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Los tristes


Una idea que en Rosalía adquiere la categoría de creencia es que existen seres predestinados al dolor, seres que viven en el sufrimiento y a quienes están negados los placeres de la vida. Rosalía nos habla de ellos, nos da sus características y les da el nombre: son los tristes.

Esta creencia la encontramos desde su primera obra; pero allí el triste no ha adquirido todavía sus perfiles definitivos. Aparece representado en la figura de un joven que siembra la desgracia a su alrededor: las flores, al contacto de su mano, se marchitan inmediatamente; un pajarito al que, sin saber bien cómo, consigue retener, se muere también. Apesadumbrado por tan contumaz y extraña mala suerte, el joven apoya la cabeza en un árbol y, pensando en la nada, acaba durmiéndose. Al despertar ve que el pájaro y las flores marchitas reviven entre las manos de un niño que juega con ellas. Entonces el joven, a través de unas horribles estrofillas de versos hexasílabos, se interroga sobre el caso:



   Entonces el joven
del caso presente
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la causa a su mente
pregunta, y la halló.

   Y en tanto que el niño
risueño jugaba,
su labio marcaba
sonrisa que heló.

   La duda presiente
que acaso a su vida
por siempre irá unida...
fatal perdición...


(O. C. 229)                


El poema, que, como todos los de La Flor, muestra la influencia del peor romanticismo, hubiera podido pasar como uno más de esos relatos de destinos aciagos, al estilo del Don Álvaro. La torpeza de la joven autora queda de manifiesto en su intento de dramatizar el relato: el joven descubre ante nuestros ojos su fatídico sino al acercarse a las flores y al pájaro, y, por si no quedaba claro, aparece un niño para que se vea el contraste entre ambos. Sin embargo, a la luz de poemas posteriores debemos considerar éste de La Flor como un antecedente, aunque torpe y desdibujado, de la figura del triste. En él se da, en efecto, su nota más característica: la privación injustificada de placeres que otros pueden disfrutar.

Una creencia previa a la de la existencia de los tristes, y que le sirve de marco, es la de que el destino humano es inapelable: nada puede hacerse para cambiarlo. Esta idea, que está en oposición a la fe en un Dios providente y misericordioso, se encuentra expresada categóricamente por Rosalía a propósito de una historia trivial: una joven muy hermosa tiene un lunar que le traerá, de modo irremediable, la desgracia: «Cabe das froles a nena»(F. N.210) .

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   ...que naide, tal é a forza do destino,
naide torce o seu sino.


(F. N. 212)                


En otra ocasión es el ángel que se aparece a un presunto suicida el que señala el carácter irrevocable del destino, aunque al final, quizá para paliar el efecto sorprendente de un ángel jansenista, se añade la esperanza como salida:


-Ninguén torce o poder dos seus destinos
infaustos ou beninos;
nin a ninguén lle é dado
renegar do seu fado.
Só vence quen espera...
Volve a vivir e espera resinado.


(F. N. 235-236)                


Veamos otro ejemplo, en el que no hay paliativos para la afirmación:


Mas ó que ten mal sino,
mal sino o seguirá,
que as rápidas correntes
non volven nunca atrás.


(F. N. 225)                


Muy pronto, Rosalía se siente formando parte de esa comunidad de seres desgraciados. En «Campanas de Bastabales», uno de los poemas de Cantares gallegos en los que se vuelca con más autenticidad la vida interior de la autora, nos encontramos ya con una mención de los tristes hecha con absoluta naturalidad. Entre la romántica y artificiosa figura del joven de La Flor y esta mención sencilla y sin explicaciones de los Cantares tiene que mediar un proceso interno en el que el concepto del triste se ha consolidado. Más adelante, Rosalía desarrollará este concepto; de momento, se limita a dejar constancia de su existencia y de   —64→   su inclusión en esa categoría de seres. Sentada en una piedra, camino de Bastabales, mientras ve ponerse el sol y salir la luna, dice:



...mentras tanto corre a lúa
sin saberse para dónde.

Para dónde vai tan soia,
sin que aos tristes que a miramos
nin nos fale, nin nos oia.


(C. G. 60)                


Fijémonos bien en que la palabra triste es aquí un sustantivo: «los tristes». Podía haber dicho «a los que, tristes, la miramos...» indicando una situación más o menos transitoria. La preferencia por la forma sustantiva «a los tristes que la miramos» señala claramente la existencia de unos seres, entre los que se encuentra Rosalía, en quienes la tristeza se ha hecho naturaleza.

Es un tema frecuente la comparación entre la situación del triste y la del resto de los mortales, e incluso entre él y la naturaleza. Los mejores poemas son los de tono lírico, escritos en primera persona. Así el que comienza «No creo, azul crarísimo» (F. N. 189).

De modo simbólico, Rosalía habla del camino que sigue el triste: un camino solitario, pedregoso, estrecho, por donde avanza descalzo y cubierto de polvo. En contraste, «los dichosos» van por «rutas espaciosas» luciendo «sus trenes soberbios». Así nos lo dice en el poema «Camino blanco, viejo camino» (O. S. 346). El poema parte, creemos, de la evocación de un camino real y concreto; un camino de campo, estrecho y pedregoso, con zarzas en los bordes. La soledad y el apartamiento de la civilización le confieren el carácter de símbolo. Este tránsito se indica con la distinta colocación de los adjetivos. En el primer verso, las palabras   —65→   inicial y final son el sustantivo «camino», que acaparan con su situación privilegiada la atención del lector: «camino blanco, viejo camino». En la segunda parte, los acentos inicial y final del verso recaen, por el contrario, sobre el adjetivo: «Blanca senda; camino olvidado», destacando una nota esencial para convertirlo en símbolo: el carácter de olvidado. Pero vemos que ese camino alejado de las rutas de los dichosos parece «bello y agradable» a los ojos del viajero que por él transita. Creemos que la explicación está en lo que decíamos al comienzo: se ha partido de la evocación de un camino concreto, campesino, que es familiar a la autora. Cuando dice «¡bullicioso y alegre otro tiempo!», demuestra que lo conoce de antiguo, y, posiblemente, se está refiriendo a los tiempos en que, niña ella también, recorría el camino de cabras cogiendo moras silvestres. Todas esas notas agradables se mantienen cuando el carácter yermo y solitario del camino le confiere la categoría de símbolo. De este modo se mezclan elementos de distinta clase, y la vida triste adquiere un aspecto menos desolado que otras veces. No es esto, sin embargo, lo habitual, como tendremos ocasión de ver.

Lo característico del triste es que está privado de bienes que son comunes al género humano. Prescindiendo de todo criterio realista, sin explicar ni justificar nada, Rosalía afirma rotundamente la carencia de todo bien:



¡Qué prácidamente brilan
o río, a fonte i o sol!
Canto brilan..., mais non brilan
para min, non.

¡E ben...!, xa que aquí n'atopo
aire, luz, térra nin sol,
¿para min n'habrá unha tomba?
Para min, non.


(F. N. 194)                


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El tono del poema va creciendo en intensidad mediante la reiteración negativa: «para min, non». La poeta comienza indicando su apartamiento, su falta de comunión con la naturaleza que le rodea, para culminar en esa apoteosis en la que se le niega el aire, la tierra y la luz. Es un sentirse al margen, pero es al mismo tiempo una negación por parte de la naturaleza. Lo mejor desde un punto de vista artístico es la falta de lógica, las afirmaciones categóricas que nos sitúan en un plano superior al real, pero vinculado a él de tal manera que sentimos que es cierto. En definitiva, el poema expresa la carencia de algo que en mayor o menor medida todo ser percibe alguna vez: la alegría de vivir. Sólo el triste carece de ella.

El penar del triste no encuentra justificación en otra vida. Al contrario, parece que su predestinación al dolor excede los límites de su existencia humana y se prolonga a cualquier tipo de vida posterior. Con esa forma contradictoria, a la que Rosalía nos tiene ya acostumbrados, manifiesta primero su esperanza en una vida mejor, para negarse, a continuación, toda posibilidad de dicha. Hablando con la luna dice:



Astro das almas orfas,
lúa descolorida,
eu ben sei que n'alumas
tristeza cal a miña.
Vai contalo ó teu dono,
e dille que me leve adonde habita.

Mais non lle contes nada,
descolorida lúa,
pois nin neste nin noutros
mundos teréi fertuna.


(F. N. 193-194)                


Para Rosalía la única salida es hundirse en la inconsciencia, que la muerte se lleve alma y cuerpo a donde no vuelvan   —67→   a despertar jamás, pues su falta de fortuna la perseguiría por todas partes:


Se sabes onde a morte
ten a morada escura,
dille que corpo e alma xuntamente
me leve adonde non recorden nunca,
nin no mundo en que estóu nin nas alturas.


(F. N. 194)                


Hemos visto que la creencia en un Dios compasivo entra en conflicto con la predestinación al dolor. Rosalía se pregunta cómo un Dios piadoso puede castigar al triste que busca la muerte, y se lo plantea en términos de libertad y justicia: si no puede regir los dolores que le agobian, ¿por qué negarle la única posibilidad de escapar a ellos?: «¿Por qué, Dios piadoso?» (F. N. 199).

La diferencia entre los dichosos y los tristes no consiste en que unos acaparen todos los placeres en el reparto y a los otros les queden sólo las penas. En realidad, los dichosos son, generalmente, y excepto en algún poema en que aparecen sólo con el carácter de triunfadores o de soberbios, son, decía, los seres normales en cuya vida alternan placer y dolor. Cuando habla de la desgracia, Rosalía dice:


Sono lixeiro ou pasaxeira nube
pra moitos é que apenas deixa rastro.
Outros os golpes alevosos sinten
que lle asesta con negra traidoría
dende o comenzo ó fin da vida escrava.


(F. N. 213)                


El dichoso no es, pues, un ser que desconozca el dolor; pero es un mimado de la fortuna: sus dolores son pasajeros, ligeros, no dejan rastro; el dolor del triste es continuo,   —68→   hondo, tan arraigado que no puede desprenderse de él. De esta diferencia surge la incomprensión entre ambos. El triste se rebela, y el dichoso desprecia, en cierto modo, a ese ser continuamente quejumbroso. Rosalía debió de sentir vivamente esa incomprensión de los dichosos ante su dolor. Anouilh, en La Sauvage, hablaba de los «douleurs d'oiseaux» que sentían los ricos; dolores pequeños, insignificantes, que les incapacitaban para comprender el dolor antiguo, hecho de humillaciones infinitas, de privaciones, de injusticias... Los dichosos de Rosalía, como los amigos de Job, siempre tienen un consejo reticente y una crítica en los labios para el triste. Así lo vemos en el poema «Los que a través de sus lágrimas» (O. S. 373); en él queda de manifiesto el inevitable resentimiento que Rosalía tuvo que experimentar ante esos seres que se permiten criticar lo que desconocen. La superficialidad de su carácter es destacada con una frase de apariencia inocente: aún no se han secado las lágrimas cuando, «sin esfuerzo ni violencia», las almas «afligidas» se abren a un nuevo placer. Estos espíritus pragmáticos tampoco se angustian ante el más allá: se limitan a llevarse los frutos de este mundo. Rosalía pone de relieve la vulgaridad de esos seres que ante una queja no tienen siquiera la elegancia espiritual de callarse, y necesitan abochornar al doliente con el ejemplo de sus almas, que la poeta sabía incapaces de sufrimiento auténtico.

En el largo poema que lleva por título «Los Tristes» (O. S. 327-330), Rosalía se rebela contra la incomprensión: a los que en el reparto de la vida les han correspondido sufrimientos y goces, fracasos y triunfos, los que son capaces de olvidar el mal pasado, nada pueden saber de los seres condenados a un perenne sufrimiento:



   Vosotros, que lograsteis vuestros sueños,
¿qué entendéis de sus ansias malogradas?
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Vosotros, que gozasteis y sufristeis,
¿qué comprendéis de sus eternas lágrimas?

   Y vosotros, en fin, cuyos recuerdos
son como niebla que disipa el alba,
¡qué sabéis del que lleva de los suyos
la eterna pesadumbre sobre el alma!


(O. S. 328)                


En este poema, Rosalía desarrolla ampliamente notas que hemos visto desperdigadas a lo largo de su obra: la no participación del triste en los dones de la naturaleza, el carácter desesperanzado e inmutable de su tristeza; en suma, su predestinación inapelable al dolor.

También en este canto sale al paso la autora a una posible objeción: los tristes no son seres morbosamente complacidos en su tristeza, tampoco espíritus débiles y cobardes resignados de antemano, incapaces de luchar por mejorar su suerte. Sencillamente, son seres empeñados en una lucha inútil, que no conduce a ninguna solución. Huyendo de los hombres se refugian entre las fieras; cuando el nuevo refugio se les vuelve hostil, buscan otro. Y así siempre, sin esperanza.

Para esos seres desgraciados Rosalía no pide a los dichosos caridad, ni justicia, ni compasión. Quizá piense que son incapaces de darlas o, quizá, que sería inútil. Sólo pide respeto; que se callen, que no aumenten con sus palabras la injusticia del absurdo reparto.

La creencia en la predestinación al dolor, el convencimiento de ser ella misma un triste, sufrió los mismos altibajos y tiene las mismas contradicciones que sus creencias religiosas. Unas veces le pregunta a Dios cómo es posible esa injusticia, y pide piedad para los tristes; otras veces prescinde de toda solución ultraterrena, y se limita a con   —69→   signar la existencia de los tristes. Según su mayor o menor necesidad de consuelo, se inclina a una u otra postura. Es curioso, sin embargo, que Rosalía nunca pensara que la creencia en los tristes, es decir, en seres predestinados ab initio y ab aeterno («nin neste nin noutros mundos terei fertuna») y sin remisión al dolor, constituía por sí misma una violación a la ortodoxia. Les buscaba a los tristes una justificación religiosa, o no se la buscaba; pero jamás dudó de lo que para ella era una evidencia: la predestinación al dolor. Hasta qué punto las creencias eran en Rosalía algo asistemático y vital queda de relieve en la coexistencia en ella, al menos en cierta época de su vida, de dos tan contradictorias como la creencia en los tristes y la creencia en un Dios consolador.



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