Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Sarmiento y Chateaubriand: astillas del mismo padre

Blas Matamoro



«Sarmiento, cuando vino por primera vez a Chile, tenía más talento que instrucción y menos prudencia que talento. Su vivísima imaginación, sus arrebatos, sus inconsecuencias, su espíritu polemista por excelencia, le hicieron olvidar ya la sagaz cortesía que debía a los adelantos intelectuales del país que le asilaba, por diminutos que ellos fueren, y a los dictados de su propia consciencia...»


(Vicente Pérez Rosales: Recuerdos del pasado, 1814-1860,
Ediciones Cultura Hispánica, Madrid, 1993, p. 277)
               







I

Los escritos autobiográficos de Sarmiento datan del final de su exilio en Chile: Mi defensa (1843), Facundo (1845), Viajes (1849), Recuerdos de provincia (1850) y Campaña en el Ejército Grande (1852). Es como si sólo pudiera escribir sobre sí mismo, aun con otras excusas temáticas, fuera de su país de origen, que apenas conocía hasta entonces y que había contribuido a inventar, sobre todo con el mencionado Facundo.

Poder contar su propia historia, acompañado del padre y lejos de la madre, es convertirse en padre de sí mismo, ideal de la madurez. La pregunta por la identidad se despliega en el vagabundaje, actitud típicamente romántica del Wanderen, del que deambula sin meta y la encuentra en el camino. Vagabundo por excelencia fue su padre. El hijo viajero lo reencuentra en la figura del flâneur de París, ese personaje que en seguida ocupará a Baudelaire y que «persigue también una cosa, que él mismo no sabe lo que es; busca, mira, examina, pasa adelante, va dulcemente, hace rodeos, marcha y llega al fin» (carta del 4 de septiembre de 1846).

El espectáculo de las naciones llena su existencia ambulante (sic), según el modelo paterno. Es un emigrado, un prófugo, un proscrito, que baja al «mundo de la vida», pues todo argentino es alguien que no sabe dónde amanecerá mañana (prólogo a Campaña..., Río de Janeiro, 20 de marzo de 1852). El paisaje modélico de su vida es un río, un suelo que fluye y no vuelve. Su patria, la tierra de su padre, recorrido, exploración, fuga.

El género que le sirve para narrar esta vida de extrañamiento, es también el discurso abierto del romántico, donde todo cabe y no hay límites formales previstos: la carta, que evoca el ensayo de Montaigne, donde se salta de un objeto al otro y el escritor deambula por su identidad cambiante: viajar por el exterior es explorar, al tiempo, su intimidad. Lo dirá un romántico tardío, Hermann Keyserling, en el lema de su Diario de viaje de un filósofo: «El camino más corto para encontrarse a sí mismo es dar la vuelta al mundo». A veces, como en su autobiografía puntual, se propone una confidencia para unos pocos amigos. Es un romántico que escribe fragmentos de una gran confesión. Cuenta la historia de su familia y halla su autorretrato, que lo es de América del Sur. Ha sido engendrado con la revolución y nace nueve meses después, como un hijo providencial y epónimo de los nuevos tiempos, involucrando a sus padres en este acto misional. Luego redactará su historia en forma de un currículum, que es, al tiempo, una defensa ante quienes le señalan su inferioridad social y cultural: sabe idiomas, escribe elogiables libros, ha hecho la guerra y fundado periódicos e instituciones escolares, por fin (nada menos) enseña a los universitarios.

El viaje es iniciático e instructivo: es un viaje de reconocimiento: el ser viene siempre de los otros, por incongruentes que sean. Thiers y el Papa lo consultan sobre política argentina; en Chile intenta que los intelectuales como Oro y Bello lo traten como a uno de los suyos, pero también lo hará con los agahs y cadíes de Argelia, galopando como ellos, cruzando las piernas al modo oriental sobre sus tapices, llevando albornoz, tomando con fingida naturalidad sus tortillas y su cuscús, comprobando lo americano de aquella hospitalidad patriarcal a campo abierto; se mira en el espejo de Benjamín Franklin, el chico pobre que trabaja para vivir, se educa a sí mismo, lucha por la libertad de su país y da a la humanidad el pararrayos; pero, cuando puede, se fotografía con uniforme militar y recuerda que es «capitán de coraceros retirado de la guardia», yendo al encuentro de Urquiza, su jefe (al que detesta, como a todos sus jefes) en tanto parte de un «cuerpo expedicionario» (¡de siete miembros!).

Cuando repasa su alcurnia, lo hace para mostrar su contradictoria superioridad sobre la burguesía que triunfa en Buenos Aires: a veces parece un self-made man, que llega de la nada a la dirigencia, como Washington o Lamartine; otras, representa a la aristocracia colonial española con raigambre árabe. Nobleza de la sangre o nobleza democrática y meritocrática de las obras, defensa de la propiedad privada y la libertad de comercio, y acusación de comunismo por parte del iracundo Alberdi. La colonia le parece, sucesivamente, esplendor, rémora y oscurantismo, sobre todo cuando la emprende contra los cordobeses. En la isla de Martín García, capital de su utópico país de Argirópolis, deja el nombre de la imaginaria fundación, grabado en una piedra, junto a su firma y un par de fechas: es el padre civilizador. Pero, en cuanto monta a caballo, siente que lo domina su instinto gaucho.

¿No sabe quién es, acaso porque su padre no se lo ha dicho y su madre le propone un modelo anacrónico? Espera que se lo digan los demás y, si se enfrenta con sus adversarios, les arroja su identidad a la cara, como un proyectil. En cualquier caso, el decir del otro ha de permitirle identificar su deseo, a partir de comprobar cómo lo desean los demás: una actitud «naturalmente» política.

Siempre ha de medirse con los que él considera grandes. Facundo amenaza con matarlo y es asesinado. Entonces, Sarmiento lo invoca para que, desde ultratumba, le explique la historia argentina, pues sólo el escritor epónimo puede dar voz al inarticulado lenguaje del pueblo y sus caudillos, de otra forma condenado al olvido. La gloria eterna del Ejército Grande se le debe, pues él escribe sus boletines. Su comandante es Urquiza, suerte de sátrapa oriental, solterón rodeado de queridas y de hijos naturales, especie de Mehemet-Ahí, el bajá de Egipto al cual admira la prensa francesa, devota de exotismos. En cuanto a Rosas, objeto de sus diatribas, es el hombre que define su vida, según lo declara en carta a Mitre (Río de Janeiro, 13 de abril de 1852): «Para mí no hay más que una época histórica que me conmueva, afecte e interese, y es la de Rosas. Este será mi estudio único, en adelante, como fue conbatirlo mi solo estimulante al trabajo, mi solo sostén en los días malos. Si alguna vez hubiera querido suicidarme, esta sola consideración me hubiera detenido, como a las madres, que se conservan para sus hijos. Si yo le falto ¿quién hará lo que yo hago por él?»

La historia es hija del historiador, que sustrae las cosas del olvido, con la ayuda de los grandes personajes, que son los nudos de la deteriorada trama de los días. Sarmiento pelea con ellos, ya que siempre son sus enemigos íntimos, que lo dotan de identidad. Es civilización y es barbarie, en combate que él trata de convertir en diálogo por medio de la escritura. En 1887 Ferdinand Tönnies codificará esta oposición en un texto clásico de la sociología, Comunidad y sociedad. La primera (la sarmientina barbarie) es la vida de familia en concordia, la aldea donde rigen las costumbres y la ciudad dominada por la religión: pueblo, ser comunitario, iglesia; la segunda (la sarmientina civilización) es la gran ciudad como convención, la vida nacional como política y la Cosmópolis de la opinión pública: clases sociales, Estado, república de los sabios. Economía doméstica, agricultura y artesanía frente a comercio, contrato, industria y ciencia. Instalado en una de ellas, Sarmiento sentirá siempre una irreparable nostalgia por la otra. Sabe que una época termina con su nacimiento pero él apenas si consigue atisbar el perfil de los nuevos tiempos.




II

Recuerdos de provincia se abre con una descripción alegórica que encierra una misión: la de escribir el libro. La podrá cumplir, providencialmente, el propio Sarmiento. En cierto lugar de la ciudad de San Juan hay tres palmeras, árboles exóticos plantados por los fundadores españoles. El tiempo las ha convertido en una suerte de «plumajes con que se presenta adornada la cabeza de los indígenas americanos». Cerca se encuentra una casa ruinosa, antigua vivienda de un jesuita y, en ella, una carpeta para los manuscritos de la historia de Cuyo que escribió el abate Morales. La carpeta está vacía.

La tarea de Sarmiento es rellenar aquella carpeta, contando cómo el intento civilizador fue devorado por las formas aborígenes. Arranca con una enumeración de los apellidos de la «vieja aristocracia colonial» y el intento de hallar ejecutorias de abolengo en Italia. Adolfo Prieto ha estudiado cuidadosamente esta manía nobiliaria de los patricios argentinos (véase bibliografía).

San Juan tiene su origen en la búsqueda de unas minas de oro que nunca se encontraron. Ausente como metal precioso, el oro conserva su valor alegórico: brillo, luz, distinción inteligente, culminación del camino alquímico del saber, medida de todos los valores, apolíneo color de la razón. Oro es uno de los apellidos definitorios de la ascendencia materna. En ese apellido se conserva la ilusión fundacional. La rodea un paisaje degradado de agricultores y ganaderos por compulsión y un mal emplazamiento para el comercio. Los blancos se han vuelto indios huarpes y los guerreros, vándalos. Ahora es prestigioso saber tirar las boleadoras, llevar chiripá o rastrear mulas.

La rebusca de ancestros produce la primera contradicción sarmientina: los Mallea, hidalgos fundadores, se han mestizado con indios, a través de una princesa de Angaco. Los criollos puros los motejan despectivamente de mulatos. En pos de una estirpe inmaculada, Sarmiento se descubre mestizo y acaba defendiendo la mezcla racial. Más atrás, los Oro ni siquiera son cristianos viejos, pues se dicen descendientes de Al Ben Razín, fundador de Albarracín en el siglo XII. Sarmiento, en París y en Argel, tendrá a bien que lo tomen por moro.

En verdad, los Albarracín y los Oro destacarán por intelectuales: frailes y doctores. La síntesis es Miguel de Oro, político ilustrado que se exilia en Chile: «Oro ha dado el modelo y el tipo del futuro argentino, europeo hasta los últimos refinamientos de las bellas artes, americano hasta cabalgar el potro indómito; parisiense por el espíritu, pampa por la energía y los poderes físicos». La familia ha perdido su pasado con el final del coloniaje, pero se plantea apoderarse del futuro. La intelectualidad, entonces, es la sublimación del mestizo y el título que sintetiza los encontrados abolengos del escritor.

Cuando Sarmiento se refiere a su familia, se trata de su familia materna. Una familia de religiosos, salvo el abuelo, Cornelio Albarracín, quien apenas si aparece como propietario arruinado y antecedente de la pobre hidalguía de su nieto. Su lugar lo ocupa el cura José de Castro, sacerdote ilustrado, lector de Feijoo y Rousseau, que da consejos higiénicos a sus feligreses y tiene fama de santo porque su cadáver permanece incorrupto. Castro es quien educó a la madre, doña Paula, mujer religiosa pero no practicante. Inteligente e inculta, si supo leer y escribir, lo ha olvidado. Su rostro es viril y contrasta con el apodo femenino del marido, Madre Patria. Ella cumple las funciones paternas: trabaja de tejedora para alimentar a sus hijos, dirige el hogar e invoca el Nombre del Padre. Hay una figura paterna interior y otra, exterior a la casa.

La madre sarmientina encarna a esa Providencia que obsesionará al hijo toda la vida. Providencia que es arraigo y fatalismo, unión con el autor del curso del mundo, ese Dios que tiene su cuerpo terrenal en la Iglesia. En efecto, doña Paula quiere que el hijo sea sacerdote, para incluirlo en la tradición familiar. Esta vocación se perderá cuando Sarmiento oiga predicar al cura Castro Barros, un fundamentalista antimoderno que ve a Satán en cualquier gesto ilustrado, instructor de terroristas que creen blasfemos a los salvajes unitarios.

El padre, en cambio, lo desea militar, y el niño juega con muñequitos que representan a soldados y santos. La síntesis de ambos deseos encontrados será su doble vida de escritor y político, nada de lo que sus padres quisieron o, quizá, la conciliación filial de aquel contradictorio decreto. «Por mi madre me alcanzaban las vocaciones coloniales: por mi padre se me infiltraban las ideas y preocupaciones de aquella época revolucionaria».

Enraizada en la tierra, la madre se proyecta en la casa. Las hijas, modernistas, deshacen el estrado, descuelgan los vetustos cuadros de santos y mandan derribar la nudosa y estropeada higuera del patio. Para reparar, el hijo hace tapiar un terreno contiguo y planta una huerta. El episodio es narrado como airada elegía. Sarmiento, el futuro modernizador, ve con tristeza la desaparición de la herencia colonial.

Al revés que la familia materna, la paterna posee apenas memoria. Aparece en el siglo XVII y luego se borra, no sólo por su insignificancia social, sino porque se pierde el apellido, que debe ser restaurado como Quiroga Sarmiento (así se llama el obispo de Cuyo, tío del escritor, a quien éste confía sus impresiones de Roma).

José Clemente, el padre, es un venido a menos, que desempeña erráticos oficios, como arriero y peón de hacienda. Desprecia por igual, como si fuera un señorito, el trabajo manual del proletario y el talento comercial del burgués. Para doña Paula es un novio apuesto. Para sus hijos, un padre ausente y pobretón, al cual Sarmiento jamás evoca en casa. Excluido por la madre o fugitivo del hogar, hace poco de jefe del grupo y es como si no pudiera volver a su puesto. Incita al hijo a ser soldado, como él, a desertar de la familia materna, y luego lo acompaña al exilio. Le transmite su gusto político por el mundo. También, su inquina a la riqueza y su fascinación por el poder, no siempre por el propio. «En el seno de la pobreza, criéme hidalgo, y mis manos no hicieron otra fuerza que la que requerían mis juegos y pasatiempos». Ignorante, pero aficionado a la lectura, el padre acerca los libros a esas manos delicadas y juguetonas. Él también tiene sus «letras», como esos Albarracín que, seguramente, lo desprecian y ningunean.

La instancia paterna de Sarmiento, lejana e intermitente, se nutre, para compensarse, con otras figuras del lado materno. Cuando él dice «padre» piensa, a menudo, en los curas intelectuales de su parentela. Entre ellos: el deán Gregorio Funes, primer historiador del país; fray Justo Santa María de Oro, político republicano en el congreso que proclama la independencia; el citado José Quiroga Sarmiento, que le enseña a leer a los cuatro años; y el más notable de todos, auténtico padre imaginario del escritor, José de Oro, que lo inicia en el latín y en una vida mezcla de santidad y extravagancia. Viste de paisano, anda armado, concurre a los bailes, se lleva a alguna muchacha en las ancas de su caballo, vive retirado y se muestra en la ciudad sólo para las fiestas, descree de milagros y aparecidos, inculca al muchacho la afición a la geografía, al afuera, a los países lejanos con pueblos de extrañas costumbres, y termina sus días en alcohólica soledad. «Nos queríamos como padre e hijo».

Sarmiento sigue al cura de Oro en su exilio de San Luís, como don José Clemente seguirá a su hijo en Chile. «Salí de sus manos con la razón formada a los quince años, valentón como él, insolente y contra los mandatarios absolutos, caballeresco y vanidoso, honrado como un ángel, con nociones sobre muchas cosas y recargado de hechos, de recuerdos y de historias de lo pasado y de lo entonces presente».

La figura paterna se desplaza, difunde y reconstruye en diversos varones de la familia, constituyendo una mezcla de acción y conocimiento, de participación y apartamiento, de soledad sacerdotal y promiscuidad política. De los quince hermanos, la muerte deja criar sólo a cinco, el escritor y cuatro mujeres (el mayor, Honorio, muere con once años). Sarmiento es el mando virtual de su madre y esta situación marca su relación con la familia propia. Al contar su historia, se borran su mujer, Benigna Martínez Pastoriza, y una hija natural, Ana Faustina. En cambio, trata como hijo propio a su hijastro Dominguito. En sus viajes consigna sus gastos de prostíbulo y su amor tardío por Aurelia Vélez Sarsfield. Amada lejana, madre paternizada o colectivo de género, la mujer sarmientina es siempre más o menos que el varón, nunca su igual. Como la historia. Su relación con las alumnas de San Juan es una síntesis de esta compleja visión: hay que educar a las madres de los hijos ajenos.

Su niñez es precozmente adulta, solitaria, fantasiosa. Construye santos de barro a los que rinde culto, y soldaditos de madera a los que hace batallar. Solo se junta con los demás chicos en peleas callejeras donde la plebe obedece a sus órdenes de oficial improvisado. Los estudios formales que dan truncos. Va al seminario, se inicia en matemáticas y agrimensura, acaba en dependiente de tienda y minero. No aceptará otro magisterio que el propio. A cambio, querrá enseñar a todo el mundo, adoctrinar y revelar los nudos de la historia que, de otra manera, quedarían deshechos por el olvido. La voz de la Providencia, la gran voz paterna del Tiempo, le habla al oído.




III

«En el mar, y en los buques de vela sobre todo, aprende uno a resignarse al destino y a esperar sin hacer violencia», escribe desde Montevideo el 14 de diciembre de 1845. Esta circulación vagabunda por la superficie del planeta es un titánico y disperso autorretrato que dicho destino le va dibujando. Poderlo narrar e intentar razonarlo será su tarea de escritor.

Un episodio privilegiado de la búsqueda es España. Rubén Benítez ha hecho su cumplida crónica (véase bibliografía). Varias veces, en sus artículos y cartas, se identifica como español: se refiere a «los ánimos españoles-americanos» (Montevideo, 25 de enero de 1846), mezcla de chiripá gaucho, boina vasca y mercantilismo genovés; alude a «las transformaciones, imperceptibles para otro que él (el pintor alemán Mauricio Rugendas) que la raza española ha experimentado en América» (Río de Janeiro, 20 de febrero de 1846); «nosotros los españoles» se define desde Roma en 1847.

Sarmiento va a España como fiscal, nutrido de altivez americana y libros franceses: «...la palpo ahora, le estiro las arrugas, y si por fortuna me toca andarle con los dedos sobre una llaga a fuer de médico, aprieto maliciosamente la mano para que le duela...» (Madrid, 15 de noviembre de 1846). España es la cifra de la desconfianza al extranjero, la lógica de la expulsión, la tiranía inquisitorial enquistada en el campesino, el provincianismo mal llamado nacional. España es la inanición de una lengua incapaz de expresar las ideas modernas, y que los americanos deben regenerar y actualizar. Los mejores lingüistas (que él llama, pintorescamente, hablistas) son americanos que no conocen España, como Bello, Barral o Irrisaroy, o españoles criados en América, como Villergas. Por eso, la Academia Española carece de atribuciones para regular la ortografía americana (aunque luego Sarmiento reconozca que el español se ha de escribir como en España, lo mismo que la cultura teatral ha de adquirirse en los teatros españoles, con las embrolladas comedias del Siglo de Oro). En todo caso, comprende que la unidad de la lengua es la única garantía de racionalidad lingüística frente a la dispersión dialectal.

En Barcelona ya se siente «en casa» y fuera de España. La distancia de América frente a ésta es simétrica a la de los catalanes, gente urbana que tiene «ómnibus, gas, vapor, seguros, tejidos, imprenta, humo y ruido; hay, pues, un pueblo europeo».

En otro sentido, el de la sensibilidad, que abre espacio al saber poético de la historia (que, románticamente, no es conocimiento científico sino entendimiento épico), Sarmiento se reconoce español. El pueblo español es naturalmente poeta porque, como en parte él mismo, es un pueblo de nobles empobrecidos, encerrado, hacedor de versos, que no se propone transformar el mundo, sino contemplarlo con una mente elevada y ociosa, en un monólogo sublime y estéril. Es valeroso y abnegado, como los guerreros y los vasallos, y convierte esta doble vocación en arte: el toreo, la guerra hecha espectáculo. Los españoles, como pueblo antiguo y ensimismado, son cordiales, francos, llanos, hospitalarios.

España es el inmejorable escenario de su contradicción: lo que ama su inteligencia, lo detesta su sensibilidad, y viceversa. De viejo de enorgullecerá de los elogios merecidos por sus crónicas de tauromaquia: sólo un bárbaro pudo entender tal bárbara belleza. Porque, finalmente, el artista, como el típico español sarmientino, también es un niño que repite en palabras eternas y rimadas «todas las crispaciones que en aquella prisión del no ser, del no poder emplearse, experimenta» (Río de Janeiro, 20 de febrero de 1846). Los soldaditos de madera y los santos de barro de su infancia.

A su vez, la Europa que idealizó en la sitiada Montevideo que resistía a Rosas, se vuelve ambivalente, vista de cerca. Es, apenas, la belleza artística frente a la belleza natural de América (tema hegeliano: la belleza de América es comparada por Sarmiento, siempre, con los paisajes asiáticos y africanos que conoció en los libros europeos): «¡La Europa! ¡Triste mezcla de grandeza y abyección, de saber y de embrutecimiento a la vez, sublime y sucio receptáculo de todo lo que al hombre eleva o lo tiene degradado, reyes y lacayos, monumentos y lazaretos, opulencia y vida salvaje!» (Ruan, 9 de mayo de 1846).

América es soledad y aislamiento, reducto de la herencia árabe recogida por los castellanos. Por ello, su única ventaja reside en su capacidad de apertura, cosmopolitismo y mestizaje. Es una capacidad materna. El problema reside en escoger un buen padre. Derrotado el fundador español, la anárquica asamblea de los hijos debe elegir al nuevo progenitor y establecer otra legitimidad. Mientras ésta falte, habrá caudillos y no gobernantes: unos usurpadores en lugar del padre legal.

Sarmiento es americano por destino, pero no americanista. Su comprensión de la historia nace de esta actitud romántica y «americana» de repliegue del alma sobre sí misma, de liberación del tiempo inexorable, de escucha de ese cuento que el pueblo hace y «el artista recarga y embellece». Esta tensión entre los dos tiempos, el épico materno y el histórico paterno, condicionará siempre su actitud ante la historia y su trabajo, tan peculiar, de historiador, de conformador de ese saber popular que se dice y se ignora.




IV

En el extremo de su tensión ante la historia, Sarmiento es un empirista que propone como epígrafe en Recuerdos de provincia las palabras de Shakespeare, obtenidas en conjetural traducción: «un cuento que, con aspavientos y grifos, refiere un loco, y que no significa nada». Andando por los caminos de Argel, ve cadáveres abandonados por sus asesinos y exclama: «¡Hay sangre y crímenes! ¡He aquí lo único posible y hacedero!» (Orán, 2 de enero de 1847). La historia es, de movida, pura espontaneidad fáctica, sin fines ni principios, lógica ni ilación: no encierra ningún saber, nada en ella es verdadero ni falso. Si acaso existe una ley, es la del hecho consumado. Lo único que puede hacerse con ella es contarla por boca de los hombres de acción (París, 4 de septiembre de 1846).

Desconcertado ante la inasible variedad del mundo, el viajero se pierde en una dispersión de sucesos. Pero en seguida se repone e intenta conciliar su razón y sus impresiones. Sus lecturas románticas (Michelet, Thierry) le explican la crítica que, tras la Revolución Francesa, los historiadores dirigen a la «lógica sola, monoteísta, ilustrada» que no se basta para explicar la historia. Los hechos se ordenan en sistemas cerrados, las culturas. Un cristiano carece de medios intelectuales para criticar a los árabes, por ejemplo.

La visión romántica de la historia supone que ésta tiene una realidad radical, que es el pueblo, cada pueblo. Los pueblos son los sujetos de la historia, pero cada uno tiene la suya, incomunicable a los otros. Esta noción perdura en el pensamiento sarmientino, que nunca abandonará la consideración de la raza como materialización «científica» de la noción romántica de pueblo: su último libro se titula, precisamente, Conflicto y armonías de las razas en América.

Las razas evolucionan, pero conservan ciertas esencias. Solamente puede alterarlas el mestizaje, el cual muestra que hay algo común a todas y que, por tanto, está más allá de ellas. Pero ni la comprobación empírica ni la consideración científica del siglo XIX logran explicarlo. Sólo puede hacerlo una filosofía de la historia de raigambre religiosa. Estas convicciones son las que justifican la expansión de las civilizaciones más dinámicas y potentes, que imponen sus pautas de vida a los pueblos que someten, demostrando así su universalidad.

La humanidad sólo existirá, en definitiva, cuando se constituya la comunidad de los pueblos cristianos, ya que el cristianismo, la más universal de las religiones semíticas, es quien fundamenta la fraternidad de los hombres en tanto hijos del mismo Dios, caídos en el mismo pecado original y redimidos por el mismo Salvador. La fascinación de Sarmiento por el patriarcalismo árabe no le impide ver que los moros son unos bárbaros, unos «bandidos devotos» y que su capacidad de creer es incapacidad de pensar. La civilización francesa no debe respetar su barbarie (de los árabes, se entiende). En efecto, la validez de las doctrinas universales se prueba en su trasplante, cuyo máximo ejemplo son el cristianismo y la democracia arraigados en los Estados Unidos. Por otra parte, un fondo común de religiosidad hace posible estas transferencias: las religiones se suman y superponen, como el paganismo y el catolicismo, que en Roma hacen convivir a los dioses y a los santos, de manera sincrética.

Entonces: hay una verdad en poder de Alguien (sic) que el hombre trata en vano de sondear: esta búsqueda irrenunciable e imposible, es la historia. «Yo me mostraba, sin advertirlo, profundamente católico en mi manera de apreciar la unidad de las creencias y la necesidad de una verdad común a todos los pueblos civilizados» (Gotinga, 5 de junio de 1847).

Sin dejar de advertir lo destructivo del progreso, que aniquila con el cambio, Sarmiento se inclina hacia un providencialismo que ve en la naturaleza y en su determinación de las civilizaciones (clima, raza, paisaje, etc.) el despliegue de una voluntad, una conducción y un plan divinos. La historia es Dios: una y necesaria como Él, que ha creado el mundo con unos fines que, no por inescrutables a la razón humana, dejan de ser efectivos (cf. Raymond Aron, véase bibliografía).

El encuentro con los Estados Unidos es el golpe decisivo para la transformación de su romanticismo inicial en providencialismo. Ese país sin pasado, nacido de la nada histórica, sin modelo anterior en cambio incesante seguro de su destino manifiesto, imperial como la verdad, es la prueba de la mediación divina en la historia. País sin clases sociales, donde todo propende a ser igual y común, rompe con la tradición europea de la jerarquía, la revolución y la confrontación entre grupos. Los Estados Unidos son el reino del individuo y de la comunidad, todo a la vez.

La crítica a la revolución, que ya se había formulado en Facundo (la revolución destruyó un orden sin instaurar otro, dando lugar a la anarquía y la barbarie), se une a la crítica de la utopía, sobre todo la del socialismo falansteriano de Fourier, ya que revolución y utopía proclaman el grado cero de la historia, la regresión y el caos como condiciones de los nuevos tiempos. La utopía es la isla de Robinson, donde, como para el buen salvaje de Rousseau, el otro no existe y no hay impulsos pasionales que llevan hacia él, tendencias egoístas que, por paradoja, son la base de la asociación. La discordia, y no el despotismo, cimenta la sociabilidad. La utopía es la sociedad sin mundo, lo mismo que la revolución (modelo enfático: el francés) es el triunfo de la idea abstracta sin historia.

El conocimiento del darwinismo social norteamericano y tardías lecturas de Spencer llevaron a Sarmiento hacia un nuevo racismo, siempre en conflicto con su defensa del mestizaje y su modesto liberalismo, que creía en la existencia «real» de una humanidad dispuesta a reconocerse como tal por la mediación cristiana. La complejidad creciente del progreso spenceriano conduce a razas cada vez más diferenciadas y al dominio de las superiores (las que llegan «antes» al óptimo) sobre las inferiores.

El providencialismo católico se transforma en humanismo progresista y las liturgias de la Iglesia, en ritos masónicos. La masonería, en efecto, propugna un camino de perfección interior (los tres grados: de las tinieblas a la luz, de lo ilusorio a lo real, de la muerte a la inmortalidad) como correlato de la acción perfeccionista en el mundo. La vieja vocación sacerdotal desemboca en su elección como Gran Maestre de la masonería argentina. Es otra manera de conciliar los decretos de la madre y del padre: la casa y el mundo.

La historia es caótica, como pensaba el joven Sarmiento, pero tiene una racionalidad inmanente que debe descubrirse dentro de cada cual y proyectarse en la humanidad. Un tenue hegelismo, aprendido de los eclécticos franceses, lo conduce a creer que la humanidad existe, en potencia, en la pluralidad de los pueblos y las culturas, como ya había explicado su compañero y contradictor Juan Bautista Alberdi en su Fragmento preliminar al estudio del derecho.

Finalmente, la conciliación de estas tensiones se halla en la narración de la historia, que tiene su modelo en la biografía, género predilecto de Sarmiento. «Gusto de la biografía. Es la tela más adecuada para estampar las buenas ideas; ejerce el que la escribe una especie de judicatura, castigando al vicio triunfante, alentando la virtud oscurecida. Hay en ella algo de las bellas artes, que de un trozo de mármol bruto puede legar a la posteridad una estatua. La historia no marcharía sin tomar de ella a sus personajes» (Recuerdos de provincia).

En la biografía, el narrador, un artista, explora un destino individual y en él descubre el destino de un pueblo, comparable al destino de otros pueblos y otros hombres. Soy yo que somos todos que somos la humanidad, siempre en cambio inestable e intentando oír, en el fragor criminal de los hechos, la voz del Padre Creador. La historia es materna, pero su racionalidad es paterna. La casa se desmonta y perece, pero la razón del padre exiliado del hogar permite contar la historia y sacar conclusiones. Provisorias, pero, al menos conclusivas, es decir: formas de terminar el cuento.




V

Las Memorias de ultratumba de Chateaubriand se empiezan a proyectar en Roma en 1803, se comienzan a redactar en 1811 y se terminan de escribir en 1841, aunque hay correcciones de 1846. La primera edición, póstuma, data de 1849/1850. Sarmiento no pudo leer el libro cuando escribía sus textos autobiográficos, salvo, quizás, alguna página suelta en el folletín de La Presse (1848), libremente dispuesta por Emile Girardin. En principio, se trataba de una historia de Francia, que fue sustituida por una autobiografía donde la crónica personal es, a la vez, saga de familia y narración de toda una época europea. A su manera y en formato mayor, lo que Sarmiento hace en Recuerdos de provincia.

En tiempo y lugares distintos pero en parte solapados (Chateaubriand, por edad, podía ser el padre de Sarmiento) y en un mismo sistema histórico (el romanticismo postrevolucionario que afecta, por las mismas fechas, a Europa y América) las coincidencias son tan notables que vale la pena enumerarlas. Hasta los retratos físicos y psíquicos pueden compararse: ambos hombres son de modesta estatura, de rasgos caracterizados pero no bellos, impresionan sin gustar, rechazan y seducen, son encantadores y mandones, megalómanos y buscadores de cimas, apasionados de la acción comunitaria y de la soledad, temerosos de no gustar a las mujeres pero galanteadores (el catálogo femenino de Chateaubriand es generoso y sincero, al revés del sarmientino), estériles o casi como padres y empujados a la conducción de la multitud. Reclaman la atención desde la altura y se autocompadecen de sus desdichas más o menos sostenidas, para acabar a distancia de un mundo que quisieron construir para los demás como una titánica obra de arte, con firma al pie. Sus veleidades proféticas concluyen en un pasado del cual se adueñan por sus privilegios de historiadores y ante un futuro que saben extraño e impertinente.

La identidad variable, siempre según el modelo de Montaigne, los lleva a mirarse en el espejo del mundo, cristal astillado y de colores imprevistos y desconcertantes (por lo mismo, fascinador en su otredad y extrañeza, de sugestiones siniestras). Ya de pequeño, gusta de abandonar el castillo paterno para irse a jugar con los gamberros del puerto o vagar, solitario, por el campo, como si ya fuera un personaje de Chateaubriand. «Gentilhombre y escritor, he sido borbonista por honor, monárquico por razón y republicano por gusto», enumera el vizconde. A Mme. Récamier le escribe el 5 de febrero de 1829: «Yo, bárbaro armoricano, viajero entre los salvajes de un mundo que los romanos ignoraron y embajador ante uno de esos sacerdotes que eran arrojados a los leones...» A lo largo de su vida lo vemos hacer de marino, comerciante, maestro de primeras letras en Inglaterra, periodista, político, diplomático, par de Francia, ministro canciller, cortesano, traductor y siempre, obviamente, escritor, que para él significa ser escucha atento de la voz de ultratumba.

Esta dispersión no le impide medir su biografía con la historia de su país: viajero con Luis XVI, exilado durante la Revolución, escritor con el Imperio, político con la Restauración, memorialista con Luis Felipe y agonizante durante las barricadas de 1848. Se vive como un fin de raza: el antiguo régimen es para él lo que la colonia para Sarmiento. Después de ambos, Francia y América, ni viejas ni nuevas, se tornan anacrónicas. Odia y ama a Francia. La quiere como idea y como intensidad de vida social, y enumera la lista de sus vicios: Francia propugna la igualdad pero no la libertad y los franceses son sucios, vanidosos y crueles, excelentes guerreros y malos ciudadanos. Cuando se entrevista con Washington, comprende que los Estados Unidos sí son la modernidad, efecto de la historia y no de la revolución. Viven en el presente y resultan de la democracia fielmente cumplida, al revés de lo ocurrido en Francia con Napoleón.

Instalado en la tensión romántica entre el mundo y el claustro, busca la inmersión del político en el curso del tiempo y la distancia reflexiva del intelectual, para conciliarse en la escritura: la historia sólo puede contarla quien la ha vivido, todo discurso es confesional. La escritura se da desde el Tiempo, la postrimería de ultratumba, como si el escritor estuviera muerto y las cosas pudieran tratarse únicamente después de haber desaparecido, cuando son ya fantasmas de sí mismas.

Bretón y, en tal medida, heredero de una parcela de la Francia fundacional, siempre tendrá una lejanía recelosa respecto a París (la misma del sanjuanino Sarmiento ante Buenos Aires). Su patria es Francia, pero su matria (palabra griega que recuerda el apodo Madre Patria del padre de Sarmiento) es Bretaña. Mas su lugar es el mar, el mítico y romántico escenario del Holandés Errante: el mar «abraza todo el globo, lo encontramos por doquier, parece seguirnos y exiliarse con nosotros». El mar, símil de los ríos sarmientinos, el movedizo y fugitivo mar donde, quizás, al fin, pueda encontrarse a solas con su padre, el marino, y oír, al fin, su palabra personalizada. A cambio, pedirá a los grandes que lo escuchen y lo interpelen, y al Grande por Excelencia, el público, que lo lea.

Chateaubriand pertenece a la pequeña nobleza provinciana, antigua pero insignificante, un patriciado venido a menos. Por eso le fascina que los grandes (Washington, Napoleón, Luis XVIII, el zar Alejandro, el Papa) lo traten de igual a igual, al tiempo que reverencia a las jerarquías que le prestan atención y prometen restaurar el orden perdido. En especial, se define por su relación con Bonaparte (cf. el vínculo Sarmiento-Facundo): detesta sus vicios, se siente perseguido por él, pero lo ve como la encarnación del Destino (sic), un hombre capaz de hacer temblar al mundo cuando grita ¡Yo soy! Monumento pero no paradigma, Napoleón ejemplifica el conflicto del genio y la providencia, al revés que el zar Alejandro, dócil instrumento providencial. Sordo a la voz divina, Napoleón es condenado a expiar públicamente sus pecados, la megalomanía francesa de pretender personificar las virtudes y defectos de la humanidad. Aborreciendo su acción histórica, sin negar su genio militar, lo tiene siempre de referencia y le dedica una cuarta parte de sus memorias.

La altura del adversario mide la propia. El padre de Chateaubriand, que sólo se apasiona por el nombre propio, decretará que el hijo no tenga hijos y ligue su nombre a una obra. Por eso, el escritor busca entre sus antepasados a los hombres de letras, dando su cuerpo a la voz de los difuntos. Desde pequeño, también por decisión paterna, duerme solo en una cámara oscura que le parece una tumba, dentro del gran mausoleo que es el robusto y tétrico castillo de Combourg, donde se muestran los espectros familiares. Último de diez hijos, hará la crónica final de su estirpe. Se lo bautiza René, el renacido, porque su letra volverá de la muerte con el poder de la resurrección. El padre también se llama René y, además, Augusto (el divino). Ha logrado rehacer la fortuna familiar traficando como negrero y corsario. Está lejos, como el padre de Sarmiento, y apenas se muestra en la gótica mansión familiar, silencioso, entrando y saliendo de las sombras.

Tampoco habla demasiado la madre, que borda y distribuye los libros clásicos entre los niños. Les enseña religión y quiere que René sea cura, así como el padre lo quiere marino. Ella lo sienta en la biblioteca, él lo lleva de cacería. Ambas voces se unen en su hermana predilecta, Lucile, quien lo incita a escribir (ella también escribe y abandona la literatura por una vida melodramática: dos matrimonios frustrados, el convento, el vagabundaje, la locura y el suicidio). Como en Sarmiento, la escritura es la síntesis de los proyectos materno y paterno. Frente a Dante, a quien admira por ser «casto y masculino», Chateaubriand se define como un «extraño andrógino, sangre solidificada de mi madre y de mi padre».

Escribir: perderse en el mundo y abandonarlo, lograr un nombre y luchar por el olvido. Escribir en el filo de la muerte, cuando el yo está por desaparecer y lo sustituye la voz de ultratumba. Morir, para Chateaubriand, es el terror a la escena desconocida (un mundo en el cual ya no soy) y, al tiempo, «la primera necesidad de las sociedades como de los hombres». La vida es ese sentimiento de que la muerte nos hace falta. Al evocar su primera experiencia amorosa, el vizconde recuerda que ansió morir. La vida se anima, por paradoja, con este gozo mortal que la convierte en un largo, laborioso y productivo suicidio: vivir es irse matando, adquiriendo esa voz de muerto que Chateaubriand quiere que escuchemos sus lectores al recorrer sus páginas. La voz de ese otro que se va adueñando del nombre de Chateaubriand.

A la vez, la creciente mortalidad de la voz la va volviendo sagrada, voz del Tiempo que no pasa y que mide al instante fugitivo, minucia del tiempo. la muerte es, tal vez, una diosa oculta. «La muerte es bella, es nuestra amiga, sólo que no la reconocemos porque se nos presenta enmascarada y su máscara nos asusta». Diosa materna, gobierna a su familia: «Se diría que nadie puede ser mi compañero si no ha atravesado la tumba, lo que me lleva a creer que soy un muerto».

Los viajes del escritor nos conducen frecuentemente a monumentos, sepulcros y ruinas, que son figuras de la misma realidad: el hombre dura menos que sus obras, hechas para inmortalizarlo, pero estas obras son mausoleos, arquitectura fúnebre, y la historia instalada en el tiempo las va arruinando, carcomiendo y labrando con su insidia destructiva. Perduramos en una suerte de memorable agonía. Lo que resta de nosotros va desapareciendo mientras queda y va quedando mientras desaparece. La única firmeza se adquiere hablando desde la sensación de la muerte, desde el fondo del sepulcro.

La voz de ultratumba es la voz de la memoria y allí existen los objetos, y no en su presencia, que es efímera. La memoria es constancia y recurrencia, lo que se rescata del pasado: la historia. Las cosas existen para desaparecer en el tiempo y perdurar en el recuerdo.

Por eso, la narración de Chateaubriand va y viene de distintos lugares del tiempo, quebrando su fatalidad lineal. No es un camino, sino un arabesco, acaso un laberinto, En cualquier caso, una realidad inadecuada al tiempo histórico que, por paradoja, es la única manera de rendir cuenta de él. La verdad de la vida histórica está en el Tiempo, fuera de la historia, recurrente y constante como no lo es el tiempo histórico. Inopinadamente, Chateaubriand aparece como un escritor proustiano (véase en la bibliografía el iluminador trabajo de Gastón Elduayen). Al asumir la postrimería, el escritor de ultratumba rescata la utopía del origen. Las Memorias se empiezan a pergeñar en Roma, ciudad «bella para olvidarlo todo, despreciarlo todo y morir» (carta a Mme. Récamier, 15 de abril de 1829). Antes, en 1793, el vizconde, en peligro de naufragio, arrojó al mar una botella con un escrito donde daba cuenta de su final. Un par de veces lo dieron por muerto y René, el renacido, volvió con su voz reforzada por la experiencia del límite.

Esta atracción por el fantástico origen (figura materna que lo lleva a arranques de lírico panteísmo) explica la fascinación de Chateaubriand por América, por lo inédito de su paisaje y lo primitivo de sus habitantes. La misma fascinación de Sarmiento ante el panorama americano y el arcaísmo beduino. América es una imagen polar, donde el mundo está por empezar o terminar, el más acá o el más allá de la historia. Los salvajes son virtuosos porque carecen de los vicios de la civilización, tienen un sentido religioso de la hospitalidad y son capaces de un silencio contemplativo ante la naturaleza. En ese silencio americano, el escritor oye una música que organiza sus palabras: Atala, René, Los natchez.

Sumergido en el mundo civilizado, el Chateaubriand político se instala en el extremo opuesto a la utopía: el pragmatismo sugerido por las condiciones de la historia. Un pragmatismo comparable al positivismo de Sarmiento (los positivistas provenían del romántico Saint-Simon), así como son comparables sus visiones providencialistas del curso histórico.

Católico pero no creyente (una tradición fuerte del pensamiento francés) ni practicante (rehúye los sacramentos, sobremanera la confesión, y su vida erótica dista mucho de ser piadosa ni compungida), el vizconde acepta la religión como un elemento de cohesión social y una manera de organizar racionalmente el mundo. Su paradigma religioso es el abate Rancé, personaje del siglo XVII simpatizante del jansenismo, cuya biografía escribe en 1844: un cortesano metido a fraile trapense, que buscó en el claustro el aislamiento del mundo y la tranquilidad de las bibliotecas monacales, donde iban a consultarlo los poderosos. Religiosidad ensimismada y no eclesiástica.

Chateaubriand admitía la gran lección de persistencia que ofrecía la Iglesia y se enternecía ante las ceremonias que ordenaban la existencia de los pueblos cristianos, pero su catolicismo no era fundamentalista, en tanto la política nunca tuvo, para él, un cimiento sobrenatural. La coincidencia con el ecléctico cristianismo masónico de Sarmiento es asimismo evidente. Una vez más: los eclécticos también eran discípulos del romántico Saint-Simon.

Como aristócrata imaginario, Chateaubriand colocaba la noble moral del deber por encima de la moral burguesa del interés. Fue legitimista y creyó que la monarquía constitucional era la manera más viable para salir de la situación posterior a Napoleón, pero preveía un futuro democrático para Francia. Ambas opciones se darían conforme al cambio de la situación concreta. Toda teoría es incierta, sólo es cierta la práctica, apostilla. Quizás apenas le interesó la política como experiencia espectacular, la materia de una historia que únicamente un escritor como él podía narrar y así salvar de la trivialidad temporal de los comités, las antesalas y los parlamentos.

En efecto, la historia no puede entenderse como presente, sino como hecho consumado, cuando se han revelado en él los designios de la Providencia. El presente es libertad tanto como el pasado es determinación; uno es el escenario del progreso de las ideas y el otro, de la constancia de las costumbres. Y el fondo de esta realidad perdurable, la cultura, siempre es alguna religión. Todo individuo es naturalmente religioso y lo prueban el culto a los muertos, la intuición de otra vida, las plegarias a la materia (las lluvias, el sol, etc.). Todo ello supone que hay una inteligencia que las escucha, un orden regido por alguien (el Alguien sarmientino). Esta religiosidad es anterior a cualquier revelación, ya que se basa en la coincidencia entre el individuo peculiar y el Gran Individuo o Consciencia Universal.

Tal coincidencia es la razón, que permite al hombre investigar el orden de las cosas, la naturaleza y sus leyes. Poco importa, entonces, lo genuino del cristianismo, por ejemplo, que bien pudo ser el invento de unos filósofos alejandrinos del helenismo tardío. Lo que importa del cristianismo es su eficacia histórica, no su misterio. La caída y la redención se explican porque proclaman la unidad y constancia de un Dios, la libertad y la caridad

De todo esto podemos derivar el progresismo de Chateaubriand, que él explica con inmejorable elocuencia: «La inmovilidad política es imposible; es necesario avanzar con la inteligencia humana. Respetemos la majestad del tiempo; contemplemos con veneración los siglos pasados, sacralizados por la memoria y los vestigios de nuestros padres; pero de ninguna manera tratemos de retrogradar hacia ellos, porque ya nada tienen de nuestra naturaleza real, y si pretendemos atraparlos, se desvanecerán».

Románticamente, el vizconde cree que las sociedades son sujetos cerrados y autónomos, sujetos babélicos centrados en una lengua intraducible: todo pueblo, tomado en su conjunto, es un poeta, y cada escritor responde, con su don, a esta pertenencia poética. Cosmopolitas, en cambio, son las ideas y los sentimientos. La humanidad existe en lo profundo del corazón humano y se explicita en el pensamiento, que es universal. Estas tensiones se resolverán, otra vez, religiosamente, cuando todos los hombres practiquen una misma creencia más o menos cristiana, liberada de fórmulas eclesiales.

Entonces: la religión es un hecho humano en el sentido de que es algo histórico. Se refiere a Dios, pero no nos liga a él, que está separado de nosotros por el tiempo. Perdido y desconsolado en su pequeñez ante la grandeza de Dios, este cristiano more Pascal confía en él como única garantía de que la realidad es real. Mientras las sociedades nacen y mueren, perdura la Gran Revolución permanente instaurada por la Providencia de ese Dios único y solitario. Ante Él -padre perdurable de quien somos siempre los hijos, que nos conserva en nuestra calidad filial- de nuevo, la razón se detiene prudentemente.




VI

Chateaubriand, como Sarmiento, ve al historiador en tanto demiurgo que convierte el tiempo efímero en narración duradera. De algún modo, la historia como escritura de la Historia hace del narrador un señor del tiempo pero que, a su vez, es devorado por el Tiempo, señor de la ultratumba.

Un atento lector de ambos, Jorge Luis Borges, sigue diciéndonos que un tigre nos devora, el tiempo, pero que, a la vez, somos ese tigre. Como todos los hombres, el escritor es hijo de la Madre Historia y del Padre Tiempo. Ella se pierde en murmullos y habladurías. Él calla y, de vez en cuando, lanza un grito titánico. El escritor intenta descifrarlo para todos nosotros. Y en eso estamos.






Bibliografía

  • Coriolano Alberini: Problemas de la historia de las ideas filosóficas en la Argentina, Universidad Nacional de La Plata, 1966.
  • Raymond Aron: Les étapes de la pensée sociologique, NRF. París, 1974.
  • Rubén Benítez: «El viaje de Sarmiento a España», en Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 407, mayo de 1984.
  • Jules Bertaut: La vie privée de Chateaubriand, Hachette, París. 1952.
  • Chateaubriand: Mémoires de ma vie. Mémoires d'outre-tombe, ed. Jean-Claude Berchet, Garnier, París, 1989/1992 (dos volúmenes).
  • ——: Mémoires d'outre-tombe, ed. Maurice Levaillant, préface de Julien Gracq, Flammarion. París, 1982 (cuatro volúmenes).
  • Luis Gastón Elduayen: Proust tras la huella de Chateaubriand. La identificación en el arte, Universidad de Salamanca, 1980.
  • Tulio Halperín Donghi (ed.): Sarmiento author of a nation, University of California Press, Berkeley and Los Angeles, 1994.
  • Alejandro Korn: Obras, volumen 3, Influencias filosóficas en la evolución nacional, Universidad Nacional de La Plata, 1940.
  • André Maurois: Chateaubriand, Grasset, París, 1938.
  • Marcelo Montserrat: «La recepción del darwinismo en la Argentina», Criterio, núm. 1656, noviembre de 1972.
  • ——: «Holmberg y el darwinismo en la Argentina», Criterio, núm. 1702, octubre de 1974.
  • Raúl Orgaz: Obras completas, II, Sociología argentina, Assandri, Córdoba. 1950.
  • Adolfo Prieto: La literatura autobiográfica argentina, Facultad de Filosofía y Letras, Rosario. 1966.
  • Domingo Faustino Sarmiento: Viajes, prólogo de Roy Bartholomew. Editorial de Belgrano, Buenos Aires, 1981.
  • ——: Viajes, edición de Javier Fernández, Archivos-FCE, Madrid, 1993.
  • ——: Campaña en el Ejército Grande Aliado en Sud América, edición, prólogo y notas de Tulio Halperín Donghi, FCE, México, 1958.
  • ——: «Una crítica española», en Obras escogidas, tomo 12, La Facultad, Buenos Aires, 1938.
  • ——: Recuerdos de provincia, Tor, Buenos Aires, s/f.
  • ——: Recuerdos de provincia, prólogo y notas de Jorge Luis Borges, Emecé. Buenos Aires, 1944.
  • Victor Tapie: Chateaubriand, Seuil, París, 1990.
  • Françoise Wagener: Madame Récamier, Editions de la Seine, París, 1987.


Indice