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«¡Odio, fillo do inferno!»


Desde muy pronto se formó en torno a Rosalía una leyenda popular que tiende a presentarla como a santiña. Su afabilidad con labriegos y campesinos, su interés por sus problemas, su generosidad con pobres y necesitados, sus propios dolores y enfermedades, que la acercaban a todo el que sufría, hicieron de ella la imagen arquetípica de la madre gallega: buena, resignada, llorosa y protectora. A esto se añadió el tópico literario de la galleguiña dulce y nostálgica, alimentado por aquellos que no pasaron en sus lecturas de Rosalía de algunos poemas sueltos.

A pesar de haber destruido sus cartas -pérdida incalculable a la hora de hablar del carácter de Rosalía-, Murguía nos dio en el Prólogo a En las orillas del Sar una imagen que, aunque idealizada, no es ya la de la leyenda, ni la del tópico literario: sensibilidad que puede ser susceptibilidad, altivez, dignidad, rebeldía, bondad y sencillez, pero también energía y fuerza para responder a las ofensas:

Porque si hubo ser sensible que al menor roce se sintiese herido; si hubo alguien que en los momentos de desgracia se irguiese altivo como héroe que antes de caer vencido intenta   —189→   levantarse y luchar todavía, fue ella. [...] Quien hablase a Rosalía, vería que era la mujer más benévola y sencilla, porque en su trato todo era bondad, piedad casi, para los defectos ajenos. Mas cuando la herían, ya como enemiga, ya como acosada por el infortunio, era tal su dignidad, que pronto hacía sentir al que había inferido la herida todo el peso de su enojo


(O. C. 563-64)                


Rosalía, por su parte, nos ha dejado constancia en sus versos, con la sinceridad que la caracteriza, de sentimientos menos elevados: de dignidad herida sí, pero también de rencor, de resentimiento, de odio.

Empecemos por su resentimiento hacia una parte de España en la que vivió muchos años de su vida: Castilla. Este resentimiento lo animaban múltiples motivos. Había, en primer lugar, una razón de carácter social que tratamos en su lugar28; el poema más representativo a este respecto es «Castellanos de Castilla» (C. G. 122).

Hay otra razón: Rosalía lo pasó mal en Castilla: sufrió dificultades económicas, problemas de salud, nostalgia de su tierra natal. Y, como sucederá otras veces, proyecta sobre el ambiente su malestar interior y acusa al desierto castellano de los males que la afligen: de su tristeza, de su melancolía, de su nostalgia; y por ello abomina de él; en sus palabras sólo hay resentimiento y burla («Unha tarde alá en Castilla», F. N. 228).

Este resentimiento no pierde ocasión de manifestarse; mejor aún: Rosalía crea las situaciones para darle salida. Glosando un cantar popular en el que habla un joven al parecer bastante mujeriego, se lanza a una diatriba contra la mujer castellana y contra el país en general. El cantar popular dice:

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   Teño unha dama nos Portos,
outra no Ribeiro de Avia,
si a dos Portos é bonita
a do Ribeiro lle gana.


(C. G. 99)                


Este joven se despide de una dama castellana que le ha desdeñado, en términos que dejan de relieve su resentimiento -y el de la autora- al tiempo que canta las alabanzas de las mujeres y la tierra gallega.

Según Carballo Calero29, el cantar es de arriero y no parecía prestarse, en principio, a la glosa que de él hizo Rosalía. Pero, como hemos dicho, es el resentimiento de la autora el que enfocó el tema bajo tal punto de vista.

El dolor y la amargura que rebosaban del alma de Rosalía hace que aquellos mismos lugares que han sido objeto de su amor despierten en ella oscuros y encontrados sentimientos. El dolor presente se desata en odio contra lo que evoca tiempos más felices:


   Ódiote, campo fresco,
cos teus verdes valados,
cos teus altos loureiros
i os teus caminos brancos
sembrados de violetas,
cubertos de emparrados.


(F. N. 274-5)                


O se confunden en ella rencor y amor:


   El templo que tanto quise...,
pues no sé decir ya si le quiero,
que en el rudo vaivén que sin tregua
se agitan mis pensamientos,
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dudo si el rencor adusto
vive unido al amor en mi pecho.


(O. S. 313)                


En vano vuelve Rosalía a recorrer los paisajes en los que en otro tiempo la esperaba «la esperanza sonriendo». Hay raíces de odio en su corazón que el paisaje querido no puede desterrar:


   Ya en vano el tibio rayo de la naciente aurora,
tras del Miranda altivo,
valles y cumbres dora con su resplandor vivo;
en vano llega mayo, de sol y aromas lleno,
con su frente de niño de rosas coronada
y con su luz serena:
en mi pecho ve juntos el odio y el cariño,
mezcla de gloria y pena;
mi sien por la corona del mártir agobiada,
y para siempre frío y agotado mi seno.


(O. S. 317)                


La luna, que trae a su memoria recuerdos de antiguas quimeras pasadas, se convierte para ella en objeto de rencor, y piensa «con placer» que también ella tendrá su fin como todo lo tiene:



   Muda la luna y, como siempre, pálida
mientras recorre la azulada esfera
seguida de su séquito
de nubes y de estrellas,
rencorosa despierta en mi memoria
yo no sé qué fantasmas y quimeras.

   Y con sus dulces misteriosos rayos
derrama en mis entrañas tanta hiel,
que pienso con placer que ella, la «eterna»,
ha de pasar también.


(O. S. 349)                


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Distintos parecen ser los motivos que la hacen detestar y apetecer a un tiempo a Santiago de Compostela30. Allí vivió con su madre, allí fue feliz, pero también allí debió de experimentar los sentimientos de sentirse observada y señalada por una sociedad que conocía su origen ilegítimo. Allí también, sin duda, vio apagarse muchos de sus entusiasmos y ensueños juveniles:


   Ciudad extraña, hermosa y fea a un tiempo,
a un tiempo apetecida y detestada.


(O. S. 367)                


En las escasas cartas -o fragmentos de ellas- que conservamos dirigidas a su marido, encontramos ejemplos clarísimos de cómo el malestar interior de Rosalía revertía hacia seres queridos en forma de rencor, como si ellos fueran culpables de sus desdichas. ¿Lo eran? ¿En parte, por lo menos? No vamos a entrar en esta cuestión, puesto que la misma autora reconoce que sus palabras son provocadas por causas ajenas a la persona a quien se dirige. Veamos cómo le reprocha a su marido que no le escriba a menudo, y cómo le hace saber, con cierta crueldad e ingenuidad infantiles, que, precisamente los días en que estaba más enferma, faltaron las misivas consoladoras:

Mi querido Manolo: No debía escribirte hoy, pues tú me dices lo haga yo todos los días, escaseas las tuyas cuanto puedes, pues casualmente los dos días peores que he tenido, hasta me aconteció la fatalidad de no recibir carta tuya.


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Y añade estas palabras que no ignora que molestarían a su marido por la acusación que hay en ellas de una actitud voluntaria de frustración por parte de él, y de un creciente despego por parte de ella:

Ya me vas acostumbrando, y como todo depende de la costumbre, ya no hace tanto efecto.


Pero insiste en el hecho de su enfermedad para hacerle sentirse culpable de aumentar sus dolores:

Sin embargo, estos días en que me encuentro enferma, como estoy más susceptible, lo siento más.


Termina el párrafo concediéndole un magnánimo perdón, pero haciéndole ver el dolor que le ha causado con su egoísmo y comodidad, pues no a otras causas atribuye la ausencia de carta:

Te perdono, sin embargo, aunque sé que no tendrías hoy otro motivo para no escribirme que el de algún paseíto con Indalecio, u otra cosa parecida. Pero no reñiremos por esto, cuando tan desdichados somos ya.


La carta prosigue en términos de gran pesimismo y en un tono de violencia mal contenida. Rosalía se da cuenta de ello:

Pero reflexionando en lo que te escribo veo que soy una loca, y tienes mucho que perdonarme. Tú ya sabes que cuando estoy enferma me pongo de un humor del diablo, todo lo veo negro, y añadiendo a esto, que no te veo, y nuestras circunstancias malditas cien veces, con una bilis como la mía, no hay remedio sino redactar una carta como ésta, precisamente cuando va dirigida a la persona que más se quiere en el mundo y a la única a quien se le pueden decir estas cosas


(O. C. 1556-57)                


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Y en otro fragmento de carta a su marido encontramos estas palabras no menos reveladoras de cómo su «mal humor» se vuelca sobre seres queridos:

Estoy observando que hablo en un tono feroz, como si me dirigiese a una cosa mala. Pobrecito mío, ¿qué dirás de mi mal humor? Sí; estoy de un humor sombrío, y puede que lo estuviese del mismo modo aun cuando no tuviese motivos para ello


(O. C. 1558).                


Rosalía nos habla con cierta frecuencia de sus sentimientos de rencor u odio, pero sin especificar personas ni circunstancias:


...sentindo cómo loitan
en sin igual batalla
inmortales deseios que atormentan
e rencores que matan.


(F. N. 173)                


A veces encontramos plasmada una actitud de vengativo rencor que recuerda al antiguo adagio: «siéntate a la puerta de tu casa y...». Rosalía también espera ver pasar el cadáver de sus «enemigos»: desde su rincón solitario verá cómo van perdiendo las ilusiones, que, como hojas de árbol, cubrían el cementerio donde yacen los muertos comunes; verá cómo para ellos llega el invierno, la tristeza, el remordimiento («¡E ben! Cando comprido», F. N. 215).

A Rosalía llega a molestarle la alegría de los demás. Es deseo de soledad, a veces; pero es también un sentimiento confuso de envidia de una felicidad que le está vedada y de rencor por el daño que le hacen con la exhibición de esa alegría:



   Aquel romor de cántigas e risas,
ir, vir, algarear;
aquel falar de cousas que pasaron
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i outras que pasarán;
aquela, en fin, vitalidade inquieta
xuvenil, tanto mal
me fixo, que lles dixen:
«Ivos e non volvás».


(F. N. 171)                


Otras veces no se busca la soledad. Es, sencillamente, irritación ante la alegría de los otros. El poeta quisiera ensombrecer a los demás como está ensombrecido su propio espíritu. Los desprecia y los envidia a un tiempo. Esos seres que se agitan alegres, en torbellino jubiloso, le parecen un «salvaje hormiguero». Pero él se siente «roto, miserable, hambriento», y quisiera tener el poder de nublar el sol que ilumina a los seres felices:



   A sus plantas se agitan los hombres,
como el salvaje hormiguero
en cualquier rincón oculto
de un camino olvidado y desierto.

   ¡Cuál le irritan sus gritos de júbilo,
sus risas y sus acentos,
gratos como la esperanza,
como la dicha soberbios!...

   Todos alegres se miran,
se tropiezan y en revuelto
torbellino van y vienen
a la luz de un sol espléndido,
del cual tiene que ocultarse
roto, miserable, hambriento.

   ¡Ah!, si él fuera la nube plomiza
que lleva el rayo en su seno,
apagara la antorcha celeste
con sus enlutados velos,
y llenara de sombras el mundo
cual lo están sus pensamientos.


(O. S. 386)                


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Muchas veces el resentimiento, el rencor, el odio que Rosalía experimenta recaen sobre objetos neutros: paisaje, luna, tierras castellanas. Pero no cabe duda de que en su vida hubo motivos más que suficientes para que tales sentimientos recayesen otras veces, con toda razón, sobre personas o instituciones. Rosalía, apasionada por temperamento, tuvo que odiar con violencia. Al final de su vida nos dirá:


   Yo no he nacido para odiar, sin duda;
ni tampoco he nacido para amar,
cuando el amor y el odio han lastimado
mi corazón de una manera igual.


(O. C. 660)                


Ella misma se da cuenta de la profundidad de unos sentimientos que su nobleza de corazón le hace despreciar, pero que no puede desterrar de sí: Rosalía odia, Rosalía recuerda las ofensas, y querría no recordarlas:


¡Odio, fillo do inferno!,
pode acabalo amor; mais ti n'acabas,
mamoria que recordalas ofensas.
      Sí, sí, ¡de ti mal haia!


(F. N. 176)                


Sospechamos muchos motivos de odio, de resentimiento, de rencor. Pero ha de ser una biografía seria de Rosalía la que nos cuente los detalles de su vida. A nosotros nos ha correspondido examinar solamente la expresión poética que de esos acontecimientos nos ha dejado Rosalía.



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