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La hija del mar

Rosalía de Castro

[Nota preliminar: Edición digital a partir de Vigo, Impta. de J. Compañel, 1859, cotejada con la de Mauro Armiño (Obra completa, Madrid, Akal, 1980, t. II, pp. 11-240) y la de Marina Mayoral (Obras completas, Madrid, Fundación José Antonio Castro, 1993, t. I, pp. 43-216).]

A Manuel Murguía

A ti que eres la persona a quien más amo, te dedico este libro, cariñoso recuerdo de algunos días de felicidad que, como yo, querrás recordar siempre. Juzgando tu corazón por el mío, creo que es la mejor ofrenda que puede presentarte tu esposa.

La autora

Antes de escribir la primera página de mi libro, permítase a la mujer disculparse de lo que para muchos será un pecado inmenso e indigno de perdón, una falta de que es preciso que se sincere.

Bien pudiera, en verdad, citar aquí algunos textos de hombres célebres que, como el profundo Malebranche y nuestro sabio y venerado Feijoo, sostuvieron que la mujer era apta para el estudio de las ciencias, de las artes y de la literatura.

Posible me sería añadir que mujeres como madame Roland, cuyo genio fomentó y dirigió la Revolución francesa en sus días de gloria; madame Staël, tan gran política como filósofa y poeta; Rosa Bonheur, la pintora de paisajes sin rival hasta ahora; Jorge Sand, la novelista profunda, la que está llamada a compartir la gloria de Balzac y Walter Scott; Santa Teresa de Jesús, ese espíritu ardiente cuya mirada penetró en los más intrincados laberintos de la teología mística; Safo, Catalina de Rusia, Juana de Arco, María Teresa, y tantas otras, cuyos nombres la historia, no mucho más imparcial que los hombres, registra en sus páginas, protestaron eternamente contra la vulgar idea de que la mujer sólo sirve para las labores domésticas y que aquella que, obedeciendo tal vez a una fuerza irresistible, se aparta de esa vida pacífica y se lanza a las revueltas ondas de los tumultos del mundo, es una mujer digna de la execración general.

No quiero decir que no, porque quizá la que esto escribe es de la misma opinión.

Pasados aquellos tiempos en que se discutía formalmente si la mujer tenía alma y si podía pensar -¿se escribieron acaso páginas más bellas y profundas, al frente de las obras de Rousseau que las de la autora de Lelia?- se nos permite ya optar a la corona de la inmortalidad, y se nos hace el regalo de creer que podemos escribir algunos libros, porque hoy, nuevos Lázaros, hemos recogido estas migajas de libertad al pie de la mesa del rico, que se llama siglo XIX.

Yo pudiera muy bien decir aquí cuál fue el móvil que me obligó a publicar versos condenados desde el momento de nacer a la oscuridad a que voluntariamente los condenaba la persona que sólo los escribía para aliviar sus penas reales o imaginarias, pero no para que sobre ellos cayese la mirada de otro que no fuese su autora.

No es éste, sin embargo, el lugar oportuno de hacer semejantes revelaciones.

Al público le importaría muy poco el saberlo y por eso las callo.

Pero como el objeto de este prólogo es sincerarme de mi atrevimiento al publicar este libro, diré, aunque es harto sabido de todos, que, dado el primer paso, los demás son hijos de él, porque esta senda de perdición se recorre muy pronto.

Publicados mis primeros versos, la aparición de este libro era forzosa casi.

La vanidad, ese pecado de la mujer, de que ciertamente no está muy exento el hombre, no entra aquí para nada: un libro más en el gran mar de las publicaciones actuales es como una gota de agua en el océano.

El que tenga paciencia para llegar hasta el fin, el que haya seguido página por página este relato, concebido en un momento de tristeza y escrito al azar, sin tino, y sin pretensiones de ninguna clase, arrójelo lejos de sí y olvide entre otras cosas que su autor es una mujer.

Porque todavía no les es permitido a las mujeres escribir lo que sienten y lo que saben.

¡Buena pesca!

Era amable y graciosa como un ángel...


Van der Welde



La tarde era calurosa y el viento soplaba con violencia hacia el sudoeste.

En la playa se oían voces y algazara.

-¡Fuerza!, ¡fuerza!, gritaban enronquecidos los marineros en tanto envolvían apresuradamente en sus nervudos brazos las gruesas cuerdas de cáñamo empapadas de agua salada.

-¡Ea!, ¡valor!, -repetían haciendo inauditos esfuerzos por atraer la red ya próxima a la orilla-. La tarde es buena, la pesca parece abundante y una buena cena nos espera; con tal que Andrés nos dé de aquel vino que tiene en su bodega y que alegra las cabezas como un rayo de sol alegra estas olas de maldición.

-¡Soberbio vino!, -gritó uno-. Y si nuestro buen compañero quiere regalarnos con él y darnos un día de fiesta, juro por todos vosotros y por mí también que beberemos aunque sea una azumbre.

-Somos veinte y cinco -añadió un segundo-. Somos veinte y cinco, Andrés..., suma... y es cuenta redonda, veinte y cinco azumbres..., nosotros en cambio llevaremos...

Y al decir esto hizo una seña maliciosa, a la que sus compañeros contestaron con una alegre carcajada.

-¡Silencio!, -interrumpió en tono de zumba una voz robusta que dominó la algazara, como la voz de Júpiter de quien dice Homero, el poeta divino, que serenaba las tempestades-; la frente de Andrés se torna de roja en pálida y sus labios se comprimen. ¡Mirad..., mirad sus ojos inyectados de sangre! Una palabra más y le veréis atacado de apoplejía por una indigestión de dichos atrevidos que conspiran contra su hacienda.

Y esas palabras eran acompañadas de risas y de miradas significativas que se cruzaban de una y otra parte con suma rapidez.

-¡Fuego sobre mis compañeros! -exclamó amostazado el personaje a quien iban dirigidas aquellas palabras-. Si tenéis sed, yo os zambulliré de buena gana en el mar para emborracharos a mi placer, pero nunca con mi vino añejo, a no ser que se convirtiese en veneno.

Algunos puños se levantaron a un tiempo mismo para contestarle; pero volvieron a bajarse en un instante por ser necesario detener las cuerdas que el peso de la red y el oleaje arrastraban hacia el mar.

Presentaron entonces un aspecto casi salvaje.

Ellos se animaban unos a otros con imprecaciones y juramentos, con apodos y con aullidos que retumbaban entre las peñas, en tanto sus atezados rostros eran azotados por el viento, así como sus crespos y enmarañados cabellos.

Los unos en pos de los otros, el cuerpo inclinado hacia atrás y los anchos pies hincados fuertemente en la arena de la playa, parecían nuevos Hércules dispuestos a combatir con los elementos.

La mar se agitaba sordamente resolviéndose en su profundo lecho, las olas empezaban a estrellarse contra las rocas y salpicaban las camisetas azules de los marineros, a través de las cuales se descubrían aquellas pronunciadas y nerviosas musculaturas capaces de resistir la intemperie y crudeza de las estaciones, que en aquel desolado rincón del mundo, más que en parte alguna, suelen ser crueles y rigurosas.

Las pescadoras iban en tanto apareciendo por los tortuosos caminos que conducían a la playa, y, posando sus cestos de mimbre en la arena, se sentaban sobre ellos y charlaban juntas, y murmuraban; feo vicio en el que, a pesar de que siempre se achaca a las mujeres, se me antoja creer, y lo que es más, decirlo, incurren los hombres con demasiada frecuencia.

Por una senda oculta y extraviada apareció una joven que fue recibida por todos con muestras de particular predilección.

En sus brazos traía un niño al que muy pocas primaveras habían sonreído, y que, a juzgar por el cariño con que le cuidaba, no cabía duda alguna que era su hijo, a pesar de que ella contaba apenas dieciocho años.

Tenía el rostro oscurecido por ese color tostado que presta el mar, y sus ojos de un brillo casi luminoso daban a su fisonomía delicada, y un tanto marchita, cierto reflejo extraño e incomprensible que llamaba la atención de todo aquel que la veía, aun cuando fuese por primera vez.

Traía los brazos y los pies desnudos, y éstos, así como todo su cuerpo, tenían una forma casi aristocrática que era fácil distinguir a pesar de su desaliño.

No obstante, el color pálido que teñía sus facciones se adivinaba, gracias al aspecto de su construcción, que debía ser robusta y de pasiones exaltadas.

La languidez de su mirada y las largas pestañas que hacían sombra sobre sus mejillas no bastaban a ocultar el rayo brillante que despedía su pupila oscura y fosforescente.

Al llegar cerca de las demás pescadoras, tomó asiento entre ellas y les dirigió la palabra con un aire modesto y gracioso, al mismo tiempo que prestaba a su fisonomía un tinte especial, conjunto de tristeza y de alegría, de melancólicos y de risueños pensamientos.

Diríase que dos rayos de luz, sombrío el uno y brillante el otro, iluminaban alternativamente su semblante prestándole un aire extraño y sobrenatural.

La pobre niña había adquirido desde sus primeros años cierta apartada reserva para con los que la rodeaban, que rayaba ya en severidad y algunas veces en fiereza; triste efecto de una vida solitaria y errante como los vientos de aquellas comarcas.

Hija de un momento de perdición, su madre no tuvo siquiera para santificar su yerro aquel amor con que una madre desdichada hace respetar su desgracia ante todas las miradas, desde las más púdicas hasta las más hipócritas.

Hija del amor, tal vez, apenas la luz del día iluminó sus inocentes mejillas, fue depositada en una de esas benditas casas en donde la caridad ajena puede darle la vida, pero de seguro no le dará una madre; así fue que las únicas caricias que halagaron la existencia de aquella criatura fueron las de un marido que la abandonó en medio de sus sueños de ángel, cuando empezaba a comprender que la vida tiene más encantos que la soledad de los bosques y el canto de los pájaros en una mañana de primavera.

Su belleza y hasta aquella grave reserva con que las más de las veces evitaba hablar con los que la buscaban, la hicieron querida para todos y recibida siempre, aun a pesar suyo, con muestras de regocijo allí a donde quisiera que se acercase.

Risas estrepitosas y voces alegres llenaron bien pronto el silencio de aquella ribera, en tanto vagaban por la playa las frescas y robustas hijas de aquellas montañas que comunican su salvaje belleza a sus moradores.

Los marineros, más animados que nunca en su trabajo, juraban, cantaban y reían, escarneciéndose sin compasión, pero también sin que, como solía suceder, pasaran de palabras sus amenazadoras promesas y sus juramentos, que escandalizarían los oídos menos castos si algunos hubiese por aquellos lugares.

Cubríase el cielo poco a poco de nubes plomizas y los relámpagos, reflejándose en las olas que empezaban a rugir sordamente, prestaban un aspecto asolador a aquel vasto océano que parecía extenderse hasta la inmensidad.

Pasaron desapercibidos al principio aquellos tristes augurios de una próxima tempestad, no cesando, por tanto, ni las risas ni el tumulto de aquella loca alegría, pero tan pronto como el ruido del trueno pasó rodando sobre las olas y, llenando la playa, hirió el oído de aquellas pobres mujeres, que creen reconocer en él la ira de Dios que de este modo se muestra visiblemente a los pecadores, se acercaron temblando las unas a las otras como si quisiesen de este modo amparar su flaqueza con el miedo y la flaqueza ajena, y entonando cada vez y en voz baja sus oraciones se arrodillaban y guarecían sus cabezas de la lluvia con los cestos todavía vacíos.

Los marineros, sin embargo, no tomaban parte en aquellas oraciones, cuidaban, sí, de terminar su trabajo con la mayor presteza.

Las olas cada vez más gruesas llegaban irritadas hasta sus rodillas y, estrellándose contra las peñas, formaban una armonía lúgubre, mezclándose al rugido de la tempestad y al rezo de aquellas temerosas mujeres.

Parecía una sinfonía infernal con sordos rumores y silbos agudos, con murmullos tenebrosos y maldiciones y agitados suspiros.

El cielo oscurecido, las rocas peladas, la mar hirviente y amenazadora, iluminada al vivo lampo y deslumbrador del rayo que aparece y desaparece a nuestros ojos, como una mirada de fuego que brilla y se oculta rápidamente deslumbrándonos más y más con su movilidad incesante; todo esto presentaba un aspecto de luz y de tinieblas, de desorden, si así puede decirse, y de grandiosidad, difícil de comprender si causaba espanto o admiración.

Hay cuadros sublimes en la naturaleza que conmueven de una manera extraña e indefinible, sin que nos sea posible juzgar de nuestros mismos sentimientos en aquellos instantes en que no nos pertenecemos.

Un poeta, un artista, que de repente se hallara transportado a aquellas riberas salvajes, enmudecería de admiración al ver un tan grandioso desorden, al escuchar aquellos acentos gemidores de la naturaleza que no sabemos si se irrita, o si reza o llora, implorando al ser que la gobierna; y, sin embargo, todos los que se hallaban allí, mudos testigos de tan conmovedor espectáculo, no veían más que truenos y relámpagos que les causaban miedo y una mar irritada que amenazaba romper la red en que tenían todo su tesoro.

Teresa era la única que con una extraña mezcla de miedo y de curiosidad seguía ansiosa con su mirada aquellas ráfagas brillantes que, iluminando cuanto la rodeaba, mostraban la grandeza del océano con sus abismos profundos y con su cólera que recuerda la de otro ser más poderoso que nosotros.

Por fin un grito de alegría se escuchó en medio de aquel tumulto y las pescadoras, levantándose presurosas, se acercaron a la orilla para recoger en sus cestos la pesca plateada y brillante que la red acababa de traerles.

Los esfuerzos de los marineros habían conseguido vencer a la tormenta.

La lancha que traía el cabo de la red acababa de doblar el peñón inmenso, parecido a un castillo feudal con sus almenas y sus torres, llamado el Peñón de la Cruz, presentándose triunfante a la vista de los que se hallaban en tierra.

Reinaba a bordo una algazara y alegría no acostumbrada y mucho más cuando la tormenta amenazaba todavía destrozar sus jarcias y sus remos.

-¡Eh! -preguntaron entonces los de la playa-. ¿Qué novedad ocurre? Pues, a fe que no está el tiempo para chanzas y risas; acabad pronto, que la tormenta arrecia más y más y amenaza confundirnos.

-¿Qué queréis? -replicaron los de la lancha-, nuestra pesca ha sido admirable..., sobre todo hemos cogido este pequeño pescado que seríais capaces de comerlo crudo..., mirad... -y uno de los más robustos marineros mostraba oculto casi entre sus grandes y callosas manos un objeto sonrosado que desde tierra no se podía distinguir por ser demasiado larga la distancia.

-¡Qué diablos enseñas tú! -gritaron los de tierra-. ¡Eh! Tú, el de los pantalones tan negros como esta noche de maldición, ¿es alguna azucena monstruo cogida en la peña encantada?

Sí -repitieron los interpelados-, una azucena más hermosa que las que florecieron en la vara de nuestro patrono san José.

Y volviendo al silencio y a la faena interrumpida dejaron a los de tierra tan ignorantes acerca de lo que pasaba entre sus compañeros como al principio.

Ellos, sin embargo, formaran por su parte mil extrañas conjeturas sobre un lance al parecer tan extraordinario.

Las mujeres, sobre todo, serían capaces de dar toda su pesca de aquel día por enterarse cada una la primera de lo que pasaba en la lancha vecina.

Por fin tocó ésta la orilla y algunos marineros saltaron a tierra llevando uno de ellos en sus brazos un bulto cuidadosamente cubierto.

Verle y abalanzarse todos hacia él fue obra de un instante, y, rodeándole y haciendo mil curiosas preguntas, en poco estuvo que hiciesen pedazos la no muy fuerte camiseta del pobre Lorenzo que, pavoneándose lleno de una inocente vanidad, como aquel que va a hacer una revelación que ha de dejar suspensos a sus oyentes retarda el momento decisivo para que de este modo parezca más interesante su narración. Pero la mano harto rechoncha de una muchachuela de quince años, de aire picaresco y maneras atrevidas, osó posarse sobre el pañizuelo y, frustrando de un modo cruel los planes de Lorenzo, dejó descubierto, en un abrir y cerrar de ojos, el arcano misterioso a todos los circunstantes, que lanzaron una misma exclamación de sorpresa.

El quejido de una criatura recién nacida, lánguido, dulce y suave como una melodía, se dejó oír al mismo tiempo que el zumbido del trueno que resonó cercano, así como la luz fosfórica del relámpago iluminara antes la imagen de la inocencia, reposando en brazos de la fuerza.

Lo que pasó entonces en el alma de aquellos sencillos pescadores y en la de aquellas mujeres, poetas las más sin que lo conozcan e impresionables hasta la sublimidad sin que puedan percibirse de ello, la extraña sensación que experimentaron sus corazones ante aquellas dos imágenes de calma y tempestad, de pureza infinita iluminada por una luz llena de miasmas devastadoras, sería imposible describirlo, porque hay cosas que sólo la inspiración puede crearlas, pero no descifrarlas.

Imaginaos una criatura medio dormida en los brazos de aquel rudo marinero que, insensible a las tempestades, se conmueve profundamente con la sonrisa de un inocente que le mira como pidiéndole compasión; imaginaos un ángel bajado del cielo con sus cabellos dorados, sus mejillas rosadas, su boquita diminuta como la hoja del capullo de las rosas margaritas, una cosa sin nombre, en fin, pero que embriaga a la par que purifica con la aureola de inocencia y santidad que vierte en torno suyo, y os podréis formar una idea incompleta de aquel cuadro digno de trasladarse al lienzo por el pincel de Murillo y Rembrandt, tan opuestas son las tintas que deberían emplearse en él.

-¿De dónde diablos traéis esa criatura? -preguntaron algunos a un mismo tiempo-. ¿La ha dejado alguna meiga en vuestro regazo, o la hallásteis dormida sobre la cubierta de la lancha?

-Nada de eso -respondió Lorenzo, vuelto por esa sola pregunta a su posición interesante-, escuchad y os admiraréis. Doblábamos el pico de la Peña Negra en donde, como sabéis todos, hay siempre más abundancia de sardina, cuando nos pareció percibir, entre el rumor del viento, el débil y apagado llanto de un niño sin que por eso descubriésemos en torno nuestro objeto alguno que nos hiciese creer que no era ilusión de nuestros sentidos, sino realidad; mas, no bien nuestra lancha dobló hacia el Sur, dejándonos percibir perfectamente el plano que rodea aquel negro, triste y solitario picacho, a cuyos pies se arremolinan y saltan las olas, cuando el llanto se dejó sentir más cercano, pudiendo notarse entonces que hacia la parte más musgosa de la peña se movía una cosa blanca como las perlas, y que contrastaba notablemente con el verde oscuro de las algas esparcidas en torno suyo. Entonces nos miramos unos a otros y, quizá impulsados por un mismo pensamiento, nos pusimos a bogar en silencio y hacia el sitio indicado. Llegamos, y a nuestra vista se apareció una niña, recostada sobre el musgo húmedo, la más hermosa que he visto en mi vida, y que tiritaba de frío, la pobrecilla, a pesar del calor sofocante que se iba extendiendo por la costa. La cogí entonces para acercarla a mi pecho y darle el calor que su madre le había negado...

-¡Su madre!..., prorrumpieron todas las que allí había. ¿Es posible que esa pobre criatura tenga madre?

-Pues qué, ¿pensáis acaso -repuso el marinero con ciertas pretensiones de sabiduría- que ha nacido por obra y gracia de la roca negra?

-¡Quién sabe! ¡Quién sabe! Es demasiado hermosa para ser de este mundo.

-¡Bah! ¡Bah! -añadió el pobre pescador con una sonrisa de un contento inefable-. ¡Qué tontas son estas mujeres!... ¿No ha salido un santo del vientre de una ballena tan vivo y tan listo como si saliera del de su madre? Pues esta niña pudo salir también del de un tiburón, por ejemplo, y quien dice tiburón dice otra cosa cualquiera que no es del caso averiguar..., pero -añadió besándola con cariñosa dulzura-, gracias a Dios, tendrá desde hoy un padre...

-¡No, no! -gritaron muchas voces descontentas que aturdieron al buen Lorenzo-. Reflexiona, le dijeron, que tienes muchos hijos y que esa niña causará un perjuicio a tu familia. Aquí estamos bastantes que no tenemos ninguno, y podemos mejor que tú encargarnos de ella, porque al fin, por hermosa que sea, tendrá dientes y comerá andando el tiempo como tú y como yo...

-Pero también trabajará -exclamó el marinero contento de hallar una contestación que dar a aquellos hombres que le decían razones que le iban convenciendo...

-¡Trabajar!... -murmuraron los demás-. Esa niña no debe trabajar, se moriría; ¿piensas que es como tus hijos y como los míos?

-Vaya si lo pienso...

Las voces de los descontentos sofocaron las palabras de Lorenzo, y entonces pasó una verdadera tormenta de disputas.

Todos querían para sí aquella hermosa criatura, todos querían ser padres de aquel niño, de aquel hijo del acaso.

Lorenzo, sobre todo, quería alcanzar con gritos y, lo que era mejor todavía, con tinos puños capaces de convencer a un bretón, como diría Dumas, lo que ni sus razones ni la buena voluntad de sus compañeros querían darle.

Por fin se decidieron a aceptar el fallo de la suerte.

Decidióse ésta por Teresa la expósita, y así se vio a la vagamunda tomar bajo su amparo a la pobre desheredada como ella.

Teresa era una muchacha simpática para todo el mundo, tanto por su belleza como por su buena conducta, aunque fuese algún tanto insociable y le agradase más vagar solitaria a orillas del mar y llevar sus ovejas al campo a la hora en que el fresco de la mañana y los primeros rayos de luz despiertan a las flores de sus sueños de aromas.

Lorenzo le entregó la niña con menos sentimiento que lo hubiera hecho con otro alguno, diciéndole:

-He aquí una perla de gran valía, yo te la cedo a condición de que seas para ella una buena madre; pero también yo quiero llamarme a mi vez su padre, y que cuando empiece a balbucear tu nombre, le enseñes el mío, para que de este modo me conozca y me quiera poco menos que a ti, ¿lo entiendes?

Y enjugando con la manga de su camiseta una lágrima que rodó silenciosamente por sus tostadas mejillas, volvió la espalda a los que le miraban como queriendo ocultar aquella debilidad indigna de un viejo marino.

De este modo todo volvió a su silencio, y las faenas olvidadas empezaron de nuevo.

La tormenta bramaba sobre sus cabezas, y las olas eran cada vez más gruesas, más fuertes y amenazadoras.

Contenta Teresa con su nueva hija, querido tesoro que no cambiaría por nada de este mundo, se acercó la primera a la orilla para que los pescadores llenasen su cesta antes que la de otra alguna.

Su felicidad era grande, pero estaba escrito que en aquel día su alma había de sufrir los más fuertes sacudimientos, los más grandes dolores que pueden lacerar el alma de una madre.

Su hijo, rosado, rubio, hermoso y, sobre todo, travieso se entretenía en andar todo el espacio posible con sus débiles piececitos y cayendo a cada paso sobre la arena. Pero adelantóse tanto hacia la orilla, tal vez para coger con sus pequeñas manos aquellas verdes olas que brillaban fósfóricas a la luz de las exhalaciones, que era inminente el peligro en que le exponía su inocencia.

De repente un viento fuerte sopló sobre todas las olas y las empujó hacia la playa: la mar lanzó terribles rugidos, pareciendo querer salvar la débil muralla de arena que se oponía a su paso y desbordarse.

Las olas se agolparon tumultuosas y se adelantaron hacia los que estaban en la playa.

Entonces un leve quejido, ahogado por el rumor de la tempestad, hendió el espacio; suspiro lastimero que penetró en el corazón de los que le escucharon, sucediéndose a este suspiro un grito desgarrador, profundo, intenso, que hizo helar la sangre en las venas.

Era Teresa que acababa de ver a su hijo arrastrado por aquel torbellino de agua, fiera implacable que no devuelve nunca lo que una vez se ha sepultado en su fondo de arena.

-¡Mi hijo! ¡Mi hijo! -balbuceó delirante queriendo arrojarse al mar para socorrerle-. ¡Mi hijo..., mi pobre niño inocente..., el hijo de mis entrañas!

Y cayó sin sentido sobre la arena.

Cuando despertó de su desmayo, pareció reflexionar algunos instantes: un raudal de lágrimas inundó su semblante; calmóse algún tanto su pesadumbre, más que nada por el mismo exceso de dolor que la abrumaba, y apareció así, a los ojos de los que la rodeaban, resignada y serena.

Preguntó por su hija adoptiva que le presentaron hermosa como una flor bañada de sol y de rocío.

Ella la envolvió en su pañuelo y, tratando de adormecerla en su seno, se dirigió silenciosamente hacia su pobre vivienda, no sin echar antes a aquel mar proceloso una dolorosa y profunda mirada.

Los que la vieron partir sintieron su corazón oprimido de angustia.

Los truenos y los relámpagos fueron los únicos que la acompañaron por la triste y oscura encrucijada que guiaba hacia su pobre vivienda.

Capítulo II

Teresa

Voici Minona qui marche dans sa beauté, le regard

baissé et les yeux pleins de larmes. Ses cheveux épars

flottent au vent inquiet qui souffle de la colline.


Ossian



El embravecido mar de Finisterre lanzaba sus verdes y espumosas olas contra los peñascos que rodean el antiguo santuario de Nuestra Señora de la Barca.

Un sol de invierno, claro, pero frío, iluminaba aquellas montañas que, ya graníticas, ya arenosas, tienen siempre ese aspecto desolado y salvaje de las comarcas estériles, en cuya tierra no brotan jamás ni arbustos ni verdura; y un silencio lleno de sordos y misteriosos rumores se extendía doquiera alcanzase el oído.

El cielo estaba sereno; pero el cielo que cubre aquellos tristes paisajes no es de ese azul tranquilo en que el alma se espacia cuando nuestra mirada se alza hasta él, porque si allí hay días de sol y de calma, es una calma inquieta y zozobrante en la cual no se respira con libertad, pues aquella mar de tornasoles sombríos comunica a la misma atmósfera sus turbados y glaciales vapores.

La niebla densa y de un olor acre, que de ella se levanta a la hora en que sale el sol, apaga las hermosas tintas de la mañana y cubre como un sudario aquella desnuda tierra que semeja una tumba.

Allí no se escucha más que el silbido del viento y de unas olas siempre en lucha y que amenazan tragar los pequeños pueblecillos que se extienden a la orilla, como abandonados despojos de quien nadie se cuida.

Algunos huertos, guarecidos por elevados muros, conservan a duras penas plantas raquíticas y agostadas por los torbellinos de arena que se levantan con la tempestad y las aplastan bajo su peso.

Un viento fuerte y continuo que viene del mar arranca a veces, como árboles que troncha el huracán, las pobres chozas de los pescadores dejándolos expuestos a la inclemencia de las estaciones, y, no obstante, los hijos de aquellas riberas abandonadas y tristes aman su país, mucho más que los que viven en esas fértiles y risueñas campiñas de los climas del mediodía, a quienes regala la naturaleza con cuanto tiene de más hermoso.

Ellos aman sus chozas arruinadas, sus lanchas sucias y con el olor de la brea y sus redes, que ellos mismos hacen y ven envejecer, dulces tesoros que no abandonarían por todas las bellezas de la tierra. En aquellos desiertos arenales pasan la mayor parte de su vida, y acostumbrados a su silencio y a su bravura se alejan de toda otra existencia, como huye el ciervo al escuchar los sonidos del cuerno de caza que le sorprende en medio del bosque.

Sin embargo su corazón es benigno y caritativo para el que se acerca a sus cabañas; jamás he encontrado un carácter más dulce y bondadoso que el de aquellas pobres gentes.

La choza de Teresa se hallaba situada en medio de una pequeña llanura rodeada de inmensos y descarnados peñascales, y cercana al célebre santuario de Nuestra Señora de la Barca.

Lugar éste el más apartado y salvaje de aquella comarca, tiene cierta ruda belleza, digna de ser descrita por Hoffmann, y que tal vez sólo puede ser grata a los caracteres tétricos o a las imaginaciones exaltadas.

Si Byron, ese gran poeta, el primero sin duda alguna de este siglo, hubiese posado sobre el desnudo cabo de Finisterre su mirada penetrante y audaz, hubiéramos tenido hoy tal vez un cuadro más en su Manfredo, o algunas de aquellas grandiosas creaciones inspiradas bajo el sereno cielo de la Grecia, y con la cual haría ver al mundo que hay en este olvidado rincón de Europa paisajes dignos de ser descritos por aquel que era el más grande de los poetas.

Aquel paisaje, uno de los más desolados y tristes que pueden hallarse en Galicia y quizás aun en la mayor parte de España, armonizaba admirablemente con el carácter de la expósita, acostumbrada a la soledad y a la vida errante.

El mar se divisa desde allí más irritado y soberbio, las olas se estrellan bramadoras contra las rompientes y los bajíos, formando torrentes de espuma que saltan a una altura inmensa, cayendo después como una lluvia de perlas.

Cuando los vientos se cruzan, entonces las olas chocan con violencia las unas con las otras, y se arremolinan y crecen de un modo prodigioso formando vistosos campanarios de un verde claro, que vienen a deshacerse sobre la arena como torres que se derrumban.

Otras veces hierve y se agita en un punto solo, semejando un abismo profundo, o un sumidero, que amenaza absorber todo el agua que encierran los mares del universo.

Aquello es una lucha sin término, una ira que no se calma, unos aullidos que nunca cesan, una babel, en fin, de lenguajes desgarradores que lastiman y no se comprenden.

Los buques se alejan de aquel huracán eterno y al divisarlo oponen todas sus fuerzas para no ser arrastrados hacia él, y huir la atracción fatal de aquel infierno en donde se perece entre bramidos que amedrentan, lleno de terror el espíritu como si todas las iras del cielo se conspiraran para darle un fin horrible contra aquellos negros y elevados peñascos.

Numerosas embarcaciones han sido allí juguete de las olas irritadas, y como ligera pluma desaparecieron en un instante de la superficie de las aguas, sin que el mar arrojase a la playa el más pequeño resto que indicase más tarde la pasada tormenta y el triste naufragio.

En otros tiempos se creía, y aun hoy se cree, que aquellos lugares están malditos por Dios y, en verdad que jamás la conseja popular tuvo más razones de vida que en esta ocasión en que todo parece indicar al alma atribulada que una maldición pesa sobre aquellas playas tan desiertas en medio de su desnudez.

Teresa gozaba de aquella naturaleza excepcional como pudiéramos hacerlo nosotros entre el ruido de una fiesta.

Muy lejos está seguramente de parecerse la música de nuestros salones al silbo agudo del viento que, rodando sobre el techo de su cabaña solitaria, le acompañaba en su rezo fervoroso y en su sueño inquieto y desasosegado la mayor parte de sus noches de soledad, pero su alma triste al par que fuerte, y su dolor y sus lágrimas, le hacían amar aquel errante compañero que, como ella, ni hallaba nunca reposo ni cesaba de gemir.

Las horas de aquella mujer, llena de aspiraciones que ella no comprendía, eran largas, cansadas y aun irritantes, pues las lágrimas, único consuelo de los que sufren, se negaban a veces a calmar la pena en que rebosaba su corazón.

El día de que hablamos era un sábado y, como hemos dicho, estaba claro y sereno, pero triste.

Teresa había ido a visitar la santa piedra, como allí la llaman, que se balancea pausadamente produciendo en su acompasado movimiento un ruido sordo y metálico que se escucha a larga distancia.

Reinaba en torno el más profundo silencio dejando percibir más claramente aquel ruido extraño, y Teresa, de pie, encima de aquella piedra misteriosa y flotando las puntas del blanco pañuelo que sujetaba sus cabellos agitados por el viento, la cabeza vuelta hacia el mar y los brazos tendidos con abandono, parecía una sublime creación evocada de entre aquellas espumas, blanca como ellas y bella como un imposible.

La peña se balanceó largo tiempo, hasta que cesando poco a poco quedó enteramente inmóvil.

Teresa quedó inmóvil también, y su vista, fija tenazmente en el horizonte, parecía empeñada en descubrir un punto blanco que se distinguía apenas entre la niebla que empezaba a extenderse hacia aquella parte.

Más tarde se percibió débilmente un buque que parecía navegar con rumbo hacia Camariñas.

Teresa permaneció largo tiempo en un estado casi angustioso con la penetrante mirada fija en el buque que cortaba las ondas con suma rapidez, hasta que la niebla, ocultándolo enteramente, no presentó a sus ojos más que un horizonte solitario y triste.

Teresa entonces se dirigió a su cabaña, mas sus ojos iban bañados de lágrimas y animado su semblante.

Capítulo III

Emociones

Magdalena, eres buena como Dios, y yo no me quisiera separar de ti.

Jorge Sand



La pesca del atún había sido excelente.

Algunos de estos informes animales arrojados sobre la arena, y con el cuerpo acribillado de heridas que arrojaban sangre a borbotones, lanzaban feroces y entrecortados resoplidos con que anunciaban el fin de su agonía.

Multitud de curiosos, de esos que no se cansan nunca de ver reproducirse ante su vista unas mismas escenas, se agrupaban con ansia en torno de ellos, sin que apareciese en su semblante el más pequeño indicio de repugnancia.

Los marineros hundían sus grandes navajas con ligera y segura mano en el cuerpo áspero y palpitante de aquellos monstruos, y sus vestidos, salpicados de sangre, exhalaban un olor nauseabundo.

La terrible agonía de aquellos animales torturados hasta en su último suspiro presentaba un aspecto desagradable.

Ellos se revolcaban en la arena pugnando por acercarse al mar, su elemento y su única salvación; pero eran vanos todos sus esfuerzos.

Las olas pasaban casi rozando su cuerpo, y volvían a retirarse hacia su centro sin prestarles a su paso la vida que le pedían con su mirada apagada y turbia. La mar se adelantaba rugiendo, pasaba y retrocedía sin hacer más que borrar en la arena los rastros de sangre con que la manchaban sus hijos.

-¡Apartémonos de aquí, Fausto! -dijo una voz dulce que salía del grupo de espectadores interesados en contemplar la lenta y trabajosa agonía de los monstruos-. No puedo ver sin estremecerme -añadió- las heridas de esos animales que, al fin y al cabo, deben padecer de un modo horrible.

-Espera un momento y todo habrá concluido -respondió otra voz que, aunque dulce, tenía algo de varonil-; esos pescados son muy feos y no deben, por lo mismo, sufrir tanto como los demás.

-¡Ah! ¡No, no! -interrumpió la voz primera-. Eso que dices no puede ser cierto, Fausto... ellos viven y respiran, y deben sentir lo mismo que todo lo que respira y vive... ¡Vamos!...

Entonces se vio salir de entre aquella curiosa multitud una niña hermosísima que, cogida de la mano de un marinerillo tan joven casi como ella, pugnaba por atraerlo hacia sí y apartarlo de tan cruel y sangriento espectáculo.

Todas las miradas se volvieron hacia aquella casta aparición de rubios cabellos y tez de nieve, que airosa y ligera parecía entre aquellas gentes de rostros varoniles y atezados lo que un blanco lirio nacido entre maleza.

-¡Bendita seas tú, niña hermosa, santa de nuestros lugares! ¡Bendito sea el día en que la Virgen Nuestra Señora te arrojó a nuestras playas! ¡Y bendita la mujer que te recogió criándote tan fresca y limpia como los claveles!... Y le abrían paso respetuosamente en tanto los marineros jóvenes dejaban caer sobre su rostro de ángel ardientes y fugitivas miradas, murmurando a su oído al pasar palabras cariñosas.

La pobre niña las escuchaba sin comprenderlas y, sonriendo a cuantos hallaba a su paso, hacía graciosos saludos con su cabeza elegante como la de un pájaro. Pero una tinta sombría cubrió el rostro de su compañero desde el momento en que las palabras de los jóvenes hicieron sonreír a sus amigos, y con la mirada fija en las olas parecía no atender a lo que pasaba en torno suyo.

Siguió como distraído a la hermosa niña, que se alejaba de la muchedumbre, y cuando se hallaron lejos de las curiosas miradas, de los que les rodeaban momentos antes, gracias a un pequeño y arenoso montecillo que se interponía entre el camino que seguían y la playa, apartó su mano de la de su compañera con muestras de mal reprimido enojo.

Miróle ésta sorprendida y, volviendo a coger aquella mano esquiva que se había alejado de ella y que Fausto llevaba caída con cierto abandono e indiferencia que le sentaba admirablemente, le preguntó con voz dulce y cariñosa:

-¿Por qué te incomodaste? Hace algún tiempo que observo se cambia tu carácter de un modo repentino y sin que yo pueda adivinar jamás la causa de tus resentimientos.

Esta pregunta no tuvo respuesta alguna. El joven marinero parecía absorto y ocupado más que en nada en observar el movimiento que hacían sus pies blancos y desnudos al pisar la arena.

-¡Ah! ¿Conque no me contestas? -volvió a decir la niña entre risueña y triste-. Pues bien, eso está muy mal hecho, y a mí no me agrada porque yo jamás he estado de ese modo contigo.

Dicho esto, guardó silencio por algunos instantes, como esperando alguna cariñosa demostración de su amigo, el cual seguía imperturbable con la cabeza inclinada y con la mirada fija en la arena que se entretenía en lanzar con los pies sobre los lagartos que asomaban la cabeza al tibio rayo del sol que entraba hasta sus escondrijos.

Observó Esperanza la asiduidad con que Fausto se ejercitaba en semejante operación, y con esa volubilidad propia de los niños, mucho más burlones de lo que generalmente se cree, le dijo lanzando una franca y estrepitosa carcajada:

-¡Dios mío, Fausto! ¡Pobres pies!... ¿Y si rompes los zapatos? -añadió aludiendo al marinerillo que iba descalzo.

Entonces alzó éste sus ojos, y su mirada colérica y brillante cayó sobre la pobre niña.

-¡Esperanza!... -exclamó con entrecortado acento; pero su voz, anundándose en su garganta, no le dejó proseguir.

-¡Ay, qué miedo!... -repuso la niña con ese tono inocente y burlón del que no teme una amenaza que sabe no ha de realizarse y haciendo una graciosa mueca de espanto, con la que pretendió imitar la cólera de su amigo, abriendo también con exageración sus grandes ojos negros de un tornasol azulado.

-¡Ah! -tartamudeó entonces Fausto-, ¡riéndote..., siempre riéndote!...

-Pues ¿cómo quieres que esté seria? -interrumpió Esperanza.

-¡Lo mismo que lo estoy yo! -Y Fausto volviendo la espalda echó a andar por otro camino, dejando sola a su compañera.

La pobre niña, entonces pálida de emoción, le vio alejarse por algunos instantes, hasta que las lágrimas empañaron sus ojos, prorrumpiendo después en amargos sollozos.

-¡Fausto! ¡Fausto! -le decía llamándole a grandes voces-. ¡Ven, dime que mal te he hecho!... ¡Ven y perdóname!... -y corría tras él mientras Fausto acortaba cada vez más su paso, previsión amorosa que equivalía a un perdón.

El llanto de la mujer dicen todos los hombres que puede mucho en su corazón, y esto debe ser cierto porque Fausto volvió la cabeza, y entonces pudo ver Esperanza que éste tenía también llenos de lágrimas los ojos.

-¡Ah, no llores más! ¡No llores más! -le decía el joven marinero, al tiempo que cogía entre las suyas las manos de su amiga-. ¡No llores más! -añadía tratando de dar a su voz un acento seguro-. Yo te quiero y seré siempre tu amigo..., pero tú te sonríes para mis compañeros, a pesar de que me has asegurado que yo sólo era tu amigo y no ellos...

-¡Tus compañeros!... -murmuró pensativa la pobre niña, bañados sus hermosos ojos en dos lágrimas que semejaban dos gotas de rocío suspendidas todavía de sus largas pestañas-. ¡Me río con ellos como con todos!...

-Con los demás nada me importa..., ¡pero con ellos!..., escucha -añadió después de una breve pausa-, no quiero que los mires y mucho menos que te sonrías, cuando te miran, de la manera que lo haces.

-Entonces cerraré los ojos y apartaré la cabeza cuando pase a su lado, pero... ¿y si caigo y me hago daño?

-No es necesario que cierres los ojos, sino que tú no mires para ellos -respondió Fausto volviendo a su mal humor-; ya sabes que Juan y yo estamos reñidos; pues bien, como yo no quiero mirarle a la cara, cuando él está en la playa y yo paso por allí... miro hacia mi casa...

-¡Bien, bien!... -dijo Esperanza con coquetería y como olvidada de su llanto, fresco rocío de mañana de primavera que el primer rayo de sol disipa-. Vaya unos caprichos que yo no entiendo y que no has tenido nunca...; pero, en fin, más valdrá mirar para tu casa cuando ellos estén en la playa, que no que tú vuelvas a mirarme con los ojos que hoy lo has hecho -y luego añadió, apoyando su linda cabeza de blondos cabellos en el hombro de Fausto-: Ahora, ¿amigos como siempre?

Y le miró con la tentadora mirada de la hermosura y de la inocencia.

-¡Para siempre! -respondió Fausto, ebrio de felicidad.

Y enlazadas las manos, como dos pájaros alegres, se dirigieron hacia la cabaña de Teresa que se divisaba a corta distancia.

-¡Qué hermosa es! -decía entre sí el marinerillo, mirando furtivamente a su compañera.

Un rayo de alegría bañaba el rostro de Esperanza, más hermoso que nunca; sus cabellos caían sobre las mejillas, su frente rosada parecía pedir un beso cariñoso al viento que pasaba; era una casta aparición de inocencia. Fausto iba a su lado como un esclavo, subyugado, sin voluntad propia, pero feliz. Su contento se leía en sus grandes ojos, en las mejillas que se ruborizaban bajo la morena piel, en sus labios en que sonreían las temblorosas palabras, en su paso inseguro.

Las primeras emociones de la adolescencia pasaban calladamente sobre el corazón de Fausto.

Capítulo IV

Esperanza

¿Quién de tus gracias no se enamora?

Hija del aire, ¿quién no te adora?


Zorrilla



Esa niña ligera y airosa, que alegra las áridas riberas que os he descrito como un rayo de sol ardiente el desnudo y aterido cuerpo del mendigo, ésa es Esperanza, la hija del mar, la que arrojada sobre una pelada roca, no sabemos si es aborto de las blancas espumas que sin cesar arrojan allí las olas, o un ángel caído que vaga tristemente por el lugar de su destierro.

Ella creció esbelta como la palma y hermosa como una ilusión que acierta apenas a forjar el pensamiento; creció al abrigo de aquella otra huérfana llamada Teresa, cuya existencia solitaria era respetada en toda la comarca.

La vida de aquellas mujeres, las dos buenas, las dos jóvenes y hermosas, había llegado a ser para todos un objeto de veneración casi, que nadie osaba profanar, y su cabaña tan solitaria y tan pobre no fue jamás perturbada por ninguna mirada indiscreta. Tal vez, porque esos lugares en donde mora la virtud inocente encierran en sí mismos un poder misterioso e invencible que rechaza la calumnia y la curiosidad del vulgo.

La una, casi niña todavía, y con esa belleza pura que algunas imaginaciones privilegiadas han soñado en los serafines -ángeles que se acercan más al trono del que todo lo es, solía inspirar esa simpatía, dulce e insinuante a la vez, que deja en pos de sí un rastro luminoso que no es jamás oscurecido por las sombras.

Ni Rafael, ni el beato Angélico, esos dos grandes artistas que tan bien han sabido trasladar al lienzo sus celestiales visiones, delinearon jamás facciones más puras, ni contornos más perfectos. Esa muestra inimitable de los artistas, la naturaleza, había sobrepujado esta vez a todas las inspiraciones, a todos los sueños imaginables.

La cabellera, que por una rareza extraña jamás crecía hasta más allá de sus hombros, flotaba suelta y en rizados bucles alrededor de su cuello de una blancura alabastrina.

Los ojos y pestañas eran de un color negro fuerte, en tanto que sus cabellos dorados como un rayo de sol despedían reflejos pálidos, semejantes a la luz de la luna cuando en clara y serena noche de verano cae como un haz plateado sobre las temblantes ondas.

Tenía su voz cierta vibración armoniosa y clara que, hiriendo dulcemente el oído, conmovía el corazón de un modo extraño cual si se escuchara el eco de un instrumento armonioso o la última cuerda del laúd que estalla gimiendo.

Cuando su mirada cándida pero resuelta se fijaba en algún objeto, parecía atraerlo hacia sí por una fuerza invencible, y el arco perfecto de sus cejas tomando una rigidez indomable, bajo la que se creería adivinar un poder sobrenatural, prestaba a su semblante una belleza severa e inimitable. La sonrisa que vagaba siempre en sus labios finos y de un rosado pálido, cual suele serlo el de las flores de invierno, dulcificaba aquella dura pero poderosa influencia que, como todo lo que no pertenece a la tierra, parecía rodeada de una aureola refulgente que envolviéndola en sus vapores la alejaba de las demás criaturas.

Tal vez de aquellas nieblas del Sur, de aquellas algas verdes y transparentes que flotan en las aguas en formas diversas y caprichosos festones, tal vez de las blancas espumas, y del tornasol que forman las olas, y de las gotas brillantes que esparcen en torno como lluvia de plata cuando un viento fuerte las desparrama, y de las perlas que encierran las conchas, y de la esencia en fin de todo lo bello que esconde el mar, se formó aquella hermosa criatura, que el acaso trajo a la tierra, cuando era quizás su destino ser diosa de silenciosas grutas y reina de ocultos misterios.

Su paso era ligero siempre, y su pie breve y rosado como el de un niño dejaba apenas impresa su huella en la arena, hollando sin romperlas las delicadas conchas que se ven en las orillas blanquizcas de aquellas ásperas riberas, cual las flores silvestres en las selvas regadas por arroyos cristalinos.

Cuando se la veía pasar y desaparecer en un instante, con los rizos suaves de su cabellera agitados por el viento o bien acariciando su frente blanca y lisa como la de una estatua, y los entreabiertos labios como queriendo aspirar el aroma salobre que el viento llevaba hasta ella, se la creería más bien que mujer una visión angélica, un sueño que quisiéramos se prolongara una eternidad de siglos, una ilusión, en fin, que temiéramos verla desvanecida entre los vapores de nuestro mismo pensamiento.

Por eso Fausto, su compañero de infancia, el marinerillo de rostro moreno y cabellos de ébano, la sigue a todas partes como sigue la sombra al cuerpo, como sigue a la aurora la alba estrella de la mañana.

Ella es el espejo en donde se reflejan las ilusiones de su primer cariño; ese risueño sol de primavera que presta vida a las flores inocentes, y él respira con loca avidez el aroma que despide aquella sencilla clavellina de tallo ligero, en cuyos pétalos perfumados encuentra las primeras dulzuras de un amor casto y lleno de sonrisas.

Ella es para su alma lo que ese lago tranquilo y purísimo de los cuentos mágicos, terso cristal del que no se exhalan ponzoñosos vapores y en cuyas arenas plateadas no pueden arrastrarse los asquerosos insectos que mezclan su saliva amarillenta a la transparente linfa de las aguas. La dulzura que experimenta su alma cuando está a su lado es la de aquellos que, ignorando el mal, gozan tranquilamente las dulzuras que le prodiga el ángel cariñoso que vela por los días de su existencia.

Hacía algún tiempo, no obstante, que su espíritu, más inquieto que de costumbre, daba a su mirada ese recelo continuo del que teme ser sorprendido en medio de una gran felicidad. Poco tranquilos sus sueños, solían presentarle imágenes que reproduciéndose luego en su memoria le causaban vértigos extraños que trastornaban su cerebro, y cuando la voz de su padre le llamaba para el trabajo de todos los días, mostraba un descontento en aquel semblante por lo general risueño y afable.

Solía algunas veces abandonar su lecho antes que la aurora iluminase con sus tibios rayos las olas que venían a morir en la desierta playa y vagar alrededor de la cabaña de Esperanza, como un fantasma errante en medio de aquella claridad dudosa y sin nombre que precede a las tinieblas y que no es todavía ni sombra ni luz.

Pero lo que buscaba su corazón en aquella correría incierta y vaga, lo que le arrastraba hacia la vivienda de aquella pobre niña, que había sido lo más querido de los días de su infancia y que hoy era la hermana que no abandona nunca a su hermano, lo que le trastornaba haciéndole sufrir y derramar lágrimas, ni lo sabía, ni lo comprendía, pero se dejaba arrastrar por aquel instinto que le transportaba a regiones desconocidas, que ya eran luz, ya tinieblas, desconcierto rápido e instantáneo, que no le dejaba pensar, ni preguntarse a sí mismo qué era lo que pasaba en su corazón cuando tan inquieto, tan turbio y tan lleno de locas sensaciones se sentía.

Fausto se hallaba en ese instante tormentoso que experimenta el niño cuando quiere ser hombre.

Los pensamientos agitados se agolpaban en su mente débil, y las imágenes brillantes pasaban y volvían a pasar ante su vista conturbada; él creaba y sentía, los fantasmas tomaban a veces en su espíritu una forma real, pero aquella forma era incierta, trémula, semejaban un hermoso poema escrito en un momento de delirio.

¡Fausto era casi desdichado!

Asomaban en el lejano horizonte los primeros rayos de luz que anuncian el día cuando el joven marinero se hallaba ya a pasos de la cabaña de Esperanza.

El cielo estaba sin nubes, pero el bochorno de la atmósfera dejaba adivinar que el día sería tormentoso.

No se sentía en torno el más ligero ruido, sólo el mar lanzaba sus largos bramidos y sobre las olas turbulentas volaban las gaviotas como indiferentes a tan impotente cólera.

El alma de Fausto consonaba perfectamente con el estado de la naturaleza, y sus sombrías miradas mostraban que él participaba del triste placer de aquella soledad y de aquel aislamiento que semejaban admirablemente el vacío que experimentaba entonces su corazón.

El cerco azulado que se percibía al redor de sus ojos, la palidez de sus mejillas, y su aire taciturno y sombrío, indicaban demasiado la lucha interior que le rendía. Su aspecto en el momento de que hablamos era el de una de esas criaturas hermosas que, bañadas por el primer rayo de devoradores males que tal vez le han de conducir a un helado y solitario sepulcro, aparecen más bellas que en un estado de perfecta salud, porque también la fiebre comunica brillantez a las miradas moribundas y tinte rosado a las mejillas lívidas y tristes.

Algunas veces, en medio de su ronda amorosamente solitaria, se acercaba a la puerta medio carcomida de la cabaña de Esperanza, y comprimiendo su respiración agitada, ponía atento oído para percibir de este modo hasta el más insignificante ruido que dijera a su corazón: -¡Ella es!-; pero sus esperanzas quedaban frustradas. Entonces volvía a su inquieto paseo a lo largo de la ribera, mirando receloso a todas partes, como si temiese haber sido sorprendido en vergonzoso acto de espionaje, que todos reprobarían pues, en efecto, él era el primero que trataba de sorprender los castos misterios de la vida de aquellas dos mujeres, tan respetados hasta entonces.

Pero su corazón le vendía, su corazón le llevaba hacia allí y a pesar suyo volvía y escuchaba atento qué era lo que pasaba dentro de tan santa vivienda.

Llegó, pues, un momento en que Fausto creyó percibir el sonoro murmullo de dos voces. Los que hablaban parecían hacerlo acaloradamente, y aun podía creerse que a las palabras se mezclaban sollozos.

Entonces, con el corazón palpitante y lleno de una curiosidad que jamás había experimentado, se acercó más a la puerta para poder oír de este modo y distintamente cuanto pasaba en lo interior de la cabaña.

Pero como si fuese de repente, se presentó ante sus ojos una visión que sin tener nada de horrible le sobrecogió mucho más que todas cuantas había forjado su enferma imaginación; sin embargo de que no era otra cosa que un hombre esbelto y de estatura más que regular, cuyo exterior le hacía aparecer como extranjero, al menos para Fausto, que jamás le había visto.

Vestía con cierta elegancia desdeñosa un largo gabán de abrigo, un pantalón oscuro y unos botines de paño que casi cubrían sus pies, demasiado pequeños si se atendía a su estatura. Su rostro apenas dejaban verlo el ala de su sombrero y el ancho tapabocas que arrollaba al redor de su cuello; sin embargo, el curioso podía ver todavía unos ojos azules hermosísimos, y una nariz afilada y perfecta.

-¡Vaya una extraña curiosidad! -exclamó dirigiéndose a Fausto, que le miraba con esa rara mezcla de cólera y de miedo que experimentan algunos en presencia de aquéllos cuya superioridad física les amenaza con su tranquilidad.

El pobre marinero tenía ante sí aquella colosal y airosa estatura, aquel hombre que le había sorprendido en el crimen más grande de su vida y que sin derecho alguno para reconvenirle ni interrogarle tenía fija sobre él una mirada escudriñadora y burlona. Todo esto, que él comprendía vagamente, había de tal modo irritado su carácter susceptible que los instintos de refinado orgullo que empezaban a desarrollarse en su corazón se revelaron entonces en toda su fuerza. Tan vivas emociones hervían y se ocultaban dentro de su pecho, no apareciendo a los ojos del extranjero mas que como un niño avergonzado ante las severas miradas del que le sorprendiera en un delito.

-¿Qué es lo que esperas aquí? -le preguntó entonces aquel hombre que, con las manos sumergidas en los profundos bolsillos de su gabán, parecía divertirse, con un raro placer, en contemplar tan inocente turbación.

Sintió entonces aquel niño que la sangre se agolpaba a sus mejillas, porque semejante hombre, gracias a una extraña influencia que no comprendía, pero que le causaba vértigos, le turbaba, y repuso en tono irritante aunque tembloroso.

-¿Y a usted qué le importa?

Una carcajada sardónica y fría contestó a estas palabras del pobre inocente que, sobrecogido por el sonido casi metálico de aquella risa diabólica, echó a correr instintivamente alejándose de aquel ser que le causaba espanto.

Eacute;ste le vio alejarse con una calma indiferente, y siguió paseándose silenciosamente a lo largo de la ribera.

Confidencias

-¡Se me marchan, y yo me quedo!


Soulié



Teresa se había levantado al amanecer y vistiéndose apresuradamente parecía haber puesto el mayor cuidado en no interrumpir el dulcísimo sueño en que reposaba su hija adoptiva, cuyo rostro angelical presentaba en aquellos instantes esa quietud y belleza inefables que caracterizan a los seres que se aduermen todavía en el seno de la inocencia.

El semblante de Teresa, por el contrario, aparecía marcado por ese indeleble sello que distingue a los espíritus intranquilos y errantes, y por esa vaguedad sin nombre que se refleja en las miradas de los que no encuentran nunca reposo.

Parecía agitada por un poder desconocido y grandioso que, al par que daba a su cuerpo una fuerza febril, prestaba a su imaginación un valor ardiente y sombrío, como el que animaba a los héroes de los antiguos tiempos, que, yendo en pos de fantásticas aventuras, abandonaban su hogar para encontrar después en remotos climas y muy lejos quizás de todo socorro humano una muerte segura pero rodeada del fanático misterio que les impelía hasta ella.

Teresa, la pobre huérfana abandonada, la tórtola gimiente que no halló nunca bosque solitario en que llorar sus penas, era uno de esos genios indómitos y poetas, una de esas imaginaciones ardientes que sólo viven de grandes emociones y que en el aislamiento se consumen como nieve que derrite el sol, no hallando atmósfera que llegue a su deseo ni horizonte bastante lejano a donde volver sus miradas. Tal vez si hubiese nacido en épocas más remotas se presentaría orgullo de su siglo como Juana del Arco, o santa Teresa de Jesús, pero en estos tiempos en que el positivismo mata el genio y en que la poesía tiene que cubrirse de terciopelo para tener cabida en la sociedad, la pobre pescadora, sin más apoyo que la soledad que la rodeaba y más instrucción que la de su propio entendimiento, tenía que vagar por aquellas riberas como un alma errante o como un astro perdido entre sombras que no admiten claridad.

Sin duda se había levantado tan de mañana este día para emprender alguna de las largas correrías que sin objeto solían arrastrarla a parajes lejanos y a retiros desconocidos, en los que no sabemos si soñaba o dormía, si derramaba lágrimas o dirigía al Eterno plegarias fervorosas por los amados de su corazón.

Contra su costumbre ordinaria, había cubierto su hermosa cabeza con un pañuelo de luto, menos negro que sus cabellos esparcidos en desorden sobre sus espaldas.

Dispuesta ya a abandonar la cabaña, un movimiento de su hija la detuvo.

Cubrióse entonces su semblante de un ligero carmín cual sucede al niño sorprendido en oculta falta, hizo un movimiento de impaciencia y conteniendo cuanto le era posible su agitada respiración, se ocultó en el lugar más oscuro de la estancia.

Observó desde allí, y con minuciosa atención, todos los movimientos de su hija temiendo que despertase, pero ésta no hizo otra cosa que extender sus torneados brazos hacia el sitio que ocupaba Teresa en el lecho vacío y murmurando algunas palabras inconexas volvió a quedar en la quietud más completa.

Un rayo de sol que penetraba en aquel momento por los cristales, cayendo de lleno sobre su rostro, le daba un aspecto tal de belleza y hacía brillar de tal modo las graciosas ondas de sus cabellos que pudiera muy bien comparársele a uno de esos luceros misteriosos cuyo reflejo tímido pero brillante nos hace seguirle con nuestras miradas hasta que se oculta tras los horizontes vagos y nebulosos de la noche.

Teresa no pudo menos de sorprenderse ante aquella hermosura de los cielos que se presentaba a sus ojos como una dulce ilusión o una imagen aérea de los sueños mágicos.

-¡Así deben ser los ángeles! -murmuró con recogido acento-; así debe estar mi hijo en el cielo..., esos cabellos rubios, esa tez blanca como la nieve que corona las cumbres de las montañas, esa tranquilidad eterna, son el distintivo de los serafines y los arcángeles favorecidos del Ser Supremo... Sólo Luzbel, el ángel indómito y soberbio, tenía los cabellos negros como éstos que coronan mi pobre cabeza. ¡Oh!, me doy miedo a mí misma cuando, mirándome en el fondo del agua que refleja mi semblante, comparo éste con el de mi hija, porque entonces más que nunca creo que no podré gozar de la paz que ella disfruta.

Al decir estas palabras, guardó Teresa un triste silencio durante cortos instantes para proseguir de nuevo con más exaltación.

-Ella está siempre tranquila, ella sonríe hasta cuando duerme mientras que de mis ojos caen amargas mis lágrimas aun en esos instantes de reposo en que no puedo sentirlas... ¿Y qué he hecho yo para sufrir estos tormentos? Amar y esperar mucho, y poseer dolores en cambio de esa esperanza. Hace hoy doce años que él me abandonó, hoy once que mi hijo ha muerto y que todo se acabó para mí: desde entonces la vida ha faltado a mi vida, y aquellos sueños míos y aquellos delirios se acabaron para no volver jamás...; en cambio los que ahora me persiguen son desgarradores como el grito de la tormenta en las soledades de la playa... Hago bien en huir de su lado -prosiguió después de mirar a Esperanza que sonreía dulcemente en medio de su sueño-, necesito desahogar mi corazón con suspiros y acentos que la estremecerían. Ella se preguntaría, citando escuchase mis congojas, si tenía una madre demente, y herido entonces por el dolor mío su corazón de paloma tal vez se convirtiera esa dulce tranquilidad en desesperación. ¡Pobre hija mía! ¡Mi única compañera!: tú te quejas cuando te dejo sola con tu reposo, y lloras citando despiertas y no me encuentras a tu lado para darme tu abrazo cariñoso..., pero yo debo huir porque no te contagien mis locuras... Si lloras porque te abandono algunos instantes..., lágrimas de sentimiento no son lágrimas de desesperación... Duerme, hija mía, yo te dejo, yo voy a preguntar a las olas por qué me arrebataron al que debía ser tu hermano..., voy a ver si distingo alguna vela en el horizonte que me haga delirar algunos instantes con la esperanza de que será él. Mezcláranse mis lágrimas con las olas amargas y correré sola y me complaceré en ver las nieblas lejanas y las nubes que llegan más allá de donde yo me encuentro... ¡Oh! ¡Adiós, hija mía! Cuando vuelva volveré desahogada del peso que me oprime y podré entonces cuidar de tu existencia..., así podrás ignorar siempre que tu madre es loca.

Al decir esto, Teresa se fue adelantando hacia la puerta, pero cuando estaba próxima a trasponer su dintel, Esperanza, que había despertado, se lanzó como una loquilla fuera de su lecho y asiéndola de la falda del vestido exclamó con sentimental candidez.

-¡Hoy no!..., hoy no te irás sin que yo vaya contigo -y como Teresa hiciese al oír esto un gesto de impaciencia, la pobre niña añadió con triste acento: ¡Querías dejarme sola!

-¡Suelta, hija mía! -le respondió en tono serio pero dulce. Tú no puedes acompañarme..., vuélvete a tu lecho y déjame.

-¡Ah! -prorrumpió Esperanza, escondiendo su rostro entre las manos que humedecía con su llanto-, ¡tú ya no me quieres!...

Teresa al oír estas palabras, dichas con la mayor tristeza posible, volvióse hacia ella y la estrechó con cariñosa efusión confundiendo sus lágrimas con las de Esperanza.

-¡No quererte yo, pobrecita mía! Mi única compañera... -exclamó con voz entrecortada por los sollozos-, no quererte cuando como yo no posees en la tierra más bienes que tu libertad y tu aislamiento... ¡Ah, yo no podría abandonarte nunca!... -y Teresa y su hija adoptiva se abrazaron confundiendo en uno solo aquellos dos dolores tan diferentes entre sí, pero tan sinceros.

Esta sencilla escena tenía tan melancólica belleza que no podría uno menos de participar del profundo sentimiento que en sí encerraba, porque hay dolores que aun cuando no puede profundizarlos nuestro pensamiento hieren las fibras más delicadas del corazón, viniendo a reflejarse en nuestros ojos con el primer rayo luminoso que se desprende de ellos.

Diferenciábanse aquellas dos almas como se diferencia la luz de las tinieblas, como las nevadas cumbres de los Alpes de las risueñas campiñas de Italia bañadas por un sol meridional, y sin embargo las dos eran como palomas cariñosas, las dos se amaban y sufrían.

Aquella madre torturada por sus propios pesares los había olvidado un instante para calmar el dolor de su hija, y la pobre niña celosa de aquel único cariño que le había dado abrigo trataba a su vez de calmar el pesar primero que acababa de herirle en brazos de la misma que lo había causado.

Acostumbrada a las dulzuras de un cuidado maternal no interrumpido, empezaba a inquietarse por aquellas ausencias cuya causa ignoraba: su alma sencilla empezaba a conmoverse bajo la influencia de un sentimiento desconocido, tratando en vano de medir aquel caos de ideas que de pronto había surgido de su pensamiento; y por eso en aquellos instantes de expansión confió a su madre, con la sencillez propia de su carácter, algunos de los recelos que la agitaban.

-¡Oh! No me martirices con preguntas a que no puedo contestarte, querida mía -le dijo Teresa enjugando las últimas lágrimas que pendían de sus párpados-, ni creas que te amo menos porque te dejo sola algunas horas... Sabe, puesto que no eres tan inocente ni tan niña que no puedas comprenderme, que oprimen mi corazón melancolías terribles que turban los días más serenos de mi vida...; por eso me acerco cuando asoma la primera luz del alba al sitio donde murió mi hijo, mi querido hijo; pues creo que en esta hora tranquila, la más hermosa de todas las horas, lloran conmigo las olas y los vientos. Pero, de esto, ¿qué entiendes tú, querida niña, mecida siempre al cariñoso arrullo, al suave calor de mi regazo? ¿Qué entiendes de esto cuando yo misma que lo siento no lo he comprendido jamás?

Y Teresa guardó silencio algunos momentos después de pronunciar estas palabras, en tanto que su hija la miraba con particular atención.

-Cuando era niña -prosiguió- y cruzaba, huérfana y abandonada, las montañas en donde los pinos se mueven armoniosos, cuando mis pies desnudos hollaban los desiertos caminos, y al acercarse una noche de invierno tenía que recostar mi cabeza en la húmeda hierba de las praderas, en donde al despertar del hermoso sueño que había dormido en aquel lecho de vagamundos sacudía mis negros cabellos emblanquecidos y compactos por la escarcha que se había detenido en ellos formando allí su empedernido cristal, me esperezaba, apartaba de mi cuerpo la húmeda ropa que se ceñía a él, y ágil ya trepaba a las más altas colinas para contemplar los anchurosos ríos, los montes lejanos confundidos con las nieblas, las verdes praderas veladas todavía por tenues sombras nocturnas, en tanto las altas cimas y mi moreno rostro estaban ya iluminados por el primer rayo descolorido que un sol de octubre lanzaba desde el horizonte bañando todas las altas cumbres de la tierra; nadie podía comprender la melancolía profunda que se apoderaba de mi pobre corazón falto de afecciones y de cariño. Mi pensamiento se lanzaba con los alegres pájaros por aquel espacio inmenso, que yo deseaba cruzar ligera como ellos, pobre paloma inocente y solitaria que, careciendo de abrigo en la tierra, quería hacer su nido en el aire...; yo quería también mecerme en las olas como las blancas gaviotas para vivir en aquella extensión sin límites sin tener que fatigar mis pies, ni cansar mi alma con las tormentas de este mundo: ¡Cuántas veces por eso mismo deseé convertirme en una de esas flores que nacen al pie de los arroyos, a quien dan vida y movimiento las olas suaves!... Aquellos éxtasis eran largos..., los campesinos que iban al molino o a labrar sus tierras y que me dirigían la palabra al pasar murmuraban de mí al ver que no contestaba a sus preguntas, y me llamaban la loca... ¡La loca!..., ¿lo oyes bien, hija mía?, y yo que he seguido huérfana y desamparada sin que una caricia maternal haya humedecido mi frente -porque las caricias maternales son el rocío que da vida a esas pobres plantas que salen al mundo en un día de dolor-; he podido comprender cuánto daño hacen semejantes delirios, pues no he perdido aún las ideas errantes que han engendrado y los deseos desconocidos que sólo, y para desgracia mía, han adquirido un rayo más de sentimiento y una esperanza... ¡sin esperanza! Mira, pues, hija mía, si debo yo acostumbrarte a esos locos devaneos que no conoces y que te harían desgraciada... Yo, por mi parte -añadió- hace algún tiempo que he deseado volver a contemplar aquellas mañanas frías, cubiertas de nieblas, llenas de soledad y embalsamadas por salobres aromas, y por eso te dejo sola, pues tú eres demasiado débil para sufrir tanto sin que sucumbas...; mi cariñosa previsión quiere salvarte... ¿No es verdad que ya no te quejarás si te dejo sola?

Esperanza, que había escuchado a su madre atónita y confusa y sentido palpitar su corazón cuando quiso profundizar su pensamiento el loco y revuelto torbellino de ideas que Teresa había presentado de golpe ante su inocente imaginación, le respondió tristemente:

-Yo te prometo ser fuerte y valiente como tú..., no me hará daño el rocío de la mañana aunque me lleves contigo..., no pensaré en tus locuras..., pensaré, sí, en tu hijo, mi pobre hermano..., las otras cosas no..., porque mira -añadió titubeando- yo no quiero discurrir tantas cosas como tú piensas..., pero no te haré ningún daño, y aun, si quieres, no te miraré para no aprender en tus ojos lo que tú quieres saber sola...

-¡Dios mío! -murmuró Teresa al oír a su hija.

-¡Por Dios -interrumpió Esperanza al notar el gesto de disgusto de su madre-, llévame contigo a la playa, andan por allí tantas gaviotas!... ¡Oh, llévame, mamá mía!

Fue tal el dulce acento y la coquetería con que la pobre niña trató de conmover a su madre que ésta, estrechándola contra su corazón, exclamó:

-¡Pobre inocente!... Tú sola puedes calmar algo estas tristezas y estos dolores que me martirizan..., vendrás conmigo una vez que quieres eso..., y si acaso fuese tu destino llorar. ¡Dios sabe cuánto me duele semejante desgracia que traté en vano de conjurarla!; ¡ven pues!...

Y saliendo de la cabaña se dirigieron hacia la playa.

Capítulo VI

La ribera

¡Oh tierra! ¡Oh madre mía! Y tú, ¡oh aurora!,

que comienzas a despuntar, y vosotras, montañas,

¿por qué sois tan bellas? Yo no puedo amaros.

Ojo brillante del universo abierto sobre todos y para todos,

fuente de delicias, tú no iluminas mi corazón.


Lord Byron



El sol blanqueaba ya las rojizas montañas sobre las cuales se asienta el faro de Finisterre, que parecía sobre aquellos picos desnudos y calcinados el nido del águila que desafía las tempestades y burla la sagacidad y vigilancia del hombre que no puede alcanzarla.

Las aves marinas hacían sentir el ruido de su vuelo en medio de aquella soledad cuyo silencio sólo ellas interrumpían al compás del murmurar de las olas que entonces más que nunca parecían apaciguadas o dormidas.

Algunas nubes ligeras y rosadas, flotando en ese cielo color de perla inimitable que el pincel no puede prestar a ningún horizonte, bogaban en la atmósfera, semejando rosas orientales sobre una alfombra de zafiro, donde las huríes dejan impresa la leve y fugitiva huella de su paso. De cuando en cuando rodeaban al sol majestuosas y brillantes, cambiando a cada paso sus colores como la doncella que muestra uno por uno sus encantos a su amante. El sol no desdeñaba aquellas caricias, el sol se dejaba envolver en aquellos flotantes ropajes que teñía con sus rayos de oro, privando a la tierra en aquellos breves y rápidos intervalos de felicidad de su clara luz refulgente. Pero las nubecillas pasaban y él volvía a aparecer más radiante y ellas más hermosas, reflejándose placenteras en aquellas aguas movibles que se complacían en retratarlas en su húmedo seno.

Todo aquello era hermoso, todo melancólico a pesar de que no se divisaba en aquel vasto paisaje ni árboles, ni arroyos, ni la más desdichada flor silvestre.

El musgo aterciopelado no se extendía a la sombra de los desmayados sauces, ni el alhelí ni la azucena prestaban aroma al viento de la mañana.

Los pájaros no entonaban ese canto de gracias que alzan al divisar la primera luz que viene a herir su penetrante mirada, ni el eco lejano del caramillo que resuena en medio de la espesura del bosque, ni el chirrido que forman las ásperas ruedas de los carros de labranza, ni el canto triste y lleno de poesía con que las voces claras y frescas de nuestras campesinas llenan el vacío y la soledad de las montañas se escuchaba en aquel estéril desierto.

Tan sólo el mar, majestuoso y medio dormido, suelta a los vientos su melena de espumas que la rizan, y los brazos extendidos lánguidamente sobre la playa, como león que se espereza o lame tranquilamente sus garras después de harto, es lo que presta vida a aquella desnuda y árida naturaleza.

La mirada puede alcanzar hasta una inmensidad sin límites, severa y uniforme, el cielo y el mar se confunden, en el lejano horizonte formando un solo cuerpo y en una sola línea, y el pensamiento se lanza allá donde no puede alcanzar la mirada y gira en un mundo que desconoce pero que adivina.

El sol se refleja de lleno en el fondo de aquel lago inmenso, único espejo de la tierra, capaz de contener su sombra y, prestando a aquel cuadro digno del Eterno el colorido de su gloria, aparecen juntos, en unidad grandiosa, cielos, sol y mar, ante cuyas imágenes queda paralizada la imaginación y prosternado el espíritu.

Por eso, ante aquellos gigantes del universo no se echan de menos las quebradas de las montañas que dibujan y recortan graciosamente los horizontes, ni los árboles y viñedos que en grupos desiguales forman caprichosos y aromáticos ramilletes de verdura, grutas misteriosas y sombras que ocultan flores de tallo airoso y desigual.

Eacute;sta es la poesía de las mujeres, variada y grata para los sentidos, llena de perfumes que deleitan, brillante en colores, desigual en la forma; ésta es la poesía de los espíritus ligeros, de las almas delicadas que no pueden vivir más que de aromas y de brisas suaves; ésta, en fin, es la atmósfera de las mariposas y de las flores, en donde se esparce el alma de los niños y cobra nuevo aliento el pecho cansado de los ancianos.

Mas la otra es la verdadera poesía de todo lo grande, de lo único que puede mostrar a los hombres esa figura grandiosa, aérea, eterna, a Dios, en fin, grande como todo lo creado, imperecedero como su esencia, poderoso como su voluntad, que levantó del caos confuso de los primeros días de la creación la tierra llena de celestes maravillas, el cielo, la inmensidad en que flotan como globos candentes los cien astros que tachonan el azul de una noche de primavera. La imaginación no se entretiene allí con infantiles pequeñeces, con acentos que murmuran y pasan; el colorido de aquellos cuadros tiene un reflejo de gloria, los tonos son severos, pero brillantes, su dibujo sin líneas se pierde en lo infinito.

Los rugidos del mar, la cólera de las olas es la única que puede estar en consonancia con los tormentos de un alma fuerte, con los sentimientos de un corazón generoso que se desespera de las mezquindades de la tierra; la brillantez del sol, la única que puede bastar a esas almas soberbias que todo lo encuentran pequeño y débil para deslumbrarlas; el cielo..., el más grande de los espacios, la carrera sin término, la eternidad del pensamiento humano, ése es el puerto de salvación con que sueñan los que padecen, la barrera que trata en vano de traspasar el incrédulo, la atmósfera, en fin, en donde moran todos los ídolos, todas las ilusiones del poeta.

Tal era el paisaje que rodeaba siempre a Teresa y su hija, que caminaban silenciosas en medio de la calma más profunda y la soledad más absoluta.

Oprimía indiferente la primera, con sus pies descalzos y morenos, las rosadas conchas del arenal, que cambiaban en tornasoles violados a la luz del sol, y embebida en sus propios pensamientos parecía no atender a ningún objeto exterior.

Su hija, por el contrario, saltaba ligera y alegre de peñasco en peñasco, y jugueteando con aquellas olas que amaba y que parecían respetarla cual si la reconocieran por una de sus hermanas, semejaba una vaporosa ondina próxima a lanzarse en las frías ondas del océano y desaparecer como una ilusión del pensamiento para no volver jamás.

Por fin ocultóse tras los inmensos peñascales que circundan la playa, y Teresa quedó sola, entregada a sus locos pensamientos.

Sentada sobre una pequeña eminencia desde la que se descubría toda la costa, con la mirada fija en el horizonte y la cabeza apoyada en una mano, parecía absorta en alguna de esas meditaciones dolorosas y vagas que son un consuelo para esos pobres corazones, poetas que la fatalidad condena al eterno aislamiento de unas horas sin término, faltas de emociones y de placeres, horas que aniquilan la vida y la marchitan cual si la rodeara una atmósfera devoradora.

Un alma ardiente, una imaginación inquieta y un talento inculto, son tres grandes fuerzas que combaten entre sí cruelmente cuando no hay un lenitivo que endulce la acritud que va siempre mezclada a la felicidad de sentir y de crear, pues a pesar de esto suele ser bastante amarga la existencia de los que poseen esas divinas cualidades que parece debían formar la felicidad del hombre. Ved por eso cómo los poetas se lamentan de ser las criaturas más desdichadas del universo, no siendo esto seguramente porque sus desgracias sean mayores que las de los demás, sino porque ellos las sienten con mayor fuerza y porque el llanto constituye uno de sus placeres. No envidieis, por tanto, su felicidad: él sube a la cumbre de la gloria después de navegar en un mar de lágrimas; muchas veces cuando toca la ribera de sus sueños, después de combatir cien tormentas de dolores, el laurel de sus triunfos se entrelaza al fúnebre ciprés para coronar su tumba.

Teresa era poeta, aunque sin saberlo, y por eso sentía siempre en el fondo de su alma una terrible lucha que la martirizaba aun en los instantes en que debía ser más dichosa.

Dentro de su corazón se encerraba toda esa riqueza de sensaciones que son el patrimonio de los desheredados, el patrimonio de los que nacen para soñar y ambicionar bellezas, cuyo solo deseo hace derramar lágrimas de placer, sin que nunca puedan gozar de ellas más que como un horizonte lejano que tanto más se separa de nosotros cuanto más nos aproximamos a él.

Eran sus únicos placeres soñar un día de felicidad que quizás no llegaría nunca, y derramar amargo llanto por una memoria que sólo era posible la conservara a fuerza de serle necesaria para sustentar sus delirios, porque Teresa, como hemos dicho ya, sólo podía vivir de emociones violentas que debían conmoverla hasta la exageración.

La tranquilidad era para ella la muerte.

Su imaginación vagaba eternamente por desconocidas regiones, de las cuales descendía fatigado su espíritu, el altanero y el loco.

Entonces, lanzando una mirada en torno suyo y encontrando sólo el inmenso vacío que la rodeaba, su dolor se convertía en locura y por eso iba a la playa a hablar con los vientos y con las olas, y a escuchar el eco de sus mismos lamentos en la soledad de la ribera.

Por eso cuando Esperanza se ocultó a su mirada y pudo convencerse de que nadie podía oírla, empezó a hablar en voz alta un lenguaje comprensible sólo para ella.

Su voz salía vibrante, su mirada despedía el brillo ardiente de la locura, sus labios pronunciaban convulsivos las palabras tembladoras, y su pecho anhelante podría apenas contener aquel torrente impetuoso de suspiros, de exclamaciones y de quejas que iban a turbar la soledad de aquellos retiros. Aquello era un delirio salvaje, una fertilidad prodigiosa de aquella imaginación virgen, que, como los bosques de América, era tal su savia y su vegetación que no permitía pasar más allá del borde de sus orillas.

Aquel espíritu fuerte y salvaje henchido de poesía, y loco de amor, aquel corazón inocente y lleno, sin embargo, de amargura, aquel genio indómito sin alas para volar al azulado firmamento, era una joya perdida en un ignorado rincón de la tierra, un tesoro desconocido que iba a perderse y morir por demasiada vida y por falta de luz y de espacio.

Corrió largo tiempo y como una verdadera poseída de un lado al otro de la playa, y después jadeante y casi sin aliento, arrodillóse a orillas del mar y posó su frente abrasada sobre la arena para que se estrellasen débilmente en ella las olas frescas que corrían hacia aquel punto.

Después besó la arena con profundo recogimiento y, sacudiendo su negra cabellera en la que brillaban como diamantes de un rico tocado las mil gotas de agua que esparcía en torno suyo, dijo con acento claro y penetrante:

-¡Yo debo morir porque también mi hijo ha muerto! Mi marido me ha abandonado y no soy ya en la tierra más que un frío despojo de quien nadie se acuerda... ¡Yo debo morir!... ¡Lorenzo cuidará de Esperanza!

Guardó silencio algunos instantes, sus ojos derramaron un torrente de lágrimas que rodaban rápidamente por sus pálidas mejillas y, después, dirigiendo en torno suyo una mirada de tristeza, exclamó con acento conmovido.

-¡Voy a darle el último beso! ¡Pobre Esperanza!

Y dirigiéndose hacia el sendero que desembocaba cercano al sitio donde debía hallarse su hija, se paró en medio del camino y lanzó un grito que resonó por toda la playa.

Después, bamboleándose, caería sin sentido sobre la dura peña de la playa, si un hombre que se acercaba con lento paso hacia ella no la recogiera en sus brazos.

Capítulo VII

La tormenta

Gocémonos, amado:

y vámonos a ver en tu hermosura

al monte o al collado

do mana el agua pura,

entremos más adentro en la espesura.


S. Juan de la Cruz



Esperanza, en tanto, se había alejado de su madre hasta una distancia inmensa, y, sola en un aislado paraje y rodeado de grandes peñascos, jugaba alegre y risueña con las olas que bañaban sus desnudos pies.

Sus vestidos estaban humedecidos por las nieblas de la mañana, y su semblante juvenil, radiante de belleza, semejaba en aquel momento un capullo rosado que abre sus hojas al primer rayo de sol.

Al verla allí en medio de aquella soledad, tan hermosa y tan inocente, tan llena de vida y de animación trepando por las pendientes resbaladizas de los blancos peñascales, con paso firme y ánimo valiente, para divisar con su mirada penetrante el buque que pasaba a larga distancia y que es para ella un objeto de infantil curiosidad como lo es la bandada de gaviotas que cruzan las olas como grandes copos de nieve que resbalaran a merced de la corriente: al verla aspirar con ansia loca el viento que rueda sobre la superficie de las aguas, cual si en él consistiera su vida, no podría menos de decirse:

-¡Ésta es la hija del mar, la esencia de sus bellezas, su más rico tesoro!...

El mar es su elemento, su felicidad, el sueño de sus sueños, y la ilusión que embellece las horas de su infancia.

Ella ama el mar, como otros han amado a las flores o el río que pasa silencioso bañando las hierbas de la pradera; pero su amor es tan grande como el amor que lo produce.

Juega con las verdes algas, admira la brillantez de las olas cuando el rayo de sol cae sobre ellas, y contempla serena cómo se arremolinan y se juntan, pareciendo escalar el cielo unidas a los plomizos nubarrones que descienden sobre ellas.

Su pecho se conmueve ante estos espectáculos grandiosos y parece participar de su cólera.

Pero dejad que se calme la tempestad, dejad que ese mar irritado se convierta en un lago tranquilo y que se serene el cielo como lo está en este día, y la veréis arrodillada sobre la arena, las manos cruzadas y los ojos medio cerrados, en un éxtasis dulce como su alma. Entonces ora en el mundo el lenguaje de la admiración y del sentimiento que absorbe sus facultades de niña y contempla el objeto de su adoración con todo el amor de su alma.

¿Quién sería capaz de adivinar entonces los pensamientos de aquella alma sencilla? Sueños..., sueños informes, creaciones y delirios, pero delirios inocentes y llenos de pureza, ángeles o espíritus impalpables que, revoloteando en redor de su frente, se muestran a sus ojos llenos de luz y de armonía.

Las creaciones de Esperanza eran de una belleza extraña, como su aparición, como su hermosura, como su descendencia.

Con la agilidad de una corza juguetona había dejado sus juegos para trepar a la más elevada cumbre y ver desde allí un vapor que se divisaba en lontananza dejando en pos de sí espesas columnas de humo que en graciosa espiral se dilataban en el aire.

Parecía marchar a toda máquina y, hendiendo las olas con la rapidez del rayo, formaba en torno un remolino de espumas que saltaban a borbotones, cual si la fuerza y el impulso violento de sus ruedas hiciera hervir de cólera aquellas aguas agitadas pero frías.

Esperanza le contemplaba con esa alegría infantil que, si bien es ligera y momentánea, conmueve de tal modo el alma de los niños que nos hace la envidiemos los que desgraciadamente hemos pasado ya de esa edad de oro en que no hay más que alegrías interrumpidas a veces por fugaces lágrimas, que se secan al tiempo de caer sin dejar la más débil huella de su paso.

No sabemos el tiempo que hubiera permanecido embebida en aquel placer inocente si una voz sonora y melancólica, hiriendo de pronto su oído, no la estremeciera profundamente haciéndole volver la cabeza con más interés del que la hubiéramos creído capaz en tales ocasiones.

Aquella voz era la de Fausto.

Distraído y entonando con acento triste un aire del país, que por sí solo encerraba ya toda esa monótona melancolía propia de los cantos populares del Norte, se acercaba a la playa el joven marinero.

Su semblante hermoso y triste, y su aire desdeñoso al mismo tiempo que afligido, le daban el aspecto de alguno de esos dioses mitológicos que convertidos en pastores buscaban su ninfa sonriente de hermosura por las orillas solitarias de los mares o los bosques sombríos de la Tracia.

-¡Fausto! -exclamó Esperanza, descendiendo rápidamente de la peña y con un acento que demostraba la extrañeza y alegría que experimentaba su corazón por tan agradable sorpresa-. ¿No tienes hoy trabajo? ¡Cuánto me alegraría!...

Y al decir esto, acercóse Fausto y acarició entre las suyas una de las manos que aquél le abandonaba trémulo de emoción por hallar a Esperanza en aquel inculto paraje a donde se había dirigido sin objeto y el cual creía abandonado de todo ser viviente.

Su corazón latía con violencia, sus ojos la miraban turbados por un vapor sutil que los envolvía y su lengua tartamudeó apenas:

-¿Cómo estás aquí?

-He venido con mi madre -replicó Esperanza.

-¡Tu madre...! ¿Y dónde está? -preguntó de nuevo el marinerillo.

Esperanza entonces se sorprendió de hallarse sola, miró a su alrededor, dio un grito de sorpresa y, al ver la soledad que la rodeaba, exclamó:

-¡Me he perdido!...

Y al decir esto cruzaba sus hermosas manos con un sentimiento infantil tan cándido y tan graciosamente expresado que Fausto la miraba embebecido, sintiendo al propio tiempo que se trastornaba su cabeza y que temblaba todo su cuerpo.

-Pero tú sabrás el camino -añadió la confiada niña-, tú me guiarás...

-Sí, Esperanza, yo sé el camino.

-¡Ah! Pues entonces podemos correr, y jugar, y coger conchas hasta mediodía..., ¿no es verdad? -preguntó Esperanza.

Fausto se contentó con hacer un ligero y afirmativo movimiento con la cabeza, quedando en la más completa inmovilidad.

Empezaban a mortificarlo de nuevo y con más fuerza que nunca aquellos vagos fantasmas entre los cuales se dibujaba siempre la esbelta y blanca figura de Esperanza.

El cómo podía tomar parte en sueños tan extraños, no acertaba a comprenderlo, pero sentía cada vez más aquel horrible tormento que aumentaba el malestar de su alma, sentía congojas inexplicables y deseos de huir de ella y de acercarse al mismo tiempo hasta tocar sus cabellos de oro, cuyo frío contacto le estremecía. ¡Pobre imaginación de niño, volcánica y ardiente, y que como fugaz chispa de fuego brilla y muere al propio tiempo! ¡Pobre cabeza loca! ¡Pobre pájaro de colores brillantes encerrado en grosera jaula, sin fuerzas para romper sus cadenas, sin ánimo para llorar sus pesares!...

Eacute;l ignora que hay cautiverios que duran hasta el sepulcro y seres que no pudiendo resistirlos se marchitan en flor como rosas que la nieve ha cubierto por largos días.

Esperanza, en tanto, miraba con la más curiosa extrañeza acercarse el vapor que parecía dirigir su rumbo hacia Mugía y que con una multitud de banderas de cien colores desplegadas al viento fresco que soplaba sobre las olas, saludaba alegremente aquel desierto destierro.

-¡Mira! -exclamó llena de alegría, señalando con la mano el hermoso buque que se acercaba cada vez más-. Ese vapor va a pasar cerca de nosotros; ven, Fausto, ven y subamos al Peñón de la Cruz, desde allí le podemos ver muy bien, no sólo las banderas, sino cuanto pasa sobre cubierta..., ¡Ven... ven! -y le hacía correr en pos de ella por más que Fausto procurase resistirse, aunque débilmente, pues su voluntad en aquellos instantes estaba muerta.

-¿Subir a la Peña de la Cruz? -le decía al mismo tiempo-. ¿Tú estás loca? ¿No ves que su altura es inmensa -añadió-, y su pendiente tan rápida y resbaladiza que nos despeñaríamos sin remedio si intentáramos subir?

-Vaya una gracia -replicó la atrevida-, ¿quieres que tenga miedo ahora, después que he subido sola, hasta lo más alto, más de cien veces? Ven y verás que fácil es subir... si tú no puedes, yo te ayudo y todo está concluido.

Diciendo esto llegaron por fin al sitio donde se asienta el Peñón de la Cruz, gigantesco y sombrío como un castillo de la edad media que flanqueasen cien aguas verdosas que brillaban ahora argentadas a los primeros rayos de un sol tibio que parecía traer prendidas en las orlas de su manto alguna de aquellas sombras que acababa de ahuyentar con su fulgor brillante.

Aquel peñón negro y desnudo se levanta hasta las nubes, ostentando en su cima una cruz de piedra cubierta con la amarillenta corteza que el tiempo presta a las rudas masas de granito. Dibújase en el horizonte como un gigante esqueleto de brazos descarnados que espera en vano retener en ellos el viento y la lluvia que le azotan, burlándose de su soledad.

Su forma, como ya hemos dicho, es la de una de esas antiguas fortalezas abandonadas, de aspecto desolado y triste, dentro de cuyas arruinadas paredes creen escuchar los campesinos el grito de algún ánima en pena y los infernales chirridos de los trasgos y duendes que se ocultan bajo el derruido techo de los desiertos, anchos y abandonados salones.

El largo agujero que se ve cerca de su cima semeja aquella ojiva ventana, sucia y desmantelada, de unas ilustres ruinas en donde el viento gime y se ven pasar las nubes como pájaros que llevan su vuelo a otros climas más risueños y floridos que aquellos sobre cuyo árido suelo pasaban rápida y momentáneamente.

Es, en fin, el Peñón de la Cruz, gigante que resiste las tormentas, que se burla del rayo que le hiere sin destruirle, que escala las nubes desafiando al cielo.

Fausto le contempló un momento lleno de espanto, y volviéndose hacia Esperanza le preguntó con aire incrédulo:

-¿Es posible que hayas subido hasta la cima?

-Sí -respondió aquélla con aire infantil-, he subido, y la última tarde de tormenta he llegado hasta la Cruz. Allí no llegaban las olas y las veía, sin embargo, agitarse y bullir bajo mis pies con un rumor que llenaba la playa ensordeciéndome..., tú no sabes cuán hermosas estaban; parecían querer alzarse hasta mí y llevarme en sus brazos hasta el fondo de sus abismos..., pero mi casa es alta y no llegaron -añadió sonriéndose-; después que se apaciguaron, si vieras cuán cansadas parecían..., pero subamos, tú me comprenderás mejor cuando veas todo desde allí; mar hirviente, cielo airado, tierra triste y como oprimida bajo el peso de la tormenta.

¡Subir! -murmuró Fausto como asombrado de tanta audacia-. ¿Y por dónde?

-Yo te lo diré -contestó aquella loca de hermosos ojos y de sonrisa de ángel.

Y subió la primera, y dando la mano a Fausto, le guiaba por las resbaladizas rocas como pudiera hacerlo el más práctico guerrero al escalar las murallas de la ciudad sitiada.

Pero las manos de Fausto, ensangrentadas y cubiertas de heridas, demostraban que era para él más difícil y violenta aquella loca excursión que para su ágil compañera, en quien no se notaba ni fatiga ni molestia alguna. Cogido de la mano de su intrépida guía, jadeante y trepando trabajosamente por las hendiduras y quebradas del enorme peñasco, parecía el náufrago empeñado en acercarse a la orilla, y Esperanza la maga salvadora, la sílfide misteriosa que con la alegría retratada en el semblante le conduce a sus ignorados retiros para regalarle en ellos la felicidad y el amor de su alma.

Por fin treparon hasta la cumbre, e introduciéndose por el ancho agujero que hemos descrito ya, se encontraron en una especie de gruta natural en la que la luz penetraba de lleno, iluminándola enteramente. Sus paredes verdosas estaban tapizadas en su mayor parte por un aterciopelado musgo que formaba como un blando y muelle asiento que nadie creería hallar allí. Su aspecto, sin embargo, era salvaje y sombrío, y sólo viéndole enteramente iluminado por la luz del sol cual ahora lo estaba, sin que quedase oculto el más pequeño resquicio, podría creérsele morada de algún ser infernal.

Fausto apartó con horror la vista de aquella triste habitación en donde sólo las aves de rapiña podían hacer su nido, pero al volver la cabeza, al sorprender el majestuoso panorama que desde allí se descubría, lanzó una mirada en torno suyo y quedóse mudo de admiración, olvidándose ya de los tormentos y fatigas que le había costado llegar hasta aquel lugar solitario.

Las ligeras y rosadas nubes que embellecían el cielo al amanecer de aquel día se multiplicaron, y tan cerca pasaron de Fausto que hubo momentos en que éste creyó ser envuelto por los nublados vapores. Tornáronse ya, de blancas y leves, en oscuras, gruesas y plomizas, y pasaban lentamente y se juntaban formando gigantescos ejércitos que cubrían la luz del sol con su denso e impenetrable manto. El horizonte se había oscurecido a su vez apareciendo, sin embargo, en el cielo algunos claros de un azul intenso y hermoso, y todo presentaba un conjunto de luz y de sombras, de nubes y de azul que turbaba las miradas y llenaba de variados tonos el gran cuadro sublime y sombrío que anunciaba cercana la tempestad.

Fausto, entonces, aunque novel marino, lo comprendió bien pronto y jamás le parecieron tan espantosas y formidables esas masas de vapores que encierran en sus ámbitos el rayo que hiere y mata, produciendo ese aterrador ruido que hace estremecer las cavernas y los valles, cuyo eco debe parecerse al soplo de las iras de Dios.

La mar seguía tranquila y el vapor elegante y ligero hendía las aguas con una rapidez inconcebible.

Las banderas con que venía engalanado parecían, a los ojos de aquellos dos locos, blancas palomas sujetas por cintas de color azul, y los marineros que corrían de una parte a otra, con sus camisetas de rojo vivo y sus sombreros de paja con cintas azules, seres desconocidos y cubiertos de flores que se mezclaban en la revuelta danza, incomprensible como nunca la habían visto sus ojos ni ideado en su imaginación.

Los pobres niños se entregaron a las más locas conjeturas; su conversación parecería harto inocente a nuestros lectores, pero tal como la escucharon aquellas solitarias paredes era una conversación de extraños y confusos pensamientos, demasiado atrevidos para una niña endeble, demasiado amorosos para el joven marinero.

¿Qué más diremos?

Cuando Fausto concluyó de hablar, cuando después de haber dicho a Esperanza que quisiera tener muchos buques para llevarla consigo, ésta quedó confusa y pensativa, miró a su compañero y casi se sonrojó después de haber comprendido los pensamientos de su compañero.

El vapor, en tanto, se hallaba próximo a ocultarse a sus ojos, el cielo se hallaba ya cubierto de nubes y la mar empezaba a rizarse formando blancos copos de espuma que allí, y en el dialecto del país, llaman obelliñas blancas.

En efecto, semeja el mar en tales ocasiones un campo inmenso y movible en el cual pacen las blancas ovejas de que habla aquel nombre, aunque pudiera muy bien comparársele a un terreno quebradizo y escarpado cubierto en toda su extensión de pálidas y medio deshojadas rosas que el viento lleva aquí y allí, juguete de sus caprichos.

Las aves marinas revoloteaban rastreras rozando con sus alas las olas amenazantes, y los agudos flancos de la peña empezaban a conmoverse bajo el pesado azote de aquellas masas de agua que se estrellaban contra ellos, lanzando al propio tiempo un sordo bramido que parecía salir de los profundos senos de la mar.

Fausto y Esperanza parecían no notar todavía tan alarmantes señales y retirados en lo más oculto de aquella misteriosa morada, atentos solamente a sus pensamientos, escuchando el primero a su joven compañera, no veían acercarse a todo paso la tempestad. Esperanza sostenía una larga y caprichosa conversación: jerga incomprensible que, escapándose de sus labios sonrientes con toda la impetuosidad que le prestaba su imaginación, llevaba pendiente de cada sílaba, de cada palabra, el corazón del marinerillo que, olvidado de todo cuanto le rodeaba, sólo se complacía en contemplarla con muda adoración.

Aquella niña, hermosa como un ensueño y loquilla como un devaneo de amorosa esperanza, murmuraba al oído del pobre Fausto aquella entusiasta conversación, haciéndole sentir su húmedo aliento sobre las mejillas.

Mil ilusiones fantásticas, mil sueños hechiceros que formándose en su imaginación salían luego a sus labios todos vestidos de encanto sin perder un solo átomo de su pureza ni un solo reflejo de su hermosura, porque todo cuanto decía aquella boca de suavísimo aliento encerraba en sí el aroma de la inocencia y la frescura celestial de las vírgenes.

Hablábale ella de lejanos países, de excursiones marítimas en que cruzando un mar de olas doradas iban, fantástica pareja, allá lejos, muy lejos, sin cansarse jamás, sin hallar término a tan vagamundo viaje, hasta descubrir parajes ocultos a los ojos de los demás hombres.

¿Quién es el que no ha acariciado una vez en su vida esas infantiles quimeras en que se engolfa el inocente pensamiento como en un mar de delicias?

Vosotros, los que hayáis soñado desde la infancia, los que os hayáis detenido en medio de vuestros juegos, sin conocer el misterioso impulso que os movía a ello, a contemplar el tibio rayo de sol que penetraba tímidamente por entre las ramas del almendro de vuestro huerto, cayendo después sobre el lago que le reflejaba; vosotros los que hayáis seguido con los ojos llenos de lágrimas la hermosa nube que a la hora del crepúsculo se esconde entre vapores, como la virgen ruborosa entre los pliegues de su blanco ropaje, comprenderéis mejor que nadie los informes pensamientos de la niña que sueña.

Fausto se exaltaba al escucharla y los latidos de su corazón, suspensos a la menor palabra de Esperanza, le sumergían en una agitación sin término, en una agitación que aumentándose progresivamente iba a estallar en una crisis violenta, temible para su alma, como la tempestad para el que navega en un mar de escollos.

-¡Ah! -le dijo exhalando un suspiro tembloroso como la hoja del árbol agitado por el viento, después de haberla escuchado con silenciosa religiosidad-, tú eres buena, Esperanza, tú eres la niña más hermosa que existe en la tierra..., mi padre así lo dice siempre y yo creo que tiene razón... Si fuera dueño de ese vapor que acaba de pasar, yo te haría su reina y en él daríamos la vuelta a esos mundos de que me has hablado y que según dicen son más grandes que el cielo que estamos viendo, ¿no es cierto?

Una ráfaga de viento terrible, espantosa, silbó en los oídos de Fausto y arrebató sus palabras, dejándole aturdido y tembloroso.

Esperanza escuchó con atención algunos instantes y, acercándose después a la boca de la gruta, dirigió su mirada investigadora hacia el mar que rugía sordamente en tanto las encrespadas olas parecían querer escalar el solitario y negruzco Peñón de la Cruz.

-¡Dios mío! -exclamó Fausto al ver a Esperanza que inclinada sobre el abismo parecía próxima a ser arrastrada por la fatal atracción de las aguas-. ¡Apártate! ¡Tú no sabes el peligro que hay en todo esto..., ven! ¡Alejémonos si hay tiempo todavía!...

-No temas -respondió la niña con entusiasmo-, las olas se agitan soberbias sin que puedan alcanzarnos por más que bramen y se estrellen contra nuestro castillo.

-¡Y ese cielo tan tenebroso! ¡Ese hervir del agua, ese viento que rompe las olas como débiles juncos!... Yo creo que vamos a perecer aquí..., y yo no quiero que tú perezcas... ¡La tempestad nos amenaza! ¡La estamos tocando! ¡Una tempestad horrible!...

Al decir esto, cual si aquellas fueran las palabras mágicas que evocaran la tormenta, desencadenóse ésta en toda su fuerza cual suele hacerlo en aquel peligroso y aislado cabo; las nubes encapotaron el cielo, la luz del día oscurecióse hasta semejar el dudoso fulgor del crepúsculo, y en medio de aquella oscuridad brillaba a cada instante la roja y vívida luz del relámpago: Esperanza pudo ver en aquellos momentos de infernal claridad el pálido rostro de su compañero presa en tales instantes del más pánico terror.

La escena que se presentaba a sus ojos era en efecto terrible.

El rayo estallaba sobre sus cabezas, la lluvia caía a torrentes y los vientos desencadenados y furiosos, silbando en redor del peñasco, formaban tan discordante estrépito que, envuelto en su perpetuo zumbido, aquellos pobres niños creyéronse rodeados de todas las furias infernales que, en diabólica algazara, entonaban cantos de muerte y desolación.

Esperanza, no obstante, desplegaba un valor heroico y sólo cuando se presentó de lleno a su imaginación el peligro en que había puesto la vida de su compañero fue cuando el miedo tuvo entrada en su corazón.

La niña, entonces, dejando de serlo por uno de esos sentimientos inexplicables que se revelan de pronto dentro de nosotros mismos; dejando de serlo, repito, para reflexionar como mujer por algunos instantes, se acurrucó en lo más oculto de aquel salvador asilo, y arrastrando a Fausto en pos de sí, cogió la cabeza de éste con sus hermosas manos, la apoyó sobre sus rodillas y cubriéndole para que la luz del relámpago no le asustara empezó a pedirle perdón con la voz más dulce, con las palabras más cariñosas, con las caricias más santas, tratando de sofocar con tantas locuras el eterno y aterrador zumbido de la tormenta.

Pero todo era inútil, Fausto no sentía bramar otra tormenta que la de su corazón.

Largo tiempo permanecieron de aquel modo hasta que disipada por completo la tempestad, Esperanza levantó la cabeza y dijo con su voz armoniosa como el céfiro que suspende su vuelo en los naranjos en flor, como el ruido de una fuente en lo más oculto de la montaña:

-¿Ves cómo todo ha pasado sin hacernos daño?

Y al mismo tiempo le mostraba el mar, más hermoso y tranquilo que antes de aquella explosión instantánea cual si, desahogado de su cólera, quisiera reposar de tanta fatiga. Era el valiente guerrero que después de la victoria descansaba en el lecho de hojas de que habla Byron, mientras el fuego del vivac iluminaba el atezado rostro en donde vagaba la sonrisa del triunfo.

El cielo bañado de un azul purísimo parecía empañado voluptuosamente por el húmedo aliento de las nubes que habían traído la tempestad, y la atmósfera limpia y clara exhalaba un perfume lleno de frescura que hacía revivir el cuerpo amortiguado momentos antes bajo el peso de la tormenta.

Pero Fausto, después de arrojar una mirada indiferente en torno suyo, volvióse para contemplar a Esperanza, valiente, hermosa y compasiva, a Esperanza, que se había olvidado de sí misma para cobijar en su regazo como podía hacerlo una madre la cabeza de aquel niño que había tenido miedo a pesar de sus quince años.

-¡Miedo yo! -se decía a sí mismo-. ¡Y ella tan valiente! Miedo cuando debía animarla a ella más niña que yo y menos acostumbrada a las tormentas... ¡Oh, no me lo perdonaré nunca!

Y al propio tiempo que se sentía avergonzado, se sentía loco, delirante por aquella criatura que sin saberlo acababa de mostrar a sus ojos un encanto más, y lanzado sobre él la chispa ardiente que debía hacer inflamarse el fuego oculto que ardía en su corazón.

Sentía hacia aquella criatura que no le parecía de este mundo no ya la amistad de otros días, sino una atracción irresistible, una adoración, un sentimiento que no cabiendo en su alma estaba próximo a desbordarse por todas partes. Sentía en aquellos momentos, para él de locura aunque nada había de criminal en sus pensamientos porque ignoraba el mal todavía, que no le bastaba verla, que su corazón necesitaba más que acariciarla con sus miradas y por eso, cediendo al instinto que le arrastraba, selló con beso ardiente los castos labios de aquella flor aromática y la estrechó convulso contra su corazón sin que ella hiciese el menor movimiento para rechazarle.

Era aquella la primera caricia de amor, el primer beso empañado por el vapor de un sentimiento que cubriéndole bajo sus misteriosas alas había mezclado sus alientos y confundido sus almas.

Tal era aquella primera caricia cubierta bajo el manto de la inocencia, aquella caricia provocada por el deseo que yace oculto en el estrecho corazón de los dos niños que, con los ojos vendados desde la cuna, no habían podido ver ni el principio del mal ni los cenagosos escalones por donde el hombre llega hasta él.

No obstante, al contacto de aquella caricia sus semblantes se cubrieron de rubor, y Fausto, poniendo la mano sobre su corazón como si sintiera la primera punzada del remordimiento, dijo apartándose de Esperanza, que bajaba los ojos:

-Yo no sé que te hice..., yo no comprendo lo que tú me haces, pero siento en mí una cosa extraña... hace mucho tiempo que la siento... ¡y tú eres quien la provoca!...

Y como aquel que desfallece de cansancio, sentóse al decir esto.

-¡Tienes razón, Fausto! -repuso Esperanza con aire de tristeza-. ¡Yo te hago sufrir mucho! Hoy te hice venir hasta aquí..., pero créeme, pensé que no tendrías miedo porque yo tampoco lo tenía..., pero te prometo que no volveremos más..., perdóname, Fausto... ¡Perdóname! ¡Yo me arrepiento de lo que hice!...

Y cayendo de rodillas delante de él, le tenía cogidas las manos y las bañaba con su llanto, blando y suave rocío que no bastaba a refrescar el ardiente corazón de Fausto. Éste cayó a su vez de rodillas delante de Esperanza, cayó trémulo, fatigado... Sus ojos negros tenían una expresión lastimera y febril, y sus labios, entreabiertos y secos como las hojas de una rosa marchita, podían apenas murmurar locas palabras que él mismo no comprendía.

-¡De rodillas no..., de rodillas no! -pudo decir al fin-. ¡Oh, tú que eres tan hermosa y tan buena! ¡Álzate!

Y quiso ayudarla a levantarse.

Pero, ráfaga violenta que todo lo arrastra en pos suyo, Fausto volvió a estrecharla instintivamente contra su corazón con tal fuerza que Esperanza dio un grito y exclamó como asustada:

-¡Déjame! ¡Déjame!

Lastimosos y desgarradores suspiros salieron del pecho del joven marinero y un torrente de lágrimas inundó sus ojos.

-¡Esperanza, amiga mía! -le decía-, yo no sé qué me haces, yo no sé lo que quiero; pero creo que voy a morir.

Y volvió a caer desfallecido.

Esperanza quedó entonces sumida en una contemplación que tenía algo de anonadamiento.

Cuando despertaron de aquel letargo incomprensible entonces a su inteligencia, no murmuraron una sola palabra y bajaron de la peña silenciosos y tristes cual nunca lo habían estado.

Sin embargo, cuando llegaron a la playa sus brazos se enlazaron cariñosamente, y juntos así, cual si una nueva afección, un más grande cariño los ligara, se dirigieron al lugar en donde Esperanza había dejado a su madre presa de sus ardientes pensamientos, hermosa visionaria cuya imaginación de fuego prestaba a sus vagos delirios lo vivo de su palabra, la dulce tristeza de sus pesares.

¡Caminaron unidos!... En aquellos corazones se había formado ya un lazo indisoluble, eterno... ¡aquellas dos almas ya no podrían separarse jamás!

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