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Carlos Marzal

Semblanza crítica de Carlos Marzal

Nacido en Valencia en 1961, Carlos Marzal es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de su ciudad. Aunque conocido sobre todo como poeta, ha sido codirector de Quites, revista de literatura y toros, y es articulista en diversos periódicos, traductor de varios poetas (Enric Sòria, Pere Rovira, Miquel de Palol) y novelista de éxito (Los reinos de la casualidad, 2005).

Su aparición como poeta tuvo lugar con El último de la fiesta (1987), un libro caracterizado por la temática ciudadana, el hedonismo, una desesperanza sin aspavientos y, en los aspectos estilísticos, el coloquialismo acanallado y la métrica neomodernista. La postura del poeta, que parece estrechamente vinculada a cierta experiencia vital, debe, sin embargo, mucho a sus modelos literarios: Verlaine, Manuel Machado o -trufado de las consideraciones morales de un hombre en su paisaje urbano- Gil de Biedma, además de Francisco Brines por su cadencia elegíaca y su clasicismo formal. Como Manuel Machado, cultiva Marzal los desplantes airosos y una proclividad al malditismo un sí es no es histriónico, propia de quien asume la condición de poeta menor, burlón y desenfadado, tan lejos del patetismo como cerca de la tragedia. La idea de la intrascendencia del arte, expresada con una retórica menuda en la que caben la ligereza humorística y los golpes de efecto, le llevó a considerar la escritura como un ejercicio de diletante: «Escribo por capricho, / y por juego también, para matar las horas»; cuando no para «obtener favores / de algunas señoritas amigas de los libros».

La prosecución de la creación poética deja ver pronto lo que en esos primeros compases había de máscara o de verdadero rostro. En La vida de frontera (1991), la entonación del canto mantenía lo sustancial de aquel primer libro, aunque se evidenciaban ya ciertos apuntes que permitían intuir un cambio de registro, de momento perceptible en el descenso del componente humorístico y en el hecho de que los chisporroteos del ingenio no robaban protagonismo al relato poético, aún pegado al hueso de la biografía. El referido cambio se hizo evidente en Los países nocturnos (1996), donde su palabra alcanzó una expresión más trémula y abismada en el nihilismo. Una atenuación de los elementos biográficos, que siguen estando ahí aunque ya al servicio de consideraciones de cariz existencial y en un ámbito más abarcador, manifiesta la inclinación progresiva hacia un lirismo sentencioso y una insatisfacción con la inmanencia de los comienzos.

El punto de llegada de ese tránsito pareció percibirse en Metales pesados (2001), libro que supuso el reconocimiento general del poeta, quien obtuvo con él el Premio Nacional de la Crítica y el Nacional de Poesía (2002). La sucesión de los poemas en este libro mantiene una misma sustancia nihilista, aunque cambia la postura, que avanza desde el descreimiento displicente hasta el pesimismo lapidario -que pretende resolverse, con no poco voluntarismo, en empuje hacia el canto- y la densidad perpleja; y la manera, que lo hace desde el desmayo asonantado y garboso hasta el énfasis en la dicción y la voz sustantiva. Quien antes bromeaba con los sagrados temas de la lírica intemporal («Como yo te he querido, por supuesto, / te habrán querido otros», escribía contraimitando a Bécquer), luego afirmaría su determinación «para el delirio de apostar con fe» en que consisten la vida y la poesía. Un entramado de cavilaciones y preguntas ocupa el lugar que antaño tuvieron el referencialismo y la narratividad. Se adentra así el poeta en un territorio de contemplación, donde el desengaño ya no deriva principalmente de los avatares de la biografía, sino de algún motivo anterior o fuera de la misma: «Mi desengaño es anterior al mundo, / me limita y lo excede, me contiene y no alcanza / a contenerme dentro de sus límites». Pocas pulsiones del anhelo espiritual son ajenas a estos versos, en los que alumbra la extrañeza de vivir, el matrimonio del cuerpo y el alma, el enigma de la palabra y los asedios del amor: temas, todos ellos, tratados con gravidez meditativa y, alguna vez, con una entonación prescriptiva y aun docente.

Pero si en Metales pesados prevalecía el desconcierto indagatorio y las correspondientes zozobras expresivas, en su siguiente libro, Fuera de mí (2004), domina más decididamente la entonación pletórica, el himno a la plenitud del ser. Abandonada por el poeta la pesquisa gnoseológica basada en la estricta observancia racionalista, ahora el conocimiento de lo primordial se define como «un saber de sinsaber», o como la «analfabeta ciencia de estar vivo». El pasmo contemplativo zarandea el orden verbal, que a menudo renuncia a interpretar una realidad para cuya manifestación bastan simples yuxtaposiciones nominales, con la economía de un refectorio cisterciense: «Unos cuantos limones, unos lirios, / una sardina enjuta sobre un plato, / un mendrugo de pan, / el vaso en que pernocta el agua núbil». Cuando el arrobo es mayor, los vocativos en serie adoptan un tono de oración musitada en el silencio del mundo. La tradición cristiana presta al autor su retórica en diversas letanías o en ciertas acuñaciones verbales («Traigo néctar de vida», «Dad y comed de mí»), ya distanciadas de la declinación temporalista de su primer maestro, Brines, y próximas al ágape dionisíaco del gran Claudio Rodríguez: «Que corra el vino hasta volvernos sabios / desde el hondo saber de la alegría».

Aunque el poeta anuncia en el título su condición de ser enajenado, fuera de sí, en ningún lugar se propone una salida por la vía de la trascendencia, otro mundo para cuya posesión hubiera que renunciar a éste, pues el presente himno se funda en el nihilismo o nadismo de las creencias; al contrario, cuando se idea un paraíso que exige mortificación o negación del cuerpo, «más nos encomendamos a estos límites / de paupérrima carne vanidosa». En los instantes de máximo fervor, el cuerpo queda convertido en «fanal / de carne en que titilo», y el sujeto remeda el movimiento nervioso hacia la claridad («y voy que tiemblo») a través de la «noche ufana del alma», señas de una tradición sanjuanista bajo cuyo peso el poeta avanza a tentones y trastabilla en las palabras: un testimonio éste de la cortedad del decir en la que ya no bastan las antiguas destrezas formales.

Ángel L. Prieto de Paula

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