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Fernando de Herrera

Vida y obra de Fernando de Herrera

HERRERA, Fernando (Sevilla, 1534-1597)

Figura central del ambiente literario sevillano en la segunda mitad del siglo XVI, Fernando de Herrera nos ha legado la imagen del escritor y erudito centrado de manera casi exclusiva en su quehacer intelectual. De orígenes no bien conocidos, modestos o medianos en cualquier caso, se cree que Herrera pudo iniciar su formación en el Estudio de San Miguel, dependiente del cabildo catedralicio, bajo la tutela del maestro Pedro Fernández, para proseguirla luego por su cuenta, en contacto con el círculo del humanista Juan de Mal Lara o Malara (1524-1571). Antes de 1565 recibió las órdenes menores y, según dice su primer biógrafo, el pintor sevillano Francisco Pacheco en el Libro de los retratos, no llegó a ser presbítero: Tuvo por patria esta noble ciudad; fue de onrados padres, dotado de grande virtud, de ábito eclesiástico i beneficiado de la iglesia perroquial de San Andrés. No tuvo orden sacro, pero con los frutos del beneficio se sustentó toda su vida, sin apetecer mayor renta. La afirmación, que suele darse por buena, resulta, con todo, un tanto problemática, empezando por el hecho de que sea Pacheco el único que la transmite y además en una fecha algo tardía (su elogio de Herrera es con seguridad posterior a 1619, seguramente de ca. 1625). Se sabe, además, que por aquellos mismos años hubo un Fernando de Herrera, clérigo presbítero, beneficiado de San Andrés (aunque el beneficio lo servía por él su hermano Alonso), dato que suele despacharse como un caso de simple homonimia. Que Herrera estuviese ordenado de mayores también hace más comprensible lo que consta en un documento de 24 de agosto de 1577: que ese día el poeta hizo entrega a don Álvaro de Portugal, conde de Gelves, del testamento de la condesa (doña Leonor de Milán), cuya custodia le había confiado ella. Hay, en fin, una mención de Herrera como presbítero en El corregidor sagaz, miscelánea moral que escribió Bartolomé de Góngora (1578-ca. 1657), natural de Écija, que vivió en Sevilla entre 1585 y 1608, donde tuvo amistad con Juan de la Cueva, antes trasladarse a Nueva España, donde redactó ese y otros libros.

Sea como fuere, lo cierto es que de Herrera apenas si conocemos otros episodios biográficos que los relativos a su actividad literaria. Uno de ellos es el que menciona Pacheco como ilustrativo de su desinterés por hacer carrera: I aunque el cardenal don Rodrigo de Castro, arçobispo de Sevilla, desseó tenello en su casa i acrecentalle en dignidad i hazienda, no pudieron el licenciado Francisco Pacheco ni el racionero Pablo de Céspedes, íntimos amigos suyos, persuadille que le viesse. El cardenal Castro fue arzobispo de Sevilla entre 1581 y 1600, pero la anécdota podría ser posterior a 1592, cuando Herrera dedicó al prelado su obrita sobre Tomás Moro. Por esos mismos años sabemos que Herrera, al igual que otros amigos sevillanos, se aprovisionaba de libros europeos, sobre todo de tema histórico, valiéndose de las buenas relaciones entre Benito Arias Montano y la casa Plantino de Amberes. En fin, de una carta de Herrera a Pablo de Céspedes fechada en Sevilla a 26 de marzo de 1597, parece deducirse que el poeta estaba por entonces acogido en casa de don Juan de Arguijo. Pudiera ser, por tanto, que siguiese en ella cuando murió en 1597.

Como ya se ha dicho, fue la de Herrera una vida ajena a la acción y consagrada a la ocupación interior del ejercicio intelectual. De su precoz vocación hacia las letras humanas y de su sólida formación en ellas (en la que mucho debió influir la mencionada relación con Mal Lara) habla Francisco de Medina en el prólogo a las Anotaciones a Garcilaso del propio Herrera: Porque dende sus primeros años, por oculta fuerça de naturaleza, se enamoró tanto d'este estudio que, con la solicitud i vehemencia que suelen los niños buscar las cosas donde tienen puesta su afición, leyó los más libros que se hallan escritos en romance, i, no quedando con esto apaciguada su codicia, se aprovechó de las lenguas estrangeras, assí antiguas como modernas, para conseguir el fin que pretendía. Después, gastando los azeros de su mocedad en rebolver innumerables libros de los más loados escritores i tomando por estudio principal de su vida el de las letras umanas, á venido a aumentarse tanto en ellas que ningún ombre conosco yo el cual con razón se le deva preferir, i son mui pocos los que se le pueden comparar. No se crea que lo dicho surge de un prurito de ponderación de Medina en el trance de prologuista, porque otros contemporáneos (el pintor Pacheco o el poeta Francisco de Rioja) reiteran muy parecidos juicios. Y sobre todo porque las obras de Herrera, particularmente la enciclopedia de saberes que encierran sus comentarios o Anotaciones a Garcilaso, así lo dejan ver.

Ese espacio de reflexión y de estudio le proporcionó sin duda la proyección biográfica más notable: la academia o círculo culto y selecto de amigos con quienes comunicaba sus inquietudes intelectuales y literarias, ese mundo de humanistas (Juan de Mal Lara, el licenciado Francisco Pacheco, tío del pintor, Pedro Vélez de Guevara, Pablo de Céspedes, Francisco de Medina, Cristóbal Mosquera de Figueroa, Diego Girón, Jerónimo Carranza, Juan Sáez Zumeta, Cristóbal de las Casas, fray Agustín Salucio, fray Juan de Espinosa...) y de aristócratas protectores del estudio (el conde de Gelves, el marqués de Tarifa...) que testimoniaron cálidamente su admiración hacia el poeta apodándole El Divino. Así se comprende el haz y el envés que la figura de Herrera ha proyectado para la posteridad: ideal de dignidad humana y de serenidad intelectual para los amigos, misantropía desdeñosa y altanera para los enemigos. Todo a partir de la misma actitud vital, pues fue modesto i cortés con todos -dice Pacheco-, pero enemigo de lisonjas, ni las admitió ni las dixo a nadie: que le causó opinión de áspero i mal acondicionado. Y en cuanto a los amigos, amólos tan fiel i desinteresadamente, que a los más ricos i poderosos no sólo no les pidió, pero ni recibió nada dellos, aunque le ofrecieron cosas de mucho precio; antes por esta causa se retirava de comunicarlos.

El «drama» textual

Su condición vital predispuso a Herrera a una actitud literaria basada en el rigor poético que llevó hasta sus extremos, pues consumido por el anhelo de perfección, corregía incesantemente sus escritos. Porque como a ombre a quien el uso i ejercicio de aquellas cosas avía dado una mui entera noticia de los precetos más ocultos de l'arte -escribe Enrique Duarte en su prólogo a la edición herreriana póstuma de Versos, 1619, le satisfazían pocas [obras], i sus oídos, como capaces de otras mayores, desseavan siempre alguna de consumada perfección, de que pueden dar testimonio los borradores de sus versos, que, después de limados muchas vezes i en espacio de años enteros, apenas le contentavan, i assí desechó muchos que pudieran ser estimados de los más entendidos en esta profesión. Tal prurito de perfección es, en parte, responsable de lo que se viene calificando el drama textual de la poesía herreriana, consistente, en lo fundamental, en las profundas diferencias entre los textos poéticos publicados en vida del poeta y los publicados póstumamente, esto es, entre Algunas obras de Fernando de Herrera, 1582 (conocido como texto H), y Versos de Fernando de Herrera, 1619, edición a cargo del pintor Pacheco (conocido como texto P).

Es cierto que desde el punto de vista textual sólo H ofrece las garantías que proceden de la supervisión del propio autor, que extremó, por lo demás, el cuidado en todos los aspectos de la antología, desde el orden del poemario hasta la ortografía (según un sistema propio de Herrera -frente a las arbitrariedades gráficas al uso en la época-, sistema que se acercaba a la ortografía fonética sin romper con los compromisos etimológicos del idioma, y que ya había utilizado dos años antes en las Anotaciones a Garcilaso). Pero ocurre que H es una pequeña colección de 91 composiciones frente a las 365 del texto P. Éste, sin embargo, resulta muy problemático por las numerosas variantes y cambios que arroja con respecto a H, y sobre todo por las grandes dudas que suscita respecto a la autenticidad de los cambios, esto es, que sean debidos al propio Herrera o a una mano ajena, verosímilmente el responsable de la edición, el pintor Pacheco. Por lo que sabemos, Pacheco debió de trabajar con papeles de muy diversa procedencia y de estadios redaccionales muy distintos, desde borradores a versiones definitivas, y tuvo, por tanto, que dar lima y unidad al conjunto. Sobre el grado de intervención o manipulación de Pacheco se ha abierto una larga polémica entre los estudiosos que defienden a H como único texto fiable y quienes reivindican también la autenticidad de P dando por bueno que las variaciones se deben al propio Herrera. En la primera línea se situó ya Quevedo (en el prólogo a las Obras de Francisco de la Torre, 1631) y fue defendida y argumentada posteriormente por Adolphe Coster, José Manuel Blecua y Cristóbal Cuevas. Por el contrario, ha sido Oreste Macrí, por medio de un análisis de la sistemática de las variantes, el más convencido defensor del texto P.

En cualquier caso, ninguno de esos enigmas existiría de haberse conservado la edición de las poesías completas que al parecer tenía preparada Herrera y lista para la imprenta. De ello nos informa el Licenciado Enrique Duarte en el segundo de los prólogos que lleva la edición póstuma de Versos o texto P, dejando constancia al mismo tiempo de lo trabajoso que fue para Pacheco editar semejante colección poética: I es cierto que su memoria [la de Herrera] uviera quedado sepultada en perpetuo olvido, si Francisco Pacheco, célebre pintor de nuestra ciudad i afectuoso imitador de sus escritos, no uviera recogido, con particular diligencia i cuidado, algunos cuadernos i borradores que escaparon d'el naufragio en que, pocos días después de su muerte, perecieron todas sus obras poéticas, que él tenía corregidas de última mano, i encuadernadas para darlas a la emprenta. Dexo en silencio la culpa d'esta pérdida, porque soi enemigo de sacar en público agenas culpas, i juzgo por merecedor de gran premio al que con tantas veras â procurado restaurarla, hurtando muchas oras de su más forçosa i precisa ocupación. Porque, no sólo copió una i dos vezes de su mano lo que ahora nos ofrece, pero cumplió lo que faltava de otros papeles sueltos que avían venido a manos de diferentes personas, de quien los uvo. I, aunque todo ello sea d'el mesmo autor, es cosa cierta que lo que él tenía escogido y perficionado para sacar a luz sería de mayor y de más acabada perfección. No puede ser más elocuente Duarte sobre la obligada manipulación del texto a que se vio obligado Pacheco; ni puede ser más sorprendente lo que nos dice sobre el intencionado «naufragio» de las obras poéticas de que fue víctima Herrera a poco de morir. ¿Qué malquerencias o envidias pudieron dar lugar a semejante sabotaje? ¿Quién fue el causante, que Duarte parece conocer y no quiere decir? Más enigmas que sumar a la biografía de Herrera, tan admirado por sus contemporáneos y tan traicionado nada más fallecer.

Con todo, a pesar de la lamentable e intencionada pérdida del volumen de sus obras poéticas (que hay que sumar a otras luego aludidas), es presumible suponer que conocemos la mayor parte de la poesía lírica herreriana, pues a los textos H y P hay que añadir otros manuscritos y publicados con posterioridad. Así, José María Asensio sacó a luz en 1870 con el título de Poesías inéditas una serie de composiciones octosilábicas que se han conservado en dos manuscritos distintos, el 57-5-5 (olim 83-5-13) de la Biblioteca Capitular de Sevilla, copiado en 1637 por Don Joseph Maldonado de Ávila y Saavedra (ejemplar que sigue Asensio) y, con un texto de mejor calidad, el ms. 10293 de la BNE. José Manuel Blecua dio a conocer, por su parte, en 1948 como Rimas inéditas una colección de 46 poemas inéditos y otros con variantes con respecto a las versiones ya conocidas, procedentes del manuscrito 10159 de la BNE. Hoy día contamos con dos magníficas ediciones completas de la poesía de Herrera realizadas por José Manuel Blecua en 1975 y por Cristóbal Cuevas en 1985.

Además de la colección de poesía Algunas obras (1582), Herrera publicó en vida un trabajo histórico de mediana extensión, la Relación de la guerra de Cipre y sucesso de la batalla naval de Lepanto (dos ediciones diferentes en 1572), cuyo propósito es ofrecer una versión fidedigna de los preparativos y desarrollo de la famosa batalla, y que además contiene una primera versión de la célebre canción al mismo tema; las enjundiosas Obras de Garcilaso de la Vega con Anotaciones de Fernando de Herrera (1580); y el Tomás Moro (1592), breve encomio de la figura modélica del canciller inglés. Y, aunque inédita hasta que la publicara por primera vez J. M. Asensio en 1870, conocemos su Respuesta a las Observaciones del Prete Jacopín (escrito satírico aparecido bajo pseudónimo contra las Anotaciones a Garcilaso), cuyo texto se ha transmitido por varios manuscritos, entre ellos uno (el 17553 de la BNE) cuidado por el pintor Pacheco. Pero los testimonios contemporáneos de Pacheco, Rioja y Maldonado aumentan el caudal herreriano a varias obras más: un poema sobre los amores de Lausino y Corona (del que se conocen algunos versoso sueltos, ed. Cuevas, pp. 345-346), otro sobre la Gigantomaquia o batalla de los Gigantes en Flegra, otro sobre el Amadís, la traducción del Rapto de Proserpina de Claudiano, y lo que debió ser una obra en prosa de enorme empeño, una Historia general hasta la edad del Emperador Carlos Quinto. Todo esto -aclara Pacheco- no sólo no se imprimió, pero se perdió o usurpó.

La obra herreriana conservada se polariza, pues, en dos focos principales de interés: el cancionero poético y las Anotaciones a Garcilaso. Cada una en su estilo, suponen ambas verdaderos hitos en la historia literaria española. La primera en el ámbito de la poesía lírica, la segunda en el género humanístico de los comentarios o escolios a un autor.

El cancionero poético

El cancionero poético es fundamentalmente de tema amoroso. Ello ha dado pie en la historiografía herreriana (principalmente en la de fines del siglo XIX y primera mitad del XX) a buscar referentes extrapoéticos que sustentaran la «realidad» amorosa de esos versos. Es verdad que los contemporáneos dieron las primeras pistas; y si Rioja en su prólogo a Versos se muestra cauteloso («De la persona que celebra, sólo podré dezir a V. Señoría que fue una señora mui principal destos reinos»), Pacheco en el Libro de los retratos es mucho más explícito: Los [versos] amorosos en alabança de Luz, aunque de su modestia i recato no se pudo saber, es cierto que los dedicó a doña Leonor de Milán, Condessa de Gelves, nobilíssima i principal señora, como lo manifiesta la canción V del libro segundo que yo saqué a luz, año 1619, que comienza: Esparze en estas flores. La cual con aprovación del Conde, su marido, acetó ser celebrada de tan grande ingenio. Tal situación, realmente llamativa en el contexto de la biografía herreriana, propició durante una época una lectura de sus versos amorosos autobiographico modo, como una especie de velado encubrimiento, en clave neoplatónica, de hechos reales: un amor imposible hacia una dama casada. En la actualidad se tiende, por el contrario, a explicarlos en el marco literario mismo y en el seguimiento de las tradiciones retóricas que los sustentan, no sólo la petrarquista y neoplatónica, sino también la de los poetas elegíacos latinos. El procedimiento tan empleado por ellos de la recusatio (o rechazo de un género más elevado, la épica, para dedicarse a una poesía «más humilde») le es a Herrera de una rentabilidad extraordinaria, pues le proporciona la mejor herramienta retórica para acotar su territorio poético: el de la privacidad, el de la comunicación de sus experiencias más íntimas, el de la introspección y el buceo en la propia conciencia. Por otra parte, el mismo procedimiento retórico proporciona a Herrera otra ventaja añadida, pues colma su necesidad de justificación por practicar una poesía privada e intimista en el contexto cultural de humanistas y escritores cultos en que se mueve: un ambiente en el que, según la más ortodoxa escala axiológica de la tradición literaria, es reconocida la superioridad de la épica o canto heroico. En esa situación Herrera encuentra en la recusatio una magnífica coartada, pues su enamoramiento -dice- ha orientado «fatalmente» sus versos hacia el sentimiento, dejando así de cultivar otra poesía, la heroica que antes cultivaba.

Para la formulación de su lenguaje poético Herrera rentabiliza al máximo varios lugares comunes de la filografía de la época. De manera especial, el heliocentrismo del objeto amado, que lleva al mismo nombre de la dama, convirtiéndola en Luz, Estrella, Eliodora, Luzero o Aglaya. A partir de ahí, el establecimiento del código está claro: el poeta aspira a la Luz, pero es aspiración imposible, porque, deslumbrado caerá (como Ícaro, como Faetón). Pero la imposibilidad de la hazaña no impedirá, con todo, su permanente intento. Nuevo ave-fénix, el poeta (también paradigmáticamente identificado con los héroes o hechos míticos o legendarios que representan el eterno empeño en un desideratum imposible: Prometeo, Sísifo, el telar de Penélope) renace una y otra vez a su desesperanza llevado de una anhelante porfía. En esa tensión está el sentido más radical o esencial de la poesía de Herrera: la permanente agonía entre contrarios, entre la razón y el deseo, entre el autoengaño de la esperanza y la certeza de la desilusión.

Según estos presupuestos, la mayor parte de la poesía de Herrera es intimista y sentimental, pero también la hay conmemorativa y circunstancial. El tono celebrativo se emplea fundamentalmente en las canciones, en especial en las de tema patriótico (de paradigmas métricos muy variados, desde la lira hasta la estancia amplia), mientras el tono «élego» más íntimo lo será en las elegías (siempre en tercetos), y también en los sonetos. Estos últimos son de hecho, como en la mayoría de las colecciones poéticas del Siglo de Oro, la base del poemario y soportan la parte principal de los argumentos de amor, aunque también se hagan cargo de otros temas. Finalmente las églogas son el género que más mira a la antigüedad grecolatina, principalmente a Virgilio, aunque esa perspectiva clásica no falta en ninguno de los géneros poéticos cultivados por Herrera, que, junto a Petrarca e imitadores, tiene muy presentes en sus poesías amorosas a los elegíacos latinos.

Anotaciones a Garcilaso

Para el planteamiento de los géneros poéticos en Herrera, y en general para todas las cuestiones de teoría poética, nos encontramos con la situación excepcional de que él es al mismo tiempo autor y legislador literario, dos circunstancias que en su caso se acoplan a la perfección en un modélico hermanamiento entre poética implícita y poética explícita. En efecto, él es legislador literario en las Obras de Garcilaso de la Vega con Anotaciones a Garcilaso, libro que, bajo la disposición propia de un comentario o anotaciones texto a texto del autor elegido, encierra toda una doctrina o teoría literaria aplicada a la creación poética en lengua vernácula, tanto en lo referido a los conceptos-marco que son los géneros, como a aspectos elocutivos del ornatus verbal. Particularmente importante es el primer aspecto, en cuanto que los extensos comentarios (o discursos, como él los llama en la Tabla que acompaña al libro) con los que inicia el estudio de cada uno de los géneros poéticos (soneto, canción, elegía, égloga) suponen la más alta aportación de la teoría literaria del Siglo de Oro en ese aspecto. Tales discursos ofrecen básicamente la historia de cada género (orígenes y cultivadores más importantes), así como sus principales propiedades compositivas y elocutivas. Importa señalar que Herrera legitima los géneros en función de sus orígenes grecolatinos (así la elegía, la égloga o la canción, a la que hace derivar de la oda antigua) o de su correspondencia con los mismos (así el soneto, como heredero del epigrama). Con ello pretende algo muy importante, y es nada menos que establecer una continuidad clásica para la poesía en vulgar, es decir, incluirla en la corriente de una tradición prestigiada.

Pero las Anotaciones contienen mucho más que la teoría de los géneros poéticos. Herrera se vale de los versos de Garcilaso para escribir una especie de enciclopedia de varia erudición, explayándose en muchos frentes, pues lo mismo se extiende en las anotaciones específicas sobre el arte poética, que en la explicación de una amplia gama de saberes (mitológicos, geográficos, históricos, médicos, filosóficos...). En cuanto a las primeras, también son muy variadas, pues pueden ir desde la explicación de una cuestión retórica o métrica hasta el comentario muy por extenso de una res tópica en los versos de Garcilaso, con las dos consiguientes proyecciones de establecer las fuentes y los lugares paralelos (es decir, composiciones de otros autores referidas a lo mismo). Esta última proyección le da pie a Herrera para ilustrar su obra con muchas traducciones (y también opiniones) de varios, dándole ese aire tan peculiar de comentario colectivo: ahí están los nombres de Mal Lara, Medina, Pacheco, Girón, Cangas, Mosquera de Figueroa o Barahona de Soto para probarlo.

Por lo demás, el libro de Herrera es también casi un centón de textos literarios preceptivos y teóricos, antiguos (Aristóteles, Horacio, Quintiliano...) y modernos (sobre todo Julio César Escalígero, pero también Antonio Minturno, Pico della Mirandola, Pontano, Eufrosino Lapinio, etc.), que él ensambla hábilmente en su discurso y no siempre cita. Todo ello al servicio del comentario de Garcilaso (consolidando así el proceso de canonización artística que para este autor se había iniciado con las anteriores Anotaciones del Brocense de 1574) y sobre todo al servicio de su objetivo principal: establecer un cuerpo de doctrina aplicada a la creación poética en lengua vernácula. En ese sentido su obra era de una gran novedad en España. Ya lo afirmaba el propio Herrera al principio del libro: Pienso que por ventura no será mal recibido este mi trabajo de los ombres que dessean ver enriquecida nuestra lengua con la noticia de las cosas peregrinas a ella [...]. I aunque sé que es difícil mi intento i que está desnuda nuestra habla del conocimiento d'esta disciplina, no por esso temo romper por todas estas dificultades, osando abrir el camino a los que sucedieren, para que no se pierda la poesía española en la oscuridad de la inorancia.

Pero la «osadía» de su novedad le trajo enseguida consecuencias en forma de ataques. El más conocido es el opúsculo conocido como Observaciones del Licenciado Prete Jacopín, pseudónimo macarrónico tras el que se ocultaba nada menos que don Juan Fernández de Velasco (ca. 1550-1613), que luego sería Conde de Haro y Condestable de Castilla. El libelo ensarta, entre algunos retazos aprovechables de crítica, una lista de argumentos que son otras tantas pullas sobre lo que el llama Las necedades de Fernando de Herrera sobre Garcilaso de la Vega. En el fondo lo que le molesta a Prete Jacopín es que Herrera se erija en portavoz de lo que debe ser una lengua nacional culta. Así lo comprendió el mismo Herrera, que redactó una Respuesta dolorida, pero contundente respecto al derecho de los ingenios andaluces a contribuir al enriquecimiento de la lengua española. Esta Controversia herreriana (como se conoce el conjunto de las Observaciones y la Respuesta) resulta ser por todo ello uno de los capítulos más interesantes de la historia literaria del Siglo de Oro.

Begoña López Bueno y Juan Montero Delgado
(Universidad de Sevilla)

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