Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Vejez, divino tesoro

Joaquín Calvo-Sotelo





El primer deber que me incumbe, es el de dar las gracias a Torcuato Luca de Tena, el gran escritor, periodista, novelista, historiador, poeta, que me ha presentado. Una inquietud me asalta: la de que cuanto vaya a deciros ahora os decepcione por no poder estar a la altura de sus elogios, ya que os ha inducido a esperar de mí algo mejor. Torcuato, bondadosamente, ha ensalzado las horas alegres de mi modestísima biografía, invitándome al olvido de las adversas, quiero que conste así, insisto, mi profundo reconocimiento por su generosidad.

Cumplido este deber, el segundo es explicaros el título de las palabras que voy a pronunciar con vuestra venia: «vejez, divino tesoro». Pienso que habría sido preferible: «senectud, divino tesoro», pero ya es tarde para rectificar. Vejez. No se me escapa lo que hay en el título de sorprendente. Claro que lo de divino tesoro iba referido en principio a la juventud, por tanto el título tiene algo de retador, de descarado, «¿Ha dicho vejez divino tesoro?», me preguntó alguien con un tonillo de velada impertinencia. «Sí», le contesté desafiadoramente, «pero Rubén no dijo eso, mi querido amigo», sino juventud divino tesoro, -ya te vas para no volver-, -cuando quiero llorar no lloro- y a veces lloro sin querer. «Conforme, -le repuse con altanería-, pero yo digo vejez divino tesoro», ¿pasa algo? Poco más y hubiéramos llegado a las manos. Bueno, salvando ese incómodo diálogo confesaré honradamente que para ponderar la juventud, sus bienes inefables, sus glorias, hubiera sido superfluo convocaros: tan obvios son sus atractivos. Mi intención es valorar una edad a la que acompaña el descrédito, cuyo solo nombre lleva a cruzar los dedos conjurándola, pero en la que si la suerte nos echa una mano, podemos descubrir soterrados algunos encantos.

Yo me he atrevido a convocaros a cuantos habéis tenido la gentileza de acudir aquí con un lema: la vejez, mi joven amiga. ¿Qué es lo que he querido dar a entender con ese título? No me extrañaría que hubiese desconcertado a muchos. Los perfiles de la vejez distan de ser gratos. A la palabra, simplemente a la palabra vejez, sin otros añadidos, muchos responden cruzando los dedos y haciendo señales del conjuro. Si a ese sustantivo temeroso se le añade uno de los adjetivos más risueños de nuestro vocabulario, amiga, ha de justificarse vuestra extrañeza. Es una táctica muy frecuente en las relaciones humanas la que tiende a quitar hierro a los enemigos, a limar asperezas, a atraerlos, en suma a nuestro conocimiento, política esta que a veces da buenos resultados aun con los más ásperos y recalcitrantes. Ninguno tanto como la vejez, claro, salvo la muerte. Bueno, pues a mí me parece que es señal de inteligencia el intento de barnizar aquellos perfiles positivos de la vejez, que no son pocos. El primero es el de la serenidad. Las pasiones llegan como adormecidas a la vejez: llegan en cambio robustecidos los afectos. Se odia menos, se ama más y eso es bello. Se habla de la facilidad del viejo para enternecerse, pero la ternura es un sentimiento de muchos quilates y en el alma del viejo hay grandes depósitos de ese riquísimo licor. No tiene tampoco el hombre una escarcela más delicada que la de la melancolía, pero la melancolía también es atributo de la vejez y con esa elegantísima luz de tornasol contempla el viejo su pasado en el que, ¿cómo no?, se mezclan alegrías y tristezas, amores y desamores, triunfos y fracasos. Luego, el perdón. ¿Qué agravios, qué traiciones, qué heridas no cicatrizan a esas alturas de la vida? No es sólo el impulso que empuja al creyente a arreglar sus cuentas para el ajuste final lo que promueve el perdón. Hasta los más fríos agnósticos se ven proclives a la indulgencia, y cancelar y arrumbar los resentimientos es un regalo que hacen los dioses a los espíritus nobles. Es la hora de saborear, como lo merecen, todos aquellos valores que no apreciamos suficientemente en vida: los más simples, los más vulgares, aquellos que no se niegan a nadie: la brisa, el sol, el crepúsculo, la sonrisa... Es la hora de releer las páginas que nos deleitaron y nos enriquecieron y despedirnos, aunque parezca paradójico, de los años venideros sin demasiado dramatismo.

Por ejemplo yo sé que la noche de fin de siglo será para mí, con seguridad, inalcanzable, aunque ya oiga hablar a algunos de reservar la mesa en la que se tomarán las uvas, pero me resigno a estar ausente en ella. Si la Providencia nos permite asistir a nuestra propia declinación, como un espectáculo, mirar el porvenir de los demás, que no será el nuestro, sin amargura, hasta con un deje de humor, la vejez será llevadera.

Antes de hablar de la vejez hablemos de la vida. ¿Qué es la vida? La vida es la ventana que nos abre la eternidad para que nos asomemos a la tierra un tiempo discrecional. Lo hacemos no sé si conscientes o inconscientes del bien que se nos depara, porque la merced consiste en liberarnos del barro que éramos y que volveremos a ser para siempre. En el ínterin, ¿qué alcance dar a esa palabra, vida? Salvo excepciones raras y pocas veces felices, dura menos de cien años, pero la Tierra se nos aparece como una próvida bandeja en la que brillan joyas de diversos colores que ciegan nuestros ojos mortales, por cuya aprehensión luchamos, acaso ayudados por la suerte, acaso con el viento en contra. Esas joyas tienen varios nombres: la salud, la belleza, el talento, la riqueza... Esas joyas se reparten caprichosamente y a unos se les ofrecen desde la niñez y otros mueren sin haberlas saboreado, pero la vida es así, y a nosotros, los vivientes, se nos saca de la nada para sepultarnos en la nada, tras haber consumido nuestro ciclo. Podemos manifestarnos contra todo cuanto existe: los reyes, los dictadores, los gobernantes y, de cuando en cuando, en diversos lugares de los cinco continentes, lo mismo contra eso que contra el rearme o las injusticias sociales, se promueven algaradas que no es extraño que concluyan sangrientamente. Pero contra esa inflexible ordenación de la vida, serían inocentísimas las protestas. Es indudable, eso sí, que las subscribiríamos todos; que acudiríamos con pancartas mejor o peor rimadas a donde se nos convocase. Claro, si no lo hacemos, es porque estamos convencidos de que eso es perder el tiempo, justo lo que tratamos de ganar. Los más terribles versos que se han escrito nunca son aquellos de Rubén Darío: el «no saber adónde vamos -ni de dónde venimos-». «A la tierra», parece que nos contestó siniestramente Giner de los Ríos cuando ya en su último momento de lucidez se lo preguntó uno de sus discípulos. La terrible incógnita sigue flotando en el aire, recibiendo contradictorias respuestas de los creyentes y de los que no lo son, pero angustiándonos, como a la monja de Bernanos, sin tregua. «Cuando la vida se le puso triste...» escribió un poeta refiriéndose al momento en que la felicidad huyó de su lado: terrible momento. Pero, cuando la vida sonríe, ¡qué inmensa, qué arrolladora capacidad de seducción la suya! Imaginemos una joven pareja emergiendo, cara a la luz del sol, de una noche de amor; imaginemos al tribuno, al final de un discurso vitoreado por sus seguidores; al cantante, vencidos los riesgos de la partitura; al creador, concluido el poema, la sinfonía, la novela, el drama, el lienzo, moldeado el mármol; imaginemos los rostros de las fotografías familiares que el tiempo amarillea, en la solemnidad de la boda, de los aniversarios, de los bautizos; imaginemos el desatraque del puerto, en el barco, cargado de turistas gozosos, imaginemos al atleta, abrazado a la insignia del triunfo... Podríamos enumerar mil «flashes» más de la dicha y, ¿cómo ocultarlo?, otros tantos del dolor, todos ellos a lo largo de nuestro tránsito por esa alfombra que une el orto y el óbito. En el ínterin, la devanadera del tiempo irá llevándonos inexorablemente desde la infancia, la juventud y la madurez, a la vejez y a la ancianidad. La cortedad de la vida es evidente. No ya porque el número de años en que se es huésped de la tierra sea escaso, sino por los enormes descuentos que hay que hacer en los que se viven. A la hora de sumarlos, ¿cuántas son las restas? Salvador Dalí juraba, con su desfachatez genial, que él tenía recuerdos de su existencia intrauterina y, siendo así, hay que pensar que de su infancia de lactante los tendría también, pero la memoria del resto de los mortales no alcanza a tanto y sólo a partir de los cinco años o los seis, según la precocidad de los individuos, se empiezan a dibujar, en el magma neblinoso de la edad infantil, los primeros perfiles de los seres y las cosas y los paisajes. Esto nos lleva a la conclusión de que a toda vida que haya alcanzado su plenitud hay que quitarle, como si no hubiera existido, ese lustro inicial. Nótese que, si es cierto que de él no queda ninguna huella visible, contribuye, sin embargo, ostensiblemente a configurar muchas de nuestras características. Adhesiones, repulsas que instintivamente sentimos hacia determinados personajes, hechos o circunstancias cualesquiera, tienen su oscuro origen en esos años. El paladar, por ejemplo, se afila en ellos, sea cual sea la monotonía de los alimentos de que nos hayamos nutrido, y la hostilidad o la afección a unos y otros, se enraíza en la extraña gratitud o rencor de las papilas gustativas. Son unos años escritos en tinta simpática y sólo cuando los muerde, violentamente, alguna insuficiencia: el hambre, los malos tratos familiares, el miedo, emergen como esos picachos bajo los cuales flota la niebla . Sería, sin embargo, un error pensar que se han perdido en la bruma. Son los años en que, por ejemplo, se aprenden los idiomas, el chino, el sánscrito, el ruso, sin ningún esfuerzo.

Por otra parte, cuando el genio los habita sale a la superficie. Algunas aptitudes artísticas -de especial manera las de la música- se dejan ver. Todos sabemos que Leopoldo Mozart sorprendió sobre el papel pautado en que él componía, unas notas escritas por las mágicas manos de Amadeus, que acababa de cumplir los cinco años. Es esa edad en la que algunos pianistas, cuando los dedos no alcanzan la octava, han deslumbrado y llenado de esperanzas a sus familiares. Pero esa edad es aventurado objetivarla y hay que pensar en ella sólo como el pedestal indispensable para las siguientes.

Bien. Hablábamos de los sustraendos. El máximo es el sueño. El conocido dicho inglés que distribuye el día en tres partes -eigth hours to work, eigth hours to play, eigth hours to sleep-, acepta ya que una tercera parte de la vida del hombre transcurra para él en ese estado de limbo y de inconsciencia que es el sueño, de un lado, necesario, del otro robador de la actividad y de la luz. Diríase que cuanto se hiciese por vencerlo, por disminuir sus dominios sería bueno porque, si así fuese viviríamos con más intensidad lo que vivimos oscuramente. Pero no es así, y el insomnio es un amargo castigo de quienes lo sufren. Es como un talonario sin provisión de fondos. No hay de qué rellenarlo. Al insomne le falta la decisión para arrancarse del lecho y se remueve en él desazogadamente, torturado siempre, por los remordimientos del pasado o por los presagios del futuro. Es imposible -o por lo menos muy difícil y raro- servirse de ese inesperado plus de la vigilia para reanudar las tareas que se interrumpieron al meterse en la cama. Inclusive, proseguir la lectura de la novela mediada, vale muy poco. La luz de la mañana que empieza a filtrarse acaso a través de los cristales, nos entristece, aun cuando el día que anuncie sea soleado y tengamos la suerte de oír el canto de un mirlo. Los ojos de los insomnes no ven las cosas como son, mejor aún se resisten a verlas. El insomne los cierra apretadamente buscando el auxilio de la almohada para retornar al sueño del que se desasió, como una barca en la arena cuando llega la pleamar. Y, a veces, triunfa, pero a destiempo, esto es, se duerme cuando es preciso despertar porque la oficina, el taller, la fábrica esperan. Es curioso que ese cupo de las ocho horas, con el avance de la edad se cubra sólo parcialmente. Pasada dicha frontera, el que desee llenarlo habrá de buscar en los anaqueles de las farmacias su coadyuvante, lo cual, dicho sea de paso, es muy poco recomendable. La infancia, el sueño... Aún más se mutila la vida del hombre. El protagonista de un viejo relato al que no le salían las cuentas y tenía que justificarlas requerido por los celos de una mujer desconfiada, argüía diciendo que aquel año que le faltaba se le había perdido en mil pequeños quehaceres: en buscar el botón de bajada de los ascensores, en esperar que saliera templada o caliente el agua del baño, en enganchar el bastidor del casillero al diente de la cerradura, en acertar con el enchufe del portátil que alumbraba la mesa de su despacho, en elegir su sombrero en los de la percha que siempre eran grises como el suyo, en mirar a la puerta de la calle si llovía o no, en volver la cabeza para decir adiós, cuando no era a él al que saludaban sino al paseante de al lado, en querer abrir con llaves contrarias, en querer ponerse el guante de la derecha en la izquierda y mientras no sabía si iba a estornudar o no, en esperar la prueba de los sastres y a que se animasen los pueblos de veraneo... Así, anudando esos muchos pocos, llegaba a la conclusión de que se le había ido sin hilachas aquel año extraviado. No es que esos pequeños sumandos sean despreciables pues suponen, hilvanados, muchas horas, pero la verdad es la grisura de muchas de ellas. Fernández Flórez justificaba el suicidio de aquel inglés que se había dado muerte aburrido de tener que afeitarse a diario. Yo no creo, claro está, que esa sea razón suficiente pero, bien mirado, la cantidad de actividades casi mecánicas, rutinarias, monocordes que nos impone el simple hecho de vivir, acortan todavía aún más las horas punta, esas que son la cúspide, la espuma de nuestro paso por la tierra. Recapitulando las de plenitud, las de triunfo, en suma, las de felicidad, al final comprobaríamos entristecidamente que no llegaban siquiera a las veinticuatro de una jornada entera.

Es cierto que la vida del hombre ha aumentado en los últimos años, sobrepasa en la actualidad los setenta años y que los augurios para un futuro inmediato son confortantes. La higiene, la cirugía, la anestesia, la penicilina han hecho ese milagro. Alexis Carrol decía, pese a ello, que alcanzar la frontera de los ochenta era para el hombre empresa tan difícil como en el siglo dieciséis. Escribía esto antes de que el doctor Fleming nos redimiera de muchas lacras pero, aunque ya se había avanzado entonces -1930- muchísimo sobre las décadas precedentes, lo que teñía de artificiosidad los cálculos, era que el salto se conseguía por la disminución de la mortalidad infantil, más que por el crecimiento de la longevidad. Basta ojear la historia para advertir la cantidad de infantes y príncipes muertos a los pocos meses de nacidos. Su cómputo desequilibraba las estadísticas. En 1990 -me refiero siempre al mundo civilizado, no a ese tenebroso tercero en el que las cifras son desoladoras-, la mortandad infantil ha sido prácticamente erradicada y, gracias a ello y, como es natural, a los avances genéticos que conquistan a diario nuevas cotas, tal vez acabe siendo probable o posible que en los albores del XXI, dejen los centenarios de inhibirse de los pueblos como fenómenos circenses. Para alcanzar esa meta, la juventud, la madurez habrá de ensancharse visiblemente ya hoy advertimos ese fenómeno- pero, sea cual sea la fecha en que se acceda a la vejez, esta será siempre una etapa, la última barojiana vuelta del camino que, inexorablemente , habrá de recorrer el hombre, antesala de su fin inevitable del que nadie ni nunca será capaz de liberarle.

Preguntémonos: ¿cómo ve el niño al viejo? La noción de la vejez como tal se anida en su imaginación más tardíamente que la de la persona mayor. Por personas mayores se entiende todas aquellas que rebasan ya las lindes de la adolescencia. Es obvio decir que un abismo separa al niño de cinco años con relación al de diez y al de diez con relación al de quince. Es imposible, se substraerá a toda disciplina familiar o escolar, el intento de unirlos en los mismos juegos, ya que a esa fusión serán refractarios tanto los unos como los otros, pero es del mismo modo evidente que el paso del tiempo los enlazará y acabarán incorporándose a la misma generación. Hombres separados por varios lustros son, de hecho, coetáneos una larga franja de sus vidas, ya en la madurez de ambos. Entre don Miguel de Unamuno, nacido en 1864 y don José Ortega y Gasset, nacido el 83, había una visible diferencia de edad. No me parece que se quisiesen demasiado. A Ortega le desagradaba profundamente el supuesto narcisismo de Unamuno que, conforme él decía, plantaba su yo en cualquier areópago como el señor feudal su pendón, lo cual, al ego acentuadísimo de Ortega tenía forzosamente que incomodarle, pero esa coetaneidad a la que me refiero les permitió discrepar, polemizar y aún enzarzarse. Huelga decir que Unamuno, entrando en quintas, para nada habría reparado en Pepito Ortega, salvo en su condición de hijo de Ortega Munilla del que es posible que fuese amigo el Rector de Salamanca.

Volviendo al punto de partida, el niño mira a la persona con mayor admiración, como una meta cuyo alcance le atrae y a la que desea llegar lo antes posible. Ser persona mayor supone para el niño la conquista de una serie de pequeños beneficios y granjerías que le están vedados. Es una especie de generalato que él mira con ojos de recluta. Sus familiares, sus conocidos le alientan siempre, le hacen considerar la niñez como un simple aprendizaje para el momento de abandonarla y de apuntarse en otra parcela de la vida. «Cuando seas mayor...» así empiezan innumerables recomendaciones y advertencias en la docencia infantil. Y el niño va adquiriendo, poco a poco, información de la responsabilidad que le espera y, al mismo tiempo, del poder que, por el simple devenir del tiempo, le caerá en las manos. A esto contribuye que muchos de sus ídolos sean tan sólo personas mayores: así sus héroes deportivos. El niño admira al jugador del fútbol, al corredor, al atleta, al tenista sabiendo, naturalmente, que son personas mayores y que él, a lo mejor, cuando llegue la hora, podrá jugar tan bien como ellos. Los niños sueñan con ser en el futuro o personas populares -como determinados ases de la destreza, de la fuerza física- o, de modo más abstracto, marinos, militares, músicos... El niño tiene conciencia aproximada de la distancia que va de la persona mayor al hombre viejo, aunque es verdad que para su retina, la vejez linda con la cincuentena. Y los mira sin prevención, como extraños, con recelo. Esas son sus reacciones instintivas. Al viejo le corresponde la tarea de contrapesarlas, sobornándolos con dádivas, con elogios, con caricias. Cuando el niño ve en el viejo -que puede ser su abuelo o un amigo de sus padres- un donante de juguetes o de caramelos, el niño vence sus reservas y le quiere, dentro de los límites con que un nieto quiere al abuelo y que son por naturaleza más estrechos que aquellos con los que el abuelo quiere al nieto, ya que el cariño en línea ascendente nunca logra la intensidad del que se proyecta en sentido opuesto. Los padres, sea cual sea su edad, quedan al margen de esas valoraciones. Cuando el niño habla de un viejo, casi nunca lo hace identificándolo con el padre y, menos aún, con la madre, dechado de hermosura aunque no sea bella, para muchos niños, como igualmente lo es de inteligencia el padre, aunque le falte.

Ahora bien: ¿cuándo empieza la vejez? Hay un viejo refrán que dice: «Pelo y dientes accidentes - arrastrar los pies, vejez es». Evidentemente, la calvicie puede darse en plena juventud sin quitar nobleza al rostro. No así la pérdida de los dientes, claro está, aunque a veces sobrevenga a quienes no son viejos todavía. Pese a lo que dice el refrán, como muchos otros, si no falso, al menos discutible, la boca vacía, los labios hendidos son la más elocuente estampa de la ancianidad, aunque la estomatología ha hecho milagros en los últimos tiempos y el protésico, en efecto, linda ya con el brujo y es menester mirar con descaro algunas bocas para advertir la presencia en ellas de huesos traídos de fuera, máxime si algo ayuda la configuración de las comisuras de los labios a no exhibirlos demasiado ostentosamente.

Claro está, la agilidad física disminuye, la brillantez sexual también y por ahí circula en todas las tertulias de varón y aun en algunas femeninas, la diferencia entre la inquietud y la angustia según que se anuncien o se reiteren ciertos fracasos. Uno de los graves errores en que se puede incurrir es en el de creer que es potencial de vida lo que es tan sólo potencial de juventud, esto es, dar por supuesto que administraremos hasta la muerte una serie de dones, de atributos, de poderes que los años irán retirándonos poco a poco con una cadencia arrítmica pero inexorable. La vida descubre a la vejez como los maridos vigilantes a la esposa infiel. Anouilh, en su no muy diversa baraja de personajes tiene varios cornudos memorables. Descubren que lo son -ser «cocú» dice en Colombe, no está al alcance de todos- cuando empiezan a suceder cosas raras en el domicilio conyugal: el teléfono que se queda sin voz, algunas anomalías en la correspondencia postal, demasiadas horas dedicadas a la peluquería y a los afeites o a las visitas a la madre. Esos y otros síntomas llevan al burlado a la triste conclusión de que lo es. Así comienza uno a verse viejo lentamente, peldaño a peldaño. Los síntomas externos, claro, son delatores. La juventud tiene un brillo escandaloso, desafiante. El joven es capaz de todas las proezas, siempre está batiendo sus propios récords. Esas luces se hacen opacas en la madurez y se agostan cuando esta acaba. El espejo, con su indelicadeza, nos informa día a día del proceso. La obligación social de afeitarse trae consigo la inevitable comparecencia ante la luna que nos da su versión sin atenuantes de la crisis. Aunque quitemos hierro y maldad a los lógicos estragos, insistiendo en creernos iguales a cuando éramos mozos o aun con encantos nuevos, con un IVA benéfico, la realidad es muy otra. La silueta cambia.

Psíquicamente el desentendimiento progresivo del mundo que nos rodea es revelador. Hay un verso terrible de Machado: «Sé que voy a morir porque no amo ya nada». De que se puede morir, a sensu contrario, lleno de amor por todo, nadie duda, pero cuando el anciano ha visto perecer, en torno suyo, deudos y amigos que llenaron sus días, a los que asoció sus horas más bellas e intensas; romperse su organigrama ideológico; mustiarse, sin encontrar renuevo sus idolatrías literarias, artísticas, políticas, musicales, nada tiene de extraño que le invada, como un gas letal, una oleada de melancolía. En esos casos, el alma, aun siendo inmortal, ha precedido con su muerte a la del cuerpo y la de este sobreviene, a veces, sin rebelión. La placidez de algunas muertes tiene su origen en ese vaciamiento espiritual y afectivo. El enfermo se entrega, con tristeza pero sin resistirse: se deja ir hacia la nada. Una amiga de mi juventud venía diciéndonos a quienes la teníamos por estrella del grupo, cuyas luces ofrecía con periodicidad a quienes lo formábamos, que el mismo día en que cumpliese los treinta años, se pegaría un tiro, como lo hizo. La Castiglione, en esa misma altura de la vida, decidió encerrarse en su casa del Faubourg Saint Honoré, substrayéndose al trato y aun a las miradas de sus devotos. Que es lo que ha hecho Greta Garbo desapareciendo del mundo y sumergiéndose en las sombras desde que la primera arruga obscureció la tez de su piel.

Y, ¿es que son siempre físicas las primeras denuncias de la vejez? Hay unos versos bastante mediocres, como solía hacerlos, de don Gaspar Núñez de Arce, astro derrocado de nuestros abuelos... Por cierto, y permítaseme el inciso: yo sé de sobra que al referirme un poco osadamente en plural a nuestros abuelos, cometo un error. Los que yo he llamado con abuso e indelicadeza nuestros abuelos, son en realidad, señores que me escuchan, sus bisabuelos, señoras que me escuchaban, sus tatarabuelos... Pues bien, don Gaspar Núñez de Arce que, según digo, fue tan reverenciado en vida como olvidado en muerte, escribió una décima que empezaba diciendo:


Treinta años... Quién diría
Que tuviese al cabo de ellos,
Si no blancos mis cabellos,
El alma apagada y fría...



No es frecuente, no, que a los treinta años se le apague a uno el alma. Para que así suceda es preciso haber soportado muchos desengaños, muchos padecimientos, muchos dolores físicos y morales... Pero, de verdad, aquel que siente de verdad, «el alma apagada y fría» ese, sea cual sea su edad, ha empezado a ser viejo... o, digámoslo más cruelmente, es viejo ya. Acaso sea justo buscar la compensación pensando que, a la inversa, ni siquiera es viejo el nonagenario cuya alma es capaz de encenderse aunque ande encorvado y le fallen las piernas. Claro está que los dos casos a que me refiero son extremos y, por tanto, carecen de significación. Lo normal es que el alma de un treintañero refulja y brille como una hoguera y la del que cumplió los noventa tiemble como una candelilla a punto de desvanecerse. Así pues, para orientarnos, es preciso que respetemos ciertas generalizaciones y, eso sí, las pongamos al día, porque esos términos de juventud y vejez no se corresponden hoy con los que regían antaño.

Antes de nada, se me ocurre que habrá que acudir al diccionario a ver cómo en él se definen esos estadios de la vida del hombre. En el diccionario, «viejo», se define como persona de mucha edad. Es imposible dar una definición más aséptica que esa. Anatole France, por cierto, tan olvidado en Francia como Núñez de Arce entre nosotros, tenía un ayuda de cámara cuyo deber era despertarle por la mañana y al que el novelista francés acostumbraba a preguntar: «¿Qué día hace hoy?» a lo que, en alguna ocasión, respondió diciéndole: «el propio de la estación», «Poco se compromete usted», fue el comentario del escritor. Poco se compromete tampoco el diccionario definiendo al viejo como persona de mucha edad, porque lo primero que a uno le interesa es saber cuánta es esa edad que se ha de cumplir para ser viejo. Le han faltado reaños al diccionario para dar una cifra y pienso yo que, si no se ha atrevido a hacerlo, es porque quizá en cada una de sus ediciones tal vez tendría que alterarla. Todos sabemos que, en el siglo diecinueve, un hombre de cincuenta años era tenido por viejo. Yo recuerdo la noticia de un periódico de haber sido atropellado, no un viejo, un anciano de cincuenta años. Ahora, en las proximidades del siglo veintiuno, pocos se atreven a considerar viejo a un hombre de sesenta. Con la libertad de movimientos que me proporciona ser un simple conferenciante, yo me atrevería a decir que la vejez empieza a partir de los setenta. Claro está que, la que podríamos llamar vejez burocrática o administrativa, ha comenzado antes, pero eso importa sólo de modo accesorio. Esa vejez se ha anticipado a la real, a mi juicio, con manifiesta crueldad y, lo que es más grave, con manifiesto error a los sesenta y cinco años. De los escalafones de las Universidades, de la diplomacia, entre otros, se han desgajado los funcionarios más curtidos y más aptos y en el mejor momento de sus vidas para cumplir las tareas propias de sus cargos. Nadie puede poner en duda que los sesenta y cinco años son, en efecto, la entrada en la vejez administrativa. Pero aun siendo esta perturbadora y dañina porque el Estado es de una mezquindad afrentosa a la hora de fijar la pensión y no duda en arrojar a los jubilados al patio de los leones, los sesenta y cinco años, insisto, no coinciden a mi entender con la vejez sino los setenta.

Por un impulso natural he ido a buscar la definición de anciano y la verdad es que no me ha resuelto ninguna duda. He ahí cómo lo define: dícese del hombre o la mujer que tiene muchos años y de lo que es propio de tales personas.

Usando, por segunda vez, de mi fuero de conferenciante, me atrevo a decir que la ancianidad, convencional, empieza a los ochenta años. Ahora se usa mucho una expresión ambigua y no muy inspirada que engloba a cuantos dejaron atrás su madurez: la tercera edad. Digamos que la vejez es reptadora. Pueden darse crisis súbitas en la vida del hombre que le obliguen a encararse de improviso con ella: la muerte de un ser querido, una quiebra de fortuna, un desengaño amoroso, pero lo normal es que se infiltre poco a poco, con sigilo, «con los pies del tiempo desiguales» de que habla Quevedo y se haga reconocible a pesar de aquel al que acecha y amenaza. Los geriatras afirman que su proceso inicial es muy temprano pero se refieren, más que a su comienzo, al de la pérdida o el adiós de la juventud. Es evidente el ensanchamiento de la vida y las estadísticas lo comprueban pero es paradójico y singular el que, de modo simultáneo para determinadas actividades físicas y deportivas, los años hábiles se estrechen grandemente. Los ases del tenis nos deslumbran aún no cumplidos los cuatro lustros y, una vez pasados estos, se ven desplazados por hombres nuevos que los expulsan de la canchas, en las que acreditan más agudos reflejos, más vigor, mayor resistencia. Así, el fulgor de los grandes ídolos, se extingue pronto y el gong de los treinta años marca el fin de su gloria. Entran, por tanto, en una nueva etapa de su existencia en la que ya los laureles recogidos en la precedente son sólo guirnaldas para la nostalgia y, una inmensa mayoría la arrastra con pesadumbre, de la que sólo está en condiciones de librarles la iniciación de otra nueva senda, en ocasiones ligada, subordinadamente, a aquella en la que conocieron el triunfo -tal el futbolista que se convierte en entrenador, tal el torero que se hace apoderado- o desprendiéndose, resueltamente, de su ámbito, buscando en el mundo de los negocios sabrosa inversión de los capitales acumulados con su pericia en su era dorada.

Es indudable que el desgaste físico a que obliga la mayoría de los deportes se hace insoportable muy pronto. Casi todos giran en torno al encaje de una pelota de diversas dimensiones en su centro: ya la red del fútbol o del baloncesto, ya el angosto agujero que se abre en el césped de los campos de golf. La pelota es una especie de símbolo representativo del siglo XX y la humanidad dedica millones de horas a seguir sus giros, unas veces como sujeto activo, otras -el deporte es un espectáculo- pasivo, como simple contemplador de la pericia ajena. Desde la máxima violencia del rugby a la mínima de la petanca o de las canicas infantiles, la pelota atrae, seduce, fascina al hombre y nadie se atrevería a diagnosticar el declive y, menos todavía, la desaparición de su culto.

El arrojar la toalla -ahora hablo metafóricamente, sin olvidar lo que significa de hecho cuando es en el cuadrilátero donde se arroja- se da muy pronto en ciertos deportes pero sería injusto emparejar la fecha en que eso sucede con aquella en la que empieza la vejez, aunque sí con esa otra en la que termina la juventud. Al que ya no se encuentra hábil para disputar un set, un partido, le aguardan, sin embargo, innumerables jornadas de rodaje en mil actividades menos exigentes . Y ya, no digamos, en la vida intelectual. La juventud se va para no volver, la madurez se queda largo tiempo.

Es muy dificil, sin embargo, deslindar aquellas señales que acusan el fin de esta también perecedera, ocioso es decirlo, y el inicio de la postrera andadura. Si de andadura hablamos, inevitable será reconocer que se reducen, aunque el consejo de los geriatras aliente, sin excepciones, a practicarlas a diario como la mejor de las medicinas. En el ataque de las escaleras, antes dominadas de dos en dos y ahora subidas de uno en uno y con parsimonia es perceptible el tránsito. Como sólo en las muy viejas y pobres casas faltan los ascensores, han desaparecido los rellanos que, en cada piso, servían de descanso a los vecinos fatigados. Yo recuerdo los de mi niñez, ante los que pasaba a una velocidad insolente dejándolos recostados en los respaldos de madera. Allí, entre otros de mis vecinos, quedaba don Emilio Serrano, autor de numerosas óperas sin éxito, allí el doctor don Benito Somoza, que lo había sido de Isabel II y que arrastraba su decadencia penosamente. Para todos se había acabado, desde mucho tiempo atrás, la posibilidad de llegar a las puertas de sus pisos respectivos subiendo de dos en dos los peldaños. Lo que pone coto a nuestra intrepidez es el darnos cuenta de que, al coronarlos, jadeamos. Las primeras veces apenas sí lo advertimos pero pronto hemos de aceptarlo como un hecho inevitable.

La aparición de las canas dice a los demás lo que nos desagrada confesarnos a nosotros mismos. Suelen hacer irrupción, aun en las más rubicundas o negras cabelleras, alrededor de la cuarentena y, cuando son escasas, las ennoblecen, les dan una pátina de elegancia y romanticismo. Proliferarán sin cansancio hasta apoderarse por entero de su terreno e irán emblanqueciéndolo, eso si no lo despuebla la calvicie.

He hablado muy al principio de los bienes espirituales que la vejez depara: el acrecentamiento de la ternura, el desasimiento de los rencores, la magnificación de los pequeños goces sobre los que en las otras edades se pasa indebidamente. Ahora, para concluir, quisiera señalar todos aquellos dones que, si concurren en la vejez, pueden hacer que nos enamoremos de ella, perdonándole su inevitable amargura, el de que sea la postrera etapa de la vida. He dicho «para concluir» sirviéndome de una argucia, porque suele suceder que los oyentes, cuando se les anuncia que la conferencia está a punto de terminar experimentan una sensación de alivio y sonríen, a veces con discreción, sólo para dentro, pero en otras para fuera, distendiendo los labios. Será, sí, el tema final de mi intervención pero -no os engaño- he de pediros un plus de paciencia todavía porque hasta la rúbrica del «he dicho» nos quedan unos minutos.

Bien, ¿cuáles son esos dones de los que hablo? Helos aquí suficientemente expuestos y aun enumerados:

  1. La cabeza clara.
  2. El cuerpo indoloro.
  3. El corazón alegre.
  4. Números negros en las cuentas corrientes.
  5. Números rojos en la sangre.
  6. Amigos siempre.
  7. Los hijos cuando nos necesiten y los necesitemos.
  8. Nietos los domingos y fiestas de guardar.
  9. Por las noches un libro y un beso de mujer.
  10. Un ligero y definitivo desvanecimiento una mañana de otoño al salir de la misa de doce.

Cada uno de los términos de este decálogo merecería una glosa pero, eso sí, frustraría vuestras sonrisas y espesaría vuestro ceño. Y con justicia. Voy a limitarme a comentar, puesto que estamos entre amigos, ese sexto punto del decálogo, según el cual son justamente los amigos el pivote imprescindible en el que respaldar la pesadumbre de la vejez para hacerla amable.

La amistad es palabra sagrada, es quizás una de las que mayores notaciones afectivas comparte de cuantas alinea el diccionario en sus innúmeras ringleras. Es indudable que la amistad vincula a los hombres más estrechamente que el parentesco si se exceptúan de este último algunos grados de consanguinidad muy acusados. Es así porque la amistad es electiva y el parentesco no. Padres, hijos, hermanos están unidos biológicamente por lazos de convivencia, de parecido genético de los que nace el amor y la solidaridad, pese a las múltiples excepciones que quebrantan la regla pero, en to do caso, es evidente que no los hemos elegido, que la vida nos los presenta insertos ya en la órbita familiar e irrenunciable. Los amigos, no. Los amigos, se ha dicho mil veces, no pretendo descubrir el Mediterráneo, son el fruto de una selección que opera instintiva o reflexivamente, entre el enorme magma de gentes con el que mantenemos un contacto debido a cualquier razón: profesional, topográfico, político, etc., etc. La diferencia cualitativa que va desde lo que llamamos simplemente conocidos a los íntimos es enorme y está motivada por diversas razones, en gran medida, circunstanciales. Hay un grupo de amigos de la infancia. Son aquellos que nacen de la convivencia en las mismas aulas, en los mismos parques y jardines infantiles de los cuales, lógicamente, la vida nos va alejando poco a poco, porque el lazo inicial es muy ancho y, por tanto, muy frágil. Vencedoras de la diáspora, algunas de esas amistades sobrenadan por encima de todas las vicisitudes del destino y nos acompañan hasta los postreros años, pero suelen ser muy escasas y, si bien sentimentalmente tienen un valor inmarcesible, desde un punto de vista real, significan ya muy poco. Nos sirven de ilustración de épocas pasadas y lejanas, nos sirven como homólogos para medir con ellos los cambios y desastres que trae consigo aparejados el paso del tiempo y para recontar, con tristeza que tal vez sabiamente entreveramos de humor, las bajas que la muerte ha causado entre aquellos que iniciamos juntos un camino y los que cayeron antes de alcanzar nuestra meta. Huelga decir que al encontrárnoslos apuntamos con rigor implacable todas y cada una de sus arrugas, de sus prótesis, de sus carencias e intuimos que él está haciendo lo mismo con nosotros pero, a poco que la imaginación nos ayude, siempre el saldo se nos antoja positivo y acabamos creyendo que del cotejo salimos victoriosos. A ello responde la conocida anécdota de Tristán Bernard que narra el encuentro de dos hombres, uno de los cuales comenta: «He visto a Fulano, ¡cómo estará de cambiado que no me conoció!» Los amigos de la infancia suelen tener simplemente un valor referencial. Es raro que su trato nos acompañe a lo largo de la vida y, del mismo modo, los que encuadra la orla del último curso de la carrera se disparan, casi inmediatamente después, en todas las direcciones de la rosa de los vientos y, sólo de manera episódica, el azar los reúne de vez en cuando. Pero bien deben felicitarse aquellos que hayan podido mantener contacto, sin solución de continuidad, ayudados de la similitud de los oficios, del medio social en que se desenvuelven, de la ciudad en la que habitan. Esos amigos de la infancia que siguen siéndolo en la juventud, en la madurez, en edades ya avanzadas, son un regalo de la vida que, como es avara, los regatea mucho.

En los pequeños pueblos los concede con mayor liberalidad: en esos marcos limitados, los que fueron juntos a la escuela, los que se cristianaron en la misma parroquia, los que consumieron largas horas de dominó o de mus en la misma taberna, acostumbran a avecindarse para siempre en el mismo cementerio.

De la comunidad de profesiones, de la comunidad ideológica, de la comunidad de admiraciones brotan sólidas amistades. La comunidad de profesiones crea, a veces, tantos antagonismos como afectos. El corrosivo dicho «el peor enemigo, el de tu oficio» es muy certero pero el compañerismo traba también afectos firmes. Alguien ha afirmado, volterianamente, que sólo es verdadera la amistad política, que las demás son fluctuantes y transitorias pero convengamos en que, si hay un medio en que la maniobra, la deslealtad, la traición tienen su albergue propio, es, justamente, en el tenebroso mundo de la política. Es la admiración, esa sí, la gran engendradora de amistades. Diríase que esta no permanece si no existen en aquel al que damos el nombre de amigo, alguna apoyatura admirativa que la afiance. Puede ser intelectual, de carácter fisico, sobrevalorada siempre por el afecto. En ausencia de ellas la simpatía, la bondad, la fidelidad comprobada a lo largo de los distintos lances que ofrece la vida, cimentan ese sentimiento del que todo se puede esperar: generosidad, abnegación, compañía, socorro...

En la vejez, la captación de nuevas amistades es, acaso, más difícil pero no porque el corazón se haga menos esponjoso sino porque su área de comunicatividad se reduce y, de forma periódica, se va renunciando a muchos contactos humanos frecuentes antes. Queda así reducido al círculo familiar y, aun este, se limita y angosta. En teoría puede el marido contar siempre con la esposa y a la inversa, los hijos suelen agruparse también en torno a los padres de edad longeva y salud claudicante pero ellos son, a su vez, epicentros de otras familias y la fuerza centrífuga los aleja de lo que fue su hogar, su núcleo germinal. Así, la soledad, es una de las grandes amenazas que rondan la vejez y hay que procurar, por todos los medios, prevenirla. La imagen del árbol talado referida a los amigos de siempre que desaparecen, es muy verdadera y con ella se expresa la dificultad de su sustitución porque en ninguno de los nuevos llegados a nuestro trato podemos abandonarnos, confiados. Feliz, sin embargo, aquel que logre atraer a su alrededor, por los conductos que sean, voces y figuras y compañías juveniles. Para conseguirlo el viejo debe empeñarse en asimilar, como si fueran suyos, los problemas de las generaciones que les suceden, comulgar con sus gustos, aceptar sus dioses y admitir sin reservas la aparición de nuevos talentos que sustituyan y aun reemplacen con ventaja a los de su tiempo. Ese fenómeno no se da con frecuencia. Como aquel tripulante del pesquero que se enroscó en la bandera española desafiando las ametralladoras marroquíes, el viejo suele arroparse en sus prejuicios, en sus valoraciones sobre hechos y personas y admitir perezosamente que las nuevas costumbres, que los nuevos valores de los recién llegados al campo de las artes, del deporte, de la política, calcen más puntos de los que fueron sus ídolos. Una menor impermeabilidad le hará simpatizar con la vida nueva y refrescará la suya librándole de estériles y anacrónicos encasillamientos.

Cuando así sucede, el viejo cambia su simple condición de espectador por la de partícipe, aunque rezagado, de la vida que fluye y esa condición le ayuda a mantenerse despierto. Porque la vida rechaza a aquellos que se limitan a verla pasar, desinteresados de sus giros y alternativas y prefiere a los incorporados a ella, a los militantes, no a los espectadores.

El intercambio de impresiones sobre los achaques comunes son el ánimo, en gran parte, de los primeros contactos de los amigos que afloran en la última vuelta del camino. Cuando se tienen los mismos padecimientos, los que los sufren, hablan de ellos como si estuvieran casados con dos hermanas cuyos caracteres -divergencias y coincidencias- compulsasen. Frecuentemente, el que los padece con menor rigor, suele salir muy confortado del paralelo y se felicita de que el achaque que confiesa no haya alcanzado todavía la magnitud del que aflige a su colega. Pero los analizan con minuciosidad, se cuentan sus síntomas, sus regímenes y, si la cirugía anduvo por medio, citan el nombre de quien los intervino, del que suelen afirmar que es, sin disputa, el mejor del ramo.

Pero, claro está que no sólo de estos temas puede sustentarse la amistad. La evocación del pasado, esa sí la nutre y a nadie ha de extrañarle que una pátina de melancolía la acompañe. El recuento de los hijos y de los nietos es también inevitable. Las hazañas de los primeros, las gracias de los segundos salen a flote enseguida, a partir de los primeros compases. Para el viejo son la garantía de su supervivencia, el ariete con que perforar el muro del tiempo y a eso obedece el hábito -en algún país prohibido- de dar el mismo nombre al primogénito con el peligro de enredar, si son de escaso relieve, a los que consultan la guía de teléfonos y si de mayor rango, a los historiadores. En principio, se acostumbra a buscar, por tenue y remoto que esté, un nexo en que fundamentar los orígenes de esas amistades del otoño. Cualquier dato basta: haber sido discípulo del mismo profesor o asistentes a los mismos espectáculos, de un mismo escritor, de un mismo político. Sobre esos carriles, la amistad de los viejos se pone en marcha y, si hay algo que condenar al alimón, esa amistad fructificará rápidamente. El celestinaje de los naipes, de las fichas del dominó, de las del ajedrez coadyuvarán a que prospere. Y, luego, las tertulias al sol o bajo el toldo de las playas, o en la pecera de los casinos. La antítesis de la soledad es la conversación y, si hablar de conversación puede parecer desmesurado en algunos casos, la simple comunicación verbal nos alejará de ella. Son clásicas las fotografías, principalmente aquellas que tienen escenarios campesinos, en las que se ven grupos de viejos, bajo el acariciador manto del sol, charlando alrededor de una fuente, en torno a un árbol o a una frasca de vino. Se ven tantas boinas como bastones, como tertulianos y suelen tener estos aire regocijado: parecen celebrar la anécdota que acaba de contarles cualquiera de ellos. Su nexo es, evidentemente, la edad. Por distintos caminos se han ido a concentrar en la parroquia, en el jardín, en la taberna, en el casinillo. Una tácita cita les convoca a una hora cualquiera, en un día cualquiera, en un lugar preciso. Y a esa llamada son fieles y por nada del mundo se darían plantón. Sólo la enfermedad o lo que hay más allá de la enfermedad les licúa poco a poco, les disuelve. El último superviviente no festeja su victoria.

Los hijos, sí, la mujer sobre todo, pero los amigos, sí, los amigos; he ahí una presencia indispensable en cualquier vejez venturosa. Y, realmente, ¿cómo llegar a ella? En los albores del 2000 eso no es desusado. Con estar atentos al cruzar las aceras y al tomar las curvas en coche y escapar a la tentación de cometer locuras, a la vejez se llega con un poco de suerte. Cada uno de los que lo consigan contará su historia y los méritos que hicieron para alcanzarla. Una gran mayoría los atribuirá a la práctica del deporte. Hay algunos deportes que acompañan largamente al hombre. Otros le extenúan. El mesurado andar, dicen los geriatras, es aconsejable. Me permito subrayar lo de mesurado, porque, cuando veo, a veces, bajo la lluvia y luchando contra el viento a algunos muchachos con el calzón corto y echando el bofe por las cunetas de los caminos, pienso siempre que ha de serles muy difícil cumplir muchos años. Desde luego, no son muchos los que cumplen los atletas.

Otros longevos dirán que han conseguido serlo porque no fumaron, no bebieron, no se excedieron en nada, porque, en suma, vivieron casi monásticamente. A la memoria me viene la anécdota de aquel enfermo al que el doctor le diagnostica una grave enfermedad y al que le pregunta qué podrá hacer para prolongar su vida. El doctor le dice que se prive del vino, de los buenos manjares, de las mujeres: «¿Y usted cree, de verdad, doctor, que eso me alargará la vida?». «Tanto no sé -le responde- pero que va a parecerle larguísima, se lo aseguro».

La clave del éxito está en tener una buena naturaleza y es cosa probada que una buena naturaleza aguanta cuanto le echen. Sin embargo, difícil será que, aun siendo óptima, se haya librado de pruebas espinosas, de enfermedades graves, de azares quirúrgicos y que arribe a esa altura sin la quiebra de las prótesis locomotrices, dentales, cardíacas, pero nada de eso restará méritos a la hazaña ni mermará su disfrute. De todas maneras, los setenta, los ochenta, los ochenta y cinco años son, sí, un plinto vital de una altitud más que suficiente para abarcar, empinados a él, la existencia entera, y de esa exploración retrospectiva lo mismo puede deducirse la complacencia que el remordimiento. Envidiemos a los que se congratulan de haber optado, en la hora de la encrucijada, por la senda debida y no por la errónea: a los que aseguran que no rectificarían nada de lo que hicieron, a los que atinaron en el blanco buscado y no vieron desmayarse las flechas lejos de la diana. Eso sí. Son muy escasos los afortunados capaces de sonreír en los insomnios.

En fin, he enunciado los diez requisitos que considero necesarios para una vejez venturosa. Que no se estime ese decálogo como intocable. Aun a pesar de la falta de algunos, se puede ser -¿y por qué no?- dichoso.

Eso aparte, advirtamos que la anchura del día es mayor de lo que a simple vista parece, con veinticuatro horas desde su despunte al ocaso, en las que tantas cosas nacen y se anulan. El alma del anciano deberá sumirse en ellas sin que jamás le asalte el temor de que sean las últimas. Yo, permitidme que os hable de mí mismo, yo, hoy, sin leer las esquelas, me he afeitado, y eso sí, he puesto en el calendario la hoja correspondiente al día de mañana miércoles 24, con lo cual lo tengo ya medio apalabrado, pero de este martes 23, guardaré siempre un bello recuerdo porque en él me fue permitido participar en este ciclo de conferencias, que se ilustra con algunos de los nombres más prestigiosos de nuestro tiempo, en esta maravillosa sala en la que está vivo el recuerdo de aquel gigante de la empresa española que se llamó Ramón Areces. Y ahora, para terminar, dejadme que os cuente que esta mañana he asistido a la entrega del Premio Cervantes, no a Camilo José Cela, desde luego, sino a un ilustre escritor argentino, Bioy Casares, y que al final hemos oído el «Gaudeamus igitur». Este fue en sus orígenes, en el lejano medievo, una canción estudiantil elevada, por el paso del tiempo, de sus orígenes báquicos a la dignidad de himno (¡no es la única!, el himno asturiano lo hemos cantado más veces en posición sedente, que vertical). Volviendo al «Gaudeamus...» Hay en él una palabra que a mi me agradaría se cambiase. El estudiante se alegra: «post jocundam juventutem», de acuerdo, y añade: «post molestam senectutem». Claro que en el fondo la vejez es molesta, ¿quién no la cambiaría por la juventud?, pero también es fecunda. Mi propuesta es la que sigue, digamos: «post fecunda senectutem». Si las autoridades universitarias me hicieran caso, yo me felicitaría de que algún resultado práctico hubiera seguido a esta larga hora de hoy, en la que tan inconsideradamente he retenido vuestra atención.





Indice