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A la vuelta de una centuria: el romanticismo de Valera en Morsamor

Enrique Miralles García


Universidad de Barcelona



Es harto más que significativo, aunque quizá no podría resultar de otra manera, el hecho de que Valera expusiera su primer esbozo de estética literaria en un artículo que tiene como punto de mira el movimiento romántico. Me refiero al temprano estudio que lleva por título «Del romanticismo en España y de Espronceda», publicado en la Revista Española de Ambos Mundos el año 1854, y en el que el crítico considera dicho movimiento «como cosa pasada y perteneciente a la Historia»1. A la vista de tal afirmación, lo lógico sería pensar que el escritor andaluz no habría de fundar su programa literario sobre un legado ya decadente, sino que prescindiendo de él, buscaría orientaciones nuevas para su horizonte literario. Con estos supuestos habría de entenderse, en consecuencia, que consideraría faltas de validez todas las características que, a su juicio, había reunido el romanticismo, a saber, según se desprende del artículo: el exotismo, o como dice el propio don Juan, el interés por aquellas cosas remotas, en el tiempo y en el espacio, que prestan un especial colorido a las creaciones; el cultivo de la imaginación como fuerza inspiradora, en lugar de la imitación de la Naturaleza, según había practicado el clasicismo; la búsqueda de un ideal de perfección estética; la proyección autobiográfica del poeta en su obra; la idealización de los seres marginados de la sociedad, en tanto portadores del bien de la libertad, y, por último, la consagración de un lenguaje, cuyo exceso de retórica trivializa la autenticidad de los sentimientos.

Cincuenta años después, en las postrimerías de su vida literaria y justo al comienzo del presente siglo, volvió el autor de Pepita Jiménez, esta vez con más amplios conocimientos, a hacer una detenida valoración de las letras románticas en su trabajo La poesía heroica y épica en la España del siglo XIX, publicado por entregas durante los meses de enero a septiembre de 19012. Al margen de las noticias bio-bibliográficas que en él reseña sobre cuantos formaron parte de este capítulo de la historia literaria, el escrito no altera prácticamente la primera visión juvenil, como era de prever en quien se distinguió por mantenerse siempre constante en todas sus apreciaciones. Los rasgos que ahora destaca como más distintivos de aquel período son el de la sensibilidad enfermiza y exagerado subjetivismo del escritor romántico, alimentada por su pesimismo; el entusiasmo por las mitologías nórdica y oriental, sustitutivas de la pagana de la antigüedad clásica; la preferencia hacia determinados géneros, como la poesía narrativa y leyendas en verso; el encendido patriotismo de signo liberal que impulsó a los escritores a resucitar la grandeza de otros tiempos, y, por último, las pretensiones didácticas de su arte, igual o superiores incluso a las de orden estético.

De este breve resumen se puede colegir que Valera, muy academicistamente, no quiso o no pudo apartarse de los tópicos al uso, consagrados al cabo de tantos años por los críticos y que, desde esta perspectiva, poca luz podemos arrojar a un mejor conocimiento de su propia obra creadora. Sin embargo, si atendemos a otra vertiente, no la del historiador, sino la del teórico del arte, veremos que su doctrina se configura en el mismo enclave del Romanticismo, siendo fruto de las reflexiones que les suscitan sus supuestos.

Ya en su primer artículo, al filo del medio siglo, nos ofrece un proyecto por el que apostará el resto de su vida, contra viento y marea, frente a los cambios profundos que se sucederán en el panorama literario, con el realismo y el naturalismo; un proyecto, además, que discurrirá por ese cauce aún poco explorado hoy que enlaza el romanticismo de principios de siglo con el modernismo finisecular. En este fiel de la balanza cronológica es donde creo debemos situar a Valera, en tanto escritor que supo hacer valedero para su credo artístico un calado romántico (no el superficial, acuñado por una cómoda historiografía), a la vez que acertó a anticiparse a un futuro, que al cabo, le daría buena parte de razón frente a quienes le tacharon de desfasado y anacrónico.

Los principios literarios que don Juan enunció en aquellos comienzos de su labor crítica y que desde entonces sustentó en numerosos ensayos, se reducen a una concepción idealista del arte, en la que la imaginación es considerada como la facultad creadora por excelencia; por medio de ella, el artista, en su caso el escritor, se muestra capaz de adentrarse en los dominios a donde no llega el empirismo científico, unos dominios presididos por la belleza y el amor, que son categorías no explicables por la razón3. Como se puede ver, este postulado irracionalista, de raíces hegelianas que se remontan a Kant, es un concepto clave del romanticismo más innovador con respecto al sistema estético heredado de la Ilustración; en el caso del autor de Pepita Jiménez, se argumenta a través de la oposición de ciencia y arte, materias ya divorciadas entre sí y que se rigen por medios distintos.

«La ciencia -nos dice en el citado trabajo- posee una pasmosa energía antipoética, y donde no llega para afamar, llega para negar. Con todo, el poeta, que en el terreno propio de la ciencia se expone a perderse, tiene facultad y poder de pasar más allá, a campos aún no explorados y apenas descubiertos. Por allí podrá pasearse, como don Pedro de Portugal por las siete partes del mundo; conversar con seres nuevos y nunca vistos ni oídos, que se le aparezcan y nazcan de repente por natural virtud de la tierra o del aire, como los duendes del padre Fuente de la Peña; y estudiar las ciencias ocultas con sabios y mágicos más prodigiosos que los de Faraón y que el famosísimo Escotillo»4.



Obsérvese que en esta propuesta, lanzada a propósito de sus valoraciones sobre El diablo mundo de Espronceda, ya se encierran en germen varios ingredientes de Morsamor, con un protagonista que cobra vida por virtud de unos poderes mágicos, emprende unas aventuras hasta el lejano imperio de Catay, se enamora de una misteriosa doncella que resulta ser reencarnación de una mujer dada a la brujería, trata de temas ocultistas con un ser extranatural, el señor de Sankaracharia, y regresa, circunnavegando el planeta, a su punto de partida. Es decir, Valera terminará apropiándose de un aliento inspirador parecido al de nuestro poeta romántico, salvo en el importante detalle que se cuida bien de subrayar: «Pero todo esto ha de decirlo por chiste, y el poema romántico no es chistoso, ni quiere serlo, sino en las digresiones»5.

Entre su ensayo y Morsamor ha discurrido casi media centuria, sin que todo este tiempo haya supuesto un cambio de orientación en la trayectoria del escritor; más aún, parece como si en el último tramo de su carrera literaria, Valera hubiera querido dar acabado cumplimiento a unas aspiraciones latentes desde sus años juveniles, libre con la edad de otros reclamos, elaborando a su completo antojo una obra, que a pesar de su difícil redacción (tres años, a base de interrupciones tardó en componerla), le procuraba, sin embargo, un grato consuelo personal. Es una hipótesis que vienen a corroborarla los restantes escritos suyos de las mismas fechas que tantos puntos de contacto mantienen con esta última novela. Pienso, concretamente, en La buena fama y su reelaboración en La muñequita, de 1894, Los cordobeses en Creta, de 1897, y, sobre todo, en ese precioso e interesantísimo relato que es Garuda o la cigüeña blanca, de 1898.

En definitivas cuentas, así como el naturalismo galdosiano surge de las mismas entrañas de un idealismo romántico enfrentado a un realismo positivista, según he procurado demostrar en otro lugar6, la obra narrativa de Valera, y en especial, Morsamor, la expresión más acabada de su poética, nace también del seno de un legado romántico, el original de procedencia germánica, bajo el signo de otra escisión, en este caso, entre los logros irreversibles del clasicismo y las aspiraciones más valederas, en su opinión, de un arte moderno. El progreso había abierto un abismo infranqueable entre ciencia y literatura, imposible ya de salvar, un supuesto que nuestro escritor no se cansará de repetir en términos semejantes a cuando enuncia que la «pretensión de escribir un vasto poema humanitario (comparable a La Iliada o La Divina Comedia) la han tenido muchos en nuestro siglo; y así en España como en el extranjero, la han tenido en vano»7. Y cita como ejemplos más señalados de este objetivo inalcanzable el Fausto de Goethe y el poema esproncediano, justo dos obras que reelaboran el mito adánico, de la juventud remozada por artes sobrenaturales (el mismo punto de partida de Morsamor, con un personaje, el de fray Miguel de Zuheros, que también rejuvenece para dar satisfacción a sus máximos deseos), y el intento lúdico del novelista, a sabiendas de su fracaso, por atesorar en su ficción un vasto saber de conocimientos que sobrecargan la narración de un lastre erudito, desde las reflexiones teosóficas hasta las numerosas referencias históricas y literarias, diseminadas caprichosa y a menudo burlonamente por toda la obra. A cambio, la fabulación muestra su gran poder inventivo a través de la exploración de un mundo lejano y misterioso.

Se ambienta la trama de la novela en 1521, durante la época del apogeo imperial. Ajeno a las conquistas y descubrimientos que los dos reinos peninsulares están llevando a cabo, vive en el humilde retiro de un convento un fraile, ya en edad avanzada, llamado Miguel de Zuheros, a quien corroe la amargura de haber llevado una existencia anodina. Un anciano del monasterio, con fama de sabio y aficionado a las ciencias ocultas, le propone devolverle a la juventud, gracias a sus poderes mágicos, y así curarle de sus frustraciones. Fray Miguel acepta y, tras sufrir un misterioso experimento, se despierta en la villa portuguesa de Cintra, transformado en un apuesto galán que tiene por nombre Morsamor, en cuya compañía va otro fraile del convento llamado Tiburcio de Simahonda, apellido de resonancias mefistofélicas. Después de unos lances amorosos, ambos emprenden una aventura marítima que les lleva al extremo oriente, hasta Goa, donde Morsamor tiene sobradas ocasiones para demostrar su arrojo contra toda clase de enemigos. Luego remonta hacia la India; allí conoce a la bella Urbasi, de la que se enamora, pero ella muere al poco trágicamente; visita el país de los mahatmas, donde se inicia en el esoterismo y, finalmente, torna a Lisboa por ruta opuesta a la que llevó a cabo Magallanes en su vuelta al mundo. A punto de arribar a puerto, se deshace el embrujo y torna a encontrarse en el convento en su primitivo estado natural, apenas disponiendo de tiempo para recapacitar sobre las experiencias que acaba de vivir.

Dentro de este marco argumental se contraponen recurrentemente dos ambientes: uno de carácter renacentista, de factura clásica, y otro medieval; cada cual con sus respectivos componentes de hedonismo, refinamiento intelectual, alusiones mitológicas, etc., en el primer caso, frente a los móviles religiosos y austeros que caracterizan el segundo, con un héroe presto a arrostrar cualquier clase de peligros y privaciones en aras de unas conquistas espirituales. Estos dos mundos quedan reflejados tanto en personajes como en episodios. Por ejemplo, el renacentista, con sus reminiscencias clásicas, se encarna en donna Olímpia de Belfiore y las peripecias a que dan lugar sus relaciones eróticas con Morsamor (valga, a título de muestra, el divertido episodio de su encuentro nocturno en la quinta lisboetana (II, 8-9), que parece extraído de los relatos desenfadados de la literatura calificada de cortesana de nuestro Siglo de Oro), o bien en las descripciones de la corte manuelina y en la embajada portuguesa ante León X, el Papa protector de las Artes del Renacimiento (I, 9). El mundo agónico, medieval, impregnado de misterio, aparece de manifiesto, por ejemplo, en el espacio conventual que sirve de apertura y cierre a la novela, con su típica austeridad que servirá de contrapunto a la pompa de los otros reductos, o bien en la geografía exótica del lejano Oriente, un medio propicio para las proezas caballerescas. Urbasi, la figura femenina perteneciente a este ambiente, representa ese supremo ideal de belleza y amor espiritualizados, opuesto al de la sensual Olimpia; es un arquetipo romántico con ribetes modernistas por la aureola misteriosa con que se presenta, por su condición de padmini «o hembra humana de mérito supremo [...] casta, inocente e inmaculada virgen»8 y por el enigma de su reencarnación del alma de una gitana hechicera. En suma, todo ese ambiente maravilloso de ensueño y fantasía, lo mismo entre las cuatro paredes de la celda del P. Ambrosio como en el encantador país de los mahatmas, viene a ser el reverso de la estampa arcádica modelada por el clasicismo, y no digamos de los antros naturalistas que tanto escandalizaron a nuestro autor.

La doble confrontación que acabamos de ver, entre una naturaleza clásica frente a un mundo romántico, y en otro plano, de la razón frente a la imaginación, nos apunta hacia la verdadera clave del entendimiento de la novela y, en definitiva, de la propia estética de Valera: una concepción del arte basada en una dicotomía de dos sistemas, el antiguo y el moderno, y que debía integrarse en una feliz síntesis, donde cobren igual valor todos sus extremos. Desde esta dialéctica se explica la estructura de Morsamor, obra dispuesta bajo el signo de la dualidad en forma de unas oposiciones recurrentes y de contrapuntos que se manifiestan a todos los niveles9.

Por ejemplo, y sin ánimo de agotar esta cuestión, en el paralelismo que se establece entre el sueño y la realidad, es decir, en la existencia de una doble ficción: una, la protagonizada por Morsamor, gracias a los poderes sobrenaturales del P. Ambrosio; otra, la protagonizada por Miguel de Zuheros, hijo del narrador, a quien se le da una verosimilitud histórica, o de otro modo, una condición «real», humana. Se trata, pues, de dos relatos que se funden, integrándose el uno en el otro. Otra antinomia, derivada de la anterior, se cifra en la confrontación entre la juventud y la vejez, correspondientes a la doble existencia del protagonista y correlativas en sus parámetros temporales, cuales son el pasado frente al presente, que se traducen, por ejemplo, en el binomio Beatriz (la doncella enamorada de Miguel de Zuheros)/Urbasi (la de Morsamor). Otra superposición temporal que coordina la novela es la del presente de la historia, el año 1521, junto al presente del discurso, el año 1899, eje que el autor cuida de explicitar en varios lugares con ánimo lúdico, organizándose de esta manera curiosos enlaces entre ellos que no dejan de ser originales10.

La dinamicidad frente al estatismo es otro de los dispositivos organizadores del relato: a la vida contemplativa de fray Miguel se contrapone la acción desenfrenada de Morsamor, lo mismo que en el campo de las formas del relato se articulan una narración pletórica de sucesos, con amplios remansos descriptivos o dialógicos, y viceversa; el narrador sabe combinarlas, atento siempre a un equilibrio en sus proporciones.

En el medio espacial se da un claro paralelismo entre Occidente y Oriente, con todas las significaciones que ello comporta, o entre el espacio cerrado de la celda conventual y el ancho mar oceánico por donde navega el héroe aventurero. Personajes que acusan semejanzas del mismo u opuesto signo son, además de los ya citados, el P. Ambrosio vs Sankaracharia, y Morsamor vs Tiburcio. Convergen asimismo dos imperios en todo su esplendor, Portugal y España, que tienen a bien repartirse el orbe bajo la tutela papal, al igual que coexisten dos períodos en la historia nacional, formando amargo contraste: la época de la hegemonía y grandeza, frente a la de la decadencia y del Desastre, la de finales del siglo XIX y referencia cronológica del discurso.

En otro orden, cabe también hacer constar la antinomia existente entre lo que concierne a los afanes espirituales, desplegados en una suma doctrinaria de carácter místico-neoplatónico, y los carnales, vertidos en un intenso erotismo.

Creo que bastan estas mal amontonadas referencias estructurales para abundar en nuestra tesis inicial, de que la poética de Valera y su más acabada expresión, que es Morsamor, surge de la quiebra que para su autor representó un Romanticismo, malogrado a su juicio, por haberse propuesto, en su deseo revolucionario, prescindir del modelo clasicista del arte, en lugar de integrarlo en una suprema unidad. En este profundo calado se cimenta el pensamiento estético del escritor andaluz y con él su actitud ante el movimiento literario que abanderaron sus mayores, más que en esa visión académica de signos externos, propios de los manuales de historia literaria, que le sirvieron para caracterizar la corriente. Y aun, ateniéndonos a estos rasgos meramente calificadores, vale asimismo consignar la presencia de algunos de estos en la obra que nos concierne.

Por ejemplo, la modalidad de novela histórica, género que había empezado a cobrar nuevos bríos al final de la centuria, después de haber sido desplazado por la novela realista11; ya en 1853 había confesado Valera preferir «la peor novela de Walter Scott a toda la Comedia humana»12. En esos años últimos, quizá los más fecundos años de su vida literaria, jubilado de la carrera política, venía dando muestras de sus preferencias por revivir imaginativamente épocas pasadas. Recordemos, al respecto, los pequeños relatos El caballero del azor, de 1896, y del año siguiente Los cordobeses en Creta y El cautivo de doña Mencía. Estrechamente relacionado, en su caso, con el asunto histórico, está otro también de cuño romántico, el oriental, por el que el novelista manifestó desde siempre un interés especial. Valga con recordar sus dos tempranos y preciosos cuentos, Parsondes, de 1859, y El pájaro verde, de 1860, o bien el testimonio más antiguo suyo sobre este tema, la leyenda en verso La mano de la sultana, de 1845. Como bien ha advertido Sherman Eoff13, en este marco don Juan pudo dar rienda suelta a su fantasía, a la vez que le permitía expresar su ideal estético de belleza y de amor, y exponer al tiempo sus conocimientos sobre el ocultismo, cuestión esta última que adquiere una función capital en Morsamor, tanto por la posición estratégica que ocupa (de comienzo, centro convergente y cierre), como por su propio sentido, desarrollado fundamentalmente en las conversaciones que el protagonista mantiene con Sankaracharia, el virtuoso y sabio mahatma, conocedor de aquellos secretos del universo gracias a sus poderes psíquicos. En este sentido, cabría definir la obra como un viaje iniciático del héroe al mundo insondable del arte y la religión, unidos en una dimensión metafísica.

Los ecos del romanticismo alcanzan incluso al detalle de la creencia en una lengua universal, originaria de las existentes, teoría que pusieron de moda los estudios comparatistas y que arranca, como se sabe, de las tesis herderianas sobre el hecho de que «los orígenes muestran la naturaleza de una cosa»14. Así, de los hospitalarios sátrapas que asombran a Morsamor y los suyos por disponer del don de «adivinar los pensamientos ajenos, y [...] sugestionar o infundir los pensamientos propios en las ajenas mentes»15, sin valerse del auxilio de la palabra, el lector de la obra de Valera no podrá por menos de remontarse a antecedentes tan lejanos, como el sabio ermitaño de El pájaro verde, que goza de un parecido privilegio lingüístico.

Añadamos, por último, a este repertorio de temas, el demoníaco, representado por la figura de Tiburcio de Simahonda, y al que el autor despoja expresamente de trascendentalismo dramático, en cuanto convierte a su personaje en un ser burlón, compañero y mentor del héroe, al modo de un Diablo cojuelo que le saca de apuros en más de un incómodo lance o le aconseja con sensatez sobre lo que más le conviene. No cabe duda, por estos trazos, que sobre él se recorta la imagen mefistofélica del poema de Goethe, tal como la interpretó nuestro autor, la de «un tuno, un galopín, un bufonzuelo y poco más», «el diablo de los optimistas y de los progresistas pacíficos», en fin, un ser más extranatural que sobrenatural, cuya naturaleza refleja el lado impuro del alma humana, «la parte astuta y lista, que sirve para proporcionarse goces, riqueza, poder, autoridad e influjo en este mundo»16.

La huella del escritor alemán en el novelista español es muy profunda17; en Morsamor concretamente, no sólo por el uso de los mismos mitos, el adánico y el demoníaco, sino por su coincidencia en lograr una obra que cifrara la máxima aspiración de una vida creadora. Por algo se ha calificado a la novela que nos ocupa (aparte de regeneracionista)18, de Persiles valeriano19 o de autobiografía espiritual de su autor20. Pero aún más que eso, por si no fuera suficiente, porque el poeta germánico encarnaba en el sentir suyo el escritor que mejor había intentado (en el Fausto) sintetizar en uno sólo los dos mundos, el clásico y el romántico, el que «no quiere la mera imitación, ni tampoco la fantasía pura y libre, sino ambas facultades enlazadas»21, única fuente de belleza. Esta es también la máxima aspiración del novelista andaluz: conseguir un arte integral, que representara el todo en uno y expresara lo infinito en forma finita, y fuera capaz, como él mismo afirma, de superar la división que el romanticismo originó entre un arte cristiano y un arte pagano. La deuda de Valera con Goethe se extiende además al otorgamiento docente de la literatura, reducida a un beneficio consolatorio y no a demostrar ninguna tesis social, como propugnaron muchos románticos y más tarde los defensores del realismo; una poesía, la del alemán, capaz de transformar, según el escritor español, «en contentamiento la amargura, y en calma la desesperación»22. Así que cuando en su interpretación del Fausto, en 1878, nos dice que «Goethe se libertaba de sus pasiones desgraciadas, de los recuerdos que más pesar le traían, de los deseos que más le atormentaban y hasta de sus remordimientos, tomándolos por objeto de su observación, haciéndolos asunto de su imitación, buscando en ello lo característico, y acudiendo luego con la poderosa fantasía a bordar sobre aquella traza primera un poema, una leyenda o un drama, una obra de poesía, que le dejaba consolado y libre, y que debía ejercer sobre los demás hombres el mismo benéfico influjo que sobre él ejercía»23, parece como si en lugar de estar hablando del poeta germánico, hablara más bien de sí mismo, de su propio ejercicio literario y de lo que años más tarde, aquejado de males físicos, por la vejez, y morales, por la crisis que atravesaba el país, intentaría proyectar en Morsamor.

En fray Miguel de Zuheros y su alter ego, Morsamor, al igual que en tantas otras criaturas salidas de la pluma de nuestro novelista, éste ha venido a reflejar sus contradicciones internas: la del burgués soñador atraído a un tiempo por los placeres materiales y por los bienes del espíritu, la del anciano que se consuela con la juventud perdida, la del hombre contemplativo y el hombre de acción, la del ser, en fin, a quien enamoran dos ideales femeninos complementarios. Pero la obra, además de ser espejo de sí mismo, lo es de la patria, achacosa como él y sumida en parecidas amarguras, ante las que sólo cabe el refugio liberador del recuerdo de las pasadas grandezas. Cuando otros aplicaban, para salir del marasmo, una terapéutica regeneracionista, Valera opta por ese bálsamo consolatorio de oficio literario y se lo anuncia al lector en el Prólogo de su novela: «recordemos nuestras pasadas glorias, no superadas aún por los pueblos más pujantes y engreídos que hay en el mundo, y compongamos, con dichos recuerdos y con el buen humor que no debe abandonarnos, historias como la que yo te ofrezco». Así: con ánimo bien alegre y no con el pesimismo romántico, que fue, junto a los fines extrartísticos de su legado, lo único que de este movimiento Valera siempre rechazó.





 
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