice
en medio de ellos, gozarás seguro
los más plácidos días... Ve sus almas,  215
su inocencia, el reposo afortunado
que les dan su ignorancia y su pobreza.
Velos reír, y envidia su ventura.
Lejos de la ambición, de la avaricia,
de la envidia cruel, en sus semblantes  220
sus almas nuevas se retratan siempre.
Naturaleza sus deseos mide;
la hambre, el sustento; su fatiga, el sueño.
Su pecho solo a la virtud los mueve;
la tierna compasión es su maestra,  225
y una innata bondad de ley les sirve.
La paz, lo necesario, el grato alivio
de un consorte tímida y sencilla,
una choza, una red, un arco rudo,
tales son sus anhelos; esto solo  230
basta a colmar sus inocentes pechos.
¡Afortunados ellos muchas veces!,
¡afortunado tú que entre ellos moras!
   Mas, ¡ay!, si vieres al odioso fraude,
al impío despotismo, el brazo alzado  235
sus días afligir; si a almas de hierro
de su incauta bondad abusar vieres
y expilar inhumanas su miseria,
oponte denodado a estos furores.
Opón, amigo, el pecho firme; clama,  240
increpa sin pavor, insta, importuna;
y tu elocuente voz suba hasta el trono
del justo, el bueno, del clemente Carlos.
Ministro eres de paz; a ti encomienda
el sumo Dios la humanidad hollada.  245
Ceda todo a este empleo generoso:
quietud, saber..., hasta la vida misma;
que ya próvido el cielo la corona
teje a tu sien de inmarcesibles flores,
y después que hayas sido entre esos pueblos  250
claro ejemplo de todas las virtudes,
te ha de tornar a mis amigos brazos,
do bajo un mismo techo venturosos,
juntos gocemos nuestros breves días,
y en un sepulcro mismo inseparables,  255
juntos también reposen nuestros huesos.
   Adiós, Candamo, adiós; la amistad santa
distancia no conoce; y de los mares
y del tiempo a pesar, tuya es mi vida...
Adiós, adiós..., ¡amarga despedida...!  260




-VI -


El filósofo en el campo

ArribaAbajo   Bajo una erguida populosa encina,
cuya ancha copa en torno me defiende
de la ardiente canícula, que ahora
con rayo abrasador angustia el mundo,
tu oscuro amigo, Fabio, te saluda.  5
Mientras tú, en el guardado gabinete,
a par del feble ocioso cortesano,
sobre el muelle sofá tendido yaces,
y hasta para alentar vigor os falta,
yo en estos campos por el sol tostado,  10
lo afronto sin temor, sudo y anhelo;
y el soplo mismo que me abrasa ardiente,
en plácido frescor mis miembros baña.
Miro y contemplo los trabajos duros
del triste labrador, su suerte esquiva,  15
su miseria, sus lástimas; y aprendo
entre los infelices a ser hombre.
   ¡Ay, Fabio!, ¡Fabio!, en las doradas salas,
entre el brocado y colgaduras ricas,
el pie hollando entallados pavimentos,  20
¡qué mal al pobre el cortesano juzga!,
¡qué mal en torno la opulenta mesa,
cubierta de mortíferos manjares,
cebo a la gula y la lascivia ardiente
del infeliz se escuchan los clamores!  25
Él carece de pan; cércale hambriento
el largo enjambre de sus tristes hijos,
escuálidos, sumidos en miseria;
y acaso acaba su doliente esposa
de dar, ¡ay!, a la patria otro infelice,  30
víctima ya de entonces destinada
a la indigencia y del oprobio siervo;
y allá en la corte, en lujo escandaloso
nadando en tanto, el sibarita ríe
entre perfumes y festivos brindis,  35
y con su risa a su desdicha insulta.
   Insensibles nos hace la opulencia,
insensibles nos hace. Ese bullicio,
ese contino discurrir veloces
mil doradas carrozas, paseando  40
los vicios todos por las anchas calles;
esas empenachadas cortesanas,
brillantes en el oro y pedrería
del cabello a los pies; esos teatros,
de lujo y de maldades docta escuela,  45
do un ocioso indolente a llorar corre
con Andrómaca o Zaida, mientras sordo
al anciano infeliz vuelve la espalda
que a sus umbrales su dureza implora;
esos palacios y preciosos muebles,  50
que porque más y más se infle el orgullo,
labró prolijo el industrioso china;
ese incesante hablar de oro y grandezas;
ese anhelo pueril por los más viles,
despreciables objetos, nuestros pechos  55
de diamante tornaron; nos fascinan,
nos embebecen y olvidar nos hacen
nuestro común origen y miserias.
Hombres, ¡ay!, hombres, Fabio amigo, somos
vil polvo, sombra, nada; y engreídos  60
cual el pavón en su soberbia rueda,
deidades soberanas nos creemos.
   «¿Qué hay», nos grita el orgullo, «entre el colono
de común y el señor? ¿Tu generosa
antigua sangre, que se pierde oscura  65
allá en la edad dudosa del gran Nino
y de héroe en héroe hasta tus venas corre,
de un rústico a la sangre igual sería?
El potentado distinguirse debe
del tostado arador; próvido el cielo  70
así lo ha decretado, dando al uno
el arte de gozar, y un pecho al otro
llevador del trabajo. Su vil frente,
del alba matinal a las estrellas
en amargo sudor los surcos bañe,  75
y exhausto expire a su señor sirviendo,
mientras él coge venturoso el fruto
de tan ímprobo afán, y uno devora
la sustancia de mil». ¡Oh, cuánto, cuánto
el pecho se hincha con tan vil lenguaje,  80
por más que grite la razón severa
y la cuna y la tumba nos recuerde
con que justa natura nos iguala!
   No, Fabio amado, no; por estos campos
la corte olvida; ven y aprende en ellos,  85
aprende la virtud. Aquí, en su augusta,
amable sencillez, entre las pajas,
entre el pellico y el honroso arado,
se ha escogido un asilo, compañera
de la sublime soledad; la corte  90
las puertas le cerró, cuando entre muros
y fuertes torreones y hondas fosas,
de los fáciles bienes ya cansados
que en mano liberal su Autor les diera,
los hombres se encerraron imprudentes,  95
la primitiva candidez perdiendo.
En su abandono triste, religiosas
en sus chozas pajizas la abrigaron
las humildes aldeas, y de entonces
con simples cultos, fieles, la idolatran.  100
   Aquí los dulces, los sagrados nombres
de esposo, padres, hijos, de otro modo
pronuncia el labio y suenan al oído,
del entrañable amor seguidos siempre
y del tierno respeto; no tu vista  105
ofenderá la escandalosa imagen
del padre injusto que la amable virgen,
hostia infeliz, arrastra al santuario,
y al sumo Dios a su pesar consagra
por correr libre del burdel al juego;  110
no la del hijo indigno que pleitea
contra el autor de sus culpables días
por el ciego interés; no la del torpe
impudente adulterio en la casada
que en venta al Prado sale, convidando  115
con su mirar y quiebros licenciosos
la loca juventud, y al vil lacayo,
si el amante tardó, se prostituye;
no la del impío abominable nieto
que cuenta del abuelo venerable  120
los lentos días, y al sepulcro quiere
llevarlo en cambio de su rica herencia.
Del publicano el corazón de bronce
en la común miseria; de la insana
disipación las dádivas, y el precio  125
de una ciudad en histriones viles;
ni, en fin, de la belleza melindrosa
que jamás pudo ver sin desmayarse
de un gusanillo las mortales ansias,
empero hasta el patíbulo sangriento  130
corre, y con faz enjuta y firmes ojos
mira el trágico fin del delincuente,
lívida faz y horribles convulsiones,
quizá comprando este placer impío,
la atroz curiosidad te dará en rostro.  135
   Otras, otras imágenes tu pecho
conmoverán, a la virtud nacido.
Verás la madre al pequeñuelo infante
tierna oprimir en sus honestos brazos,
mientra oficiosa por la casa corre,  140
siempre ocupada en rústicas tareas,
ayuda, no ruina del marido;
el cariño verás con que le ofrece
sus llenos pechos, de salud y vida
rico venero; juguetón el niño  145
ríe y la halaga con la débil mano,
y ella enloquece en fiestas cariñosas.
La adulta prole en torno le acompaña
libre, robusta, de contento llena;
o empezando a ser útil, parte en todo  150
tomar anhela, y gózase ayudando
con manecillas débiles sus obras.
En el vecino prado brincan, corren,
juegan y gritan un tropel de niños
al raso cielo, en su agradable trisca  155
a una pintados en los rostros bellos
el gozo y las pasiones inocentes,
y la salud en sus mejillas rubias.
Lejos, del segador el canto suena,
entre el blando balido del rebaño  160
que el pastor guía a la apacible sombra;
y el sol sublime en el cenit señala
el tiempo del reposo; a casa vuelve
bañado en sudor útil el marido
de la era polvorosa; la familia  165
se asienta en torno de la humilde mesa
(¡oh, si tan pobre no la hiciese el yugo
de un mayordomo bárbaro, insensible!).
Mas expilada de su mano avara,
de Tántalo el suplicio verdadero  170
aquí, Fabio, verías: los montones
de mies dorada enfrente están mirando,
premio que el cielo a su afanar dispensa,
y hasta de pan los míseros carecen.
Pero, ¡oh buen Dios!, del rico con oprobio  175
su corazón en reverentes himnos
gracias te da por tan escasos dones,
y en tu entrañable amor constante fía.
   Y mientras charlan corrompidos sabios
de ti, Señor, para ultrajarte, o necios  180
tu inescrutable ser definir osan
en aulas vocingleras, él contempla
la hoguera inmensa de ese sol, tu imagen,
del vago cielo en la extensión se pierde,
siente el aura bullir que de sus miembros  185
el fuego templa y el sudor copioso,
goza del agua el refrigerio grato,
del árbol que plantó la sombra amiga,
ve de sus padres las nevadas canas,
su casta esposa, sus queridos hijos;  190
y en todo, en todo con silencio humilde
te conoce, te adora religioso.
   ¿Y éstos miramos con desdén? ¿La clase
primera del estado, la más útil,
la más honrada, el santuario augusto  195
de la virtud y la inocencia hollamos?
¿Y para qué? Para exponer tranquilos
de tina carta al azar, ¡oh noble empleo
del tiempo y la riqueza!, lo que haría
próvido heredamiento a cien hogares;  200
para premiar la audacia temeraria
del rudo gladiador que a sus pies deja
el útil animal que el corvo arado
para sí nos demanda, los mentidos
halagos con que artera al duro lecho  205
desde sus brazos del dolor nos lanza
una impudente cortesana, el raro
saber de un peluquero, que elevando
de gasas y plumaje una alta torre
sobre muestras cabezas, las rizadas  210
hebras de oro en que ornó naturaleza
a la beldad, afea y desfigura
con su indecente y asquerosa mano.
   ¡Oh oprobio!, ¡oh vilipendio! La matrona,
la casta virgen, la vïuda honrada,  215
¿ponerse pueden al lascivo ultraje,
a los toques de un hombre?, ¿esto toleran
maridos castellanos? El ministro
de tan fea indecencia, ¿por las calles
en brillante carroza y como en triunfo  220
atropellando al venerable anciano,
al sacerdote, al militar valiente
que, el pecho ornado con la cruz gloriosa
del patrón de la patria, a pie camina?
   Huye, Fabio, esa peste. ¿En tus oídos,  225
de la indigencia mísera no suena
el suspirar profundo, que hasta el trono
sube del sumo Dios? ¿Su justo azote
amenazar no ves? ¿No ves la trampa,
el fraude, la bajeza, la insaciable  230
disipación, el deshonor lanzarlos
en el abismo del oprobio, donde
mendigarán sus nietos infelices,
con los mismos que hoy huellan confundidos?
   Húyelos, Fabio, ven, y estudia dócil  235
conmigo las virtudes de estos hombres
no conocidos en la corte. Admira,
admira su bondad; ve cuál su boca,
llana y veraz como su honrado pecho,
sin velo, sin disfraz celebra, increpa  240
lo que aplaudirse o condenarse debe.
Mira su humanidad apresurada
al que sufre acorrer; de boca en boca
oirás volar, oh Fabio, por la corte
esta voz celestial; mas no imprudente  245
en las almas la busques, ni entre el rico
brocado blando abrigo al infelice.
Sólo los que lo son, sólo en los campos
los miserables condolerse saben
y dar su pan al huérfano indigente.  250
Goza de sus sencillas afecciones
el plácido dulzor, el tierno encanto.
Ve su inocente amor con qué energía,
con qué verdad en rústicos conceptos
pinta sus ansias a la amable virgen,  255
que en mutua llama honesta le responde,
el bello rostro en púrpura teñido;
y bien presto ante el ara el yugo santo
el nudo estrechará que allá forjaran
vanidad o ambición, y aquí la dulce  260
naturaleza, el trato y la secreta
simpática virtud que unió sus almas.
Sus amistades ve; desatendida
en las altas ciudades do enmudece
su lengua el interés, sólo en el rudo  265
labio del labrador oirás las voces
de esta santa virtud, gozarás pura
sólo en su seno su celeste llama.
   Admira su paciente sufrimiento;
o más bien llora, viéndolos desnudos  270
escuálidos, hambrientos, encorvados,
lanzando ya el suspiro postrimero
bajo la inmensa carga que en sus hombros
puso la suerte. El infeliz navega,
deja su hogar, y afronta las borrascas  275
del inmenso océano porque el lujo
sirva a tu gula, y su soberbio hastío
el café que da Moca perfumado,
o la canela de Ceilán. La guerra
sopla en las almas su infernal veneno  280
y en insano furor las cortes arden;
desde su esteva el labrador paciente,
llorando en torno la infeliz familia,
corre a la muerte, y en sus duros brazos
se libra de la patria la defensa.  285
Su mano apoya el anhelante fisco;
la aciaga mole de tributos carga
sobre su cerviz ruda, y el tesoro
del Estado hinche de oro la miseria.
   Ese sudor amargo con que inunda  290
los largos surcos que su arado forma
es la dorada espiga que alimenta,
Fabio, del cortesano el ocio muelle.
Sin ella el hambre pálida... ¿Y osamos
desestimarlos? Al robusto seno  295
de la fresca aldeana confiamos
nuestros débiles hijos porque el dulce
néctar y la salud felices hallen
de que los privan nuestros feos vicios;
¿y por vil la tenemos? ¿Al membrudo  300
que nos defiende, injustos, desdeñamos?
Sus útiles fatigas nos sustentan;
¿y en digna gratitud con pie orgulloso
hollamos su miseria porque al pecho
la roja cinta o la brillante placa  305
y el ducal manto para el ciego vulgo
con la clara excelencia nos señalen?
   ¿Qué valen tantas raras invenciones
de nuestro insano orgullo, comparadas
con el montón de sazonadas mieses  310
que crió el labrador? Débiles niños
fináramos bien presto en hambre y lloro
sin el auxilio de sus fuertes brazos.

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