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Expulsión y exilio de los jesuitas de los dominios de Carlos III

Catálogo: Selección de textos

ISLA, J. F. de, Memorial en nombre de las cuatro provincias españolas de la Compañía de Jesús desterradas del Reino a S.M. el Rey D. Carlos III, estudio introductorio y notas de E. Giménez López, Alicante, Instituto de Cultura «Juan Gil-Albert», Diputación Provincial de Alicante, 1999

El P. Isla relata las penosas condiciones en las que los jesuitas expulsos hicieron su viaje por el Mediterráneo hasta recalar en Córcega (hacinamiento, falta de higiene, escasez y mala calidad de la comidas)

En cada uno de estos dos navíos se acomodaron 201 jesuitas, que, añadidos a la numerosa tripulación y a la guarnición de la tropa marina, apenas cabían de pie en los buques, aunque tan capaces y tan gruesos; de manera que para maniobrar, especialmente en las faenas más prontas y de mayor cuidado, era menester que los pasajeros se bajasen a sus camas de entre puentes. En éstos y en la Santa Bárbara se acomodaron las 200 que ocupaban los jesuitas, siendo fácil a cualquiera que esté bien instruido en las dimensiones de un navío de 70 cañones, calcular el estrechísimo espacio que correspondía a cada una, la congojosa apretadura con que estarían aquellos afligidos Religiosos, el aire impuro y abrasado que respirarían en el rigor de los calores de junio y julio, los tediosos y mal sanos efluvios que exhalarían tantos cuerpos hacinados en un espacio tan ceñido, especialmente no habiéndoseles dado ni tiempo ni libertad para proveerse de la ropa blanca, que es tan necesaria para el aseo y para disminuir en gran parte aquellas incomodidades. Éstas les hacían tan molestas las horas destinadas para el descanso, que las consideraban las más penosas de todo el día, y todos comenzaban a acongojarse cuando se iban acercando.

A estos trabajos, que podemos llamar inevitables, se añadían otros que fácilmente se pudieron, y aun debieron evitar, según las órdenes de V.M. Tuviéronlas todos los Capitanes muy estrechas y muy repetidas, de tratar a los jesuitas con toda la decencia y regalo que fuese posible, y de usar con ellos toda la atención, agasajo y humanidad. Para cumplir con la primera parte, se hicieron en el Ferrol prodigiosas provisiones de todo género de carnes, aves, escabeches, vinos, chocolate, dulces, bizcochos, licores y demás especies, que no sólo eran conducentes para la necesidad, sino que podían servir para el regalo; y efectivamente sirvieron para el de la mesa del Capitán en la cámara del Nepomuceno; pero de la mesa de los jesuitas estuvo tan distante la delicadeza y la abundancia, como sobrada la escasez, la incivilidad y el desaseo.

El desayuno fue siempre chocolate, pero servido y tomado con modo tan asqueroso, y con tanta sofocación y tropelía, que sólo el hambre y la necesidad podían comunicar gusto al paladar para admitirle, y fuerzas al estómago para retenerle. Traíase en dos grandes escalfadores, semejantes a los que usan las comunidades numerosas en sus barberías; y trasladándose aquel bodrio a las chocolateras, en ella se batía para pasarlo después a las jícaras. Éstas estaban tendidas sobre las mesas, de las cuales tomaba cada cual la que podía. Era la pieza destinada para esta función la cámara baja, donde apenas cabían 20 ó 30 hombres; y como concurrían 200, entrando unos, y saliendo otros, sin orden, sin método y sin distinción, más parecía behetría y confusión que desayuno; el cual, ni aún así se podía tomar con quietud y sosiego; porque a éste le daban sin libertad un codazo, aquel sentía un empellón, a uno le faltaba espacio para los precisos movimientos, y al otro le sofocaba el tropel. El que no se acomodaba con el chocolate, o porque no encontraba en su estómago condescendencia para tomarlo de aquella manera, o porque de cualquier modo le asentaba mal, no tenía que pensar en otro desayuno, cerrándose el repostero, hombre durísimo de genio, basto y muy ofensivo de modales, en que tenía orden de no dárselo a nadie; tanto que, habiendo ido una mañana el mismo padre Vice-Provincial en persona a pedirle alguna cosilla para un pobre Hermano Artista que se quedaba todos los días en ayunas (a muchos de los Hermanos Artistas sucedía lo mismo), por no abrazar su estómago el chocolate, le recibió con mucho desabrimiento; y sólo pudo conseguir a duras penas un bocado de galleta y un sorbo de vino, pero con la protesta de que no tenía que volver segunda vez con semejante pretensión.

Ni un sólo día hubo siquiera una rebanada de pan para el chocolate; con que dicho se está que mucho menos le habría para la comida. A solos diez o doce jesuitas entre Rectores y viejos, se les daba por gracia muy especial una escasa libra de pan fresco para comida y cena, sin haber dispensado este rigor ni aún los tres días en que estuvimos anclados en el puerto de Santo Stefano, ni los 17 que nos mantuvimos en el puerto de San Fiorenzo; siendo así que en uno y en otro puerto concurrieron barcos cargados de pan, que lo ofrecían a un precio muy moderado, y se les pudiera proporcionar aquel alivio, no sólo sin detrimento, sino en beneficio y conservación de las provisiones.

A la mezquindad y asquerosa disposición del desayuno correspondía perfectamente la limitación y poca limpieza de la comida. Los días que estuvimos a bordo en el Ferrol, y algunos en la navegación, se daba en el Nepomuceno o una sopa de fideos, o la sopa ordinaria con una olla de vaca fresca en el puerto, y salada, con una cuarta parte de la otra, en el mar, pero así la sopa como la olla bien escasamente, con algunos postrecillos, mas éstos tan limitados, que, si eran de aceitunas y pasas, tocaría a cada sujeto una de las primeras y 4 ó 6 de las segundas; si de queso, el mismo repostero iba repartiéndolo a cada uno, pero con tanta escasez, que más parece que daba una reliquia o un poco de pan bendito, que otra cosa.

Hasta el octavo día de navegación no se vio en la olla ni gallina ni jamón, siendo así que fue verdaderamente portentosa la provisión que se había hecho de estos dos géneros. La gallina después se dejó ver en el plato por pocos días, y siempre con mezquindad; el jamón con alguna menor economía apareció todo el resto de la navegación.

El refresco por las tardes eran dos cántaros de agua con dos o tres vasos para 200 sujetos; y no se hable de otra cosa: ni aún a los enfermos se les servía siquiera un bizcocho, a no ser que alguna vez ellos lo pidiesen o se lo agenciase el cirujano. A ninguno se le brindó jamás con un poco de dulce, sino a uno sólo a quien profesaba el Capitán particular inclinación; por lo que nunca se pudo comprender a qué fin se había hecho tan abundante abasto de este último artículo.

Las cenas no podían ser más indecentes. Redujéronse por lo común a una fastidiosísima chanfaina de chofes, carne salada y un poco de vaca con unos postrecillos, tan cortos y tan económicos como los del mediodía. Algunas veces se ponía en la mesa un puñado de pasas para 6 o para 8, antes del guisote; pero entonces no se trataba de postres. Variose tal vez de cena, dando bacalao en lugar de carne; seis u ocho noches sopas de ajo; tres o cuatro un plato de lentejas con un poco de tocino, que era la mazamorra de los marineros: en fin, para que hubiese de todo, una noche se los dejó a todos enteramente sin cenar, con el pretexto de que estaba el mar alborotado y no se podía encender el fogón. Sin embargo, bien se pudo hacer la cena de la oficialidad, como todos los demás días, y calentar el rancho de la tripulación. Mas aún cuando no se hubiese vencido esta dificultad para ninguno, ¿qué inconveniente se podía encontrar en que se sirviera a los Padres una ligera cena, de tanto escabeche como había de repuesto y no necesitaba de calentarse, o una colación de alguno de los muchos géneros de postres como se guardaban en la despensa? Con lo cual y con un sorbo de vino podrían cobrar algunas fuerzas los muchos que las habían perdido todo el día, obligándolos la agitación del mar a lanzar violentamente cuanto tenían en el estómago.

Pero a todos se los llevó por un rasero: éstos y los demás se fueron a la cama la noche del 16 de junio con lo poco que habían comido a las 10 de la mañana, salvo tal cual, que debió algún refuercillo a la compasión de éste o del otro oficial, y algunos pocos que pudieron conseguir se les diese a hurtadillas un bocado de galleta y un traguito de vino en la repostería; los demás se fueron a digerir el hambre, la fatiga y el marco al intolerable potro de la cama.

Ninguna cosa hace concebir mejor la ruindad y el desaseo de la comida que se servía a los Padres en el San Juan Nepomuceno, que el siguiente lancecillo, expuesto con toda pureza y sencillez. Arrimose cierto Hermano Coadjutor a un rancho de la tripulación que estaba comiendo su mazamorra. Brindáronle con un bocadillo, y no se hizo de rogar. Retirose después de haberlo tomado, y mirándose unos a otros los del rancho, se preguntaban entre sí, quién de ellos había llamado a aquel Padre; y habiéndose averiguado que uno de ellos le había hecho sólo una ligerísima insinuación con la cabeza, estando muy distante, se decían recíprocamente: ¿qué han de hacer, hombre, si están muertos de hambre? No se puede comer lo que les dan: digo, si pillaran esto. ¡Qué tal sería el trato de los jesuitas, cuando no le trocarían por el suyo los de la tripulación!

A la poquedad y desaliño de la comida correspondía igualmente el repugnante servicio de la mesa. Solo dos veces se mudaron los manteles en los dos meses largos que estuvimos a bordo y duró la navegación. ¡Qué aseados estarían, sirviendo todos los días a ocho mesas diferentes entre comida y cena! En las mesas donde cabían 16, se ponían solos dos vasos, por donde habían de beber todos, esperando su vez, y aguardándose los unos a los otros; en las mesas de 5 ó 6, un solo vaso, sin embargo de que en el Ferrol se hizo provisión, a costa de la Real Hacienda, de algunos centenares de ellos.

Pretendían los criados ínfimos de la chusma que los jesuitas los habían retirado para servirse cada uno del suyo en particular, adelantándose alguien a fingir, que a un Coadjutor le habían encontrado uno, destinado a ministerio poco limpio; y aun parece que casi se lo llegaron a persuadir al Capitán, hombre crédulo, a quien faltaba de reflexión y sosiego todo lo que le sobraba de bullicio y fogosidad. Pero se averiguó que todo era una groserísima calumnia; que los pocos jesuitas que tenían vaso particular, o le habían traído de su aposento, o le habían comprado en el Ferrol; y por lo respectivo al Hermano Coadjutor, se supo había sido una maliciosísima ficción de cierto criadillo, que al cabo desapareció una vez que saltó en tierra, buscando en la fuga la impunidad de sus travesuras, que no encontraría si se hubiese mantenido a bordo.

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