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ArribaAbajoXXVIII

La naturalidad ante lo extraordinario


Un buen número de poemas de Rosalía provocan una emoción que no procede del acierto en el uso de artificios retóricos, sino de una especial actitud del poeta ante unos hechos. Dejando aparte el tono como elemento subjetivo que merece capítulo aparte, analizaré ahora aquellos poemas en los que se nos da una visión del mundo que no responde a los datos de nuestra experiencia. Son poemas cuyas afirmaciones aceptamos poéticamente, pero que producen un primer efecto de sorpresa, de encontrarnos ante algo que es creación de la poeta, que no responde a las leyes de nuestro mundo real. La actitud de la poeta para contar esos hechos que a nosotros nos parecen extraordinarios hay que calificarla de naturalidad. Un grupo bastante numeroso de estos poemas se refieren a la vida de ultratumba. En ellos, con la mayor naturalidad, Rosalía se refiere a personas y sucesos, a experiencias que para nosotros resultan extraordinarias. Algunas de sus afirmaciones nos resultan más familiares que otras por estar apoyadas en una tradición de tipo romántico; así sucede cuando afirma que, si se muere en el invierno, sentirá con gusto rodar sobre su tumba las hojas de los   —457→   árboles (O. S. 391). Así también, cuando afirma que aun después de muerta seguirá llamando a los aires de su tierra para que la lleven a ella:


   ...inda dimpóis de mortiña,
airiños da miña terra,
heivos de berrar: ¡Airiños,
airiños, leváime a ela!


(C. G. 77)                


Sin llegar todavía al terreno de lo extraordinario, Rosalía demuestra una gran familiaridad con los muertos. La muerte no constituye una barrera infranqueable que separa a los seres que se aman. Hay quizá mucho de sentimentalismo en sus idas al cementerio para hablar con «sus muertos» en Adina. Es el mismo sentimiento que empuja a tantas personas hacia el lugar donde definitivamente reposan los seres queridos. No importa que otras veces la muerte se vea como un total acabamiento, como el final de todo; muchas veces -siempre movida a golpes de sentimiento- Rosalía busca y cree en una comunicación con el más allá. Por eso pide silencio para no turbar el reposo de los muertos:



Ceboleiras que is e vindes
de Adina polos camiños,
á beira do camposanto
pasá leve e paseniño.

Que anque din que os morios n'oien,
cando ós meus lle vou falar,
penso que anque estén calados
ben oien o meu penar.


(F. N. 240)                


La familiaridad de Rosalía con el mundo de ultratumba se revela a veces en detalles fugaces, pero deslumbradores, porque nos hacen asomarnos a un mundo desconocido donde   —458→   los muertos siguen estando entre los vivos, siguen participando en la vida cotidiana. Por eso Rosalía, que ama las campanas -esas campanas que tan frecuentemente se oyen en los pueblos galaicos-, que se da cuenta de su importancia en la vida de las aldeas, puede decir:


   Si por siempre enmudecieran,
¡qué tristeza en el aire y en el cielo!
¡Qué silencio en las iglesias!
¡Qué extrañeza entre los muertos!


(O. S. 387)                


Ese único verso -«¡Qué extrañeza entre los muertos!»- es más revelador de la relación de Rosalía con el más allá que cualquier razonamiento. Demuestra su identificación con ellos, su capacidad para seguir sintiéndolos vivos. Los muertos no son algo que se recuerda alguna vez, un hueco, un vacío; son una presencia constante que naturalmente es evocada cuando ocurre algo extraordinario. Si las campanas dejaran de tocar, el aire y el cielo, las iglesias y los muertos, los seres que cada día participan de ese sonido, notarían el cambio. Y los muertos sienten extrañeza.

Pero lo que nos hace sentir de forma definitiva la especial relación con el mundo de la muerte es sus referencias a las sombras. No voy a ocuparme ahora de la especial naturaleza de estos seres, de su categoría especial entre los muertos (ni seres gloriosos, ni condenados); esto ya ha sido estudiado en su correspondiente capítulo. Ahora nos fijaremos en la forma en que Rosalía se refiere a ellas. Lo sorprendente es la naturalidad con que lo hace. Falta por completo un ambiente de misterio o un tono de cosa extraordinaria. Lo característico es que Rosalía hable de las sombras de pasada, como algo que no es necesario explicar, aclarar o comentar; como si hablara de un árbol, o del mar. No hay   —459→   poemas dedicados íntegramente a las sombras; éstas aparecen de vez en cuando, y siempre de modo accidental y sin ninguna connotación de misterio. Hablando de la lluvia, viendo el paisaje familiar: Laiño, A Ponte, Caldas, Adina... Rosalía se fija en una nube y se imagina que así es la sombra de su madre:


Tal maxino a sombra triste
de mi maa, soia vagando
nas esferas onde esiste;
que ir á groria se resiste,
polos que quixo agardando.


(C. G. 140)                


Y después sigue con la descripción del paisaje. El lector se encuentra en la postura de aquel a quien se habla de algo muy conocido, dándose por supuesto que él también lo conoce. Sorpresa, desconcierto... ¿qué esferas son esas en las cuales espera a los que amó? Nada en el resto del poema viene a sacarle de dudas. Se trata sólo de una referencia a una realidad en la que se da por supuesto que él participa. Y, precisamente, esto tiende a hacerle participar. Es decir, estamos predispuestos a dar por cierto aquello que se supone que debemos conocer. Deponemos nuestro sentido crítico porque la sorpresa nos hace advertir sobre todo nuestra ignorancia. Nos sentimos privados de un conocimiento que empieza a parecemos envidiable y anhelamos llegar a la categoría de iniciados, de aquellos que no experimentan perplejidad ni asombro al oír hablar de las sombras, sino que aceptan la referencia como algo que forma parte de la existencia cotidiana. Tras la sorpresa y el desconcierto inicial sólo caben, pues, dos posturas: la vuelta a una posición de crítica por la cual sometemos la afirmación del poema a la confrontación con los datos de nuestra propia experiencia y llegamos a la conclusión de que la poeta es una loca o una   —460→   soñadora; o bien hacemos un acto de fe y creemos en las sombras que nosotros no vemos, pero de las cuales el poeta nos da testimonio sencillo y sincero. Para esta aceptación es decisiva la forma en que Rosalía se refiere a esa realidad: su falta de retórica, el aspecto como accidental de las referencias, la naturalidad que hace superfluas e innecesarias las explicaciones. Ella lo presenta como algo cotidiano y normal, algo de lo que todos podemos participar. De esta manera nos parece natural que, al rechazar a un amante, la mujer, que ha visto a sus sombras espiándola, les diga para tranquilizar su indignación:


   Sosegávos, ñas sombras airadas,
que estóu morta para os vivos.


(F. N. 282)                


Y de igual manera comprendemos que la descripción de un paisaje acabe naturalmente con estas palabras:


   siempre allí, cuando evoco mis sombras
o las llamo, respóndenme y vienen.


(O. S. 335)                


Vamos a analizar ahora algunos poemas en los que aparecen afirmaciones sorprendentes cuyo alcance no comprendemos inmediatamente porque nos faltan puntos de referencia con el mundo real, o con nuestra propia experiencia. Algunas veces el desarrollo posterior del poema aclara el sentido de una frase en principio incomprensible, pero otras veces no hace sino insistir en una idea que seguimos sintiendo extraña. Vamos a ir viendo ejemplos.

El poema «San Lourenzo» (F. N. 275) tiene un comienzo desconcertante:


   Ó mirar cál de novo nos campos
iban a abróchalas rosas,
—461→
dixen: «¡En ónde. Dios mío,
iréi a esconderme agora!»
E penséi de San Lourenzo
na robreda silenciosa.


La primera impresión es de sorpresa, de desconcierto. Sin que medien explicaciones nos encontramos ante una persona que al ver que van a brotar las rosas se pregunta: «¿A dónde iré a esconderme?». Parece la actitud de un loco. No comprendemos por qué huye y, sobre todo, no comprendemos que se pueda decir algo tan anómalo sin una explicación previa; es decir, más que el hecho de horrorizarse y querer huir de la visión de la primavera, lo que nos sorprende es la naturalidad con que se habla de ese hecho. El desarrollo del poema aclara la actitud del poeta. El retiro de San Lorenzo es un lugar silencioso, la más clara imagen del olvido, lugar que «a las almas tristes les hablaba solamente de cosas tristes» y «a los corazones oprimidos les infundía resignación». Comprendemos que el poeta huye de la visión de la primavera porque la alegría de ésta contrasta dolorosamente con su estado de ánimo. Por el contrario, busca el silencio del monasterio porque allí su espíritu puede identificarse plenamente con el paisaje exterior. Es decir, el desarrollo del poema hace que comprendamos las palabras iniciales incorporándolas a un sistema de referencias de nuestro mundo real. No se trata de un loco, sino de una persona cuyos motivos son asimilables por nuestra experiencia. Pero otras veces no sucede así, sino que la poeta se coloca en una postura cuyos motivos siguen pareciéndonos irreductibles a los datos de la experiencia. Veamos todavía un caso intermedio:


   Nada me importa, blancas o negras mariposas,
que, dichas anunciándome o malhadadas nuevas,
—462→
en torno de mi lámpara o de mi frente en torno,
os agitéis inquietas.


(O. S. 349)                


¿Cómo entender esta indiferencia ante el futuro? De nuevo nos preguntamos: ¿es la poeta una loca, una insensata?; ¿quién puede decir con autenticidad que no le importe el anuncio de dichas o pesares? El resto del poema ofrece una justificación de esa actitud:


   La venturosa copa del placer, para siempre
rota a mis pies está,
y en la del dolor llena..., ¡llena hasta desbordarse!,
ni penas ni amarguras pueden caber ya más.


(O. S. 349)                


Esta justificación la aceptamos en cuanto es manifestación individual de un estado de ánimo. Es decir, pensamos que un gran dolor o muchos dolores sucesivos pueden provocar un estado de ánimo en el cual esas palabras sean sinceras. Sin embargo no las aceptamos si no partimos de ese estado emocional, ya que nadie fríamente puede creer que la medida del dolor está colmada. Aceptamos el poema en cuanto es un signo de una situación límite y en cuanto es una manifestación emocional.

Precisamente la distancia entre lo que nosotros consideramos objetivo (que el dolor puede ser aún mayor; que hay olvido y por tanto posibilidad de nuevos placeres o dolores) y la afirmación subjetiva del poema (que ya no existe posibilidad de placer, que se ha llegado al límite del dolor), esta distancia, repetimos, entre lo objetivo y lo subjetivo nos da la magnitud de la emoción. El poema se nos aparece entonces reductible a los datos de experiencia, pero no de una experiencia mayoritaria, es decir, común a muchas personas, sino minoritaria. El poema será aceptado plenamente   —463→   sólo por aquellas personas cuya experiencia les permita comprender que un dolor completo puede llevar a un estado emocional de indiferencia ante el dolor o placer futuro; estado depresivo en el cual se siente que no hay posibilidad de dicha y que se ha llegado al límite del dolor. La aceptación de estos poemas viene condicionada por el grado de rareza de la vivencia que expresa. Veamos más ejemplos:


   Mas aun sin alas cree o sueña que cruza el aire, los espacios
y aun entre el lodo se ve limpio, cual de la nieve el copo blanco.


(O. S. 353)                



   mas yo prosigo soñando, pobre, incurable sonámbula,
con la eterna primavera de la vida que se apaga
y la perenne frescura de los campos y las almas,
aunque los unos se agostan y aunque las otras se abrasan.


(O. S. 370)                


Sólo en la medida en que admitamos que la necesidad de algo puede sobreponerse a la evidencia que muestran los sentidos, aceptaremos que alguien que está entre el lodo se vea limpio y que alguien sueñe con eternas primaveras ante la vida que se apaga y que se agota, y sólo lo admitiremos en la medida en que nuestra experiencia nos haya suministrado puntos de apoyo para ello. La vivencia que expresan los dos ejemplos es la de una no aceptación de la evidencia. Creo que por ser menos común que las vivencias depresivas, los poemas que las contienen son también menos comprensibles, más minoritarios que los anteriores.

En idéntica situación se encuentran aquellos poemas en los cuales el poeta se presenta a sí mismo o a otras personas como seres excepcionales. A este tipo pertenecen el poema «Los tristes» (O. S. 327) y el que a continuación reproducirnos:

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¡Qué prácidamente brilan
o río, a fonte i o sol!
Cánto brilan..., mais non brilan
       para min, non.

¡Cál medran herbas e arbustos,
cál brota na árbor a frol!
Mais non medran nin frorecen
       para min, non.

¡Cál cantan os paxariños
enamoradas canciós!
Mais anque cantan, non cantan
       para min, non.

Sí..., para todos un pouco
de aire, de luz, de calor...
Mais si para todos hai,
    para min, non.

¡E ben...!, xa que aquí n'atopo
aire, luz, terra nin sol,
¿para min n'habrá unha tomba?
       Para min, non.


(F. N. 194)                


Estos poemas nos presentan la figura de un ser predestinado a la desgracia, para el que no existe sino el dolor y el fracaso, al que se le niega la participación que todo ser humano tiene en la naturaleza circundante; ser irreal a fuerza de acumular sobre él privaciones: ni sol, ni luz, ni agua, ni tumba... ¿Cuál es nuestra postura ante estos poemas? Creo que hay dos. Por una parte, los aceptamos por analogía: las afirmaciones nos parecen hiperbólicas, pero creemos que están hechas sobre una base real: existen seres que, en efecto, se dirían predestinados al dolor, a los que parece haber tocado en suerte una desigual proporción en el reparto   —465→   de alegrías y penas en la vida. Esas figuras de los poemas serían un reflejo deformado, exagerado, de unas figuras reales. Por otra parte, considero que determinadas circunstancias pueden llevar a una persona a sentir como reales las situaciones reflejadas en el poema. Por ejemplo, una serie de desgracias sucesivas pueden desencadenar un delirio persecutorio en el que una persona se siente perseguida por sus semejantes y por las fuerzas naturales.

Han sido ya varias las ocasiones en las que para intentar una explicación de las afirmaciones contenidas en un poema hemos recurrido o aludido a la locura. Hay una nota común a los poemas que venimos examinando, y es la de que, a primera vista, pudieran muy bien ser las palabras de un loco. Una persona que demuestra tal familiaridad con el mundo de ultratumba que se permite opinar sobre los sentimientos de los muertos, que habla de sus sombras, que huye porque brotan las flores, que manifiesta ser indiferente al placer o dolor futuros, que se niega a aceptar la evidencia, que se siente perseguida y rechazada por hombres, animales y naturaleza, muy bien pudiera estar loca. Pero, por otra parte, esta persona, por uno u otro camino, consigue convencernos de que no lo está, de que, de alguna manera, ella tiene razón. Unas razones que no son las de la lógica, pero tan convincentes como éstas.

La obra maestra de Rosalía en este género de poemas a caballo entre la locura y la cordura es el poema «Dicen que no hablan las plantas», que pasamos a analizar detenidamente porque nos puede dar la clave interpretativa de los anteriores:



   Dicen que no hablan las plantas, ni las fuentes, ni los pájaros,
ni el onda con sus rumores, ni con su brillo los astros.
Lo dicen; pero no es cierto, pues siempre, cuando yo paso,
de mí murmuran y exclaman:
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-Ahí va la loca, soñando
con la eterna primavera de la vida y de los campos,
y ya bien pronto, bien pronto, tendrá los cabellos canos,
y ve temblando, aterida, que cubre la escarcha el prado.

-Hay canas en mi cabeza; hay en los prados escarcha;
mas yo prosigo soñando, pobre, incurable sonámbula,
con la eterna primavera de la vida que se apaga
y la perenne frescura de los campos y las almas,
aunque los unos se agostan y aunque las otras se abrasan.

¡Astros y fuentes y flores!, no murmuréis de mis sueños;
sin ellos, ¿cómo admiraros ni cómo vivir sin ellos?


(O. S. 370)                


El poema empieza con una expresión lingüística gramaticalizada: dicen que. Esta frase, igual que se dice, es fórmula introductoria de algo que pertenece como hecho posible al dominio común de la masa, sujeto vago e indeterminado, pero de gran fuerza, que impone sus probables o dudosas afirmaciones con el peso del plural masivo y desconocido: «dicen que hay cambio de gobierno», «dicen que se llegará a Marte en la próxima década»... Verdadero o falso, el dicen que introduce algo que se siente como posible dentro de una colectividad y se refiere a hechos que, de una u otra manera, forman parte del vivir cotidiano. Pero en el poema no sucede así. Encontramos un dicen que y a continuación dos versos desconcertantes: «que no hablan las plantas, ni las fuentes, ni los pájaros»... Eso no se dice; no hace falta decirlo, como tampoco se dice que el agua es incolora o que los árboles crecen hacia arriba; es algo que se da por sabido. ¿Quién diría que no hablan las plantas? Sólo alguien que estuviese hablando con un loco o un niño. En el ámbito colectivo y habitual del dicen que esas afirmaciones no tienen cabida. ¿O es que, acaso, se refiere a un lenguaje espiritual?, ¿a esa especie de comunicación   —467→   con la naturaleza que toda persona sensible debe sentir? Después del sobresalto inicial viene un suspiro de alivio; todo vuelve a sus cauces; ¡claro que dicen que no hablan las plantas, etc., etc.! Lo dicen esas gentes groseras, burdas, entre las cuales, naturalmente, no nos contamos. Habíamos tenido la impresión de que alguien como un loco o un niño quería empezar a hablarnos. Afortunadamente el poeta y nosotros estamos totalmente de acuerdo: hay un lenguaje exquisito entre la naturaleza, los animalillos del Señor y nuestro propio espíritu refinado y sensible.

Pero la poeta -el loco, el niño- sigue hablando, y ahora no hay lugar a dudas: «lo dicen; pero no es cierto, pues siempre, cuando yo paso, / de mí murmuran y exclaman: ahí va la loca soñando...» No se trata, pues, de un hablar metafórico, de una comunicación sentimental con pájaros, olas o estrellas. Lo que el primer verso sugería se confirma ahora: estamos en presencia de alguien que realmente oye hablar a esos seres.

Los dos primeros versos son equívocos; el contraste entre el dicen que y los contenidos siguientes es un índice de locura. Pero el verso segundo, al hablar de los rumores de las olas y del brillo de los astros, inclina la balanza a favor de una. interpretación metafórica. En efecto, cualquier comunicación que lográramos con aquellos seres -panteísta, sentimental- podría considerarse un lenguaje. Sin embargo, el poeta deshace pronto el equívoco: no se trata de comunión espiritual con ellos. Son seres que hablan, que murmuran y exclaman. Como vecinas chismosas o campesinos ignorantes, las plantas, las fuentes, los pájaros hablan del poeta, comentan su locura. La murmuración es tema repetido en la obra de Rosalía y constante obsesión de su vida; en su obra queda constancia de su sentirse señalada con el dedo. Recelo del poeta o realidad, la murmuración, como la burla,   —468→   como la persecución, son temas que se repiten a lo largo de sus libros. Estas plantas y fuentes de su última obra nos recuerdan a los campesinos de la primera novela, La hija del mar -toda una vida entre ambas-, que llamaban también «la loca» a Teresa, la protagonista de claros rasgos autobiográficos.

Los cuatro primeros versos, tomados ya en conjunto, nos dan una imagen de la persona que habla: es una loca. Una loca pacífica, que habla en tono suave, sin exaltación. La seguridad de sus afirmaciones («Lo dicen; pero no es cierto»), la lógica de su argumentación, que toma como prueba, precisamente, lo que es objeto de discusión («pues siempre, cuando yo paso, de mí murmuran»), refleja con acierto los razonamientos de los paranoicos. El personaje presenta como prueba objetiva de su afirmación lo que es puramente subjetivo, lo que ella oye. Como Sábato en el «Informe sobre ciegos» de Sobre héroes y tumbas, partiendo de unos presupuestos que se dan como ciertos, el autor crea un mundo donde los hechos están relacionados con una lógica implacable, pero que no tiene nada que ver con el mundo real, porque el punto de partida es el de un esquizofrénico. La diferencia fundamental, aparte de la condensación expresiva que exige el poema, es que Sábato se mantiene en el plano de la locura, y Rosalía pasa continuamente de éste al de la razón.

Si el contraste entre el dicen que y los dos versos siguientes nos hizo dudar de la cordura del hablante, ahora la forma en que afirma que plantas, fuentes y pájaros le llaman loca nos hace dudar de su locura. Lo dice sin irritación, como algo perfectamente justificable y que ella admite -cosa inconcebible en un paranoico-. Rosalía se reconoce en esa persona que va «soñando con la eterna primavera de la vida y de los campos» y admite -no se extraña, no   —469→   se irrita- que la consideren loca. Pero un loco que admite su locura es una contradictio in terminis. Nueva duda: ¿será que no está loca? Sin embargo, sus actos parecen demostrar que sí lo está: sueña con una eterna primavera cuando en sí misma puede experimentar la temporalidad -«bien pronto tendrá los cabellos canos»-, cuando en el mundo que la rodea ve y siente -temblando, aterida- que no hay primavera, que la escarcha cubre los prados. Es una loca cuyos sueños le impiden ver una realidad que, sin embargo, padece, como todo ser humano: es vieja, tiembla, tiene frío.

Y de nuevo un cambio del plano de la locura al de la cordura: «Hay canas en mi cabeza; hay en los prados escarcha». Luego no sólo padece sino que es consciente de su padecer, ve la realidad que todos vemos, comprende, no está loca. «Mas yo prosigo soñando [...] con la eterna primavera de la vida que se apaga». Y la locura irrumpe de nuevo. Esta mujer ve la realidad. Los presentes de indicativo no dejan lugar a dudas: ve que los campos se agostan, ve que la vida se apaga, pero no le importa; ante esa realidad presente que se impone con la fuerza de lo evidente, ella enfrenta sus sueños, donde nada muere.

En la segunda parte del poema (la que lleva rima a-o) hay un deseo evidente por parte del poeta de dejar clara su postura: ve los hechos que todos vemos, pero no los acepta. Ante lo que a nosotros puede parecemos única y posible realidad: la muerte, el dolor, la vida que se apaga, la naturaleza que se agosta, ella crea una realidad distinta, donde nada muere, donde todo conserva eternamente el frescor de la primavera. Hechos objetivos son: hay canas, hay escarcha, la vida se apaga, los campos se agostan, las almas se abrasan. Contrastando con ellos, un hecho subjetivo más fuerte que todos: «yo prosigo soñando». Y sueña ante la mismísima   —470→   evidencia de «la vida que se apaga» (así, en presente de indicativo) y sueña «aunque [...] y aunque», con una reduplicación enfática, indicadora de la postura de la poeta, del carácter irreductible de sus sueños. Igual que las ideas delirantes del esquizofrénico son irreductibles a la argumentación lógica, los sueños del poeta son irreductibles a la propia experiencia personal. Parece que definitivamente nos encontramos en un plano de irracionalidad, de locura; pero hay quizá demasiado voluntarismo en ese «yo prosigo soñando» -¿un loco que quiere ser loco?- y demasiado irónica conmiseración de sí misma en el verse como pobre, incurable sonámbula. De nuevo la conciencia de la propia rareza, pena y burla de sí misma; desdoblamiento de una personalidad que sueña y se ve soñar. Sueño y conciencia del sueño, locura y cordura entrelazando sus hilos en la vida de este ser extraño y desconcertante.

El verso penúltimo aparece situado plenamente, nos parece, en el ámbito de la irrealidad: el poeta contesta a las plantas, a las fuentes; se dirige a ellos para pedirles que no murmuren de sus sueños, y se justifica: «sin ellos, ¿cómo admiraros ni cómo vivir sin ellos?». Y repentinamente advertimos la profunda verdad de esas palabras. ¿Cómo, en efecto, se podría admirar algo caduco, imagen del dolor y del absurdo de la vida, si no fuera por los sueños, si no fuera por esa fuerza capaz de saltar por encima de su desoladora realidad? ¿Y cómo vivir en un mundo donde los hombres envejecen, donde la vida se apaga sin que nada lo justifique?

En definitiva, y esto es lo terrible, "la loca" tiene razón. ¿Cómo podemos admirar algo, cómo podemos vivir nosotros, que somos incapaces de crear, como ella hace, un mundo distinto? ¿O es que no vemos que la vida se apaga, que se secan los campos, que hay escarcha, que tenemos canas? ¿Cuáles son nuestros sueños para poder soportarlo? Quizá   —471→   sólo la loca ha comprendido, ha visto realmente, y quizá nosotros no vemos, por eso no necesitamos estar locos para seguir viviendo, o quizá lo estamos y por eso vivimos. Como don Quijote, Rosalía en este poema nos hace sentir la proximidad de locura y razón, nos hace dudar de quién es el que, de verdad, está loco.

Reducidas a esquema las impresiones sucesivas que produce el poema son:

  • Se trata del monólogo de un loco.
  • Este loco es consciente de su locura.
  • Esta locura no consiste en incapacidad de percibir la realidad.
  • Por el contrario, es capacidad de crear una realidad opuesta y superior a la de los datos suministrados por la experiencia.
  • Es capacidad de crear y creer algo opuesto a la experiencia.
  • El loco justifica su locura, que, de pronto, se presenta como la única postura coherente y consecuente: para seguir viviendo es necesario estar loco.
  • En consecuencia, o todos estamos locos, pues vivimos, es decir, seguimos soportando la vida; o somos ciegos e inconscientes, que no vemos el horror que nos rodea.

Como en muchos de los poemas examinados anteriormente, la poeta, partiendo de unos puntos de vista extraños, desconcertantes, nos ha hecho acceder a una verdad profunda. Los tristes con toda su hiperbólica imagen nos remiten a la visión de una injusta predestinación que sabernos real aunque nos resistamos a admitirla; la huida ante la alegría primaveral, la indiferencia ante el dolor o el placer, nos enfrentan a la realidad de un dolor cuya magnitud hace saltar los moldes del frío razonamiento objetivo; las sombras nos hacen asomarnos desprovistos de recursos a un mundo ante el que tenemos posturas prefijadas por nuestras creencias religiosas o nuestra incredulidad; nos hacen asomarnos al misterio, a cuerpo limpio. La no aceptación de la   —472→   evidencia, el sentirse limpio entre el lodo, el creer que vuela sin alas, el soñar con eternas primaveras ante seres agostados, nos hace preguntarnos cuáles son los sueños que a nosotros nos ayudan a soportar el lodo, la falta de alas, el dolor y la muerte.

En relación con el último poema examinado encontramos otro que comienza también con una interpelación de tipo dialogante a los elementos de la naturaleza, pero la totalidad del poema, más que una alternancia entre impresiones de cordura y locura, ofrece la impresión totalitaria de una escena onírica, de algo que guarda relación con la realidad, incluso con una realidad muy concreta, pero que se desarrolla de acuerdo a unas leyes que no son las del mundo real. La mayor similitud es con los acontecimientos que vivimos en los sueños. Veamos el poema:




Sin terra


«¡Calade, ouh ventos nouturnos;
calá, fonte da Serena,
que alá por cabo das Trompas
       quero oír quén chega!»

Calaron os ventos todos,
xurróu a fonte máis queda,
e vin que iban a enterrar
       o corazón dela.

Vina despóis inda viva
por campos e por devesas;
mais iña para unha tomba
       pedindo terra.

Non a atopóu, e por eso
amostra ás vistas alleas
inda aquel corazón morto
       a súa cangrena.


(F. N. 226-7)                


  —473→  

El imperativo inicial con que Rosalía se dirige a los vientos nocturnos tiene muy distinto carácter que las interpelaciones de tipo romántico como el «Para y óyeme ¡oh sol!...» esproncediano, producto sobre todo de un egotismo desmedido y de un afán un poco infantil de no reconocer límites. En el caso de Rosalía revela sobre todo familiaridad, costumbre de diálogo, exactamente igual que sus palabras a las sombras o a las fuentes y a los pájaros. Son elementos habituales en su vida. Los vientos no llevan nombre, como corresponde a su carácter transitorio, pero sí tiene nombre propio la fuente: fuente de La Serena, fuente conocida por Rosalía como el resto del paisaje que la rodea. Incluso la referencia al lugar por donde alguien se acerca -«junto a las Trompas»- sitúa la acción en el ámbito de lo cotidiano y conocido69. Pero este paisaje y estos elementos familiares a la poeta aparecen como revestidos de un aire de misterio, o quizá sería mejor decir de expectación. La poeta ha pedido silencio; es de noche («vientos nocturnos») y ha sentido que alguien se acerca. Su mandato «calade, calá» indica que aquello ha despertado vivamente su interés. Los vientos y la fuente obedecen; se hace el silencio, sólo acompañado por el murmullo ensordecido de la fuente. Entonces la poeta no oye, ve lo que había despertado su interés. Ha pasado un intervalo de tiempo marcado por el silencio, y tras ese silencio expectante aparece la visión extraña: van a enterrar un corazón de mujer. No se nos dice quiénes lo hacen, ni la identidad de esa mujer, que aparece designada por el   —474→   simple pronombre ella. Y desde este momento entramos en el campo de lo onírico: un entierro de un corazón; una mujer viva, pero sin corazón, que va pidiendo tierra para una tumba; un corazón muerto, que la mujer no ha podido cubrir con tierra y que muestra, a las vistas ajenas, su gangrena. En el fondo de todo ello algunos elementos reales, reflejo de hechos sucedidos; pero todos ellos expresados en forma metafórica: un corazón muerto (¿de dolor?, ¿de amor?), una mujer a la que han arrancado el corazón, que vive sin corazón, que intenta cubrir su corazón muerto para que los otros, los ajenos, no sepan de qué ha muerto. Pero, como al triste, se le niega la tierra para una tumba y todos pueden contemplar su corazón corroído por la gangrena. No me atrevo a hablar de símbolo en este poema. Es más bien la reproducción de una escena irreal, que por su semejanza con los sueños -elementos reales, vividos, pero transformados y a veces irreconocibles por la conciencia- calificamos de onírica. La escena propiamente dicha (entierro, mujer viva sin corazón, pidiendo tierra, corazón muerto que muestra su gangrena) viene preparada e introducida por tres elementos que predisponen a la aceptación de lo extraordinario: el mandato a los vientos y a la fuente, la referencia a alguien que se acerca y a quien no se ve todavía ni se oye apenas, y el silencio expectante que se produce antes de la aparición del entierro. La aceptación de la primera parte (diálogo con la naturaleza y obediencia de ésta) nos sitúa ya en un plano al margen de la lógica, idóneo para el desarrollo de la escena posterior. El misterio, la indeterminación de los personajes que intervienen en ella favorece la impresión de escena onírica; pero, por otra parte, corresponde perfectamente a una tendencia de Rosalía a ocultar, pudiéramos decir pudorosamente, la identidad de las personas reales que aparecen en sus poemas y su propia identidad   —475→   cuando se refiere a daños concretos recibidos. Dada esta característica, no podríamos afirmar, pero tampoco negar, que en un desdoblamiento -típico de los sueños- sea la misma poeta quien ve el entierro y quien busca una tumba para su corazón muerto.

En todos los poemas examinados Rosalía ha hecho uso, no sabemos hasta qué punto de forma intencionada, de un recurso retórico: hablar con naturalidad de hechos extraordinarios. Esta naturalidad aumenta muchas veces el efecto de sorpresa producido por la anomalía de los hechos relatados. Ha creado un mundo regido por una coherencia interna, pero cuyas leyes no son las de la lógica, ni las de la experiencia de la mayoría de los hombres.

Son poemas en los que se refieren experiencias que no sólo nos son ajenas, sino que muchas veces nos parece que contradicen las posibilidades de lo real. Sin embargo, acabamos aceptándolas en virtud del desconcierto que provocan en nosotros y de la absoluta seguridad con que la poeta nos las presenta como hechos verdaderos.



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