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Gabriel Janer Manila

Semblanza profesional de Gabriel Janer Manila

«He escrito para niños y jóvenes a la intemperie»

Hace aproximadamente dos meses visité la ciudad de Palermo con motivo de la inauguración de una nueva sede del Instituto Cervantes. Fui invitado para participar en una mesa sobre la insularidad y su influencia en la creación literaria. Los escritores allí reunidos teníamos en común nuestra procedencia: el hecho de haber nacido en una isla. Sicilia nos daba cobijo durante unos días y nosotros, que llegamos de islas alejadas entre sí, expusimos nuestros diversos pareceres bajo un epígrafe -«la palabra que nombra las islas»- que, a quien lo escogió le debía haber parecido, creo que con acierto, que la literatura es ante todo palabra. Bien sabéis que la palabra es un microcosmos de consciencia humana, que lleva en sí misma una imprevisible carga de emociones, que el escritor debe tensar la cuerda del lenguaje hasta que consigue poner de relieve algo que permanece en algún lugar obscuro: aquello que somos, fragmentos de pasión, de cobardía y de poder. Arrancarle a cada palabra el eco de lo que otros van a sentir cuando la lean, el abanico de significados que contiene. Luego, cada personaje no es más que un desorden del lenguaje, el detritus de la locura contenida en las palabras.

Era la primera vez que viajaba a Sicilia y cuanto sabía de aquella tierra no iba más allá de media docena de tópicos. Había leído hace años los versos de un poeta amigo, fallecido hace un montón de tiempo, escritos en el mes de julio del año 1950 en La Granja de Segovia y cuyo título, «Elegia per a Salvatore Giuliano», puede dar una idea bastante aproximada de su contenido. El poeta conoce la noticia de la muerte del famoso «bandido» de Montelepre y se dirige al personaje mítico. Le exhorta para que siga siendo el rebelde que fue y le grita para que vuele como el ruiseñor, libre por la larga noche. Giuliano tenía veintiocho años en el momento de ser asesinado, la mañana del cinco de julio. Su madre, María Lombardo, acudió al cementerio y reconoció el cadáver. El padre, el hermano mayor y su hermana estaban presos, acusados de complicidad con los crímenes y secuestros que le atribuían. Y con los robos de trigo con el que hacer pan y dar de comer al hambriento. Pero también se le relacionaba con la cúpula del movimiento independentista siciliano. Le traicionó un primo suyo que había colaborado con él y que le delató a cambio de la impunidad. Los periódicos publicaron una foto del joven y mi amigo poeta le vio como una torre, como un arco latino, altivo, frondoso como los pinos de su tierra. El mito lejano de Salvatore Giuliano, su rebeldía y su indomable insurgencia estuvieron en el inicio de mi escritura. En una librería de Palermo, cerca del mercado de la Vucciria, compré algunos libros sobre Giuliano. Ahora sé muchas más cosas. Por ejemplo que en 1947 se había confesado y se había arrepentido de sus crímenes, que había prometido no volver a matar, que se le atribuyeron otros crímenes que, probablemente, no había cometido. Se trataba de cazar al rebelde y destruirlo. He visto algunas fotografías recogidas en estos libros. Se le puede ver justo cuando las balas cegaron su vida. Dijeron que había muerto durante un encuentro con los carabineros. Algunos quisieron fotografiarse junto a la presa: el procurador general, los jueces, el magistrado...

Pero mi objetivo era hablarles del escritor que se ve encerrado en su isla. Cuando descubres que todos los caminos conducen al mar, piensas que estás a la intemperie. Para quienes el destino nos hizo nacer en una isla, aunque esta isla sea un paraíso -Gertrude Stein recomendó a su amigo Robert Graves que fuera a Mallorca: Es un paraíso, le dijo, si lo puedes soportar-, nuestros primeros viajes fueron por mar. O hacia el mar, que constituye nuestro horizonte misterioso. Uno de los recuerdos que guardo de mi infancia -fui un niño de Postguerra en un pueblo pequeño del centro de Mallorca-, es un viaje familiar -una excursión de varios días- para ver el mar lejano, casi remoto. Debía tener seis o siete años y todavía no había visto el mar, aunque a menudo me hablaban de él y me lo describían vasto y extenso, inalcanzable. Me habían contado historias de antiguos patronos de barca, de piratas crueles -¡moros en la costa!-, era un grito de aviso que rescataba de la memoria viejas tragedias, pequeñas epopeyas rurales sucedidas en tiempos lejanos en los pueblos cercanos al mar y en los antiguos predios de las marinas. La gente de aquel tiempo todavía conocía los lugares peligrosos y mantenía el recuerdo de los días en que desaparecían hombres jóvenes y mujeres hermosas-, historias de naufragios, de batallas navales, de pescadores que huían y hombres solitarios que el mar echaba sobre las piedras de una cala. Del mar, decían, sólo llegan cosas malas: los piratas, las pestes y los recaudadores de tributos, militares y carabineros con hambre vieja. Aquellas historias construyeron mi imaginación al mismo tiempo que me permitieron participar de un imaginario plenamente mediterráneo.

El caso es que fuimos a ver el mar. Mi abuelo enganchó el caballo y subimos al carro las mujeres y los niños -decían que también en las guerras y en los barcos que se hunden teníamos privilegio-. El abuelo conducía la carga y los hombres de la familia: mi padre, mis tíos hicieron el camino en bicicleta. Más de cuatro horas duró aquel trayecto. El mar estaba a menos de veinte quilómetros del pueblo y nos parecía perdido en la lejanía. Anduvimos por caminos polvorientos y llenos de baches. Pero cuando llegamos a lo alto de una pendiente desde donde podíamos ver el mar, como una cinta azul, mi abuelo me dijo: Mira, esto que ves es el mar. Nos instalamos en una posada, el caballo y nosotros. Y me acuerdo que aquella tarde caminé con mi madre por la arena, y recogimos conchas, caracolillos y piedras suaves al tacto, minúsculas piedras que la fuerza del agua había hecho rodar. Quiero decir que nunca olvidé aquel breve viaje, la transparencia del mar, el rumor de las olas, la alegría y los gritos de fiesta.

Tanto es así que, cuando el pescadero traía el pescado para vender y lo paseaba en un carro por las calles de mi pueblo y hacía sonar la caracola de mar que anunciaba su venta, metía la cabeza entre la gente y me acercaba a la mercancía: nunca entendí que aquel pescado medio cocido con tanto recorrer las calles bajo el sol del verano, llegase de aquel mar pletórico de vida que había conocido.

Con el tiempo oí contar otras historias de viajes por mar, más allá de la isla. Los mallorquines dividimos el mundo en dos partes: Mallorca, que es el centro del mundo, y «fuera» de Mallorca, un territorio vasto, más allá de los mares. Mi bisabuelo materno hizo el servicio militar en Cuba. Estuvo allí durante siete años. Al volver, estaba tan flaco y desmejorado que la familia no le reconoció. Su hijo, mi abuelo, emigró a la Habana en el año 1920. Guardo algunas cartas que escribió durante el viaje dirigidas especialmente a mi abuela y a mi madre. Son cartas donde se habla del mar, escritas desde el mar: Océano Atlántico, veintitrés de mayo de 1920. Estamos en domingo y, por tanto, a cuatro días de Canarias. Navegamos en un mar grande casi sin límite, pero sereno como el cielo azul y tranquilo como una noche de luna. Anteayer por la tarde, desde nuestro buque vimos pasar a gran distancia un velero que, también como nosotros, estaba cruzando el océano, y ayer por la mañana vimos un vapor, también a gran distancia, pues sólo veíamos claramente el humo que desprendía la chimenea... Un vecino nuestro fue soldado en la guerra de las Colonias. Recuerdo las tardes de verano. Sacaba una silla al portal de su casa. Nos reuníamos junto a él media docena de chicos para oírle contar las batallas en las que había participado, las gestas heroicas de su batallón, las arengas del general Weyler. Todos los días su relato nos permitía viajar a la isla de Cuba y las historias que contaba fueron los primeros relatos de aventuras que jamás escuché: la fascinación por el riesgo, la experiencia del sol y la lluvia en extraños lugares, el vértigo de lo imprevisto.

Esto que ves es el mar, amplio y profundo. Podría ser que sólo el amor fuera más inabarcable. Una vieja canción de mi tierra -es una copla de amor que el enamorado dirige a su amante- dice que si el mar se volviera tinta y el cielo fuera de papel, ni aquella tinta ni todo aquel papel serían suficientes para describir en su justa medida el amor que siente por ella. Se trata de un recurso literario; pero si alguna vez te dijeron algo parecido y no te pusiste a reír es que también tú estabas enamorado.

Más tarde, en la escuela del pueblo, aprendí que en aquel mar que se abrió ante mis ojos aquella tarde, había otras islas y que, en otros tiempos, los viejos marineros las reconocían desde lejos por el perfume que desprendían: olor a limonero, a mirto, a membrillo, a laurel, a azahar. También aprendí que otras islas desaparecieron a causa de un desastre de la naturaleza: de un terremoto, de una erupción volcánica, y el mar las cubrió y guarda todavía los vestigios de las ciudades y pueblos que antes estuvieron llenos de vida, y que en días especiales, cuando la tempestad azota, tañen las campanas de las iglesias y el viento lleva hasta la playa el rumor del bronce. Otras, de ellas habla la Odisea y todavía sucede en el islote de es Vedrà, en el extremo sur-occidental de la isla de Eivissa, rezuman por las grietas de las rocas regueros de miel, porque las abejas salvajes construyen allí sus colmenas. Pero ahora sé que nuestro mar es un mar de contrastes y en sus riberas se concentran todas las contradicciones de la humanidad. A un lado, el Partenón; en el otro, las pateras de emigrantes que huyen de noche del hambre ancestral y la miseria. Y todavía cabría hablar de los desequilibrios económicos que enfrentan nuestras riberas, de la contaminación derivada de la industrialización anárquica, de los especuladores...

Allí donde la naturaleza es generosa y bella, los hombres son mezquinos y avaros, escribió George Sand después de su estancia en la isla de Mallorca durante el invierno de 1938 en compañía de Frédéric Chopin. Las suyas fueron también palabras que nombran las islas. Lo hizo desde una perspectiva moral. Nuestro tiempo ha degradado el paisaje, antes generoso y bello, y lo ha puesto al nivel de la mezquina avaricia de los hombres.

El viaje hacia la palabra que nombra las islas es el más seductor de cuantos viajes podríamos hacer: nos lleva a la memoria profunda de las cosas, a los mundos de ficción que la lengua construye. Las palabras desnudas, solitarias, sin más soporte que su inmensa carga de riqueza significativa acumulada a lo largo del tiempo. Una palabra, como una isla, es un continente de experiencia humana. Pero también es un proyecto de realidades nuevas, de universos posibles. Ahora sé que hay una luz nueva en la palabra que nombra las islas y esa luz ilumina el paisaje íntimo del escritor: un espacio errante. Ovidio cuenta en las Metamorfosis que hubo un tiempo en que Ortigia era una isla que bogaba sobre las olas. También Plinio se refiere a las islas flotantes, que navegan con lentitud hacia otros espacios. Las islas nómadas nos permiten viajar a nuestro propio espacio y tiempo. Los continentes son un todo completo. Prefiero que los todos estén rotos. Amo los archipiélagos. Me gustan las cosas múltiples y percibir la fisura del todo. Mientras hice el camino hacia la ficción me acompañaron las voces que me habían contado las historias que forjaron mi imaginación de niño asustado. En aquel tiempo, la literatura fue para mí una voz -la ficción transitaba a través de la voz- que contaba recitaba, leía en voz alta. Empezó a gustarme la literatura antes de saber que existiera. Y prefería que no me mandaran a dormir, que los adultos continuaran contando historias en voz alta, porque aquellas historias alimentaban mi aprendizaje del mundo. Un mundo de islas, intenso, encerrado en sí mismo, con sus propias leyes, en el que a veces puedes buscar refugio. Podría ser que existiera una isla en cada uno de nosotros. En una isla como la mía, sometida al permanente consumo de territorio, a continuas recalificaciones del espacio urbanizable, a menudo soy una isla en el interior de otra. En este rincón del mundo que soy yo mismo, me atrevo todavía a recrear la vida a mi modo. Mi isla es como las estrellas: el lugar donde todo es posible. El espejo donde se mira la libertad.

Rodeado de mar por todas partes, descubrí que la literatura era ante todo arte del lenguaje. Llegué a saber que es frecuente encontrar en cualquier acto de habla ese mundo indefinible y esquivo que hemos dado en llamar literatura. Oí narrar viejos cuentos que se habían contado millares de veces, relatos mágicos, historias que me llegaban en voz baja. Mucho antes de que supiera que existía la literatura, tuve la posibilidad de acercarme al patrimonio oral e inmaterial del pueblo. Un antiguo romance, una canción de amor, un cuento. Empecé por conocer el primer soporte de la ficción: la literatura me llegaba a través de una voz. Llegarían después otros soportes: el libro, la imagen, las nuevas rutas que ofrece la comunicación humana... Pero había comenzado por el principio. Érase una voz. El lector de hoy sabe que coexisten todos estos soportes, que todos ellos estimulan capacidades inéditas de la inteligencia, que ninguno de ellos puede ni debe substituir a otro. Eran historias que nos pertenecían a todos, que me llegaban a través de una memoria coral, elaborada de forma artesana, venida de abajo. Como si todas las personas y todos los objetos que me rodeaban desearan contar algo, a veces con desesperación. Aquellas voces entraron en mí: las historias, las maneras de contar, los silencios. Mi literatura podría ser la expresión de todas aquellas voces que me habitan. Voces que llegan de la intemperie, ambulantes, llenas de memoria colectiva que resuena en mi cuerpo. Y al poner cada palabra como una caricia sobre cada cosa -me gustaría vivir en un lugar, dice Alicia, donde las palabras no tuvieran cosas- me he sentido como un mago capaz de intervenir en la reconstrucción del mundo. Aprendí que la literatura es por ella misma un universo abierto, un territorio de infinitas posibilidades. Este espacio comienza en nuestra mente. Y esa mente, en la prodigiosa red de sus neuronas, necesita el sustento de las palabras: un mundo hecho lenguaje, libre de los latidos del oportunismo pragmático de que está hecho el presente. Y, al mismo tiempo, un mundo comprometido con los sueños y sus inacabables propuestas. La literatura nos conduce a mirar el mundo que tenemos de otra manera. Es la mirada de quien no se resigna a justificar el egoísmo, del que no acepta ninguna trampa, ni quiere vivir en la desesperanza de quienes piensan que lo que hay ya no da más de sí.

He aprendido que la literatura es un arte para solitarios. Todos somos una isla. Huimos del mundo para crear otros mundos imaginarios, metafóricos. ¿Por qué escribí? Puede ser que, justamente, porque me hallaba a la intemperie. Pensé que el arte y la belleza que lo define elevan la consciencia de los pueblos, su compromiso con la historia. Después de Auschwitch, puede que no sea del todo cierto. No sé cuándo fue que decidí que sería escritor. De niño hubiese querido ser muchas otras cosas: feriante, actor, tabernero, monja, vendedor de naranjas, obispo. También me hubiera gustado ser el rey marinero de un antiguo romance. Un rey que navega en un velero y llega a la orilla del mar donde una joven borda un pañuelo de varios colores. Ella le dice que le faltan algunos hilos de seda y él la invita a subirse a la nave. Él le canta una canción y ella se duerme. Despierta cuando ya están lejos de la costa. Son muchas las lecturas que marcaron mi itinerario, casi tantas como las voces que llevo conmigo. El lenguaje poético -esa forma de expresión a la que llamamos literatura- contiene la memoria de la lengua y sólo él puede juntar el sabor y el saber de las cosas que quizás no existieron. Para mí, si un texto no puede ser leído en voz alta es como si no existiera. Nuestro espacio mental es parecido al universo de Einstein, en expansión permanente, y el lenguaje poético acelera este movimiento. Ahora pienso que le falta a nuestra enseñanza la capacidad de estimular todas las inteligencias: la imaginación, la atribución de sentido, el espíritu crítico, la sensibilidad, el humor... Sigo pensando que la literatura anticipa el futuro del hombre porque le obliga a estimular el ejercicio de la imaginación, a inventar proyectos, a poner en pie renovados sueños. No olvidemos que la imaginación es una puerta abierta a la alternativa, mientras nos asegura que la diversidad de respuestas es posible. De esta manera la literatura contribuye a la construcción de la sociedad humana. Sé también que se trata de un juego compartido entre el escritor y el lector, mediante el cual la obra literaria nace cada vez que alguien se acerca a leerla. El lector participa de esta manera en la creación y añade su propio matiz, la entonación de su propia voz. Y este juego que deriva de la percepción lúdica del mundo, quiero así creerlo, posee una poderosa fuerza humanizadora. El juego es libertad, invención, fantasía. Es como si, de golpe, atravesaras el espejo y pudieras ser un pirata, un viajero en una nave espacial, un explorador, un marinero enamorado. Otra vez, la palabra: eternamente movible i cambiante, en transferencia de una voz a otra, de un contexto a otro contexto, de una generación a otra. En este proceso, la palabra nunca olvida por dónde ha pasado ni se aparta completamente de aquellos contextos de los que formó parte, ni la suavidad de su piel, ni su perfume, ni su erotismo. Cuando buscas la complicidad de la literatura, declaras tu amor a la fuerza humanizadora de las palabras. Algunas son tan bellas -escribe Jules Renard- que, a veces, nos gustaría que tuvieran dos mejillas para poderlas besar. Este juego con el lenguaje estimula el niño a la socialización y nuestra tendencia al juego, al desorden, al placer, a la libertad, a la imaginación creadora: a la subversión.

Cada texto tiene su universo propio. Para crearlo me he servido de mis propios crepúsculos y de mis lluvias, de mis primaveras y de mis sueños. Si los lectores han percibido alguna de mis atmósferas más íntimas y la han sentido como verdadera, puedo pensar que las mentiras con que he revestido la ficción fueron aparentemente reales. Sigo moviéndome en la intemperie. Y he compartido con mis lectores el peregrinaje hacia el mar del olvido, mientras conjugué la vida en todos los tiempos verbales que existen. Jean Genet presentaba la danza de un hombre sobre un hilo metálico a muchos metros de altura como una metáfora del arte y del artista. También el funámbulo está a la intemperie, solo y en peligro, sobre la cuerda, mientras evoca paraísos imaginarios, y vuela, y habla con las bestias. No he querido explicar nada, ni dar lecciones. Sólo la magia del funámbulo que juega sobre el alambre a la intemperie. Y, mientras te emocionas o te ríes ante el espectáculo, no puedes olvidar que, en cualquier momento, el saltimbanqui puede caerse al suelo.

Gabriel Janer Manila
Mallorca, 2008

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