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ArribaAbajoLuis Cordero (1833-1912)

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ArribaAbajoNota biográfica

Nació en la provincia del Azuay el 6 de abril de 1833.

Eminente varón, tipo auténtico del autodidacta, llegó a encumbrarse gracias a su viril energía, desde su humilde cuna al solio presidencial y a las más brillantes esferas de la cultura.

Las letras del Ecuador débenle algunos de sus bien ganados lauros. Fue, además, el raro ejemplar de un gran poeta bilingüe, que utilizaba con igual soltura y maestría la lengua de sus antecesores hispanos y la de los desheredados aborígenes entre los cuales pasó, su infancia: la quichua, lengua imperial del Incario.

Puede decirse así que en su alma se verificó el milagro de la amalgama de dos culturas, de dos conceptos de la vida; mejor dicho, de dos emociones vitales: la primitiva, naturalista, y la cristiana, ultracivilizada.

Versificador fácil y, en sus poesías jocosas, chispeante y epigramático, era en sus comienzos, cuando trataba de alzar el tono, amanerado y convencional. Pero cuando las circunstancias le obligaban a dar de mano a los amaneramientos y convencionalismos de escuela -la vergonzante escuela neoclásica de los Quintana, Martínez de la Rosa, Cienfuegos y Hermosilla- sabía remontarse a las alturas de la verdadera inspiración, en un lenguaje poético amplio y sonoro, de   —394→   ritmo rotundo y poderoso que recuerda al Cervantes de los más felices momentos, en que venciendo sus timideces atinaba a ser poeta, y gran poeta, como en la «Canción desesperada» de Grisóstomo, de la cual el «Adiós» de Cordero y conserva el tono solemne y el acento apasionado y sincero.

A su primera manera pertenece la mayor parte de sus poesías serias; a la segunda, triste es decirlo, muy pocas; pero, entre estas pocas, se cuentan sus sonetos «Al glorioso Cervantes Saavedra» y su «Adiós» que es, si no la más grande elegía de la lengua, uno de los más profundos lamentos que se haya exhalado de un corazón cristiano bajo la garra del dolor inevitable, fuente de toda sabiduría para los que se atreven, como nuestro poeta, a mirarle cara a cara.

Ésta es también la opinión del fino crítico doctor Rigoberto Cordero León, el antologista más reciente de la poesía corderiana (Presencia de la Poesía Cuencana, 1956), cuando llama al «Adiós»: «una de las más bellas elegías que el castellano nos ha dado, conmovedora hasta la ternura, patética hasta el borde mismo de la suprema desesperanza».

Y como basta una palma real para hermosear un declive montañoso, basta esa elegía para hacer que nuestro Parnaso se destaque sobre todos los demás de la grandiosa cordillera que, en América, han formado las letras castellanas49.



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ArribaAbajoSelecciones

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ArribaAbajoAl glorioso Cervantes Saavedra


A los trescientos años de haber nacido su inmortal don Quijote de la Mancha



I

ArribaAbajo Para irrisión de andantes caballeros,
lanzaste el tuyo, de figura triste,
tempestuoso filántropo, que embiste
doquiera que barrunta desafueros.

A su lado pusiste el de escuderos  5
perfecto tipo, que al Manchego asiste
sólo porque el Fidalgo le conquiste
ínsulas en que hartarse de pucheros...

¡Tal es la sociedad! Almas ardientes
pugnan por el derecho conculcado,  10
provocando la risa de las gentes;

mientras un maula rústico y taimado
sirve de Sancho Panza a los valientes
por el plebeyo gaje del bocado.
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II

Loco es tu paladín; mas, su manía  15
de amparar a dolientes desvalidos,
castigando a bellacos y bandidos,
a punto está de ser sabiduría.

Al otro mandria, de cabeza fría,
que todo lo refiere a los sentidos,  20
¿qué le importan fazañas ni cumplidos,
si al sórdido interés tiene por guía?

Hidalgo el uno, la hermosura crea
que corazón le acepte y homenaje,
férvido adorador de Dulcinea.  25

Villano el otro, sueña con el gaje,
y, si en algo más noble se recrea,
es sólo al recobrar a su bagaje.


III

Desazones, derrotas, penitencia,
todo lo arrostra el ínclito Manchego,  30
que, encendido de amor en vivo fuego,
milita en protección de la inocencia.

El paje es un modelo de indolencia,
a injurias mudo, para lidias ciego,
muy discreto, eso sí, cuando entra en juego  35
el tema de la propia conveniencia.

El adalid, que al débil presta auxilio,
deplorará, con frases peregrinas,
la suerte de Cardenio o de Basilio.

El mozo, de Camacho en las cocinas,  40
vagará como en propio domicilio,
engullendo perdices y gallinas.
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IV

Don Quijote es el noble visionario,
por altos ideales aturdido;
Sancho es aquel plebeyo buen sentido,  45
que prefiere a la gloria el numerario.

Si embiste el Caballero temerario,
el mozo queda oculto o encogido,
y ni palabra chista, si, vencido,
no abandona el palenque el adversario.  50

Blande el Hidalgo la pujante lanza
sólo por la justicia y por su hermosa,
que así de caballeros es usanza.

El zafio una piltrafa apetitosa
les pide a las alforjas, como Panza;  55
don Quijote es poema: Sancho es prosa.


V

El uno al natural, el otro al vuelo;
aquél con su sarcástica simpleza;
éste elevada siempre la cabeza,
confundiendo al Toboso con el cielo.  60

Arranques de piedad en todo duelo;
lujo de cortesana gentileza;
contra follones, varonil fiereza;
de honrosos lances insaciable anhelo.

Socarrón, el criado, le acompaña,  65
sobre enjalma de mísero borrico,
sólo por el botín de la campaña;

y olvida el manteamiento y cierra el pico,
porque su burdo cálculo le engaña
con Baratarias que han de hacerle rico.  70
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VI

Tal es el mundo, ilustre Romancero:
algunos, con la mente perturbada,
imitan la ideal, pero arriesgada,
profesión del Andante Caballero.

Otros, como su rústico escudero,  75
buscan lo material de la tajada,
aunque agujas los pinchen; porque nada
los enamora más que don Dinero.

Armemos los Quijotes por docenas;
montemos por millares a los Panzas,  80
y tendremos del mundo las escenas,

donde, al romperse quijotescas lanzas,
estallen burlas y se lloren penas,
producto de estrambóticas andanzas.


VII

¡Cervantes inmortal!, ¡cuánta cordura  85
acertaste a encarnar en la demencia,
haciendo de tu artista la excelencia
perpetuo asombro de la edad futura!

Moral, erudición, literatura,
milicia, poesía y elocuencia,  90
¡todo con la fantástica apariencia
y el bizarro color de la locura!

¡Sublime Manco, si llegase el día
en que la humana sociedad agote,
por deplorable caso, su alegría,  95

para hacer que otra vez la risa brote
en sonoros raudales, bastaría
abrir ante los tristes tu Quijote!

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ArribaAbajoAplausos y quejas


(Fragmentos)


Al inspirado cantor de la raza latina, don Olegario Víctor Andrade


    Oí tu voz, y a la celeste esfera
volé contigo, poderoso vate,
cual cóndor de la andina cordillera,
que, con sublime aliento,
arranca de la roca solitaria
a los mares de luz del firmamento.

    ¡Oh prodigio! las sombras del pasado,
noche de las edades tenebrosa,
huyeron ante mí. ¡Se abrió la fosa
que en sus entrañas lóbregas encierra,
polvo tras polvo de las muertas razas,
la vieja humanidad cambiada en tierra!
Y se extendió a mis pies, cual mapa inmenso,
del orbe la amplitud, vasto escenario,
donde el drama grandioso de la Historia,
ya de baldón colmadas, ya de gloria,
a impulso de frenéticas pasiones
o de eximia virtud, ante los siglos
absortos, representan las Naciones!
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    He visto a Eneas, con el peso augusto,
salir de entre las ruinas polvorosas
de la infeliz Ilión; verter el llanto
que al alma, no a los ojos de los héroes,
arranca de la Patria el duelo santo,
y al capricho entregarse de las ondas,
buscando peregrino,
en ignota región, tierra lejana,
dónde plantar los vástagos tronchados
de la estirpe troyana.

    No los vientos, el soplo del destino
las velas infla, que a occidente vuelan,
cual banda de gaviotas asustadas
por trueno repentino...

    Brama la tempestad en el Tirreno
Ponto, que ruge airado
alzando montes de encrespadas olas,
que ocultan todo puerto al desgraciado...

   Pero Marón despierta,
y la empolvada lira
del túmulo retira,
donde, a par del cantor, cayera muerta...

   Él nos sabrá decir cómo se cambia
el sañudo huracán en manso ambiente,
fácil surco en la mar hiende la proa
y su dorada luz la rubia aurora
vierte sobre la linfa transparente.

    ¡Peregrino feliz! En los confines
del piélago ignorado
Italia está, bellísima sirena,
que con lazo de nardos y jazmines,
cautivo para siempre, le encadena.

   Halló el hijo de Anquises pïadoso
la patria que buscaba. Nacen pueblos;
levántanse ciudades;
guerreros bullen, y, en el noble Lacio,
(póstuma de esa Ilión que se desploma)
más grande y más audaz, yérguese Roma!

[...]
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    Cantor preclaro de una raza de héroes
que es el fénix eterno de la historia,
bien puedes entonar épicos himnos
a su perpetua gloria,
ya que la excelsa Cruz abre sus brazos
y con ellos cobija
al romano y al bárbaro, a los hombres:
¡La Humanidad es su hija!

    Primogénita ilustre, el cetro de oro
empuñe de los Césares Iberia;
ocho siglos batalle con el moro;
extermine sus huestes en Granada;
recobre la usurpada
heredad, y en un rapto de hidalguía,
desate la diadema de su frente,
para comprar con ella
joya de más valor: ¡un Continente!

   De pie, sobre la orilla
del Gaditano mar, lance a la América
la romana semilla;
que, en el suelo profundo
de esta virgen comarca, que latente
el juvenil calor guarda del mundo,
germinará lozana y vigorosa,
doblando presto la española gente...

    ¡Perdón, oh madre amada!
¡Perdón si un día tus audaces hijos
libertad te pedimos con la espada!
Tú nos diste la sangre de Pelayo;
tú la férvida sed de independencia:
español el arrojo,
castellana la indómita violencia,
fueron, con que esgrimió tajante acero
el que probó en la lid... ser tu heredero.

   Si, para siempre roto,
cayó el antiguo lazo en la jornada,
ese lazo, no fue, madre adorada,
el del filial amor, vínculo tierno,
que ha de ligarle a ti con nudo eterno.
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    Mientras tu dulce sonoroso idioma,
raudal inagotable de armonía,
su ritmo musical preste a los bardos
que en la floresta umbría
del Ande entonan cantinela indiana,
no morirá tu amor, y tuyo el lustre
será, si en el concento,
entre las galas del primor latino,
luce el hispano varonil acento...

[...]

    Pero ¿por qué los ojos
apartas del Oriente,
a ver cuál se derrama
sobre nuevo país latina gente,
antes de que los vuelvas al extremo
de la tostada Libia, donde azotan
solitario peñón rudas tormentas,
que el no surcado piélago alborotan?...

   El cielo se oscurece; el viento zumba;
furioso el Ponto brama;
la combatida mole se estremece,
y, al clarear del relámpago, aparece
(poeta, vedle allí) ¡Vasco de Gama!

    Si hasta el Índico mar el rumbo sigues
que traza el arrogante lusitano,
un náufrago verás... Las ondas bate
con la siniestra mano,
y, ansioso de salvar lo que mil veces
más precioso reputa que la vida,
en la diestra levanta,
con afán infinito,
un objeto inmortal: ¡el manuscrito
en que las glorias portuguesas canta!

   ¡Cuna de Camoens! a injurioso olvido
tu nombre relegar ¿cómo un poeta
de América ha podido?
Cuando aún parece que la sombra inquieta
del claro Magallanes
escudriña la brecha misteriosa,
al nocturno fulgor de los volcanes;
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cruza de mar a mar; graba su nombre
en la roca vecina,
y, bogando a las islas de Occidente,
cae, para marcar perpetuamente,
con tu tumba, la ruta peregrina.
Viuda tornará su nave heroica,
por opuesta región, al mismo puerto,
y, testigo intachable del profundo
dictamen de la ciencia,
probará que, del sol en competencia,
pudo dar un bajel la vuelta al mundo.

   Mas siga ya tu canto, y la hechicera
Nereida que, del fondo de las aguas,
bañada en perlas, levantó la frente,
al sentir que Colón mundos perdidos
buscaba entre las brumas del poniente;
América, la virgen prometida,
que, de gala vestida,
bajo un dosel de palmas y de flores,
al porvenir aguarda,
y en lánguidos suspiros
se queja de su amante porque tarda;
ella, que el regio manto,
bordado de esmeraldas y rubíes,
ha tenido en las costas de sus mares,
ansiosa de que salten a millares
los obreros del bien que el siglo admira,
oiga, en elogio suyo,
los pindáricos sones de tu lira.

   Exenta un tiempo de afrentoso yugo,
libre, como la luz, como las auras,
creció lozana y bella,
hasta el aciago día
en que, siguiendo de Colón la huella,
la vino a sorprender la tiranía.

    Por luengos años, prisionera ilustre
de extranjero señor, lloró en silencio
su desdichada suerte;
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pero, cansada, al fin, de oprobio tanto,
a la ignominia prefirió la muerte;
la perdida altivez cobró iracunda,
deshizo en mil pedazos
la bárbara coyunda,
y, amazona terrible en la batalla,
¡al pecho disparó de sus guardianes
los grillos, convertidos en metralla!

   Hoy es la poderosa
soberana que extiende sus dominios
del uno al otro polo,
y al opresor antiguo, generosa,
le tiende amiga mano,
que quien fue su señor es ya su hermano.

   Las páginas no escritas
que el misterioso libro de la historia
guarda para el futuro,
ella sabrá llenarlas con su gloria.
Ante ella han de librarse
los postreros combates del progreso.
No importa que el exceso
de vida, de entusiasmo, de energía,
en que el fecundo seno le rebosa,
la inflame alguna vez y la enloquezca;
en sus entrañas arde todavía
aquel fuego interior que hundió los valles,
alzó los montes, trituró las rocas
y sacudió el planeta,
antes que, dócil, a la ley cediese
que a reposado giro lo sujeta.

   Si aún hoy su veste cándida
mancha con sangre la matanza impía,
si el humo de las lides pestilente
le inficiona el ambiente,
le agosta el campo, le oscurece el día;
presto de la discordia el monstruo infame
caerá a sus pies, rendido,
y, al dispararse la sulfúrea nube,
de mortíferos rayos negro nido,
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América radiante y majestuosa,
moderna Egeria del linaje humano,
futura institutriz de las naciones,
las tablas de la ley tendrá en la mano.

   Y, con regio ademán, el noble coro
mostrará de sus hijas predilectas,
de progenie romana,
que su honra, su decoro,
su timbre, su blasón serán mañana.

[...]

   ¡Ecuador! Ecuador! patria querida,
por cuyo amor es poco dar la vida,
¿cómo, cual tribu oscura,
entre incógnitas breñas olvidada,
incapaz de progreso y de ventura
te desdeña el cantor? Pudo la osada
perfidia de un bastardo encadenarte,
romper tus leyes, abrogar tus fueros,
oprimirte, humillarte;
pero exhalaste un ¡ay! y mil guerreros
se armaron a porfía,
para vengar tu afrenta
y pedir al malvado estrecha cuenta
de tus desdichas todas. Patria mía,
caíste so la inmunda
planta de un criminal; pero ¿qué pueblo
dejó de ser atado a vil coyunda?...
¿Manes del gaucho infame
que desoló las pampas argentinas,
decidme si enturbió vuestra memoria
del Plata las vertientes cristalinas?

    ¡Yergue, Ecuador, la frente!
¡Yérguela con orgullo! Cuando yaces
abatido y doliente,
los mismos que lloraban consternados,
hijos idolatrados,
en rabia y frenesí truecan el duelo,
despedazan intrépidos el yugo,
furiosos arremeten, y estrangulan,
con sus propios cordeles, al verdugo.
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    ¿Qué pompa te negó pródigo el Cielo?
Ardiente sol en tu cenit enciende;
con mágico primor tus campos viste,
y, si al ocaso tiende
océano inmenso que tus costas baña,
acá, tras la granítica montaña
que rasga con sus crestas el nublado,
otro mar portentoso de verdura
despliega para ti, donde ignorado
guarda el secreto aún de tu ventura.

    Grande es tu porvenir, virgen del Ande,
porque, muerta Colombia, el patrimonio
de sus hijas fue grande.
Copiosos frutos de diversas zonas
ostenta tu regazo;
ricos veneros tu comarca cría;
tus canales son Guayas, Amazonas;
tus montes, Cotopaxi, Chimborazo,
y aun tus tiranos mismos son... ¡García!

    ¿Te falta gloria? ¡No! Cuando, entre sombras
lóbregas de ignorancia y servidumbre,
la colonia dormía torpe sueño,
tú, de las sierras en la enhiesta cumbre,
dabas la voz de alarma, convocando,
contra la turba inicua de opresores,
el de oprimidos infelice bando,
y, al resonar el imponente grito,
conmovidos los ecos, contestaban:
¡Luz de América, Quito!

    ¿Y después?... En silencio pavoroso
volvió a quedar sumido el Continente;
no hubo quien acudiese a tu defensa,
y, en bárbara hecatombe, la inocente
sangre de tus patricios corrió un día,
sangre con que el bautismo
la libertad obtuvo, pues nacía...

   Despertaron, al fin, los que en inerte
sopor adormecidos,
sordos a tus inútiles gemidos,
a merced te dejaban de tu suerte.
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Truena la tempestad en Carabobo,
estalla en Boyacá, brama en Pichincha.
¡Y Bolívar, el dios de la tormenta,
su tronó de relámpagos asienta
aquí, en el diamantino
culmen excelso del coloso andino!

   El teatro contempla de su gloria;
dicta, para los siglos posteriores,
inauditos portentos a la Historia;
inspirado delira;
águila poderosa, tiende el vuelo,
buscando en la del sur esclava tierra
siervos que libertar; y fue en tu suelo,
Guayaquil hechicera, codiciada
por todo malhechor, donde, avistados
uno y otro gigante,
el argentino resignó la espada
y el colombiano audaz... pasó adelante.

   ¡Patria del corazón! Cuando, extinguido
el último estampido
del cañón formidable de Ayacucho,
ebrio de sangre se inclinó el acero
y enmudeció el clarín, sobre la tumba
del poder extranjero,
Bolívar, en el éxtasis divino,
en la embriaguez suprema de la gloria,
oyó sublime canto,
¡música celestial de la victoria!

    ¿Y quién era el cantor?... ¡Insigne Olmedo,
lustre envidiado de la patria mía,
sal de la selva umbría
en que, a la margen de tu caro Guayas,
descansas, arrullado
por el dulce murmurio de las olas,
cabe el rosal pintado.
¡Sal y descuelga tu laúd sonoro,
y el canto, que dormido
yace en sus cuerdas de oro,
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mientras tú lo despiertas atrevido,
derrámese en armónico torrente,
para que sepa, si lo ignora, el mundo,
que es honra, no baldón del continente
la patria del poeta sin segundo!

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ArribaAbajo ¡Adiós!


A mi idolatrada esposa Jesús Dávila y Heredia


ArribaAbajo    Versos de fuego, con mi sangre escritos,
que condensen mis ayes infinitos
en un solo clamor, y a la futura
edad transmitan el recuerdo infausto
de esta incomparable desventura;  5
versos que inmortalicen tu holocausto,
a par de mi agonía,
lamentando el rigor de nuestra suerte,
quisiera componer, para ofrecerte,
¡mitad difunta de la vida mía!  10

    Pero ¡ay! que, mientras, yerta
duermes, en el silencio de la fosa,
el sueño de que nunca se despierta,
consternación cruel, pena espantosa
roen mi corazón, y en trance tanto,  15
si bien puedo exhalar tristes gemidos,
prorrumpir en funestos alaridos,
bronca la lira, se resiste el canto.

    ¡Desdichado de mí! ¡Cómo pudiera
dejar al punto tu siniestra casa,  20
y, cual herido ciervo, a quien traspasa
de aleve cazador bala certera,
aturdido cruzar monte y llanura,
y correr, y correr, sin rumbo cierto,
hasta caerme muerto,  25
allá en el fondo de una selva oscura!...
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    Triste que muere, sus congojas mata,
y éste el remedio de mi mal sería.
Mas ¡oh martirio! la fortuna impía,
que el más estrecho vínculo desata,  30
quiere extremar conmigo su violencia;
pues, con los restos mismos que han quedado
del lazo de mi amor, me ha sujetado
a la roca fatal de la existencia.

    ¡Reliquias de mi bien, huérfanos míos,  35
que, gimiendo, aterrados y sombríos,
me circundáis en grupo tembloroso,
vosotros el precioso
derecho me quitáis con que podría
postrarme de rodillas ante el Cielo,  40
y el inmediato fin de vida y duelo,
suplicios ambos, impetrar hoy día!

    ¡Extraña condición! ¡Yo, que a torrentes,
voy a beber del mar de la amargura,
os debo consolar, prendas dolientes  45
de mi muerta ventura!...
Mas ¿cómo aliviaré vuestro tormento?
¿Qué luz, para mi rostro macilento;
para mi mustio labio, qué sonrisa;
qué lenguaje, a consuelos adecuado,  50
podrá darme este inerte y desolado
corazón, que en tinieblas agoniza?

    ¡Señor, cuando tu arbitrio inescrutable
sentencia de orfandad dicte severa
contra humana familia miserable,  55
sea el padre la víctima primera;
y a la débil infancia que, inocente,
en el regazo maternal anida,
del materno calor saca la vida,
no la dejes sin madre, Dios clemente!  60
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    ¡Piedad, Señor! mis hijos la han perdido;
el mayor infortunio de la tierra
sobre ellos ha caído.
Verdad que es suyo cuanto amor encierra
mi pecho lacerado,  65
amor que, con la ausencia perdurable
del ídolo de mi alma, se ha doblado;
mas ¿dónde la inefable
ternura, los afanes, los desvelos,
y ese caudal de halagos sin medida  70
de aquel ángel bendito de mi vida,
custodio de mis pobres pequeñuelos?

    ¿Quién soy, desde que faltas, dueño amado,
sino un huérfano más, que, despojado
de tu inmenso cariño,  75
te busca sin cesar por donde quiera,
te llora amargamente, como un niño,
y te llama, y te espera,
y, como no contestas, se sorprende,
y, de ver que no asomas, se horroriza,  80
y hiélase de espanto, pues comprende
que ya no eres, mi amor, más que ceniza?

    ¡Oh desastre fatal! ¡Oh golpe rudo!
¿Quién anunciarme pudo
que el prematuro fin lamentaría  85
de tu fresca y lozana
juventud, de tu noble bizarría,
del cultivado brillo de tu mente,
de ese anhelo continuo y diligente
con que eras, en tu hogar, la soberana  90
experta y laboriosa,
madre excelente, singular esposa?

    De cuanto fuiste tú, ya no me queda
sino la imagen de tu rostro amado
que, previsor, el arte ha conservado,  95
para que, en medio de mi angustia, pueda
mirarla y suponer que noche y día
vives en mi amorosa compañía.
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Ella es mi talismán y mi tesoro,
la única joya que en el mundo estimo,  100
y, cuando a voces mi desdicha lloro,
contra el viüdo corazón oprimo...

    Consuelo de mis penas, ¿por qué acabas
tus juveniles años de repente?
Trunca dejas la tela que bordabas;  105
abierto aún el libro que leías;
suspensa la cristiana y elocuente
instrucción que a tus hijos dar solías;
toda labor doméstica turbada;
toda esperanza de los dos burlada...  110
¡Ay! con razón, encanto de mi vida,
al contacto postrero de tu mano,
exhaló gemebundo tu piano
notas de lastimera despedida...

   Pronto florecerán tus azucenas,  115
y después tu magnolia favorita
su esencia brindaranos exquisita,
en níveas copas, de rocío llenas.
Aun las de nuestro amor flores preciadas,
que, en aljófar de lágrimas bañadas,  120
son la mejor corona de tu duelo,
puede ser que, pasado el negro día
de llanto y desconsuelo,
cobren nuevo vigor y gallardía...

   De entre las bellas cosas que cultivo,  125
a una, la más preciosa,
di de tu dulce nombre el atractivo,
y es rosa de Jesús aquella rosa.
Ya con botones de fragante grama,
soberbia de ser tuya, se engalana,  130
¡malogrado primor! ¡vana hermosura!
¡Ahí estás, mi Jesús, flor de mis flores,
con el brote postrer de mis amores,
marchita en la desierta sepultura!
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    ¡Ah cuán lento, cuán largo, me parece,  135
desde que tú no existes, cada instante!
Ha quedado mi dicha tan distante,
que en lóbrego confín se desvanece.
Así, suele, después de claro día,
prologarse la noche tenebrosa,  140
y ni vestigios hay de la radiosa
lumbre que en el cenit resplandecía.

   ¡Ten lástima de mí, Dios soberano!
Mi corazón se turba y anonada
al peso de tu mano.  145
Con la luz de mis ojos apagada
y la carne a los huesos adherida,
hastiado de mí mismo y de la vida,
adusto, cual el cárabo en su grieta,
¿cómo, si me abandonas, Padre mío,  150
resistiré a tu excelso poderío,
que me clava en el pecho la saeta?

    Sus días fueron sombras, fueron humo,
he ahí que la agostaste como el heno
que siega el labrador en la mañana...  155
Sólo tú no te cambias, Poder Sumo,
que impasible dispones y sereno
la sucesión de seres cotidiana.
Cuando perezca el orbe que fundaste,
envejecido el cielo se desgaste,  160
y a desplomarse vaya la opulenta
máquina de los mundos al abismo,
la mudarás cual rota vestimenta,
y quedarás el mismo...

    Pero ¿qué es de la humana criatura,  165
qué hiciste a tu divina semejanza,
dándole un rayo de tu lumbre pura
y el poderoso imán de la esperanza,
si, a pesar de sus ansias de lo eterno,
la total destrucción que le rodea  170
mira, con esa luz, odiosa tea,
que le enciende las llamas de un infierno?
—416→

    ¡Perdóname, Dios santo, que estoy loco!...
¿Loco?... ¡Dichoso yo, si lo estuviera,
y el juicio, que quitárame hace poco,  175
tu augusta potestad me devolviera!
Y, desgarrado el velo que cubría
de pavorosa lobreguez mi mente,
brillara para mí resplandeciente
la aurora de otro día,  180
y despertase de mi horrible sueño,
en brazos... ¡ay! ¡en brazos de mi dueño!

   Y aquel amargo adiós que ella me daba;
los tristísimos ayes que exhalaba;
la tierna bendición con que a sus hijos  185
por siempre de su lado despedía;
aquellos ojos lánguidos, que fijos
en el cielo tenía;
la mortal palidez de su semblante;
su actitud de paloma agonizante;  190
su sacrificio, en fin, y esos clamores
que en torno a su cadáver estallaron,
¡fuesen sólo fantásticos dolores,
soñadas amarguras, que pasaron!...

    ¡Paraíso de mi amor, Azuay querido,  195
que tuya has hecho la desgracia mía,
con cuánto regocijo te diría:
¡Dejemos de llorar: no la he perdido!
Por tus plazas y calles la llevara,
con el mismo contento y algazara  200
de la feliz mujer que halló su perla,
y tu pueblo, sensible y generoso,
llamándome dichoso,
me colmara de plácemes, al verla...

    ¡No, Señor! ya me postro y me someto  205
al horrible decreto
que contra mí fulminas.
¡Que se cumplan tus órdenes divinas!
—417→
Con la frente en el polvo las bendigo,
sabia, tu providencia ha concertado  210
un premio y un castigo,
con separar al justo del culpado.

   Se fue la gloria mía;
se fue contigo, que mejor la amabas;
yo no la merecía.  215
Mil veces entendió que la llamabas;
mil veces me lo dijo de antemano;
aunque, al hablarme de su fin cercano,
¡insensato de mí!, no lo creyera.
¡Ay! cuando ya no existe,  220
saboreo el acíbar de aquel triste:
¿Quién cuidará de ti, cuando me muera?

   ¿Quién cuidará de mí?... Nadie, amor mío.
Tu puesto está vacío...
Compañera adorada, ven a verme...  225
Tu familia de huérfanos ya duerme.
Desamparado estoy... Lúgubre calma
de silenciosa noche me circunda,
noche en el corazón, noche en el alma.
Todo es quietud profunda;  230
nadie te observará; sólo yo velo.
Acércate, por Dios; dame al oído
el plácido mensaje que del Cielo
por favor, por piedad, me habrás traído.
¿Cómo he de soportar esta condena  235
de forzado a la vida,
si alguna vez, a mitigar mi pena,
no vienes, con tu amor, sombra querida,
espíritu inmortal, que al sacrosanto
seno de Dios volaste?  240
Recuerda que en el mundo me dejaste
náufrago de las ondas de mi llanto
yo debo perecer, si no me amparas;
pero ¡ay, entonces, de las prendas caras
que mi dicha de ayer diera por fruto!  245
De orfandad doble vestirán el luto.
—418→

    ¡No!... por más que me olvides, yo no puedo
la cadena romper con que ligado
por el amor a la desdicha quedo.
Tú a la patria del bien te has encumbrado,  250
donde tus hijas en la infancia muertas
ángeles eran ya, que te esperaban
con las alas abiertas.
Cuantos pesares para ti se acaban,
cuantos el mundo para mí tenía,  255
cuantos, al caer tú, se han desatado,
unidos, van a ser, desde este día,
el lote de tu esposo desgraciado...

   ¡Emperatriz del cielo! A tu clemencia,
con mi grupo de huérfanos acudo;  260
bajo tu amparo pongo su inocencia.
Cuando su buena madre ya no pudo
hablar palabra del lenguaje humano,
todavía tu nombre soberano
con labio balbuciente pronunciaba,  265
y hasta el último instante repetía;
porque mi pobre mártir expiraba
entregando sus hijos a María.

    ¡Madre del infeliz que no la tiene,
recibe esta familia, que, a ser tuya,  270
dejando en polvo la que tuvo, viene!
Tu divino favor le restituya
todo el amor perdido.
Por tu dolor de madre te lo pido,
acógela benigna en tu santuario;  275
sé su tierna y clemente protectora.
¡Después de tu orfandad en el Calvario,
ya no debe haber huérfanos, Señora...!

    A tus plantas los dejo, y peregrino,
mientras tu santa protección los guarde,  280
voy, en mi aciaga tarde,
a recorrer, el resto del camino.
—419→
Solitario y errante en la jornada
más penosa y difícil de la vida,
el alma, entre mis hijos y mi amada,  285
en sangrientas mitades dividida,
a cuestas con el fardo ponderoso
de mi muerta ventura,
salgo a buscar ansioso
mi único porvenir: la sepultura...  290

   ¡Adiós, mi caro dueño,
del cielo de mi amor astro extinguido!
Duerme en santa quietud el postrer sueño;
yo, a continuar penando, me despido.
Mañana, que, al tormento de llorarte,  295
desfallezca y sucumba,
vendrán mis restos a pedir su parte
en tu fúnebre lecho de la tumba...
Hasta entonces, ¡adiós! En la elegía
que amor y desventura me han dictado,  300
te dejo por ofrenda, esposa mía,
¡todo mi corazón despedazado!

Julio, 1891.

  —420→  


ArribaAbajoPerfume eterno


ArribaAbajo    Fiesta en el hogar había,
y me diste, esposa mía,
tu perfumado pañuelo,
que lo guardo con anhelo,
perfumado todavía.  5

    Largo tiempo ha transcurrido,
desde que, dando al olvido,
toda mundana ventura,
te hundiste en la sepultura,
dulce tesoro perdido.  10

   ¿Vives en alguna parte?
¿He de volver a mirarte?
¿En dónde?... ¿Cómo?... Lo dudo.
¡Ah, tal vez la muerte pudo
para siempre aniquilarte!...  15

   Sumido en hondo pesar,
cansado de meditar
en arcano tan sombrío,
saco el pañuelo, bien mío;
lo saco para llorar...  20

    Pero, apenas desplegado,
me enseña que no ha menguado
la esencia que en él pusiste...
¿Será emblema de que existe
lo que juzgo aniquilado?  25
—421→

    Sí, porque cuando el olor
percibo, sin ver la flor,
también mi espíritu siente
que me ilumina tu mente,
que me acaricia tu amor.  30

    Y el Cielo me dice: Mira,
el alma que se retira
del cuerpo no se consume:
es un divino perfume
que, muerta la flor, no expira.  35