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Clarín: las contradicciones de un realismo límite

Joan Oleza





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ArribaAbajoLa concepción del mundo en Clarín


ArribaAbajoEl dualismo clariniano

El rasgo más llamativo, más inmediato y obvio en la actitud de Leopoldo Alas, Clarín, es ese dualismo radical y radicalizado, producto de la interacción constante de dos fuerzas: la exigencia de una lucidez crítica llevada hasta sus últimas consecuencias, y el rebrotar irrefrenable de unos impulsos vitales e irracionalistas incapaces de satisfacerse en el puro ejercicio de la inteligencia abstracta. Situado, con plena conciencia de ello, en los estertores del siglo XIX, esta dualidad clariniana no la superará, en un sentido u otro, nunca; su obra es un oscilar constante: a un lado Su único hijo, muestra de la más implacable y sarcástica decisión de viviseccionar y desenmascarar hasta el final una sociedad de cartón piedra; al otro, Doña Berta, efluvio sentimental exaltador de los valores tradicionales del individuo frente a la civilización entendida como alienación. Pero en un caso o en otro el elemento subordinado no desaparecerá por completo, sino que emergerá en determinadas circunstancias.

Según Baquero Goyanes, el dualismo es lo que da su peculiar tono a la obra narrativa clariniana, y ello de principio a final: junto al crítico, el creador de cuentos y de novelas. Dentro de los mismos cuentos, unos tienden al intelectualismo irónico, a la crítica filosófica, mientras otros son explosiones líricas, exaltadoras de lo elementalmente vital. Pero en los primeros, el intelectualismo desde el que se juzga es utilizado para destruir, corrosivamente, lo intelectualista, o al menos aquella clase de intelectualismo antivital que, al demostrarlo todo, deja hueca la vida: El gallo de Sócrates, La mosca sabia, El número uno, Don Urbano, podrían ser buenos ejemplos. En los segundos, en cambio, se exalta lo elemental, lo sencillo, las criaturas indefensas y naturales, espontáneas y humildes: Pipá, El Quin, La trampa, ¡Adiós Cordera!, Manín de Pepa José, Doña Berta. Ternura y especulación científica, humor lírico y humor corrosivo, se reparten los cuentos clarinianos, fundiéndose a veces: Avecilla, El rey Baltasar, La mosca sabia. En unos y otros, sin embargo, se persigue lo mismo de distintas formas: la sátira de un intelectualismo abstracto, incapaz de ceñirse a la vida y de apresarla, que trata de imponerle a la realidad apriorismos forjados en la mente, inadecuados a la vida y, por tanto, peligrosos y dañinos; y la exaltación de los   —142→   seres humildes, ingenuos, puros, espontáneamente vitales: los niños (Pipá), los animales (El Quin, La trampa), los viejos (Doña Berta), los hombres y mujeres de corazón incontaminado (El torso), los que sufren (El dúo de la tos, Boroña, La imperfecta casada)1

Pero no se trata de simplificar hasta tal punto la concepción clariniana del mundo que se la reduzca a esquema. Ni ese «intelectualismo frío» sirve sólo para la crítica de «lo antivital», ni el impulso emotivo y lírico para la defensa y exaltación de los miserables de la tierra. Ello implicaría reducir lastimosamente la complejidad del mundo narrativo clariniano. El «intelectualismo frío» no es sino una autoexigencia de lucidez, a la vez dialéctica y, en muchos casos, materialista, con la que Clarín se enfrenta a la sociedad española para poner al desnudo su fracaso: la corrupción y empantanamiento de las clases dirigentes (aristocracia), la traición de la burguesía, la pasividad y confusión de las clases pequeño burguesas, la explotación del proletariado y su creciente toma de conciencia, la eliminación despiadada de los marginados (mendigos, viejos, enfermos, mujeres, etc.), la piramidización de una estructura política a base de caciquismo, la farsa de un sistema electoral no representativo, el fracaso de las rebeliones individualistas. Es además el instrumento adecuado para desenmascarar a toda una fauna humana resultante de esta situación: la brutalidad, surgida de la ignorancia y de la miseria, del campesinado (Boroña); los fantoches institucionales que medran en una sociedad sometida por una iglesia corrompida y petrificada en sus ritos: el de la muerte (Cuervo), o el de la caridad (Para vicios); el cinismo y la impudicia, embadurnados de melindre, snobismo o retórica patriotera de los opulentos (Snob, Don Patricio o el premio gordo en Melilla, El caballero de la mesa redonda). Y todo ello sin que entre ni salga el tan cacareado vitalismo clariniano.

Por otra parte, el intelectualismo puede ser, si es asumido desde una postura conscientemente autocrítica, un valor positivo (Superchería, Para vicios, Un grabado, El frío del Papa. Ordalias, Viaje redondo, Cambio de luz, El sustituto, etc.). Por último, no toda clase de vitalismo es un valor positivo, puede ser terriblemente peligroso (León Benavides), o simplemente estúpido (El centauro). Uno de los síntomas del vitalismo clariniano es el anhelo de retorno a la niñez, o la humanización de los animales, esto es, la búsqueda de un paraíso primitivo, elemental, de pureza incontaminada, incapaz ya de encontrarse ni en la civilización ni en el campo. Pero esta búsqueda, o la exaltación de todo lo vital, se hace desde una perspectiva intelectual de la que no puede desprenderse: la ternura es el resultado del análisis previo, de la sátira feroz y corrosiva previa. El crítico, el catedrático, el filósofo escribe cuentos que son auténticos poemas de ternura, pero sin dejar de ser crítico, catedrático ni filósofo: ¡Adiós Cordera! es también una denuncia del capitalismo y del injusto reclutamiento militar; Doña Berta, es la denuncia de la intransigencia y del intolerante concepto del   —143→   honor de la aristocracia rural, la denuncia de una guerra civil, de la usura aldeana, de la vida en la civilización industrial. No son sólo exaltaciones amorosas de la vida bucólica en el «prao» Somonte de dos niños y una vaca, o del amor humilde y tierno de una vieja que marcha a la ciudad.

El dualismo intelectualismo-vitalismo no es el rechazo de lo intelectual por lo vital. Entonces no sería dualismo, sino exaltación de una cosa y negación de su contraria. Entonces, Clarín cuentista tendría que repudiar a Clarín crítico, o lo que es peor, Frígilis y Camoirán tendrían que rebelarse contra su propio autor, porque realmente hay pocos narradores tan espléndidamente intelectuales en toda la historia de nuestra literatura como el Clarín de La Regenta. Lo que se rechaza es el intelectualismo que se nutre de sí mismo, incapaz de ser asumido vitalmente y de acuerdo con una ética social. Y este rechazo se realiza desde un amor intenso por la vida que es a la vez producto del vitalismo irracionalista y de esa lucidez crítica tan característica de Clarín. Lo que no puede aceptar Clarín es un intelectualismo antivital, pero tampoco un vitalismo espontáneo y simple como el de doña Berta, el obispo Camoirán, Frígilis, o el perro Quin, cuyas consecuencias son siempre incontrolables y pueden ser socialmente peligrosas. Puede amarlos, pero no justificarlos; su lucidez inalienable se lo impide. Por ello se siente escindido, desgarrado: el vitalismo puede conducirle a ser una fiera, como el león Benavides, pero su intelectualismo puede conducirle a ser un nuevo Macrocéfalo, que mata a la vida para no tener que reconocerla (La mosca sabia). Uno y otro se impiden extremarse, pero uno y otro tienden a imponerse sobre el otro. El drama es fecundidad y la fecundidad drama.




ArribaAbajo En torno a la agonía

Una manifestación particular del dualismo clariniano es su actitud agónica -en el sentido unamuniano- frente al problema religioso. Hay quien describe su trayectoria ideológica como el paso de la religiosidad juvenil al ateísmo y el retorno desde este a la religiosidad de la plena madurez. Otros, por el contrario, piensan que Clarín fue religioso siempre y que su ateísmo era tan sólo una «pose» de enfant terrible. Tal vez sea J. A. Cabezas quien ha expresado más gráficamente la postura de un Clarín rebelde a la ortodoxia, pero a fin de cuentas impregnado de religiosidad, describiéndolo como un «ateo que sigue postrado ante el ara sin Dios»2. Incluso en sus años de mayor radicalismo, aquellos en que «fue sustancialmente un periodista de una época positivista»3, no se resignó nunca al papel a que el positivismo condenaba al individuo, destrascendentalizándolo, inmergiéndolo en la materia y en la especie, determinándolo por la herencia, el medio y la ley de la selección natural. Su lamento se eleva en fecha tan   —144→   temprana como 1881, y en uno de sus libros más característicamente positivistas, los Solos4. No obstante, en estos años escribe La Regenta (1884), que es una gigantesca desmitificación religiosa: la religión, en todos sus aspectos, aparece en la novela como cosa hecha, creada y mantenida desde aquí, desde la tierra, por hombres cuyas vidas están impregnadas por la presencia de la materia y sus intereses. La novela no es sólo anticlerical, sino que es mucho más profunda en este aspecto: lo que se niega es la realidad de la religión fuera de los hombres, más allá de ellos. La religión es sobre todo una institución social, apoyada en unos hombres fuertemente prendidos por los intereses sociales. Si la religión tiene alguna realidad más allá de los hombres, la existencia de Dios, por ejemplo, no hay posibilidad ninguna de comunicación entre ambos planos. En su búsqueda de Dios, Ana no encuentra más que hombres: Teresa de Ávila, Fray Luis de León, el Magistral, etc. En su búsqueda de Dios, el obispo Camoirán encuentra su expresión terrenal: el amor a los que sufren, la solidaridad con la humanidad, la caridad. Si esto ocurre con quienes, de verdad, buscan a Dios, ¿qué no ocurrirá con los Glócester, De Pas, Custodio, Mesía, Vegallanas, etc., que se sentirían horrorizados ante el descubrimiento en ellos de alguna tendencia mística?

Y no es sólo La Regenta. Son muchos los cuentos de Clarín en que la religión y los religiosos, aun siendo valores positivos, no trascienden lo meramente humano: El Señor, La rosa de oro, El cura de Vericueto, La conversión de Chiripa, etc. Sin embargo, Clarín no se conforma con constatar esta falta de comunicación entre hombre y Dios, entre religiosidad terrenal y sobrenatural: nos muestra que en el hombre hay un inalienable anhelo de trascenderse a sí mismo, de buscar a Dios, de acogerse a la protección de su idea. Y esta búsqueda es desesperada, patética y llena de dudas a veces, como en Ana Ozores o en el catedrático de Un grabado. Es entonces cuando en Clarín se eleva una terrible protesta: al presenciar el espectáculo de este anhelo condenado a quedar insatisfecho, condenado al silencio de Dios.

Este es el verdadero problema. A Clarín, como a Unamuno, no le interesa la religión en sí misma, sus fundamentos, sus dogmas, su sistema de creencias, y mucho menos la religión como exterioridad, como institución social. Sí el problema metafísico fundamental: la situación del hombre en el cosmos. En su ensayo sobre Galdós, Clarín escribe: «Lo que se ha dado en llamar el problema religioso, no sólo tiene importancia imponderable como tal problema religioso, sino que es digno de atención especial por las relaciones que mantiene con todo lo que en la vida nos interesa; por esta razón, aun los espíritus menos inclinados a meditar los misterios de ultratumba se preocupan con la materia religiosa, que, sin que nadie pueda estorbarlo, influye en todo, y al más despreocupado sprit fort puede hacerle víctima de su poder tiránico»5. Y en otro artículo del mismo libro, escribe: «La   —145→   primera filosofía, aun en este aspecto vulgar, es la filosofía de lo absoluto», por eso la religión no puede ser considerada en sí misma sino en relación con otras esferas6. Y en Museum, escribe: «La religión, que es principalmente la capacidad de enamorarse del misterio»7. De ahí que la actitud clariniana sea precisamente y típicamente unamunesca. El problema religioso se plantea en él en términos de querer creer y no poder, en términos de combate por y contra ideas... «Aquel drama intelectual del ochocientos -escribe Carlos Clavería- entre la razón y la fe, fue vivido intensamente por Clarín»8. Razón y fe. Este es el problema, y nadie lo expresa mejor que el protagonista de Viaje redondo: «Padecía en tal estado, consumía en luchas internas la energía de una juventud generosa; pero por lo pronto sólo amaba el amor, sólo creía en la fe, sin saber en cuál: TENÍA LA RELIGIÓN DE QUERER TENERLA»9. Esta última frase es ya típicamente unamuniana. El protagonista de El frío del Papa, dice a su vez: «¡Oh! ¡Si yo pudiera... aunque fuese soñando, volver a creer esto que ahora siento... y no creo! ¿Por qué en mí la poesía y el amor son creyentes, y no lo es la inteligencia?»10. Clarín, pues, se sitúa decididamente en una línea de pensadores dominados por una filosofía de la angustia, de la lucha, de la desesperación, del absurdo frente a la fe, dramatizada por Kierkegaard. Paralelamente al «si no hay Dios todo está permitido» de Dostoyevski, Clarín pone en boca de su Jorge Arial, en Cambio de luz, la obsesiva frase: «Si hay Dios, todo está bien. Si no hay Dios, todo está mal». Por eso Unamuno le escribe: «Es usted no ya el primero, casi el único escritor español que me hace pensar»11. Unamuno será quien continúe la experiencia clariniana. Esta filosofía de la angustia alcanza su máxima tensión en Un grabado, donde el protagonista se aferra desesperadamente a su necesidad de creer en Dios y trata de hacer de esa necesidad un argumento metafísico, un sistema filosófico en el que se demuestre la existencia de Dios, pero sin poder por ello evitar la duda, la duda terrible de que todo es falso, absurdo. Al borde de la locura, de la exasperación, balbucea: «No se fíe usted del todo. Puedo... puedo estar equivocado... Pero cuando usted tenga hijos... crea usted en Dios Padre...»12. Es la misma actitud que la del protagonista de El frío del Papa, que se ve a sí mismo en la figura del anciano Papa que se muere de frío junto al pesebre del Niño, pero que se repite a sí mismo obsesivamente: «Mientras él no se hiele, yo no me hielo»13. Mientras   —146→   mi anhelo de Dios no se hiele, yo no me hielo, significaría. Y los Reyes Magos, como un coro repiten: «¡Si saliera el sol! ¡Si saliera el sol!» Esto es, si se superara la duda, si se viera claro... Pero mientras no salga el sol, hay que resistir, no helarse. La actitud clariniana, como la de Unamuno, es de lucha, de no aceptación de la resignación ni de la indiferencia. Lo peor es la indiferencia. Por eso hay que revolver, hurgar, revolucionar las conciencias, sacudirlas de su modorra, hacerles sentir la inquietud que nos mantiene vivos, que no nos deja helarnos. Nicolás Serrano, Aurelio Marco, Jorge Arial, el doctor Glaubeu... son héroes de la duda, héroes que luchan por creer y se debaten contra todo. Esta actitud de lucha queda perfectamente expresada en el célebre discurso de apertura de curso de la Universidad de Oviedo en 1891, en que él, un republicano anticlerical, defiende la enseñanza religiosa porque sin ella se limita al hombre en sus aspiraciones, se le separa de unos anhelos legítimos14. En el fondo, como escribe en el prólogo de los Cuentos morales (1896), la idea de Dios es la idea del Bien, la aspiración a uno implica la aspiración al otro15.

Lo que es evidente, pese a algunos críticos, Bull, Brown, Eoff16, es que la religiosidad de Clarín no le llevó nunca a un catolicismo ortodoxo. Clarín sintió a su manera a Dios: «Cómo entiendo y siento yo a Dios, es muy largo y algo difícil de explicar. Cuando llegue a la verdadera vejez, si llego, acaso, dejándome ya de cuentos, hable directamente de mis pensares acerca de lo Divino», escribe en el prólogo citado. Nunca llegó a hacerlo. Murió antes. Pero esa misma insistencia en su modo de entender a Dios, que necesita explicación, es ya muy clara prueba de que su religión no era ni mucho menos la de todos, la que no necesita ser explicada porque todos la conocen. Lo que más repudió fue la intransigencia y la intolerancia del dogma. Si hubiéramos de definir su religiosidad de alguna manera, nos atendríamos a la palabra «deísmo». Una de las formas más características de este deísmo es la necesidad de un arraigamiento cósmico. El hombre está desamparado, sumido en su soledad indefensa. Entonces busca a Dios, a la religión, como modo de arraigarse en el cosmos, de huir de su soledad desamparada. En Ana Ozores se confunde su necesidad de Dios con su necesidad insatisfecha de una madre, de un hijo. Bonifacio Reyes, en su anhelo del hijo encuentra la religión y la vive intensamente por primera vez. Pompeyo Guimarán, el   —147→   ateo de Vetusta, se convierte para no ser «enterrado como un perro», separado de la comunidad. El doctor Glaubeu (Un grabado) necesita a Dios para no sentir el desamparo del hombre en el cosmos, donde «todo era enemigo por ser indiferente, por no ser madre»17, donde la soledad del hombre es absoluta y el universo «inconexo, ilógico». Dios convierte el cosmos en «un regazo, un nido del cariño». Sólo así puede él vivir «sin una camisa de fuerza»18, por eso necesita a Dios. También Aurelio Marco, viejo ya y cansado, busca la religión para arraigarse y quedar unido a su niñez, a la larga cadena de padres e hijos, a la Iglesia que puede acogerlo como un maternal útero gigantesco. Lo mismo le sucede a Chiripa. El protagonista de Viaje redondo, al convertirse, lo hace sintiendo todos los atractivos sensuales de una religión que lo encadenaba a generaciones de hombres: «Él era carne de aquella carne, descendiente de aquellos mártires y de aquellos guerreros de la cruz»19, y su conversión se realiza no en cualquier iglesia, sino en la de la aldea que le vio nacer y junto a su madre. También Clarín expresó, por sí mismo, este anhelo de arraigamiento humano: «Nuestros librepensadores confusos debieran pensar que para ellos el Dios de los católicos no debe ser un Dios enemigo, sino un esfuerzo vigoroso del espíritu humano trabajando siglos y siglos en las razas más nobles del mundo... Desde este punto de vista, yo no concibo un buen español reflexivo que se considere extraño al catolicismo por todos conceptos. ¡Ah!, no; sea lo que sea de mis ideas actuales, yo no puedo renegar de lo que hizo por mí Pelayo (o quien fuese), ni de lo que hizo por mí mi padre... Yo también considero como cosa mía la catedral labrada y erigida por la fe de mis mayores»20.

La actitud decimonónica de Clarín, la influencia de una concepción del mundo realista, le empujó a superar el estado de duda. Y en esto se diferencia de Unamuno. Clarín descubrió el desgarro interior, la angustia de la duda, pero su mismo racionalismo decimonónico le impulsó a no quedarse en ella, a buscar una salida. Si algunos de sus héroes (Aurelio Marco, el doctor Glaubeu) se quedan en ella, casi todos la superan, llegan finalmente a la firme aceptación de Dios: así Jorge Arial, en Cambio de luz, que se queda ciego y descubre a Dios, superando su tormento. También Chiripa, el protagonista de Viaje redondo, y hasta don Pompeyo Guimarán, el ateo de Vetusta. Posiblemente, como se ha dicho, esta tendencia a superar la duda se acentúa a partir, sobre todo, de la profunda crisis religiosa de 1892, año en que escribió Cambio de luz, aunque ya estaba presente, en cierto modo, en la época anterior.

Pero Clarín no se diferencia sólo de Unamuno por esa incapacidad teórica de convertir la duda en sistema, sino por plantearse el problema desde una plataforma distinta, con lo que su solución queda marcada por una considerable diferencia. El «deísmo» de Leopoldo Alas es uno más entre los   —148→   múltiples indicios de su protesta ante la pérdida de trascendencia del yo, de su terror ante la amenaza de una sociedad en la que -debido al principio capitalista de la división del trabajo- el individuo se vea reducido a la condición unidimensional del mutilado, a la condición alienada del hombre transformado en pieza del sistema. El difícil pero esperanzado equilibrio que el realismo formulaba entre individuo (por problemático que fuera) y realidad, se tambalea con el desarrollo del capitalismo y la realidad amenaza con anegar al yo y subsumirlo en ella. El positivismo naturalista expresa ese anegamiento, esa pérdida de función de la condición personal y es contra ella contra la que se levanta la protesta de Clarín: su religiosidad, por eso, es sobre todo una búsqueda de raíces, de entroncamiento, de reafirmación del pacto que el individuo realiza con lo que le es exterior. Y si el silencio de Dios no responde a ese anhelo, o si la misma lucidez tiende a atribuir ese silencio a la inexistencia de la divinidad, entonces surge la necesidad de crear y de inventar esa inexistencia malgré tout. La situación de Unamuno es diferente: en él la necesidad de inventar a Dios, ya que la inteligencia lo niega, surge única y exclusivamente del deseo de preservar la individualidad, de perseverar en la existencia como ego. La necesidad del pacto con la realidad ya no existe. El proceso se ha agudizado tanto que Unamuno sólo puede sentir la realidad -no ya como una amenaza- como creación del yo, al igual que Dios. La existencia de una realidad autónoma supondría la aniquilación del yo personal, de ahí que se la niegue. Dios es la respuesta a una demanda imperiosa de seguir siendo yo por encima de la realidad que es, entre otras cosas, la muerte.




ArribaAbajoCriticismo de raíz ética

Hay en Clarín una capacidad crítica devastadora que Larra jamás se hubiera atrevido a soñar y que lo acerca, en muchos aspectos, a Flaubert, con quien le unen también muchas otras actitudes personales y, sobre todo, su situación clave en el proceso de descomposición del realismo. Sin embargo, a diferencia de Flaubert, la ironía, el sarcasmo, incluso la crueldad clarinianas están puestas al servicio de una pasión regeneradora. Clarín pertenece a una generación que nació al arte con la revolución del 68 y el espíritu revolucionario, la aguda sensibilidad para lo social, no se eclipsó nunca en él.

La actitud crítica de Leopoldo Alas ante la realidad española es bien visible desde muy joven. Apenas cuenta dieciséis años cuando estalla la gloriosa. En Oviedo, como en toda España, parecía que un mundo viejo se derrumbaba, podridas las bases, y uno nuevo, floreciente, joven, nacía a la vida: «¡Qué tiempos aquellos! España despertaba de un letargo. Todo era movimiento y vida», escribirá años después21. Embriagado con las grandes palabras Revolución, Libertad, Fraternidad, Soberanía Nacional, interviene   —149→   activamente en la baraúnda del momento. Arrastra con sus compañeros un busto de Isabel II, con una soga al cuello, por las calles de Oviedo. Se hace miembro de un club republicano, formado en su mayoría por trabajadores ovetenses. «¿Te acuerdas del club? ¿Te acuerdas de los discursos de Juan Fernández y de José González, que según decía, no era ni filósofo ni teólogo, y lo probaba?... Juan Fernández, José González, ¿dónde estáis ahora? ¡Quién pudiera oír vuestros solecismos! Ay, Tomás, tal vez han muerto defendiendo aquellas ideas que ni comprendían del todo ni menos acertaban a expresar: ¡qué elocuencia la suya!...» le escribe en 1878 a Tomás Tuero22. Nunca se volverá atrás de aquellas experiencias decisivas: «Yo era entonces un niño, pero ya peroraba en aquellas asambleas, con la misma fe que hoy tengo en la causa popular, pero con mayores ilusiones»23. Según un compañero de la época «todos éramos republicanos y Leopoldo el más»24, y comenta J. A. Cabezas: «sufre durante estos meses una verdadera crisis ideológica. Para él no es una borrachera de republicanismo. Es algo más. Durante toda su vida cuando sueña, es con algo parecido a lo sentido por él aquellos días en que creyó con ingenua sinceridad que era llegada la hora de una más alta justicia. Para él aquello no podía ser una broma política, ni una carnavalada popular... Unos años después no podrá resignarse a que todo aquel aparatoso cambio de régimen no pase de un ingenuo juego de palabras»25. Aquel mismo año de 1868, en marzo, empieza a escribir su periódico personal, diario, Juan Ruiz, donde ya es muy fuerte la tendencia satírica. Y en el otoño de 1872, junto con Tomás Tuero, Palacio Valdés y Pío Rubín, estudiantes todos en Madrid, sacan a la luz el periódico Rabagás, de tono marcadamente político y satírico. No es extraño, pues, que Ortega y Munilla bautice a la tertulia en que se reúnen, en la Cervecería inglesa, con el curioso nombre de «Bilis Club». Luego empiezan las colaboraciones en diarios y revistas. No, Leopoldo Alas no llevaba trazas de conformarse con el papel de un curioso espectador.

Sin embargo, su paso a una progresiva madurez crítica no se da sin lucha. Su individualismo apasionado y radical se niega a las nuevas influencias que recibe en Madrid, donde se siente acorralado. Conocida es su actitud de aislamiento, de soledad, de romántica huida en largos paseos por las afueras, o recogiéndose en las iglesias y en los teatros. Pero en la Universidad la ideología krausista de Giner de los Ríos, las lecciones de González Serrano y de Camús, le van absorbiendo poco a poco, dando al traste, derrumbando, la ideología familiar, cuidadosamente edificada en Oviedo. Su religiosidad innata se resiste, pero acaba por ceder. A partir de entonces, «Leopoldo Alas, será precisamente el representante más eminente, dentro de la literatura, de la mentalidad y el gesto ético de los krausistas»26. Aunque abandone lo específico de la doctrina krausista, aunque gire hacia el positivismo y después   —150→   vuelva a abandonarlo, su actitud ética siempre será el eco de la krausista, con su humanismo individualista. El advenimiento de la República, en lo político, y el naturalismo, en la literatura, acabarán por confirmarlo en su nueva ideología. Con ella se presenta a oposiciones a cátedra, gana el número uno y tiene que ver cómo el conde de Toreno se las escamotea. Hasta el ascenso del primer equipo liberal al gobierno de la Restauración, Clarín no obtendrá su cátedra. En 1882 se le destina a Zaragoza, se casa y, en viaje de luna de miel por Andalucía, conoce de cerca, merced al encargo de El día, periódico madrileño, una bronca e injusta realidad social que dejará en él honda huella27. Pese a vivir en Zaragoza, y luego en Oviedo, asegura su presencia en Madrid, a través de sus colaboraciones críticas en diarios y revistas, a través también de sus libros: Solos de Clarín, 1881; La literatura en 1881, 1882; La Regenta, 1884; Sermón perdido, 1885; Pipá, 1886, etc. Artículos y libros que lo irán situando en el panorama literario español hasta convertirlo en un verdadero cacique y dictador literario. Esta primera época de escritor se caracteriza por la violencia de su sátira, por la agresividad, por el implacable análisis de vicios e injusticias, época espléndidamente resumida en La Regenta, aunque también puede verse la tendencia a la exaltación de las «pobres gentes» clarinianas, de los humildes y puros, como en Pipá o Avecilla. Sin embargo, como escribe Beser, refiriéndose al libro de Solos, «tanto en los cuentos como en los artículos domina el radicalismo; la posición ‘izquierdista’ del autor aparece clara en sus ataques a la sociedad española y a las clases conservadoras en nombre de la libertad y el progreso...»28. El principio del libre examen aplicado a la literatura, las primeras referencias al naturalismo, y el continuo relacionar de literatura y sociedad, viendo el arte como educación, como utilidad, como propaganda de unas ideas, son las características esenciales de Solos. Se puede comprobar también el deslizamiento de Clarín desde el krausismo al positivismo, pero sin abandonar por completo el humanismo individualista, propio del primero29. La literatura en 1881, continúa el tono del libro anterior, salvo por lo que respecta a la aceptación del naturalismo y del desprestigio de la novela tendenciosa. También en la misma línea se sitúa Sermón perdido, donde está la célebre frase, prolongación del espíritu de Larra, en la que declara que «Las Batuecas empiezan en los Pirineos», y donde se dice también que el panorama literario español está dominado por la «oligarquía de las nulidades», por lo que agudiza su lucha contra ella a través de su crítica «policíaca» e «higiénica». En la misma línea, aunque con mayor abundancia de crítica seria, se sitúa Nueva campaña (1887), donde se propone luchar «como pueda» contra la «pequeñez general», exaltando por el contrario lo poco positivo que tenemos. También en Mezclilla (1889) domina el pesimismo por nuestro panorama literario, aunque escribe algunos de sus artículos más importantes,   —151→   como el dedicado a Baudelaire. Ensayos y revistas (1892) y Palique (1893) prolongan, respectivamente, las dos líneas fundamentales de la crítica clariniana: la seria y la satírica. Entretanto ha ido publicando sus Folletos literarios, entre los que, en el aspecto de crítica social, destacan Un viaje a Madrid (1886) y Cánovas y su tiempo (1887) por su virulencia. El segundo, en especial, «es una verdadera obra maestra del libelo»30. El último de sus «folletos», Un discurso (1891), señala ya una reacción muy clara contra el positivismo. El nuevo giro está próximo. Sea como sea, lo cierto es que estos libros (recopilaciones de artículos de diversas fechas) coinciden en mantener la actitud de fuerte crítica social típica de Clarín, y lo sitúan, al mismo tiempo, como dictador intelectual de su tiempo. Que libros de crítica, como los Solos de Clarín, alcanzasen cuatro ediciones en diez años, es bien significativo, como también lo es la relación de libros y folletos nuevos, en varios idiomas, que Clarín recibe en menos de un año, desde la publicación de Rafael Calvo y el teatro español hasta Museum: sobrepasa los doscientos. Clarín es uno de los articulistas mejor pagados de España. Hay años en que llegará a cobrar hasta 15.000 ptas. de colaboraciones en la prensa. Como escribe J. A. Cabezas, al iniciarse la década de 1890, «el meridiano literario español pasa ya por Guimarán», la residencia veraniega de Clarín31. Noveles y consagrados temen su crítica, llega incluso a crearse una verdadera atmósfera de terror hacia la pluma de Clarín. Cada vez que se publica un nuevo libro, la frase típica es la de la Pardo Bazán: «Veremos lo que dice Clarín»32. Si sus libros de crítica representan un auténtico revulsivo para el panorama literario nacional no lo son menos sus libros de creación. La aparición de La Regenta, en 1884, es un verdadero escándalo, sobre todo en Oviedo, donde interviene el obispo Martínez Vigil con una torpe y excesiva pastoral, dando lugar a la inteligentísima contestación de Clarín, en una carta que es una obra maestra de la ironía. Clarín, afiliado al partido republicano desde siempre, interviene en la vida política de Oviedo. Sus artículos en «El Eco de Asturias» contra la política ultraconservadora de los llamados «mestizos», son una buena muestra de ello. Incluso respondiendo a las instigaciones de su idolatrado Castelar, se presenta a las elecciones municipales y es elegido por sufragio universal, quedándose sin la alcaldía sólo por dos votos de diferencia. Un concejal republicano en el Concejo de Oviedo de 1891 era algo, al parecer, más bien excepcional.

La década de los años noventa, la última de su vida, presencia un cambio en la ideología de Clarín. Aunque en ningún momento habían desaparecido los impulsos vitalistas, un cierto irracionalismo religioso, de matiz individualista, le hace abandonar un positivismo que jamás fue demasiado arraigado. El humanismo individualista, de raíz krausista, acompañado de un cierto deísmo, se acentúa y parece regir los últimos diez años de su vida. Al parecer, la crisis, a nivel biográfico, fue muy aguda. Tal vez influyeran   —152→   una serie de causas exteriores a su espíritu, además de las interiores, en desencadenarla: la enfermedad, que le produce agudos dolores, la muerte de su discípulo García Pez, el exceso de trabajo y la dependencia abrumadora de la actualidad, con sus exigencias periodísticas. Por otra parte, toda una serie de ataques, crecientes en cantidad y virulencia, contra el Clarín crítico, tan odiado como temido. Ya en febrero de 1889, José Lázaro, director de «La España moderna», escribe a su colaborador Clarín: «por cierto que hay aquí mucha gente que tiene empeño en que no admita nada de usted, y gente gorda»33. Bonafoux le había acusado escandalosamente de plagiar a Flaubert, a Zola, ¡incluso a «Fernanflor»! (1887-88). Su insobornable sinceridad y, también, la dureza de sus ataques y la capacidad ridiculizadora de sus críticas, provoca una oleada de resentimiento que culminará en 1895, con el boicot del estreno de Teresa, el único drama de Clarín, drama de realidades crudas, de ambiente obrero nada refinado, de situaciones violentas. Como escribió un testigo: «En el beneficio de María Guerrero estaban los abonados de los lunes, y no era esta gente escogida y burguesa la más a propósito para juzgar de un cuadro que no se recomienda a las narices ni a los ojos...». El fracaso, en parte natural y en parte provocado, tuvo una repercusión enorme en la prensa, con la publicación de multitud de artículos y folletos, algunos de la peor especie, contra el autor. Sólo el apoyo de unos cuantos amigos, profesionales importantes, le respaldó. Por otro lado, el estreno en Barcelona tuvo muy distintos resultados. Un año después, la muerte vuelve a golpearlo: su madre, a la que adoraba y con quien tuvo un contacto constante, moría de repente. Pero si todas estas causas pueden ser importantes, lo cierto es que el giro no ocurre exactamente en una fecha, y a partir de unos acontecimientos determinados, ni su primera expresión literaria es Cambio de luz (1892). Aparte de que la agresividad contra Clarín es anterior a 189234, ya en el último de sus folletos, Un discurso (1891), edición del discurso de apertura del curso 1891-1892 en la Universidad de Oviedo, titulado «El utilitarismo en la enseñanza», nos lo presenta preocupado por anhelos religiosos, hasta el punto de predicar la necesidad de la religión en la enseñanza, preocupado por la expansión del utilitarismo que ahoga aquellas zonas, las más nobles del hombre, que no tienen una función utilitaria en la sociedad, preocupado en fin por el problema de la muerte, que debemos asumir para captar la verdadera substantividad de nuestro vivir. En sus Ensayos y revistas, publicados en forma de libro en 1892, aunque algunos de fecha bastante anterior (1888 los más tempranos), aparece preocupado por las nuevas tendencias psicologistas y espiritualistas del arte. Sergio Beser ha escrito acerca de ello: «En general, este libro contiene los artículos de mayor extensión escritos por Leopoldo Alas, y en ellos hay pocas señales del radicalismo de sus primeros escritos; en algún momento parece acercarse a cierto espiritualismo»35. El tono agresivo se   —153→   ha perdido en gran parte, se gana por el contrario en serenidad y ampliación de temas. Pero no hay que perder de vista que es toda una época la que evoluciona: Galdós, el más afín a Clarín, escribe Realidad (1889) y Ángel Guerra (1890-91), las dos novelas que definitivamente lo apartan del naturalismo. También Su único hijo (1890), la segunda y última novela de Clarín, está bastante lejos del naturalismo, pese a que gran parte de la crítica contemporánea no lo entienda así. Por último, mucho antes de 1892, su epistolario nos revela la crisis por la que atraviesa Clarín, crisis en la que pone en duda y cuestiona su actitud vital, su arte, sus creencias: «Estoy en una época -¡le escribe a José Yxart en 1887!- de no creer en mis novelas pretéritas ni futuras; sé que esto no sirve ni siquiera para matar la pícara vanidad, sólo sirve para quitarle a uno las ganas de escribir y ganar los cuatro cuartos que le dan por estas quisicosas. Me haría de buen grado lector de un príncipe imperial; yo cobraría por leer y él me pagaría por dormirse»36. Y en 1888 le escribe a Menéndez Pelayo: «Yo ahora no escribo más que para ayuda del cocido (tengo dos hijos ya). Estoy desorientado, dudo de mí en grado máximo, se me antoja ridículo a ratos haberme creído seminovelista y estoy perdiendo una porción de pesetas y gastando la paciencia de los editores que me piden original de libros cuya urdidumbre saben que viene a medio hacer, mientras yo me enfrasco en mi to be or not to be»37.

Pero no por esta profunda crisis ideológica (mucho más difusa, duradera y radical que la de Galdós), abandona Clarín su actitud de compromiso ético. En Un discurso, escribe: «No, no desesperemos; los pueblos no deben ser viejos; no deben contar sus años, aunque deben amar su historia; no está probado que no sea posible una resurrección»38. Dos peligros le obsesionan: la muerte del individualismo a manos del utilitarismo de la sociedad capitalista, o de las teorías colectivistas del marxismo; y los excesos de un individualismo llevado, por oposición, a sus últimas consecuencias, esto es, al nietzscheanismo. Superhombre y masa son los peligros contra los que reacciona su humanismo espiritualista. Tal vez en nada se manifieste mejor la continuidad de su esfuerzo ético social como en su actitud ante el proletariado. Clarín vive cerca del proletariado, habla en sus asambleas, trata de promocionarle en lo que él posee y considera el valor más alto: la cultura. Es Clarín quien lleva la iniciativa en la creación de los programas de Extensión Universitaria. De hecho él había ya reflexionado acerca del Alcance y manifestaciones de la instrucción de los trabajadores (1891) y ahora en 1898 plantea en un claustro de la Universidad la necesidad de extender la labor universitaria, mediante conferencias gratuitas, al proletariado. Su iniciativa fue aceptada y puesta en vigor. En 1901, por otra parte, con motivo de una huelga de los obreros fabriles de Gijón, se le elige como árbitro   —154→   para solucionar el conflicto. Clarín no ignoró ni mucho menos los conflictos crecientes del proletariado, como no se mantuvo al margen del desastre del 98. Supo, además, ver, antes del fracaso, la realidad de la situación: «Yo creo que nunca como ahora estuvo indicado un movimiento liberal. Si España diera un cambiazo y se entendiera, a lo humano, con los Estados Unidos, y aun ciertos elementos cubanos, vendría la paz, y podríamos acabar con lo de Filipinas, dando garantías en una y otra parte de un gobierno democrático, con el respeto de todos los derechos. Con estos hombres de hoy y este criterio de Edad Media es imposible que acabe bien este doble conflicto. ¡Si Castelar quisiera! Él cree acaso que las circunstancias no son todavía bastante apuradas, pero ¿qué mejor hora para ir preparando el terreno?»39. Su actitud de repulsa hacia la España de la Restauración sigue siendo la misma. El símbolo de ella es Cánovas, que cuando vuelve al poder, en 1897, es recibido por una durísima crítica de Clarín: «Cánovas se cree el Mahoma del dios-monarca y considera al país como una herencia real». «A mi ver, más triste que la guerra cubana es el espectáculo que ofrece la Península entregando, sin protesta, al arbitrio de un setentón cansado, reaccionario, neurasténico, con el tic de la manía de ser genio, la solución del conflicto más delicado que se nos ha presentado en lo que va de restauración»40. Lo que ha cambiado, sin embargo, es el tono de su crítica literaria: su intransigencia, su persecución sañuda de poetastros y escritorzuelos, deja paso a un nuevo lema: «No engendres el dolor». El dolor procede de muchas fuentes, una de ellas puede ser el deseo de hacer bien, trocado, al salir de uno hacia los otros, en daño: «mortal, está seguro de esto, puedes hacer daño; hay entre tantos dolores algún dolor que sale originariamente de ti. Por eso... NO ENGENDRÉIS EL DOLOR. El mal que causa tu pluma, el daño que produce tu censura agria y fría en el amor propio ajeno, es cosa tuya por completo; eres creador de algo en el mundo moral; de ese daño, de ese dolor»41. Cada vez más recluido en su casa, más introvertido, se interesa más y más por la filosofía, como lo demuestra el proyecto de las Cartas a Hamlet, o el testimonio de su amigo y biógrafo Adolfo Posada: «Quería abandonar cierta acción militante, agresiva, y dedicarse a tareas de mayor serenidad, de más intensa penetración. La filosofía le atraía entonces con fuerza extraordinaria: deseaba elaborar de alguna manera la filosofía suya, la que tenía adentro, como eje inspirador de su vida de pensador y artista». Claro que esta filosofía sería «una filosofía de fondo ético, de tendencia resueltamente espiritualista, de aspiraciones políticas en el más elevado sentido, y de aplicaciones o consecuencias pedagógicas»42. No lo pudo realizar, una tuberculosis intestinal en último grado   —155→   acabó con él a los 49 años43. Sea como sea, Clarín no separó nunca literatura y vida, y por ello no pudo aceptar el arte por el arte, el esteticismo puro, y se mostró hostil al modernismo, que le parecía un arte de lujo. Como escribe Sergio Beser, «incluso en los trabajos en que se aproxima a las corrientes más o menos espiritualistas e idealistas, el criticismo continúa siendo la base de su enfrentamiento a la realidad externa. L. Alas adopta, ante la sociedad en que vive, una posición crítica; no acepta las ideas, principios y lugares comunes con que esa sociedad se rige, sino que intenta desvelar los verdaderos fines que se esconden tras ellos»44.

Clarín, pues, pese a la cambiante trayectoria de su biografía intelectual mantiene, a lo largo de toda ella, su vocación crítica. Dentro de esta hay determinados aspectos que singularizan su obra entre todas las de su generación. Uno de ellos es su dura visión de la España oficial -que recuerda a la del primer momento noventayochista- y su contraposición a una España latente, que aguarda extraer los frutos de la revolución del 68 -esa España joven del Machado de Campos de Castilla-. De la España oficial le irrita no sólo su estructura, sino incluso, como a los hombres del 98 -Clarín posee la misma sensibilidad refinada y elitista, que lo separa tanto de Galdós-, ese tono general de garbancismo, de pequeñez y pseudocultura satisfecha: cuando en 1885 inicia su «nueva campaña crítica» su esfuerzo se dirige a «mostrar gráficamente, por la argumentación, por la sátira, como pueda, la pequeñez general»45. El patrioterismo, en especial, es una de sus bestias negras: «Hasta para ensalzar las seguidillas manchegas nos subimos a la parra nacional y sacamos el pendón de las Navas», escribe46. Como pone en boca de uno de sus personajes, él tiene reproches muy duros contra una patria que, por encima de todo, lo ha malformado: «Yo no siento la patria. No, no la siento como la debiera sentir... La patria es una madre o no es nada; es un seno, un hogar; se la debe amar, no por a más b, no por efecto de teorías sociológicas, sino como se quiere a los padres, a los hijos, lo de casa. Yo no amo así a España; me he convencido de ello ahora, al ver nuestras desgracias nacionales y lo poco que, en realidad, las he sentido... Además, yo me siento poco español... En cambio, saltan a la vista, me hieren con tonos chillones y antipáticos las cualidades nacionales, mejor, los vicios adquiridos, que me repugnan y ofenden. Este predominio casi exclusivo de la vida exterior, del color sobre la figura, que es la idea; de la fórmula cristalizada sobre el jugo espiritual de las cosas; este servilismo del pensamiento;   —156→   esta ceguera de la rutina, y tantas y tantas miserias atávicas contrarias a la natural índole del progreso social en los países de veras modernos, me desorientan, me desaniman, me irritan... Ella a mí no me ha dado lo que yo más hubiera querido, una sólida educación intelectual y moral, que me hubiese ahorrado esta farsa de semisabiduría en que vivimos los intelectuales en España. No puedes figurarte lo que padece mi amor a la sinceridad, hoy mi fe, con este fingimiento de ciencia prendida con alfileres a que nos obliga la mala preparación de nuestros estudios juveniles»47.

Frente a esta España oficial, Clarín esgrime su esperanza en la que, antes o después, ha de continuar el hilo de los acontecimientos del 68. Entonces, dice, era un niño, aunque tenía ya «la misma fe que hoy tengo en la causa popular, pero con mayores ilusiones». La República fracasó por falta de cohesión de los federalistas: «aquello era algo poco firme, inorgánico... Por eso no duró la República. Si el socialismo lleva a ella ese espíritu de organización, de Iglesia, que recuerda vagamente lo que leemos de los primeros cristianos, la República vencerá de seguro»... escribe en 190048. La revolución ha pasado, en efecto, ahora vivimos la Restauración, «pero aunque ésta (la revolución) en el aspecto político deje el puesto a la reacción, en lo que más importa, en el espíritu del pueblo, la obra revolucionaria no se destruye, arraiga cada vez más» y produce su fruto en las costumbres, la vida pública, el arte, la ciencia, la economía, etc....49. En 1893, al hacer una valoración de sus resultados, la consideraba como primer paso necesario hacia toda futura mejora social. No es que Clarín pida una vuelta al período revolucionario: piensa que los efectos de este siguen desarrollándose bajo la aparente calma conservadora. Sus esfuerzos se dirigen, entonces, a criticar ásperamente el marasmo intelectual y vital de la Restauración. Toda su obra narrativa tiene como fondo un panorama social en que las clases dirigentes, cerradas a todo aire de renovación, vegetan en una pseudocultura que sustituye y elimina los impulsos más vitales. El mundo de la Restauración, desde su cultura hasta su política, desde su literatura hasta su ciencia, desde su vida social hasta su vida religiosa, es un mundo «pseudo», falso, híbrido, que vive de unas formas en las que nadie cree pero que todo el mundo trata de conservar para cerrar el paso al cambio, lo que más se teme. El juego parlamentario es una burda mentira apoyada sobre el caciquismo y el marasmo cultural; la aceptación oficial de conceptos como el de «Libertad» y «Soberanía popular» y su institucionalización ha sido realizada para impedir una auténtica libertad y soberanía nacional. El símbolo de todo ello, de todo el sistema, es Cánovas, de ahí la saña con que Clarín lo persigue y ridiculiza. Clarín confía que los efectos revolucionarios, pese a todo, acabarán por surtir su efecto. Él trata de colaborar en ello con su lucha por la expansión de la cultura y la depuración del gusto artístico. Desde la prensa, busca afanosamente   —157→   destruir la mala literatura, que se convierte para él en algo así como los «magos» y «encantadores» de D. Quijote. La mala literatura le obsesiona, le desvela, le vuelve histérico; la persigue con una mordacidad, una crueldad y una meticulosa paciencia desproporcionadas para el objeto en que se aplican. En contraste exalta encendidamente a los representantes de la buena literatura. Esta clásica distinción entre la crítica satírica y la crítica intelectual en Clarín no tiene otra explicación que la que él dio. Para Clarín la labor crítica es una labor social, está destinada única y exclusivamente a formar el gusto del pueblo, es una labor de cátedra y con la cultura del pueblo no se puede jugar. De ello depende, en la concepción clariniana, el porvenir de España. De ahí que haga una distinción radical: lo malo (lo que deforma la cultura del pueblo) y lo bueno (lo que la forma), la actitud satírica (destinada a destruir lo malo) y la actitud exaltadora (a realzar lo bueno). Es una simplificación y él lo sabe, pero es una simplificación útil, necesaria, producto de una estrategia, cuya única finalidad es colaborar en el proceso de la regeneración española. De ahí los extremismos a que recurre muy conscientemente. No cabe andar con matices y distingos, porque se correría el riesgo de no ser entendido, de crear la confusión. Cuando años más tarde, en la década de los noventa, observe, como Galdós, que el país no avanza sino que va de mal en peor, empieza a dudar del propio esfuerzo. No duda nunca de la posibilidad de una nueva España, de lo que duda es de la fecundidad del trabajo de su generación para llegar a ella. «Yo, que no respondo de mi generación, confieso que la encuentro muy mediana y no espero de ella milagros, y si los hiciese, que me los claven en la frente». Por contra: «el remedio ha de venirnos de las generaciones futuras si sabemos ir preparándolas, una educación que nosotros no tenemos, dicho sea de pasada»50. Pese al desencanto, no cesó nunca de preparar el terreno de una futura regeneración progresista de la sociedad española y lo hizo desde su posición de intelectual nato, confiriendo a su labor cultural unos objetivos fundamentalmente sociales.




ArribaAbajo Dolor y humorismo: la catarsis liberadora

La insatisfacción frente a la sociedad surgida del 68, el temor ante el desarrollo capitalista y la amenaza que supone para el humanismo individualista, el miedo ante el sentido colectivista de la filosofía del marxismo, la desconfianza frente al irracionalismo egótico de ciertas corrientes culturales del momento, el desconcierto mismo frente a la crisis cultural de finales del XIX, todo ello dibuja el resbaladizo espacio sobre el que, lúcidamente, se mueve Clarín, y en el que penetra una y otra vez la sensación de desencanto, propia de aquellos intelectuales burgueses «de izquierda» que, en un momento clave de la historia, sopesan el desmoronamiento de un   —158→   sistema cultural -el correspondiente al capitalismo liberal- y no entienden, o rechazan a nivel intuitivo, la alternativa de una cultura proletaria. (Pese a toda su comprensión y simpatía hacia el proletariado, Clarín siempre pensó que la cultura era un bien de las clases elevadas que los intelectuales debían hacer descender hasta el pueblo: incluso cuando piensa en el momento en que «millones de obreros consigan su propósito de descansar algunas horas al día, y lleguen a leer, a estudiar y a meditar» -artículo del 14 de mayo de 1890 en «La Publicidad»-, está pensando en proporcionarle una cultura burguesa. El proletariado podrá cambiar, con su ascenso a la cultura, los gustos literarios, es cierto, pero no es menos cierto que lo hará en tanto que público espectador y no en tanto que clase social que, al elevarse, configura toda una nueva cultura y cesa en su papel de receptor pasivo. La visión de Clarín del papel del intelectual con respecto al proletariado está impregnada de paternalismo.) Estos intelectuales se convierten en testigos claves de esa situación de crisis -como más tarde Machado, Valle-Inclán o Lorca- y algunos, como es el caso de Clarín, reconvierten esa sensación de desencanto en invitación al trabajo transformador, en impulso reformista. Dos de los procedimientos más característicos para ello son, en la obra de Alas, la tristeza y el humorismo. Ya Menéndez Pelayo, al escribir a Clarín para darle cuenta del recibo y lectura de Su único hijo, le dice: «encontré la novela un poco dura y despiadada con las necedades y torpezas del pobre género humano, y excesivamente saturada de tristeza decadentista»51. Por otra parte, también sus novelas y cuentos rezuman tristeza por todas partes: tristeza que es a veces melancolía, suave y difusa, como en La reina Margarita, El Señor, Superchería, etc., o dolor compasivo, como en Doña Berta, ¡Adiós Cordera!, El Quin, o dolor indignado, como en Boroña, Don Urbano, El gallo de Sócrates o La mosca sabia. A veces es incluso asco e impotencia, como en La Regenta, Cuervo, o Su único hijo. La tristeza a través de todos sus matices está presente en toda la obra clariniana. El mismo escribe: «¿Qué será, que apenas hay un buen libro moderno que no nos deje tristes?»52. Ahora bien, en el dolor, Clarín encontrará no un camino sin salida, sino la posibilidad de una reacción; tristeza y dolor, asumiéndolos, liberan, permiten reaccionar contra las causas que lo provocan en busca de una superación de estas causas. La catarsis aristotélica cobra en Clarín una gran importancia gracias al sentimiento del dolor. «Crear es purificarse», para Leopoldo Alas, como ha escrito Emilio Clocchiatti53, pero también la labor crítica es una purificación. De este modo, la tristeza clariniana se transforma en esperanza: «La tristeza, como su origen el dolor, llegan a transformarse para Leopoldo Alas en motor de avance histórico»54. Él mismo lo escribe así: «Las naciones, como los individuos, progresan con   —159→   el dolor... es un sueño que ni siquiera tiene algo de generoso, la aspiración de dar a un pueblo atrasado, preocupado, viciado en la médula de su existencia, una paz eterna, una vida próspera, una salud inquebrantable, sin curarle, sin removerle, sin aplicarle todos los dolorosos remedios que necesita»55. Es exactamente la filosofía opuesta a la del Unamuno de San Manuel Bueno y mártir. La tristeza, para Clarín, no viene de los escritores, no viene de Zola porque Zola sea un hipocondríaco, sino que viene de la realidad misma: «Las tristezas del mundo no nacen de las lamentaciones ni de las filosofías desesperadas, sino de la realidad misma»56. El escritor está obligado a reflejar la realidad en toda su imperfección, incluso en sus aspectos más repugnantes, para provocar el dolor en el que lee, sólo así, mediante el dolor, el lector podrá reaccionar frente a la realidad que lo causa. Por eso la tristeza clariniana no conduce nunca al pesimismo, como él tuvo mucho cuidado en señalar57.

También el humorismo de Clarín es un resorte «catártico» de la misma estirpe que la tristeza. El humorismo clariniano es enormemente rico y abarca toda una serie de registros: desde el humorismo lírico al puramente cómico, a la ironía sutilísima, al sarcasmo tajante, al esperpento grotesco. Todos estos registros no son, sin embargo, más que el producto de una misma situación: las aspiraciones del yo son muy superiores a la realidad. Cuando el yo contempla la realidad, esta aparece mezquina, pequeña, ridícula. Esta actitud de superioridad del yo puede conducir a dos situaciones muy diversas o bien a la renuncia asqueada de la realidad y el refugio en una mitología personal, o bien al doloroso registro de esa realidad, ridiculizándola para, al hacer evidente su carácter grotesco, superarla y transformarla. Valle-Inclán es un caso típico del escritor que ha recorrido ambos caminos: de Las Sonatas al Ruedo Ibérico puede comprobarse la diferente función del humorismo. También en Clarín se dan ambas actitudes, sin embargo, su postura ética, criticista y hondamente preocupada por la realidad social, no le permiten refugiarse en una aristocratizante y desdeñosa torre de marfil, que a veces parece asomar en su obra (en Vario, por ejemplo, o en cierto decadentismo observable en La Regenta, como ha señalado Ventura Agudíez58), sino que le impulsan hacia un humorismo lírico, redentor por sí mismo (Doña Berta, ¡Adiós Cordera!), o bien hacia un humorismo cruel, sarcástico, en que ironía, sarcasmo y esperpento se alternan y funden. Es cierto que hay otros aspectos en el humorismo de Clarín. Por ejemplo, en su crítica   —160→   satírica, en la que el humorismo se justifica por la necesidad de ser ameno para atraer al público. Pero aún así es el producto de una función liberadora, catártica: se trata de desenmascarar «la decadencia por tontera nacional...»59. También es cierto que el humorismo de estas críticas satíricas se justifica por necesidades de creación. En ellas la crítica no importa tanto como la sátira, que llega a independizarse de su objeto, como la de Quevedo o muchas de Larra, para convertirse en género creativo independiente. Clarín, sometido a las exigencias del periodismo, no podía «crear» cuanto hubiera deseado: sus sátiras son una a modo de compensación por lo que trata de convertir la crítica, género no creativo, en creación. No es extraño que muchos de sus mejores relatos satíricos se publicaran en colaboraciones donde lo que se le pedía era crítica, ni es extraño que al publicar esas colaboraciones en forma de libro, Clarín incluyera los citados relatos. Pero aún así obedecen a motivaciones criticistas. Estos relatos suelen fustigar, a veces con una crueldad evidente, determinados modos y conductas vitales. El humorismo de Clarín es el producto de un contraste entre ideal y realidad. Ya González Blanco, aún reconociendo el carácter naturalista de la novela de Clarín, no lo incluye en el capítulo sobre el naturalismo, sino en uno titulado «La novela humorística», justificándose así: «Absolutamente nueva, y conquista indiscutible del siglo XIX, es aquella fase del humorismo que no se trasluce en chocarrerías cómicas, ni siquiera en sátira mordaz, sino en un sentido de la realidad que se resuelve en doloroso sarcasmo, doliéndose de la impotencia de no mejorarla, y expresando la amargura que esto produce en los espíritus selectos por medio de una especie de alegría triste o de risa mezclada de llanto...»60. Estas afirmaciones son enteramente suscribibles hoy en día, salvo por lo que se refiere a la «impotencia». El mismo carácter de enorme dureza con que Clarín utiliza su humorismo implica un inconformismo total y un deseo de superar realidades defectuosas. Gramberg, que ha estudiado el humorismo clariniano, afirma que éste se caracteriza por tres rasgos fundamentales: actitud ética y crítica, espontaneidad estilística y concepción idealista del mundo61. Beser, por su parte, afirma que es el «resultado de una visión crítica de base ética, que tiene como motor la liberación del hombre de las mistificaciones que lo envuelven, sean literarias o vitales»62. De hecho, sin embargo, el que mejor ha estudiado el humorismo clariniano es el propio Clarín, refiriéndolo a lo que él llama «humorismo español», a diferencia del alemán. Este es producto de una actitud egoísta, que se cierra sobre sí misma, abandonando el mundo que nos deja insatisfechos. Es más una posición estética que ética. Jean Paul y Richter, que lo representan, lo que buscan con el humor es «el contraste del fondo y la   —161→   expresión, de la forma y la intención inicial para satisfacer necesidades de libertad individual». Valera, en España, responde a este tipo de humor. El humorismo español, por el contrario, representado por Cervantes, Tirso, Quevedo, Larra (pero no por Estébanez Calderón ni por Mesonero Romanos) «no es un juego lírico en que la risa y las burlas y pequeñeces se buscan para descansar de las profundidades graves que agobian, sino que es como correctivo del excesivo idealismo que el español lleva en el alma; es un miedo a hacer la bestia por ser demasiado ideal; no es un realismo neto (que también hay por acá, y tienen otros y es otra cosa), sino como un vejamen oportuno, medicinal y al mismo tiempo genio satírico por el contraste inverso, a saber: por la comparación del bien ideal con que se sueña y en que se cree, con las realidades bajas, con que se tropieza, para las que se tiene vista de lince y que se pintan bien para censurarlas del mejor modo, que es hacerlas ver como son ellas»63. Esto es: hay que impedir la quijotización, pero tampoco se puede ser Sancho. Bonis Reyes es tan ridículo cuando se desliza por sus retóricos ensueños románticos como cuando se aferra a sus zapatillas.






ArribaAbajoEl sentido de su evolución

De todos los novelistas del siglo XIX, Clarín es el de menos producción con mucha diferencia. Frente a la fecundidad de los novelistas de su época, simbolizada en la inmensa obra de Galdós, Clarín escribe sólo dos novelas: La Regenta (1884-85) y Su único hijo (1890), a más de fragmentos y esbozos de otras tres: Speraindeo, Una medianía y Juanito Resco, que tenían que formar una tetralogía con Su único hijo64.

Aparte de sus novelas, casi un centenar de narraciones recogidas en seis libros: Pipá (1886), Doña Berta, Cuervo, Superchería (1892), El Señor y lo demás son cuentos (1893), Cuentos morales (1896). El gallo de Sócrates (1901), el último de los cuales es una recopilación póstuma no preparada por el autor: Doctor Sutilis (1916).

El resto de su obra es crítica, recogida a su vez en dieciocho libros por Clarín, dejando sin embargo toda una extensa serie de trabajos, colaboraciones, artículos, prólogos, etc., sin recopilar, por lo que son de dificilísima consulta.

No hay mucho, pues, que clasificar. Y sin embargo, una clasificación de la obra narrativa de Clarín se presenta con muy arduos problemas que   —162→   resolver. Si nos atenemos exclusivamente a las dos novelas, son evidentes, de una a otra, toda una serie de transformaciones, pero a la vez toda una serie de continuidades. Si se pretende, para aclarar el problema, estudiar los cuentos, la cosa se complica mucho más, pues además de la imprecisión de fechas con que se trabaja, los relatos de Clarín parecen no evolucionar en ningún sentido, divididos, desde el primer momento, en dos grandes grupos: los satíricos (referidos a pseudointelectuales y otros tipos que falsean la vida abstrayéndola en fórmulas: el político, la señorita snob, la dama de la beneficencia, etc.) y los que podríamos llamar relatos de la ternura y el humorismo lírico (referidos a niños, viejos, animales, gentes marginadas y humildes, etc.). A estos dos grupos se podría añadir un tercero, el de los intelectuales positivos, a la búsqueda de valores auténticos (Cambio de luz, Superchería, Vario, Un Grabado, El frío del Papa, Viaje redondo, El sustituto, etc.). Estos tres grupos temáticos permanecen constantes desde Pipá (1886) hasta El gallo de Sócrates (1901). Todo lo más puede distinguirse una cierta preferencia cuantitativa por unos o por otros. Así, en Doctor Sutilis (1916) y en Pipá (1886) predominan cuantitativamente los satíricos. El libro de Doña Berta, Cuervo y Superchería es el equilibrio de las tres tendencias: uno por cada. El Señor y Cuentos morales presentan el predominio de las dos tendencias valorizadoras, positivas.

Para dilucidar el problema de la evolución de Clarín partiremos de tres bases: el estudio de su personalidad creadora, tal como lo hemos realizado; el análisis de su crítica frente a las grandes corrientes novelísticas del XIX: tesis, naturalismo y espiritualismo; el análisis de las novelas, refiriéndonos cuanto podamos a los cuentos.

En la novela del XIX, partiendo de la herencia costumbrista, se sucederán una serie de corrientes que girarán sobre un único eje: el reflejo de la realidad en su abstracción (novela de tesis), en su materialidad (naturalismo), y en su interioridad (psicologismo y espiritualismo), con un apéndice final (mitología o imaginación alegórica). En España ninguno de estos movimientos, como ya hemos visto, supone una ruptura con el anterior, sino una intensificación. La novela de Galdós es, en este sentido, la más coherente; la de Pereda la más indiferente, la de la Pardo Bazán la más abrupta. Al no suponer el naturalismo español una ruptura total, estas tres corrientes se presentan como fases diferenciadas de un mismo movimiento: el realismo. Muy esquemáticamente, las fases de esta evolución podrían situarse, cronológicamente, del modo siguiente: 1870-1880 (novela de tesis), 1880-1890 (naturalismo), 1890-1900 (espiritualismo).

Cabe preguntarse ahora cuál fue la actitud de Alas ante esta evolución. En primer lugar, Alas es perfectamente consciente de esta progresión novelística: «La novela es el género único que en España prospera», escribe, y en sus críticas encontramos, con mucha frecuencia, referencias al proceso evolutivo. En los primeros años de su actividad crítica, influenciado por su radicalismo político, acepta la novela de tesis y aún defiende su necesidad. Divide a los novelistas en dos bandos: «En la novela hay dos bandos...   —163→   luchan el pasado y el presente, luchan la libertad y la tradición», escribe65. A un lado Galdós (cuya tolerancia se convierte en progresismo debido al fanatismo español) y Valera (pese a su formalismo), al otro Pereda y Alarcón. La Pardo Bazán ocupa una posición intermedia. La evolución de Galdós tendrá una gran influencia en Alas: se identifica totalmente con él. Cada nuevo giro de Galdós, tendrá su equivalente en la crítica de Clarín. Los artículos sobre las novelas de aquel marcan siempre los cambios de la actitud de Alas hacia la novela, así los artículos sobre La desheredada y sobre Realidad. La aceptación por parte de Clarín de la novela ideológica puede seguirse hasta el primero de estos artículos y tiene su expresión máxima en «El libre examen y nuestra literatura» (en Solos de Clarín). ¿Escribió Alas novelas tendenciosas? Para algunos críticos contemporáneos La Regenta era evidentemente una novela de tesis. En la actualidad, B. J. Dendle la incluye en su estudio de The Spanish Novel of Religious Thesis y la clasifica entre las «teológicas», a diferencia de las «agnósticas». La tesis de La Regenta sería un formidable ataque contra la falta de verdadera religión en Vetusta, no contra la religión en sí misma. Sin embargo, cuando Dendle analiza las técnicas de la novela de tesis, no habla nunca de Clarín, salvo cuando se refiere a la ironía. Creemos que esto ha sido lo que ha movido a error a Dendle: Clarín mantuvo siempre una perspectiva omnisciente en sus novelas. Esta omnisciencia se refleja sobre todo en su ironía, con la que trasciende a sus personajes. Pero no hay que confundir la capacidad valorativa que el autor se concede a sí mismo mediante la perspectiva omnisciente con la manipulación de la realidad narrativa por una tesis. Las novelas ideológicas son todas de perspectiva omnisciente, pero no toda perspectiva omnisciente implica una novela de tesis: los casos de Balzac, Tolstoi, Baroja, Valle-Inclán, Cervantes, etc., lo prueban suficientemente. Por lo demás, no hay en La Regenta ninguna de las características que definen a la novela de tesis: esquematismo estructural (La Regenta tiene la arquitectura más compleja de todo nuestro siglo XIX), simbolismos situacionales (apenas unos escasos símbolos, que se refieren, sobre todo, al carácter del personaje: la piel de tigre de Ana, el manteo del Magistral, etc.), personajes-tipos (en La Regenta todos están maravillosamente individualizados), espacio abstracto, acción simbólica y cerrada, demostrativa, etc.... Si espacio, personajes, acción, trascienden los límites de la novela regional y localista y se proyectan sobre una esfera universal, no es por la presencia de una presión externa que hace que cada elemento se incluya en diversos planos de significación (religioso, político, cósmico, etc.), sino por el ahondamiento en los elementos en sí (acciones, espacios, personajes) hasta encontrar en ellos lo más esencial de ellos mismos, lo que les hace universales. La gran novela de Clarín no es ni mucho menos, pues, una novela de tesis: en el momento en que se publica, por otra parte, hace ya tiempo (desde La literatura en 1881, 1882) que Clarín ha dejado de aceptar las novelas tendenciosas, interesado ahora en su   —164→   crítica por la novela naturalista. Más fácil sería encontrar la presencia de la técnica tendenciosa en algunos de sus relatos satíricos, aunque cuidando siempre de diferenciar lo que es propio del «demiurguismo» de Clarín de lo que es propio de la tendencia.

¿Cuál fue la actitud de Clarín ante el naturalismo? En el momento de aparecer éste en España, nuestros círculos intelectuales están divididos en dos grandes grupos: progresistas y conservadores. Unos y otros se habían enfrentado en la novela de tesis. Al advenimiento del naturalismo los escritores progresistas tienden a aceptar el naturalismo, rebajándolo. Sobre todo los jóvenes. En 1880, año que se señala como principio del naturalismo español, Ortega Munilla tenía 24 años; Oller, 34; Palacio Valdés, 27; la Pardo Bazán, 28, y los dos críticos del grupo, Alas e Yxart, tenían 28. A este grupo de jóvenes adeptos vino a consolidarlos en su defensa del naturalismo un consagrado Galdós, con la publicación en 1881 de La desheredada. Clarín se apresuró a aclamarla como la novela en la que veía un ejemplo de naturalismo templado, por el cual Galdós, aunque no había seguido las «exageraciones teóricas y menos las prácticas» de Zola, «me ha hecho ver bien claro que muchas de las doctrinas del naturalismo las ha tenido por buenas el autor y ha escrito según ellas y según los ejemplos de los naturalistas». Por todo ello, «considero que debe ser bendito y alabado el cambio que ha sufrido Galdós en su última novela, La desheredada». Este cambio se produce «para bien de las letras españolas»66. Galdós venía a engrosar las filas del joven grupo naturalista: con sus miembros (Alas, E. Sellés, A. Palacio Valdés y J. Yxart) figura en la lista de redactores de la revista representativa del movimiento, «Arte y Letras». Ninguno dudó, y menos que nadie Clarín, en tomarlo como guía del movimiento. «Por fortuna del naturalismo, el único de los grandes novelistas que sin rebozo se declara valientemente su partidario es el mejor de todos, Benito Pérez Galdós»67. El escritor uruguayo Rodó afirma que los artículos de Clarín sobre La desheredada tuvieron la misma significación, dentro de la crítica, que la obra de Galdós, en la práctica novelística, para abrir el nuevo movimiento68. Pero no fue sólo Rodó. En general, para los contemporáneos de Clarín, éste fue el máximo representante español del naturalismo, tanto en la crítica como en la novela. Parece, pues, que la crónica externa de los hechos dan la razón a quienes lo consideraron plenamente naturalista.

Y sin embargo, la crítica posterior, la actual, ha coincidido en negar a La Regenta su carácter naturalista. En cuanto a la actitud expuesta en las críticas de Clarín, se tiende a afirmar que primero fue naturalista entusiasta para luego abandonar el movimiento.

Trataremos de precisar la trayectoria de las ideas clarinianas expuestas en su crítica. Alas escribió dos extensos trabajos exclusivamente dedicados al tema: el prólogo a La cuestión palpitante y el estudio Del Naturalismo.   —165→   Pero aparte de ellos, hay en su crítica abundancia de referencias, incluso artículos que, sin citar al movimiento, reflejan una concepción típicamente naturalista, como el estudio Del estilo en la novela.

En Solos de Clarín apenas hay referencias al naturalismo. En algunos artículos del libro parece ignorarlo. Encontramos luego elogios de Zola, sin citar al movimiento (crítica de El buey suelto, 1879). En cambio, en el artículo titulado «Del teatro», menciona ya al naturalismo, identificándolo como la aplicación de las ciencias experimentales a la literatura. Define lo que es la experimentación incluso: «el aprovechamiento de los datos de la observación». Todo este artículo denota ya la influencia del positivismo, la crítica de Taine y el naturalismo, y postula un teatro naturalista o casi naturalista. Pero es en el libro siguiente, La literatura en 1881, donde el naturalismo se convierte en tema fundamental del libro. Encontramos en él el artículo que puede considerarse como manifiesto español de naturalismo, la crítica de La desheredada, y también dos intentos de proyectar el movimiento a los otros géneros literarios: La lírica y el naturalismo, y la crítica a Haroldo el Normando de Echegaray. El libro siguiente, Sermón perdido, sigue la defensa del naturalismo. En cambio, en el siguiente, Nueva campaña, cambia el tono general: abundan los ataques, no al movimiento en sí, sino a los escritorzuelos que lo degeneran. Se sigue exaltando a Zola y se defiende el movimiento ante los ataques de Valera, pero aparece ya una cierta desconfianza por el hecho de que el naturalismo muestra más interés por la naturaleza que por el hombre, lo cual podría interpretarse como alusión indirecta a la necesidad de una novela psicológica. En Mezclilla sigue la sátira contra los seguidores-degeneradores del naturalismo. Pero aparecen ya las primeras referencias a las nuevas corrientes literarias. No se ataca, sin embargo, al naturalismo en sí mismo. En 1892 aparece Ensayos y revistas: estamos ya en pleno momento de búsqueda de nuevas fórmulas narrativas. Un año antes se había realizado en Francia, por Jules Huret, la famosa encuesta en torno a la muerte del naturalismo. Clarín sigue exaltando a Zola, pero acepta las nuevas corrientes que tienen la misma legitimidad que tuvo el naturalismo. Este no está agotado: le queda mucho que recorrer, especialmente en el teatro. Por eso está dispuesto a defenderlo como antes. Las últimas referencias importantes al naturalismo se hallan en el prólogo de su traducción de Trabajo, de Zola, donde se declara el primero en haber defendido en España las novelas del francés y donde resume su actitud ante el naturalismo: aceptación pero con reservas (reconociéndolo como un «oportunismo», esto es, como un valor relativo e histórico, no absoluto, y negando su solidaridad con el «empirismo filosófico») y donde se declara «tan naturalista como entonces».

Tras este breve examen puede concluirse: 1. Clarín aceptó el naturalismo en el momento de su advenimiento. 2. No lo negó cuando aparecieron las primeras tendencias espiritualistas, aunque reconoció la legitimidad de estas. 3. Aún aceptándolo, le opuso ciertas reservas. 4. Al final de su vida seguía reconociéndole un valor artístico.

Dando, pues, por supuesto que Clarín aceptó el naturalismo, veamos en qué grado lo aceptó y qué reservas le opuso:

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1. Clarín no sólo aceptó el naturalismo, sino que trató de definirlo por su cuenta, disintiendo en varios aspectos importantes del naturalismo francés. Ahí está la gran diferencia de la actitud de la Pardo Bazán con la de Alas. Aquella acepta en parte y en parte rechaza el movimiento francés, y la parte que acepta la considera no propia del naturalismo, sino del tradicional realismo español. En suma: lo que ella acepta es otra cosa que el naturalismo, al menos teóricamente. Alas, por el contrario, recrea el movimiento naturalista. Acepta el movimiento francés y trata de infundirle un giro, el apropiado a la situación, al momento histórico español y, por supuesto, a su propia ideología. Alas, con respecto al naturalismo, se mueve dentro de lo que podríamos llamar «actitud fundadora», «recreadora». La postura de Alas es fácilmente comprensible a la vista del estudio de su ideología. Él defendió la novela de tesis, el naturalismo, el psicologismo y el idealismo, reconociéndoles un valor histórico, relativo, esto es, de oportunidad, oportunista, como diría él: «cada tiempo -escribe- necesita una manera propia, suya, exclusiva, de literatura», y añade: «hay progreso cuando a una época las formas de escribir que usa le vienen estrechas, no le bastan, no expresan todo el fondo de su vida»69. Ahora bien, Alas es a la vez historicista y trascendentalista. El naturalismo es, como las otras corrientes, el producto de una necesidad histórica. Sin embargo, el arte siempre refleja de algún modo la realidad, la vida, y este reflejo debe tender a ser lo más fiel posible, debe tener la mínima intervención posible por parte del autor: las lecciones deben venir de la realidad, no del escritor. La tristeza está en la vida, no en la hipocondría del autor. De ahí que el arte, sobre todo el español, haya sido siempre en cierto modo naturalista. De ahí, en una palabra, que el «oportunismo» que más le atrajo de todos, aquel en que se sintió más a gusto, fuera el naturalismo. De ahí también que, al contrario que la Pardo Bazán, no llegara a abandonarlo nunca, y repitiese siempre que todavía tenía mucho por exprimir.

2. Alas no aceptó nunca exclusivismo alguno. De ahí que se le llamara ecléctico. El naturalismo, como el espiritualismo, son «oportunismos» literarios, y, en cuanto tales, válidos mientras no se pretendan exclusivos. Como tal oportunismo (obsérvese lo personal de su interpretación): «No es la imitación de lo que repugna a los sentidos... porque no copia ni puede copiar la sensación que es donde está la repugnancia... no es la repetición de descripciones de imágenes de cosas feas y miserables», pues aunque todo puede ser tema de una novela naturalista, nada entra por el puro mérito de la fealdad, sino porque existe; «no es solidario del positivismo, ni se limita en sus procedimientos a la observación y experimentación»; no puede ser pesimista, porque ello equivaldría a que el autor impusiese su pesimismo a la novela: si la novela es triste es porque la realidad es triste, luego el naturalismo, al reflejarlo, no le impone pesimismo alguno; «no es un conjunto   —167→   de recetas para escribir novelas, aunque niega el mito de la inspiración»; por último, «no es una doctrina exclusivista, cerrada... no niega las demás doctrinas. Es más bien un oportunismo literario»70. Clarín siguió siempre, para su exposición del naturalismo, un método de eliminación. Resumiendo lo expuesto, el naturalismo que Clarín pretende trata de reflejar objetivamente la realidad. Si esta es fea o triste, la novela no tiene la culpa. La realidad no puede captarse ni con una serie de recetas ni con la inspiración, sino con el estudio atento. Por lo tanto, no hay temas ni asuntos señalados de antemano. El novelista debe ceñirse a lo que le ofrece la realidad. Tampoco hay procedimientos exclusivos: observación y experimentación no bastan. Es muy posible que al escribir esto Clarín pensase en la necesidad del análisis psicológico, que tan magistralmente expuso en sus novelas. Por último, es un movimiento abierto que no niega lo otro, sino que construye lo propio, y lo construye sin relación con el positivismo.

3. Clarín tuvo una intuición verdaderamente genial. La novela naturalista no podía ser positivista porque el positivismo implica una ideología predeterminada en el autor: si lo que pretende es reflejar la realidad tal como es, el autor no puede imponer su ideología a la novela. Luego una novela naturalista no puede ser positivista, como no puede ser idealista ni ninguna otra cosa. Debe ser un reflejo de la pura realidad en sí misma, sólo que entonces el naturalismo ya no es tal naturalismo (en el sentido francés de la palabra: la objetivación novelística es el producto de la filosofía positivista), sino un realismo llevado a sus últimos extremos, instrumento científico de análisis desideologizado de la realidad. Pero veamos la exposición de Clarín: el naturalismo ha nacido por la evolución natural del arte y obedeciendo a las leyes biológicas de la cultura y la civilización en general, y en particular del arte. Es una escuela artística, y en el concreto sentido histórico de que se trata, es predominantemente literatura esa escuela. No nace ni de metafísicas ni de negaciones de metafísicas, ajenas al arte, sino del histórico desenvolvimiento de la literatura, sin más filosofía que la que lleva en sus entrañas, en sí mismo». ¿Hay contradicción en esto? ¿Puede ser el resultado de la historia ajeno a las corrientes filosóficas de la historia? Veamos cómo sigue: «la verdadera filosofía de cada objeto se ve en sí mismo, ahondando, penetrando en lo que le es más esencial, sin recurrir a teorías generales. Lo más esencial de las cosas (su asunto filosófico) no les viene de fuera, sino que se encuentra en su fondo y penetrando en ellas, no buscando en otro lado, es como puede encontrarse»71. Este es el naturalismo de Clarín. No es difícil vincular esta actitud de Alas al gran sueño de la filosofía idealista: apresar el ser-en-sí, apropiarse de la ajenidad en su ajenidad, atravesar los muros que encierran al sujeto dentro de su propia subjetividad. Ahora bien, lo que diferencia la ambición de Alas de la filosofía idealista es lo que la acerca nada menos que al planteamiento revolucionario del materialismo   —168→   dialéctico. Alas, como este, y a diferencia del positivismo, no pretende solucionar el problema de las relaciones entre el sujeto y el objeto a un nivel filosófico: el aprehendimiento de la realidad no lo dará la filosofía positivista; es más, esta lo impide. Cuando Alas reclama la desideologización de la novela y la transformación de esta en un instrumento capaz, partiendo única y exclusivamente de los datos de la realidad, está muy cerca de aquel método que se define como recuperación de las totalidades concretas (aspecto dialéctico) sin hacer intervenir más datos que los materialistas proporcionados por el análisis científico (aspecto materialista), muy cerca de aquella célebre definición que le diera Lenin al materialismo dialéctico: «análisis concreto de la situación concreta». Leopoldo Alas concibe en estos momentos (más tarde esta concepción hará crisis en parte), y más como intuición que como firme y explícita teoría, la novela como una praxis, y esta es una más de las cosas que lo diferencian de Flaubert -el otro gran novelista que tuvo la pretensión de conseguir un arte impasible en el que la subjetividad del artista hubiera sido eliminada-, al comprender que sólo un análisis desideologizado de la realidad puede producir la transformación de esta, o dicho con palabras de Clarín, sólo así podrá conseguirse que «el arte sirva, mejor que hasta ahora, a los intereses generales de la vida, hacerlo entrar seriamente, como elemento capital, en la actividad progresiva de los pueblos, para que deje de ser vago soñar, y haciéndose digno de su tiempo, sirva más al adelanto de la cultura»72. Lo cual implica, finalmente, que si el naturalismo no es un exclusivismo, sino el objeto de una elección entre otras posibles, adoptarlo supone tomar una actitud progresista, de modo que en el simple hecho de elegir el naturalismo el escritor expresa su ideología.

4. Lo que más le atrae a Clarín del naturalismo francés es el concepto de «experimentación». Consiste esta, para él, en una operación delicada según la cual el escritor, sin imponerle nada a la realidad que observa, «ha de ir provocando circunstancias que le obliguen (al personaje) a moverse conforme indica la lógica de los antecedentes, como determinan los datos hallados»73. «Experimentar es poner los datos en condición de producir el resultado que le es propio en determinadas circunstancias»74. Este concepto nos parece importantísimo para entender al Clarín novelista: si lo que pretende es una total objetividad, ¿cómo es posible que distancie tanto al narrador de lo narrado y le conceda tanto papel a la ironía y al juicio valorativo? Mediante la «experimentación», que, en último término, no es más que la «composición» de la novela: «experimentación artística es, en conjunto y en cierto respecto, la misma composición»75. La «experimentación» es lo que define y regula la relación del narrador con lo narrado; esto es, la práctica que el   —169→   narrador (insustituible, a diferencia de Flaubert) realiza sobre los datos de partida, con vistas a hacerlos «producir» una imagen (conocimiento) de lo real.

5. Clarín reconoce el principio de «impersonalidad» del narrador. Hay que distinguir, sin embargo, «impersonalidad» y «neutralidad». El narrador no es neutral, es impersonal. Zola y Flaubert son los máximos ejemplos. La impersonalidad se fundamenta en la exigencia de «la imitación perfecta de lo real». El narrador toma respecto a la obra una perspectiva «en que la naturaleza no sufre, al ser observada y reflejada, las influencias del estado de pasión o preocupación del que observa y la modifica y falsifica»76.

6. La novela es libre y total: «nada hay en la realidad que no pueda ser asunto de una novela... y es natural que ningún asunto se excluya, ni forma alguna se prohíba, porque de lo que se trata es de la posible reproducción artística de toda la realidad, y, por consiguiente, de los indefinidos modos posibles de reproducir todo objeto77. Por eso la novela debe ser el espectáculo total de la vida. Como diría Hegel: la verdad es el todo.

7. Hay un naturalismo español diferente del francés, aunque no ha llegado a formar una verdadera escuela. Los escritores naturalistas españoles no imitan a nadie, sino que adaptan con originalidad. Galdós, que no es naturalista, «resulta naturalista, que es lo mejor y lo que importa»78. Cuando el naturalismo francés decae, en España, por el contrario, «el naturalismo, lejos de estar agotado, apenas ha hecho más que aparecer e influir un poco en la cura de nuestros idealismos falsos y formulismos inarmónicos», por lo que lo más oportuno nos parece seguir alentando esa tendencia, con las atenuaciones que imponga el genio variable de nuestro pueblo... y con las que vayan indicando esas nuevas corrientes»79. Esta última frase parece predecir lo que hará Clarín en Su único hijo: lejos de abandonar el naturalismo, tratar de fundirlo, integrándolo, con las nuevas corrientes.

En síntesis: el naturalismo que reclama Clarín podría calificarse como tendencia a la objetivación pura, indiferente a toda filosofía, caracterizada por una forma abierta, libre, no exclusiva, distanciada, «compuesta» y total.

¿Fueron sus novelas naturalistas? Atengámonos ahora a La Regenta y dejemos para el final Su único hijo. Resulta curioso comprobar la enorme variedad de opiniones al respecto. En general, la crítica del momento la identificó como el más crudo exponente de esta tendencia. Conocidas son las furibundas, escandalizadas y apocalípticas palabras del P. Blanco García   —170→   sobre el naturalismo de La Regenta80. También González Blanco, sólo que, valorándola positivamente, la incluye como «una de las mejores obras del naturalismo español»81. Pérez Galdós escribió que era una «muestra feliz del naturalismo restaurado»82. Pero lo más común, sobre todo en la crítica actual, es distinguir una serie de rasgos naturalistas pero negar su naturalismo integral. Se basan para ello en la riqueza psicológica y en el no determinismo de los procesos; la ven más cerca de la concepción flaubertiana. Todo ello, como puede comprobarse, encaja perfectamente dentro del naturalismo postulado por Alas. La Regenta es una novela naturalista al modo que Clarín entendió por novela naturalista, muy próximo al modo flaubertiano. Incluso como Flaubert, es la encrucijada entre el realismo y el esteticismo decadente. Los elementos decadentes (que se podrían analizar mucho más a fondo) de La Regenta son indudables. Pero son temáticos. No estructurales. La Regenta no es una novela decadentista (como La sirena negra), sino una novela realista con abundancia de motivos decadentistas. Clarín, en España, y en algunos aspectos sólo, representa el mismo momento crítico que Flaubert en Francia: resume su época y al mismo tiempo la desborda fecundando los futuros caminos del esteticismo y del subjetivismo impresionistas.

Queda por analizar la última época de Alas y ver si en efecto hay ruptura con las anteriores, evolución decidida (como en la Pardo Bazán), o asimilación de unas y otras.

Bien sabido es que a finales de los años ochenta se produce en toda Europa una crisis de las formas novelísticas seguida de una desorientación general y de la búsqueda y experimentación por una serie de caminos bien diversos. La crisis llegó a ser tan aguda que Edmond Goucourt llega a anunciar el agotamiento de la novela como género. En este trabajo hemos estudiado de qué modo se siente esta crisis en España a través de la evolución de Galdós y la Pardo Bazán. En Clarín, por su parte, esta crisis viene a coincidir con la que, según sus biógrafos, sufre su ideología. En realidad, lo que quiebra no es la forma novelística, ni la ideología de un escritor: de 1890 a 1910 lo que quiebra es toda una concepción de la sociedad y del hombre. El tono general es una revalorización de las potencias anímicas individuales: la imaginación, la capacidad de sentir el misterio, la voluntad, etc.... Clarín observó este desplazamiento antes que en la novela en la poesía. Se refiere muchas veces a los nuevos «ismos», decadentismo y simbolismo. Se ocupa de los escritores jóvenes y si bien se burla con sarcasmo del modernismo   —171→   como movimiento, va reconociendo poco a poco los valores artísticos de Rubén Darío, Ramón del Valle-Inclán, Jacinto Benavente, Salvador Rueda, etcétera, aparte de Azorín y Unamuno. Estudia a Baudelaire y Verlaine. Penetra en la filosofía de Nietzsche, etc. En cuanto a la novela propiamente dicha, la preocupación puede empezar a advertirse a partir de Ensayos y revistas, donde se recogen tres artículos fundamentales: «La novela novelesca», «La novela del porvenir» y la crítica de Realidad. Escribe Sergio Beser que «nuestro escritor no llegó nunca a adoptar una actitud definida frente a la crisis de la novela; por el contrario, sus artículos dan siempre la sensación de búsqueda y desconcierto»83. La tendencia que más parece atraerle es la de la «novela novelesca», aunque como siempre, rectifica la teoría francesa de Marcel Prévost, y la entiende «no en el sentido de una amplia fábula, sino de mayor expresión de la vida sentimental»84, esto es, se podría comentar, psicológica. Pero sin darse cuenta se pasa de la novela novelesca o psicológica a la poética. Clarín echa de menos en la novela actual la poesía, lo lírico, lo musical. «¿Pero qué es la novela poética? No lo puedo explicar, pero estoy seguro de que sería muy bien venida». La novela poética la consiguió con su espléndida Doña Berta85, la psicológica con Su único hijo. Clarín admite, pues, las nuevas tendencias: «Lo mismo que sostuve entonces el derecho a la vida del naturalismo, sostengo hoy el derecho a la vida de esas otras cosas que doña Emilia llama merengadas y natillas, y que son nada menos que la literatura psicológica y particularmente estética (poética)»86. Sin embargo, a pesar de ello, Clarín no ataca el realismo narrativo y, como observa Beser, ninguna de las tendencias de que nos habla obtiene la aceptación ni el entusiasmo que dedicó al naturalismo, incluso con todas sus reservas87. «Las nuevas corrientes no van contra lo que el naturalismo afirmó y reformó, sino contra sus negaciones, contra sus límites arbitrarios»88. Clarín trata de evitar a toda costa la ruptura con lo anterior. Así, por ejemplo, defiende la novela de Zola, L’argent, de los ataques partidos de quienes consideraban al naturalismo como una fórmula agotada: «del naturalismo, aun a lo Zola, hay que sacar todavía mucho provecho, mucha higiene intelectual y particularmente literaria», escribe89. Las nuevas corrientes son, otra vez, producto de un «oportunismo» literario e histórico. Pero Clarín no se resigna a la pérdida del arte realista. Bien busca conjugarlo con el nuevo: «la esencia del realismo» está «en sacarle la sustancia poética a la vida prosaica»90; bien trata de regresar al estudio social: «¿Quién duda que, pasado algún tiempo, volverá el gusto popular a encontrar interés y atractivo en la pintura viva,   —172→   impersonal, exacta, de las teorías humanas, del dato, sin comentario espiritual del fenómeno natural y social ordinario?»91. Se siente atraído por Tolstoi y en el prólogo a Trabajo de Zola, declara que «Mi alma está más cerca de Tolstoi que de Zola». En este mismo prólogo trata de presentar su pensamiento crítico como una ideología permanente, sin cambios ni evoluciones y, refiriéndose a su prólogo a La cuestión palpitante, dice que «era yo entonces, sin embargo, tan idealista como ahora, así como soy ahora tan naturalista como entonces»92.

Clarín, pues, teóricamente, aun cuando acepta las nuevas corrientes no se siente excesivamente tentado por ellas. De ahí su incertidumbre, su confusionismo. Trata por otra parte de ofrecer una imagen no evolutiva de su crítica, intenta conjugar lo viejo con lo nuevo, y sigue manteniendo la oportunidad no agotada del naturalismo. ¿Cuáles fueron las consecuencias en su labor creativa?

En primer lugar la confirmación de un tipo de relato muy viejo en él: el relato poético. ¡Adiós Cordera!, Doña Berta, El Señor, La rosa de oro, El dúo de la tos, etc., vienen a confirmar un viejo tipo de relato que ya había intentado y cuya máxima expresión es Pipá. En el prólogo a los Cuentos morales, por otro lado, nos habla de que sus cuentos son morales en el sentido de psicológicos, puesto que no tratan de la realidad exterior, sino del «hombre interior»; en este sentido pueden considerarse relatos psicologistas El cura de Vericueto, Vario, Un grabado, Viaje redondo, La reina Margarita y, por encima de todos, Cristales. Habría que estudiar la técnica de estos relatos para averiguar si suponen o no cambio con respecto a los anteriores. Entretanto creo que, con justicia, no puede decirse nada sobre bases firmes. La mayoría de los análisis realizados hasta ahora sobre los relatos de Clarín son análisis de contenido.

En cuanto a Su único hijo es, aparentemente, una de las novelas más difíciles de clasificar de todo el siglo XIX. Y ello no porque sea difícil describir sus características, sino por la rareza, excepcionalidad diríamos, de las mismas. No se parece a nada de lo que se hizo en el siglo XIX: por un lado tiende al psicologismo más extremado; por el otro, al esperpento o a la novela grotesca. Ya J. A. Balseiro notaba importantes cambios entre las dos novelas en la última «hallamos aún elementos naturalistas, y hasta escenas morbosas», pero hay una «tendencia a idealizar estados del alma del protagonista, Bonifacio Reyes»93. En cuanto a la crítica actual, rechaza desde luego el carácter naturalista de Su único hijo. Clocchiatti destaca una mayor abstracción, provocada tal vez por la borrosidad de espacio y tiempo, apenas insinuados. «Y es que Clarín se muestra cada vez más atento al drama único que se desarrolla en su novela, a la vida íntima de los personajes». La novela es, en general, «una inmensa sátira de costumbres y tipos de la época, un alegato apasionado contra todas las formas del seudoespiritualismo. Vale mucho como documento   —173→   de época, no como «experiencia naturalista»94. Para Azorín, la novela «es lo más intenso, lo más refinado, lo más intelectual y sensual a la vez que se ha producido en nuestro siglo XIX»95. Baquero Goyanes, por su parte, señala también la desnudez de ambientación de la novela, la reducción de todos los elementos a lo puramente esencial, al esqueleto. Ello no por indeterminación de espacio y tiempo, porque estos se refieren indirectamente, no por descripción, sino a través del lenguaje de los personajes, de sus pensamientos, de sus reacciones, de sus modos de ser y actuar. Señala también la abundancia de motivos fisiológicos, pero a diferencia de La Regenta, estos son objeto de irrisión, objetos de una ironía que los convierte en grotescos. El naturalismo no solía aplicar la ironía a lo fisiológico. Destaca también Baquero la enorme frialdad narrativa, la falta de aliento cordial del creador hacia sus criaturas (salvo hacia el final, con la «redención» de Bonis), lo que hace aparecer al narrador como implacable, cruel y hasta cínico. Para Baquero Goyanes la técnica de esta novela está muy cerca de la de los relatos de Clarín por lo escueto de su composición. Le parece, asimismo, la novela más «moderna» (no la mejor) de Clarín: con ella parece Clarín escapar de su siglo y verlo en perspectiva, desde fuera, evocándolo irónicamente, de un modo sorprendente y actualísimo96.

Su único hijo parece, pues, representar un cambio respecto a La Regenta, pero no un cambio que se inscriba en otra dirección definida, sino un cambio en el que asimilando los elementos anteriores (profundidad psicológica, atención a lo fisiológico, ironía y mordacidad, intelectualismo, etc.) los supera por una intensificación curiosísima. La Regenta era un mundo y unos personajes en lucha contra él. En Su único hijo el mundo ya no es exterior a los personajes, está dentro de ellos, pero no por eso dejan de luchar. En La Regenta seres excepcionales luchan contra un mundo vulgar. En Su único hijo seres vulgares (otro elemento naturalista: la enorme vulgaridad y pequeñez del mundo descrito) que anhelan ser excepcionales luchan contra su vulgaridad. Si todo el conflicto se ha interiorizado, todos los elementos novelescos lo habrán hecho también: acción, espacio y tiempo se expresan desde dentro de los personajes. La ironía y el intelectualismo clarinianos, por otra parte, se acentúan al máximo: la novela deviene grotesca. Su único hijo da la impresión de ser un dificilísimo equilibrio, una fórmula irrepetible, una novela que no podría haber dado paso a otras. Particularmente, y a título de mera hipótesis, creemos que Clarín pugnaba por mantenerse firme en sus creencias pero que se sentía arrastrado hacia nuevas posiciones, como lo demuestran la abundancia de elementos decadentistas, estilizantes, el intelectualismo noventayochista, la aproximación al esperpento, la preocupación por abismarse en la conciencia del individuo, la vocación lírica de tantos de sus relatos, etc., sin que todo ello consiga romper, sin embargo, una afirmación realista, porque Su único hijo es, todavía y esencialmente, una novela realista».



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ArribaAbajo«La Regenta»: La novela total

En enero y junio de 1885 aparecieron los dos tomos de La Regenta en Barcelona (biblioteca «Arte y Letras», ilustraciones de Juan Llimona). Inmediatamente empezaron a llegar a Clarín testimonios admirativos y elogiosos de dentro y fuera de España. Se habló enseguida de traducciones. Tampoco faltaron las incomprensiones y los silencios, o los ataques insultantes, a lo Bonafoux o Blanco García. En Oviedo mismo, que se creyó objeto de escarnio en la novela, se produjo un verdadero escándalo. Pese a todo, la novela alcanzó un ruidoso éxito, agotándose la primera edición en muy poco tiempo. Poco a poco, sin embargo, debido a una serie de causas (la escasísima producción novelística de Clarín; su importancia como crítico; el nulo aprovechamiento por parte del autor del éxito inicial, el seguir como si nada hubiese pasado, etcétera), la obra se fue sumiendo en un transitorio seudoéxito que acabó por eclipsarla: su longitud, la enorme complejidad y matización del asunto, el poco apoyo que le prestó la segunda novela del autor, hacen que la novela acabe por sumirse en el silencio. Desde la edición de Barcelona de 1908, transcurren nada menos que 38 años hasta una nueva edición, y esta se hace en Argentina.

Y sin embargo, como valor artístico, es difícil dudar, y la crítica así lo ha reconocido, de que se trata de la más lograda creación novelística española en el siglo pasado.


ArribaAbajoLa complejidad conflictiva en «La Regenta»

La Regenta es la historia de cómo unos personajes, inconformes con su situación, anhelan trascenderla y son vencidos finalmente por el mezquino mundo que les rodea. Esto es cierto. Pero absolutamente insuficiente. En el fondo este conflicto se halla en todas las novelas importantes del realismo europeo, con igual o con opuesto desenlace. Lo verdaderamente singular de La Regenta es la inmensa complejidad y riqueza de matices con que lo dicho antes se produce.

Reduciendo a esquema dicha complejidad podría decirse que la novela se estructura sobre dos planos de conflictividad: el plano del conflicto social y el plano de los conflictos personales. En cada uno de estos planos se produciría una gran variedad de subconflictos.

1. El conflicto social.

A) Vetusta, como sociedad de transición entre el antiguo régimen y la nueva sociedad burguesa, vive una serie de contradicciones y luchas internas muy bien observadas por Clarín. En este aspecto la novela trasciende el localismo y se sitúa como drama representativo de una sociedad en la que la evolución burguesa no se ha consolidado, dejando casi intactos los cimientos del antiguo régimen,   —175→   pero dando paso a las ambiciones de la burguesía, a la industrialización y a la aparición del proletariado. Esta sociedad tiene cuatro submundos perfectamente diferenciados:

a) La Iglesia, muy jerarquizada y revuelta por intrigas y luchas internas, y aliada, como institución, a la aristocracia.

b) La aristocracia, pretendiendo mantenerse en el poder y cerrada en sí misma, aferrada a modos de vida encauzados por una disciplina y unos convencionalismos de clase inviolables.

c) Las clases medias, divididas a su vez en una alta burguesía (en gran parte indiana) que pretende integrarse en la aristocracia. Una pequeña burguesía (tenderos, pequeños comerciantes, oficinistas, etc.) que actúa pasiva y estáticamente, mantenida a raya desde arriba por la Iglesia y la aristocracia.

d) El proletariado, que suele vivir al margen (salvo en el entierro de don Santos) de los problemas de los de arriba, muy consciente de sí mismo, de sus modos de vida y de su «diferencia». Un subgrupo está constituido por los servidores y criados, que no producen y que tratan de ascender individualmente aprovechando los vicios de los de arriba. Otro subgrupo lo constituyen los mineros, cuya visión precede en bastantes años a la del proletariado urbano: entonces no eran más que seres brutales, alienados, ignorantes, desorganizados, borrachos y pendencieros. El contraste con el proletariado urbano señala en la novela el avance del movimiento obrero. Finalmente otro subgrupo, apenas aparecido en la novela: el de los pícaros, representado por los monaguillos y niños de la calle.

Entre estas clases sociales predomina una rígida separación marcada en la distribución de la ciudad: La Encinada (Iglesia, aristocracia, servidores, picaresca), la Colonia (burguesía), el campo del Sol (el proletariado). Hay, sin embargo, toda una serie de relaciones: la aristocracia y la Iglesia dirigen la vida social en íntima convivencia. La alta burguesía trata de penetrar en este «tándem» dirigente; para ello trata de «culturizarse» (Páez, Ronzal, Bedoya, etc.), utiliza el turno político (Mesía, Foja), se somete a la Iglesia (Páez), busca el matrimonio con aristócratas (Víctor Quintanar), etc., trata, en una palabra, de entrar servilmente en el «tándem». Aristocracia y alto clero, a su vez, mantienen celosamente sus privilegios: en el casino, en los paseos, en la Iglesia, en la casa de los Vegallana, en el teatro.

B) La novela trata casi exclusivamente de la vida en La Encinada. Como tal es una novela de costumbres y, más allá del conflicto social, refleja una vida enteramente falseada por convencionalismos.   —176→   El convencionalismo general reacciona violentamente ante las excepciones, ante los excesos de singularidad: la Regenta o la honradez y el aislamiento desdeñoso; el Magistral o la ambición de poder personal; Camoirán o la santidad desinteresada. Frígilis y Camoirán viven en un mundo aparte y se inhiben de esta sociedad, lo que les salva, relativamente, de ser víctimas (Camoirán lo es de doña Paula y del Magistral). Pero don Pompeyo, Ana y el Magistral tienen su punto flaco: aspiran a realizar su ideal en Vetusta. Y esto sí que no puede soportarse. Vetusta no parará hasta hundirlos.

C) El mundo social de La Encinada se constituye de individuos. Cada uno de ellos vive su drama particular y reacciona a su modo ante lo que ocurre. Cada uno de ellos es un ejemplo de frustración. Saturnino Bermúdez (la sexualidad reprimida), Trifón Cármenes (la impotencia artística), Visita (la insatisfacción social y amorosa), Ronzal (el bestia que aspira a «señor»), Mesía (la vejez impotenciadora), Obdulia (la sexualidad sin refinamiento), etc. Todos, absolutamente todos, tienen algún motivo de frustración, y el genio de Clarín supo intuirlo al individualizar meticulosamente una cantidad enorme de personajes cuyo comportamiento en la novela resulta inapelablemente lógico: Paula Raíces, Teresina. Ripamilán, Glócester, don Custodio, Víctor Quintanar, Petra, Obdulia, Visita, Pedro (el cocinero), Joaquinito Orgaz, Foja, Frutos Redondo, Bedoya, Saturnino Bermúdez, don Pompeyo, el gran Constantino, Páez y su hija, Santos Barinaga, Paquito Vegallana, el Marqués y la Marquesa, Edelmira, Ronzal, Trifón Cármenes, Somoza, etc., todos ellos perfectamente individualizados.

D) Vetusta es una ciudad geográficamente bien diferenciada: ambiente gris, lluvia continua, callejas estrechas y sucias en el barrio viejo, trazadas a tiralíneas y con casas pomposas en el barrio nuevo. Los alrededores contrastan vivamente con Vetusta. La naturaleza en derredor es la vida; los mejores momentos de Ana, de Víctor, de Frígilis, de Mesía, etc., transcurren en el campo: en la finca de «el Vivero» o en las tierras de caza o de excursión.

2. El conflicto del yo.

Cada personaje tiene su personal frustración. Hay, sin embargo, dos fundamentales y seis importantísimos, en torno a los cuales se desarrolla la acción principal: Ana y De Pas, por un lado, Mesía, Camoirán, Frígilis, don Víctor, doña Paula y don Pompeyo, por el otro. Camoirán es el obispo de Vetusta; don Pompeyo, el ateo de Vetusta: ambos (si se exceptúa a Ana) son los únicos que piensan en Dios. Mesía es el don Juan y el jefe político de Vetusta. Don Víctor es el marido de Ana, y el Magistral su confesor y el jefe religioso de Vetusta.   —177→   Doña Paula es la madre de este y la voracidad humana, la codicia. Frígilis es su antítesis: el hombre que desprecia la sociedad y ama tan sólo la naturaleza.

A) Ana Ozores, la Regenta. Su conflicto es más bien un mundo conflictivo, irreductible a un desarrollo lógico. Ana es hija de don Carlos Ozores, un aristócrata que traicionó a su clase, se fue de Vetusta e hizo de su vida la de un librepensador y un idealista, carente de todo sentido de la realidad. Se casó después con una modistilla italiana (una extranjera), con lo cual su traición se triplicó: librepensador, aristócrata casado con modistilla y además extranjera. Su hija se educó, una vez muerta su madre, bajo la férrea mano de una institutriz. Su infancia la caracteriza una falta de amor familiar. Y ella, por sus condiciones psíquicas, fue siempre una criatura anhelante de amor familiar y protección. Su padre no supo darle nada de esto, su madre había muerto, sólo conocía la férrea disciplina de Camila. Una noche comete la travesura de meterse en una barca con un chiquillo, Germán, el único capaz de darle la cordialidad que tanto necesita. Son dos niños. Cuando los encuentran, todo el mundo abomina y habla de pecado. La maldición social cae sobre Ana: los mismos que la injurian escandalizados la persiguen con ojos de lujuria. Con la maldición social, ahora aumentada (a los crímenes paternos se une «el pecado»), la recogen sus tías, al morir su padre, y la llevan a Vetusta. Ana está al borde de la muerte: su carácter débil, maleable, tendente a la histeria, no ha podido sufrir los dos golpes: el repudio social (por el pecado) y la muerte del padre (la falta de protección). En Vetusta su tormento se incrementa: las tías la engordan para casarla. Su deber, a cambio del sacrificio que hacen por ella (y que se lo refriegan día a día), es sanar, engordar, para casarse. No con uno de «la clase», pues pesan sobre ella demasiadas maldiciones, aparte de la falta de dote. Ana es bellísima. Frígilis la decide a casarse con lo mejorcito a que podía aspirar: un bonachón Regente, esto es, un aristócrata de la burguesía. En su matrimonio, Ana va a sufrir una serie de conflictos internos que se añaden a los ya viejos. Enumerándolos rápidamente: 1. La maldición del «pecado», que pesa en su subconsciente como si lo hubiese cometido. 2. El terror y el desprecio hacia la sociedad, arraigado en ella a raíz del «pecado» y multiplicado en Vetusta, primero en contacto con sus tías y ahora en su vida adulta. 3. El anhelo de protección, de calor familiar, la necesidad de sentirse mimada, querida (en Ana hay toda una mitología familiar: a su esposo lo llama su padre; a su confesor, su «hermano del alma»; a su enamorado, su otro «hermano del alma», etc.). 4. El aburrimiento. Nada tiene que hacer. Su vida está solucionada de antemano y lo que podría hacer, esto es, vivir como una vetustense más, le repugna. Esta situación de tedio, de   —178→   falta de finalidad, unida a su anhelo familiar, se agrava por la falta de hijos: Ana no los tiene y ello le obsesiona. 5. La insatisfacción sexual. Ana posee una constitución rica, pletórica, una imaginación exaltada y ardiente, una sensualidad profunda y refinada pero su marido es impotente. 6. El anhelo de ideal, de finalidad sublime para su vida, siempre insatisfecho; anhelo que intentó satisfacer en la poesía, pero que tuvo que reprimir por la irrisión de la sociedad; y en el misticismo, a través de Fray Luis de León, de San Agustín y de Santa Teresa. Pero todo ello supone sublimaciones imperfectas. Su anhelo de ideal no puede satisfacerse nunca porque no es tanto un anhelo de ideal como una búsqueda de las muy concretas cosas que le han faltado siempre: un padre de verdad, una madre, el amor, tanto el sexual como el espiritual, el deseo de tener una vida llena, etc. Todos y cada uno de estos problemas internos se entrecruzan, combaten, pugnan entre sí, en busca de superarse, de encontrar una solución vital. Siempre a la búsqueda de la solución vital, Ana va reaccionando, y creyendo encontrarla al calor de las circunstancias: 1. La falta de calor familiar y la maldición del «pecado» la conducen, como compensación, al misticismo agudo y a la poesía de su infancia. 2. Una vez adulta, su situación insatisfactoria es compensada, reaccionando siempre a los estímulos exteriores, por el misticismo (llevada de la mano del Magistral) o por la fuerte erotización (incitada por Mesía). En uno y otro caso, que admiten infinidad de variantes, recaídas, vueltas a las andadas, giros imperceptibles en una situación única (la religiosidad de beata, dirigida por De Pas; el «naturismo», dirigida por Benítez, etc.), Ana se enfrenta a la sociedad.

B) El Magistral, Fermín de Pas. En Fermín, como en Ana, se da con fuerza enorme la presencia del pasado. De familia humildísima, se siente devorado por la ambición. Su madre, doña Paula, lo ha impulsado a ello. De familia miserable de campesinos, vivió doña Paula con el ardiente deseo de escapar a la pobreza y el hambre. Todo en ella se concentró y moldeó en torno a este único, obsesivo fin. Encontró la solución al ver cómo vivían las amas de llaves de los párrocos de aldea. No paró hasta que consiguió echar al ama del cura de su pueblo y entrar ella en su lugar. Vino entonces un cura joven, un bendito de Dios. Paula era joven. Una noche sintió el cura una tentación irresistible. Paula se negó. Se arrepintió el cura. Pero toda su vida viviría ya bajo el chantaje de Paula. Paula casó con un antiguo artillero, manirroto y abundante en exceso. La boda la pagó el cura y aun les montó un comercio. Paula, que había podido con el cura, no pudo con el artillero. Quebró el comercio por las generosidades del marido. Fueron a la montaña, donde Fermín se educó como pastor. Un día encontraron el cadáver del artillero, muerto en pelea con un oso. Paula rehízo su vida: montó un   —179→   tugurio junto a las minas y explotó la ignorancia, la bestialidad y el dinero de los mineros. Fermín estudiaba para cura. Paula lo ha destinado desde un principio, le ha metido la ambición en el cuerpo y lo mantiene aparte de todo, mientras ella se las arregla sola en el ambiente sórdido, infecto, de la taberna. Cuando Fermín se hace mayor, Paula se ve obligada a trasladarse. Por influencia del cura va a servir al santuario de la Virgen del Camino, en León, donde Fermín entra, también por influencia del cura, en el colegio de jesuitas de San Marcos de León. Pero Paula no lo quiere jesuita, ni clérigo de misa y olla, y mucho menos misionero, como sueña él. Ella lo quiere teólogo, canónigo, obispo, papa, ¡quién sabe! Es entonces cuando Paula cambia de cura y encuentra al buen Camoirán, canónigo de Astorga, un santo que en cuanto tiene un céntimo lo regala. Paula se convierte en su tirano, se hace «sus ojos, sus manos, sus oídos, hasta su sentido común». El buen Camoirán no sabe nada de los asuntos de la tierra, vive en un reino de bondad beatífica. Paula lo domina, lo tiene en un puño. Consigue que saque a Fermín de los jesuitas y lo lleve al seminario. Allí acaba la carrera y empieza a medrar bajo la protección de Camoirán. Por uno de esos cambalaches de la política, en que los contendientes, al pretender lo mismo, acaban, con politésse, renunciando y eligiendo a alguien que no pertenece ni a un bando ni a otro, que es neutral y, además, santo, se asciende a Camoirán nada menos que a obispo de Vetusta. Camoirán protesta, quiere que le dejen en paz, pero Paula lo doblega. Es nombrado obispo de Vetusta y Fermín llega a Magistral. Desde su posición de Magistral, Fermín domina al obispo, como desde su puesto de Provisor hace y deshace a su antojo, o mejor dicho sirviendo a los intereses de doña Paula, en la administración de la diócesis. Doña Paula y Fermín medran a costa de Vetusta. Fermín es el instrumento con que doña Paula tiraniza a la Iglesia vetustense con el único fin de enriquecerse. Fermín, verdadera cabeza religiosa de la diócesis, y aun político-social, pues se sirve del confesionario para influir en las mentes de la clase dirigente de Vetusta y llevar la ciudad por donde le conviene, es a su vez esclavo de su madre. La ambición de Fermín, que aspira a obispo, a papa, no es más que la sublimación de su idealismo. Toda su poderosa personalidad, su inteligencia superior, su voluntad férrea, su sensibilidad y su imaginación, fueron encauzados desde un principio por su madre hacia la ambición social, hacia el triunfo social. Llevado por su madre, no ha tenido tiempo de poner en cuestión su trayectoria vital. Para impedirlo, para impedir la duda, la reflexión, el replanteamiento vital, Paula Raíces vive constantemente alerta: alimenta su ambición, le procura la satisfacción de los deseos carnales (cuya rebelión podría provocar una toma de conciencia en el hijo) mediante su habilísima política con las criadas, y, sobre todo, le pone ante los ojos   —180→   una y otra vez lo que les ha costado llegar hasta allí y lo terrible que sería si él vacilase, si él se echase atrás. Hasta tal punto está dominado por su madre, a la que, por otra parte, ama intensamente (tal vez porque él, como Ana, necesita amor a fuerza de vivir sin él, y ese amor lo proyecta sobre la única persona que vive más allá del cerco que la represión de sus pasiones ha creado en torno de sí mismo), que, además de proyectar su anhelo de ideal en la ambición social, es impotente para rebelarse. La rebelión, si se produce, tiene que venir de fuera, estimulada por algo exterior, porque su voluntad es una masa informe y maleable en manos de su madre. La crisis empieza cuando su carrera se estanca: su anhelo de ideal, sublimado en su ambición de poder, hubiera podido seguir dormido si, a modo de narcótico, su carrera hubiera ido avanzando, logrando meta tras meta hacia un poder total. Pero no: se siente encerrado en Vetusta, su carrera no progresa, y la tiranía que ejerce sobre la ciudad le resulta insatisfactoria porque desprecia a Vetusta y los vetustenses: son demasiado pequeños, mezquinos, para él, él necesita más, horizontes más amplios, enemigos más fuertes contra los que poder emborracharse en la lucha, contra los que estar obligado a poner a prueba todas sus facultades, contra los que olvidar la íntima insatisfacción. De ello no se da cuenta, o mejor dicho, le da otra interpretación, hasta que aparece Ana. Ana, la mujer más bella de Vetusta, la más inasequible y difícil, representa en principio un escalón más en su ascenso hacia el poder. Pero, poco a poco, el misticismo de Ana le empuja a él, no al misticismo, sino a sentirse progresivamente insatisfecho. Lo que sucede en la mente del Magistral es que de pronto comprende que hay otra cosa que la lucha por el poder, las intrigas, las mezquindades de la materia. El Magistral descubre en Ana el espíritu. Y empieza a amarla precisamente por esto. Yo no creo que el Magistral se enamore carnalmente de Ana y trate de sublimar ese amor carnal en el sentimiento de una fraternidad anímica, como se ha dicho. Ana descubre al Magistral el espíritu, y al hacerlo le revela a Fermín el propio espíritu, despierta en él su anhelo de ideal, el profundo idealismo reprimido, abortado, desde su infancia. El efecto fundamental, al principio, de sus relaciones con Ana es la insatisfacción por su propia vida. Por primera vez el espíritu de Fermín descubre su propio camino. Y es entonces cuando el Magistral entra en su conflicto definitivo: por un lado, no puede rebelarse contra toda su vida, es decir, contra su madre; por el otro, no puede ya renunciar al espíritu. Fermín busca el equilibrio: seguir siendo el Magistral y compensar la insatisfacción que ello le produce mediante su unión espiritual con Ana. Ahí está su error precisamente. Porque pronto comprende que Ana no puede ser suya sólo por el espíritu: otras fuerzas le combaten. Fermín comprende perfectamente la complejidad psicológica   —181→   de Ana. Y al comprenderlo se siente impetuosamente impulsado a desafiarlo todo, a poseer a Ana íntegramente, lo que le lleva a desearla sexualmente. La misma Ana, con sus caricias, sus mimos, le empuja a ello. Ana tiene sueños eróticos y Fermín lo sabe, Ana sufre una profunda insatisfacción sexual y Fermín lo sabe, Ana necesita amor, amor humano, necesita seres de carne y hueso, y todo esto Fermín lo sabe: a Ana no se la puede poseer sólo por el espíritu. El anhelo de serlo todo para ella le lleva inconscientemente a desear satisfacer todas sus necesidades, a desear que fuera de él ella no exija nada, no necesite nada, ni a Dios, ni a Santa Teresa (¡de la que tiene celos!), ni a un hombre. Fermín anhela serlo todo para Ana, precisamente porque siente que Ana no es sólo espíritu, que el espíritu y la carne se confunden, son uno, y al descubrirlo en Ana lo descubre también en sí mismo. Su espíritu, el que ha tardado tanto en encontrar, no es un reino aparte de su carne. Todo es uno. Sólo que Fermín rechaza su descubrimiento. Busca escondérselo a sí mismo. No quiere darle nombre. Y se empeña en el sueño de la fusión puramente espiritual. Es entonces cuando sobreviene el engaño, y es engaño porque Fermín sabe precisamente que la fusión de las almas es un sueño imposible sin la fusión de las vidas, por lo menos en el caso de Ana. «Porque me han robado a mi mujer -exclama al final de la novela-, porque me ha engañado mi mujer, porque yo había respetado el cuerpo de esa infame para conservar su alma, y ella, prostituta como todas las mujeres, me roba el alma porque no le he tomado también el cuerpo... Olvidé que su carne divina era carne humana...»97. Y a pesar de saberlo se niega a reconocerlo y se empeña en mostrarse a sí mismo y a Ana el lado puramente espiritual de su anhelo. El lado bonito, el lado cómodo. En efecto, el lado cómodo. De reconocer las cosas como son, de darles su nombre, Fermín hubiera podido reaccionar en consecuencia: romper con toda su vida anterior y luchar por Ana como lucha Mesía, o renunciar a ella. Pero elige el camino más fácil. Ahí está su error. Seguir siendo el Magistral, seguir siendo el tirano mezquino de un mundo mezquino, para no tener que rebelarse contra su madre y contra toda su propia vida, y vivir la ilusión de un sueño bonito. Pero ello es imposible. La insatisfacción de Ana le hace rebelarse contra su misticismo y, a su vez, Fermín siente cada vez más profunda, agobiantemente, crecer dentro de sí la rebelión y el deseo. Cuando las cosas se precipitan, el sueño se rompe y Fermín tiene que reconocer la verdad: lo que él siente es amor, lo que él quiere es poseer a Ana, lo que Ana es para él es su esposa. Toda la impotencia de Fermín   —182→   brota entonces con una fuerza irresistible: se rebela furiosamente contra la sotana. Pero no va más lejos, no se rebela contra su madre, contra su vida: «temía el escándalo, la novedad de ser un criminal descubierto; le sujetaba la inercia de la vida ordinaria, sin grandes aventuras... Era un cobarde», piensa de sí mismo el Magistral en cierta ocasión. Y cuando desea aplastar, matar a Mesía, y se acerca a la fonda, no puede impedir fingir una visita de cortesía, preguntando por el obispo de Nauplia, que estaba allí de visita, y dejando su tarjeta. Fermín no puede dejar de ser el Magistral, con todo lo que trae consigo, a pesar de todo. A pesar incluso de que sabe que sólo así, abandonándolo todo, lograría la felicidad: «Sí, sí -decía-, yo me lo negaba a mí mismo, pero te quería para mí; quería, allá en el fondo de mis entrañas, sin saberlo, como respiro sin pensar en ello, quería poseerte, llegar a enseñarte que el amor, nuestro amor, debía ser el primero; que lo demás era mentira, cosa de niños, conversación inútil; que era lo único real, lo único serio el querernos, sobre todo yo a ti, y huir si hacía falta; y arrojar yo la máscara, y la ropa negra, y ser quien soy, lejos de aquí donde no lo puedo ser». Se limita a vivir dolorosamente, desgarradamente, su impotencia. Y le busca salida dañina, malignamente: si le hacen daño, él hará daño: ojo por ojo y diente por diente. Hará daño a todos: a Ana, al pobre don Víctor, a Mesía, a sí mismo, a todos. Hay en él, finalmente, un poder demoníaco por el que toda su poderosa, su enorme personalidad, trasforma el desgarro, el dolor, en deseo de matar, de hacer daño, de herir furiosamente y hasta apurar las heces. La historia de Fermín se transforma en la historia de la impotencia del yo excepcional, del individuo extraordinario. Clarín opinaba de su héroe que era un genio y, en efecto, en él todo es desmesurado, enorme, desde su estatura hasta su inteligencia. Ese ser excepcional no puede, sin embargo, liberarse de sus cadenas, de la sotana que le han impuesto sin desearla (porque Fermín no ha sentido nunca a Dios: es más ateo todavía que don Álvaro), de su papel de Magistral y Provisor, de su madre. No puede liberarse pero anhela hacerlo. Por eso se siente atado, impotente: un eunuco. Y busca la salida más fácil, la menos comprometedora, la más cómoda: el sueño de la fraternidad espiritual primero, la repugnante venganza después. Porque no supo encontrar el camino de su yo, al que intuye y vislumbra gracias a Ana, pero al que acaba por traicionar. La doble escena del entierro de Santos Barinaga y de la procesión muestra hasta qué punto Fermín de Pas elige el camino imposible: ayuntar lo degradado y lo sublime, la ambición de poder y el amor. De este modo acaba convirtiendo a lo que más ama en una conquista más, en un paso más en su carrera de dictador vetustense, acaba, en una palabra, utilizando a Ana como un instrumento   —183→   más de su poder. Por eso es precisamente a partir de la procesión cuando Ana abandona al Magistral. El sueño se ha roto. Al Magistral le suceden Benítez y Mesía, a la religión la naturaleza, al pseudoamor místico el amor carnal. Cuando Ana compara la felicidad de éste con las sensaciones experimentadas en su misticismo, estas le parecen mezquinas, diminutas, ridículas. El adulterio, para Ana, es infinitamente más puro que el misticismo. Y sin embargo, lo dramático es que nosotros sentimos que no, que el adulterio de Ana es una caída. Ello no se debe al adulterio en sí, provocado, aparte de por los conflictos internos de Ana, por la estupidez del marido y, por tanto, justificado. Se debe sobre todo a que Mesía es indigno. Mesía es el símbolo de la vida vetustense, su quintaesencia, su ejemplar perfecto. Mesía, con su sabiduría prosaica, su buen sentido, su donjuanismo de andar por casa en zapatillas, su vulgaridad (en la que sólo es distinguida la fachada), su saber ser siempre comm’il faut, está muerto, carece de secreto, de misterio, de intensidad vital, de capacidad de sentir amor, dicha, dolor, de vivir, en una palabra. Nada más opuesto al don Juan romántico y demoníaco que ese don Juan permanentemente atento a su menor gesto, al mínimo detalle de su traje, a su vejez incipiente que le hace administrar meticulosamente su potencia sexual. Fermín de Pas, en cambio, es un ser vivo, ardiente, con una cultura considerable (es el único que realmente «ha leído» en toda Vetusta), que sufre y se desgarra, que pese a su espléndida fachada, su voluntad e inteligencia, pierde el control sobre sí mismo, estalla, se enfurece, llora. Fermín de Pas es un ser sobrecogedoramente vivo. Pero está degradado. Y lo sabe. Y vislumbra una vida más auténtica. Y sin embargo no sabe encontrarla y hacerla suya.

C) El resto de los personajes se agrupan por bloques en torno a estos dos. En torno al Magistral, y en relaciones de oposición y paralelismo, se sitúan: doña Paula y Teresina (núcleo familiar), Camoirán, Glócester, don Custodio, Ripamilán, Celedonio (núcleo clerical), Carraspique, Páez, Olvido, el gran Constantino, Santos Barinaga (núcleo social). En torno a Ana: don Víctor, Frígilis, Petra (núcleo familiar), Mesía (del cual dependen a su vez: Foja, Frutos Redondo, don Pompeyo, Ronzal, Trifón Cármenes), el Marqués y la Marquesa (de los que dependen: Obdulia, Visita, Pedro, Paco Vegallana, J. Orgaz, Saturnino Bermúdez, Edelmira), y Somoza (todos ellos formando el núcleo social). Entre estos dos núcleos hay relaciones, claro está, constantes y muy complejas. Que Ana y Fermín son, sin embargo, los ejes sobre los que gira la situación, viene demostrado por el hecho de que ambos están individualizados por su pasado. No es que los demás no lo tengan, todos lo tienen. Pero en Ana y Fermín este pasado adquiere   —184→   una importancia decisiva: está minuciosamente descrito (dos capítulos enteros dedicados al de Ana) y pesa sobre el presente, condicionándolo. Camoirán y Frígilis, por su parte, sirven para expresar a Clarín el apartamiento del mundo. Ninguno de los dos acepta la realidad. Uno porque no la ve, el otro porque la olvida. Esta no aceptación de la realidad no les conduce, sin embargo, a ningún conflicto; se marginan de la sociedad internándose en un mundo de ideas puras y opuestas: Dios y la Naturaleza. Ese marginamiento, aunque los salva de mancharse, de degradarse como el resto de los personajes, tiene consecuencias funestas. Gracias al vivir en otro mundo del obispo, el Magistral y su madre gobiernan la diócesis y la convierten en un inmundo prostíbulo, en un asqueroso negocio. Gracias al vivir en otro mundo de Frígilis, la Regenta se hunde en su frustración, en su fracaso vital, y aun, en parte, gracias a ese volver la espalda a la realidad, don Víctor muere. Cuando Frígilis interviene y decide hundirse hasta las cejas en el cenagal del mundo, es ya demasiado tarde. Don Víctor y don Pompeyo son dos románticos retrasados, dos idealistas ingenuos y grotescos: don Víctor no vive en la realidad, vive en un mundo de cartón piedra, de comedia de capa y espada, de redondillas, grandes gestos y duelos. Don Pompeyo tampoco vive en la realidad, una realidad prosaica e indiferente a toda idea, ¡cuanto más a la de Dios! El único ateo de Vetusta cree vivir en un mundo donde todos viven, creen y piensan en Dios. Es un don Quijote del ateísmo. Combate por imponer el ateísmo en un mundo al que le importa un pepino la existencia o no de Dios. Cree ser un ejemplo viviente y es una figura ridícula. Los dos son bondadosos, pero los dos son dañinos, porque su incapacidad de comprender la realidad produce daños irreparables: don Víctor no comprende nada del drama de su mujer, ni quiere comprenderlo, precipitándola en el desastre. Don Pompeyo es utilizado en una intriga repulsiva, de la que es víctima el pobre don Santos Barinaga, y participa, de modo indirecto, en la caída de Ana al desprestigiar al Magistral y elevarlo luego al culmen de su poder, forzándola a ella a tomar decisiones exaltadas que acabarán por conducirla, por reacción a las mismas, a los brazos de Mesía. A ambos los golpea brutalmente la realidad, y ese es el momento en que adquieren vida (al sentirse desgarrados) conflictiva: don Víctor vive, por fin, en la propia carne, el drama de honor con el que tanto había soñado; don Pompeyo vive también, en su propia carne, la idea de Dios que tanto había aparentado (en gran parte por prurito de originalidad) atacar. A ambos les cuesta la muerte el descubrimiento. Doña Paula y Mesía son los términos opuestos de todos los demás: ellos conocen la realidad palmo a palmo, centímetro a centímetro, por eso pueden servirse de ella, dominarla y explotarla. Para una y para otro la realidad es algo   —185→   muy satisfactorio: Paula la explota con su codicia; Álvaro la domina en lo político y lo amoroso.

De los dos grandes grupos de personajes se derivan una serie de subconflictos. Por ejemplo, el de Álvaro y Fermín. Ambos luchan por Ana, pero también por el poder. El poder religioso del Magistral es un poder político, como el de Mesía, y por eso tienen que enfrentarse. El poder del confesionario y el del lecho no son más que una misma forma de poder. También el Magistral y el Arcediano, Glócester, se enfrentan por el poder. J. Orgaz y Petra son dos ejemplos, a distinto nivel, de la lucha advenediza, servil, mezquina, por la ascensión social individual. Somoza y Benítez se oponen como la pseudociencia y la ciencia auténtica. Como se oponen a su vez el intelectualismo frío, cerebral y positivista de Fermín de Pas y el vitalismo ardiente, pleno de caridad y solidaridad humana del obispo.

También la ciudad se opone al campo: los únicos momentos en que Ana y Fermín se sienten libres de Vetusta, antes de iniciarse su relación, es en el campo. Ana en sus excursiones con Frígilis, Mesía y don Víctor. De Pas soñando con las alturas: las montañas de su infancia, la torre de la catedral, etc.




ArribaAbajoEl espacio

Lo que caracteriza al espacio humano y natural de La Regenta es su enorme capacidad englobadora, la desmenuzada impresión de totalidad que ofrece. Con una sola novela, como observa Becarud, Clarín capta la totalidad en esencia de la España de la Restauración, consiguiendo en concentración lo que Galdós obtuvo en extensión. «Nadie mejor que él (Clarín) ha sabido, en su época, tomar una ‘distancia’ tan exacta para arrostrar la realidad»98. El mundo se nos ofrece no como en un cuadro de costumbres, sino como un espacio abierto y vivo en el que lo general viene dado a través de infinitud de individuos, cada uno con sus pasiones y su frustración a cuestas, con sus reacciones y pensamientos más íntimos. Si Galdós vio antes que nadie la necesidad de la interacción individuo-marco para explicar tanto al hombre como al medio, Clarín la profundizó y plasmó en multitud de casos captados en espesor, hacia dentro. La Regenta es la crónica de una ciudad y sus habitantes, de sus costumbres y sus excepciones. Pero no una crónica lineal y, por tanto, superficialmente fotográfica: junto al espacio (calles, plazas, casas, barrios, iglesias) y el tiempo (Navidad, Todos los Santos, Difuntos, Semana Santa, primavera, verano, otoño, invierno, las épocas de los sermones y ejercicios espirituales y la de los bailes, los baños de mar, las excursiones) físicos perfectamente especificados, el espacio y el tiempo psicológicos dilatados e inmensos. Si Vetusta, como escribe Pérez Minik, «es la ciudad observada desde todas las alturas y rincones. A todas las horas del día y en todas las   —186→   estaciones del año»99, es también el hábitat de unas personas observadas en todos los recovecos, abismos y retorcidos laberintos de la complicada mente humana.

La Regenta es la novela que refleja la primera década de un régimen nuevo, la Restauración, con todo lo que tiene de supervivencia de lo viejo, de falseamiento de lo nuevo, y de aspiración auténtica al cambio. Esto es precisamente lo que la salva de ser una novela regional, que busca como fin la captación del color local. La novela capta la Restauración como una sociedad en la que la Revolución burguesa no se ha consolidado, no ha destruido el antiguo régimen, sino que, pactando con él, se dispone a vivir una colosal mentira: disimular bajo una costra moderna los modos de vivir tradicionales; superficializar y desviar los verdaderos conflictos para olvidarse de ellos. El problema social se convierte en problema clerical, y si es cierto que hay dos partidos, incluso dos periódicos, no menos lo es que ambos son lo mismo y ambos se esfuerzan por ignorar y hacer ignorar el caldero a punto de estallar que hierve bajo la atmósfera amodorrada y autosatisfecha que se esfuerzan por consolidar.

Esta Vetusta clariniana, de cuya organización político-social ya hemos hablado, está dominada por un clima general de mezquindad y convencionalismo. La primera vez que podemos contemplarla es desde lo alto de la torre de la catedral, desde donde Fermín de Pas contempla su «mezquino imperio» y desde donde «veía a los vetustenses como escarabajos; sus viviendas viejas y negruzcas, aplastadas, las creían los vanidosos ciudadanos palacios, y eran madrigueras, cuevas, montones de tierra, labor de topo...»100. En este clima cualquier aspiración que se eleve más allá del rasero que mide todas las cabezas, está condenada al fracaso más rotundo. Como observa Martínez Cachero, la verdadera y profunda semejanza que une a Flaubert y a Clarín es su enfermedad común. Flaubert está enfermo de aprensión contra la bêtisse humaine: es su manía, la observa allá donde aparezca, la persigue y se ensaña con una satisfacción morbosa, sádica. A Clarín le pasa lo mismo101. ¿Qué son los «paliques» sino un ensañamiento sádico contra la estupidez humana, a la que busca y persigue, concienzuda, meticulosamente, en la subliteratura de su tiempo? Vetusta es una ciudad donde la estupidez es el más general de los atributos. Todos son idiotas, tontos de remate: idiotas buenos (don Víctor, don Pompeyo, etc.), idiotas malos (Orgaz, Ronzal, etc.), idiotas dañinos o inofensivos, pero idiotas, idiotas todos. Sólo que Clarín reviste su manía de la idiotez humana bajo la túnica de lo «pseudo». A Clarín le obsesiona lo «pseudo», esto es, el quiero y no puedo, lo falso, la carátula, las máscaras. La novela está llena de pseudocuras, pseudoaristócratas, pseudosabios, pseudocultos, pseudoelegantes, pseudofrívolos, pseudoliberales, pseudoconservadores. Incluso Ana Ozores es una pseudomística;   —187→   Mesía, un pseudodonjuán, y el Magistral, un pseudoenamorado. Una de las manifestaciones de esta manía por lo pseudo es la refocilación con que Clarín destaca la inenarrable cursilería de los vetustenses. Véase, a modo de ejemplo, el lenguaje de don Saturnino Bermúdez, sabio oficial de Vetusta: «tales fueron los preclaros varones que galardonearon con el alboroque de ricas preseas, envidiables privilegios y pías fundaciones a esta santa iglesia de Vetusta, que les otorgó perenne mansión ultratelúrica para los mortales despojos; con la majestad de cuyo depósito creció tanto su fama, que presto se vio siendo emporio, y gozó hegemonía, digámoslo así, sobre las no menos santas iglesias de...»102. Y esta parrafada, que basta para cubrir de gloria a su autor, no es un discurso, ni un solemne escrito, sino que pertenece a la conversación mantenida con unos ricachos pueblerinos. Ante este mundo infinitamente cursi, en el que destacan sobre todo el bueno de don Víctor, Ronzal (alias «Trabuco»), el señor Páez, el obispo madre (doña Petronila Rianzares), don Saturnino Bermúdez y demás compañía, Clarín se siente dominado por un morbo cruel, sátiro; se arma, como en los «paliques», de lupa y registra una a una las cursilerías, estupideces, tonterías y ridiculeces de cada uno de ellos. Nada perdona ni nada se le escapa. El distanciamiento grotesco impregna la novela de principio a fin.

En gran parte, este mundo vetustense está atiborrado de erotismo. Aparte del erotismo individual de Ana Ozores, de Obdulia Fandiño, de Petra, etcétera, un ambiente de fuerte sexualidad lo domina e impregna todo: la procesión en que desfila la Regenta de nazarena es motivo de una tremenda erotización pública. La escena en que el Magistral asiste a las conferencias de la Santa Obra del Catecismo de los Niños, donde adolescentes e impúberes recitan las lecciones de fanatismo inculcadas a presión en sus mentes, es de un erotismo que no admite parangón en toda nuestra literatura moderna. Las fiestas religiosas, con la consiguiente acumulación de gente en las iglesias, son el punto elegido por toda Vetusta para rozarse, empujarse, entrechocar, mezclarse con una promiscuidad de rebaño enloquecido por la lujuria. Si se organiza toda una conspiración para hacer caer a Ana, es porque nadie soporta la idea de una decencia, de una incontaminación erótica, auténtica. Cuando Ana cae, Obdulia dirá que estaba probado, que ella era como todas, ni más ni menos. Mesía es el héroe, el modelo, el estereotipo perfecto de todos los vetustenses, porque es precisamente la quintaesencia de su erotismo común, vulgar, prosaico, burgués. Este erotismo, en algunos casos, adquiere incluso tintes de aberración sexual, como en el caso de Obdulia Fandiño, cuya expresión más exagerada es la de las sensaciones que experimenta al presenciar la procesión en que la Regenta, de nazarena, con los pies descalzos, ofreciéndose en espectáculo público, revuelve la sexualidad bestial de los vetustenses «¿Cuándo, llegará?, preguntaba la viuda lamiéndose los labios, invadida de una envidia admiradora, y sintiendo extraños dejos de una especie de lujuria bestial, disparatada, inexplicable por lo absurda. Sentía Obdulia en aquel   —188→   momento así... un deseo vago... de... de... ser hombre»103. La misma Ana, con su fusión extraña de ascetismo, masoquismo y erotización, se presenta como un caso muy digno de ser psicoanalizado. En el pasaje en que semidesnuda y con el cabello suelto se contempla en el espejo de su tocador, a la mortecina luz de esperma que se extingue, Clarín describe: «Ana se vio como un hermoso fantasma flotante en el fondo oscuro de alcoba que tenía enfrente, en el cristal límpido. Sonrió a su imagen con una amargura que le pareció diabólica..., tuvo miedo de sí misma. Se refugió en la alcoba, y sobre la piel de tigre dejó caer toda la ropa de que se despojaba para dormir. En un rincón del cuarto había dejado Petra olvidados los zorros con que limpiaba algunos muebles, que necesitaban tales disciplinas, y pensando ella misma en que estaba borracha..., no sabía de qué, Ana, desnuda, viendo a trechos su propia carne de raso entre la holanda, saltó al rincón, empuñó los zorros de ribetes de lana negra... y sin piedad azotó su hermosura inútil, una, dos, diez veces... y como aquello también era ridículo, arrojó lejos de sí las prosaicas disciplinas, entró de un brinco de bacante en su lecho; y más exaltada en su cólera por la frialdad voluptuosa de las sábanas, algo húmedas, mordió con furor la almohada»104. La atmósfera de erotismo se refleja hasta en las mínimas acciones: cuando Teresina hace la cama del Magistral, o cuando Ana muerde una cereza del cesto que le llevan desde el Vivero a Álvaro Mesía, o cuando Fermín de Pas succiona hasta arrugarla una flor entre sus labios. También los objetos, los muebles, los ambientes, están impregnados de un erotismo decorativo: la piel de tigre de Ana, sus sábanas, las ropas de Obdulia, el salón amarillo de la Marquesa, etc.... Junto a este erotismo superrefinado, que se envuelve en una atmósfera exquisita, sensual y decadente, hay otra clase de erotismo, que en el fondo no es otra cosa que el mismo pero en su estado bruto, desnudo y franco: el bosque, la casa del leñador, el pozo de paja en el Vivero, los suaves pisotones y los pellizcos, los juegos promiscuos y falsamente infantiles, etc. Una de estas escenas de erotismo primitivo, cuyo marco suele ser o bien el Vivero o bien las dependencias interiores del caserón de los Vegallana, se confunden en magistral síntesis con el erotismo superrefinado y decadente de que antes hablábamos. Me refiero a la escena de la cocina de la casa de Vegallana (cap. VIII), donde entre mandiles, grasa de cerdo, mermeladas y cacerolas, Obdulia y Pedro se entregan a un juego erótico de roces, caricias subrepticias y picantes insinuaciones.

Un rasgo muy curioso en el mundo de Vetusta es aquel por el que muchos personajes pretenden ser únicos en algo, destacarse de la masa. La ridiculez radical de esta pretensión surge precisamente del contraste entre la aspiración y el logro, entre lo que el aspirante cree ser y lo que es en verdad. Estos «únicos» de Vetusta, lejos de destacarse de la masa, se hunden más en ella como quintaesencias exageradas de lo que no es más que una tendencia general. Así aparecen el único ateo de Vetusta (don Pompeyo Guimarán),   —189→   la única viuda alegre (Obdulia Fandiño), el único nazareno (Vinagre), etc. Asimismo, para la opinión pública, Ana es la única mujer honrada de la Vetusta elegante.

El espacio y el tiempo, como ya hemos indicado antes, no se agotan en su concreción geográfica o cronológica, sino que son desbordados una y otra vez por el espacio interior y el tiempo psicológico. Los quince primeros capítulos (unas cuatrocientas y pico de páginas en edición normal) transcurren en tan sólo tres días, y en ellos, sin embargo, no sólo conocemos todo el espacio físico de Vetusta, sino casi todos los personajes, con su pasado, su conocimiento de otras tierras y su recuerdo de otros tiempos, con sus características peculiares y el mundo dilatado de su psiquismo. Por otra parte, casi la totalidad de la acción de la novela transcurre en el limitadísimo recinto de «La Encinada», pero el espacio novelesco es inmenso, sencillamente porque Clarín no se atiene nunca al espacio ni al tiempo físico. Como veremos en el estudio de la estructura, cuando plantea una situación en un concreto espacio (una habitación, por ejemplo) es para salirse continuamente de la situación y del espacio, bien mediante una asociación de lo que ocurre allí con otro personaje cualquiera, lo que nos lleva a este personaje, bien por la vuelta atrás en busca de antecedentes o causas, bien por la introspección anímica de cada uno de los personajes. Un ejemplo típico es el del capítulo 15, en el que el Magistral y su madre están discutiendo en el comedor de su casa y de pronto se nos traslada al pasado y se nos relata toda la historia de Paula y su hijo. Cuando volvemos al presente la discusión se ha acabado, no se sabe cuándo, y el Magistral está encerrado en su despacho reflexionando sobre su vida y, después, con una simple frase de engarce, perdida en un extenso párrafo, «Abajo era día de cuentas», se pasa a contar la historia de Froilán Zapico, «La Cruz Roja» y la criada que le dio por mujer doña Paula, para volver de golpe al Magistral que, asomado al balcón de su cuarto, contempla a Santos Barinaga, que viene borracho por la calle, y escucha sus imprecaciones. Tiempos y espacios son violados constantemente en su concreción física: en su habitación, y en menos de una hora, pueden transcurrir decenas de años, en lugares muy diversos. Todo es sentido por y a través del hombre. Espacio y tiempo no tienen existencia autónoma-naturalista, sino que son vividos desde dentro por una conciencia que los refleja. No hay casi ninguna descripción en la novela en la que no se incluyan las vivencias de un yo. Podrían darse multitud de ejemplos, pero elegimos uno, por su belleza expresiva y fácil localización: la visión de Vetusta desde la torre de la catedral, por el Magistral, al principio de la novela. Como ha observado Ventura Agudíez, el vocabulario reproduce las sensaciones del Magistral ante la ciudad, sensaciones de voracidad, de hambre de poder, al incluir en la descripción términos como «gula», «gastrónomo», «bocados apetitosos», «trinchante», etc., sensaciones de desprecio, con términos como «escarabajos», «madrigueras», «cuevas», «montones de tierra», «labor de topo», etc. Asimismo, los cambios de tiempo verbal, al describir en imperfecto el barrio de la «Encinada», el pasado de Vetusta, y en presente el barrio de la «Colonia», el barrio rico y nuevo:   —190→   la «Encinada» es ya dominio feudal del Magistral, pertenece a su pasado; la «Colonia» es, por el contrario, una meta, una lucha presente por conquistarla y dominarla. Por otra parte, Vetusta se nos describe siguiendo la trayectoria circular de los gemelos que el Magistral empuña105. Como inmediatamente, al descender el Magistral, y recorrer la iglesia, se nos describirá ésta en un fluir galopante de rápidas visiones, en un carrusel de sensaciones y de impresiones como instantáneas fotográficas, que reproducen exactamente el recorrido del Magistral por el templo. Véase un ejemplo concretísimo y espléndido: el Magistral pasa muy rápido por delante de las capillas de los confesionarios, ocultas entre haces de columnas y sumidas en la oscuridad, y entonces: «De uno de estos escondites salió, al pasar el provisor, como una perdiz levantada por los perros, el señor don Custodio el beneficiado, pálido el rostro menos las mejillas, encendidas con un tinte cárdeno. Sudaba como una pared húmeda. El Magistral miró al beneficiado sin sonreír, pinchándole con aquellas agujas que tenía entre la blanca crasitud de los ojos. Humilló los suyos don Custodio y pasó cabizbajo, confuso, aturdido en dirección al coro». Un instante, una rápida aparición, un choque de miradas, un cruzarse dos personas sin intercambiar una palabra. Esta visión desde el hombre del paisaje, del escenario, lleva consigo la humanización de los objetos: la torre de la catedral es un «poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne...», «índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé», etc. Otras veces, la descripción se hace impresionista a fuerza de movilidad, de agitación interna y de inclusión del yo en la misma. Esta es una tendencia muy clara en Leopoldo Alas. Nadie como él se ha acercado tanto al impresionismo de noventayochistas y modernistas: «Una ráfaga de viento apagó la última luz que alumbraba el cuadro solitario. El reloj de la catedral dio las doce. Se abrió la puerta del salón y pasaron dos bultos. Las pisadas las apagó enseguida la alfombra. Por toda claridad la poca de la calle, producto de la luna nueva y de un farol de enfrente, adulación del municipio nuevo a la casa del Marqués. Al abrirse la puerta se oyó a lo lejos el ruido de la servidumbre en la cocina; carcajadas y el runrún de una guitarra tañida con timidez y cierto respeto a los amos; este rumor se mezclaba con otro más apagado, el que venía de la huerta, atravesaba los cristales de la estufa y llegaba al salón como murmullo de un barrio populoso lejano».

Para dar la sensación de un espacio global unitario y complejo, Clarín se vale de una serie de recursos muy ricos y perfilados. El más elemental de ellos es el de, planteada una situación, dar cuenta de las reacciones, una por una, de todos los personajes envueltos en ella. Más sutiles son otros recursos. El que podría llamarse «técnica del carrusel», por ejemplo. Consiste en reunir a una serie de personajes, bien en un medio muy concreto, o bien ante un problema determinado, e ir dando cuenta de su actitud   —191→   y de su reacción ante el estímulo exterior, pero cuidando de que en el estudio de la reacción de cada uno se inmiscuyan por asociación otros personajes, de modo que se vayan estableciendo una serie de puentes asociativos que van dando un sentido de entramado rotatorio a la visión de los personajes. Este entramado o carrusel puede acelerarse o retardarse: se acelera cuando del problema inicial planteado se pasa, por asociaciones entre los personajes, cuyas personalidades peculiares dan pie al cambio de tema, se pasa, digo, a otra serie de problemas que van entrecruzando rápidamente a los personajes; se retrasa cuando el movimiento del carrusel desemboca en la introspección psicológica de uno de los personajes. Todo el capítulo 18 es un ejemplo perfecto de esto: empieza el capítulo con la llegada de las lluvias invernales a Vetusta, descrita en un bellísimo pasaje. Empieza a darse cuenta entonces de las reacciones de los personajes: Frígilis arrastra a Víctor fuera de Vetusta, escapan de la ciudad, van de caza a las praderas y marismas solitarias de Palomares y Roca Tajada. Víctor tiene el permiso de Ana para ello. Entonces la reacción se desdobla en rápida alternativa Frígilis no echa de menos nada de estas fugas campestres; Víctor sí, el teatro; Frígilis tiene bien arraigada su vocación: la naturaleza; Víctor ha llegado a viejo sin saber «cuál era su destino en la tierra»; se habla de inmediato de Víctor en relación con Ana (el carácter nada dominante de ambos) para pasar de nuevo a la relación Frígilis-Víctor, relación definida por el poder dictatorial del primero: nos abismamos rápida y brevemente en la psicología de Frígilis, luego en la de Víctor, para resurgir hablando de la envidia de Ana a su marido por escapar de Vetusta: Ana se encierra durante el invierno en su casa, lo contrario que Visitación, que va de casa en casa todo el día; Ana piensa cuán fácilmente se adaptan los vetustenses a la vida subacuática y triste del invierno. La Marquesa de Vegallana se levantaba tarde y se gozaba voluptuosa en el calor íntimo de las sábanas, y explica sus reacciones a Saturnino Bermúdez, que suspira. El Marqués aprovecha el invierno para engendrar hijos ilegítimos y don Cayetano Ripamilán dice una frase picaresca al respecto. La tertulia de la Marquesa se anima con el invierno, y se nos da la versión que de ella se imagina Trifón Cármenes. También las tertulias de segundo orden, como la de Visita, se animan. En cuanto al «elemento devoto de Vetusta», según frase de «El Lábaro», acude al templo, incluidos los «socios del Viernes Santo» que comen carne en Semana Santa. En el templo se organizan toda una serie de novenas de gran tradición, y sermones en la Audiencia. El invierno retrasa el plan de higiene moral impuesto por el Magistral a Ana. Pasamos ahora de Ana al Magistral y viceversa, con ingerencias de doña Petronila. Nos abismamos en uno y otro perdiendo de vista el tema del invierno. Volvemos a don Víctor hablando del encierro voluntario de Ana en su casa. Volvemos a estudiar la relación Ana-don Víctor, alejados ya del invierno. De ahí pasamos a la relación Ana-Mesía. Vuelve el tema del invierno, aparecen Frígilis, Visita, Paco Vegallana. Mesía en relación con Ana. Pasamos del interior de ella a lo que sobre ella dicen los demás y después a lo que piensa Mesía, para relacionarlo de inmediato con don Víctor, pues entre los dos   —192→   se afirma una amistad cada día mayor. Visita se vuelve loca de impaciencia por lo poco que avanza Mesía en su conquista, está todo el día fuera de casa. El marido de Visita aparece brevemente. Visita descuida su casa y vive sólo pendiente de su labor celestinesca. Pero ni Visita, ni Paco, ni Mesía rinden a la Regenta, como tampoco la rinde el Magistral, que se impacienta. Con una serie de asociaciones y giros rápidos volvemos a Ana, Mesía, Quintanar, Frígilis y pasamos luego al Magistral que nos lleva hasta Fortunato Camoirán y luego a su actitud de tirano Provisor, para acabar desembocando en la confesión de Ana y en la primera cita Ana-De Pas en casa de doña Petronila, lo que da pie para describirla, cita en la que la acción se remansa en el coloquio ilusionado de la Regenta y el clérigo que acaba en la decisión de Ana de llevar una vida de beata, decisión sellada por el solemne beso del gran Constantino. Así acaba el capítulo. Hemos pasado, a través de rápidas asociaciones, giros y rebotes, de un lado a otro de la novela: desde el tema del odio de Ana a Vetusta, al tema del amor adúltero, al tema del enamoramiento del clérigo, al tema de la fraternidad espiritual, etc., todo ello a partir de la llegada de las lluvias invernales y a través de casi todos los personajes principales de la novela. A nivel de escena simple, no de capítulo, esta técnica del carrusel obtiene muestras espléndidas en la comida del cap. 13 en casa de los Marqueses de Vegallana, o en la agonía y muerte de Guimarán, en el cap. 26. Otro recurso para conseguir este espesor narrativo que caracteriza a La Regenta es, además de las asociaciones de personajes (asociaciones por las cuales en una escena entran personajes que nada tienen que ver en ella, pero que entran al utilizarse una frase característica, un gesto típico, una acción habitual, de ellos), las visiones y narraciones indirectas, por las cuales la acción nos es narrada no directamente, sino a través de un personaje testigo: el infierno en que se ha convertido la vida de Santos Barinaga lo contemplamos desde el balcón del Magistral y a través de sus ojos; la muerte de don Pompeyo la seguimos a través de la elegía de Trifón Cármenes; la promiscuidad en casa de los marqueses la observamos desde la calle, desde la que el Magistral observa, sumido en la oscuridad, las sombras que se rozan y se besan en el balcón iluminado del caserón, etc.

El espacio se constituye, como hemos visto, a través de los personajes que lo habitan y por las relaciones que los unen y separan. Pero en bastantes ocasiones este espacio se independiza de los personajes y queda reflejado en espléndidos cuadros de costumbres de la vida decimonónica de la Restauración. Estos cuadros de costumbres tienen siempre una relación clarísima con la acción y, por lo tanto, no carecen de función novelesca como muchas veces en Pereda. Algunos de los cuadros de costumbres más perfectos son los de la vida en el casino, la descripción del teatro, el juego de los niños en el Espolón, la fiesta de Navidad en la catedral, la escena del paseo de los obreros, etcétera. A veces la descripción costumbrista se pone en boca de uno de los personajes, como la que hace Somoza (cap. 12) de la educación de las hijas de familias fanáticamente religiosas; basándose en un caso particular (las hijas de los Carraspique), su descripción alcanza un tono típicamente costumbrista.



  —193→  

ArribaAbajoLa acción

La acción se establece sobre una bipolaridad fundamental: Ana-De Pas, que intentan sublimar las aspiraciones de sus respectivos «yos» en una experiencia platónica. Englobando esta bipolaridad, un círculo colectivo cuya presión, uniéndose a la ejercida por los afanes eróticos de los mismos Ana y De Pas, frustrará la experiencia platónica precipitándolos en una caída brutal. La presión social de Vetusta (incluido Mesía) y el erotismo de Ana y Fermín convergen en su dirección, quedando la aventura platónica como una intentona de carácter puramente individual y conducida contra viento y marea. En esquema:

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De modo que Ana y Fermín no sólo combaten contra el medio, sino también contra sí mismos. Su aspiración a una fraternidad espiritual es una aspiración a salirse, a escapar, a superar el medio. Por eso el medio se opone con toda su fuerza, empujándolos a caer e integrándolos así en él. Visita, Obdulia, etc., conspiran contra la virtud de Ana porque no se resignan a que ella sea diferente, quieren a toda costa que siga la misma trayectoria que ellas. Si Ana y De Pas, al caer, no se integran en el medio, como quería este, que hubiese preferido un adulterio sin escándalos, es porque su excesiva aspiración lo impide. Ambos están a punto de conseguirlo: Ana con su adulterio semisecreto con Mesía, De Pas con sus aventuras eróticas secretas con Petra y Teresina. Pero De Pas no se resigna y promueve el escándalo que, al mismo tiempo que les precipita en la caída, frustra totalmente su intento de adaptación, mediante el sigilo, a las convenciones vetustenses.

Ahora bien, el círculo de Vetusta se concreta en toda una serie de personajes, el más representativo de los cuales es Mesía, que viene a ser así el símbolo de presión del medio y que se interpone en la aspiración espiritual   —194→   de Ana y De Pas, acentuando, por su sola presencia, los instintos eróticos en ambos. El esquema anterior se dinamiza y se transforma en el siguiente:

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De Pas y Ana luchan solos. Mesía se vale, para triunfar sobre Ana, de toda Vetusta. Mesía consigue la colaboración no sólo de sus cómplices, Visita y Paco, sino incluso de Quintanar, el propio marido de Ana; de don Pompeyo, el ateo puro; de Glócester, y de los socios del casino, organizando una masiva conspiración contra el Magistral, etc.

La acción, pues, es todo lo contrario de una acción lineal. Aunque desde el principio Clarín va preparando con premoniciones, indicios, anticipaciones, etcétera, el desenlace final, este llega a través de una infinita serie de quiebras, giros, ondulaciones, vueltas atrás, repentinas aceleraciones, y en esta trayectoria pasa, uno por uno, envolviendo a todos los personajes y desencadenando una reacción en cadena por la que el eje central de la acción se fisiona en los muy diferentes conflictos que ya hemos estudiado.

En general, la acción atraviesa por tres fases decisivas, de acuerdo con el siguiente desarrollo106:

1. Lenta preparación y avance que abarca los quince primeros capítulos, aproximadamente. En esta fase, Clarín plantea: 1. La situación conflictiva de Ana. 2. El poder y la personalidad del Magistral. 3. El ambiente social de Vetusta. Para, reuniendo los hilos, establecer la relación De Pas-Ana-Mesía y ponerla a punto de dispararse. Tanto para la fundamentación de la personalidad de Ana, como para la de Fermín, Clarín ha retrocedido hasta la infancia de ambos personajes, separándose de la acción y buscando una plataforma sólida desde la que proyectar a sus dos grandes individualistas, diferenciándolos del resto.

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2. Precipitación y culminación de la acción en una serie de vaivenes alternativos y contradictorios. Abarca del capítulo 16 al 26, aproximadamente. Empieza con una evidentísima anticipación de lo que va a ocurrir a través de la representación del Don Juan Tenorio de Zorrilla, en el teatro de Vetusta, y acaba con la aparente negación de esta anticipación con el triunfo apoteósico del Magistral, conseguido con la muerte y confesión de don Pompeyo y la procesión en que Ana desfila como nazarena, todo en un mismo capítulo. Esta fase empieza con el triunfo de Mesía, en la escena en que habla a caballo con la Regenta, y en la subsiguiente asistencia al teatro. Pero allí mismo, merced al misticismo de Ana, que interpreta contrariamente a los deseos del don Juan vetustense el drama, pierde su dominio, que recobra el Magistral en la escena del jardín del capítulo siguiente. El capítulo 18 es una rápida estabilización y fijación de posiciones. Al final de él, Ana confirma el triunfo del Magistral al acceder a llevar una vida religiosa práctica. El triunfo del Magistral sobre Ana se profundiza, simbólicamente, con la enfermedad de esta. Trata Mesía de reaccionar organizando una conspiración masiva contra el Magistral (cap. 20), pero el dominio de Ana por Fermín parece total y alcanza su culminación en el feliz y paradisíaco verano, cuando se quedan prácticamente solos en una Vetusta desierta (cap. 21). La conspiración alcanza su apogeo con la muerte y el entierro de Santos Barinaga, y el poder del Magistral se tambalea (cap. 22). Este vacilar del poder del Magistral se acentúa con una agudísima crisis erótica de Ana (cuando loca de deseo acude a la habitación de su marido y lo encuentra en camisa, con gorro de dormir, recitando redondillas y sableando el aire). Fermín empieza a perder el control y está a punto de declararle su amor a Ana (cap. 23). La confirmación de la pérdida de influencia del Magistral se precipita con la fiesta en el casino (cap. 24). Fermín, torturado, desesperado, revela su pasión a Ana y esta reacciona con asco (cap. 25). En la caída implacable de De Pas se produce el canto del cisne, por el que el Magistral parece recobrar todo su poder y su influencia, con el triunfo que supone la muerte del ateo retractado y la vuelta al redil de Ana que, en el colmo de la exaltación pseudomística, se exhibe en espectáculo público ante toda Vetusta en la procesión.

3. Desenlace. La acción se corta bruscamente. Ana aparece sana, feliz, sin aprensiones, viviendo en medio de la naturaleza. Benítez ha sustituido al Magistral. Todo se precipita. Ana va a caer inexorablemente en brazos de Mesía. Este se le declara y la posee en el cap. 28. Los cuatro últimos capítulos, del 27 al 30, son de acción rápida, turbulenta. El Magistral se abisma enloquecido en un odio sin límites. Ana conoce la felicidad. Mesía empieza a cobrar miedo a su despilfarro amoroso. Don Víctor se enfrenta patéticamente, dolorosamente, por primera vez, a la realidad. Toda Vetusta tiene un gesto de escándalo ante la pasión que ha precipitado ella misma. En oposición a ella, y al Magistral, Frígilis y Benítez expresan su filosofía del amor humano, de la cordialidad universal, del conocimiento y del dominio de la naturaleza, pero son impotentes para defender a Ana del beso de sapo repulsivo que Celedonio imprime en su boca y con el que se cierra la novela.

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En la primera fase la acción avanza lentísimamente, describiendo círculos, regresando al pasado, englobando uno a uno a todos los personajes. En la segunda, la simplifica y convierte en una oscilación rápida. Y se hace lineal e incisiva, avanzando galopante, hacia el final. Los dos esquemas dibujados corresponden a la primera y segunda fase, respectivamente. La tercera podría representarse así:

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Ana, a través de Mesía, parece que va a integrarse en el medio, aceptándolo finalmente a cambio de la satisfacción secreta, como impone la vida social, de sus instintos. A ello se opone el Magistral con todas sus fuerzas, pues perdida Ana para él no puede soportar que sea ganada por nadie, y su esfuerzo se dirige a expulsarla del medio por el escándalo y la muerte. Fermín, que no ha sido capaz de construir, se arma de una fuerza demoníaca para destruir.

La distribución de los capítulos refleja fielmente la progresiva simplificación de la acción: 15, 11 y 4, respectivamente.

Si la acción no se hace lineal hasta el final, nunca llega a ser formalmente discursiva, aunque lo es más al final que al principio. Como ya hemos indicado, la acción es interrumpida constantemente con vueltas atrás, asociaciones, imprevistos, recuerdos, introspecciones, etc. La acción propiamente dicha transcurre a lo largo de tres años y en el escaso recinto de La Encinada; sin embargo, tenemos una visión extensa y enorme de la vida de los personajes y de la historia de Vetusta. Gran parte de la acción es interna, psicológica. Pero no diferenciadamente psicológica. Lo interior y lo exterior se confunden y entretejen, prestando a la acción una heterogeneidad bien característica: el chapuzón psicológico se mezcla con la apreciación de la realidad y con las escenas colectivas, sociales. La acción puramente exterior se pierde, hundiéndose bajo la acción interna u otra externa, y recupera la forma sinuosa, enmarañada, por medio de engarces a veces muy difíciles: a mitad de capítulo 1, en medio de su recorrido por la catedral, el Magistral tropieza con don Saturnino, que explica las bellezas del templo a Obdulia y al matrimonio Infanzón (págs. 26-28); con la acción de estos personajes acaba el capítulo. Pero al final del cap. 2 (págs. 55-58) volvemos a encontrarlos como si nada hubiera ocurrido en las treinta páginas intermedias, continuando la acción emprendida antes. En muchas ocasiones vemos actuar a un personaje de un modo determinado sin conocer los antecedentes que le hacen obrar así, y de pronto, en medio de la acción, Clarín vuelve atrás y los explica. Esta técnica es utilizadísima a lo largo de toda la novela. El cap. 26 termina con el negro tinte de la procesión, en la que Ana marcha desesperada y avergonzadísima, arrepintiéndose una y mil veces de su impulso. Pero de pronto, el cap 27 empieza con una conversación alegre, dichosa, vivaz, entre dos personas anónimas, que resultan ser Ana y Víctor: se hallan en el Vivero, en medio de una naturaleza exultante, y son felices. ¿Qué ha pasado en medio? Hay que esperar   —197→   a que Ana escriba a su médico, Benítez, explicándole indirectamente: he estado enferma, con los nervios desquiciados, a raíz de la procesión. Se ha puesto en manos de Benítez, quien le urge a una vida completamente distinta, sana, en el campo, apartando de sí todo misticismo. El Magistral ha ido perdiendo su influencia. En el cap. 30 vemos aparecer al Magistral en casa de los Ozores y no sabemos por qué está allí, ni qué es lo que pretende. Páginas después se nos explica todo lo que ha estado haciendo durante el día hasta sentirse arrastrado a buscar a don Víctor y hablarle, empujándole al crimen. En otras ocasiones, Clarín usa una técnica distinta: pospone lo ocurrido antes y antepone lo ocurrido después. El cap. 18 acaba con una confesión de Ana con el Magistral y con la ida de los dos a casa de doña Petronila. Ana ha decidido ser «beata». El cap. 19 está dedicado a estudiar la enfermedad de Ana: cuando empieza a recuperarse acude a confesarse, al final del capítulo, con el Magistral, y entonces este la decide a llevar una vida de religiosidad activa, de «beata». Ambos capítulos acaban, pues, exactamente, en el mismo punto. Pero aún hay más: cuando Ana llega al confesionario, el Magistral le dice que se pierde, que cae, que él la había visto arrojar con desdén sobre un banco la historia de Santa Juana Francisca que él le había dado. En efecto, esto lo había visto el Magistral a través de sus gemelos, ¡pero en el capítulo 18 y mucho antes de que en éste se aludiera a la confesión de Ana, repetida luego en el 19! En ambos capítulos la visita de Mesía a casa de los Ozores supone el engarce.

Junto a estos recursos, tendentes a romper la discursividad de la acción, multiplicando sus ámbitos, extendiéndola y englobando lo interno y lo externo, lo individual y lo general, hay que situar toda una serie de recursos cuya función es la de ir reforzando el sentido de la acción y, a la par, ir destacando los pasos y detalles sucesivos. Me refiero a las anticipaciones, símbolos premonitorios, indicios, etc. Como comenta Shermann H. Eoff, la historia de la caída de Ana está largamente preparada por multitud de alusiones y da la sensación de un prolongado y angustioso juego del ratón y el gato 107. La novela entera está sembrada de alusiones, sugerencias, indicios, premoniciones, anticipaciones, etc., que permiten a Clarín mantener el hilo argumental al mismo tiempo que recorre con ancha mirada un mundo complejo y variado, y que le permiten también dar una sensación de lucha constante contra el tiempo, que todo lo desgasta y en cuyo fluir nunca nada es radicalmente nuevo. Por otro lado, al utilizar una premonición o un indicio, señala con énfasis lo que está ocurriendo al lector que se interesa por lo que acabará por ocurrir; el fin queda así tan remarcado como cada uno de los pasos que es preciso dar para llegar a él. Tomemos un ejemplo: Ana asiste a la representación del Don Juan de Zorrilla y se identifica totalmente con el drama, viendo en él su propia historia. Se anticipa así a lo que ocurrirá, pero a la vez se enfatiza el momento presente: Ana ha estado a punto de entregarse a Mesía momentos antes, en la escena del balcón, lo cual sugiere la excitación emocional con   —198→   que acude al teatro. Sin embargo, todavía queda mucho que recorrer, y Clarín lo significa así al hacer que, a medida que avanza la representación, Ana se desinterese de Mesía y vaya ascendiendo, por medio del drama, hacia experiencias místicas. Todo ello queda reforzado, finalmente, por el hecho de que en la segunda parte del drama, donde se pierde la conexión de éste con la vida de Ana, ella sale del teatro y vuelve a casa. Junto a la presencia de esta anticipación premonitoria, llamémosla así, de gran calibre, hay toda una serie de anticipaciones y premoniciones, a veces simbólicas, más simples pero no menos significativas. En el cap. 9, Ana, después de la confesión general con De Pas, acude a la fuente de Mari-Pepa, donde se sumerge en hondas cavilaciones sobre las palabras que le ha dicho el Magistral, en quien acaba de descubrir un espíritu hermano del suyo, palabras que le hacen concebir la esperanza de dar un nuevo sentido a su vida. Pero de pronto vuelve a la realidad y su mirada tropieza con un sapo, «que salía de la tierra como una garra». Lo tenía a un palmo de su vestido. Grita de horror. «Se le figuró que aquel sapo había estado oyéndola pensar y se burlaba de ella». Algo repulsivo flota en torno de las esperanzas que le ha hecho concebir el Magistral. Al final de la novela, cuando Ana acuda a la iglesia para hacerse perdonar por De Pas y este la rechace brutalmente, lo que Ana encontrará detrás de su intento de orientar su vida según vivencias religiosas, será el beso repulsivo de Celedonio, que le hace «sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo». En el cap. 27, Benítez, el médico naturalista, anticipa, misteriosa y científicamente a la vez, a don Víctor el final de su esposa, con la frase latina «ubi irritatio ibi fluxus», que el Magistral interpreta como una evidencia del futuro adulterio. En el cap. 3 se nos da una vaga sugestión de lo que será el final: contemplamos a don Víctor ejercitándose en el duelo, consumado maestro en el manejo de toda clase de armas, sobre todo las pistolas. Ello lo debe a su afición al teatro. Y sin embargo, se nos dice, no pasa de un «espadachín lírico» y es demasiado pacífico para pegar a nadie. En el duelo del último capítulo, don Víctor, que hubiera podido matar a Mesía con toda tranquilidad, no lo desea y ello causa su propia muerte. Otras veces, las anticipaciones responden a un recurso también muy utilizado por Clarín: la técnica dilatoria de «suspense», diríamos. Casos muy sencillos son, por ejemplo, estos: «Pero de esta tertulia de última hora tendremos que hablar más adelante, porque a ella asistían personajes importantes de esta obra», o «Don Pompeyo Guimarán, personaje que se encontrará más adelante». Casos más sugerentes y que excitan más la curiosidad del lector pueden encontrarse en el cap. 1, por ejemplo, cuando vemos subir al Magistral a la torre, y los pilletes Bismark y Celedonio nos hacen pensar que el Magistral tiene algún secreto que le empuja a subir hasta allí: «¿Qué iba a hacer allí un señor tan respetable? Esto preguntaban los ojos del delantero a los del acólito. También esto lo sabía Celedonio, pero callaba y sonreía, complaciéndose en el pavor de su amigo». Sin embargo, todavía tardaremos bastante en que Celedonio nos conceda el favor de sugerirnos que lo que busca el Magistral allí es, además de contemplar su imperio, ver a la Regenta, «una guapísima señora», según Celedonio, paseándose por su jardín. Tampoco al iniciarse   —199→   el cap. 27 sabemos quiénes hablan tan vivaz y alegremente, en contraste con los tonos oscuros del capítulo anterior, hasta que se nombran los personajes entre sí: Ana y Quintanar. Tampoco sabemos, unas líneas más atrás, a quién escribe Ana tan entusiásticamente hasta que no se nos sugiere veladamente que se trata de su médico Benítez. Durante todo el relato, por otra parte, se nos da a entender indirectamente la impotencia sexual de don Víctor, que en tres años no mantiene nunca una relación marital con su mujer. Pero la declaración explícita de esta impotencia no ocurre hasta nada menos que el cap. 28. Las técnicas que utiliza Clarín de sugerencia son variadísimas y muy abundantes. Cuando se nos quiere indicar, porque no conocemos los antecedentes, que la dependencia de Ana respecto al Magistral se ha acabado, que Ana lleva un nuevo tipo de vida, sana, natural, al aire libre, dirigida ahora por Benítez, no se nos explica, sino que se nos sugiere a través de la carta de Ana, la cual escribe a su confesor, y aunque no alude a su independencia, nos la muestra. Para sugerir, por ejemplo, la reacción malhumorada del confesor ante la nueva situación, la carta de Ana tiene un ligerísimo toque de reproche y desafío: «¿Que se conoce que tengo buen humor? También es verdad. Me lo da la salud. Si lo tuviera malo y lo pensara mal, creería que a usted le pesa de mi buen humor, a juzgar por el tono con que lo dice. Perdón por todas las faltas». Y al leerla comenta: «No tiene por qué ofenderse». De este modo nos enteramos de que el imperio de De Pas sobre Ana ha terminado. Tampoco la consumación del adulterio, al final del cap. 28, se nos explicita, sino que se nos sugiere. Mesía recorre la casa, dispuesto a todo, y al no encontrar a Ana en ningún sitio, se repite: «no puede ser, no puede ser», aludiendo seguramente a su incredulidad respecto a que Ana, tan romántica, se haya refugiado en el balcón donde él se le declaró. Y allí la encuentra: «¡Ana!», exclama, y en la oscuridad una voz asustada musita: «¡Jesús!», y acaba el capítulo. Las sugerencias más variadas y frecuentes son las eróticas. Nunca se nos explica, por ejemplo, que doña Paula exija de sus criadas que duerman junto a la habitación de su hijo Fermín para que satisfagan sus necesidades eróticas. Pero se nos sugiere constantemente esta labor de celestina. Como también se nos sugiere la de doña Petronila, el obispo madre, que deja solos largas horas a Fermín y Ana en una habitación de su casa y que cuando va a irrumpir en ella, tose o habla en voz bien alta para que se den por enterados. Comprendemos, por otra parte, que Fermín mantiene relaciones sexuales con Teresina por una escena en el comedor, en la que ambos comparten un bizcocho remojado en chocolate. Como comprendemos también lo que ha ocurrido entre Fermín y Petra, en la cabaña del leñador, cuando momentos después vemos a Petra servir la mesa rozagante, encendida, echando chispas por los ojos, o cuando en la búsqueda enloquecida por el bosque don Víctor encuentra una liga de la muchacha en la casita del leñador, porque hasta ahora el narrador nos ha dicho tan sólo que habían hablado. Nunca llegamos a saber en qué consistió exactamente cierta aventura sórdida que en el pasado vivió don Fermín con una tal «la Brigadiera», sin embargo, la mayoría de las sugerencias que Clarín distribuye a manos llenas tienen luego, páginas o capítulos más adelante, su explicitación   —200→   contundente. No son sugerencias válidas por sí mismas, en la mayoría de los casos (Clarín era, a fin de cuentas, un autor realista), sino válidas en cuanto indicios elocuentes de algo que quedará perfectamente expreso más tarde.

Uno de los datos más significativos, cuando tratamos de medir la heterogeneidad y complejidad argumental de esta novela, es el modo de sucederse los capítulos, en los que la acción no se continúa de uno en otro, como ya hemos visto, pero que además pasa de lo particular a lo general y de lo individual a lo colectivo y viceversa, con una facilidad pasmosa. Hay capítulos, en la novela, totalmente heterogéneos, como el primero, por ejemplo, en los que se mezclan cuadros de costumbres, escenas colectivas, chapuzones psicológicos, acciones individuales, etc. Hay capítulos dominados casi exclusivamente por un personaje (el 3.º, 4.º y 5.º, donde todo es visto a través de Ana) o por una escena colectiva (el 6.º, donde se describe el casino) o por la acción de un personaje (el 12.º, donde se nos describen las visitas que hace Fermín por sus dominios: la casa de los Carraspique, Palacio, Oficinas, la casa de los Páez y la de los Vegallana). En general, pueden distinguirse, de acuerdo con los personajes predominantes, cuatro tipos de capítulos que se alternan sin una simetría exacta: los dominados por Fermín, los dominados por Ana, los dominados por la yuxtaposición de ambos y aquellos preferentemente colectivos. En todo caso la sucesión de los capítulos no se produce siempre linealmente: determinados capítulos se continúan por bruscos saltos que van de lo particular a lo particular, de lo particular a lo general, de lo general a lo general (el 5.º nos habla del pasado de Ana, el 6.º amanece con una descripción del casino de Vetusta; entre el 26 y el 27 el salto es brusquísimo: pasamos de un modo de vida que tiene mucho de oscurantista y que culmina con la funesta procesión, a un modo de vida radicalmente distinto, en el campo, sin aprensiones); o por continuidad inmediata de la acción (el 6.º y el 7.º se continúan inmediatamente, como el 9.º y el 10, o como el 12 y el 13), o por posterioridad del primero sobre el segundo, o repetición de los mismos hechos desde distintos puntos de vista (casos del 18 y 19 y del 20 y 21).

Otro aspecto muy interesante de La Regenta y que responde muy bien a las características de esta novela (totalidad multiforme, heterogeneidad, conflictos entre yo y realidad, etc.) es el gusto por los contrastes extremados, violentos. El contraste está siempre, o casi siempre, en la base del humor clariniano. Aquí no nos interesa tanto verlo desde el punto de vista humorístico como desde el punto de enfoque de la acción, que sufre violentas sacudidas. Ya hemos visto, a nivel de capítulo, la brusquedad de ciertos contrastes, como el que opone a los caps. 26 y 27. A nivel de la novela, los contrastes se manifiestan en la oposición del yo (Ana, Magistral) y de la colectividad, o en el duro contraste entre las aspiraciones del Yo y su final resultado, o en la geminación y oposición de personajes (Somoza-Benítez; Magistral-Mesía; Camoirán-Magistral; don Carlos, don Víctor y don Pompeyo; doña Paula-Camila, etc.). A nivel de escenas, finalmente, los contrastes fundamentan en gran parte la novela y, a veces, son violentísimos: erotismo y misticismo en Ana, o grotescos, donjuanismo y creciente agotamiento erótico   —201→   en Mesía, fanatismo puritano y sensualidad en las niñas del Catecismo, etc. Hay escenas en que el contraste alcanza una fuerza expresiva colosal: o don Víctor, que ha vivido siempre en un mundo de capa y espada, soñando duelos de honor y venganzas sangrientas, todo ello salpimentado con mucha redondilla, cuando llega la hora de la verdad, su drama de honor auténtico, su duelo auténtico, no desea matar, pero, lo que es mucho peor y más cruel, muere por alcanzarle un disparo en la vejiga que estaba llena. El contraste entre sus aspiraciones heroicas y su muerte de peritonitis es refinadamente cruel. Ana, que buscó desesperadamente el amor, que vivió para él, que lo imaginó en mil formas, se encuentra finalmente con el beso repulsivo de Celedonio. El Magistral, que aspira a una fraternidad espiritual, sublime y platónica, con Ana, desahoga sus instintos en las criadas que pilla al paso. Hay una escena, en el cap. 28, en que el Magistral busca enloquecido, desquiciado y rabioso a Ana y a Mesía por el bosque del Vivero. Nada le detiene, ni el escándalo, ni la tormenta, ni el rasgarse de sus vestiduras en la maleza. Por fin llega a la casita del leñador, donde sospecha que están Ana y Mesía. Alguien se mueve dentro. «Corrió como un loco, sin saber lo que iba a hacer si encontraba allí lo que esperaba..., dispuesto a matar si era preciso..., ciego...».

-«¡Jinojo!, que me ha dado usted un susto... -gritó don Víctor, que descansaba allí dentro, sobre un banco rústico, mientras retorcía con fuerza el sombrero flexible que chorreaba una catarata de agua clara».

-«¡No están! -dijo el Magistral, sin pensar en la sospecha que podían despertar su aspecto, toda su conducta, su voz trémula, todo lo que delataba a voces su pasión, sus celos, su indignación de marido ultrajado, absurda en él».

«Pero don Víctor, también estaba preocupado. No le faltaba motivo».

-«Mire usted lo que me he encontrado aquí -dijo, y sacó del bolsillo, entre dos dedos, una liga de seda roja con hebilla de plata».

¡Una liga! Todo el frenesí del Magistral abocado al descubrimiento de una liga que, precisamente, había perdido Petra, en sus escarceos con él, con Fermín, horas antes.

En el cap. 23, Ana, enfebrecida de deseo, sale de su habitación a oscuras, y se desliza hacia la habitación de su marido. Oye hablar dentro. La puerta está mal cerrada. Mira. Y ve a don Víctor medio metido en la cama, cubierto el busto con una chaqueta de franela roja y la cabeza con un gorro verde con larga borla de oro, muñeco grotesco que, entusiasmado, reparte con una espada mandobles por el aire y jura en quintillas que antes le harían a él tajadas que consentir, siendo como era un caballero, que se descubriera y matara a una señora perseguida por un su hermano. Ana, al verlo y darse cuenta de que aquel fantoche es su marido, la única persona de este mundo que tenía derecho a sus caricias, siente una ola de indignación subirle al rostro, enfurecida y avergonzada.

En la acción de la novela se incluyen asimismo una serie de ámbitos oscuros. Junto a las intuiciones, a las premoniciones extrañas, a la conciencia de lo telúrico, de las fuerzas sub racionales del ser, no es raro encontrar sueños. No son sueños simbólicos, por lo general, sino sueños incoherentes, reales, de un vago significado contextual. Don Víctor, por ejemplo, sueña   —202→   (cap. 29) en el tren que lo conduce a Roca Tajada, después de conocer la infidelidad de Ana, que él mismo, vestido de canónigo, casaba en la Iglesia parroquial del Vivero a don Álvaro y la Regenta. Y don Álvaro también vestía de cura, pero con bigote y perilla. Después, los tres juntos, se habían puesto a cantar el Barbero de Sevilla, la escena del piano, y él, don Víctor, se había adelantado a las baterías para decir con voz cascada: «Quando la mia Rosina...». Y entonces el público había graznado: todas las butacas estaban llenas de cuervos que abrían el pico mucho y retorcían el pescuezo con ondulaciones de culebra... El mundo de lo instintivo tiene una gran importancia en La Regenta.




ArribaAbajoLos personajes

La nota fundamental que puede comprobarse en el enjambre de personajes que pulula por La Regenta es la de su carácter global. Todos los personajes que podemos encontrar en una pequeña capital de provincias tienen su representación en la novela, desde el obispo y el cabeza de la aristocracia hasta el criado, el pícaro y el obrero. Claro que, dado que la novela centra su mirada en las clases dirigentes, el mayor esfuerzo de individualización corresponderá a estas: el alto clero, la aristocracia, la alta burguesía, y también al coro de pequeños burgueses, criados, curas de aldea, etc., que las rodean aspirando a recoger las migajas del poder. Los personajes se definen siempre por su situación con respecto a la rígida jerarquía social: el obispo, el magistral, el provisor, el arcediano, el deán, el beneficiado..., el marqués y sus parientes más o menos lejanos, etc. Entre la aristocracia y el clero hay una comunidad de lazos: no hay momento importante en la vida aristocrática de Vetusta que pueda realizarse sin la presencia de algún representante del clero. Ripamilán, Glócester y De Pas son los encargados de esta función. A su vez, el clero asciende en su posición social según sus relaciones aristocráticas. El confesionario se convierte en un instrumento de poder. Dime a quién confiesas y te diré el escalafón que ocupas. Conseguir como hija de confesión a la Regenta supone para De Pas un gran triunfo sobre su rival Glócester. Pero esta fuerte, marcadísima, presencia del rasgo de clase en los personajes no los transforma en meros arquetipos: la Marquesa no es el símbolo y representación de todas las marquesas, y lo mismo sucede con el Marqués, con el maestro Vinagre, con el ateo don Pompeyo, con el receloso Ronzal, con la del Banco, con don Saturnino Bermúdez. Si se compara a Saturnino Bermúdez con los eruditos de la primera época de Galdós, como don Cayetano Polentinos, por ejemplo, se comprobará cuánta riqueza individual hay en aquel en comparación al tipismo de este. Sólo en algunos casos, poquísimos, se le escapa a Clarín un «tipo»: es el caso del médico Benítez o el del señorito Joaquinito Orgaz.

El esfuerzo por la individualización de cada personaje es uno de los rasgos más decisivos de La Regenta. Cada uno de los personajes relevantes en la novela tiene derecho a un pasaje de la misma, más o menos extenso y más   —203→   o menos continuo o discontinuo, en el que se muestra su modo de ser, su vida, sus reacciones habituales y aun las inhabituales. La talla, la estatura, el aspecto físico, es algo que no se le olvida nunca a Clarín. En los casos de Ana, Mesía y De Pas, la presencia de lo físico es constante y enormemente expresiva: observamos en cada instante los movimientos de sus cuerpos, los gestos de brazos y piernas, el modo de andar, las expresiones del rostro. En otros casos, aunque menor en cantidad, la presencia de rasgos físicos individualizadores no es menos constante ni significativa: Visitación tiene siempre una golosina entre los dientes y, cuando pretende tener charme, achica los ojos de un modo muy particular. La Marquesa aparece casi siempre tumbada. Cuando se habla de Edelmira nunca se olvida el indicársenos su robustez aldeana y su facilidad para el sofoco. Si se trata de Petra, lo que destaca es su aire de rubia lúbrica, de carnes fuertes y blancas, excitada, encendida, chispeante. Teresina tiene el rostro pálido y los ojos de Dolorosa. Doña Paula es huesuda, alta, áspera, mal conformada, hombruna. Y así podríamos recorrer uno por uno a todos los personajes. En cuanto al Magistral, gestos muy suyos son el de cruzarse las manos sobre el vientre, rectificar cuidadosamente la caída del manteo, dejar caer blandamente los carnosos párpados en actitud de falsa humildad o pinchar con las agujas de sus ojos y enrojecer fácilmente. La individualización de los personajes alcanza también a su vestido: Obdulia gusta de lo aparatoso, espectacular, y limpísimo. Visitación lleva siempre los bajos de la ropa interior un poco sucios. El Magistral, como Mesía, va siempre impecable y elegantísimo. Camoirán anda hecho siempre un desharrapado. Ronzal tiene su manía, queriendo imitar a Mesía, por las pecheras rígidas y relucientes. Frígilis viste como un campesino y don Víctor como un botarate, como un actor de teatro que se ha equivocado de comedia. Muchos de estos rasgos individualizadores son los clásicos «tics» que puso de moda el naturalismo, pero la variedad y riqueza en cada personaje excede con mucho la simple aplicación de una fórmula o convención artística. Cada personaje tiene su modo especial de hablar: Víctor se caracteriza por su infantilismo o por su teatralería, según los casos. Mesía dispone de todo un vocabulario técnico-amoroso por el que todo, hasta lo más sublime, queda reducido a los términos más groseros. Ana no consigue expresar nunca lo que quiere, lucha siempre con el lenguaje y no reconoce sus sentimientos en las palabras con que los expresa; tiende, por otra parte, a la retórica a lo Chateaubriand, como le dice De Pas en cierta ocasión. El Magistral posee el lenguaje de la inteligencia, claro, tajante, coordinado, nada ampuloso. Don Saturnino está obsesionado por una retórica academicista y barroca, retorcidísima y enormemente cursi. «El Lábaro» se expresa por boca de Trifón Cármenes a base de frases hechas, clichés, tópicos y una especie de romanticismo del peor género, prosaico y vulgarísimo. Realmente, en Clarín, a diferencia de Galdós, no son los personajes quienes se expresan. Clarín no los hace hablar demasiado con su propio lenguaje. Lo que hace es dar ligeros toques, al hablar de cualquiera de sus personajes, y decirnos lo que él diría en tal caso. Casi nunca se pasa de pequeñas frases, de expresiones muy concretas y breves. Esta técnica se complica mediante las asociaciones imprevistas. Hablando de A y de B, Clarín, de pronto,   —204→   pone una frase en boca de A o de B y explica: «como diría C». Lo mismo ocurre con determinadas situaciones: Clarín las ve y descubre muchas veces por boca de sus personajes. Al hablarnos, por ejemplo, del romanticismo a lo Dumas de Paco Vegallana, se nos dice: «Creía en el buen corazón de las que llamaba Bermúdez meretrices». Al describírsenos el teatro de Vetusta, se nos aclara: «O sea nuestro Coliseo de la plaza del Pan, según le llamaba en elegante perífrasis el gacetillero y crítico de ‘El Lábaro’». Muy característico también de la estupidez general de Vetusta y de su pseudocultura de andar por casa son las frases y palabras cultas que muchos personajes pronuncian bien erróneamente, bien sin tener idea de lo que significan: Así, Ronzal utiliza mucho un «surbicesorbi» grotesco y Paco Vegallana utiliza la expresión «in extremis», «creyendo que ‘in extremis’ significaba una cosa muy divertida».

Por último, en este esfuerzo por la individualización de sus criaturas, Clarín no olvida nunca constatar las reacciones de cada uno de sus personajes por nimias que parezcan. Esto le lleva a desviarse enormemente de la acción, pero le permite dar cuenta de un mundo vastísimo. No es sólo que, cuando se nos describe o explica algo, se incluya la opinión o reacción de algún personaje ante ese algo, sino que también en cada situación colectiva pasa revista uno por uno a los personajes que intervienen. La agonía y muerte de don Pompeyo, o la de Santos Barinaga, son impresionantes en este aspecto: en rápida ojeada vemos la actitud de cada uno de los vetustenses ante la situación. En el caso de don Pompeyo esta individualización permite un grado de comicidad extraordinario porque mientras el pobre ateo se muere, Trifoncito Cármenes le compone una elegía que, claro está, no va a tener que guardar en el cajón después de tanto exprimirse los sesos, y el poetastro vetustense acude cada día a la casa del futuro difunto a enterarse de cómo sigue, para acelerar más o menos la redacción de su poema. Si le dicen que está mejor arruga el ceño, si por el contrario le aseguran que va peor, corre a su casa y escribe con frenesí y entusiasmo: «¡Duda fatal, incertidumbre impía!...», etc. Pero no es sólo Trifón Cármenes el interesado en que don Pompeyo se muera de una maldita vez, también Somoza y el Magistral respiran tranquilos cuando el pobre se muere.

Los personajes de La Regenta no son nunca accesorios. Su función más general es la de expresar a través de ellos el espacio novelesco, el ambiente de Vetusta. Si bien Clarín no renuncia a los métodos naturalistas de captación del ambiente, como la descripción y los cuadros de costumbres, se vale sobre todo de los individuos para expresarlo. Vetusta surge de la imagen que vemos reflejada en los Marqueses, Visita, Obdulia, Mesía, don Víctor, Glócester, don Custodio, Ronzal, Foja, doña Petronila, Frutos Redondo, etc.... Pero más allá de esta función, los personajes clarinianos son siempre claves importantes para comprender a los protagonistas. Ana, por ejemplo, podría haberse realizado y alcanzado la satisfacción de sus instintos sensuales, al modo de Frígilis, mediante la fusión con la naturaleza, pero está condenada a acabar como Visita u Obdulia Fandiño. Antes de ello intenta ser una Petronila Rianzares llevando una vida de religiosidad beata. Don Víctor, a su vez, tiene a su lado el ideal de Frígilis, al que no alcanza, y es un anti-Mesía, grotesco por sus escarceos estériles con las criadas. Fermín de Pas tiene su contrapartida en el obispo   —205→   Camoirán, que le recuerda sin cesar la bajeza y mezquindad de su propia vida: «Aquel demonio de Obispo, abrumándolo con su humildad, recordándole nada más que con su presencia de liebre asustada toda una historia de santidad, de grandeza espiritual enfrente de la historia suya, la de don Fermín..., que... ¿para qué ocultárselo a sí mismo?, era poco edificante. Aquel paralelo eterno que estaba haciendo Fortunato sin saberlo, irritaba al Magistral». A fin de cuentas, Fermín no es más que otro Glócester un poco más digno. Cada personaje de la novela se nos da por oposición o paralelismo con respecto a los otros. Visitación y Obdulia son dos formas de una misma cosa, como lo son doña Petronila y Carraspique, don Víctor y Ripamilán, don Carlos y don Pompeyo, Camoirán y Frígilis, Paula y Camila (la institutriz), Saturnino Bermúdez y Trifón Cármenes, ‘El Lábaro’ y ‘El Alerta’, etc. A su vez, De Pas y Mesía se oponen, como se oponen Teresina y Petra, Paula y Camoirán, Glócester y De Pas, Frígilis y Mesía, Foja y Guimarán. Cada personaje contribuye a individualizar a los otros, dándoles su matiz exacto, del mismo modo que se define frente a los otros.

De Ana y Fermín ya hemos hablado extensamente al referirnos a la conflictividad de la novela. Quisiéramos añadir aquí tan sólo unas notas. Pese a toda su poderosa individualidad, pese a su superioridad espiritual indiscutible sobre el resto de los personajes, Ana y De Pas son dos personas débiles, inseguras, anhelantes de protección. Están muy lejos de bastarse a sí mismos. Ana pasa su vida pidiendo protección a gritos: a su madre muerta, a su padre, a don Víctor, a Fermín, a Mesía. Del único que la obtiene es, paradójicamente, de Frígilis, a cuyo lado se siente tranquila. Pero la protección de Frígilis resulta distante, insuficiente. En cuanto a De Pas, él necesita de su madre: la idea de romper su esclavitud no le pasa jamás por la cabeza. Todo al contrario, siempre vuelve a su madre para encontrar refugio. Ni Ana ni Fermín controlan sus reacciones, ninguno de los dos posee una voluntad poderosa, capaz de dirigir su vida. Ambos son dirigidos. Si Fermín domina sobre Vetusta es porque es indudablemente superior a los vetustenses y, además, está apoyado e impulsado por su madre. Cuando se le plantean problemas verdaderamente graves entonces su autodominio desaparece y se deja arrastrar por los impulsos más elementales, aunque siempre, eso sí, racionalizados. Si Ana, por otra parte, tarda en caer es casi, diríamos, por pereza, por no romper la inercia de su vida, por miedo a perder su seguridad tan amada (y que tanto echó de menos en su niñez) y porque, en el fondo, hay en ella un cierto masoquismo histérico, una cierta complacencia en los propios y alambicados sufrimientos espirituales. Por eso se ofende muchísimo cuando Benítez se ocupa sólo de averiguar cómo funciona su cuerpo, «sin pensar en los dolores inefables que ella sentía en lo más suyo». Pero no, y así señala Clarín con ironía el contraste, lo que preocupaba a Benítez es palparle el vientre todos los días y averiguar cómo funcionan sus órganos más humildes y animales.

Ambos son los dos únicos personajes, tal vez junto con Mesía, con capacidad autocrítica en toda la novela. Ambos saben ver lo que hay de contradictorio en ellos, saben ver incluso que no son lo que desearían. Fermín, por ejemplo, es consciente, el único consciente en toda Vetusta, como confiesa,   —206→   de la grandeza moral del obispo, a la que compara su propia mezquindad. Por otra parte, ni en sus momentos de mayor exaltación platónica olvida la contradicción que supone aspirar a la fraternidad espiritual al mismo tiempo que desahoga sus instintos sexuales con Teresina o con Petra. Pero a pesar de ser conscientes de ello, no reaccionan en consecuencia. Y esto es lo que Clarín denuncia en ellos. Cuando el Magistral se da cuenta de por qué Ana le ha engañado, de por qué el concepto de «hermanos del alma» no era más que un sueño, una mentira bonita, pues cuerpo y alma son todo uno y no pueden separarse, lo único que se le ocurre es estallar en improperios y probarse el vestido de cazador, desechando el de cura. Aun así, cuando sale a la calle, vuelve a vestirse de sacerdote. Por otra parte, De Pas juzga muy distintamente sus sentimientos por Ana a sus sentimientos por Teresina. Estos no plantean la cuestión de si es o no pecaminosa su relación. Es tan sólo algo sucio, bajo, vergonzoso, y se conforma con repudiarlo sin evitarlo. Por el contrario, su relación con Ana trata desesperadamente de disfrazarla, no dándole nombre, disimulándola bajo falsos ideales sublimes: el miedo a llegar a la consecuencia de que es pecaminoso lo que siente le empuja a ello. En uno y otro caso, De Pas no obra en consecuencia, honestamente, de acuerdo con lo que observa en sí mismo. En cuanto a Ana, la mayoría de los críticos han observado cómo, pese a colocar en ella muchos de sus conflictos interiores, Clarín no la juzga con benevolencia, precipitándola hacia un muy cruel castigo. Hay una dureza enorme en el final de la historia por lo que se refiere a Ana, y tal vez la razón haya que ir a buscarla en una observación de Ventura Agudíez-. «Ana (no) llega a ser una víctima total»108. Sería una víctima si al descubrirse a sí misma hubiese obrado en consecuencia y hubiese fracasado. Pero no es así. Como también observa Agudíez, «Ana de Ozores... encarna a su vez esa sensibilidad decadente y neorromántica que estimulará los primeros años de la Restauración»109. Esa sensibilidad, diríamos nosotros, que se complace en el análisis de la propia excepcionalidad, que se regodea en los propios sufrimientos, frustraciones, insatisfacciones, considerando que aunque hacen la vida muy difícil tienen el valor de ser únicos en un mundo mezquino y vulgar. Ha perdido la inocencia espiritual y cualquier sensación es para ella motivo suficiente para autoanalizarse y recriminarse y defenderse: «¡Qué hermosa noche! Pero ¿quién era ella para admirar la noche serena? ¿Qué tenía que ver toda aquella poesía melancólica de cielo y tierra con lo que le sucedía a ella?»110. Tiene un acusadísimo complejo de víctima y no podría vivir sin remordimientos de conciencia. Por eso cualquier sensación no es para ella un simple motivo de placer o de dolor, sino que se carga de consecuencias morales. Hay un placer infinito en Ana cuando se humilla, cuando se presenta ante sí misma o ante los demás como víctima de una terrible injusticia que, sin embargo, tiene la grandeza moral de aceptar y sufrir con resignación de santa. Así, de esta manera, se   —207→   ofrece en espectáculo a todos los vetustenses en la tan citada procesión. Así, cuando Mesía se despide de ella, en el cap. 20, vestida con el hábito del Carmen se ofrece a sí misma el espectáculo de su dolor y de la grandeza de su decisión, sacando de su seno un crucifijo y besando el Cristo de marfil, con los ojos llorosos y mirando al cielo. Así, también se fustiga con unos zorros. Ana se pasa la vida autocompadeciéndose y deseando, exigiendo, la compasión de los demás, o repitiéndose «estoy muy sola en el mundo». Ana no habla nunca de otra cosa que de sí misma, de sus sensaciones, de sus problemas, de sus ideales, de sus alegrías y tristezas. Sea quien sea el interlocutor, el Magistral, Benítez o Mesía, ella lo supone interesado y cree que la comprende, que siente sin duda lo mismo que ella. No piensa tampoco en otra cosa que en sí misma. Claro que, por otra parte, es lo suficientemente inteligente y sensible para ridiculizarse y darse cuenta de su actitud, aun sin poder librarse de ella. Por todo lo que venimos diciendo, Ana no se entrega nunca por entero a ninguna de sus decisiones de cambio de vida, no está dispuesta a salir nunca por completo de sí misma, a abandonarse. Todo lo que sea actividad despierta en ella defensas instintivas: bien sea el adulterio o la religiosidad activa. Ella prefiere la contemplación vaga, soñadora, el autoanálisis meticuloso, las divagaciones y elucubraciones. Lo que ella hubiera deseado es una solución fácil, poco peligrosa, que no rompiese la dulce inercia ni la seguridad hogareña de su vida. Por eso tarda tanto en aceptar el adulterio. Su miedo a la aventura real, peligrosa, lo disfraza ella con el concepto del deber hacia su marido, a quien ama, es cierto, pero a quien considera un pobre idiota. Por ello se empeña una y otra vez en ver a su marido por el lado favorable, y Clarín se refocila implacable en contrastar sus deseos con los aspectos más grotescos de don Víctor. Por otro lado, Ana se siente atraída por las grandes emociones, las situaciones trágicas y aparatosas, siempre que no pasen de la pura imaginación. A menudo compara a Mesía y De Pas, y se siente íntimamente satisfecha por su rivalidad, pero cuando esta rivalidad amenaza convertirse en lucha real que la pondría a ella en grave peligro, trata de huir tan deprisa como puede de las posibles consecuencias, asqueándose del Magistral y culpándolo de lo que en gran parte ha provocado ella, y exaltando, por el contrario, a Mesía, pese a comprender, pero no querer ver, sus mezquindades.

Mesía es el héroe prosaico. La quintaesencia del prosaísmo, el hombre que sabe sacar el máximo partido de todo lo que tiene entre las manos sin comprometerse nunca. Es bello y lo aprovecha hasta el máximo con las mujeres. Es distinguido y lo aprovecha hasta el máximo para hacerse indispensable en el mundillo de la aristocracia vetustense. Es práctico, positivo y eficaz, y todo lo que se hace y deshace políticamente en Vetusta pasa por sus manos. Es el jefe del partido liberal, pero igual podría ser conservador, y de hecho es él el que dirige, a través del Marqués, a los conservadores. No cree en nada porque creer es siempre una cosa muy romántica, y él es práctico, positivo; por ello está a disposición de cualquier idea, siempre que sea conveniente, que esté de moda, que sirva a sus planes. Sabe que todo fruto acaba por madurar, y por ello no es nada impaciente: aguardará años y años, concienzudamente, dando pasito tras pasito, avanzando décimas de milímetro, pero avanzando. Incapaz   —208→   de sentir un conflicto interno, está ahí para provocarlos. Y cuando los provoca huye, porque es cobarde: tiene horror a una bofetada del Magistral, y, por miedo, mata a don Víctor, que no deseaba matarlo. Su único conflicto es la vejez próxima, y aun así lo resuelve con sensatez y sabiduría: administra sus fuerzas y se hace avaro de sus efusiones eróticas. El único toque humano de este don Juan prosaico lo representa su semienamoramiento por la Regenta, la única que consigue sacarlo de su compostura. Pero en verdad no se ama más que a sí mismo, y ello de una manera bien prosaica. Ni siquiera es sensual, si se le compara con Ana o con Fermín. Si busca a las mujeres es para encontrarse a sí mismo, no por sensualidad. Sabe que le desean y desea sentirse deseado; por otra parte, no quiere que ninguna quede defraudada en su deseo de él. Lo que Mesía busca y encuentra en las mujeres es una confirmación de sí mismo, de la propia belleza y perfección, y busca esto porque es un ser inseguro, como lo demuestra su terror a quedar en ridículo. Es el anti-don Juan por excelencia: calculador, frío, sabiendo siempre qué debe hacer, administrándose meticulosamente, incapaz de sentir pasión, se horrorizaría de desafiar las leyes humanas y sociales: hacer el amor es una ley social en Vetusta, siempre que se haga con discreción y secreto. Por eso lo hace. Y sin embargo, a pesar de todo, Mesía es respetado hasta cierto punto por Clarín. Este se mofa de él, lo juzga negativamente, pero nunca lo llega a descender al nivel medio de los vetustenses. Su estatura, junto con la de Fermín y Ana, es muy superior a la media. Ello se debe en gran parte a que Clarín lo observa con los ojos de sus personajes, pero también a que Mesía no es tonto. Él no se engaña, como los demás. Tiene un conocimiento exacto de la realidad en que vive. No la falsea ni la deforma, la acepta tal como es, se adapta a ella y le saca el mayor provecho posible. Por muy prosaica que sea su sabiduría, es sabiduría al fin y al cabo.

Mesía, Ana y Fermín son los personajes de más estatura en la novela. El resto puede englobarse conjuntamente, como vetustenses sin más, a pesar de su muy clara individualización. Hay, sin embargo, dos personajes que se mantienen fuera del mundo vetustense, que no se incluyen en él, que lo trascienden y que, por ello, apenas intervienen en la acción, pero sirven para contrastarla. Me refiero a Frígilis y Camoirán. Son los dos únicos individuos puros de toda la novela: los dos representan un vitalismo sano, en contacto con la naturaleza, indiferente al sucio y mezquino mundo vetustense. Y, sin embargo, no creo yo que se trate de dos personajes absolutamente positivos. Su situarse al margen es una forma de pureza egoísta que puede resultar dañina para los demás. Frígilis tiene su buena parte en la caída de Ana, aún más cuando, como declara al final, la veía venir. No sabe evitar, por otra parte, la muerte de su gran amigo don Víctor, y cuando se decide a ayudar, frente a toda Vetusta, a Ana, es ya demasiado tarde. Una y otra vez Clarín pone en boca de don Víctor y de Ana el reproche «egoísta» que se le dirige a Frígilis. En cuanto a Camoirán, aunque él no sea indiferente, como Frígilis, al mundo de lo humano, aun cuando él no sea un obsesionado por la naturaleza, aun cuando su forma de vivir la religión sea fundamentalmente la caridad y la solidaridad con los que sufren, empezando por Cristo, su naturaleza débil, en exceso ingenua, le hace   —209→   carecer por completo del sentido de la realidad. Es posible que nada pueda hacer, por su carácter, frente al Magistral y su madre; pero no es menos cierto que, dejándose dominar por ellos, y aun apoyándolos, como en la muerte de don Pompeyo, permite los abusos y repulsivas operaciones por las que doña Paula y Fermín someten la diócesis a sus intereses económicos, explotando a los miserables y extendiendo el fanatismo por todas partes.




ArribaAbajoNarración y perspectiva

La realidad se expresa a través de toda una serie de individuos cuya individuación y representatividad máximas corresponden a Mesía. Vetusta, a través de los individuos que la representan, actúa por conspiración, y la conspiración es asimismo doble: por un lado se ataca el poder del Magistral; por el otro, la «virtud» de Ana. La conspiración triunfa porque halla eco en el yo conflictivo y problemático: Ana conspira contra sí misma, exactamente del mismo modo en que el Magistral lo hace: falseando el verdadero conflicto y engañándose a sí mismos con soluciones superficiales y falsas.

De acuerdo con este planteamiento, dos leyes gobiernan la arquitectura general de la obra: espesor y simultaneidad, o, si se prefiere, extensión y profundidad. El espesor estructural se manifiesta sobre todo por la introspección profunda en el alma de Ana y de Fermín. La simultaneidad, en la captación de la realidad vetustense en toda su compleja heterogeneidad, manejando los hilos de tal modo que todos los elementos se interrelacionan, incorporando incluso a esta simultaneidad narrativa el proceso psicológico en profundidad. El espesor refleja la simultaneidad y la simultaneidad el espesor. En el análisis anímico de Ana descubrimos una simultaneidad de conflictos y tendencias, lo mismo que en Fermín. Pero, a la vez, en la simultaneidad con que se nos describen las múltiples acciones, personajes y espacios de la vida vetustense encontramos la mirada en profundidad ocupándose, bien de Ana y Fermín, bien de don Víctor, bien de Mesía, Visitación, Pompeyo Guimarán, etc. Dicho de otro modo, cada personaje se incluye en un sistema de relaciones complejo y numeroso, pero a la vez este sistema de relaciones está al servicio de la comprensión, bien de seres excepcionales, como Ana y Fermín, bien de seres comunes, pero no menos individualizados, como Mesía, don Víctor, don Pompeyo o Visitación.

La novela, a pesar de la densidad agobiante del mundo creado, no se cierra sobre sí misma, sino que se abre en una serie de aspectos. En primer lugar, la acción. Cuando se lee la última frase de la novela, la vida no acaba: más allá de ese punto final, Ana tendrá que seguir viviendo con su conciencia a cuestas, lo mismo que Fermín. Nada acaba. Nada es definitivo. Pero el mundo de Vetusta queda también abierto en el espacio; por debajo del mundo degradado y repulsivo de La Encinada está naciendo una vida nueva y proletaria de la que, por lo menos, sabemos una cosa: que es más espontánea y más vital. Y queda abierto en cuanto a los personajes. Fuera del mundo vetustense, no contaminados por la acción que ha conducido a tan catastrófico final, ni por las convenciones   —210→   sociales y pasiones que lo regulan y agitan, hay personajes puros en la medida en que ello es posible: Frígilis, el obispo Camoirán, el médico Benítez.

La estructura de la novela no es estática, sino dinámica, y este dinamismo puede ser distribuido en tres fases de movimientos: del cap. 1 al 15, del 16 al 26, y del 27 al 30. La dirección del movimiento podría formularse en el sentido de «intensificación concentradora», esto es, la acción reduce su complejidad y va centrándose en torno al conflicto-eje; por otra parte, se anima y cobra un ritmo más rápido y directo. Es curioso observar en este sentido que a medida que nos acercamos al final todo expresa en la novela el triunfo de Mesía sobre el Magistral. Las notas clericales tienden a desaparecer: la intervención de Glócester y don Custodio es progresivamente sustituida por la de Foja, Orgaz, don Frutos, etc.; don Saturnino Bermúdez es sustituido por don Pompeyo Guimarán o por Trifón Cármenes. «El Lábaro» deja de aparecer a todas horas y da paso a las menciones de «El Alerta», periódico liberal. Lo religioso viene, imperceptiblemente casi, a ser desplazado por lo civil. Don Víctor abandona el «Kempis» y vuelve al teatro, Benítez aparece con mucha frecuencia, etc. En cuanto a la concentración, es curioso notar que en los últimos capítulos se acentúan las técnicas de sugerencia, de sugestión, y disminuyen las descripciones y las explicaciones o comentarios. Aparecen incluso cartas, en las que se sugieren más que se explican los cambios ocurridos. Todo tiende a adelgazarse y precipitarse. Ello no quiere decir, sin embargo, que la ley de simultaneidad sufra lo más mínimo: en los cuatro últimos capítulos, particularmente, intervienen casi todos los personajes, y los capítulos, como tales, siguen siendo de una heterogeneidad asombrosa.

El estilo de La Regenta es un estilo esencialmente irónico. La ironía la obtiene Clarín, sobre todo, a partir de dos métodos: o bien por la situación misma (mediante contrastes violentos, exageraciones, etc.), o bien por el comentario, generalmente de frase escueta, concisa y punzante, que se coloca al final del diálogo o el párrafo ironizados. Véase un ejemplo en la narración: «Las señoritas de Ozores y la nobleza de Vetusta suspendieron el juicio que iba a merecerles la hija de don Carlos y de la modistilla italiana hasta poder reunir datos suficientes. Mientras la joven estuvo entre la vida y la muerte, doña Anuncia encontró irreprochable su conducta».

La ironía supone el mundo distanciado. En Clarín hay una tendencia a tomar la perspectiva omnisciente y demiúrgica, pero sin exclusividad, sino alternándola con lo que podría llamarse una perspectiva «en eco», esto es, una perspectiva en la que el narrador se abisma en el personaje de tal modo que se convierte en mero eco de sus sensaciones, pensamientos, palabras... El primero de los puntos de vista satisface plenamente la ley de simultaneidad a que antes nos referíamos. El autor necesita estar muy elevado sobre el mundo que narra para poder verlo en conjunto, globalmente, contemplando el entrecruzarse de los diversos hilos. El segundo punto de vista satisface, en cambio, la ley del espesor, al permitir al autor abismarse en cada personaje y captarlo en profundidad.

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En La Regenta estos dos tipos de perspectiva se combinan y alternan continuamente. Dicho de otro modo, la perpectiva única y la múltiple se constituyen en constantes y crean dos tipos diferenciados de lenguaje.

Cuando B. J. Dendle examina la novela de tesis en España, afirma: «The Spanish Novelists, with the possible exception of Alas, leave the reader in no doubt as the author’s opinions»111. En efecto, no hay que confundir la omnisciencia con la tesis. Clarín es omnisciente, pero no subordina la novela a ninguna tesis. Si así fuera, habría que tomar por tesis la siguiente proposición: Clarín hace fracasar el mal, esto es, el fanatismo, y triunfar el bien, esto es, los liberales. Lo cual es un sarcasmo. O bien habría que deducir que Clarín escribe una novela anticlerical, y entonces cerraríamos los ojos al hecho de que liberales como Mesía y Foja, o ateos como Guimarán, son tan repulsivos o tontos como los clérigos. La omnisciencia de Clarín actúa de otro modo nos presenta una situación dada y la hace devenir hacia un resultado enteramente lógico. Se ha dicho que los únicos personajes positivos de la novela son Frígilis y Camoirán. Nosotros hemos mostrado que, aún puros, producen efectos negativos. Clarín nunca nos lo explica, se limita a mostrarlo. Y si hay alguna acusación, resulta lógica porque afecta a la situación del personaje, como es el caso de Ana cuando acusa de egoísta a Frígilis. La actitud omnisciente de Clarín se refleja, aparte de en «la composición» de la novela, en la ironía, la tendencia a lo grotesco, la caricatura, las técnicas dilatorias y las anticipaciones, la disposición de contrastes violentos, etc. Es evidente que narra, sin embargo, desde una actitud crítica, que condena o aprueba. La dureza con que castiga a don Víctor (el eterno enamorado de los dramas de honor y de los duelos teatrales, muere en un duelo de verdad que no tiene nada de heroico: una bala le hace estallar la vejiga llena), o a Ana (la mujer que aspira toda su vida al amor, acaba recibiendo un asqueroso beso en la boca bajo el techo de una iglesia), es evidente, como es evidente el sarcasmo empleado con los habitantes de Vetusta, salvo raras excepciones (Camoirán, Frígilis, Benítez, los obreros), pero esta condena o esta simpatía vienen justificadas desde la novela. No es una calificación a priori de buenos y malos. Nadie es malo absolutamente: se es tonto (Guimarán, don Víctor), se es envidioso o mezquino (Glócester), se carece de ideales (Mesía), etc.

Entre la perspectiva omnisciente y la perspectiva en eco hay muchos grados de transición en La Regenta. Se pasa de una a otra casi sin advertirlo. El ejemplo más claro de ello es el monólogo clariniano. Clarín casi nunca utiliza monólogos en primera persona, por lo que no se puede hablar propiamente de monólogos. Sus monólogos son, por lo general, en tercera persona. El narrador entra dentro del personaje y narra desde él, sin permitirle que se exprese por sí mismo, aunque, eso sí, adaptándose perfectamente a su estado de ánimo, a su lenguaje, a su peculiaridad psíquica, etc. A veces, Clarín, sin embargo, no llega a diferenciar el monólogo de la narración, introduciendo esta en aquel y produciendo un grado intermedio. Véase este monólogo-narración de Ana: «¡Perfectamente! Mesía, con aquella despreocupación, pensando   —212→   en su placer, en la naturaleza, en el aire libre, era la realidad nacional, la vida que se complace en sí misma; los otros, los que tocaban las campanas y conmemoraban maquinalmente a los muertos que tenían olvidados, eran las bestias de reata, la eterna Vetusta que había aplastado la existencia entera (la de Anita) con el peso de preocupaciones absurdas; la Vetusta que la había hecho infeliz... ¡Oh, pero estaba aún a tiempo! Se sublevaba, se sublevaba; que lo supieran sus tías, difuntas; que lo supiera la hipócrita aristocracia del pueblo; que lo supiera su marido; los Vegallana, los Corujedos... toda la clase..., se sublevaba...». La primera parte de este monólogo no tiene nada de tal, es narración pura. En este otro, Ana llega a nombrar a su padre como don Carlos, evidente indiscreción del narrador: «Valiente mequetrefe era el señor Chateaubriand, según don Carlos. Él tenía sus obras porque el estilo no era malo». En este otro caso, siguiendo las reflexiones de don Álvaro, pasamos de narración a monólogo sin darnos cuenta: «El dandy vetustense sudaba de congoja pensando lo mucho que había padecido bajo el poder de don Víctor Quintanar, que, según su cuenta, en pocos meses de íntima amistad le había declamado todo el teatro de Calderón, Lope, Tirso, Rojas, Moreto y Alarcón. Y todo ¿para qué? Para que el diablo haga a esa señora caer en cama, tomarle miedo a la muerte, y de amable, sensible y condescendiente -que era el primer caso-, convertirse en arisca, timorata, mística..., pero mística de verdad. ¿Y quién se la había puesto así? El Magistral, ¿qué duda cabía? Cuando él comenzaba a preparar la escena de la declaración, a la que había de seguir de cerca la del ataque personal, cuando la próxima primavera ofrecía eficaz ayuda... se encuentra con que la señora tiene fiebre». Es preciso estar muy atentos para notar esta gradación levísima por la que vamos entrando más profundamente en el personaje. De hecho, la frecuencia de este tipo de narración, en que el narrador se sumerge en el personaje por entero, es tal que compensa la escasez del diálogo y la casi inexistencia de los monólogos directos.




ArribaEl realismo contradictorio de «La Regenta»

Si, respecto a su valor artístico, La Regenta es el modelo más perfecto del realismo decimonónico, su análisis nos ha permitido ver que representa, a nivel de ideología, un momento en el que burguesía y realismo han empezado ya a disociar sus caminos. Un momento equivalente en significación al flaubertiano en Francia. Es cierto que en La Regenta está depositada todavía la confianza que una clase social, la burguesía, depositó en la novela como instrumento que, al describir la realidad e informar sobre ella, fuera capaz de interpretarla y de darle sentido, generando así la ideología de una clase social en su etapa ascendente. De ahí precisamente que La Regenta conserve todos los rasgos de los primeros modelos realistas. La novela fue el manual de sociología de toda una época, pero, como todo manual de sociología, concebido en su estructura y métodos desde una ideología y con el objetivo de servir a los intereses que se enmascaran bajo ella. Sin embargo, como todo instrumento llega a sobredeterminar a su diseñador, así la novela realista llega a encontrar   —213→   en la realidad elementos inorgánicos, «ruidos», no aprovechables para la ideología y los intereses que la concibieron, en especial si el novelista en lugar de ser un intelectual orgánico es, al modo de Stendhal, Flaubert o Clarín, un intelectual discrepante. Puede ocurrir incluso que el sentido revelado en la descripción de esa realidad burguesa de la novela realista no sea ya un sentido burgués. Flaubert descubre la ambigüedad: si los afanes de madame de Bovary conducen a la autodestrucción o a la represión por la colectividad, no menos cierto es que la sociedad constituida por los Carlos Bovary y en la que no caben los afanes propiamente personales es no sólo injusta, sino inhumana, alienada y absurda. Clarín está también en esta línea: la realidad de una sociedad como la surgida en 1868 es absolutamente negativa, y la manera de luchar contra ella no es tampoco la de los grandes individualistas, a lo Ana de Ozores o Fermín de Pas; ni la de los automarginados, a lo Camoirán o Frígilis; ni es la de las grandes pasiones románticas. Los grandes individualistas están ya de por sí contaminados; en cuanto a los automarginados lo único que consiguen salvar es sus conciencias, remitiéndolas a un limbo inoperante, y por lo que respecta a las grandes pasiones románticas, en el momento en que pasan a realizarse en su contexto se transforman en grotescas fantochadas. Por último y además de la tara inicial que pesa sobre cada uno de estos elementos (el degradado enfoque de sus aspiraciones en los individualistas, el egoísmo en los automarginados, el carácter fantástico e irrealizable de las grandes pasiones), a la sociedad le es muy fácil defenderse frente a ellos y reprimirlos: los grandes individualistas o se destruyen entre sí o se les obliga a pactar o, si se niegan, se les elimina; los automarginados hacen el juego con su pasividad; las grandes pasiones, en su irrealizabilidad, llevan ya en sí el germen de su desviación o de su prostitución. Ninguna de las clases sociales que comparten el poder sobre Vetusta es presentada como positiva ni se libra de la acusación de corrupción. Pero tampoco, a nivel individual, ninguna de las personalidades de estas clases sociales se salva de la degradación. Positivo, realmente positivo, sólo hay dos cosas en Vetusta: un individuo, Benítez, típico representante de la ciencia asumida con honestidad; y una clase social, la obrera. Con respecto a esta, Clarín olvida la mordacidad de su ironía en los dos momentos en que la trata: en el primero, sobre los mineros de Mataralejos, su voz tiene un acento trágico y una fuerza impresionante al resaltar la bestial alienación en la que viven, o malviven, como animales; en el segundo, sobre los obreros del «campo del sol», Clarín se muestra menos exaltado y más objetivo: su descripción, con notas de cordialidad, presenta la imagen de una vida colectiva cuyas formas son, como mínimo, espontáneas y sanas.







 
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