Saltar al contenido principal

Retórica y Poética

Siglo XVII

Afirma Fumaroli (1984: 20) que el siglo XVII, heredero del Renacimiento, es, en Europa, la Era de la Elocuencia. Pero otros muchos estudiosos (Spang, Rico Verdú, García Berrio...) coinciden en señalar una decadencia generalizada en el campo de los estudios retóricos.

Por una parte, es patente la escasa originalidad (y menor número, con respecto al siglo XVI) que presentan los manuales publicados durante este siglo. Por otra, percibimos una menor calidad en las enseñanzas retóricas que, en gran parte, se hallan en manos de los Jesuitas. Pese a la importancia que, en un principio, concedió la Ratio Studiorum a esta disciplina, durante el siglo XVII asistimos a un progresivo anquilosamiento de la materia, que se reduce cada vez más a unas pocas definiciones normativas y, especialmente, a largas listas de figuras.

La práctica retórica de este siglo #8209;sobre todo en el ámbito de la oratoria sagrada‑ está estrechamente vinculada al Barroco (particularmente en Italia y en España). Este movimiento artístico supuso una nueva «literaturización» de la Retórica que se traduce en el auge de un estilo recargado, bien por su densidad conceptual, bien por un excesivo desarrollo del ornatus.

Pese a sus numerosos detractores, prevaleció durante todo el siglo y, en algunos casos, se extendió hasta comienzos del siguiente. Pero, por ese mismo hiperdesarrollo del estilo, cabría la posibilidad de referirse a una «retorización» de la Literatura, concepto que, en esta época, está muy próximo al de Elocuencia (Fumaroli, 1984: 23 y ss.; Aguiar e Silva: 1972: 12).

Contra ese estilo barroco, nace el llamado «estilo científico», surgido de unos planteamientos más lógicos (cuya base encontramos en el pensamiento de Descartes y de Pascal, en Francia, o de Bacon en Inglaterra), en los que se busca un mayor equilibrio entre el contenido y la expresión. Al desarrollo de este «antirretoricismo humanista» contribuye igualmente la creación de una serie de Instituciones (L'Académie en Francia, la Royal Society en Inglaterra...) que velan por un uso más correcto de la lengua en todas sus manifestaciones, e intentan recuperar el ideal clásico, propósito que se desarrollaría con mayor amplitud durante el siglo XVIII.

El siglo XVII, afirma Spang (1979: 42), termina con una total degeneración de la teoría y de la práctica retóricas que sólo se superó en el siglo siguiente, en el que la disciplina experimentó una sustancial aunque efímera revitalización.

El clasicismo francés: la Poética de Boileau

El «espíritu clásico» tiene en Francia su aposento más destacado: en este país no se produce ese desfase entre teoría y creación literaria que se da en otros, gracias a una serie de escritores (la llamada generación de 1660, formada por Corneille, Racine, Molière o La Fontaine, entre otros) que respetan y practican los principios de la teoría clásica en sus creaciones literarias. Ya desde el siglo XVI y a lo largo del XVII es perceptible, en el ámbito literario, la influencia de los traductores y comentaristas de la Poética de Aristóteles, hecho que determina que algunos críticos franceses (Nicole, Scudéry, D'Aubignac, Chapelain...) formulen una estética literaria que se caracteriza por la aceptación de las reglas, el predominio de la razón y de la claridad, y el rechazo de la inspiración y de la fantasía desordenada.

La obra que mejor recoge este espíritu clasicista es el Arte Poética (1674) de Nicolás Boileau, heredero de muchas ideas horacianas, que planteó en su obra los aspectos siguientes: defensa de la pureza de la lengua francesa, necesidad de una versificación rígida, creencia en una belleza absoluta, eterna e inmutable que reside en el ideal clásico, así como un mayor interés por la forma de la obra literaria que por su contenido. El Arte Poética de Boileau es un tratado dogmático que fue muy traducido y ejerció una considerable influencia en otros países a lo largo del siglo XVIII.

Presencia de los Jesuitas en la Retórica del siglo XVII: la Ratio studiorum

Como ya hemos apuntado, los Jesuitas habían desempeñado un importantísimo papel en el Concilio de Trento y, desde finales del XVI, su sistema de enseñanza ‑la Ratio studiorum‑ gozaba de un extraordinario prestigio: concedía la primacía al estudio de las Humanidades y, dentro de sus disciplinas, consideraba a la Retórica como la más noble de todas. De ahí que su influencia no sólo se dejara sentir en el ámbito de la enseñanza: la práctica oratoria ‑especialmente la sagrada- ­fue otra de sus contribuciones más destacadas durante el siglo XVII: no olvidemos que esta modalidad del discurso era la más extendida y la más cultivada. La oratoria judicial apenas alcanzaba algún interés y la deliberativa era prácticamente inexistente.

La Ratio studiorum fue adoptada en 1600 por la Universidad de París. Los Jesuitas franceses, intentando superar la querella entre ciceronianos y anticiceronianos, en la línea iniciada por la Contrarreforma, adoptan en su Retórica la imitatio multiplex. Se trata de una corriente asianista, basada en Séneca y en los Padres de la Iglesia, que confiere una importancia peculiar al uso de los «colores» (descripciones, recursos patéticos...) y a la varietas ingeniorum, lo que permitía a cada orador ‑partiendo de una amplia gama de modelos‑ crear su propio estilo. Como indica Fumaroli (1984: 677) esta Retórica, marcadamente ecléctica, deja a un lado los elementos racionales y se apoya en los rasgos sensoriales e imaginativos, que ‑combinados en cada caso por el particular ingenio del orador‑ permitía la especialización en un tipo concreto de público.

Los Jesuitas se dedicaron preferentemente a un público cortesano y en sus predicaciones utilizaron con profusión las descripciones acompañadas de «recursos fónicos». Esta «Retórica de los colores» iba unida a técnicas de autopersuasión ‑de uso frecuente en los Ejercicios Espirituales‑, de lo que resultaba, en palabras de Fumaroli, una especie de «sofística sagrada» (1984: 679).

El estilo en la predicación: asianismo/aticismo

En líneas generales, el estilo que usaron los Jesuitas en sus predicaciones fue bastante rebuscado. Dos prestigiosos tratadistas, el padre Caussin y el padre Cressolles, citan frecuentemente en sus obras a Pseudo Longino e identifican el estilo sublime con el estilo elevado. Más partidarios de la técnica que de la inspiración divina, entienden por «erudición», no la posesión de un conjunto de saberes, sino el conocimiento de un repertorio de tópicos capaces de impresionar a su auditorio. Así pues, en palabras de Fumaroli, su Retórica es «una Retórica de la amplificación universal, enriquecida progresivamente por su mismo desarrollo» (1984: 682).

En 1612 y 1617 dos profesores de Retórica del Colegio de Roma, los jesuitas padre Reggio y padre Strada, publican sendas obras ‑Orator Christianus y Prolusiones Academicae‑ que, si bien son de signo diferente, tienen en común una base ciceroniana. El Orator Christianus del padre Reggio, destinado a la elocuencia sagrada, propugna en la predicación un término medio entre la austeridad de raíces cristianas defendida por San Agustín y la elocuencia sofística. La búsqueda de un equilibrio formal preside también las Prolusiones... del padre Estrada, si bien va dirigida a la elocuencia profana y, concretamente, a una élite cultural, circunstancia que aparta esta obra de los tratados escolares clásicos.

Nos encontramos, pues, según Fumaroli (1984: 193) «en un universo en el que Cicerón es el rey y la Retórica, regina animorum, la llave del sistema de las artes». En efecto, en el Colegio de Roma, desde finales del siglo XVI, los profesores de Retórica mantenían, por encima de las inevitables tendencias «barrocas» de las diversas Asistencias nacionales, una norma ciceroniana latina más exigente y más fiel a las tradiciones del Primer Renacimiento. Combatían en Italia ‑y en sus propias filas‑ las tendencias asianistas y senequistas. Próximos a la Santa Sede, se arrogaban el mérito de ser herederos de Bembo y de Sadolet. Este arte neo‑latino, cuyos modelos pretendían ser clásicos, había sido iniciado por un humanista francés: Marco Antonio Muret. Y en Francia lo habían secundado los poetas neolatinos y los profesores del Colegio Real. La reforma oratoria de Guillermo Du Vair, de inspiración ciceroniana, le había conferido un nuevo prestigio en Francia.

Sin embargo, el padre Vavasseur ‑que había otorgado a Cicerón el papel de maestro del judicium‑ criticó el estilo sobrecargado que llegó a ser característico en la predicación de los Jesuitas, así como el abuso que hacían del genus demonstrativum. Partidario del aticismo, Vavasseur lo define como estilo claro, simple, elegante, desprovisto de adornos superfluos y, por el contrario, acorde con el asunto tratado.

No es fácil evaluar la repercusión que esta medida tuvo en los Colegios franceses. Sin embargo, teniendo en cuenta la Rhetorica versificada del padre Josset, en 1650, se puede deducir que la imitatio adulta y el ejemplo de Lipse perduraron bastante tiempo en la práctica pedagógica de los Jesuitas.

Entre las retóricas escritas en lengua francesa debemos citar además la Rhétorique del padre Bernard Lamy (1675), tratado completo sobre la palabra y muy útil tanto en el ámbito de la enseñanza como en la práctica oratoria.

También en Inglaterra y, al parecer, por influencia de los puritanos (Corbett, 1971: 614), la Retórica la utilizaron cada vez más los oradores sagrados, tanto para construir sus sermones como para comentar las Sagradas Escrituras: numerosos pasajes bíblicos sirven a John Smith para definir las figuras retóricas en su libro The Mysteries of Rhetorique Unvail'd (1657). En la misma línea se hallan la Centuria Sacra (1654), de Thomas Hall, y la Elocuencia sagrada, o el arte de la Retórica tal como está trazado en las Sagradas Escrituras (1659), de John Pridaux.

Barroco y Retórica: deleitar/convencer

Según Antonio Martí (1972: 234), el problema de la Retórica en este siglo XVII se centra en el conceptismo. Aunque este movimiento no afectó propiamente a los predicadores, sin embargo los preceptistas de la predicación y los retóricos en general tomaron enseguida parte en la controversia.

Puede decirse que la oratoria de este siglo insiste mucho más en la ilustración deleitosa del conocimiento que en la fuerza persuasiva para doblegar la voluntad. Se trata, en definitiva, de una actitud muy barroca: impresionar deleitando, aun no convenciendo desde el punto de vista estético. La Retórica, a partir de ahora, tendrá una finalidad más decorativa que persuasiva. Una vez más, la Retórica se reduce a la elocutio; el docere se subor­dina al delectare (Battistini y Raimondi, 1984: 164). Caso paradigmático lo constituye Italia. En 1623, la proclamación de Urbano VIII como Papa trajo consigo ‑pese al espíritu de la Contrarreforma‑ una vuelta a la cultura y al arte profanos, impulsada por un buen número de sabios y de eruditos que, procedentes de todas las cortes europeas, acudieron a Roma a la llamada del nuevo Pontífice. Las predicaciones se convirtie­ron en ejemplo de «arte demostrativo» y el género epidíctico ‑el arte de la alabanza‑ se dirigió especialmente a exaltar la fi­gura papal. La muestra más representativa de esta tendencia se halla en las Aedes Barberianae (1641), del Conde Teti. Esta obra, ejemplo de ese «género demostrativo», presenta un estilo ampuloso y recargado en el que no faltan ingeniosos juegos alegóricos.

Resurgimiento de la Segunda Sofística en Italia. De Marino a Tesauro

Ya a finales del siglo XVI, Italia había visto resurgir una vez más la Segunda Sofística, con la consiguiente pugna entre los estilos aticista y asianista (que, en definitiva, resulta ser el mismo enfrentamiento entre Renacimiento y Barroco). El asianismo, más ampuloso y más apropiado para grandes auditorios, fue especialmente cultivado por los oradores sagrados, mientras que el aticismo, propio de grupos más restringidos, se refugió en los círculos eruditos, como divertimento aristocrático (Battistini y Raimondi, 1984: 167).

Un ejemplo significativo de esa tendencia asianista en el siglo XVII lo constituyen las Dicerie sacre (1614) en las que su autor, Giambattista Marino, subordina cuestiones propias de la oratoria sagrada a un ejercicio de virtuosismo sofístico. El asianismo marinista se desarrolló ampliamente en Italia durante este siglo y fue especialmente cultivado por determinados escritores, algunos novelistas, casi todos ellos antiguos alumnos de los Jesuitas (Loredano, Manzini, Minozzi...). Frente al estilo ecléctico que habían aprendido en los Colegios, practican una oratoria virtuosista que, en palabras de Fumaroli (1984: 222) acaba convirtiéndose en una «histeria retórica».

El marinismo llega a uno de sus momentos cumbres con la obra del exjesuita Emmanuele Tesauro titulada Panegirici sacri (1633), en la que aparece el gusto senequista por la «agudeza» (Fumaroli, 1984: 223). Tanto el asianismo marinista como su adscripción a Séneca quedarían codificados en su obra Idea dell'arguta e ingeniosa elocuzione (1654) que, a partir de 1670, se conocería con el nombre de Cannochiale aristotelico, tratado retórico de esta corriente sofistica italiana en el que lleva a cabo una total reivindicación del ingenium. En opinión de A. Battistini y E. Raimondi (1984: 168), con Tesauro, la Retórica se convierte en una Semiótica antropológica, llena de signos densos y plurisignificativos, pero de contenidos muy precisos.

La Retórica en España: conceptismo e ingenio

Como ocurría en otros países, también en España la Retórica se hallaba en franca decadencia con respecto al siglo anterior: había disminuido tanto la publicación de tratados como el estudio de la materia. Los tratados retóricos de estructura y doctrinas tradicionales no servían más que a la actualidad ucrónica de los "colegios", pero no a los oradores sagrados; porque ya nadie, por moderado y conservador que fuera, podía predicar como se hiciera cien o doscientos años antes, y sobre todo no podía sustraerse ya al interés de la nueva concionatoria renovada a partes iguales en la moda conceptista y en el influjo de los "cultos" (García Berrio, 1980: 209).

La enseñanza de la Retórica y la Poética: manuales más destacados

La enseñanza de Gramática y de Retórica estuvo, prácticamente en la totalidad de los casos, en manos de los Jesuitas. Por causas muy diversas (escasez de medios para pagar al profesorado, prestigio social...), los Jesuitas no sólo impartieron sus conocimientos en sus Colegios, sino también en muchas Universidades españolas (Rico Verdú, 1973: 57 y ss.). Pero en la Ratio studiorum, la Gramática y la Retórica se consideraban como un medio para el estudio de las Sagradas Escrituras. La mayoría de los tratados retóricos compuestos por Jesuitas resultaba ser un compendio de análisis de textos y progimnasmas, e incluían extensísimas listas de figuras.

El tratado más conocido de los escritos por los Jesuitas españoles fue el del padre Cipriano Suárez, De Arte Rhetorica. Aunque sigue pautas marcadas por Aristóteles y por Cicerón, pretende elaborar una «Retórica cristiana», guiada por la fe, que hiciera innecesario el estudio de los autores clásicos.

En la misma línea de Suárez y con un carácter eminentemente práctico, se hallan los textos del padre Bravo ‑De Arte Oratoria‑ y del padre Bartolomé Alcázar ‑De Ratione Dicendi‑. Otras obras que alcanzaron renombre durante este siglo fueron las de Melchor de la Cerda, Juan Bautista Poza, Novella, Pablo José Arriaga, Juan Bautista Escardó y José de Olcina.

Nos referimos nuevamente a la discutida presencia del Conceptismo en la Retórica española de este siglo. Si bien el conceptismo retórico estuvo representado sobre todo por el predicador de la Corte, Paravicino (Spang, 1984: 42), uno de sus más claros exponentes es la obra Agudeza y arte de ingenio del jesuita aragonés Baltasar Gracián (1601‑1658), que alcanzó un éxito considerable entre los predicadores, aunque en principio no está destinada a la predicación. Señala Correa (1982) que la postura de Gracián con respecto al conceptismo en la oratoria sagrada sufrió una evolución: de profesarle una gran admiración, pasó al más profundo desengaño. Defiende el empleo de un conceptismo escogido, al estilo del Paravicino.

Al parecer, la influencia de este libro ‑y del mismo Gracián- en la predicación del siglo XVII fue considerable. «Los oradores pagan todos tributo a la línea quebrada, retórica, cargada de lujuriosa vegetación parasitaria» (Herrero García, 1942: 282). También Martí (1972: 288) señala la importancia de la Agudeza... de Gracián en la construcción de sermones: «ofrecía un estímulo muy agradable y la oportunidad de cultivar el estilo que privaba entonces».

Pero, en conjunto, no parece que la influencia conceptista fuera tan grande en la práctica oratoria: al menos en los años de la primera mitad del siglo XVII, las diferencias fundamentales entre concinatoria y poesía se mantuvieron estables. Por más que se exageren las tintas, alentadas sin duda por la anomalía real en el comportamiento festivo ‑casi corral de comedias‑ de predicadores y público en los sermones; lo cierto es que la predicación venía obligada a guardar unas últimas formas de recato piadoso, reducidas al mínimo si se quiere, que no eran obligatorias para la poesía (García Berrio, 1980: 210).

Además de Gracián, debemos recordar a otros tratadistas españoles relacionados con la Retórica y la Poética. En las Tablas poéticas (1617) Francisco de Cascales (traductor y comentarista de la Epístola a los Pisones horaciana) aborda algunas cuestiones relacionadas con la Poética, si bien es poco original. Hay una compilación de cuestiones retóricas ya conocidas en la obra titulada Breves Rhetoricae Institutiones de Francisco Novella (fallecido en 1645). Jacinto Carlos Quintero ofrece una amplia visión de la oratoria sagrada de su época y una interesante información sobre la teoría retórica de este siglo en su Templo de la Elocuencia (1629). Como normas prácticas para la elaboración del discurso ‑cuyo fin último es la persuasión- ­recomienda la sobriedad y la elegancia.

Agustín de Jesús María (muerto hacia 1675), defensor de un conceptismo moderado en el púlpito, en su obra Arte de orar evangélicamente (1648) considera que el fin de la Retórica es llevar la verdad al auditorio ilustrándolo ‑mejor que persuadiéndolo‑ con un estilo deleitoso. Contrario al conceptismo se muestra Francisco Alfonso de Covarrubias, en cuyo Instructio Praedicatoris (1650) se apoya en la doctrina de los Santos Padres y en las Escrituras, sin tener en cuenta a los clásicos.

En su obra más destacada, el Cisne de Apolo (1602), Carvallo equipara la poesía con la oratoria y aplica a ambas por igual las normas básicas retóricas. A su juicio, la única diferencia existente entre las dos reside en el mayor rigor formal de la poesía (en lo que se refiere a la cuantificación de sílabas, pies métricos, etc.). Pero tal diferencia no le impide enunciar las partes de la poesía, las mismas que las de la oratoria: «Invención, Disposición y Locución».

Para Martí (1972: 263), la obra de Carvallo es una de las más importantes y personales de todo el Siglo de Oro español: «no sólo es la de más valor preceptivo para la Retórica y para la Poética que produjo la escuela jesuítica, sino que además goza de la originalidad de fundir las teorías para ambas formas en una sola teoría amplia de Estética».

El Mercurio Trimegisto de Jiménez Patón es un tratado de Retórica que incluye tres tipos de Elocuencia: la sagrada, la española y la romana. De hecho, reduce la Retórica a la elocución: en su obra define la elocuencia sagrada como «El arte que adorna todo eloquio sacro»; de ahí que su propósito sea conseguir un buen estilo mediante el uso de los tropos y de las figuras. Objetivo fundamental es, también, la claridad del discurso, por lo que se muestra contrario al conceptismo de muchos predicadores de su época.

Aunque numéricamente inferiores a los tratados de Retórica (como ocurre en el siglo XVI), los de Poética que se publican en este siglo abordan, por lo general, cuestiones relativas a la composición poética tomando como referente a los autores de la Antigüedad grecolatina. Algunos se refieren a un género concreto: abundan los relacionados con la métrica (Carvallo, Cascales, Díaz Rengifo, Salas...) y también es manifiesto el interés por el teatro: en este ámbito, debemos mencionar el Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo (1621) de Lope de Vega, en el que este dramaturgo muestra su rechazo a la supuesta preceptiva aristotélica que otros autores imponían desde sus tratados.

Referencias bibliográficas:

  • Aguiar e Silva, V. M. (1972): Teoría de la Literatura, Madrid, Gredos.
  • Battistini, A. y E. Raimondi (1984): Le figure Della Retorica. Una storia letteraria italiana, Turín, EINAUDI, 1990.
  • Corbett, E. (1971, 2.ª): Classical Rhetoric for Modern Student, Nueva York, Oxford University Press.
  • Correa Calderón, G. (1982): Introducción a B. Gracián, Agudeza y Arte de Ingenio, 2 vols., Madrid, Castalia.
  • Fumaroli, M. (1984, 2.ª): L'Âge de l'Éloquence, 1980, Ginebra, Droz.
  • García Berrio, A. (1980): Formación de la Teoría literaria moderna, 2. Teoría poética del Siglo de Oro, Murcia, Publicaciones de la Universidad.
  • Herrero García, M. (1942): Sermonario clásico. Con un ensayo histórico sobre la oratoria sagrada española de los siglos XVI y XVII, Madrid.
  • Martí, A. (1972): La preceptiva retórica española en el Siglo de Oro, Madrid, Gredos.
  • Rico Verdú, J. (1973): La Retórica española en los siglos XVI y XVII, Madrid, CSIC.
  • Spang, K. (1979): Fundamentos de Retórica, Pamplona, EUNSA (reimpresiones en 1984 y 1991).
Subir