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ArribaAbajo Configuración del Hombre

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ArribaAbajo Tres consideraciones previas

El hombre ecuatoriano: he aquí un asunto que suele aparecer rodeado de la maleza de las doctrinas más dispares, viciado de ampulosas excrecencias teóricas y casi ahogado en torrentes de acíbar. Pues con el pretexto de fundar la sociología ecuatoriana o de seguir la corriente indigenista, algunos escritores han tomado el motivo vital e íntimo para dejarlo en riesgo inminente de irse a pique, sin esperanza de que volvamos a verle otra vez sobre el plinto espiritual, claro como merece estar y preciso de sentimiento y de intelección, como lo necesitamos. Pocas veces se ha tratado este asunto con la delicadeza y la veracidad merecida, es decir, aún no le hemos redimido del resentimiento y de la frondosa vegetación de conceptos estériles que le rodean y, menos aún, le hemos regado con el agua beneficiosa de la simpatía. Sencillamente porque hasta ahora, a más de un siglo de andar emancipado y republicano moderno, solemos reducir todos los temas, hasta los más graves temas de la vida y de la persona, a simples tópicos de la política de bandería.

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A la mitad del siglo XX no alcanzamos a comprender aún los acontecimientos humanos en forma humana y completa, y si alguna vez tratamos de hacerlo, nos resulta casi imposible arrancarnos las anteojeras que se acomodaron nuestros abuelos con la finalidad, loable hasta cierto punto y muy explicable entonces, de conseguir que las mayorías populares tradicionalistas, incomodadas con la novedad impuesta por la flamante vida republicana, abjuraran o siquiera olvidaran los nexos y los afectos que las unían natural y secularmente con la metrópoli española y sus monarcas. Pero en nuestros días tales anteojeras resultan anacrónicas y, en lugar de alejarnos de formas políticas ya difuntas, nos alejan de la propia hondura histórica e interrumpen la comunicación directa que, como preciso deber, tenemos que guardar con nuestra más íntima realidad. Por seguir la corriente indigenista o por fundar la sociología ecuatoriana, a algunos escritores puede sucederles lo que dice la leyenda ocurrió a cierto monje medieval que, embelesado, marchó tras el canto irresistible de un pájaro y anduvo tanto tiempo sin darse cuenta de su caminar, que un día y de regreso ya a su monasterio, lo encontró habitado por otros monjes y, lo más extraño, el calendario con medio siglo de adelanto. El embelesado seguidor del canto fascinante, a pesar de sus andares y de sus ansias, detuvo el ritmo de su vida y quedó con medio siglo de retraso, como tantos sociólogos empeñados aún por transitar la senda abierta con la herramienta positivista...

Y luego de este brevísimo prólogo, necesario como las del teatro clásico -y aquí el personaje prólogo no anda por demás, pues se trata de hablar sobre el protagonista de nuestro drama secular como pueblo-, explicaré con toda brevedad en qué sentido tomaré la expresión hombre ecuatoriano, dentro del marco de un ensayo que trata de ver la vida del grupo humano al que pertenecemos, de verlo sin técnica alguna y por ese lado fluyente por donde se edifica la persona singular y colectiva. Por eso no pretendo hacer un estudio poblacional, sea en el aspecto etnográfico, sea en el aspecto estadístico, el cual bien llevado demostraría cosas muy distintas de las que   —293→   mantienen los adoradores del lugar común; tampoco me empeñaré en un estudio sociológico, porque mi propósito es el de marginar con reflexiones los acaecimientos que han configurado la Historia del Ecuador y, además, aun cuando moleste a algunos respetuosos de la sociología, porque nunca he puesto plena fe en la posibilidad de comprender a fondo el humano acontecer con el método empleado por esta ciencia, suerte de candileja técnica limitada a lo fenoménico.

Tomo la expresión hombre ecuatoriano en el sentida dramático más preciso que sea dable, pues creo que la Historia es entre otras cosas drama, drama de innumerables posibilidades, acaecer con intimidad vital que todos lo sienten y, en innumerables ocasiones, lo soportan heroicamente. Quiero tomar al protagonista en su ser y en su actividad, sin prescindir de lo que desde afuera le sucede, porque la existencia humana, a más de ser activa es potencia receptiva, sobre el fondo de una sustancia que permanece entre los cambios. Aun cuando en el mundo de la Historia, mundo ejemplar y siempre inédito, ocurre que el fondo permanente, la sustancia invariable del ser o del cuerpo histórico e historiable, no preexiste a secas y del todo, sino que nace y renace en el devenir, va configurándose en su mismo acaecer, en lo cual da principio la radical diferencia que palpamos entre un griego y un latino, por ejemplo; y no se diga la distancia real, abismática y siempre tensa entre un grupo humano por inferior que aparezca en su estado evolutivo, y una especie zoológica por estabilizada y superior que la encontremos. Pues el hombre a más de ser un inveterado animal racional, principalmente es un sujeto histórico, digno y capaz de autoedificarse no sólo por fuerza de su voluntad, sino también con el empleo y el auxilio de los acontecimientos externos y circunstanciales a los que, primero, soporta y, en seguida, asimila para dominar.

Se impone, luego después, una segunda consideración previa. La evolución del tipo humano histórico en cuyo término se encuentra el actual hombre ecuatoriano, o sea el que ha caminado siglos hasta dar en la era republicana,   —294→   como todo tipo de caminante de esta clase, no es simple, no se da desde el comienzo, ni es invariable. Si tomáramos indistintamente un pueblo de la Historia y sobre él vertiéramos la más correcta forma de comprenderle, nos desengañaría de cualquier doctrina simplista sobre su origen y evolución, pues no hay ente histórico, por elemental que se nos presente, cuyos orígenes no se cuenten en plural. El Ecuador, como los demás países de América, es producido por la fusión de razas y de culturas, sin que de esto podamos abdicar, ni siquiera renegar; fusión que entre nosotros, particularmente; se ha hecho con el blanco, el cobrizo y el negro, de diversas maneras y en proporciones distintas.

No hay, pues, la llamada América india, ni cómo puede haber si desde el nombre del Continente fue otorgado por un error de los primeros europeos que le descubrieron, y si el llamado indio es sólo uno de los elementos de la composición cultural resultante. Y tampoco existe la América blanca -salvo quizás la que se hizo en el sector nórdico del Continente por una selección violenta de razas, a costa de la desaparición casi total de la encontrara por los nuevos pobladores de origen sajón, y aún aquella no resulta limpia de elementos cobrizos o negros, si se la estudia con detenimiento-, digo que tampoco existe la América blanca, pues los españoles y los portugueses sin discrímenes de ningún género se mezclaron con los vencidos, hermanándose muchas veces y entregándose mutuamente sangre, apellidos, cultura, cuando no fundiendo nobleza y entrelazando estirpes ilustres. En México y en Perú la fusión fue inmediata no solamente en los que podríamos llamar sectores populares y mayoritarios, sino también en los selectos minoritarios, de cuyas resultas, ilustres casas de España emparentaron con princesas del Nuevo Mundo, o hijos de una primera generación mixta llegaron a emparentar con damas de alta alcurnia española. Al respecto se suelen citar dos o tres casos, quizás con el ánimo de mostrarlos como excepcionales; mas no fue así, porque lo general consistió, precisamente; en lo contrario. Como los primeros españoles no llegaron con mujeres, legal o ilegalmente,   —295→   con respeto a la moral cristiana o de espaldas a ella, unieron su vida con la americana y fructificaron en nuevas y prolíficas estirpes.

Pero si no existen las Américas india y blanca, existe en cambio la América mestiza -América mestiza, mezclada, mixta, fundida o fusionada en el crisol del sufrimiento convivido, y libre de aquella desdeñada condición que la sociedad americana, más tarde, en los siglos XVII y XVIII, incluyó en la palabra mestizo- y esta América es la que vive y cuenta, la única llamada a sobrevivir no sólo como definición de las fuerzas y de las realidades humanas conjugadas en su seno, sino principalmente como fórmula real de la unidad lograda, acaso por única vez en toda la extensión de un Continente, para ejemplo y contraste con la faena de otros conquistadores y colonizadores, con menor fama de crueles en las páginas de la leyenda trivial y en los libros que se escriben para contento de las gentes superficiales. Pero volviendo a lo de América mestiza, aclaro que tomo este término como sinónimo de fusionada, de resultante cultural y humana, y no en el sentido político o social que se le suele asignar. Entonces se comprenderá que, sin caer en contradicción lógica acepte como hecho cierto lo que algunos investigadores serios, como Ángel Rosenblat, aseguran sobre el proceso de continuo blanqueamiento de Hispanoamérica, proceso no interrumpido por la emancipación sino corroborado por españoles y otros tipos humanos que siguen aportando sus calidades humanas sobre la base constituida ya en los tres siglos de la era hispánica o edad media americana.

Todo lo cual demuestra que las nacionalidades surgidas en América, no son huerto cerrado y, menos, hostilidad abierta sobre el vecino, porque somos herederos de la actitud vital más auténtica de lo español: simpatía racial, afán de contagio humano, necesidad de versión hacia los demás. Sin que esto desdiga el hecho también español de que por motivos religiosos o espirituales se caiga en la posición contraria, o sea en la persecución al prójimo que no comulga con las ideas propias e íntimas: España no expulsó a moros y judíos por odio racial. Las   —296→   grandes persecuciones desatadas en España, contra los árabes y los judíos, así hubieran comprendido a dos importantes pueblos semitas, nada tuvieron de antisemitismo, ni el crítico consciente puede emparejarlas con las modernas desatadas contra las razas y no contra los creencias.

Otros conquistadores que no ostentan esta calidad paradójica y que no ostentan la fama infamante de crueles en la Historia ni en las relaciones con los pueblos que han puesto bajo su yugo, apenas han demostrado otra cosa que insuperable ineptitud humanitaria. Los españoles pudieron ser crueles en América, y lo fueron de verdad; por recurso de política o por urgencia económica; mas no fueron inhumanos como otros imperialistas civilizados pero no civilizadores que, sin crueldad, nada han dejado como herencia viva en inmensos dominios técnicamente extorsionados hasta en sus últimos recursos durante lapsos -iguales- o mayores y, lo más grave, lapsos más modernos que el período hispánico en el Nuevo Mundo. Sobre todo, ninguno de los países imperialistas, donde tan común es denigrar la obra de España, ninguno ha blanqueado un Continente.

Alguien podría objetar que el color racial blanco no constituye -por sí mismo ningún título de superioridad histórica o etnográfica. Bien, así es. Pero lo que resulta inobjetable es que el blanco europeo, hasta hoy, ha dado cumplimiento a las faenas más altas de la Historia occidental, con lo que ha modelado al Occidente y al mundo entero. Y si surgiera una segunda objeción asegurando que el blanco europeo ha modelado la Historia del mundo gracias a un conjunto de circunstancias y oportunidades favorables y no solamente gracias a sus condiciones intrínsecas, se debería responder que esta segunda objeción no existe, pues mi tesis afirma eso mismo, o sea que el más alto modelador de la Historia ha sido el tipo humano capaz de realizarlo hasta hoy; lo que no excluye la posibilidad de que otras sabidurías, nuevas potencias y hombres de otros Continentes, razas y colores puedan intervenir, merced a circunstancias propicias y a oportunidades favorables, sea modificando, sea editando otra   —297→   vez ciertas potencias espirituales profundas que nuestra civilización parece haber olvidado. Y agregaría algo más: en el fondo callado de la aflicción actual, ¿no se siente un afán de orientalizar al Occidente, una tendencia a descubrir las raíces hondas de nuestra existencia, en la profundidad complicada del asiatismo preclásico? Pero todo esto en nada disminuye la importancia histórica primordial del europeo blanco, puro o no. Más bien la acentúa con la inapelable argumentación de los sucesos cumplidos.

Y ahora, con la venia del lector, una tercera consideración previa, que sirve de antecedente a lo que inmediatamente diré y, sobre todo, fija mi criterio en relación con el asunto que voy tratando: nada de lo humano es susceptible de menosprecio; todo lo humano cuenta como material histórico de la más fina calidad. Porque no debemos olvidar algo extraño que ha venido ocurriendo en ciertos sectores de las letras americanas, como consecuencia de la costumbre, que señalé al comienzo, de reducir los más graves problemas de nuestra existencia a meros tópicos de la política partidista. Pensemos en lo que ocurre en otros dominios del pensamiento, en las ciencias biológicas, por ejemplo: el entomólogo no desprecia, ni siquiera menosprecia el aspecto que parece más insignificante de la vida, del movimiento, de la relación, de las costumbres, de la genética, de la herencia de uno cualquiera de los insectos que caen bajo su mirada lenta; el naturalista de todo género, por material o grosera que sea la región de la vida que enfoque, jamás la desdeña en los aspectos que ofrezca o pueda ofrecer, y donde hay algo no visto aún u olvidado o nuevo, allí acude con su ojo escudriñador y amable.

Sin embargo, en el campo de la sociología de los pueblos americanos y en el de la Historia de los mismos, con demasiada frecuencia se dan casos inexplicables, en los que a título de indigenismo o de españolismo, se desprecia o se quiere negar la acción o el valor positivo de la actividad cultural del prehispánico o del español conquistador o, cuando menos, se buscan modos sofísticos de reducir su importancia y el orden y el valor que, sin   —298→   apelación posible, representan los dos dentro de nuestra vida actual. Estos casos de inexplicable ceguera crítica no toman en cuenta, o aparentan ignorar que si algo sobrellevamos es nuestro pretérito inmodificable, innegable, imposible de extirpar de la existencia presente, sin matarla y sin envilecerla al mismo tiempo. Del presente, pero sólo de la parte que es exclusivamente nuestra, en algún modo podemos abjurar, y de nuestras conquistas actuales podemos hacer abstracción relativa, como también en ciertos casos es dable que un ser histórico llegue a amputarse un miembro político, económico o cultural de su presente exclusivo y cuyo crecimiento le sea enojoso para el tiempo en que vive.

Mas, romper con el pretérito se llama descastamiento y el descastamiento resulta siempre ridícula fanfarronería porque ofrece romper algo que, por su naturaleza, es irrompible. Hay ciertas presuntas actividades que resultan imposibles para la voluntad humana y cuyo enunciado mental nos debería causar, sin término medio, risa o pavor: una de esas es la intención de remontar el torrente histórico llevando el dañado propósito de romperlo, de desviarlo, de reformarlo o de sofisticarlo. Las cosas en el mundo histórico tienen la calidad doble de ser como actualmente son y, además, de manera irrevocable, del modo como fueron o acaecieron en el pasado. Todo lo humano es noble, y menospreciar una parcela de esa humanidad que desde atrás, desde siglos pasados sin remedio gravita sobre nuestra existencia actual, a más de descastamiento es castración, es eunuquismo. Nos afrentamos con todas las afrentas imaginables el momento en que menospreciamos la más pequeña porción ancestral. Somos hispano-americanos, somos mestizos de blanco, de cobrizo y de negro. Y de esto no tenemos escape ni remedio. Ante lo cual, la actitud noble consiste en reconocer nuestra esencia, en acatarla y en sublimarla.



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ArribaAbajo Cuestión de nombres... ¿nada más?

En consecuencia, y por más que se haya perdido un tanto el respeto al hombre americano, entre la maraña de doctrinas y de teorías que multiplican sus ecos sin fines concretos, necesitamos ennoblecer nuestra Historia, en un plazo corto, por más que un escritor francés llame, con una frase que ha tenido éxito, a nuestro tiempo le temps du mépris; porque si ahora no lo hacemos, será demasiado tarde cuando veamos que otros pueblos de la Comunidad hispanoamericana se hayan adelantado mucho en tal sendero. Necesitamos, como urgencia previa, poner fuera de combate nombres y cognomentos que, por el uso natural y también por el abuso político, han llegado a adquirir acepciones peyorativas, cuando no ofensivas a la verdad y a la esencia ecuatoriana.

Citaré unos pocos de ellos, que si bien he usado en las páginas anteriores, lo he hecho con la correspondiente reserva mental que ahora diré. Por ejemplo: los términos indio, indígena, colonia y colonial que son víctimas frecuentes del desdén y del abuso. Cuando he usado en este libro la palabra indígena siempre ha sido en su   —300→   sentido etimológico preciso, restricto, y no en el sentido traslaticio, vago, incongruente en que suelen emplearlo los folkloristas y sociólogos americanos que se atienen al sonido de los términos, a su boga o a su aplicación vulgar y superficial. Es preciso emplear esta palabra sólo en su sentido restricto cuando hay que usarla en plan de críticos o de historiadores, y por más que generalicemos su sentido no podemos aplicarla sino a los nacidos y generados en los lugares de los que se trata.

Y por lo que toca al término indio, término falso en sí mismo si se refiere al americano, ha tomado categoría social peyorativa. Es inútil dar explicaciones al respecto, cuando nos basta abrir los ojos y mirar a un numeroso conjunto humano debatiéndose todavía bajo la pesada lobreguez de un cognomento casi invencible, como baja esas capas de plomo que cubrían a los de lento caminar y gemebundo rostro que encontró Dante en el infierno y nos lo cuenta en el canto XXIII, cubiertos con el eterno faticoso manto. Los nuestros, llamados indios con tan poca razón, van también con lento caminar y cubiertos con su eterno y fatigoso manto, el poncho andino, suerte de vestimenta que les deja mancos no sólo en la apariencia material del busto sin brazos, sino en el real truncamiento de sus energías creadoras. Debemos desterrar la denominación, sea en el trato social de nuestros días, sea en el léxico del que nos sirvamos para escribir la Historia.

Para los usos de ésta sugiero, cuando hablemos en general usar la denominación hombre preincásico o la de hombre incásico, según el caso; y cuando a ambos les englobemos en una mirada o en una concepción total, emplear el término hombre prehispánico, empleo en el que no procuro otra cosa que seguir la costumbre establecida por la prehistoria o por la Historia misma, al referirse a pueblos o a grupos primitivos; y en este caso concreto no hago sino ir en pos de lo denominado ya por el doctísimo Jijón y Caamaño en su libro póstumo: Antropología Prehispánica del Ecuador. No convengo con el uso de términos tales como aborígenes o como autóctonos o como naturales -muchísimo menos con el importado   —301→   uso de nativos, especie de seleccionador, término con que el sajón distingue devaluando al que no es de los suyos-, pues los primitivos o primeros habitantes del paisaje que hallaron los Incas y los españoles a su llegada a estas tierras fueron tan inmigrantes como los conquistadores peruanos o los conquistadores peninsulares.

El origen americano del hombre americano, que justificaría un término tan absoluto en su etimología, como es el término autóctono, anda lejos de ser comprobado y no pasa de la categoría del mito. Y para el hombre que aún transita bajo el fatigoso manto entre las quiebras de los Andes, modifiquemos también la denominación y llamémosle, de modo general, campesino de la Sierra para distinguirle del campesino de la Costa, feamente llamado montuvio, y para distinguirle también del primitivo que aún vaga cazando por la selva oriental, aunque ya muy disminuido en número y agresividad. Y cuando no se trate de denominaciones generales, acordémonos que nuestros primitivos, tuvieron nombres raciales y regionales -puruhaes, cañaris, etc.- cuyo uso no está por demás volver a editar. Pero, comprendámoslo bien: las denominaciones separativas o excluyentes que, aun de lejos, hagan a unos ecuatorianos de mejor o de peor condición que a otros, son históricamente deprimentes y humanamente injuriosas. El Ecuador no es país de blancos, no es país de montuvios, no es país de indios, no es país de cholos; es país de ecuatorianos, simplemente.

Hay otras denominaciones a las que es imprescindible limpiar de cualquier dosis de contenido negativista. Me refiero a los términos colonia y colonial. Algunos escritores e historiógrafos distinguidos, entre ellos el historiador argentino Ricardo Levene, se empeñan en sustituir la denominación usual de los tres siglos de nuestra edad media o colonia, con esta otra: período hispánico. Están acertados y, en mi modesta opinión, por serias razones. En primer término: porque si los consideramos jurídicamente, aquellos tiempos no fueron coloniales.

Antes de proseguir, deseo rozar levísimamente una cuestión peligrosa, y que con toda seguridad causará molestia   —302→   a tiros y a troyanos. ¿Hasta cuándo seguiremos empeñados en acatar el dogma marxista decimonónico de que una colonia y un imperio son sólo etapas económicas, y que la llamada colonia nuestra tiene que seguir llamándose a sí, por representar una etapa de la dialéctica materialista? Soy muy respetuoso de las ideas, sobre todo cuando traen en su seno y en su desarrollo una dialéctica esmerada. Pero no creo que sólo por economía han nacido todos los imperios de la Historia. Y tampoco creo que una colonia sea un proceso fatal o una etapa insalvable dentro de la evolución. Estudiaré detenidamente y donde corresponda si fuimos o no colonia económica de España. Anticipo que sí. Pero además, y principalmente, fuimos parte de su organización política imperial que no se fundó sobre las ideas imperialistas de los siglos y de los imperios posteriores. Tenemos que reconocer que junto a las económicas hay otras fuerzas activas e imprescindibles como aquéllas en la Historia. El marxismo es cierto, pero no absoluto. Diré mejor: sería cierto si pretendiera no ser absoluto.

Repito, pues: en primer término, porque si consideramos jurídicamente aquellos tiempos, no fueron coloniales. España fundó en el siglo XVI un Imperio dentro del cual los americanos pronto llegaron a formar parte de la comunidad política en condición legal de vasallos, por decreto imperial bajo el reinado de Carlos V; y España junto con sus monarcas, sus juristas y sus políticos consideraron nuestro Continente como un Dominio. La palabra dominio aparece sola o combinada en muchísimas fórmulas imperiales o administrativas con frecuencia abrumadora, como demostrando que entonces, a partir del mil quinientos, hubo ya empeño de distinguir dominio y colonia, poniendo en ello casi el mismo empeña que ahora pone Inglaterra para distinguir a los pueblos que integran su Imperio.

En segundo lugar: si así no fuera, si España con sus monarcas, sus juristas y sus políticos no hubiesen puesto empeño en distinguir para establecer ciertas categorías administrativas certeras -lo cual es falso en sí mismo,   —303→   pues los documentos abundan en demostraciones contrarias-, nos queda a nosotros la dignidad de escoger un nombre que sea menos deprimente y coincida con clara nobleza y en todas sus partes con los anhelos de una veintena de pueblos moralmente incapacitados de cometer la villanía de renunciar a su ancestro. Si las palabras colonia y colonial han adquirido cierto matiz deprimente, por el mal uso que de ellas hicieron los políticos y los historiadores hispanoamericanos del siglo XIX; y por el uso peor que los políticos del siglo XX hacen de las mismas, vale la pena sustituirlas por otras que den más elevación a nuestra Historia sin hurtarle un ápice de verdad. Me acojo al término empezado a usar y, en adelante, en vez de colonia debe usarse período hispánico, salvo las veces que el sentido pida usar aquél en vez de éste.

Es digno de notar cómo, a lo largo de los siglos XVI y XVII, signos, de organización fundamental de los reinos españoles en ultramar, y hasta algo entrado el siglo XVIII, los papeles oficiales, los cronistas, los evangelizadores, los misioneros, los exploradores, etc. no usaron los términos colonia y colonial para aplicarlo a las regiones del Nuevo Mundo pobladas y civilizadas por España. Fueron los críticos negativos de las mismas, extraños a ellas y adversarios suyos los que, apoyados por el afrancesamiento español de la era borbónica, introdujeron esas denominaciones que nosotros, seguidores indiscretos de la literatura romántica de la era independista, continuamos usándola como gala y adorno de nuestra vida histórica. Los nombres con los que, al incorporarse las tierras americanas a la Corona de Castilla se designaron a las mismas, fueron los de Dominios, Reinos, Provincias y hasta Repúblicas. Pero nunca las de colonias, ni, menos, factorías, nombre este último tan agradable al oído anglosajón.

La denominación de factorías aplicada a las tierras del Nuevo Mundo habría parecido insoportable a la Reina Isabel la Católica o a los grandes Austrias, empeñados en dignificar a los súbditos ultramarinos del imperio y en levantar todos esos reinos al mismo nivel que a los demás   —304→   reinos peninsulares de España. Si el lector desea datos sobre el tema, datos elaborados y jurídicamente expuestos, los encontrará con sobrada abundancia y sistematizados en una certera exposición en el libro del historiador argentino Ricardo Levene: Las Indias no eran Colonias. No fuimos tal cosa en el orden jurídico, por formar parte ilustre de la Corona de Castilla, por expresa y reiterada declaración de los monarcas, aún cuando económicamente sí dependimos de la metrópoli, en una forma que se podría llamar colonial con ciertas restricciones, por no encajar la vida americana de esa era en lo que después se llegó a denominar colonialismo en fuerza de formas imperiales puestas en auge por los súbditos de otros países europeos venidos al Nuevo Mundo después de los españoles; que no fuimos colonia, se desprende de severas disposiciones emanadas de los Reyes Católicos y de los grandes Austrias.

Entre otras, de la Ordenanza de Poblaciones dictada por Felipe II en 1573, de la que tomo estas graves palabras olvidadas por los historiadores o postergadas por la mala fe:

«Por justas causas y consideraciones conviene, que en todas las capitulaciones que se hicieren para nuevos descubrimientos, se excuse esta palabra conquista, y en su lugar se use de las de pacificación y población, pues habiéndose de hacer con toda paz y caridad, es nuestra voluntad, que aun este nombre interpretado contra nuestra intención, no ocasione ni dé color a lo capitulado para que pueda hacer fuerza y agravio a los indios».



Ni los hombres, ni los pueblos, ni los territorios ingresaron a la corona de España manchados con ningún estigma inferiorizante o en situación de minusvalía legal. Cabe meditar largamente en lo que esto significó hacia el mil quinientos para la universalización del Derecho de que tanto nos ufanamos ahora, en ese siglo y en los siguientes en que todos los países europeos compitieron en hacer esclavos o enriquecerse con el negocio del ébano.   —305→   Los reyes de España, ellos mismos, cedieron más de una vez a la corriente y, por castigo, consintieron que en el Caribe o en el Arauco se hicieran esclavos...

Y a tono con lo que voy expresando aquí, también resulta necesario modificar el cuadro general de la Historia del Ecuador, señalando sus épocas y nombrándolas con mayor precisión: período preincásico, etapa incásica, era hispánica, período independista y edad republicana. Así delimitamos mejor y denominamos con mayor precisión la serie sucesiva del acontecer ecuatoriano y le limpiamos de acepciones que pueden ofrecer, por fuerza de circunstancias externas, tales o cuales matices de comprensión peyorativa. El simple respeto al elemento humano con que está elaborándose constantemente la Historia, nos obliga a rectificar lo que de cualquier manera puede herir de falsedad al nombre ecuatoriano, a sus hombres, a su historicidad y a su vida pretérita que es también actual. Nada puede ennoblecer tanto el conocimiento de los grupos humanos, como comenzar llamándoles de la manera más conforme con la dignidad y con la ética.

Si las palabras, no por ellas mismas sino por el mal uso o por el abuso que las subyuga, cambian su esencia prístina y enturbian su contenido, nada mejor que depurarlas con la fijación lógica del concepto preciso encerrado en ellas. Y cuando esto no es posible, sobre todo en el mundo de la Historia, nada mejor que pedir a los hechos la aclaración definitiva. Esto debemos hacer. Esto mismo he comenzado por hacer. Tanto que, ahora, liberada de esta carga mi conciencia sigue el sendero insinuado por el motivo del presente ensayo: o sea, buscar el modo más humano y natural de comprender al hombre ecuatoriano, tema que explícitamente será tratado en estas páginas pero que, implícito en el fondo de todas estas reflexiones sobre la Historia del Ecuador, se desarrollará como el tema orquestal, surgirá aquí o allá, en su ser o en sus variaciones posibles, como irrestricto testimonio de mi amor a la vida y como prueba de la devota sumisión de mi manera de pensar, a los dictados de este motivo o fuente primaria del mundo histórico. En la Historia todo se hace desde la vida.



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ArribaAbajo Ante todo, la palabra NACIÓN

Antes de otra cosa, me detendré a desentrañar, siquiera en parte, la complejidad de lo que se llama tan fácilmente espíritu nacional, porque al hombre y a los pueblos se los define por su espíritu más que por las apariencias externas, que sólo nos conducen a encasillarnos en ciencias tan concretas como son las biológicas y las etnográficas, cuando las tomamos aisladamente en sí y distantes de la hondura humana del ser biográfico. Pero al hablar del hombre como sujeto histórico, lo más importante es perseguir lo profundo de su autoedificación, esa inaparente fisonomía que se descubre penetrando más allá del velo de las apariencias concretas, tales como palabras y actitudes, y que no son otra cosa sino expresión de la intimidad, pero expresión que por sí sola no basta para respaldar juicios o interpretaciones históricas.

Uno de los riesgos del Historiador, entre otros riesgos acaso menores, consiste en el peligro de quedarse en la superficie aparente de los acontecimientos, de los términos de que debe partir, de los datos antropológicos y de   —307→   todo aquello que es material indispensable en las ciencias concretas y experimentales que también se refieren al hombre. Pero saber historiar es, precisamente, saber arriesgarse, dejar que la mente vaya mas allá de los datos y, gracias a ellos, intuir en la fluida y fugaz esencia espiritual lo que en ello hay de definitorio y preciso, de propio y auténtico. Historia que no se atreva a esto, no sobrepasa a la compilación, al cotejo de datos, a la manipulación de inepcias o al descuartizamiento de cadáveres. Es disección y no Historia.

A fin de iniciar un entendimiento apropiado con el tema, comenzaré por dividir los dos términos, espíritu y nación, unidos tradicionalmente por el uso en una frase que es un nombre y que, además, alberga un sentido múltiple. Y me detengo, primero, en el término nación, aun cuando piense el lector que a cuenta de hacer definiciones acuda a la consabida cadenilla de palabras y de signos poéticos: nación es el suelo que nos vio nacer, la tierra que nos nutre maternal, el cielo que nos cubre, la lengua o la creencia que nos vincula, el amor, paterno y fraterno... No. Mi ánimo es llevarle por otro lugar: la palabra nación a más de hacer referencia al hecho real de que determinada persona o grupo humano haya llegado al mundo aquí o allí, hace referencia formal a aquel conjunto de virtualidades, potencias, fuerzas ancestrales, suficientes o insuficiencias con que el ser humano llega a la vida. Porque, a no ser dentro de una condición primitiva sumarísima, nadie llega inerme a la vida, aun cuando las ciencias hablen del estado de invalidez del infante y lo demuestren. La verdad es que más allá de esta a parente indefensión todo niño viene al mundo cobijado por un lote de bienes previamente adquirídos. Nace como un inquilino de cierto tramo de la cultura y de un resguardo ético y social que le ayudará a sobrevivir.

Por algo, siempre se dijo en el lenguaje popular antiguo y fundado: fulano es tal o cual cosa de nación o por nación; de nación es español, americano del norte, inglés, etc.; por nación es bueno o malo, cojo o sano, tonto o despejado... Sin fatalidad alguna que le ligue   —308→   para siempre, mas con un lote de bienes del que podrá disponer con señorío y con el alto fin de edificar su biografía, el hombre ingresa en el escenario que le tocó en suerte, donde su actividad de manera singular e irrepetible protagoniza en un drama en el que cada cual resulta autor y actor exclusivo. En su esencia la palabra nación señala claramente dos realidades diversas: la material de un nacimiento aquí o allí, y la formal de una suma de posibilidades con qué edificar la biografía. La falta de comprensión de este dual significado, desencadenó siempre un caudal de opiniones, algunas de las cuales han desembocado en el rabioso y excluyente nacionalismo negador de la nación y de la nacionalidad en su correcta realidad.

Pero hay una tercera referencia o llamamiento encerrado en el seno de la palabra nación; hay un sentido que tiene importancia primaria para el historiador: y es que a más de valer para la biografía singular, se refiere también a la colectiva, en cuyo seno se hace patente de manera previa, inclinando, predisponiendo o induciendo a la vida del grupo a manifestarse de esta manera o de la otra, a seguir esta vía u otra distinta, sin negar que el grupo sea de nación surgido aquí o allá, pero dejándonos ver que por nación dispone de un conjunto de posibilidades con qué imprimir estilo a su existencia y conseguir tipicidad en el abigarrado panorama histórico. Podemos ser y de hecho somos de nación ecuatorianos, por habernos alojado la vida en un aquí geográfico determinado; pero también lo somos por nación, o sea mediante nuestra calidad de dueños de un repertorio de posibilidades vitales propias, que hagan de nuestras vidas singulares y especialmente de nuestra vida colectiva, un algo o un todo diferente de otras vidas y de otras formas de convivencia. Por nación difiere un francés de un alemán y no solamente de nación o a causa de su nacimiento. Este de y este por resultan capitales para lo que diré después.

El antedicho repertorio de posibilidades colectivas nunca ha sido dado como puede darse un capital con qué iniciar una empresa, ni se encuentra terminado, concluso,   —309→   ofreciéndose al primer ocupante o menesteroso de aquellas, más bien tiene semejanza con un tesoro acrecentado con lentitud ejemplar en siglos de acumularse por el ejercicio de cierta virtud que podría llamar ahorro tradicional. El monto de tal ahorro se ha llegado a constituir con las respuestas ensayadas o logradas por el grupo ante las incitaciones del contorno, con los resultados obtenidos por las fusiones culturales y con el haber biológico alcanzado por la unión de estas o de aquellas corrientes humanas. Sumadas experiencia y vida, consolidadas a largo plazo, forman un caudal que garantiza la pervivencia y obliga a continuar acrecentando unos valores por los que el grupo tiene razón de existir entre otros grupos semejantes o diversos.

En el caso ecuatoriano, concretamente, nuestro caudal se ha formado por la acumulación de bienes o de posibilidades históricas aportadas, en primer lugar, por los gestos humanos asumidos en la planicie tórrida y en las montañas frías, cada vez que un nuevo torrente migratorio sobrevino y se colocó originalmente en el paisaje, o junto a los grupos preexistentes, o a veces sobre ellos. En segundo lugar, por las fusiones de culturas, ya fueran persuasivas o violentas, ya despaciosas o súbitas, acaecidas antes del Incario, a lo largo de éste y, con mayor variedad y penetración, en los tres siglos del período hispánico; fusiones a las que deberíamos añadir la persuasión lenta de otros modos y estilos de vida que, durante la era republicana han venido a incrustarse, poco a poco, en nuestros gestos esenciales, aunque sin llegar a su raíz y sin afectar las maneras profundas de expresarse nuestra realidad. En tercer lugar, el caudal de posibilidades se ha acrecentado con el mestizaje racial que acabó por crear un tipo humano, si bien no invariable en su material contextura, dueño sí de un conjunto de potencias biológicas en las que nuestra ceguera o nuestro sectarismo político no nos ha permitido detenernos con lentitud, ni, menos, nos ha permitido interrogarles o pedirles lo mucho que pueden dar de sí.

Podríamos calcular cuánto se aloja en la intimidad racial ecuatoriana y mestiza, dedicándonos a estudiar   —310→   comparativamente cierta realidad histórica muy frecuente, grande como una montaña y que demuestra, casi sin apelación alguna, que los mestizajes raciales y las fusiones de culturas han permitido dar los pasos más decisivos y altos en el camino temporal de los pueblos. Cualquier fusión, en último término, resulta ser un acrecentamiento de posibilidades históricas, pues el tercer producto de esta mezcla de posibilidades que es cada grupo humano, heredará o mejor dicho, acumulará lo que le llega de las dos vertientes, aun cuando el uso sistemático de esta riqueza tarde largo tiempo en realizarse.

Por nación somos, pues, un grupo humano en potencia de dar pasos decisivos que logren sobreponerse a las hostilidades frecuentes que nos asaltan en el camino, pasos que sean, a más de simple lección, el fundamento de una vida mejor para nuestros sucesores. Fusión cultural y mestizaje racial: he allí el hontanar de la calidad histórica de los pueblos hispanoamericanos, del ecuatoriano entre ellos; y de allí vendrá la mayor parte del caudal histórico manejable en nuestra convivencia, si quiere seguir siendo original y vigorosa. Por nación somos un pueblo mestizo, un pueblo fundido con ricos metales, un pueblo que no tiene razón alguna de ir a caza de extrañas definiciones simplistas para contener conceptualmente su convivencia múltiple y compleja. Por nación somos, pues, un pueblo rico y dueños de posibilidades múltiples.



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ArribaAbajo Y, en seguida, la palabra espíritu

Y ahora, me referiré al término espíritu procurando, así mismo, no fastidiar al lector con digresiones de carácter psicológico o metafísico, antes bien buscando el modo de atenerme a la real manera de ser nuestros pueblos hispanoamericanos, y el ecuatoriano en particular. Y comenzaré por recordar algo que solemos olvidar con demasiada frecuencia: la lenta formación del espíritu que se edifica en dos sentidos, desde sí mismo con el fin de verterse hacia fuera, y desde la exterioridad, por obra de ella, hacia adentro. La vida humana representa una lenta configuración del espíritu en este juego doble. Nadie ha nacido perfecto, pero todos han nacido con los pies en la vía de la perfectibilidad. Y aunque parezca extraño, en la Historia se da un proceso análogo, muy singular y nunca repetido, mas por eso no menos cierto y visible. Tan visible que muchos, en el siglo pasado y antes aún, no vieron más y pensaron resolver el misterio de la Historia y de su crecimiento espiritual, con la tesis del progreso indefinido.

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Tal es el secreto de la ética, de la ascética y de la alta biografía: como perla que silenciosamente crece en el fondo de su concha, consiste en una pausada edificación espiritual que, a más de permanecer en el fondo, fija, definitiva y dando testimonio de la esencia inmutable y personalísima de toda existencia, hace de cada hombre una identidad capaz de cambiar según sus fines y de vencer a los cambios externos por sucesivos e inesperados que le ocurran. Los grupos humanos, del mismo modo que las existencias personales, conllevan su perla en afán de crecimiento, es decir su espíritu que constantemente les define, les conserva idénticos a sí mismos y les permite ser, no obstante la sucesión humana que acontece sin término. En el fluir de la vida y de las generaciones que pasan, apenas se alcanzara a integrar un grupo humano, el grupo desaparecería si no fuera por aquella persistencia espiritual capaz de sobrevivir y de vencer las acometidas incesantes de la muerte. Pues nada hay de material o de aparente que se esfuerce por mantener el grupo humano permanente y semejante a sí mismo, a despecho de lo que fluye y no retorna, fuera de la intangible realidad espiritual.

Mis lectores van a calificarme de romántico por hacer referencia tan asidua a lo espiritual en relación con la Historia. Sería romántico si creyese en el volkgeist o espíritu popular endiosado por los filósofos alemanes de comienzos del siglo pasado, espíritu cuya calidad esencial se definía por preceder a la materia histórica -hombres y pueblos- a la que estaba llamado a dar fisonomía; espíritu idealizado y llevado a la máxima potestad por Hegel y de quien recibió la más grande anterioridad y fuerza configurativa. Pero, sin ser romántico, sí creo en la existencia de cierta realidad permanente que vence el cambio y permite que los hombres se integren en una unidad duradera superando al tiempo y a la muerte, las dos vallas que lo humano singular no vence jamás. Mientras los hombres pasan, el espíritu nacional o el espíritu del grupo resiste y logra una permanencia ejemplar.

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Y he aquí la primera cualidad de este ente impalpable pero real: rebasando el fluir de la vida y las transformaciones temporales y humanas acaecidas, hay algo que nos hace permanecer y sentirnos ínsitos dentro de una forma histórica que nuestros antecesores y nosotros mismos hemos llegado a adquirir, que nos hace sentir y permanecer ecuatorianos, tanto como lo fueron nuestros abuelos, que con ellos nos une y nos identifica, casi identificándonos también con nuestros connacionales y con sus respectivos antepasados. La mera convivencia material o la simple sucesión de las generaciones, por continuas o contiguas que las sintamos o nos las representemos, no alcanza a explicar la naturaleza traslúcida e impalpable de este acontecimiento. Sobre todo, la sucesión de las generaciones es la menos llamada a explicar la naturaleza de aquel algo, pues no obstante ser el vehículo de la tradición, nadie ignora el carácter polemista o de polaridad que es natural a las generaciones: siempre se nos muestran unas frente a otras, unas en contra de otras. Necesitan, también ellas, un nexo que las conceda la unidad y la unanimidad de que naturalmente carecen.

Si la permanencia de aquel algo en medio del cambio histórico no se concreta o expresa por completo, ni, menos, se agota en los sucesos materiales, si el espíritu del grupo no es sólo la manifestación del grupo sino mucho más que este mismo, y si el grupo humano tampoco es la mera revelación de un espíritu preexistente y ordenador como enseñaban, con prodigios de dialéctica, algunos filósofos románticos e idealistas en los comienzos del siglo XIX, debe haber algún otro camino apto, practicable, por donde echemos a andar en busca de una solución adecuada del acontecimiento humano, humanísimo, de la permanencia en medio del cambio, hecho extraño a primera vista y aparentemente reñido con el trámite usual de la Historia, en cuyo ámbito sólo hallamos la sucesión y cuya naturaleza se define por la transitoriedad. Lo que permanece, quizás se nos antoja no ser ya de la Historia, y quizás creamos que pertenezca a la historia natural, mundo de las cosas dadas definitivamente; o a la metafísica, mundo de las esencias inmutables.

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Pero no es así, porque la Historia es un acumularse lentamente, un ir haciéndose que si implica transitoriedad, pide también desde lo más secreto, con angustia casi, que el bien acumulado permanezca y vaya transformándose en una manera de ser o en una efigie que, sin volverse rígida, le haga permanecer. Lo histórico se patentiza, principalmente, en dos actividades: en el pasar, pero además, en el incluir lo pasado dentro de la actualidad, despojándole del sabor pretérito y concediéndole una sustancia connatural con lo que somos aquí y ahora. Y tal es la segunda calidad de aquel algo impalpable pero real, inerme pero suficientemente poderoso para comandar, a veces desde muy lejos, casi todo lo que de modo estricto y temporal cae fuera del área de su vigencia.

Si este algo del que vengo hablando tuviera un ser concreto y eterno, o se representara sólo en la suma de los acontecimientos, sería rígido, no pasaría, pues ya su simple pasar a la memoria de los hombres y su subsistir en los recuerdos es desmaterializarse; y tampoco se incluiría en el presente, pues lo que nunca podríamos hacer sería desfigurarlo en el empeño de buscarle acomodo en el seno de nuestra actualidad, como acomodamos o acondicionamos una casa, un mueble o un lote de bienes fungibles. Decía antes que, por nación, hombres y pueblos disponen de un lote de bienes con los que edifican su vida con señorío. Esto es cierto, pero resulta igualmente verdadero que dicho lote de bienes, en el momento menos pensado, se nos trueca en gobernalle, cuando no en el nauta o en el piloto experto de nuestra Historia, siempre a caza de agotar la cantera inagotable de la experiencia.

No sé hasta dónde sea legítimo llamar al espíritu de un grupo humano determinado, con la siguiente metáfora: geología de la Historia. Pues resulta ser como la geología de lo histórico si se atiende a su lenta formación. Al edificarse progresivamente, sedimentándose en el acaecer sucesivo, al configurarse como las rocas más duras y durables con materiales frágiles adventiciamente detenidos en una estática que les vuelve resistentes, el   —315→   espíritu de cada pueblo -sin volverse estático y conservándose siempre dispuesto al movimiento- representa en medio de la mutabilidad y del cambio, el papel de lo tectónico o de lo que da estructura a las formas de convivencia estabilizadas, y que no habrían encontrado otra manera de fijarse como unidad y de aparecer en bloque, sin el auxilio de esta formación receptiva, conservadora y transmitida sucesivamente, es decir tradicional.

Es posible leer en la geología, lo mismo que en el espíritu de cada grupo humano, todo el pasado si es que a ello aplicamos la intuición apoyada en los conocimientos; es posible leer en este alfabeto los accidentes terrestres y humanos, los sucesos, los hundimientos, las destrucciones, lo que se ha superpuesto, lo que se ha levantado, las novedades originales, las fuerzas que se acumulan, en definitiva, aquello en virtud de lo cual perduran y se diferencian pueblos y tierras. Si anotamos que la metáfora, que por serlo, lleva un germen de inexactitud, tendremos no obstante en favor de ella el habernos permitido aclarar el problema y comprender la función del espíritu en su papel especificador de los grupos humanos: sin preexistir, más aún, formándose parejamente a ellos, acaba definiéndolos y, hasta, guiándolos.



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ArribaAbajo Y, después, el espíritu nacional

Llegados a este punto se nos hace más sencillo comprender lo que designamos tan apresuradamente como espíritu nacional, encubriendo por dos palabras unidas por la costumbre, un laberinto que rebasa el sentido de las mismas; sentido qué usualmente solemos identificar con el tránsito temporal de los grupos humanos, con su duración, con el pausado surgimiento de su fisonomía, en una palabra, con la vida de los mismos. Pero no deberíamos olvidar que en las dos palabras espíritu nacional, lo nacional es laberíntico y el espíritu constituye el hilo de Ariadna que necesitamos para no perdernos. Y quiero manifestar que no soslayo el problema del hombre ecuatoriano diluyéndolo en el del espíritu nacional, como tratando de tomar el rábano por las hojas; no, pues según mi entender fracasa cualquier concepción histórica de dicho tipo humano si no nos asimos con toda fuerza al hilo que ha de llevarnos al fondo del laberinto y ha de traernos de nuevo, satisfecha nuestra curiosidad, fuera del mismo.

El espíritu nos indicará por dónde vamos, hemos ido o deberíamos ir, pues sólo su hálito concede a la Historia   —317→   el plan de su trayecto o el sentido de su caminar; por el espíritu se nos vuelve comprensible la muda existencia pretérita de los hombres. Es el testigo de camino, el compañero ejemplar y el creciente caudal que nutre y se nutre con el tránsito de los grupos humanos. El espíritu que hoy nos define como ecuatorianos no preexistió a la nacionalidad, ni se improvisó en el sitio menos pensado del tiempo, ni se dio un buen día presentándose perfecto y distinto, colmado de sus peculiaridades y diversificado del espíritu que anima a otros grupos humanos de América. De ninguna manera. El tipo espiritual de la nacionalidad ecuatoriana sobreviene o acaba por configurarse como la resultante de muchas superposiciones que, a lo largo de siglos, llegaron a compenetrarse hasta cuajar en una gema original. Voy, pues, a recordar este proceso de compenetración, siguiendo los varios niveles históricos adquiridos y la pareja formada por la nación y su espíritu. En otras palabras, voy a recordar cómo se hizo el hombre ecuatoriano.



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ArribaAbajoEl primer nivel da con el inframundo arqueológico

Hay un nivel primero, construido durante siglos de paciencia, no bien dilucidados todavía y que designamos, para salir del paso, con el nombre de prehistóricos o de preincásicos, nombre precario pero que hasta hoy tiene barruntos de definitivo, quizás por la imposibilidad actual de hacer con ellos o sobre ellos una Historia auténtica. En tales siglos se formó una cultura, mejor dicho, se formaron varias culturas reducibles, sin embargo, a un tipo común de ellas, las llamadas primitivas, muchas de las cuales, prescindiendo de nomenclaturas arqueológicas, en nuestro paisaje no rebasaron el plano más inferior de evolución tribual. Decir culturas primitivas no quiere decir que, sin más consideraciones, las concedamos idéntica estatura o las asignemos igual grado de desenvolvimiento social o técnico. Dentro de esta denominación se incluyen culturas de diverso comportamiento que se hallan tanto en los estadios más inferiores del desarrollo humano, como las que han conseguido ya una mayor elevación y hasta formas sociales estables, y ciertas técnicas de dominio económico del mundo material.

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Pero en este aparte voy a referirme sólo a las que, antes del Incario, se movían sobre nuestro paisaje sin haber conseguido mayor altura en cuanto a formas de convivencia política y a estabilidad y, sobre todo, que no lograron conquistar el tesoro supremo del pensamiento lógico. Ahora bien: estas dos conquistas no las obtuvo ninguno de los pueblos antes de llegar los Incas, la primera, y antes de llegar los españoles, la segunda. Resultan imprescindibles las observaciones que, al respecto de los preincásicos del Ecuador, trae Cieza de León en los capítulos, de La Crónica del Perú destinados a describir los pueblos que encontró en su viaje hacia el sur, luego de salido de lo que hoy es Colombia y antes de ingresar al territorio del Perú. Al referirse a los primitivos habitantes del Quito, dice sin titubeo alguno ciertas frases que las definen como de más alta calidad que a los primitivos de Pasto, Popayán, Antioquía y más regiones que visitó antes, y en donde encontraba a los hombres sometidos a inhumanas costumbres, tan crueles como arraigadas, y con las que los españoles chocaron y lucharon despiadadamente hasta extirparlas: antropofagia, poligamia, sodomía, sacrificios humanos, deidades sanguinarias, etc.

Hablando de los habitantes del Quito, asegura en el capítulo XL:

«Los naturales de la comarca en general son más domésticos y bien inclinados y más sin vicio que ninguno de los pasados, ni aún de los que hay en toda la mayor parte del Perú, lo cual es según yo vi y entendí; otros habrá que tengan otro parecer; mas si hubieran visto y anotado lo uno y lo otro como yo, tengo por cierto que serán de mi opinión. Es gente mediana de cuerpo y grandes labradores, y han vivido con los mismos ritos que los reyes ingas, salvo que no han sido tan políticos ni lo son, porque fueron conquistados dellos y por su mano dada la orden que agora tienen en el vivir; porque antiguamente eran como comarcanos a ellos, mal vestidos y sin industria en el edificar». Y un poco más adelante agrega:   —320→   «Y como arriba dije, todos estos son dados a la labor, porque son grandes labradores, aunque en algunas provincias son diferentes de las otras naciones, como diré cuando pasare por ellos, porque las mujeres son las que labran los campos y benefician las tierras y mieses, y los maridos hilan y tejen y se ocupan en hacer ropa y se dan a otros oficios femeniles, que debieron aprender de los ingas...»



En lo atinente a la variedad y parentesco de culturas y de razas que hubo entre los preincásicos del Ecuador, Cieza tampoco escasea en alusiones útiles. En el capítulo XLI de La Crónica del Perú, se dice:

«Estos y todos los deste reyno, en más de mil y doscientos leguas, hablan la lengua general de los ingas, que es la que se usaba en el Cuzco. Y hablábase esta lengua generalmente porque los señores ingas lo mandaban y era ley en todo su reyno, y castigaban a los padres si la dejaban de mostrar a los hijos en la niñez. Mas, no embargante que hablaban la lengua del Cuzco (como digo), todos tenían sus lenguas, las que usaron sus antepasados. Y así estos de Panzaleo tenían otra lengua que los de Caranque y Otabalo».



Las costumbres más humanitarias de nuestros primitivos las resume Cieza en esta simple y decisiva expresión:

«Por estas tierras no se comen los unos a los otros ni son tan malos como algunos de los naturales de las provincias que en lo de atrás tengo escripto».



Las creencias, si bien dispares, se revelaban en la casi común heliolatría peculiar de lo que llegó a ser casi todo el Tahuantinsuyo. Cieza lo anota al paso, reiteradamente en observaciones sintéticas pero definitorias. En el mismo capítulo XLI se leen dos llamadas: «Adoran al sol», dice la una; y un poco más allá, la otra expresa:

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«Al sol hacen grandes reverencias y, le tienen por dios: los sacerdotes usaban de gran santimonia».



En el capítulo XLIII, al referirse a los pueblos diseminados por el sur del Quito, hasta dar en Tomebamba (hoy ciudad de Cuenca), dice:

«Todos tenían por dios soberano al sol».



Y, como redundando, en el capítulo XLIX agrega la siguiente valiosísima observación:

«En muchas destas partes los indios dellas adoraban al sol, aunque todavía tenían tino a creer que había un Hacedor y que su asiento era el cielo».



He aquí, pues, como según Cieza, y sin que él se haya planteado el problema, los preincásicos ecuatorianos, no obstante su variedad, se nivelaron religiosamente en el culto solar. La heliolatría fue, sin duda, una cierta línea de nivel medio entre los relampagueantes atisbos de un monoteísmo emergente en el espíritu humano a poco de iniciarse su desarrollo cultural, y el politeísmo en sus diversos grados, pesado y oscurecedor, como lo anota el mismo Cieza de León al decir cómo unos adoraban un animal, otros una piedra, aquéllos la luna, aquéstos los árboles, una esmeralda los de allá, un pájaro los de aquí. Pero en la casi totalidad de los casos, el dios principal era seguido por un cortejo de dioses secundarios adorados juntamente. Por otra parte, y esto resulta de más valor si leemos con atención a Cieza, a Sarmiento de Gamboa y a otros cronistas, se descubren en el fondo del politeísmo, sus prolongaciones sociales por las que nos percatamos del totemismo existente en la América precolombina, con casi las mismas características descubiertas por los egiptólogos entre los primitivos nomos de Egipto. La comparación sería larga y prolija de hacer, y menudean las consecuencias deducibles de la misma, pero este asunto será tratado con la debida prolijidad en el lugar que la lógica lo demandare.

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Aparte de esto, en nuestro primer nivel cultural hay variedad, pero hay también indudables caracteres comunes. Muchas agrupaciones, diversamente ubicadas en los sitios más opuestos de la geografía ecuatoriana actual, comenzaron a caminar, algunos siglos hace; a demostrar su actividad creadora y a dar respuestas humanas al contorno material. Pero no todas marcharon con un programa de actitudes simultáneas: si unas adelantaban, otras iban con demora; si algunas lograron conseguir cierto dominio técnico un poco más experto, otras demostraron una rudimentaria capacidad política; si aquí las textiles hacían acto de presencia, allá la metalurgia, la talla de la piedra o la cerámica lograba demostraciones un poco más seguras. No hubo, pues, un ritmo isócrono y la vida, al desarrollarse por su cuenta, en apartes reducidos y en posiciones desperdigadas, silenciosa y perseverante siguió su cursa de ascensión mientras pudo hacerlo, es decir mientras las condiciones históricas le permitieron edificar su cultura con libertad.

No obstante esta variedad; el nivel primero existió con fisonomía y notable afán de continuarse: podemos hablar, por lo mismo, de caracteres generales de aquellos siglos. Desde luego que una empresa tal, en estas páginas, debe restringirse al recinto preciso de la crítica histórica, pues la visión arqueológica o etnográfica del asunto no entra en el dominio de mis capacidades, ni en el plan de este ensayo. Y nadie me acuse de reducir un campo a otro para fijarle dentro de normas críticas diversas, pues sólo diré de aquellos primitivos habitantes del paisaje ecuatoriano, las pocas palabras que son posibles de decir desde el terreno histórico, y sin que esto signifique dogmatizar en terrenos científicos extraños. -Afirmar un nivel humano es, según mi entender, tarea que compete más al que trata de Historia que al arqueólogo, sin que a éste se le niegue el derecho de hacer lo suyo.

En efecto, por alejados geográficamente que se encontraran unos de otros aquellos grupos humanos, aquellos primitivos moradores de nuestro paisaje, y acaso debido a los troncos etnográficos más o menos próximos de los   —323→   que descendían casi todos, o acaso en fuerza de las similitudes cronológicas o espirituales que en ellos se dejaban sentir, sucedió que algunos de los gestos humanos esenciales adoptados por ellos mantuvieron estrecha semejanza, a pesar del casi absoluto estado de desconocimiento mutuo en que se encontraban los de aquí respecto de los de más allá. Puede suponerse que tal desconocimiento fuera explicable o más acentuado entre las sociedades tribuales de la hondura tórrida con relación a los grupos humanos de la altura montañosa, y viceversa. Pero igualmente se puede suponer que los pueblos costaneros estarían en mejor capacidad de vencer el aislamiento recíproco, gracias al vínculo del mar y su servicio de aglutinamiento universal. Mas, no interesan aquí estos problemas a los que he aludido incidentalmente. Lo que importa es reconocer que, en parte debido al aislamiento y, en otra parte, por las conexiones escasas o acaso nulas, aquellos pueblos difícilmente habrían superado, por sí solos, la variedad en que se hallaron sumidos.

¿Cómo fue aquella variedad? La que abunda en el orden de la cultura, hablando en términos generales es, de manera reiterada, técnica y espiritual, sin que entre estas dos formas se pueda establecer ninguna definitiva o permanente prioridad lógica o de tiempo, firme y siempre realizada. No faltan doctrinas sociológicas y también historiológicas concordes en enseñar el predominio o la prioridad de la técnica o la del espíritu, o la rígida sucesión de una forma a otra. Para un metafísico de la Historia, por ejemplo, las formas técnicas son derivadas de las premisas espirituales en que funda su interpretación del humano acontecer. En cambio, situándose en el otro extremo, un materialista de la Historia dirá que todo, hasta las formas espirituales, son simples derivados de las formas técnicas de la producción económica, en que funda su interpretación historiológica. En el medio, y sin que llegue a constituir el justo medio, por supuesto, están Comte, su positivismo y sus fieles seguidores, que aseguran el paso inflexible, siempre realizado con programa, de lo espiritual que antecede en regiones primitivas, a lo técnico posterior que sobreviene en estadios   —324→   culturales consolidados, en donde mueren las formas espirituales y ocupan su lugar las formas positivas y científicas.

Sea puesta la teoría a un lado, porque lo que sí acontece con sorprendente puntualidad en la Historia, es que unas veces un cambio técnico llega a determinar una variante espiritual y, viceversa, un cambio espiritual anula o genera determinadas técnicas. Y ahora repito la pregunta del párrafo anterior: ¿cómo fue aquella variedad? ¿Cómo se presentó en la vida de los primitivos? Fue, sin duda, variedad de lenguas, de religiones, de grados de evolución social y política, variedad de producciones y de cultivos de la tierra, variedad de armas y de métodos de hacer la guerra, variedad de comportamientos concretos frente al mundo real, variedad de necesidades y distintos modos de satisfacerlas... He aquí un cuadro humano muy movido y lleno de cambiantes notables a simple vista. Y toda esta abundante perspectiva, ¿podrá llevarnos a hablar de continuidad o de fisonomía común en el primer nivel de nuestra cultura? La abundancia y la variedad mismas, no; pero lo de fijo y profundo, lo que de aspiración y finalidad allí encontramos, sí. Aristóteles, hace siglos y con sencillez enseñó que las cosas diversas se distinguen por aquello que tienen de común; enseñanza sin asomo de paradoja en su fondo, pues si atendemos a que el rojo y el azul son diferentes, difieren precisamente en que ambos son colores, en que ambos tienen de común el color.

¿Y cómo fue aquella continuidad y fisonomía? Hay continuidad cultural o común fisonomía cuando los hechos, por diversos, numerosos y variados que logren ser, nos dejan mirar en su fondo actitudes análogas ante la vida y ante el mundo. Las soluciones o respuestas obedecen a cierta finalidad y a cierta actitud que resultan ser comunes. Una determinada forma de tallar la piedra que se use por aquí, y una determinada manera del culto a los muertos que se siga por allá, valga el ejemplo, vistas con mirada superficial pueden parecer desligadas y hasta incongruentes; pero observadas con detenimiento acaso lleguen a denunciar un mismo espíritu y a demostrar   —325→   que entre ellas hay continuidad y hasta fisonomía análoga. Ahora bien: los distintos hechos y productos culturales con que la etnología y la arqueología tratan de definir a los grupos de más antiguos pobladores del paisaje ecuatoriano, vistos aisladamente, antes que continuidad acusan dispersión; mas, al ser estudiados con mirada panorámica, es decir no técnica ya sino histórica, acaban por confesar que la metalurgia de aquí y la cerámica de allá, las textiles de este sitio y los tintes y dibujos de otra región, acaban por confesar, repito, que el espíritu productor de todo aquello, por especializado y regional que parezca o ahora nos parezca, fue acaso el mismo en todas nuestras viejas culturas primitivas y durante aquellos siglos que no acaban de ingresar en la Historia.

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ArribaAbajo El primitivo y su lenguaje de pavor

El de aquellos grupos desperdigados en los Andes y a lo largo de ciertas zonas costaneras del Pacífico, fue un espíritu sobrecogido de pavor ante las fuerzas telúricas, no reflexivo aún ni, mucho menos, capaz de salvar el nivel impuesto al hombre elemental por el mundo y la devoción mágica del mismo; devoción que, como es sabido, preside donde no hay fórmulas racionales y potencia mental capaz de aprehender lógicamente el universo. Armas o ídolos, dibujos o utensilios hablan lenguaje análogo, el lenguaje proporcionado al espíritu que todavía camina a tientas en medio de la pavorosa realidad del cosmos oprimente, no dominado, pero advocado o clamado para volvérselo propicio. Este espíritu, que ha sido llamado espíritu mágico, no es apto para introducir un ordenamiento capaz de explicar el mundo que, por lo disperso, variado y múltiple, en gran parte ni siquiera es considerado como realidad. La magia se mueve con el auxilio de las fábulas, y, hasta algunas veces, opera por medio de los hechizos.

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La especialización de las culturas primitivas, cuya actividad generalmente se reduce a una estrechísima gama de quehaceres -quehaceres más de una vez llevados a cimas distinguidas-, se debe a una falta, a un doloroso truncamiento del que aquellas no se dan cuenta; o sea, a la falta del ordenamiento del mundo por la mente. Sólo el espíritu lógico vuelve al hombre universal o apto para universalizar y dominar al mundo o, lo que es lo mismo, le vuelve capaz de encontrar en el espejo multimillonario de las cosas varias, una efigie común y perdurable. Pero el hombre universaliza, es decir razona con lógica abstracta, únicamente cuando siente firme su posición en medio del mundo o sobre él mismo; pero al tratarse de agrupaciones tribuales o de organismos políticos incipientes o recién salidos de la vida nómada y de la vida pastoril -y ésta recientemente puede durar larga serie de siglos- y acogidos a nuevas formas de convivencia, en fin, al tratarse de grupos humanos como los más antiguos moradores de nuestro paisaje, los productos culturales que nos han dejado, por varios, numerosos y distintos que sean, hablan todos ellos igual lenguaje de indecisión, de precaria postura del hombre ante el gran enigma del universo.

La faz del misterio impenetrable que manifiestan las obras del primitivo artista del Ande ecuatoriano a más de deberse a contactos étnicos o geográficos más o menos duraderos y más o menos próximos o fundamentales, se debe a la profunda, a la inesquivable presencia del pavor alojado en el alma de los que, estrechados por el mundo, liberaron su ánimo encerrando el enigma en aquellas creaciones. Cuando el mundo es cercano, íntimo pero ignoto, el artista inerme ante el misterio pretende librar su ser alojando el pavor en otro ser, creado por él. ¿Qué hay en éste y qué hay tras el mismo? Pues, simplemente, lo que el ánimo presiente existir por debajo de la apariencia de las cosas, de los fenómenos, de los acontecimientos; pero también lo que el espíritu no puede asir, no puede dominar y, apenas, puede invocar. El primitivo, al cuestionario mudo y tremendo del mundo, no sabe contestar de otra manera, a no ser con fórmulas mágicas y con productos culturales vaciados en dichas   —328→   fórmulas mágicas. Y por lo que a las artes de los primitivos moradores del Ecuador se refiere, no podemos afirmar si las respuestas fueron satisfactorias o no lo fueron o si el pavor quedó mitigado o no, pues entre el montón de ruinas acumuladas por el Incario y su afán uniformador, casi nada resta que nos explique de manera satisfactoria y nos dé la medida de la hondura del sentimiento religioso de aquellos hombres; lo que sabemos de sus ritos son exterioridades que no descorren el velo tendido sobre la hondura. Con su vida, quizás, se haya enterrado para siempre su secreto.

Sin embargo, como consecuencia del pavor sentido ante el mundo, cabe reconocer entre aquellas gentes una fisonomía cultural común. No es preciso ser un enterado erudito para hallar, entre los objetos arcaicos pertenecientes a las extintas culturas pre-ecuatorianas, o preincásicas, lo que no es de esta última etapa y distinguirlo, con relativo acierto, de lo que se hizo o produjo durante el Incario. Basta con haber tratado atentamente las cosas salvadas de la pérdida que padecieron en su catástrofe aquellas culturas, para saber que ofrecen una faz peculiar y común, más todavía; una intimidad análoga, que hablan el mismo lenguaje simbólico, aún cuando acusen caracteres diversos, obedeciendo a situaciones subjetivas o temporales distintas.

Gracias a esto, nuestro veredicto, aunque nada técnico, puede atinar y orientarse entre los despojos materiales, hasta permitirse emitir una opinión más o menos general o teórica. Al ojo experto, la fisonomía común le será más asequible, se le volverá más patente el signo oculto bajo aquel alfabeto y, antes que a ninguna otra mirada, las cosas se le presentarán con el espíritu alojado en su fondo, con la manera o la finalidad peculiares del estado de cultura que representan. Al ojo empírico, sin duda, aquel alfabeto no ofrecerá sentido alguno. Pero a la atenta observación, a la visión capaz de intuir lo que aún permanece en aquellas honduras, los productos culturales sobrevivientes proclamarán una sola e idéntica verdad; nuestros más añejos antepasados americanos   —329→   sintieron ante el mundo un atroz pavor que lo expresaron en todas sus creaciones.

No se oponen variedad y nivel cultural común. Pensemos solamente en lo que se menciona con las palabras cultura occidental, y notemos lo de diverso y múltiple que hay en su seno. Así también, antes de la llegada de los españoles: los troncos etnográficos pudieron ser varios, acaso no muchos, y de allí las semejanzas. Pero las condiciones políticas, sociales, activas, bélicas, económicas, nutritivas, etc., fueron diversas, y de allí la variedad. El paisaje histórico incitó a los hombres de manera múltiple; y de allí el número de las respuestas. Sin embargo, por debajo de todas estas semejanzas y variedades, hay un denominador común: el estadio espiritual logrado por los pueblos americanos. Me refiero, en concreto, a los que hallaron los españoles desde México hasta el sur, a aquellos cuyas huellas apreciables y cuyas existencias organizadas ya, han ingresado en la memoria de los cronistas y, de allí, han pasado a nuestro conocimiento.

Los españoles que los vieron en su realidad, y, por eso, les comprendieron mejor, desde el principio hablaron de la aptitud de todos ellos para ser personas en el alto y teológico sentido de la palabra -como entonces se entendía en España-, hablaron de la aptitud de todos ellos para comprender las ciencias y las técnicas enseñadas desde el comienzo, hablaron también de la prontitud y del despejo de los americanos, de la habilidad manual que les distinguía, de las semejanzas de lenguas y de costumbres que con frecuencia iban descubriendo. Los panoramas de los grandes cronistas del siglo XVI coinciden en ésta, que no es simple intención sino realidad, y procuran entender al Nuevo Mundo como una gran unidad en la que hasta encajan la tradición bíblica. Desde Pedro Mártir de Anglería y Gonzalo Fernández de Oviedo, las descripciones de las casas atinentes a las tierras maravillosas que se iban encontrando, comienzan con este afán: incluirlas en la tradición cristiana universal.

Pero los españoles hablaron también de las diferencias, de la variedad de pueblos y de usos, y de allí que,   —330→   especialmente los misioneros, luchasen por obtener leyes en concordancia con las variedades que se iban ofreciendo a su experiencia. Desde 1.512 hasta 1.542, para no citar sino un solo lapso, se sucedieron ordenanzas, instrucciones, cédulas reales, leyes, atendiendo a las demandas de los frailes misioneros ante la Corte o el Emperador, con el fin de obtener adecuación gubernamental a la variedad aparente que planteaba serios problemas en la aplicación de las normas generales. Esto es capital para comprender lo que hasta ahora denominan algunos, con un simplismo conmovedor, el indio ecuatoriano, peruano, boliviano o, si se quiere, americano. Desde luego anda lejos de mi ánimo considerarle simplistamente. Don Rafael Altamira, en su Técnica de Investigación en la Historia del Derecho Indiano, hace años aseguró sin ser oído: «Los historiadores modernos han tardado mucho en hacer de este capital asunto -el de las diferencias- un tema de investigaciones, no obstante su presencia en los escritos de Las Casas y de otros contemporáneos».

Y en cuanto a lo político, por lo poco que sabemos todavía de aquellos grupos diversos, el criterio moderno se da cuenta de que no llegaron a sistemas gubernativos muy desarrollados. Sólo algunos grupos salvaron el estado tribual o lograron dejar atrás una precaria división social del trabajo que otros apenas poseyeron. Unos cuantos alcanzaron a superar la familia indiferenciada, conocieron o practicaron normas de convivencia fundadas en tradiciones y pudieron darse cuenta de lo que constituye una organización política estable aunque rudimentaria, que se fija por trámites consuetudinarios. Por fin, los menos, consiguieron organizarse y, si hemos de dar crédito a los relatos más o menos optimistas y asombrados de cuantos investigaron temprano en la vida de los pueblos americanos, consiguieron también formas de alianza o de federación, lo cual demostraría que poseyeron y a algunas experiencias estables sobre lo que es la vida política o estatal.

En este caso se encuentran los cañaris y, especialmente, según el Padre Velasco y las fuentes aducidas por él   —331→   -tradición oral, Fray Marcos de Niza, Bravo de Saravia-, los scyris confederados con varios pueblos de la zona central de los Andes ecuatorianos, designados con nombre propio y tomados en cuenta con prolijidad por el nombrado historiador y por algunos cronistas anteriores a él. Sin embargo de lo cual, y sin que esto constituya negación de lo aseverado por el Padre Velasco, antes, del Incario el sentido político no estuvo claramente desarrollado en nuestras tierras, ni establecido en formas precisas de gobierno, mentalmente precisas se entiende, aún cuando por aquí y por más allá hubiese dinastías y dinastas; pues esto del buen gobierno, antes que razón; comienza por ser instintiva necesidad. No hay que olvidar el papel importante que ejerce la costumbre y enseña el menor esfuerzo entre los hombres primitivos; por eso no hay ninguna contradicción entre lo aseverado por el Padre Velasco y el criterio enunciado en estas páginas; acerca de la real configuración política y social de nuestros primitivos.

Jijón y Caamaño, quien es sin duda el más profundo conocedor de lo que hubo antes del Incario -lo cual no se opone a que con tanto dato etnográfico y arqueológico acumulado por él, no haya dado forma histórica a sus conocimientos extensísimos-, Jijón y Caamaño; repito, en el capítulo segundo de su Sebastián de Benalcázar; tomo primero escribió estas palabras precisas:

«Lo que hoy es la República del Ecuador no formó antes de la conquista incásica una sola nación, un solo pueblo; sin contar con las varias razas de la zona pacífica y amazónica, más o menos estrechamente vinculadas con las de la Serranía, existían siete clases de gentes que de Sur a Norte eran: los Paltas, los Cañaris, los Puruhaes, los Panzaleos; los Caranquis, los Pastos, y ya en Nariño, los Quillacingas; ninguna de estas naciones formaba un Estado propiamente dicho; cada una se encontraba fraccionada en varias parcialidades que se hacían mutuamente la guerra, de la que provenía el que ciertos caciques llegaran a predominar, formando pequeños   —332→   principados. Ello no era óbice para que estos régulos, se agrupasen en confederaciones, en momentos de peligro, como lo hicieron los Caranquis bajo Nazacoto Puento, para resistir a Huaina Cápac, uniones iguales que aquellas de que nos hablan los cronistas, al tratar de las guerras sostenidas por los castellanos con los indios de Popayán, por ejemplo».



He aquí el primer nivel, llamado preincásico, sin Historia clara, pero con relativa fisonomía que lo distingue y da unidad incipiente, unidad interna que es la base de cualquier configuración de esta naturaleza. En tal nivel se produjeron y así mismo se perdieron muchos valores de cultura, acaecieron sucesos que serían de importancia; pero unos y otros no han llegado a decirnos su sentido por causa de la conquista incásica, en cuyas honduras se injertaron o en cuyos tumultos se anularon lamentablemente. Cuando, después, se ha tratado de rehacer un panorama de vida tan sencillo, las dificultades subieron de punto debido al número de grupos que integraron aquellas culturas y, sobre todo, debido a la existencia desparramada y hermética de la mayoría de ellos. Pero es incuestionable que los hombres situados en dicho nivel de cultura llegaron a poseer un espíritu, el mismo que se incluyó, para animarlas, en lenguas, religiones y formas de convivencia hoy extintas casi en su totalidad. Sobreviven, tímidamente desperdigados, unos cuantos despojos instrumentales, como huesos de aquellos cuerpos organizados cuya actitud histórica fue violada y superada por el Incario: armas, utensilios, restos de edificaciones. Sobreviven, además, como semillas regadas al viento del habla actual, unas cuantas toponimias, cuyo fondo semántico o etimológico es, apenas, patrimonio de unos pocos eruditos.

Pero el subsuelo humano -si cabe hablar así- se encuentra invisible, adentro, como las capas geológicas profundas, las más sedimentadas o las formadas más temprano, que no vemos pero sí intuimos o deducimos existir. No las encuentran directamente nuestros ojos, pero ellos nos soportan. Así también el subsuelo humano   —333→   es el inframundo histórico, análogo al otro, al material, de formación lenta y espectacular, comparable al humano, prolijo, despacioso y dramático en su llegar a ser. Cuánto constituyó la vida de nuestros más añejos antepasados americanos y cuánto sirvió para la existencia de los mismos, ha pasado dejándonos muy pocas huellas pero en éstas podemos recoger su herencia espiritual, su gesto sincero, su anhelo de durar sobre el tiempo y las adversidades, su impulso de pervivir venciendo al mundo terrible y amenazador que les oprimía y les sustentaba. En los despojos llegados hasta el dintel de la curiosidad actual, recogemos el hálito de un ser, todo lo remoto y debilitado por la distancia que se quiera, pero realísimo, persistente e imprescindible, para comprender más de un lado de nuestro actual espíritu, ecuatoriano, algunos de cuyos aspectos hondos y casi olvidados, dan con la tierra y, desde ella, comandan todavía ciertas actividades inexplicables al parecer.



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ArribaAbajo El Incario y el segundo nivel de nuestro espíritu

Uno de los cronistas que mejor ha visto este paso de nivel -desde el fondo infrahistórico hacia el Incario- es, sin duda, Garcilaso de la Vega en sus Comentarios Reales, donde menudean las observaciones atinadas como ésta: tales o cuales tribus o pueblos no recibieron el influjo civilizador de los Incas y hasta hoy -se refiere al mil seiscientos, comienzos, en que él editaba sus crónicas- permanecen en estado de incivilidad tal, que los españoles con todos sus esfuerzos y métodos, no atinan con el medio de levantarlos a un nuevo estado de vida. No identifico los lugares donde el Inca historiador o cronista, mejor dicho, hace tales observaciones, por ser numerosas a lo largo de sus escritos. Pero sí califico de atinadas y correctas dichas llamadas críticas, pues cualquier estudio sobre la formación del espíritu nacional ecuatoriano necesita tomarlas en cuenta. Ningún historiador que se precie de sensato podrá menospreciar la actividad constructora de un pueblo organizado y dotado -con un gobierno muy consciente de los fines políticos que se proponía. Asegurar, de otro lado, el aspecto arrollador   —335→   del Incario, no implica negación de lo que aportó de configurativo y espiritual.

Y antes que Garcilaso, Cieza de León, apuntó una buida advertencia sobre el hecho de la conquista incásica y la relativa facilidad con la que el Incario logró expandirse:

«De manera que aunque he figurado al Perú ser tres cordilleras desiertas y despobladas, dellas mismas, por la voluntad de Dios, salen los valles y los ríos que digo; fuera de ellos por ninguna manera podrían los hombres vivir, que es causa por donde los naturales se pudieron conquistar y para que sirvan sin se rebelar, porque si lo hiciesen, todos perescerían de hambre y de frío».



Así está escrito en el capítulo XXXVI de La Crónica del Perú; y yo me complazco en repetir, sublineando la frase: que es causa por donde los naturales se pudieron conquistar y para que sirvan sin se rebelar, porque si lo hiciesen, todos perescerían de hambre y de frío. Pocas veces se ha atinado tanto en esta materia, al tratar de reducir a explicación clara y sucinta la complejidad de las sucesivas conquistas llevadas a término por la lenta y sostenida fuerza dominadora de los Incas.

Desde luego, esta certera advertencia de Cieza no abarca todo el hecho política y cultural del imperialismo incásico, pero nos muestra uno de los motivos por los cuales no fracasó en su empeño, una de las grandes razones en que se fundamentó, consciente o inconscientemente la gran política cuzqueña. Pero fueran conscientes o no de esta realidad humana y geográfica, los Incas tuvieron en ella su mejor aliada y también los españoles, aun cuando estos últimos, gracias a su tendencia urbanística, artesanal, fundada en otro tipo de existencia, sembraron en América nuevas maneras de subsistir, inéditas en el Incario. Este imperio fuerte, por su estrecha dependencia de la tierra, se mantuvo con un escaso margen de posibilidades históricas y dentro del mismo llegó a inscribir la existencia de muchos pueblos diversos   —336→   y opuestos, esparcidos en un inmenso territorio así mismo vario y en el que se dieron opuestas formas de vida y de producción.

Con todo, este segundo nivel que alcanzó el espíritu nacional fue ya un poco más claro, aún cuando no menos problemático. Y llegar a dicho nivel, como es general en el orden de acontecer humano, tuvo que costar, y consta que costó, incalculables vidas y bienes materiales; porque este segundo tramo lo conquistamos a través de una conquista sufrida. Los Incas fueron señores de alto rango histórico, alto rango logrado por una política de buena ley, es decir, fría, inflexible, llena de argucias, de medios y de fines nunca echados de menos o relegados a un plano secundario. Política de buena ley se llama a la que está en capacidad de planear realizaciones- que se ven como factibles y se consiguen al fin, y lo es también aquella capaz de resolver problemas sustanciales, sin decaimientos, sin sufrir alucinaciones accidentales o pasajeras, sin desviar lo primordial en favor de lo cercano o más asible.

Políticos de buena ley, los Incas, auxiliados por el prestigio que siempre concede la fábula entre los primitivos y amparándose con la coraza de sus tradiciones teogónicas y teocráticas, sojuzgaron metódicamente su contorno geográfico, llevando a cabo un plan de expansión lento y persuasivo, con la persuasión de la convivencia o con la otra, la más contundente, es decir con la fuerza. Se situaron en una región bien definida y propicia, en la que pronto establecieron un sistema de gobierno imperial e imperialista, fundado en muchas realidades poderosas y bien aprovechadas: imperio e imperialismo centralizados hasta un grado increíble, severos, inflexibles, totales, dentro de cuyos ámbitos existió únicamente el Estado y se llegó, por consiguiente, a la anulación de la persona humana.

Establecida tamaña máquina de gobierno, salieron los Incas a probar fuerza y fortuna, como siempre ocurre, pues no hay potencia que habiendo conseguido alguna talla y prominencia se resigne a quedar embotellada; lo   —337→   que significaría buscar el aniquilamiento por la vía más corta y eficaz. Llámense o no imperialismos, quieran o no llamarse así, teman o no ser conocidos por este nombre, los Estados de composición interna total -no empleo el término totalitario que aún cuando es más preciso, su sentido se encuentra corrompido por el abuso periodístico y no tiene ya un significado conciso en las doctrinas políticas- son máquinas que fatalmente se encauzan para desbordarse al fin. Y aunque métodos y términos históricos hayan variado en este proceso de férrea construcción interna que termina en el desbordamiento, lo cierto es que la Historia no nos muestra la excepción de un Estado fuerte, poderosamente organizado, que haya preferido el suicidio a la brillante expectativa de salir de aventuras.

Una de éstas emprendieron los Incas al conquistar los terrenos y los pueblos situados al norte de lo que después se llamó Perú; conquista en la que se emplearon los recursos acumulados y se procedió con la firmeza y la seguridad que fueron posibles a un ejército de antemano organizado de manera superior a las fuerzas defensivas existentes por aquellos días hacia este lado de América. La conquista incásica dio por descontados los grandes obstáculos: la tenacidad de los defensores de su suelo y las vallas creadas por la naturaleza; pues, si bien es cierto que la mayor parte de los componentes del ejército invasor y las técnicas usadas por el mismo procedían del altiplano andino, no fue por eso menos grave el cambio del paisaje cuzqueño por el de las regiones ecuatoriales, cuya geografía paradójica basta para desorientar a cualquiera que en ella se interna sin haber estado antes, por lo menos espiritualmente o de manera teórica, adecuado a sus sorpresas. Seguir este camino del conquistador nos obliga a reconocer que la conquista incásica fue grandiosa.

A la bravura de muchos grupos defensores de su vida libre y a las asperezas del suelo y del clima se añadió, en contra de los recién llegados, la variedad de pueblos y el alejamiento en que se encontraban unos de otros.   —338→   Lo cual, si en cierto modo facilitaba la conquista, dada la gran masa de las tropas del Incario, por otro lado dificultaba tremendamente la acción pacificadora; porque, en cualquier etapa de evolución de la técnica guerrera y de penetración, las guerras de sojuzgamiento a grupos humanos muy esparcidos resultan fatales para el vencedor quien, por tal circunstancia, se priva a muy corto plazo de mantenimiento y de posibilidades de supervivencia en el país conquistado. Al conquistador le conviene más convivir con los conquistados y fundirse con ellos. Por eso los Incas, luego de haber señoreado con las armas, se dedicaron con todo empeño a la actividad civil, diré mejor pacífica y creadora, que para ellos se encerraba en dos objetivos: política centralista y economía colectivizada, los dos formidables soportes del régimen imperialista del Tahuantinsuyo.

La acometida del simplismo contra lo complejo de la Historia, tan generalizada por desgracia, ha conducido a depauperar el contenido rico de algunos conceptos. Tal cosa sucede, por ejemplo, con los términos imperio e imperialismo. Se acepta generalmente y casi sin réplica dicho empobrecimiento lógico, y sobre tales términos simplificados así, es decir falseados, se sostienen férreas doctrinas políticas o graves opiniones críticas. Se dice que hay imperialismos sólo sobre una determinada etapa económica destinada a servirles de base. Y esto es falso porque la Historia demuestra otra cosa. Cuando se habla de imperialismo se quiere dar a entender únicamente la extorsión de un país capitalista a otro que no lo es. Sin embargo y por más que se diga, un imperio es una forma de mando de un Estado sobre otro u otros Estados, forma de mando que puede tener o no bases, causa, móviles, y fines de explotación económica. El concepto de imperio, del que deriva el de imperialismo, comprende: política, cultura, vida espiritual, etc., y no vida económica solamente. Si no es así, que se borre la Historia y se manufacture -como ya se ha pretendido- otro producto industrial para sustituirla; pero al hacerlo que cuiden los manufactureros de que el producto no sea muy parecido a la Historia y se resista, por eso, el encierro tras las rejas del simplismo.

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Una característica domina toda la política expansiva del Incario: su realismo acentuado. Los Incas se contentaron con su fábula original y, luego de eso que ya era mucho, se olvidaron de las teorías o, lo que es más cierto, no alcanzaron mentalmente a formularlas, contentándose con ver las cosas y saber aprovecharlas. Al hablar del paisaje ecuatoriano y de su habitante, aludí al hecho importantísimo de la respuesta incásica al contorno hostil, contorno que fue vencido por la técnica de los conquistadores debido a que supieron crear los medios de acercamiento humanos, políticos y económicos: las grandes vías imperiales y, juntamente a ellas, los servicios aparejados a las mismas, tales como los enormes silos donde se almacenaban las mieses con el fin de regular el consumo de los productos de la tierra, impidiendo la escasez o eliminando la miseria; y al lado de los silos, otros almacenes donde se depositaban productos de toda clase, herramientas y armas; todo lo cual se completaba con las servicios de postas y correos extendidos a lo largo del Imperio.

Para dominar un paisaje montañoso lo principal es crear nexos capaces de derrotar a la geografía y al aislamiento consecutivo, y tal fue en la práctica la respuesta del Incario, práctica y respuesta que fueron geniales no tanto por la forma material de las obras ejecutadas, grandes en sí mismas, sino más bien por la originalidad de la solución lograda sin modelo alguno qué imitar, con la simple fuerza intuitiva del hombre de casta, capaz de hacer su vida dominando a cuánto se le opone; por invencible que parezca. El realismo incásico encontró el camino de guiar sabiamente su política entre montañas, a miles de kilómetros de distancia de la metrópoli, al nivel del mar o a miles de metros sobre el mismo. Supo adecuarse al suelo, desarrollarse entre las quiebras, subir y bajar, dar rodeos y saltar abismos, siempre con el objetivo fijo y firme ante la mirada. El símbolo de las vías es perfecto, mejor dicho, el gesto de las mismas resulta la mejor definición: el Imperio no pudo reflejarse de manera más auténtica y con fuerza más bien lograda.

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Pero el realismo de los conquistadores no se contentó sólo con unir materialmente lo disperso con fines de aproximación. Aquello ya fue mucho realizar, pero hizo más todavía: los pueblos sojuzgados tenían un grado muy escaso y dispar de desarrollo y de producción agrícola y, como uno de los soportes del Imperio fue el colectivismo de tipo agrario, de inmediato se implantó en las nuevas provincias -uso el término en el sentido romano, pues aquí lo tiene: sometidas por vencimiento fueron todas las tierras que entraban al nuevo régimen agrario- se implantó, digo de nuevo, una economía del tipo necesario y único, cimentándola con formas sociales adecuadas y creando la organización colectiva para el trabajo del agro. Esta nueva forma debió ser de muy difícil siembra en el ánimo de gentes secularmente adecuadas a distinta vida, y encontraría tenaz resistencia, pues significaba nada menos que el abandono de lo individual y el ingreso en lo colectivo.

De allí que el Imperio, aficionado por otra parte a las normas penales extremistas, acudiese a la pena de muerte por la más leve infracción contra el organismo social-económico instaurado. Para que se vea cómo fue el régimen punitivo y el espíritu que lo presidía, trasladaré lo que al finalizar el capítulo III del libro cuarto de los Comentarios Reales escribió el Inca Garcilaso con precisa claridad:

«Esta era la ley, mas nunca se vio executada -se refiere al caso de violación de las doncellas consagradas al sol- porque jamás se halló que hubiessen delinquido contra ella, porque como otras veces hemos dicho, los indios del Perú fueron temerosíssimos de sus leyes y observantíssimos dellas, principalmente de las que tocavan en su religión o en su Rey. Mas si se hallara haver delinquido alguno contra ellas, se executara al pie de la letra sin remisión alguna como si no fuera más que matar un gozque. Porque los Incas nunca hizieron leyes para asombrar los vassallos ni para que burlassen dellas, sino para executarlas en los que se atreviessen a quebrantarlas».



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He aquí el concepto moral-religioso del derecho punitivo del Incario, referido a un punto concreto, es cierto, pero análogo en toda la extensión y manifestaciones del mismo.

La frase como si no fuera más que matar un gozque, deja en claro el sentido inexorable del sistema: o sea, punición rígidamente establecida, punición a ultranza por faltas graves y leves, es decir por faltas que ahora nos parecen menos graves, como robar, como mentir, etc.; pero que entonces eran de la más abultada gravedad, dados los fundamentos sobre los que se levantaban los atributos omnímodos del Inca. En todo lo paternales, qué Garcilaso trata de mostrarnos a sus antecesores, aparece esta fuerza punitiva que contrarresta la aseveración -de benévolos que el autor aplica a los monarcas del Tahuantinsuyo, a lo largo de toda la obra. El Incario tuvo sus virtudes y sus crueldades, como todo sistema de gobierno grande en su extensión material, conquistador y fundado en procedimientos violables, como son todos los procedimientos administrativos y todas las normas jurídicas. El Inca no deja de ser explícito sobre lo relativo a las formas de punición: y así en sus Comentarios muchas veces habla de ahorcamiento y hasta llega a precisar que «los animales fieros» eran mantenidos no sólo como ornamento y grandeza de la corte sino también «para castigo de los malhechores». Véanselos mismos Comentarios, en el capítulo X del libro quinto.

Pero volvamos al tema agrario. Tierras destinadas al cultivo desde antaño, tierras no cultivadas aún o abandonadas por causas anteriores al advenimiento de los Incas y de su régimen colectivista, entraron a la producción de manera súbita, vigorosa y planificada. Y, entonces, cualquier política total, colectiva y centralizada, como ocurría con la impuesta por el Incario sobre sus flamantes súbditos, no podía tolerar núcleos de resistencia individualista o privados: todo para el Estado, nada para la persona; lo cual nos ayuda a explicar la crueldad del sistema punitivo. Lo que de modo particular se concede a alguien es, precisamente, favor, dádiva, don   —342→   del Estado o de quienes lo representan y encarnan. Y escribo la palabra particular, pues en el corazón de un régimen colectivista y centralizador, como diré más adelante, se vio la propiedad privada, pero no como algo propio o inherente a la persona particular, sino en este plano que dejo señalado aquí: don, regalo, privilegio, tolerancia; en una palabra, tolerancia del Estado que se siente demasiado poderoso para amilanarse con esta o con aquella excepción.

El ojo previsor de los Incas vio que en lo privado se atrincheran ciertos gérmenes de resistencia antiestatales y así mismo, sin teorías, de ninguna especie, más aún, sin precedentes conocidos por ellos, terminaron por abolir, erradicar, echar al olvido los principios de resistencia y de variedad que pudieran encerrar en sí -como siempre encierran- las religiones, los idiomas, los hábitos localistas, las costumbres regionales. Ni tipismo, ni localismo: todo acabó por convertirse, en el menor tiempo dable, en una inmensa y sólida monotonía. Religión imperial, idioma imperial, economía imperial, usos y costumbres imperiales también. En conjunto: la gran nivelación destructora de lo antiguo, justificable solamente por lo que trataba de construir o lo conseguía. Esta nivelación formidable expurgó todo el haber de cultura peculiar de los vencidos, y de él no dejó sino restos insignificantes, como son los saldos de toda tragedia, insignificantes si se los compara con cuánto la vida humana, ordinariamente, aun en los escaños más inferiores y bajos demanda, crea o produce. Así se hundieron las religiones que hoy tratamos de conocer por indicios materiales, buscando en la arqueología lo que no es de ella. Así perecieron los idiomas, los numerosos idiomas que son el depósito espiritual más apto para trasladarse y comprenderse. Callaron esas culturas y seguirán mudas mientras no haya quién dé con la clave para hacerlas hablar de nuevo.

Esto no roza, ni de lejos, el puntiagudo problema del origen ecuatoriano, tanto de los pobladores del Perú, como del idioma que hablaron. Aquí tal asunto puede   —343→   ser aludido, al pasar, pues se trata de un asunto que cae más allá del recinto histórico y pertenece a la filología, asunto que, al par de muchas otras esfinges detenidas en el fondo de nuestra más íntima y añeja realidad, no ha sido encarada aún de modo valiente, acaso por falta de elementos de juicio. ¿Se descifrará el enigma alguna vez? Supongo que sí y de tal modo entrará al haber de la Historia ecuatoriana. En relación con las corrientes migratorias de las que nuestro país fue sede y también -acaso- punto de partida, meta o lugar de bifurcaciones, no se ha hecho otra cosa sino balbucir las primeras palabras. El complejo tema permanece aún inédito, su madeja aún se resiste a servirnos de hilo conductor y quizás haga falta nueva luz para entrar en aquellos meandros. Lo dicho hasta ahora parece mucho, pero comparado con lo que falta por decir, es casi nada. Tienen, pues, la arqueología y la etnología ecuatorianas una inmensa faena por realizar.

Aquí prefiero acordarme de otro aspecto del asunto, aspecto político si se quiere, pero en el que se conjugan de distinto modo los elementos de este problema. Me referiré al mismo, tomándolo en el momento en que aparece más elaborado, a fines del siglo XVIII, es decir en la doctrina del padre jesuita Hervás y Panduro, expresada en el Catálogo de las Lenguas, doctrina que cita en su apoya a varias autoridades como son Cieza de León, el Padre Blas Valera y su hijo espiritual el Inca Garcilaso de la Vega, sin excluir la correspondencia sostenida por el nombrado Padre Hervás con el Padre Juan de Velasco. Según Hervás la variedad de las lenguas primitivas en territorios de lo que hoy se llama república del Ecuador era tanta, que su cifra ascendía a la no despreciable de ciento setenta y más. En este número hay, sin duda, alguna exageración, pues la falta de un mapa dialectal o la de una carta lingüística -cosa inalcanzable entonces porque a nadie se le había ocurrido aún levantarla- le hizo tomar por lenguas o idiomas lo que eran solamente dialectos y variaciones, a veces circunscritos a lugares muy reducidos, propios de una o de dos tribus, cuando más. Pero lo principal está en que   —344→   agrega a dicha enumeración dos observaciones de alto valor y dignas, por eso, de ser tomadas en cuenta por la crítica moderna.

La primera: insiste en que el scyri -scira, como él escribe- y el quichua son lenguas próximamente afines; y cuando los Incas introdujeron ésta como obligatoria en la parte septentrional del Imperio, hallaron que la lengua de los dominados resultaba ser nada menos que un dialecto de la de los dominadores. La segunda, que la escribo con palabras del mismo Hervás, resulta muy penetrante y dice:

«La afinidad entre esta lengua -la quichua- y la scira, introducida entre los quiteñas, fue probablemente uno de los motivos que para conquistar a éstos tuvieron los Incas».



De manera que la afinidad, por lo menos ella, aun cuando no la prioridad, fue un tema llevado y traído por el pensamiento de cronistas y de observadores desde los comienzos de la era hispánica, un tema que principió quizás en los escritos de Cieza de León y, casi dos siglos después, halló expresión sistemática en la teoría de las lenguas que sostuvo Hervás y Panduro en su célebre Catálogo. El problema de la variedad aparente y de la unidad profunda es, pues, de tal calidad, que merece ocupar las primeras páginas de la arqueología y de la etnografía sudamericana.



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ArribaAbajoEl paso de la niebla a la luz del Hijo del Sol

Pero, veamos, con el paso a este segundo nivel, la nueva sedimentación de pronto iniciada en la cultura y en la fisonomía que, con tal motivo, llegó a tomar lo que hoy es nuestro espíritu. El primer morador del suelo ecuatoriano, lo dije ya, fue bastante introvertido como lo es todo melancólico, un tanto despegado de la realidad, por consiguiente. Su ser íntimo expresado en las artes de modo más sincero, acaso nos delata cierto desapego del mundo objetivo y una crecida dosis de subjetivación, a más de expresar una considerable sed de satisfacer la inquietud del misterio y una gran necesidad de aplacar el pavor que despierta su presencia. Y con respecto de este problema, se hace necesaria una aclaración: el misterio puede ser perseguido y expresado en formas artísticas tendentes a la objetividad o a la subjetividad. En el primer caso habrá, como en el espíritu griego, claridad, alegría, necesidad de expansión. En el segundo, coma ocurrió con los primeros moradores de nuestro suelo, habrá melancolía, insatisfacción, urgencia de interioridad.

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Sencillos, mansos, melancólicos y bastante introvertidos como fueron estos antepasados americanos, con la presencia del Incario recibieron en su alma un choque violento; súbitamente pasaron de sus nieblas montañosas o de sus nieblas de bajío tórrido, a la plena luz solar del Imperio de los Hijos del Sol. El espíritu de los conquistadores, naturalmente, chocó con el de los conquistados, pero estos últimos sufrieron más por el cambio social y político en fuerza del que pasaron de la dispersión al colectivismo. Y los afanes más o menos inmediatos de los sojuzgados, proclives al reposo, se estropearon sin duda al entrar bajo un régimen de organización reglamentada en el que imperaba un trabajo ineludible, dirigido y con planes para el día de mañana. La imprevisión que tanto distingue al primitivo elemental, al hombre que se halla en los comienzos de la vida histórica, fue sustituida con la regimentaria previsión del Incario. Los conquistados sufrieron, pues, el tránsito doloroso de hombres contemplativos a hombres activos y realistas, tránsito que les costó el abandono de actitudes íntimas y amadas por siglos. No obstante, en ello hubo, y quién va a negarlo, una fuerte superación histórica; pero hubo también un tremendo desgarramiento interior, que llegó a producir la primera deformación del alma antigua, puesto que toda nueva conformación de esta especie es desgarramiento, por ir el espíritu a lo que todavía no es, dejando de ser lo que era ya.

Las deformaciones anímicas de la Historia, casi siempre debidas a superposiciones culturales, si no pasaran de su acción desgarradora, habrían acabado con toda posibilidad creativa. Como no existen almas históricas que no hayan sufrido deformación por esta causa, tendríamos hoy que lamentar la falta de nuevas fisonomías humanas colectivas. Felizmente sucede lo contrario, pues las deformaciones anímicas -salvo que tengamos que hablar de catástrofes, donde hay ya desaparición- son principio de otras configuraciones. En seguida comienza la mezcla, la fusión cultural; y un tipo diverso de vida y un estilo inédito de convivencia histórica principian a germinar.

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No obstante su originalidad, el nuevo estilo no consigue aniquilar el impulso creador del añejo espíritu deformado; y entre las ramas del nuevo, es fácil advertir el tallo antiguo brotado allí, no por descuido, sino por ese afán de pervivir y de continuar marcando huella, que caracteriza a los grupos humanos, sobre todo a su espíritu. Muy pocas veces se ha erradicado en absoluto una vieja forma de vida histórica, pues el remozamiento cultural operado por las fusiones, como la sangre nueva que llega a una genealogía, engendra nuevos seres en los que se acusan los caracteres de los antepasados: cada hijo es una vida inédita y original, pero eso no quiere decir que sea una existencia biográfica desvinculada por completo de sus padres y abuelos. Donde menos se espera, asoma el abuelo que menos se recuerda. Cuando en el orden histórico se ha erradicado totalmente el anterior, no se trata ya de superposición etnográfica o de fusión. cultural: ha habido catástrofe, y eso ha sucedido muy pocas veces, como nos demuestra la Historia.

El paso de nivel que ahora me ocupa, representó una pérdida natural y una reacomodación al mismo tiempo. Casi todos los bienes culturales -por no decir todos y de buena gana lo diría, pero consta que los primeros cronistas y los misioneros que madrugaron a la siembra espiritual de América, alcanzaron a cosechar, mejor dicho, a espigar los últimos vestigios de lenguas, religiones y artes preincásicas-, casi todos los bienes culturales que fundamentaron la convivencia anterior, baja el peso del programa político de los Incas y con el surgimiento de una nueva vida, perdieron su prestancia y su calidad de fundamento. Entraron en la penumbra las creencias religiosas y sus cultos respectivos, los idiomas regionales y sus matices dialectales, las formas de agrupación interhumana, la economía y sus procedimientos, los regímenes de los pequeños señores, en conjunto, aquel lote de bienes culturales, cedió el campo a nuevas instituciones a las que, dentro de un cortísimo plazo, tuvieron que plegarse los sojuzgados, porque el Imperio trabajaba ya y sus planes no admitían demora alguna; por el contrario,   —348→   robustecidos los elementos productores con el acrecentamiento de trabajadores y campos de trabajo, la obra se imponía y las actividades parejas a ella entraban en función desde el momento de cada conquista.

Pero hay que reconocer que las instituciones humanas, como todos los productos de la cultura, son espirituales -Hegel en su tiempo llamó ya a los productos culturales espíritu objetivado-, y por esto mismo, por su calidad espiritual incoercible, se prolongan sutilmente y hacen perdurar bajo otras apariencias cualquier gesto humano que haya constituido un bien, el mismo que en su apariencia auténtica, o camuflado, emerge donde menos se le espera, estableciendo así entre el pretérito y el presente, la continuidad que vence los accidentes externos y las adversidades, por graves y frecuentes que sean. Expresándolo en otras palabras: gracias a la permanencia porfiada del espíritu -podemos decirle ya nacional- se pasó de un nivel a otro, en este caso del nivel preincásico al incásico, sin que se rompiera la continuidad del grupo humano, pues la Historia nos ha demostrado plenamente ser unidad continua, y no mecanismo resultante de agregaciones contiguas.

¿Cómo procedió el Incario una vez extendido sobre nuestra tierra? ¿Quedó como una capa sobrepuesta, en el cuerpo social diverso y variado de los pueblos sojuzgados? ¿O fue una actividad penetrante que, en seguida, dio comienzo a un diverso camino histórico? La verdad se halla en la respuesta afirmativa a esta última pregunta, o sea que el régimen incásico, al siguiente día de la conquista, como dije, comenzó a trabajar en la faena creadora de una nueva política y de una nueva economía, en cada uno de los lugares de su extenso territorio, donde unánime y paralelamente se realizaba con puntualidad el mismo programa de existencia. Se cometieron muchas crueldades, una conducta despiadada se impuso por doquiera, de acuerdo con los planes y con las circunstancias y, sobre todo, con las necesidades absorbentes del nuevo régimen. Pueblos enteros fueron erradicados y sometidos a la emigración planificada y forzosa; se cambió un pueblo con otro; mitimaes o erradicados y yanaconas o   —349→   esclavizados hicieron aparición en él conjunto humano. Pero, al mismo tiempo, se inició, incontenible, un proceso de interpenetración. Jamás se mezcló en América tanta previsión a tanta dureza.

El conquistador terminó entregando muchos de sus bienes culturales al sojuzgado y, simultáneamente, quedó en justa compensación prendido en la red de la vida que ésta le ofrecía, llena de sus indescifrables misterios. Dicho proceso de mezcla se expandió del modo insistente y persuasivo con que suelen contagiarse las cosas que de pronto se ponen de moda, y llegó al ápice el día en que Huayna-Cápac, acaso ratificando el suceso general y sancionándolo inapelablemente, rompió con los principios sagrados, teogónicos, de su casta y se casó con una princesa quiteña, extraña a la sangre incásica y escandalosamente opuesta a la estirpe divina que, por tantas generaciones, se mantuvo, justificó, y sublimó ante los fieles súbditos. Si el proceso no hubiera sido general, si la aproximación de vencedores y sojuzgados no hubiera sido efectiva y constante, el quebrantamiento de las normas sagradas cometido por el Monarca, habría causado en ese instante una insurrección religiosa o un desbordamiento social incontenible, en vez de repercutir, muchos años más tarde en una guerra civil por causa de la sucesión al emperador difunto.

El Incario y sus gentes dejaron de ser, en seguida, extraños al medio conquistado, merced a esa permeabilidad latente en -el fondo de todos los grupos humanos por huraños o herméticos que parezcan. Nada les detuvo a fundirse en el abrazo total del amor, nada debió impedirles porque la comunicabilidad interhumana es consecuencia necesaria de la corporeidad; pues si bien cada hombre es sustancia singular intransferible, la vida que alienta, el espíritu que le mantiene, la fisonomía cultural que le da apariencia propia, la sociedad que le soporta y le transporta, son hechos previos en los que todos se han incluido y hemos de incluirnos, si no con fatalidad, por lo menos con necesidad física y ontológica, necesidad que muestra una de las raíces metafísicas de la Historia. De allí que resulten injuriosos y repugnantes a la especie   —350→   humana los procedimientos ahistóricos de ciertas razas sedicentes superiores, que por siglos se han sobrepuesto a otras considerándolas como inferiores, y con las que no han tenido contagio, contacto ni, siquiera, la aproximación material.

En contra de esta grave realidad filosófica y natural, y en contra de lo que en los hechos sucedió en las tierras del ahora Ecuador durante la dominación incásica, más de una vez en su libro El Imperio Socialista de los Incas, Louis Baudin asegura, junto con otros que también opinan como él, que la política impuesta por el Tahuantinsuyo despersonalizó a sus gentes, siendo ésta la causa principal de su fracaso frente al puñado de conquistadores llevados por Francisco Pizarro. Hay en ello una parte de verdad, la suficiente para hacernos aceptar sin réplica una tesis que está bien planteada en el orden teórico, pero que en el curso de los sucesos humanos no recibe absoluta sino relativa comprobación. En efecto, el colectivismo incásico pudo y hasta debió implantarse -hablo situándome en el punto de vista y dentro del interés del conquistador innovador- reduciendo a tabla rasa las instituciones de los sojuzgados, con el objeto inmediato y necesario de instaurar sobre ellas una nueva forma política y social, que no era la continuación de los anteriores regímenes, sino el programa sustitutivo de los mismos; aun cuando disimuladamente, por esas irónicas jugadas que hace la vida a todo sistema de gobierno, el férreo e íntegro Incario, subconscientemente y por debajo absorbiera algo del espíritu sojuzgado, o abiertamente practicara un mestizaje racial y cultural. Pero, y aquí vuelvo sobre mi aseveración de la permanencia del espíritu sobre los grupos humanos: por obra de dicha permanencia, en el fondo de todo cambio, hay echada una ancla que permite la continuidad vital. El Incario acaso fuera una gran monotonía, por lo menos aparente, acaso fuera también un régimen donde las personalidades grandes o pequeñas se fundían como la cera en el foco ardiente del Hijo del Sol; sin embargo, resulta incuestionable, pues esto es humano, que el Tahuantinsuyo no llegó a borrar los caracteres más hondos del espíritu de los sojuzgados.

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A cuantos piensan que el Incario fue, por encima de todo, un régimen de colectivismo económico y nada más, cayendo en la misma exageración de Baudin y otros escritores y críticos extraños a lo hispanoamericano, conviene recordarles unas pocas palabras del cronista indígena, el jesuita padre Blas Valera, palabras recogidas por Garcilaso en el capítulo XXXV del libro sexto de sus Comentarios Reales. Transcribo estas expresiones para que se vea, cómo en medio de un gris monótono, en el corazón de una implacable razón de Estado, en el frío de los planes perseguidos a toda costa, la vida humana, el espíritu incoercible, las ironías de la Historia, pueden hallar su sitio o hacérselo solapada o claramente. La cita dice así:

«...las cuales cosas fuessen de aquella tal ciudad o provincia, en término y jurisdicción perpetua, y que ningún governador ni ningún curaca fuesse osado de las desminuir dividir o aplicar alguna en parte para sí ni para otro, sino que aquellos campos se repartiessen por medida igual, señalada por la misma ley, en beneficio común y particular de los vezinos y habitadores de tal provincia o ciudad, señalando su parte para las rentas reales y para el Sol, y que los indios arassen, sembrassen y cogiessen los frutos, assi los suyos como los de los erarios, de manera que les dividian las tierras; y ellos eran obligados a labrarlas en particular y en común. De aquí se averigua ser falso lo que muchos falsamente afirman que los indios no tuvieron derecho de propiedad en sus heredades y tierras, no entendiendo que aquella división se hazía, no por cuenta y razón de las possessiones, sino por el trabajo común y particular que havían de poner en labrarlas; porque fue antiquísima costumbre de los indios que no solamente las obras públicas, mas también las particulares, las hazían y acabavan trabajando todos en ellas, y por eso medían las tierras, para que cada uno trabajasse en la parte que le cupiesse. Juntávase toda la multitud, y labravan primeramente sus tierras particulares en común, ayudándose   —352→   unos a otros, y luego labravan las del Rey; lo mismo hazían al sembrar y coger los frutos y encerrarlos en los pósitos reales y comunes. Casi desta misma manera labravan sus casas; que el indio que tenía necesidad, iva al Concejo para que señalase el día que se hubiesse de hazer; los del pueblo acudían con igual consentimiento a socorrer la necesidad de su vezino, y brevemente hazían la casa. La costumbre aprovecharon los Incas y la confirmaron con ley que sobre ella hizieron. Y el día de hoy muchos pueblos de indios que guardan aquel estatuto ayudan grandemente a la cristiana caridad; pero los indios avaros que no son más que para sí, dañan a sí propios y no aprovechan a los otros, antes los tienen ofendidos».



Por lo que se refiere, en concreto a la propiedad prehispánica en tierras del Reino de Quito y futuro Ecuador, Jacinto Jijón y Caamaño ha demostrado, tanto en Nueva contribución al conocimiento de los aborígenes de Imbabura, como en otros estudios, la coexistencia de dos formas de propiedad: la privada y la comunal. Varios lugares de la zona interandina las vieron desarrollarse en paralelo, luego de la forzosa nivelación impuesta por los señores del Cuzco. Caranquis, panzaleos y aún cañaris conservaron sus formas antiguas de poseer la tierra, marginándose y buscando el mejor modus vivendi con las normas imperiales. Así lo dice Jijón y Caamaño expresamente en su Sebastián de Benalcázar:

»Junto a los centros incaicos debemos suponer existía el reparto de terrenos de acuerda con los cánones imperiales... Donde la población aborigen conservaba sus usos, las cosas debieron tener otro aspecto.

»En la región Caranqui existía la propiedad inmueble individual; las chacras eran de quien las cultivaba y se transmitían por herencia; cacique o jefe de la parcialidad era el más valiente, el que mejor labranza   —353→   hacía y tenía más recursos para dar de comer y beber a sus paisanos; los curacas poseían, además, tierras cuyo fruto servía para subvenir a los gastos de la comunidad».



Sí hubo colectivismo en el Incario. Hubo, sobre todo, colectivismo agrario. Y, por añadidura necesaria al sistema, rudo planeamiento de trabajo y distribución. Sin embargo, esto no implica negar ciertas formas emergentes de actividad particularista, de propiedad privada, de régimen individual y casi autónomo en algunas parcialidades del Imperio, como la aludida en las citas del Padre Valera y de Jijón. Hubo, pues, un régimen de dual tratamiento que no encajó bien en la mente de los primeros observadores de aquella realidad y que, menos aún, encajó en la cabeza de los que posteriormente llegaron a observarla, con los ojos llenos de figuras extrañas y con la memoria atiborrada de teorías más extrañas. El cronista lo dice: «de aquí se averigua ser falso lo que muchos falsamente afirman que los indios no tuvieron derechos de propiedad...» Este es, pues, un tema complejo y acreedor a una categoría de juicios un poco más finos que los usuales, extendidos con generalidad tan superficial y abrumadora. Por eso dije y aquí repito, que el Incario fue una gran monotonía, por lo menos aparente.

Un solo caso bastará para ilustrar el asunto de la monotonía aparente y de la despersonalización de que se acusa al Incario. Se trata de los cañaris, quienes no obstante haber sufrido, como los que más, el rodillo nivelador del régimen incásico, pudieron conservar su psicología, su fiera e irreductible psicología y, hasta su insobornable sed de venganza, puesta de manifiesto el día en que llegaron los españoles, a los que sirvieron y apoyaron por antiguos odios políticos, prefiriendo el nuevo al antiguo señor. Por otra parte, bajo el régimen de los Incas absolutistas y absorbentes, estos mismos cañaris no perdieron, antes acrecentaron sus calidades artesanales: el oro, la piedra, las textiles, los tintes que ilustran la   —354→   producción cultural incásica del período crepuscular del Imperio, que fue el más luciente en estos productos, como ocurre casi siempre, tuvieron en las manos y en el talento de estos despersonalizados cañaris, unos colaboradores de la mejor calidad.

Lo que sí cabe asegurar es que las técnicas de toda clase, se entiende las pocas que existieron entre los preincásicos o en el Incario, y hasta algunas regiones de la vida superior, como la religiosa, fueran objeto de notable transformación por la obra impositiva del conquistador. Y lo propio ocurrió con el sentido y con el sentimiento de la vida asociada y política, sometida a nuevos procesos y adecuada a una ética realmente opuesta a la anterior. Los conquistadores cuzqueños encontraron muchas tribus en estado inferior y algunas de ellas, según el testimonio del Inca Garcilaso de la Vega, practicaban aún cultos abominables y hasta la antropofagia. El noble testigo de oída acaso fuese un tanto parcial, lo que no es raro en casos como éste; pero si descontamos los extremismos y las exageraciones en que cayó el cronista, resultará cierto que en la convergencia y contraste de culturas de diverso grado y en la concurrencia de tradiciones variadas, algunos de cuyos restos han sobrevivido, se patentizaría la existencia de dicho atraso. A estos grupos atrasados les cupo la atención preferente del Incario, lo que no significa que les cupiese una solicitud más benévola.

Pero la verdad es que la conquista creó en los grupos retrasados, lo mismo que en los más desarrollados, un nuevo vigor político, de otra índole, de otro signo, vigor que hizo posible la subsistencia del inmenso Imperio y, también, su ruina; pues vigor político fue el puesto de relieve cuando se desató la guerra civil a causa de la sucesión del trono de Huaynacapac, último y más grande entre los señores de su estirpe. Los herederos que le sucedieron, a salto de mata, no gobernaron en paz, como Huáscar y Atahualpa; no gobernaron como Incas autónomos, sino casi como los coronados por los conquistadores españoles; apenas representaron el fermento subversivo,   —355→   el último estertor del Imperio antes de morir en la conciencia de unos fieles súbditos que les vieron tambalear y caer. Sobre la incipiente tranquilidad o pacífica sujeción al paisaje, sobre la respuesta negativa de la melancolía, los Incas levantaron una edificación social que voy a señalar en seguida.



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ArribaAbajoEl incaísmo y el comienzo de la cohesión social

El período incásico fue el nivel donde el espíritu nacional comenzó a adquirir forma homogénea y cohesión, a centrarse en grado primario, a darse cuenta de la posibilidad organizativa y de la potencia que emana de allí. Acaso, al final, llegó a demostrar que la figuración política adquirida era capaz de insurgir, oponiéndose al centralismo cuzqueño, con un programa de reivindicaciones enmarcada en la persona del monarca Atahualpa, en quien se encarnaron los derechos legitimistas de los hombres del norte, derechos no prescritos y que con el joven soberano, hijo de Huaynacapac y de una noble quiteña se levantaban como bandera de nacionalidad. No creo que estos principios fuesen del todo claros, comprendidos con brillo lógico ni generalmente aposentados en el cerebro de todos los moradores del Reino de Quito y aledaños; pero sí los supongo desarrollados con gran emoción y con esa lógica pascaliana y cordial que suele ver las cosas de manera infalible e inflexible, desarrollados por lo menos en la mente y en la conciencia de las clases directoras de la opinión; pues opinión pública existe   —357→   siempre, y antaño más acertada por ser más respetable, y más respetable por no ser cosa o mercancía llevada o traída sin decoro, como sucede ahora con aflictiva frecuencia.

Del período incásico han quedado restos numerosos; muchos de ellos vivientes aún, transportados cuidadosamente a lo largo de los siglos del período hispánico, tan cuidadoso de la tradición, e incrustados en el corazón de la era republicana. La lengua quichua es una reliquia primordial recibida y guardada hasta estos días por la república, la lengua que fue recogida del hablar cuzqueño, escrita y provista de la correspondiente técnica gramatical por los misioneros y algunos cronistas, fieles en este caso a unos de los preceptos más caros al renacimiento italiano que, por amor y consecuencia con el clasicismo, se entregó con entusiasmo a recoger léxicos, a redactar diccionarios y a componer gramáticas, las primeras gramáticas de las lenguas europeas jóvenes y de las novedosas lenguas americanas. Esta influencia del renacimiento italiano en América necesita ser estudiada con mayor atención, y quede el asunto para tratarlo en el lugar correspondiente.

Junto con la lengua quichua, que por sí sola es ya un tesoro y una clave, para abrir el camino hasta el fondo del alma incásica y hasta muy apartados rincones de este segundo nivel de nuestro espíritu nacional, todavía guardamos el tesoro del arte de aquellas décadas -supuesto que fueran sólo décadas- que no fueron infructuosas en las tierras ecuatorianas, y nos dejaron una arquitectura civil y religiosa de dimensiones magníficas y de estilo y técnica para entonces estupendos; muchas imágenes del cuerpo viviente, sea animal o racional, visto de manera más precisa aunque todavía con su indispensable dosis de misterio; cerámicas de dibujo y coloridos notables, etc. Los relatos, las crónicas y las tradiciones guardan, por su parte, otra cantidad de riquezas espirituales, como son: principios o reglas de gobierno -piénsese en las de Pachacuti recogidas por Garcilaso Inca- genealogía de señores y soberanos, reglas de comportamiento asimilables a normas jurídicas, trámites administrativos,   —358→   creencias religiosas, ritos y afecciones profundos, fórmulas sociales, etc.

Este segundo nivel adquirido por nuestro espíritu nacional no murió como el anterior sin dejar huellas apreciables, antes bien su memoria no se ha extinguido porque, gracias a los cronistas y a los misioneros, intervino la escritura, apoyada en el libro y en la imprenta. Por estos elementos humanos y materiales el dicho nivel se nos volvió plenamente histórico, y podemos rehacerlo ahora con un poco de intelección de lo mucho que se ha escrito y se conserva. Algo se ha perdido, pero lo salvo en archivos, bibliotecas y museos es suficiente para reconstruir aquellos tiempos del Incario y el paso de éste al tercer nivel, cuando llegaron los españoles, nivel este último más largo y más complejo que los anteriores. La cultura europea sobrepuesta a la incásica demostró ser más memoriosa del antecedente histórico y menos destructora de lo que generalmente suele decirse. La falta de escritura ideográfica o fonética -pues los quipus no fueron sino ayudas de la memoria, especie de recordatorios útiles sólo para el que sabía con anterioridad lo archivado en ellos- fue quizás la principal causa de la pérdida de tantos bienes culturales acaecida durante la dominación incásica en nuestros territorios y pueblos, falta que se vio acrecentada por el procedimiento arrollador y poco respetuoso que manifestaron los Incas hacia las pertenencias espirituales de los que llegaron a sojuzgar.

El dominio del Tahuantinsuyo, por necesidad interna fue excluyente. Mas la vida humana que no se deja doblegar de manera indefinida, que no admite vallas en su intimidad, más de una vez se vengó del sistema nivelador que, por medios seductores o con métodos violentos, le impuso la dinastía cuzqueña. En el corazón del reino de Quito se dio, según se dice, el caso muy romántico de un Inca tan poderoso como Huaynacapac, rendido de amor ante una de sus nobles doncellas sojuzgadas: la tradición vencedora fue derrotada por la tradición vencida. De hecho quedaban, para después de los días del monarca, dos tradiciones en pugna: la de allá, legitimista   —359→   según unos cánones sagrados; la de acá, legitimada, a medias, según una voluntad omnímoda y una razón de Estado. La pugna se hizo guerra civil, ésta se transformó en guerra de dos Estados y, como consecuencia, la gran unidad conseguida a fuerza de nivelación y aniquilamiento de todo lo que se opusiera al Incario se desgarró por el corazón, es decir sin remedio y sin que nada hubiera podido impedirlo.



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ArribaAbajo Afianzamiento humano y agrarismo

Herido de muerte, el Incario tuvo que afrontar un riesgo mucho más grave: la penetración española. Dos golpes que no pudo pararlos. Se desplomó, sangrante, y dio término a su carrera histórica. Pero antes de diluirse como cuerpo dotado de realidad política activa, dejó su legado: a más de lo que he anotado arriba -arte, lengua, etc.-, entregó al futuro otros saldos que aquí me interesan sobremanera. Se trata del afianzamiento racial y del agrarismo. Los consideraré sucesivamente, pues su importancia es tal, que merece cada uno de ellos un serio y detenido estudio, planteándolo en bases críticas que permitan ver más hondo el fondo de estos asuntos llevados y traídos como si fuesen, cuando más, motivos de literatura o de propaganda indigenista.

El primero de ellos, el que he llamado afianzamiento racial, consiste en aquella especie de unidad, si no puramente etnográfica, por lo menos de afinidades y de tendencias raciales descubiertas en las tierras del norte por la avanzada conquistadora que capitaneó Sebastián   —361→   de Benalcázar. La zona andina visitada por primera vez, demostró al español, no obstante las variedades, muchas semejanzas y un tipo humano más o menos parejo. El conquistador incásico halló aún vivas las razones de oposición entre grupos de lengua y procedimientos dispares. Pero este mismo conquistador incásico hizo posible el espectáculo que ahora contemplaban los nuevos inmigrantes: vencidas dichas oposiciones, niveladas las desemejanzas por la fuerza del lenguaje y de las costumbres usadas en común, el panorama humano apareció, sin lugar a duda, más homogéneo y estabilizado. Lo que vieron en el Perú y lo que veían ahora en la zona andina ecuatorial, les parecería, acaso, sin mayores diferencias. Estas fueron acentuándose al ojo de cronistas y de misioneros al andar de los días, cuando la realidad humana se convirtió de espectáculo en convivencia.

Las respuestas ensayadas por el Incario para dominar un paisaje hostil, habían dado su mejor fruto, no solamente nutriendo a los Hijos del Sol, y haciéndoles más poderosos, sino aproximando a hombres antaño separados por las montañas y que entre ellos no habían tendido algunos de esos lazos indispensables para acrecentar o crear la intercomunicación. Al mismo tiempo que se disminuyeron las distancias materiales con las grandes vías imperiales, se disminuyeron las distancias psicológicas con el trabajo en común y las tumultuosas festividades colectivas de cada mes del año. Tanto que, al derrumbarse el Incario, quedó en pie una subsistente masa humana sobre la que se hizo la historia posterior. Sufrimientos y trabajos, alegrías y ventajas políticas participadas con una fuerza profunda y penetrante, llevadas con un ritmo y una frecuencia elevadísimos, modelaron una nueva forma de existencia en pocos lustros, forma antes imposible y ahora no sólo posibilitada, sino, además, robustecida y llamada a durar.

Por afianzamiento racial no entiendo aquí mestizaje de ningún género, ni mezclas de tales o cuales ramas del tronco étnico o de los troncos étnicos originales de donde derivaron los pueblos americanos primitivos. Más que   —362→   de tipo etnográfico él afianzamiento que digo puede describirse como la durable sensación humana de solidaridad conseguida, al fin, por los más arcaicos moradores de nuestro paisaje, solidaridad puesta en prueba por dos ocasiones casi consecutivas o casi enlazadas en la suerte de los acontecimientos concatenados para ellos en una sola y grande conmoción. La primera, ante Huáscar, el legitimista del Cuzco que vino a dirimir derechos contendiendo con Atahualpa, el legitimado de Quito; entonces, la masa de pueblos, salvo muy pocos que plegaron por miedo o por astucia al lado del monarca del sur, comprendió o se dejó guiar por motivos profundos, psicológicos e históricos, dándose cuenta por si misma o por los que lo enseñaban así, que el Imperio era una enormidad insostenible. La segunda, ante los españoles que con sus técnicas nuevas y mortíferas avanzaban e imponían su voluntad incontrastable En el primer empeño lograron éxito bélico y, a largo plazo, se prometían el éxito político. En el segundo, que vino a ser un corolario del primero, fracasaron, y de tal manera, que su fracaso puede decirse doble.

Este afianzamiento al que me refiero, conseguido por la aproximación material de hombres y de pueblos diversos y dispares, antaño no sólo aislados entre sí, sino, también adversamente desparramados sobre una geografía extensa y difícil, no fue un afianzamiento de los que ahora diríamos de tipo humano. Vemos, a partir de la revolución francesa, que los afianzamientos políticos, aun aquellos que se dicen de política agraria o campesina, tienen que hacerse en las urbes si tratan de ser valederos, porque fuera de las concentraciones de grandes masas en las ciudades, el resto humano hoy no cuenta. Pues bien, el afianzamiento conseguido por el Incario era de otro tipo, no nació por la concentración y dominio de los habitantes del Imperio dentro del recinto casi cerrado de las pequeñas y poquísimas reducciones o concentraciones domiciliarias.

Los señores del Cuzco, fieles a la tradición, ejemplares aristocráticos de casta, llevados de su espíritu apegado   —363→   al agro por una larga forma de convivencia cuidadosamente heredada y guardada, además de que no llegaron a fundar una etapa históricamente superior de convivencia humana y civil, tampoco se distinguieron por la fundación de ciudades; ni para qué iban a hacerlo si aquello no entraba de manera directa en sus planes. Tuvieron las suyas, si hemos de dar crédito a la admirada actitud de muchos que llamaban ciudades a las fortalezas, las del Incario que, en relación con la geografía, con la población y con las inmensas exigencias administrativas, a nosotros, desde nuestro punto de vista, nos parecen escasísimas en número; ciudades que no fueron tales, a lo menos en el sentido europeo, municipal y domiciliario que hemos heredado de los españoles. Las pocas ciudades del Incario, escasas por la orientación agraria del mismo, no han sido estudiadas aún debidamente, que yo sepa, cuando menos; y demandan una atención especial, que las vea sin los moldes mentales que desde nuestro plano civil se imponen con fuerza, debido a que vivimos en un tipo especial de urbe, consustanciadas con un tipo también especial de existencia interhumana y política.

Fuera de su territorio primitivo los Incas, cuando más, se limitaron a conservar algunas de las poblaciones con cierto desarrollo que encontraron preexistiendo a la expansión del Tahuantinsuyo. Pero, comprendamos, aquellos centros de población no tuvieron nada de parecido con las ciudades que después comenzaron a surgir por obra de los españoles. La sociabilidad que fomentaron los Incas y la que sí supieron conducirla a alto grado -se entiende en la medida que lo permitía la cultura primitiva-, no fue, pues, de tipo urbano sino agrario; y los grandes bloques de edificaciones que sembraron a lo largo de las vías imperiales, edificaciones costosas y que tanto asombraron al ojo aventurero de los europeos, fueron todo, menos urbanísticas; se destinaban al servicio militar, al almacenamiento de subsistencias, a servir de posadas en el tránsito de los séquitos reales, a los fines administrativos más necesarios, cuando no al lujo, a la suntuosidad o al recreo; edificaciones a las que la mentalidad   —364→   española no supo cómo denominar y acabó llamándolas aposentos, reales aposentos. Pero ninguna de ellas sirvió para concentrar la población, para reunirla con espíritu urbano y con funciones urbanas, es decir para mantenerla cotidiana y perennemente vinculada al sitio conocido, al domicilio, a la residencia firme y hogareña, a la vida intimista del hombre que habita en casa propia y cerrada. De tal modo que las inmensas edificaciones aludidas no se convirtieron en sede de actividades privadas ni sirvieron para modelar la vida doméstica y familiar. La batalla contra la dispersión fue librada por el Incario en el campo, a campo abierto y allí mismo ganada, sin que se sintiera la necesidad de reducir a los súbditos del Imperio a la vida en recintos urbanos.

Y esto último no fue necesario al Tahuantinsuyo porque se ocupó con desarrollar una cultura agraria profunda y típica, aún cuando con semejanzas notables con otras cuya raíz se hunde, así mismo, en el cultivo de la tierra. Sin embargo, la peculiaridad es suficiente para situar al Imperio Incásico en una región histórica precisa, llevándola donde el criterio pueda mirarle; casi sin par con otras culturas americanas precolombinas, a las que excedió por muchos motivos. Las semejanzas, aunque algunas, de ellas superficiales o casuales, hay que buscarlas en el mundo de la antigüedad preclásica, en el Continente Africano, con aquel misterioso país, profundo e inmóvil que se llama Egipto. Pero aquí no se trata de ninguna comparación. Se trata, más bien, de delimitar lo que sea una cultura agraria, lo que fue la incásica y la herencia dejada por ella en este sendero por el cual aún transita una buena porción de gente ecuatoriana. Una cultura agraria no es solamente la vocación predilecta por la economía de la tierra, cosa superficial pues nada explica y pide que se explique, a su vez, el significado de tal vocación predilecta.

La cultura agraria es un tipo especial de cultura, emanada de cierta actitud humana concreta ante el paisaje y mantenida por un alma en íntima fusión con éste. Decir de una cultura que es agraria, escribía una vez Ortega y Gasset, no es decir que «el hombre cultive el   —365→   campo, sino que de la agricultura se haga principio e inspiración para el cultivo del hombre». El agrarismo incásico, para referirme concretamente a él, dio comienzo en el culto supremo del sol, que aquí no fue un sabeísmo o una heliolatría brotada de emociones primitivas o reflejas, sino la más devota sumisión espiritual y política, la más completa acomodación vital al gran astro en quien se hallaban los principios de la existencia, de la fuerza, de la manutención y, en el caso de los Incas, el principio de la sublimación del poder político, principio inmensamente más necesario en nuestras sociedades primitivas que lo que hasta hoy ha parecido.

Pero lo fundamental es que el alma de aquellos hombres encontró la actividad solar al principio y al fin de cada ciclo de vida vegetal -he aquí, sin la suntuosidad egipcia, el mismo principio del mito de Osiris, el dios de la fecundidad y de la vida agraria faraónica-; y no sólo encontró dicho principio sino que agradecido le atribuyó con estricta justicia, como pocos pueblos lo han hecho, todo lo que recogía de la tierra. Entre las festividades mensuales que se celebraban en el Incario, el sol se hallaba presente de modo real o indirecto por lo menos en nueve de ellas: así se ve, en los doce grabados que Huaman Poma de Ayala dedicó al tema religioso festival de cada ciclo solar.

El alma, el alma incásica de manera peculiar, veía en el sol lo mismo que miraba en el paisaje, pero sublimándolo, elevando el astro generador de los bienes agrarios a categoría de dios; y de la tierra al sol se llegó a establecer una suerte de transmigración ascendente, una elevación a rango de doctrina y de rito, de todo aquello que el afán cotidiano ponía o colectaba en el campo. Régimen agrario no resulta ser, entonces, únicamente la vida en el campo, del campo o para el campo. Consiste en la identificación del alma humana con el mismo, pero mediante la divinidad representada o encarnada en alguien que debía ser, lógicamente, hijo del sol. Las heliolatrías superiores que han surgido en la Historia han dado, al mismo tiempo, origen a dinastías semidivinas en las que la estirpe se prolongaba conservándose libre   —366→   de toda contaminación: Incas y Faraones, por eso, tenían una manera particular de casamiento entre hermanos. Tal fue, en síntesis, el secreto de la poderosa organización faraónica, extendida bajo el sol y sobre los siglos, y el de la poderosa organización político-económica de los Incas del Perú extendida bajo el sol y sobre los Andes. Aquí me limito a indicar que el agrarismo o apego espiritual a la tierra, queda aún como herencia del Incario sembrada en la vida estrecha y ansiosa del humilde -de humus, tierra- morador de nuestros campos.

Pero el Inca al confundirse con el sol, se volvió copartícipe de éste en su esencia divina, privilegiada, y, además, en sus potencias sobrehumanas. Un caso de divinización de lo humano, apoyado en la fábula, pero realizado sin ella, viviente en el orden histórico y comprobado hasta la evidencia. Y del modo como el sol da calor, nutre, vivifica, sostiene y con el despliegue de estas fuerzas sorprendentes preside y organiza el mundo, así mismo él, su hijo, el Hijo del Sol, Inca por derecho y estirpe divina, tiene el absoluto, el primordial, el originalísimo derecho de nutrir, vivificar, sostener, organizar y presidir el mundo de las realidades humanas que, por ser un mundo radicalmente ligado a la naturaleza y al paisaje donde se desarrolla, será un mundo agrario, vuelto con devoción, con forzosidad, con infalible técnica política hacia la tierra. Es decir que el agrarismo incásico, antes de devenir un sistema económico, y aún habiendo llegado a serlo, comenzó por vivir como actitud espiritual religiosa y bella, y continuó siendo lo mismo, entre los pliegues adultos de la cordillera y entre los pliegues pesados de un sistema administrativo complejo y bien conducido.

En esto hay que insistir mucho todavía, pues se ha desviado la atención preferentemente a la raíz económica del Incario, olvidando la gran fuente original y suprema, teogónica, de la que se nutrió todo su asombroso poder político, del que fue un fruto muy logrado la economía colectivista. Nada hay en este Imperio y en sus trámites minuciosos que no pueda reducirse o referirse, en último   —367→   término, a dicha raíz original, sea en lo gubernativo, sea en lo familiar, sea en lo religioso más elaborado, sea en lo emotivo, sea también en lo técnico. El ciclo solar que rige la vida de los campos, rigió también y antes que los campos del Imperio, la vida de un gran conjunto de hombres que no en vano se extendía sobre el lomo de una cordillera, como la de los Andes, alzada en un sitio ecuatorial a miles de metros sobre el mar y verticalmente situada bajo el ardiente ojo de luz. Y sólo en virtud de aquella fuerza espiritual organizada y políticamente canalizada, alcanzaron los Incas a transformar en agrarios a grupos humanos como los primitivos nuestros, que tuvieron muy pocas aficiones a la vida agrícola, sobre todo en ciertos lugares donde la naturaleza les permitía el lujo de vivir de la simple recolección de lo no cultivado con el menor esfuerzo posible.

Cuando llegó el español, también agrario por tradición de siglos, del mismo modo que los demás tipos humanos mediterráneos, no hizo sino continuar el mismo sendero que en lo relativo al campo habían abierto los Incas, no tuvo que imponerlo pues los trámites sociales y económicos ajenos a esta instauración material, se habían cumplido antes por la obra potente del Incario. Los segundos conquistadores limitados ya por la acción creadora que les precedió en este terreno, no tuvieron sino que extender los cultivos, acrecentarlos en número, diversificarlos y enriquecerlos con la introducción de muchísimas plantas y semillas nuevas y, en una buena parte de la faena, seguir los usos establecidos, salvando, claro está, el aspecto de la técnica vinculada, primero, a una nueva mentalidad y, luego después, a la presencia de los animales domésticos y de labranza traídos desde España en las primeras horas de la conquista y propagados mediante la penetración, tanto que puede asegurarse lo siguiente: donde el español puso la planta, llevó al animal doméstico, uno de sus grandes auxiliares y elemento de superioridad sobre el paisaje.



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ArribaAbajo El torrente español y el paso al tercer nivel

El paso al tercer nivel, iniciado y cumplido por el torrente nuevo del impulso español y renacentista -primera avanzada de Europa sobre el mundo-, fue para nuestro espíritu nacional un tránsito en extremo difícil, lento, complicado y fecundo; costó más que los anteriores y constituyó para la cultura general y el orden humano un caudal copioso, del que bebemos aún y en el que hallamos definición entre los pueblos cultos de la tierra. Porque en este tercer nivel, nuestro espíritu adquirió conformación definitiva y entró ya en la Historia, completándose al contacto y mezcla con la cultura y la raza hispana que, a más de darnos lo suyo peculiar -que fue incalculable- nos trajo lo europeo universal aportable en esos tiempos que corren desde el siglo XV a sus finales, hasta los albores del siglo XIX; y con auxilio de todo ello, que fue nada menos que el Renacimiento, la Contrarreforma, las ciencias racionales, el racionalismo, la ilustración, ayudó a dar nacimiento y robustez, casi en secreto, a la mayor parte de lo que ahora constituye el fondo y presta fisonomía a una veintena de pueblos organizados en Estado, bajo el orden del Derecho.

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Y al lado de tales sucesos inaparentes y silenciosos, en aquel entonces acaecieron, además, otros que cobraban cuerpo visible y voz sonora y que sé presentaban con claridad y hasta con fuerza estentórea en muchas ocasiones. Lo cual significa, si es que se toman las cosas en su sentido cabal, que tanto la hondura como la apariencia de aquella época, van parejas y ofrecen ricas posibilidades o potencias y descubren que cuanto ocurre, nace con fuerza de perduración, se proyecta lejos, precisamente gracias al irrompible nexo que ata la entraña con la periferia. El gran acontecimiento americano de la fusión de la cultura primitiva con la europea aportada por España, acontecimiento profundo y durable, fue silencioso y secreto, aún cuando a la postre estallara en innumerables frutos deslumbradores, tan deslumbradores algunos de ellos, como las escuelas de pintura de Quito, de Cuzco y de México.

En cambio, los choques humanos e institucionales tuvieron dimensiones espectaculares, fueron sonoros y muchísimos de ellos llegaron a esa forma de estallido histórico denominado sangre. Pero en todo caso, la sonoridad de la superficie y el silencio de la entraña, se presentaron con la continuidad irrompible y dramática peculiar de las edades creativas; edades en las que puede no haber paz externa o social, pero no hay angustia ni desorientación -es imposible imaginarnos a un medioeval angustiado o víctima de la desorientación-, al contrario de otras edades en las que puede haber aquel tipo de paz o haber surgido pacifismos de toda especie, pero existe una imponderable angustia y una desorientación marcada; edades en las que la autenticidad domina y se impone con cierta lógica ineludiblemente trágica; edades en las que los hombres no son mezquinos y no pueden serlo y no escatiman la vida, sufrimientos y dolores. En una palabra, son edades que viven y aman su sentimiento trágico. Porque es asunto de no olvidar que la Historia tiene límites externos en el tiempo o en el espacio, pero alcanza límites de hondura en las lágrimas y en la sangre, es decir en la vida humana capaz de sentirse a sí misma. Pero este es otro problema cuyo temático no   —370→   encaja en el marco aquí propuesto, en donde sólo cabe destacar la preferencia concedida por los historiadores al choque aparente y el casi olvido de la fusión interna y profunda.

Para comprender esta última se hace necesario levantar el velo y mirar con algún detenimiento la calidad esencial y la manera como obraron los aportes o donativos fundamentales perdurables que, gracias al espíritu proselitista y, generoso del español, llegó a adquirir nuestro espíritu en este tercer nivel, en donde comenzó a manifestar un nuevo estilo y un diverso ambiente cultural. Entre estos donativos destacaré tres que me parecen cardinales: el razonamiento dialéctico -o el espíritu lógico, si se quiere mayor precisión-, el urbanismo y la cristianización de la vida. Y procederé con igual método, movido por análogo impulso de simpatía, como en el caso anterior, cuando traté de los aportes fundamentales traídos por el Incario a nuestra vida primitiva e íntima. Pero en este lugar, a más de la consideración de los tres mentados ingredientes anímicos sobre los que se elaboró la nueva convivencia, veré al mismo tiempo el modo cómo se articularon a los anteriores, para amalgamarse con ellos y dar un aspecto original y esta vez definitorio a la Historia del Ecuador, sufrida, torturada ya por otros cambios cumplidos: con esa finalidad -aunque no fatalidad- con que cumplen sus etapas de tránsito o de transformación los grupos humanos llamados a prosperar.

El estatismo va en desmedro de la energía creadora y los cambios son, por eso, causa o síntoma de robustecimiento de las culturas. Nuestros pasos de nivel histórico y la correspondiente configuración del espíritu nacional, se produjeron por tránsitos bruscos, no únicamente por reacondicionamiento de lo añejo a modalidades sobrevenidas; y se hicieron por saltos innovadores, imprevistos, que han llevado y nos han traído a panoramas y a formas de existencia previamente insospechadas. Es decir, que a más de evolución, nuestro proceso histórico ha sido de revolución; y en este plano podría señalar dos revoluciones: como las más importantes para el completo   —371→   delineamiento del Ecuador: la producida por la conquista incásica y la generada por la penetración española. Quizás comprendiendo nuestro tránsito temporal en el aspecto revolucionario profundo, antes que en su exterior aspecto de sumisión a sucesivos conquistadores, cada cual con diverso régimen y distinto signo cultural, quizás así se llegaría a notar con justicia lo que en su fondo llevan de constitutivo, no obstante el sinnúmero de procedimientos contradictorios en que se patentizan, como todo lo que vive, los sucesivos acontecimientos históricos de los países latinoamericanos.



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ArribaAbajo Primer ingrediente nuevo: el espíritu dialéctico

¿Qué significa el advenimiento del espíritu lógico o del razonamiento dialéctico? He aquí un tema poco tratado por los escritores de Historia Americana y que por sí solo expresa la posibilidad, mejor aún, el cumplimiento d e un cambio definitivo en el alma de los hombres y de los grupos, donde quiera que se opere: significa nada menos que el abandono del espíritu mágico, formulario y empavorecido ante el mundo, que no alcanza a ser explicado con medios mentales, si no orillado, apenas, por la imploración. Pero el día que la mente descubre los llamados primeros principios -pequeño e infinito descubrimiento- encuentra al propio tiempo la ruta para mentalizar el universo, y en definitiva para dominarlo. No hay sino dos modos de señorear el universo: mediante la técnica y con auxilio del pensamiento; pero de estos dos, el primero, o sea la técnica, acaba de resolverse en el pensamiento que la crea. Por tanto, la mentalización del universo constituye la suprema posibilidad del hombre incluido en aquel.

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En la Historia del Occidente, fueron los griegos los primeros en descubrir el paso del caos innominado al universo constituido en cosmos u ordenamiento mental, y sobre este paso que se expresó dialécticamente por el hallazgo de los primeros principios, edificaron las grandes instituciones del espíritu humano: matemática, física, metafísica, estética, ética, política...; y descubrieron los grandes panoramas espirituales de nuestra más alta curiosidad: geografía, antropología, historia natural, historia... La vida humana posterior no olvidó el estupendo hallazgo de los griegos, y todas las culturas vinculadas o emparentadas con la clásica, no han hecho otra cosa sino aprovechar el formidable descubrimiento, integrándolo a sus ciencias, a sus teologías, a sus artes, a sus filosofías, a sus sistemas de economía, de derecho, de política, de guerra, de paz, de convivencia interhumana, en una palabra.

La firme agilidad y la precisa trayectoria del espíritu y de la cultura occidentales se deben a eso, precisamente, o sea, se deben a que tal espíritu y tal cultura parten de una plataforma, emprenden el vuelo desde una barbacana dialéctica fabricada de antemano y desde la cual es ya posible o se vuelve casi fácil dominar el universo. Descubrimientos o herencias posteriores, como la numeración decimal y sus consecuencias para la ciencia, como el álgebra, como la matemática superior, etc., del modo más sencillo han llegado a incluirse, recogiéndose como el ave al nido, dentro de la dialéctica fina y pacientemente elaborada a partir de los primeros principios hallados por los griegos. El razonamiento anterior podría compendiarse en la siguiente aseveración que no resulta a priori después de lo dicho: las culturas superiores se elaboran a partir de los primeros principios. Expresada de otra manera: el espíritu lógico o el razonamiento dialéctico da muerte al espíritu mágico sobre el que se afirman las culturas primitivas, por desarrolladas y aparatosas que lleguen a presentarse.

¿Y qué significó la llegada de este espíritu lógico o de este razonamiento dialéctico a las tierras americanas?   —374→   ¿Y qué saldo nos dejó en éste tercer nivel por el que pasó la configuración de nuestro espíritu nacional? Hubo un acrecentamiento natural como acontece siempre que una modalidad de existencia toma contacto con otra y comienza el intercambio histórico; pero renuncio aquí al sistema muy sabido y fatigoso de las enumeraciones, que usualmente comienza por las cosas del campo, siguiendo luego con las de la inteligencia, pues ese no es mi intento, ni encaja tal faena en un ensayo como el presente, dedicado a mirar los sucesos en teoría o en despliegue panorámico, antes que a contarlos enumerándolos por el detalle. Pero sí me referiré a tres o cuatro hitos en cuyo contorno proliferaron las nuevas formas de vivir y las instituciones antes desconocidas por los primitivos y por los incásicos o que, por lo menos, les fueron culturalmente imposibles.

Cuando se habla de culturas en plural, resulta un mal sistema echar mano sólo de las comparaciones buscando así un método de comprenderlas, lo cual es erróneo por que el universo de los valores -y la cultura está precisamente en este lugar-, se distingue por la singularidad de los mismos: la historia de la cultura está edificada por unidades que no se repiten, por unidades ejemplares singularísimas. Por tanto me parecen ociosas y sin ningún valor crítico aquellas discusiones relativas a si los españoles trajeron cultura superior a la preexistente en los territorios y pueblos ecuatoriales de los Andes o si, viceversa, fueron los conquistados los poseedores de la más alta calidad cultural. Prescindiendo de que un orden humano conducido por la magia o por el concepto mágico del mundo no puede equipararse con otro donde preside el ordenamiento lógico.

Los pueblos americanos, sin excepción, no llegaron a franquear el límite más alto que las llamadas culturas primitivas pueden alcanzar, pues todas se desarrollaron ocupando las gradaciones posibles de esta catalogación: desde la más ínfima agregación tribual, hasta las civilizaciones creadas por algunas de las culturas mexicanas o centroamericanas y, sobre todo, por la cultura incásica. Estas ocuparon la máxima altura pero no consiguieron   —375→   superar sus vallas, altura sorprendente porque los conquistadores europeos, aun cuando soñaban con riquezas incomparables, cosa que la realidad se encargó de corroborar en buena parte y de refutar en otra buena parte, no esperaron encontrar artes e instituciones que, por no ser esperadas, les llenaban de estupor. Pero así mismo es cierto que ningún pueblo de los descubiertos o conquistados en América había conseguido señorear el mundo con una estructura técnica conceptual. Y faltando ésta, no son posibles las altas edificaciones de la inteligencia pura o aplicada.

Ni lógica, ni matemática, ni ética -lo que no excluye la presencia de sentimientos morales más o menos despiertos, o la actividad de positivas relaciones interhumanas- ni estética, ni siquiera gramática y escritura fonética: se carecía de todo aquello. Dije ni siquiera, pero este es un modo de decir, porque sin precisión lógica no se puede dar el paso que franquea el lindero entre signo y significado, y por esto no hubo escritura. Entonces no es válido sostener, como algunos optimistas dicen por allí, que no conocemos el pensamiento filosófico y teológico de primitivos e incásicos, debido a la desgraciada casualidad de que no dispusieron de escritura. La escritura fonética, la única escritura que en la Historia Occidental acompaña al pensamiento dialéctico, se posibilita gracias a éste. Donde falta éste, falta aquella. Su ausencia no es casualidad, es imposibilidad. En las culturas de Oriente la ausencia de escritura fonética se ha reemplazado con la afinadísima escritura ideográfica, cuya calidad y estructura técnica escaparon siempre a las mayorías y constituyeron, como el pensamiento que las informa, patrimonio de iniciados, de pocos, de esforzados o de selectos que puedan llegar hasta su secreto.

Ciertas técnicas del Incario, las más desarrolladas y tendentes a obtener resultados firmes en la arquitectura o en la metalurgia, por ejemplo, se practicaban sin teoría ninguna -cosa no excepcional, sino frecuente en las culturas primitivas-. En consecuencia: dejando a un lado romanticismos y fábulas sin base alguna, encontramos   —376→   por doquiera la espontaneidad, la frescura de lo que germina virginal y que no excluye, a veces, el aliento de la genialidad; es decir, por todas partes antes del Descubrimiento se nota la carencia de una actitud reflexiva y constante para tratar al universo. Pero debemos comprender bien: en el dominio de los valores culturales, esto no significa razón de inferioridad o es causa de menosprecio, pues muchas ocasiones resulta más interesante un rastro arqueológico o un detalle al parecer nimio, que un a institución sólida y bien colocada ante nuestro pensamiento; significa únicamente diverso signo, diferente sino, distinto espíritu. La clasificación culturas primitivas y culturas superiores, no es deprimente, es técnica y sirve para comprender de mejor modo a esos seres tan complejos y ejemplares, dotados cada cual con su fisonomía sin par e irrepetible, dueños de su gesto y de su estilo, que llamamos los grupos humanos.



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ArribaAbajo Dialéctica, deslumbramiento y sedimentación

Vuelvo a preguntar: ¿qué significó la llegada del espíritu lógico y del razonamiento dialéctico a estas regiones de América? Y, en especial, ¿qué significó la llegada del mismo a tierras ecuatorianas? Primero, un choque violento. Después una desorientación de vencedores y vencidos. Y, finalmente, luego de sedimentarse las aguas enturbiadas por la contienda inicial, la necesaria interpenetración humana. Paso el azoramiento original y primerizo en el encuentro con lo ignoto, el primitivo y el incásico llegaron a conocer, ante todo, un conjunto de instrumentos ideológicos muy rico y muy variado, opulento en recursos que su inteligencia jamás sospechara existir. Al hablar con los extranjeros descubrió que hay innumerables términos apropiados para mentar las cosas y los hechos tangibles, y, lo que el vencido no sabía, muchos otros términos destinados a nombrar incontables idealidades y realidades espirituales; se dio inmediata cuenta de que el ordenamiento de palabras, tanto las propias como las extrañas, se hacía en el habla según reglas fijas, normas, tipos, modelos y condiciones de sonido,   —378→   de pensamiento y hasta de anatomía; vio como el español tomaba el habla de los vencidos, libre y retozona al parecer, para encajarla sin mayores dificultades dentro de las normas generales de los idiomas llamados modelos.

Con mucho trabajo aprendió, y esto fue lo capital, que las palabras destinadas a mentar, no a las cosas concretas sino a las entidades invisibles o a los pensamientos que no se tangibilizaban en el orden material, son mucho más poderosas, al contrario de lo que su alma mágica había creído, lo cual le pasmó sobremanera, por estar acostumbrado a propiciarse las fuerzas naturales o los seres potentes e invisibles, por medio de la temerosa advocación de los mismos, sea clamándoles con voces, gestos e imágenes que les materializaban, sea repitiéndoles en versiones plásticas de un realismo oprimente. En cambio, veía ahora que los extraños daban más crédito a palabras cuyo contenido material no asomaba por ninguna parte y se sometían a pensamientos cuya realidad por de pronto se mantenía oculta. Prescindiendo de las voces que evocaban la divinidad y los misterios de la fe cristiana, las ideas de cantidad, de función, de relación, en definitiva las ideas abstractas que son las que en realidad presiden la concepción mentalizada del universo, les atrajeron tanto como muchísimos y muy interesantes objetos e implementos materiales que veían usar a los vencedores de sus afanes cotidianos.

Entre las lecciones primordiales y primarias, ésta fue una de las más vigorosas, profundas y permanentes que los vencedores impartieron a los sojuzgados, pues el contraste palmario de la vieja con la nueva práctica de hablar, debió descubrirles un mundo sutil y atractivo y, al mismo tiempo, aficionarles cada vez más al pensamiento abstracto y razonado. Y la afición que tomaron a éste fue tal, que casi no hay cronista donde no se halle puntualizada la facilidad pasmosa con que adelantaron los conquistados en la senda del razonamiento dialéctico; facilidad que demostraban en la comprensión clara y rápida de los dogmas cristianos -tan lejanos de su politeísmo simplista y tan llenos de conceptos inasibles al   —379→   parecer-, en el vencimiento de las dificultades que les oponía el aprendizaje de las técnicas europeas, en la simpatía hacia las cosas sabias que enseñaban los misioneros, en la inclinación más cordial por lo complejo y alto de la cultura nueva.

La sabiduría del latín, que es dialéctica precisa, las literaturas clásicas, las ciencias de la naturaleza: he allí la más visible suma de aficiones que, desde la primera hora, dieron cosecha espléndida, de gran valía americana y hasta con renombre en el Continente europeo. ¿Nombres? Bastarán pocos y egregios, espigados en el campo de habla quichua, es decir en el área cultural vinculada con la hondura de nuestro espíritu ecuatoriano: los mestizos Cristóbal de Medina y el jesuita historiador Padre Blas Valera; los caciques puros Huaman Poma de Ayala y Juan Santa Cruz Pachacuti; los incas humanistas, Titu Cusi Yupanqui o Diego de Castro y Garcilaso de la Vega, este último de renombre universal, como su cultura renacentista. Pero todos ellos, como otros muchos de quienes se hace mención en los escritos y crónicas de la época, son el más sincero, ejemplar y bello producto del abrazo estremecido y doloroso del mil quinientos europeo -floración renacentista- con el americano recién vencido. Y a más de la Historia que produjo una opulenta generación de historiadores surgida paralelamente en México y en Perú, la música polifónica, las matemáticas, la filosofía, la teología y otras disciplinas teóricas y abstractas atrajeron la atención de primitivos puros y de mestizos en número notable y creciente, lo que posibilitó la fundación de Universidades, casi a raíz de nacer las dos ciudades capitales de la era hispánica: México y los Reyes de Lima.

Esta sedimentación intelectual no esperó muchas generaciones para florecer. Fue la segunda, fue la tercera, a lo más, en donde comenzó a manifestar su potencia. Y lo que digo aquí del pensamiento, se puede generalizar para lo demás: las artes, las técnicas practicadas por los vencidos, en aquel entonces siguieron un firme proceso de racionalización, y con ellas me ocuparé cuando trate, morosamente, estos problemas aquí aludidos de   —380→   manera simple. Sin embargo, quiero anotar al paso que, merced a dicho espíritu lógico tan prontamente asimilado, la mentalidad de los americanos sojuzgados por los españoles, a partir del siglo XVI, y gracias al aporte europeo, se abrió camino hacia la cultura universal y sus formas de expresarse, así mismo universales. El hermetismo enigmático y aislante del alma primitiva, el restringido misterio del espíritu mágico murió y cedió el campo al entendimiento patente y capaz de patentizarse en lenguajes y en gestos de comprensión general, de exclusiva propiedad de las culturas superiores, que se fundan, como queda recordado, en el espíritu lógico, en los primeros principios, es decir en conceptuaciones universales y capaces de abarcar el universo.

Mas no pretendo escamotear un problema grave implicado por el choque de las dos mentalidades, la americana primitiva y la europea dotada de fuerza dialéctica superior. El golpe debió ser tremendo, conturbador no sólo del pensamiento sino de todo el ánimo de unos hombres cuyo universo espiritual no iba más allá de unas pocas cosas concretas y de un lote de fábulas político-religiosas desigualmente asimiladas en los varios sitios descubiertos. La desacomodación mental sufrida por los primitivos habitantes de América, sin duda, fue dolorosa por exigir a los vencidos un esfuerzo de reacomodación al que no estaban acostumbrados: acababan de salir de un régimen -en lo que al Tahuantinsuyo se refiere- dentro del cual no se les demandaba otro género de esfuerzos que los materiales, e ingresaron en un régimen donde, como primera providencia, se les demandaba desarrollar esfuerzos espirituales de alta calidad; pues la cristianización, por elemental catequesis que difundiera, sumaba un caudal de conceptos que, a simple voluntad y según el leal entender de los americanos, no cabía y en sus cerebros. La enseñanza de los misioneros, tan penosa para ellos, debió resultar más penosa a los educandos, sobre todo en las primeras décadas.

Los conceptos no son alimentos que se asimilan de igual manera por todas las mentes. Al orden abstracto de los conceptos no se pasa de un salto desde el orden   —381→   concreto y particularista de los conocimientos empíricos Largo tiempo en la Historia y tremendos esfuerzos en le vida singular hacen posible la sustitución de lo empírica por lo abstracto universal. El catolicismo, que es religión de postulados universales por esencia y por definición, aun en sus enseñanzas más elementales, al demandar obediencia a los habitantes primeros del Nuevo Mundo, exigió de ellos un salto mortal -perdóneseme esta expresión, pues no encuentro otra que siendo metáfora signifique lo mismo- desde el empirismo más ingenuo hacia el recinto de las ideas abstractas más altas. Los dogmas se apoyan en razonamientos y aunque ellos mismos rebasen la razón, sus raíces descansan en bases filosóficas totalmente extrañas a cualquier cultura primitiva. A quien no ha estudiado matemáticas, no se le puede explicar la teoría de la relatividad: el que pretenda hacerlo dará un inmenso rodeo, siempre que cuente con una especial capacitación del adoctrinado. Mas, si esta capacitación no existe, la luz de la teoría no se encenderá en su pensamiento. Apliquemos este ejemplo al caso de la cristianización de América y pensemos en el dolor, en la paciencia, en la suma de trabajos y de constancia que tal suceso implicó a los misioneros y a los misionados.

La segunda o la tercera generación, en sus clases más distinguidas, logró ponerse a la altura de la doctrina predicada. El mestizaje racial influyó, sedimentando cultura, en la formación mental de los americanos: recuérdense los casos ya citados de Garcilaso de la Vega y del Padre Blas Valera, en las letras y en el pensamiento del Perú. Aquí, en estos espíritus selectos, parece haberse calmado el torrente inquieto y revuelto, turbio y amenazador, desatado por el choque. Creo, por eso, que el verdadero cristianismo y la cultura hispanoamericana nacieron a partir de la segunda o tercera generación. Lo cual no menosprecia, antes aquilata la profundidad y energía de las primeras enseñanzas misionales. Pero el problema primordial es, sin reparo alguno, el siguiente: el choque de una mentalidad sobre otra, dadas las condiciones de desigualdad anotadas, tuvo que producir un desnivel y un deslumbramiento, primero, y luego, un   —382→   dolor muy grave a fin de salvar la distancia y nivelar el desequilibrio suscitado. Este nivel salvador tuvo la suerte de presentarse a corto plazo, gracias a dos factores externos al hecho mismo: primero, por la calidad y las virtudes misionales que adornaban a los primeros frailes venidos al Nuevo Mundo; y, segundo, por el mestizaje racial iniciado en el filo de la penetración española.

Esto que se dice de la cristianización, se puede extender a las demás enseñanzas impartidas por el español al americano sojuzgado: todas, ya fuesen teóricas o aplicadas, ya se dieran en el recinto conceptual o en el emotivo, todas comportaron dolor, inmenso dolor que sólo después ha dado frutos de cultura. Los primitivos americanos sufrieron en su espíritu y somos nosotros los que ahora nos beneficiamos con aquel martirio. Hay que reconocer, en verdad, sólo a tamaña tortura debió sobrevenir la posibilidad de que el entendimiento y las capacidades del hispanoamericano emparejaran con las del europeo en corto tiempo. El paso apresurado por la Historia constituye, casi siempre, un urbanismo, y esta prisa es bien que se compra a precio muy elevado.



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ArribaAbajoEl segundo gran donativo: el urbanismo

El segundo gran aporte de los españoles a la edificación de nuestro tercer nivel espiritual, fue el urbanismo. Se comprenderá que no tomo la palabra en el sentido restricto que se ha vuelto muy usual en nuestros días, para denominar aquel conjunto de técnicas instrumentales que se destina al planeamiento, modelación o remodelación de ciudades, en función de la clase de vida que llevan. En estas reflexiones la palabra urbanismo significa, a más de la aptitud material de los conquistadores para construir bellos recintos urbanos, la tendencia y el empeño españoles, destinado a fundar, multiplicar, habitar, organizar jurídicamente y sentir la vida de las ciudades en los lugares que descubrían o llegaban a alcanzar en su calidad de adelantados o con su tenacidad de exploradores; empeño poderoso y siempre en contraste, con el agrarismo practicado por el Incario, cuya fuerza, centralizadora no alcanzó a descubrir algo que, a partir del griego fundador de la polis, constituye un patrimonio del hombre occidental.

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El español venido al Nuevo Mundo pudo llegar desde la ciudad o desde el campo, para el caso daba lo mismo; pero demostró siempre su designio radical de hacer vida urbana y de partir desde la urbe para cumplir en otra urbe o en el campo cualquier empresa, ya fuera material o ya fuera espiritual. Creo que no se dio un sólo caso de aventura desvinculada de la urbe, pues la del mismo Francisco Pizarro y sus dos socios tuvo sus raíces en las fundaciones prósperas ya del Caribe, ya de Centro América. Sólo el tirano Lope de Aguirre, que en medio del silencio amazónico asesinó a Ursúa para alzarse con un mando grandioso pero imaginario, elevó sus hazañas sobre el aire de la selva; y fue su sueño movedizo como los ríos que surcaba. Mas, el español que hacía las cosas en regla y en buena lógica -no obstante la incalculable dosis de ilusión que ponía en ello-, demostró la tendencia más clara a fundar ciudades en cualquier extremo que tocase con sus aventuras, sea en el páramo o en la punta más alta de la Cordillera -pues ciudades hubo como Potosí y otras, cuya fundación se escribió sobre rocas y montañas a más de cuatro mil metros sobre el mar- sea en el rincón más áspero y alejado del bajío selvática y tórrido, como las que devoró la selva en la ruta hacia el Dorado o en el camino que va de lo que hoy es Buenos Aires hacia el mismo Potosí antes nombrado.

Sí, este último camino inverosímil se realizó con un empeño, quizás con el empecinado empeño por hallar lo que no hubo, es decir, otro mito: el reino del Hombre Blanco. Tal reino fue el desencanto de encontrar poblado y explotado el cerro de la plata, una de las causas de la ruina económica del más bello Imperio que haya surgido en la Historia de Occidente. Sin embargo, si no hubo tal reino, sí hubo tal conmino inverosímil, y después de todo quedó lo definitivo, lo que no se podrá olvidar nunca, lo que superará siempre a todas las epopeyas, pues no habrá más mundo que poner ante la vista: el afán de poblar con grupos compactos y legalmente organizados, según una vieja tradición municipal acumulada en siglos, el afán de poblar todo el paisaje, sin   —385→   miedos, sin excepciones: desde el extremo frío hasta el extremo ardiente, desde la sierra hasta la manigua, demostrando con ello, a más de una formidable capacidad de adaptación, y más formidable voluntad de poderío, gracias a la cual el español tenía respuestas prontas, eficaces, múltiples y definitivas para las solicitaciones de un contorno hostil y de calidades múltiples también. Pues el español no fue solamente un fundador de altísimas condiciones, sino un adaptador de la vida al medio y, esto es lo descomunal de su tránsito por América, fue un dominador del paisaje en beneficio de la vida y un modelador de lo material en beneficio de materias inéditas de existencia histórica.

C. González Dávila, en su Teatro de las Grandezas de la Villa de Madrid, revisa, o mejor dicho cuenta la fundación de doscientas ciudades durante el primer centenario de vida española en el Nuevo Mundo. Si se piensa en lo que representa un promedio de fundación de dos ciudades por año, lo que eso demanda en hombres, en administradores, en esfuerzo institucional, en poder organizativo, en capacidad ecumémica, en derroche de vida y de actividad, hay para pasmarse con la inmensa robustez y con la vehemencia constructiva del español durante los siglos XVI y XVII; por más que tales urbes fuesen pequeñas o materialmente muy limitadas. Lo grande e ilimitado en ellas fincó en el ensueño que representaban, en la aventura que cumplían, en el heroísmo que testimoniaban. Algo hay comparable con este ímpetu español: el sinoiquismo de los griegos fundadores de ciudades, con la diferencia, en favor de los hispanos, de que el impulso helénico acumuló en sus urbes el elemento humano que ya tenía al alcance.

Compárese brevemente el cuadro español con el sajón. El torrente migratorio crecido, la economía atractiva, las facilidades de traslado, la promisoria colocación de técnicas, de capitales o de brazos, todo eso, sumado a ciertas condiciones desfavorables de la vida europea en determinadas horas, pudo hacer en tiempo posterior a la empresa hispana, que desde fines del mil setecientos y, sobre todo, a lo largo del siglo XIX la tierra de los EE. UU.   —386→   de Norteamérica absorbiese gran cantidad de hombres y llegara a superar la cifra de fundaciones españolas en su primer siglo de expansión por el Continente americano: Mas, si calculamos las condiciones de una y de otra corriente fundacional, tendremos que adjudicar la prioridad al urbanismo hispánico, sea por el tiempo en que se emprendió, sea por los medios con que se llevó a cabo, sea, en fin, por el espíritu con que se ejecutó semejante empresa.

Las enormes corrientes migratorias que dieron en ir a los Estados Unidos y antes, a lo que aun no se llamaba con este nombre, tuvieron real y positivamente sed de oro y luego después sed de petróleo, de vender o de alquilar mejor su fuerza física o su capacidad cerebral, y hay que proclamar que en ello lograron el más grande de los éxitos. Mientras que en Hispanoamérica la sed de oro, que si hubo, casi se anulaba junto a la sed de aventuras, al anhelo de lo ignoto, a la ansiedad por descubrir novedades y por adelantar descubrimientos geográficos. Los más afamados buscadores de oro en Hispanoamérica no almacenaron grandes fortunas en aquella empresa; y si medraron, no fue por largo tiempo. Es suficiente recordar el ocaso de todos los que se repartieron el tan clamoreado rescate de Atahualpa.

Quienes fundan ciudades en nombre de Su Majestad Católica, van mucho más allá del que simplemente traza un recinto habitable separándolo del agro, del que determina el sitio fijo de las residencias oficiales y particulares, del que señala el lugar del templo para el culto, de la plaza pública y del mercado, o del que levanta un acta minuciosa donde hacer constar todo lo cumplido. Y no se diga, va incomparablemente más lejos de los que vinieron de Europa movidos por fines de simple lucro a fundar meros establecimientos comerciales o centros de exclusiva colonización agrícola. Cuando se considera la fundación de ciudades españolas en Hispanoamérica se debe tener presente un hecho capital: fundar una ciudad a este lado del Océano significaba para el español lo mismo que transportar hacia acá una vetusta y respetabilísima tradición jurídica y civilista. Y era cosa   —387→   paradójica ver a los caudillos, hombres de espada, hijos de la aventura, echando las semillas de un acendrado civilismo que no podrían recusar, pues lo llevaban en la sangre.

Fundar una ciudad española en nuestras tierras equivalía a trasladar, con su fisonomía imborrable, esa vieja organización municipal hispana, medieval, gótica, latina y prerromana, pues la vida organizada de la urbe, y dentro de la urbe, caracteriza la Historia de España desde sus albores. Fundar una ciudad española en nuestra tierra equivalía, entonces, a sembrar en surco nuevo la semilla de las más arraigadas tradiciones, no sólo centenarias, sino milenarias; equivalía, pues, a verter el vino más viejo en un recipiente urbano destinado a seguir sirviendo para lo mismo que sirvieron los vetustos recipientes urbanos y municipales de España; o sea de vasijas para la fusión cultural y el mestizaje de razas, como pocas ciudades, han servido en el curso de la cultura occidental y, acaso, de la era clásica, edad en que, a los comienzos de la grandeza y de la decadencia griega, las ciudades del Asia Menor y las de África del norte, como Alejandría, desempeñaron un papel análogo a ciertas ciudades de España, Cádiz, por ejemplo.

Las urbes españolas del Nuevo Mundo, tanto como las de la Península en años pretéritos; no hicieron otra cosa sino proseguir la misma tarea de amalgamar la vida, de aproximarla, de volverla comprensiva para todos. Qué de mezclas, qué de fusiones, qué de intercambios de vida se encuentran en las urbes españolas. Una de las más viejas ciudades de Europa, la nombrada ciudad de Cádiz, ha sentido verterse en su recipiente, a lo largo, de tres milenios, sangres de muchas clases, desde antes de los Fenicios de Grades, hasta después de los ingleses de Gibraltar. Y con toda aquella tradición y con todo aquel ejemplo, castellanos, extremeños y andaluces se dispusieron a ejecutar en el Nuevo Mundo un plan de fusión semejante al de celtas, iberos, fenicios, griegos, romanos, godos...

Las ciudades que se fundaron en nombre de su Majestad Católica en estos lados del mar océano, no nacieron   —388→   inexpertas ni orientadas al futuro únicamente; vieron la luz de los siglos cargados de tradición institucional y plantadas como cimeras en un ápice desde donde se divisaban, al mismo tiempo, los oleajes del pasado y los posibles vuelos de la aventura. He allí, pues, el motivo por el que estas ciudades, tan alejadas entre ellas, nacieran con fisonomía concorde y fraternizaran por grande que fuese la distancia medianera entre sus asientos: tuvieron y aún mantienen un destino común, por estar edificadas para la misma tarea de fundir raza y cultura; tuvieron y aún mantienen un clarísimo derecho de filiación, por ser hijas de una misma fe en la vida humana.

Este tipo de ciudad nueva, desde el primer momento sobrepasó a la simple agrupación de moradores en una región dada, con casas en donde se reúnen para desarrollar actividades privadas, como es usual en trámites coloniales de esta especie. Y se dio dicha superación, porque fundar una ciudad española en América equivalía a organizar la vida en función municipal; pues con la ciudad nacían, a la par, las normas de vida civil y ciudadana que, desde ese instante se iban convirtiendo en el corazón de la convivencia. Hubo un nacimiento orgánico dotado de plan y de programa, con forma política definida, en donde los habitantes del municipio sabían de fijo y de antemano el papel jurídico peculiar que a cada uno de ellos correspondía. Jurisdicciones, representaciones, formas administrativas: he allí un conjunto de ordenamientos según Derecho, sistematizados como en pirámide, desde la base constitutiva humana y geográfica, hasta el ápice del Monarca representado por delegación. Y si hubo contiendas por precedencias y por sustituciones, y si hubo querellas electorales y deseos de acaparamiento de cargos y luchas por impedirlo, precisamente fue porque existió desde el principio la noción de que la urbe era un ordenamiento conformado según plan tradicionalmente obedecido.

Cuando se erigía una ciudad española en tierras americanas, menudeaban los detalles que se los consideraba con prolijidad atendiendo hasta el último de ellos, pues   —389→   nada podía quedar imprevisto o abandonado al azar o a la voluntad arbitraria: desde el perímetro material con sus respectivas entradas, salidas, ejidos, terrenos comunales, etc. y sobre el que debía decirse o dictarse Derecho, -jurisdicción-, hasta el cuerpo de munícipes o cabildantes a cuyo cargo corría el oficio de la ciudad en todos los aspectos de la vida comunal, administrativa, legal -representación y funciones públicas-. Son admirables por el número, la prolijidad y el tino, las disposiciones que en la traza y en el ordenamiento de las nuevas urbes se recogían en las actas fundacionales o en las sesiones de los flamantes cabildos. De otro lado, y como fueron tantas las ciudades que los españoles iban sembrando a su paso, como al voleo, lograron acumular mucha experiencia, y los fundadores solían atenerse a ella por la cuenta que eso les traía.

Pero en todo momento campearon las instituciones. ¿Y de qué índole fueron? Huelga decir que su índole era civil y de rancia civilidad. No está por demás recordar que lo primero, lo que ante todo se hacía en aquellos tiempos, fue cimentar la civilidad política -etimológicamente tomados los dos términos señalarían una repetición inútil, pero no es así, porque en América, más que en ninguna parte; se ha demostrado existir, una frente a otra, la política civilista y la política militarista-; y el cariz de las nuevas urbes; que el mayor número de veces fueron trazadas con la punta de la espada, siempre estuvo constituido por los preceptos de un sólido estatuto de Derecho, probado en la tradición, delimitado con asombrosa claridad conceptual y normativa. Derecho defendido con vigor ante cualquier otro poder, y, algunas veces, ante y contra los mismos Monarcas de España. Y este conjunto de normas jurídicas de subidísimos quilates civilistas, antecedió en el Nuevo Mundo español a las reglamentaciones mercantiles, a las ordenanzas de tipo militar o económico, porque el hispano siempre tuvo mucho apega a las normas constitutivas de su región y, a donde iba, viajaba o pretendía viajar con sus fueros.

Esto no significa que debamos tratar aquí el problema de cómo en América se repitió el mapa de las regiones   —390→   políticas y de los regionalismos psicológicos españoles. -porque mucho de esto último ocurrió, como demuestran las tremendas luchas entre andaluces y vizcaínos en la ciudad de Potosí y otros casos bien sabidos-; pero sí quiere decir que bajo el ojo supervisor del Monarca omnipresente, aunque sea en, teoría, las ciudades nacieron y enjambraron prolíficamente en el regazo de un Derecho respaldado en sólidos antecedentes históricos, como fueron los regionales de cada localidad española; derecho que no llegó a ser abolido, sobrepasado o, siquiera, modificado por los conquistadores, generalmente varones de ejecutorias militares y; al parecer, poco afectos a la modalidad civilista. Pero la fuerza tradicional mantuvo sus condiciones bien cimentadas en el alma y en el pensamiento de aquellos luchadores contra el mundo ignoto, a quienes no se les ocurrió fundir otro tipo de urbes en otro crisol que no fuera el recio crisol municipalista de la Península Ibérica y, si se quiere un poco más de precisión, castellano.

El curioso trámite municipal y civilista que casi no tuvo excepción se explica, además, por la calidad de la empresa - española en América. Carlos Pereyra en su Historia de América, acentuó con acierto el carácter eminentemente popular de dicha empresa. No sólo fue la Corona, no sólo fueron los anhelos y las directivas del Estado sino, ante todo, fueron las emociones del pueblo español, sus grandes pasiones y su afán proselitista los que dieron cima a una faena de tanta monta, que sin esta materia prima no habría fructificado. Y lo popular español de las instituciones jurídicas se expresó en los Cabildos, lo más popular, después de la fe católica hondamente arraigada en un pueblo que sostuvo por su cuenta una cruzada de ocho siglos contra el infiel.

Es incuestionable que si miramos al fondo de la tendencia civilista y popular reflejada en los Cabildos americanos, vástagos legítimos de los peninsulares, hemos de notar un contraste muy acentuado entre la política, europea de los Monarcas españoles y su economía de tendencia centralista, de una parte y, de otro, la fidelidad con que los españoles siguieron en el Nuevo Mundo la   —391→   trayectoria marcada en su existencia social por el municipalismo. Esto nos hará comprender cómo la gran corporación urbana, en sus raíces más hondas, daba con la vida española, mejor dicho con la de todos los españoles venidos en pos de la aventura, y no se quedaba solamente en el aparato legalista o institucional, fuerte de suyo, pero no tan poderoso como la entraña viva desde donde venían el urbanismo y su máxima expresión, los Cabildos, que no miraron a Europa, que casi no miraron a España una vez constituidos, sino que tuvieron la vista fija en el suelo americano, en su actualidad y en su futuro. El institucionalismo legal del municipio vino del Monarca, es cierto, pero al Monarca le llegó el poder de crearlo desde el fondo popular y tradicional español.