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La naturaleza


Son numerosas las descripciones de paisajes o las referencias a la naturaleza en la obra de Rosalía, y son distintas las actitudes adoptadas ante ella. Unas veces proyecta sobre la naturaleza sus estados de ánimo, otras le sirve de contraste para acentuarlos. En ocasiones la naturaleza será algo ajeno y hostil al hombre, otras se produce una plena identificación. Como siempre, vamos a ir viendo detenidamente cada aspecto.

Hay que empezar diciendo que la naturaleza en Rosalía es la naturaleza gallega, es decir, su tierra. Sentimiento de la naturaleza y sentimiento de la tierra van tan unidos que no es posible separarlos. Rosalía manifestó una total incomprensión para lo que no fuera el paisaje de su tierra. Cuando leemos sus descripciones del paisaje castellano no podemos evitar recordar los versos de aquel otro extranjero en Castilla, Antonio Machado, a los campos de Soria. Bien es verdad que Machado consideraba que en tierras castellanas había nacido «no a la vida, al amor, cerca del Duero», y que Rosalía vivió en esas tierras amarguras sin cuento. Pero, de todos modos, hay en ella una incompatibilidad casi   —236→   orgánica con el paisaje, o más bien diríamos con el clima castellano: no soporta el calor, el brillo del sol que cae sobre la tierra a través de una atmósfera diáfana, sin neblinas que lo amortigüen, la sequedad de la tierra y del aire. Rosalía, como una planta de umbría, necesita humedad y sombra. En el poema «Unha tarde alá en Castilla» (F. N. 228) evoca su estancia en aquellas tierras. Hay, sin duda, una postura de voluntario menosprecio, como se advierte en la denominación inicial «aqueles desertos», en las referencias al sol «insolente» y en que Dios, en su clemencia, hizo esas tierras «sólo para castellanos». Pero también hay una repulsa instintiva al ambiente de sequedad y calor. Como muchos gallegos, nuestra autora necesitaba humedad, fresco, para poder vivir a gusto.

Curiosamente, sin embargo, Rosalía reprocha la incomprensión hacia las bellezas de Galicia y, olvidándose de lo que ella misma ha dicho, exclama: callad, si no entendéis estos encantos, como callamos nosotros, que no entendemos los vuestros:


Vós, pois, os que naceches na orela doutros mares,
que vos quentás á llama de vivos lumiares,
e só vivir vos compre baixo un ardente sol,
calá, se n'entendedes encantos destos lares,
cal, n'entendendo os vosos, tamén calamos nos.


(F. N. 249)                


Incluso en su primer libro, en La Flor, donde la naturaleza está vista a través del prisma de la literatura, hay elementos tomados del paisaje de su tierra: rocío que cae al final de una tarde de verano, nubes al crepúsculo, árboles verdes, sombras frescas. A pesar de ello, el escenario ofrece un aspecto artificioso a consecuencia del estilo, herencia del peor romanticismo: las nubes son doradas, y las sombras,   —237→   pálidas; las flores, azucenas; el viento, aura. La naturaleza es aquí solamente un decorado, el fondo del cuadro donde va a desarrollarse la escena; falta el sentido del paisaje, defecto excepcional en Rosalía que, por el contrario, disfruta evocando con gran fidelidad los de su tierra. El gusto por la descripción de un paisaje la hace a veces interrumpir un relato para intercalarlo.

Son frecuentes en Rosalía los toques impresionistas en estas descripciones: agua que brilla entre las hierbas, reflejos del sol sobre ellas. («Del antiguo camino a lo largo», O. S. 334, «As torres de Oeste», F. N. 302...).

Rosalía ama los árboles y se complace en la descripción de los pinares y robledos gallegos, de los bosques donde trenzan sus ramas olmos y mirtos, bujos y laureles, limoneros y naranjos: «Xigantescos olmos, mirtos»(F. N. 209). «Los unos altísimos» (O. S. 317).

La tala de robles y encinas se siente como una mutilación que se hace al monte. Varias veces su voz se alza dolorida o indignada contra la torpeza y la barbarie que permite el sacrificio de árboles: «Los Robles» (O. S. 330), «¡Jamás lo olvidaré!... De asombro llena» (O. S. 336).


   Bajo el hacha implacable, ¡cuán presto
en tierra cayeron
encinas y robles!
Y a los rayos del alba risueña,
¡qué calva aparece
la cima del monte!


(O. S. 331)                


Rosalía confiesa su amor a los pinos, árboles muy frecuentes en Galicia y que suelen extenderse hasta las playas:


Árbol duro y altivo que gustas
de escuchar el rumor del Océano
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y gemir con la brisa marina
de la playa en el blanco desierto:
¡yo te amo!...


Sin embargo, sus preferidos son el roble y la encina, árboles seculares que para ella simbolizan el pasado glorioso de Galicia:


   Pero tú, sacra encina del celta,
y tú, roble de ramas añosas,
sois más bellos con vuestro follaje
que si mayo las cumbres festona
salpicadas de fresco rocío
donde quiebra sus rayos la aurora,
y convierte los sotos profundos
en mansión de gloria.


(O. S. 332)                


Nos referíamos al comienzo a la incompatibilidad de Rosalía con la sequedad y el calor. Incluso en Galicia, donde nunca son excesivos, se siente agobiada en el verano, al que califica de «insoportable y triste»:


   Volved, ¡oh noches del invierno frío,
nuestras viejas amantes de otros días!
Tornad con vuestros hielos y crudezas
a refrescar la sangre enardecida
por el estío insoportable y triste...
¡Triste!... ¡Lleno de pámpanos y espigas!


(O. S. 322)                


Ella misma se da cuenta de que la irritación que la acomete en esa hora del mediodía es en parte consecuencia de su estado de ánimo previo. Pero sólo en parte. Cuando Rosalía se irrita contra una naturaleza alegre, que contrasta demasiado bruscamente con la tristeza de su espíritu, su tono es otro. Ya tendremos ocasión de verlo. Aquí, sencillamente,   —239→   no ve la belleza del verano «lleno de pámpanos y espigas», porque las sensaciones que le transmiten sus sentidos la molestan: le molesta la atmósfera candente, el agua insalubre, el silencio monótono, el zumbido de los insectos. Rosalía afirma su gusto por el invierno, por el ruido de la lluvia y el viento, por los paisajes grises; en todo ello encuentra un reflejo de su sombrío paisaje interior, y a través de ellos nos comunica su tristeza, su melancólica esperanza:


   ¡Oh mi amigo el invierno!,
mil y mil veces bien venido seas,
mi sombrío y adusto compañero;
¿no eres acaso el precursor dichoso
del tibio mayo y del abril risueño?


(O. S. 343)                


Pero, aparte de esta afinidad espiritual con el invierno, hay en Rosalía un gusto, una casi fruición sensual ante el paisaje mojado, ante la lluvia, ante el orballo. Así ve la moza campesina a su enamorado:


Vino unha mañán de orballo,
á mañecida,
durmindo ó pe dun carballo,
enriba da herba mollida.


(C. G. 54)                


Así ve la poeta la lluvia:



   Misteriosa regadeira
fino orballo no chán pousa
con feitiña curvadeira,
remollando na ribeira
frol por frol, chousa por chousa.

   Semellando leve gasa
que sotil ó vento move,
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en frotantes ondas pasa
refrescando canto abrasa
o que ó sol ardente crobe.


(C. G. 139)                


A veces Rosalía evoca un tipo de naturaleza horaciano, naturaleza admirable por su belleza y por su apartamiento del mundo y sus vanidades. Las octavas reales aumentan el tono "clásico" de esta evocación:



¡Qué reposo! ¡Qué luz...! ¡Qué garruleiro
brando cantar dos váreos paxariños
cando ó salir do sol polo quinteiro
douraba fontes, lagos e campiños!
¡Qué libre respirar...! ¡Qué placenteiro
ir e vir dos cabirtos xuntadiños!
¡Qué frescas, qué polidas, qué galanas
iban co gando as feitas aldeanas!

Nunca o rumor do mundo corrompido,
nunca da louca sociedá as vaidades,
nin brillo dos honores fementido
foran trubar tan doses soledades.
Ceo azul, sol de amor, campo frorido,
santa paz sin remorso nin saudades,
horas que van mainiñas camiñando,
tal alí tempo e vida iban pasando.


(C. G. 105)                


Es interesante observar qué clases de animales aparecen en las descripciones paisajísticas de Rosalía o en sus evocaciones de la naturaleza. Creo que no obedecen a criterios realistas. En este sentido hay que señalar la ausencia de vacas, tan frecuentes en los prados gallegos. Rosalía suele emplear los animales por su valor simbólico o sugeridor, así los cuervos sugieren la desolación del monte pelado (O. S.   —141→   332), aumentan con su negrura la tristeza del paisaje (O. S. 343) o se utilizan como elemento de contraste con la luminosidad del ambiente (O. S. 317). A los mismos principios obedece la presencia del zorro en O. S. 322; en el mismo poema los insectos, cuyo zumbido se oye, acentúan el «imponente silencio» que agobia a Rosalía. El gorrión adusto, las cabras monteses y el perro sin dueño indican el carácter agreste y solitario del camino evocado (O. S. 347). Nos llama la atención la referencia a animales que pocas veces se ven, como el zorro, el lobo (O. S. 329), las culebras (F. N. 209), y la ausencia de animales frecuentes en Galicia, como vacas y ovejas. Sin embargo, al hablar de Castilla, se refiere a una manada de toros, a mulos y al balido de la oveja «enferma» (F. N. 230). Naturalmente, no pretendemos decir que los animales sean elementos retóricos en el poema, artificiosamente añadidos por la autora. Pero sí es verdad que la mente humana no es una cámara fotográfica, y que recoge caprichosamente unos elementos y desecha otros. Rosalía desecha vacas y ovejas, tan sugeridoras de paz, y recuerda, en cambio, con este valor a los pájaros. Los pájaros son los animales más repetidos en sus versos y, generalmente, evocan una sensación de alegría y sosiego (O. C. 485, 557); en una ocasión los hemos visto asociados a los cabritos para sugerir ese ambiente (C. G. 104), aunque también puede ser imagen de desvalimiento, como los pajaritos que se posan en los espinos quemados por el «insolente sol» castellano (F. N. 229). También los pequeños bichos del campo son recordados por Rosalía:



   Grilos e ralos, rans albariñas,
sapos e bichos de todas eras,
mentras ó lonxe cantan os carros,
¡qué serenatas tan amorosas
nos nosos campos sempre nos dan!
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Tan só acordarme delas,
non sei o que me fai:
   nin sei si é ben,
   nin sei si é mal.


(F. N. 174-5)                


Quizá la clave esté en esas palabras: «tan só acordarme delas»... Son paisajes, trozos de tierra recordados, transformados, recreados en el interior de Rosalía, poblados por ella de cuervos y de gorriones, de cabritos y de lobos, de zorros y de grillos, y, siempre, de pájaros...

Hasta ahora hemos visto un tipo de naturaleza que equivalía a tierra gallega, hemos visto el amor de Rosalía por bosques y paisajes que reproducen su amor a la tierra donde nació. Antes de pasar a un tipo de naturaleza más abstracta, a la naturaleza al margen de la tierra-madre, señalemos el reverso de la moneda anterior: aquellos paisajes tan amados, ligados a épocas felices y pasadas, se convierten por ello mismo en objeto de odio («Ódiote, campo fresco», F. N. 274).

La naturaleza, desprovista ya de las notas que la convierten en tierra, sirve a Rosalía para reflejar sus estados de ánimo. Se convierte en pantalla donde se proyectan los sentimientos que experimenta la autora. La naturaleza se personaliza, y las nubes o la luna o el mirto estarán alegres o tristes, rientes o llorosos, según lo esté el espíritu del poeta o del personaje que hable.

Veamos algunos ejemplos. En el conjunto de poemas publicado bajo el título de «A mi madre» vemos que las nubes experimentan los mismos sentimientos que acongojan el alma de Rosalía:



   Errantes, fugitivas, misteriosas,
tienden las nubes presuroso el vuelo,
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no como un tiempo, candidas y hermosas,
sí llenas de amargura y desconsuelo.

   más allá, más allá..., siempre adelante,
prosiguen sin descanso su carrera,
bañado en llanto el pálido semblante
con que riegan el bosque y la pradera.


(O. C. 248)                


En su último libro, las arenas de la playa sufren como ella un ansia inextinguible y nunca saciada:


   Pobres arenas, de mi suerte imagen:
no sé lo que me pasa al contemplaros,
pues como yo sufrís, secas y mudas,
el suplicio sin término de Tántalo.


(O. S. 326)                


Veamos ahora cómo Rosalía impregna de un sentimiento de tristeza y soledad la naturaleza que la rodea. La luna está triste (personificación), y su tristeza se comunica al paisaje. Los únicos seres vivos son los pájaros y los grillos. El poema es un fragmento de «Campanas de Bastabales»:



   Cada estrela, o seu diamante;
cada nube, branca pruma,
triste a lúa marcha diante.

   Diante marcha crarexando
veigas, prados, montes, ríos,
donde o día vai faltando.


(C. G. 60)                


Una joven campesina que lamenta la ausencia del amado siente tristeza al anochecer, y vemos cómo el paisaje se tiñe de sus sentimientos. El viento y las campanas dejan oír su triste voz:

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   Cando a luniña
aparece y o sol nos mares se esconde,
todo é silencio nos campos,
todo na ribeira dorme.
Quedan as veigas sin xente,
sin ovelliñas os montes,
a fonte sin rosas vivas,
os árbores sin cantores.
Medroso o vento que pasa
os pinos xigantes move,
i á voz que levanta triste,
outra máis triste responde.


(C. G. 135)                


Pero más habitual que esta identificación o armonía entre espíritu y naturaleza es el contraste entre ambos. Muy frecuentemente, Rosalía contrapone la tristeza de su alma a la alegría que reina en la naturaleza; a veces, incluso la visión de esa alegría aumenta su dolor, y el poeta huye en busca de ambientes más acordes con sus sentimientos.

En ocasiones se limita a contraponer ambas realidades: naturaleza y alma, sin hacer comentarios. El contraste con un cielo claro y unos campos brillantes de frescura hace más negro el dolor del que nos habla:


No ceo, azul crarísimo;
no chan, verdor intenso;
no fondo da alma miña,
todo sombriso e negro.
[...]
   Cubertos de verdura
brilan os campos frescos,
mentras que a fel amarga
rebosa no meu peito.


(F. N. 189)                


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A veces este contraste se busca voluntariamente. Así, para ambientar el relato de un hombre que va a suicidarse, lo sitúa en el mes de mayo, en una brillante mañana primaveral. Pero incluso aquí, donde el artificio literario parece claro, Rosalía consigue dar un tono personal a sus palabras, y la forma de hablar de «algún ser envuelto en la negrura de su propia tristeza» nos hace pensar en ella misma. Subiendo de la anécdota a la categoría, pasamos del hecho concreto del suicidio al hecho repetido del contraste entre naturaleza y espíritu humano («Era no mes de maio», F. N. 232).

Una hermosa y plácida naturaleza sirve también de telón de fondo al dolor de la mujer del emigrante.


Só se sinte o piar do paxariño,
      o marmurar das auguas,
e na cima do monte o cantar triste
      dunha muller que pasa,
mentras co seu marmurio o manso rego
naquel ritmo monótono a acompaña.
      ¡Qué tristeza tan dose!
      ¡Qué soidá tan prácida!
Mais para un alma en orfandá sumida,
¡qué soidá tan deserta e tan amarga!


(F. N. 309)                


Esta misma escena le permite reflexionar a Rosalía sobre la subjetividad del dolor o la alegría. Ya en otra ocasión nos ha dicho:


   No son nube ni flor los que enamoran,
eres tú, corazón, triste o dichoso,
ya del dolor y del placer el árbitro,
quien seca el mar y hace habitable el polo.


(O. S. 323)                


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Pero, aunque tristeza y alegría vengan de dentro, la visión de una naturaleza hermosa hace a veces más duras las penas que se padecen. El contraste aumenta el dolor. La naturaleza no es, en definitiva, algo asimilable por el hombre, que puede proyectar sobre ella su dolor o alegría; o no es eso solamente. A veces se alza con personalidad propia, impone al hombre su alegría, le lanza a los ojos su belleza. El hombre huye de esa visión que aumenta su dolor:


Donde hai homes hai pesares;
mais nos teus campos, ña terra,
maxino que os hai máis fondos
cando te amostras máis leda.
Porque eses tríos dos páxaros,
eses ecos i esas brétemas
vaporosas i esas frores,
na alma triste, ¡cánto pesan!


(F. N. 273)                


Por eso, cuando el poeta advierte que están a punto de brotar las rosas, no puede soportar asistir a ese espectáculo de vida pujante y busca un refugio:


Ó mirar cál de novo nos campos
      iban a abrochalas rosas,
      dixen: «¡En ónde, Dios mío,
      iréi a esconderme agora!»
      E penséi de San Lourenzo
      na robreda silenciosa.


(F. N. 275)                


La agitación de la naturaleza suele encontrar un eco en el espíritu del poeta, pero no así su paz, que aumenta, por contraste, su desazón interior:


   Cuando en las nubes hay tormenta
suele también haberla en su pecho;
mas nunca hay calma en él, aun cuando
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la calma reine en tierra y cielo;
porque es entonces cuando, torvos
cual nunca, riñen sus pensamientos.


(O. S. 354)                


Hay una cualidad en la naturaleza que la hace definitivamente extraña al hombre: su perennidad, su eterno retorno. Nada puede entender del dolor de un ser que es esencialmente pasajero. La naturaleza, por ello, será sólo testigo, y testigo indiferente, del paso del hombre:


Cando volver, se volvo, todo estará onde estaba:
os mesmos montes negros i as mesmas alboradas,
do Sar e do Sarela mirándose nas auguas;
os mesmos verdes campos, as mesmas torres pardas
da catredal severa ollando as lontananzas.
Mais os que agora deixo tal como a fonte mansa
ou no verdor da vida, sin tempestás nin bágoas,
¡canto, cando eu tornare, vítimas da mudanza,
terán de presa andado na senda da desgracia!


(F. N. 174)                


Su constante revivir pone de manifiesto, por contraste, la caducidad humana:


Natureza fermosa,
a mesma eternamente,
dille os mortáis, de novo os loucos dille
¡que eles no máis perecen!


(F. N. 182)                


Esta diferencia fundamental entre hombre y naturaleza hace que ésta llegue a veces a percibirse como una realidad extraña e incluso hostil. La naturaleza no presta consuelo al triste; no es indiferente sino enemiga:

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   Bien pronto los rayos del sol se nublaron,
la luna entre brumas veló su semblante,
   secóse la fuente y el árbol nególe,
al par que su sombra, sus frutos salvajes.
[...]
   ¡ Ya en vano!: sin tregua siguióle la noche,
la sed que atormenta y el hambre que mata;
¡ya en vano!: que ni árbol, ni cielo, ni río
le dieron su fruto, su luz, ni sus aguas.


(O. S. 330)                


Árboles, fuentes y pájaros murmuran de Rosalía, no comprenden sus sueños. «Ahí va la loca soñando», exclaman a su paso (O. S. 370). Y Rosalía se siente, a veces, invadir por el resentimiento ante esa naturaleza inmutable, y piensa con placer que alguna vez también se ha de acabar («Muda la luna y, como siempre, pálida», O. S. 349).

Hemos visto cómo el espectáculo de la naturaleza aumentaba muchas veces por contraste la tristeza del hombre. En otras ocasiones, sin embargo, naturaleza y hombre aparecen como realidades distintas, pero paralelas, en las que el dolor se refleja por igual. Rosalía comprueba este doble plano del dolor:


Hay canas en mi cabeza; hay en los prados escarcha.


(O. S. 370)                



Tiemblan las hojas, y mi alma tiembla...,
pasó el verano...


(O. C. 658)                


Naturaleza y hombre son por igual víctimas de las amargas burlas de un destino absurdo y sin sentido.


   En verano o en invierno, no lo dudes,
adulto, anciano o niño,
y hierba y flor, son víctimas eternas
de las amargas burlas del Destino.


(O. S. 386)                


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Aunque no es frecuente, se encuentra algunas veces en Rosalía el deseo de fundirse con la naturaleza, de ser una parte de ella. Su vigorosa personalidad no es propicia a estas identificaciones. Hay, eso sí, una especie de cordón umbilical que une su espíritu a la tierra-madre y que se manifiesta en su nostalgia por ella. En una ocasión nos habla de esa fuerza vital que procede de la tierra y que se va perdiendo a lo largo de los años:


   ¡Cuan hermosa es tu vega!, ¡oh Padrón, oh Iria Flavia!,
mas el calor, la vida juvenil y la savia
que extraje de tu seno,
como el sediento niño el dulce jugo extrae
del pecho blanco y lleno,
de mi existencia oscura en el torrente amargo
pasaron, cual barridas por la inconstancia ciega,
una visión de armiño, una ilusión querida,
un suspiro de amor.


(O. S. 316)                


El dolor le hace a veces desear pasar a formar parte del paisaje querido:


¡Quén me dera, orelas
do Miño sereno,
ser un daqués cómaros
que en vós tén asento!


(F. N. 290)                


El cansancio -y no el físico- hace desear esa transformación:


   El viajero, rendido y cansado,
que ve del camino la línea escabrosa
que aún le resta que andar, anhelara,
deteniéndose al pie de la loma,
de repente quedar convertido
en pájaro o fuente,
en árbol o en roca.


(O. S. 318)                


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Así ve, así siente Rosalía la naturaleza. La naturaleza es la tierra; son los bosques de pinos que llegan hasta el mar, son los robles y encinas evocadores de un pasado nebuloso y añorado, es la lluvia, son los grillos del campo, son los pájaros. La naturaleza es una realidad amiga y cercana que refleja sus sentimientos, que como ella sufre, o llora, o siente ansias insaciables, que como ella padece las amargas burlas del destino. Y es también una realidad extraña, ajena a su dolor, indiferente, eternamente repetida, inmutable, hostil... Y, de nuevo, la naturaleza es tierra, tierra gallega, tierra-madre, de la que se ha surgido y a la que se quiere volver, empujada por el dolor y el cansancio de vivir.



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