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Clarín: balance y perspectiva

Emilia Puceiro de Zuleta





«La heroica ciudad dormía la siesta». Así comienza La Regenta de Leopoldo Alas, Clarín, una de las más importantes novelas del siglo XIX español. Quizá, la mejor, según fue juzgada por varios críticos contemporáneos y posteriores.

La feroz ironía de ese comienzo -«La heroica ciudad dormía la siesta»-, seis sílabas para el sujeto y seis para el predicado, se refuerza unas líneas más adelante: «Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre de la Santa Basílica». Esta antítesis es quizá más violenta y, por ello, resulta más eficaz la ruptura del sistema. Mal se asocian los adjetivos «muy noble ciudad» y «leal ciudad» con la «digestión del cocido y de la olla podrida»; mal, lo de que antes era corte y ahora es ciudad levítica al amparo de su catedral.

En esa ciudad, Vetusta, según Clarín, Pilares según Ramón Pérez de Ayala, y para nosotros, Oviedo, capital del reino de Asturias, pasó el novelista gran parte de su vida, hizo allí el bachillerato y fue, en sus años finales, desde 1883, catedrático de Derecho.

Clarín era el nombre del personaje del criado de La vida es sueño, de Calderón de la Barca. O quizá, Alas encontró adecuado y significativo firmar con ese nombre de instrumento musical sus tempranas colaboraciones en el periódico El Solfeo.

Había nacido en Zamora, en 1852, y el 13 de junio de 1901 murió en Oviedo. En suma, lo recordamos hoy en su centenario.

Fue un intelectual de provincias, esa especie tan importante en España. Pero se mantuvo en contacto con las figuras mayores de su país y de su tiempo, según lo atestigua su voluminoso epistolario con Galdós, Pereda, Menéndez Pelayo, Castelar, Palacio Valdés y Unamuno. Conocía varios idiomas, traducía de ellos y leía las principales revistas europeas en el Casino de Oviedo.

Tuvo una formación universitaria y conocimientos amplios de filosofía que incluían a pensadores clásicos y contemporáneos. Tanto es así que puede hablarse primero de una etapa krausista, inspirada en el pensamiento racionalista armónico de Krause, que tanto influyó en España, en el campo del derecho y de la educación. A esa línea, corresponde su tesis doctoral sobre El derecho y la moralidad, de 1878. Luego vendrá otro ciclo marcado por cierto eclecticismo literario y estético, y de entusiasmo por el Naturalismo, entendido como un Realismo a la española, como decía doña Emilia Pardo Bazán. Finalmente, participó de la reacción idealista descripta por el crítico francés Brunetière en «La Renaissance de l'idéalisme» (1896). Ése es el espíritu de fin de siglo, dominado por la idea de la muerte, la preocupación religiosa, la influencia de Renan.

Este Clarín, ya completo, combatido por muchos, pero con un enorme público en España y América, se va definiendo, según Gonzalo Sobejano, como un moralista. Moralista en el doble sentido de observador de la vida social y como un defensor de un ideal de justicia y de verdad.

Asimismo prefigura a Unamuno e influye sobre él, en su concepto del hombre entero, de carne y hueso, y en su conflicto religioso, no resuelto, entre la fe y la duda.

En la vasta obra de Clarín, se distinguen dos líneas genéricas: primera, la crítica literaria y, segunda, la narrativa, con las formas de cuentos, novelas cortas y novelas.

Su labor como crítico literario fue muy abundante y ha sido, en parte, reunida en volúmenes, como Folletos literarios, Sermón perdido, Nueva campaña, Solos, Ensayos y revistas, Paliques, etc. Quedan dispersos otros artículos en más de cuarenta revistas y periódicos, como La Nación de Buenos Aires.

Hizo Clarín crítica de actualidad, como también Larra, donde lo contemporáneo y lo circunstancial se analizan en artículos breves con gran variedad de temas. Fue un crítico temido, severo en el juicio que practicaba «con toda intención y por ejercicio higiénico», como él mismo decía. Hizo también análisis de la crítica de su tiempo, reprochándole su tendencia igualadora y la falta de instrucción de los críticos, su carencia de gusto, su excesiva benevolencia.

Frente a ella, propuso una crítica que se centrara en las obras y que procurara, sustancialmente, la educación del público. Una crítica fundada en un principio de selección: que atendiera a las diversas escuelas para neutralizar los efectos de la moda y que se ocupara de libros buenos, de grandes hombres y de grandes cosas, de aquello que verdaderamente tiene significación y hondura. «Si el público siguiera este criterio de lectura, que es el de los verdaderos hombres de gusto y de instrucción seria; si el público procurase ser en espíritu, contemporáneo de todos los grandes autores, de todas las escuelas, de todas las tendencias, no habría tanto aburrimiento, ni tanta variación del gusto, ni la moda tendría, ni con mucho, en literatura, la importancia que se le concede» dirá en su ensayo sobre «la novela novelesca»1. Por otra parte, esa ineficacia y los defectos que advierte en la crítica contemporánea son, en su opinión, síntoma de un estado más profundo de decadencia social que tiene proyecciones de orden histórico y cultural.

La crítica nueva que él propone debe, además, reforzar lo que en ella es esencial, el juicio de estética, fundado en la razón y el gusto, que se aparta por igual del Positivismo, del «seudodiletantismo», y de la crítica de sugestión, subjetiva, impresionista o pintoresca.

Aquel principio de selección de lo que el crítico debe atender tiene, asimismo, un doble valor, porque hace justicia a lo que lo merece, establece jerarquías y, además, opera sobre el trasfondo cultural.

Él mismo confiesa que la primera de sus lecturas -repetida cada dos o tres años- es el Quijote, el cual, a su juicio, debería ser el libro de los libros, el carmen nostrum necesarium de todos los españoles, como dice adoptando una expresión de Cicerón.

En su propia práctica crítica, se pueden distinguir dos modos principales: aquella crítica docente y satírica -la que él llamaba higiénica-, segundo, el estudio de las obras concretas y en su trascendencia moral y cultural.

Es evidente que Clarín concedió menos importancia a la crítica de poesía y, quizá por ello, su trabajo en este campo es menos logrado. No acertó a distinguir los valores de su tiempo: en algún momento, dijo que en España había dos poetas y medio, Campoamor, Núñez de Arce y Manuel del Palacio. Pero es justo agregar que tuvo algunos aciertos que lo redimen de sus yerros, por ejemplo, su estudio de Baudelaire, lleno de clarividencia y penetración, que contiene un estudio de sus relaciones con el Romanticismo y un examen de su poética.

Otros aspectos valiosos de su obra crítica derivan de una suerte de internacionalismo comparatista, que le permitió cotejar obras de diferentes literaturas, y de la atención que les prestó al público y al lector en el proceso de recepción de los textos.

Fue, sobre todo, un excelente crítico de novelas y tuvo ideas propias sobre este género literario. En este aspecto, sobresalen sus consideraciones sobre la composición y los caracteres, y sobre los problemas técnicos y del lenguaje.

Párrafo aparte merecen sus análisis de las novelas de Galdós, que han sido reunidos en el primer volumen de sus Obras completas, y le sirvieron, además, para el desarrollo de sus ideas sobre la técnica novelesca.

En la teoría y en la práctica crítica, destaca su preferencia por el Naturalismo, aunque le interesan más los procedimientos de observación de la realidad de esta escuela que sus implicancias filosóficas. Documentos importantes en este sentido son su prólogo a La cuestión palpitante, de Emilia Pardo Bazán y su crítica a La desheredada, de Galdós. En esta última, defiende la sencillez de la acción, propia de la novela naturalista, la cual no acusa pobreza de ingenio, sino profundidad de observación. Añade: «Galdós ha llevado la acción de su novela a la vida de las clases bajas de nuestro público y en esto también ha procedido como los autores naturalistas». Asimismo, «Galdós es maestro en este difícil arte de hacer hablar a cada cual como se debe, pero en La desheredada, ha llevado su habilidad tan lejos, que casi puede decirse que este es el principal mérito de su obra».2

Como se sabe, Galdós evolucionó a partir de esa novela, y Clarín sigue esta evolución señalando sus aciertos en la composición de caracteres y su continuo perfeccionamiento de recursos canalizados hacia lo que el crítico llama «la región ultrasensible del álgebra moral» o «la psicología ética» y hacia «ese gris espiritual» al que se encaminaba la narrativa de fin de siglo.

Clarín, a su vez, sigue como narrador esas líneas conceptuales y constructivas que él ponderaba como crítico.

Paralelamente a sus artículos -más de dos mil-, que le permitían completar sus recursos económicos siempre escasos, escribió numerosos cuentos reunidos, en parte, con los títulos de Pipá y otros relatos (1886), El Señor y los demás son cuentos (1893), Cuentos morales (1896), El gallo de Sócrates (1901). Hace algunos meses, ha aparecido la edición de sus Cuentos completos (2000), dos gruesos volúmenes preparados por una experta clariniana, Carolyn Richmond.

Según algunos críticos, éste es el mejor Clarín, libre del detallismo descriptivo de sus novelas mayores. Entre esos cuentos, destacan algunos reeditados muchas veces, como Pipá, Cambio de luz o ¡Adiós, Cordera! Este último, casi perfecto por el equilibrio de sus componentes narrativos y descriptivos, por su ritmo y por su estilo, ha sido incluido en varias antologías. La historia de la vaca Cordera y la de sus pastorcitos, que la ven partir sin remedio hacia el matadero, incluye elementos del «bable» en el discurso del narrador y de los personajes, y descripciones del ámbito natural correspondiente.

La fama del crítico opacó su labor como narrador, que se impone, finalmente, con la aparición de sus dos novelas, La Regenta, de 1884-1885 y Su único hijo, de 1890. La segunda edición de La Regenta apareció en 1901, corregida y con un prólogo de Benito Pérez Galdós.

Inmediatamente después de la primera edición, hubo críticas favorables. Recibió elogios de Juan Valera, de Marcelino Menéndez Pelayo y de Galdós. Pero también las hubo desfavorables, que censuraron su presunto anticlericalismo. Luis Bonafoux lo acusó de plagiar a Madame Bovary, de Flaubert en su ensayo titulado Yo y el plagiario Clarín (1888), y al cual el autor correspondió con un escrito contundente titulado Mis plagios.

El prólogo de Galdós es un texto que no sólo valora la novela, sino también aboga por una crítica positiva, contra el pesimismo reinante en esa etapa: «nadie se atreve a dar un paso, por miedo de caerse»3, dice.

A continuación, desarrolla sus consideraciones sobre el Naturalismo y alude a las controversias que, en su momento, suscitó. «En verdad no era un peligro, ni un sistema, ni siquiera una novedad, agrega, porque lo esencial del Naturalismo ya estaba en la literatura española del pasado, de modo que simplemente se trataba de la repatriación de una vieja idea: la novela como copia fiel de la vida, y añade que volvía despojada de la socarronería española, convertida en el humor inglés y luego, todavía más cambiada su fisonomía a su paso por Francia. De modo que La Regenta representa una muestra feliz del Naturalismo restaurado»4. A continuación, elogia la verdad de los caracteres, la viveza del lenguaje, la representación de Vetusta y otros aspectos de la obra.

Pero vayamos a nuestra propia lectura. La Regenta debe ser situada en el marco de la literatura europea de su tiempo y, por ello, presenta elementos semejantes a los de otras novelas del siglo XIX. Eva de Queiroz había publicado El primo Basilio en 1878 y El crimen del Padre Amaro en 1875, dos novelas que contienen coincidencias de temas y de tonos con La Regenta. Análogas relaciones la acercan a la narrativa de Emile Zola y de Stendhal por lo densamente psicológico y por la exploración de los ámbitos interiores. Y más aún se halla próxima a Madame Bovary de Flaubert, publicada en 1857. Ambos, Flaubert y Clarín, eran devotos de Cervantes y también lo era Galdós, cuyas novelas La desheredada de 1881 y Tormento de 1884 produjeron gran impresión en nuestro autor.

¿Cuál es el tema de La Regenta? En síntesis, podría decirse que es la biografía de una mujer, Ana Ozores de Quintanar, cuya infancia desdichada y educación deficiente y poco equilibrada le desarrollan un sentimiento de frustración y un romanticismo exacerbado que alteran sus relaciones con la realidad terrena y trascendente. El conflicto de Ana se centra en la oposición entre la satisfacción natural y vital, y las normas morales, y se agudiza y desencadena cuando es objeto, por un lado, de la pasión sacrílega del Provisor de la Catedral, don Fermín de Pas y, por otro, del asedio de un Don Juan, Álvaro Mesía. Al mismo tiempo, La Regenta es la biografía de una sociedad, Vetusta, en la Restauración borbónica, que constituye el complejo tramado, real y simbólico, en que se desarrolla la acción y se dibujan los personajes.

Mucho se ha discutido sobre el motivo de la obra. Según Baquero Goyanes, consiste en el dualismo entre inteligencia y vida. La literatura misma es, a la vez, marco de lo vital, y lo natural se desarrolla en conflicto con lo social y religioso. A este motivo central, se asocian otros, como el Don Juan y el honor, y subyace una tesis: el determinismo de la herencia, la educación y el medio en la personalidad y en la conducta del hombre. Sin embargo, el personaje de Ana es libre y, por ello, La Regenta no es una novela tendenciosa. Los personajes de los ateos quedan tan mal parados como los de los clericales, de modo que la ambigüedad de la obra resulta evidente si la comparamos con otras novelas naturalistas, las de Zola, por ejemplo.

El ritmo, en su sentido más amplio, está determinado por el conflicto de Ana y sus vaivenes, pero hay otros ritmos biológicos, como los ciclos de salud y enfermedad de la protagonista y la sucesión de las estaciones. Los quince primeros capítulos describen la personalidad y la situación de Ana con un realismo psicológico asombroso, mediante una caracterización directa, progresiva y evolutiva, y procedimientos objetivos, como los monólogos interiores citados o narrados en primera o en tercera persona, o cartas y diarios que van elaborando la historia personal de este personaje, problemático hasta el punto de que puede decirse que hay varias Anas. Está la Ana como se ve a sí misma y la que ven los demás y superpuestos varios patrones literarios, Santa Teresa, su propio modelo, la doña Inés de Zorrilla con la que se identifica en el teatro. Don Fermín de Pas es también un personaje viviente de gran complejidad. A su vez, Álvaro Mesía excede su patrón literario, puesto que es un Don Juan situado en Vetusta durante la Restauración, un cacique y un señorito. Junto a ellos, se mueven hasta ciento cincuenta personajes, si atendemos a la guía elaborada por Mariano Baquero Goyanes.

Los trece capítulos siguientes desarrollan el proceso de la seducción de Álvaro Mesía y de la pasión de Fermín de Pas. Los dos capítulos finales corresponden a un acelerado desenlace con la caída de Ana, el descubrimiento del adulterio por su marido, don Víctor Quintanar, el duelo entre el marido y el amante, la muerte de don Víctor y la humillación final de Ana. Esta materia argumental se dispone de modo muy complejo y, también, es complejo el ensamble de los episodios dentro de los capítulos, de los capítulos entre sí, con sus procedimientos de intensificación, repeticiones, paralelismos, contrastes y tiempos superpuestos.

El tiempo está marcado mediante el año litúrgico, y los ciclos de la naturaleza y de las estaciones. La acción se abre y cierra en otoño y con viento sur. Tres años separan estos dos otoños, probablemente entre 1877 y 1880. El tiempo es lento, la acción escasa, pero hay una gran densidad presentativa, analítica y retrospectiva.

El espacio de Vetusta, con sus palacios, su Casino y su teatro, sus barrios burgueses y proletarios, tiene tanta importancia que se ha llegado a decir que es el personaje protagónico pero, en realidad, es el medio necesario y determinante de la situación y de la conducta de los personajes. El medio natural es tratado a la manera romántica, como una proyección de los estados psicológicos y con valor simbólico.

Vista desde otro plano, el histórico y social, se la ha leído como una suma de la vida provinciana durante la Restauración: en ella, aparecen la aristocracia, la Iglesia, los indianos, los caciques, el pueblo y, sugestivamente, falta la Universidad.

La recepción de La Regenta que, en algunos casos, tuvo ribetes escandalosos, se proyectó desfavorablemente sobre el siglo siguiente. Después de la segunda edición de 1901 y, por lo tanto, después de la muerte de su autor, durante los cincuenta años siguientes, sólo aparecieron tres ediciones de la obra, una de Maucci en Barcelona, en 1908; la de Emecé en Buenos Aires, en 1946; la de Biblioteca Nueva en Madrid, en 1947. Es decir que la edición argentina destaca en este vacío. Luego, vendrá una edición de Alianza en 1966 con numerosas reediciones.

Al cumplirse el centenario del nacimiento de Clarín, en 1952, aparecieron varios trabajos importantes: la revista Ínsula publicó un número especial, en donde Baquero Goyanes y Ricardo Gullón destacaban el valor de la producción como novelista y narrador. También Guillermo de Torre subrayaba este aspecto en un artículo publicado en la revista Archivum en ese mismo año5.

Al vencer los derechos autoriales, en 1981, apareció una edición de Castalia con una extensa introducción de Gonzalo Sobejano y, posteriormente, en 1984, la de Selecciones Austral, con prólogo de Mariano Baquero Goyanes.

En este centenario, ya han aparecido varios artículos en España, y se preparan varios simposios sobre el tema.

Otra cosa es la existencia de un público lector constante. Su crítica, a veces satírica en extremo, es muy diferente de la que se publica actualmente. Quizá, se siguen leyendo sus cuentos.

Tampoco creo que tenga muchos lectores La Regenta, si pensamos en una lectura primaria, la que se hace por mero placer. Pero la novela es objeto de otro tipo de lectura, la de los especialistas e investigadores, según se advierte a través de la producción crítica de las últimas décadas.

Sin embargo, ayer mismo tuvimos el honor de escuchar al ilustre economista don Ramón Tamames en la presentación de su novela La segunda vida de Anita Ozores, con prólogo de Francisco Umbral. Se dice que cada época tiene unos pocos lectores verdaderos. Creo que Tamames es uno de esos grandes lectores al resucitar con su lectura a Ana Ozores y al hacerla partícipe de muchas peripecias novelescas en relación con varios personajes de ficción y con otros verdaderos. De ese modo, nos ha devuelto enriquecida la gran novela de Clarín, resituándola en su contexto social y político, y demostrando que La Regenta merece una lectura en simpatía.

Es interesante, asimismo, la encuesta de ABC publicada en enero de este año. Francisco Ayala, Juan Marsé, Juan Goytisolo, Sergio Pitol, Josefina Aldecoa, Ana María Matute, entre otros, declaran haber leído a Clarín con admiración, como novelista y cuentista, no como crítico literario6.

Finalmente, diré que se han escrito varias semblanzas de Clarín, pero aún carecemos de la gran biografía que abarque vida y obra, y sus interrelaciones. El intelectual provinciano, sus ideas sobre la libertad y la tolerancia, su sentido moral, su elevado concepto de la función social de la crítica y de la novela, su propuesta del hombre nuevo completo y no del hombre abstracto del intelectualismo, tan cercana ya a Unamuno, en suma, la vida nueva que él anuncia merece ese estudio detenido.





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