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Arriba Les echamos de menos

Palabras de Katherine Paterson tras recibir
el Premio Hans Christian Andersen
en el Congreso de IBBY en Nueva Delhi,
20 de septiembre de 1998.



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Portada de La Gran Gilly Hopkins de Katherine Paterson, con Ilustración de Enric Satue (Madrid: Alfaguara, 1989).

Espero que os sintáis tan felices como yo de estar aquí esta noche. ¿Podéis imaginar lo emocionante y abrumador que es para mí estar en Nueva Delhi y oír a quien sabe lo que es literatura y a quien se preocupa profundamente por los niños que yo he escrito libros que interesan de verdad a los niños de todo el mundo? No es posible expresar mi gratitud por esto, por el honor más grande de mi vida. Cuando recibí la noticia no pude reprimir las lágrimas de alegría.

Pero esta noche esa alegría no puede ser completa, porque en este lugar faltan personas que desearía estuviesen aquí: Tomi Ungerer, con quien comparto este maravilloso premio. Virginia Buckley, mi editora   —40→   durante veintiocho años, que planeaba estar con nosotros, pero cuya salud no se lo ha permitido. Y Dorothy Briley que trabajó durante años en IBBY y USBBY: fue ella quien me dio la noticia del premio en el mes de abril. Dorothy murió repentinamente en mayo (...)

Desde que Dorothy me dio la noticia en abril no he dejado de recibir felicitaciones -y también preguntas. La más inquietante era esta: ¿Has escrito ya tu discurso? Oh, no, contestaba yo. Estoy escribiendo en un libro. En cuanto lo termine, pensaré en el discurso. Por fin, a últimos de agosto tuve que enfrentarme a los hechos: primero, el libro no estaba todavía terminado. Segundo, tendría que dejarlo a un lado y empezar con el discurso.

No me tengo por persona indecisa, pero ¿por qué pensé que antes de ponerme a trabajar en tan importante discurso tenía que reordenar mis libros? Especialmente los libros ilustrados estaban desbordando la estantería y amontonándose en ella y en el suelo.

En Vermont, en esa época del año, mucha gente pone a la venta en sus propios patios todos sus trastos y muebles desechados y lo ofrecen a sus vecinos que, a su vez, venden sus trastos y muebles desechados a la semana siguiente. Fui a una de estas ventas a la vuelta de la esquina y compré una vieja librería para los libros ilustrados. Cuando la llevé a casa descubrí que los estantes no eran bastante altos para la mayor parte de los libros, así que tuve que decidir cuales de mis otros libros han de moverse a la nueva librería para hacer así sitio en los libros ilustrados.

De todos modos, en el curso de esta actividad, que me estaba sirviendo para evitar preocuparme por lo que debía decir esta noche, me vino a las manos un libro muy usado. Le faltaba la cubierta y el lomo estaba roto. Obviamente databa de cuando mis cuatro hijos eran muy pequeños. Al abrirlo vi que el pobre libro había sido encuadernado al revés. En aquellos días teníamos más niños que dinero, así que supongo que lo compramos muy barato. Pero por la forma en que se había usado podría asegurar que, a pesar de su mala encuadernación, había sido un libro muy leído. Le di la vuelta para encontrar el título. Allí estaba mirándome un gran pulpo verde, con dos de sus ocho brazos cruzados sobre el pecho con gesto de satisfacción y los otros seis echados atrás descuidadamente. El libro roto, encuadernado al revés y tan amado por mis hijos era Emil, de Tomi Ungerer.

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Me senté en el suelo y lo leí de principio a fin. (Mi madre solía decir que nadie que sepa leer debe intentar limpiar la casa.) No me sorprende que a mis hijos les gustara Emil. Emil es encantador: un músico de talento, un nadador maravilloso, un divertido contorsionista, un héroe desinteresado e ingenioso, y además con ocho brazos. Vaya, pensé, yo no soy ninguna de estas cosas. Cuando tenía cuatro niños de menos de seis años, deseaba a menudo tener ocho brazos, pero siempre he sido muy corriente y muy humana.

Quizá sea por eso por lo que escribo esta clase de libros. De niña era miedosa, sin talento, torpe y nada parecida a un héroe. Al convertirme en escritora, quería escribir libros para niños como yo, que estuvieran muchas veces desanimados y asustados, que necesitaran valor y esperanza. Yo nací en China, éramos cinco hermanos. Mi hermano y mi hermana mayores eran amigos y mis hermanas más pequeñas se tenían una a la otra para jugar y pelearse. Y allí estaba yo, plantada en el medio. Cuando tenía ocho años, la 2ª Guerra Mundial nos hizo huir dos veces como refugiados y, por fin, establecernos en América, el país que mis padres llamaban su hogar, pero donde yo me sentía extraña, con ropas de desecho y un modo de hablar diferente. En aquellos primeros años en Estados Unidos no tuve más amigos que los que encontré en los libros.

Con el tiempo llegué a ser menos extraña para mis compañeros de clase y conseguí hacer amigos fuera de las páginas impresas, pero cuando tuve que mudarme otra vez -fueron más de quince las veces que cambié de casa antes de cumplir dieciocho años-, había aprendido que los libros pueden darte amistades que la vida, limitada por el tiempo y el espacio, no te proporciona.

A los once años leí un libro titulado La lucha es nuestra hermana. Era la historia de niños rusos en Estalingrado, enfrentados a la destrucción de la ciudad por los nazis. Compartí la lucha de esos niños y me convertí en su hermana. Y cuando, pocos años después me dijeron que tenía que odiar y temer a la Unión Soviética, no pude hacerlo, porque La lucha es nuestra hermana me había dado amigos de los que yo me preocupaba y no soportaba que se les hiciera daño.

Al comenzar a escribir, lo hice sobre los jóvenes japoneses. De niña, en China, consideraba a los japoneses mis enemigos. Pero crecí y viví cuatro   —42→   años en Japón y tuve amigos allí a los que amaré hasta que muera. Quería dar a los niños americanos amigos en Japón -amigos de otro tiempo y lugar que les importaran-, una especie de escudo contra mentiras propagandísticas y prejuicios culturales y raciales. Ahora tengo la esperanza de dar a vuestros hijos amigos americanos que les lleven a cuestionarse la imagen de mi país que presenta Hollywood o puedan construir las tendencias nacionalistas.

Al mirar las estanterías de la biblioteca en América, soy consciente de que se publican tantos libros infantiles americanos que a menudo no nos damos cuenta de la necesidad de libros de otros países, de que tenemos que dar a nuestros niños amigos en Irán y en Corea, en Sudáfrica y Serbia, en Colombia, Chile e Irak y en todos los países. Porque, si tienes amigos en otro país, no puedes desear hacer daño a su nación.

Tagore, el gran poeta indio, que recibió en 1913 el Premio Nobel, escribió:


Donde la mente vive sin temor
y la cabeza se mantiene alta;
donde el saber es libre,
donde el mundo no se ha roto en pedazos
por estrechas paredes internas,
donde las palabras vienen de la verdad profunda
que tiende incansable sus brazos hacia la perfección;
en el cielo de la libertad, padre mío,
deja que mi país despierte.
Gitanjali
deja que todos nuestros países despierten.



Esta noche empecé hablando de las personas que faltan en este lugar. Los más importantes son los niños a quienes vosotros y yo hemos dedicado nuestras vidas. Hace años, cuando me preguntaban por qué escribía para niños, yo daba una respuesta frívola: «Yo no escribo para niños», decía. «Escribo para mí misma, y después voy al catálogo del editor para ver lo vieja que soy».

Pero no escribo para mí misma, escribo para niños. Nunca debería bromear con eso. Debo respeto a los niños. Ni puedo ser sentimental con   —43→   respecto a los niños. Los únicos que pueden ser sentimentales con los niños son los que no conocen a ninguno. Los que somos padres o maestros o bibliotecarios, que vivimos o trabajamos día tras día con niños, sabemos que pueden ser tan exasperantes como encantadores, tan malévolos como inocentes, tan cobardes como heroicos, tan deprimentes como alegres. En resumen, son humanos, con toda la gloria y la angustia que la palabra implica. Pero son seres humanos con menos experiencia y unas perspectivas inferiores a las que nosotros tenemos. Por lo tanto son más vulnerables al sufrimiento y, en un aspecto alentador, más fuertes y dispuestos a aprender que lo somos los más viejos. Pero escribir para ellos es una enorme responsabilidad y quien escribe para ellos nunca debe olvidar este hecho.

Hace pocas semanas recibí una carta de un hombre que durante muchos años trabajó en un hospital para niños con trastornos emocionales. Tim Smith me contaba una experiencia que tuvo al leer en voz alta mi libro Un puente a Terabithia a uno de sus pacientes. Cuando llegó al capítulo donde Leslie Burke muere, el chico empezó a llorar. El señor Smith se sorprendió. Hasta ese momento, Eddie se había negado a reconocer sus sentimientos o a proyectarlos en algún otro. El señor Smith se detuvo en la lectura, para no angustiar más a su joven paciente, pero Eddie insistió en que siguiera. «Esa noche», escribía el señor Smith, «terminamos el libro juntos, los dos sentados en su cama con las espaldas apoyadas en la pared, los pies colgando del colchón y dejando correr las lágrimas». Lo que no sabía el señor Smith antes de esa noche era que Eddie había perdido también a su mejor amigo en un accidente y nunca había sido capaz de enfrentarse a su pérdida.

Mientras hablaban de la historia, Eddie decidió que tenía que ser maravilloso ser un autor y poder expresar tus sentimientos en los libros. Todavía no sabía escribir bien, así que empezó a dictar historias al señor Smith. Eddie ilustraba cada cuento, le daba un título y firmaba con su nombre. Después el señor Smith daba a cada libro un imaginario ISBN y Eddie insistía en que el editor era Thomas Y. Crowell -el editor de Un puente a Terabithia. Eddie se quedó en el hospital durante un año, pero desde entonces su terapeuta y sus padres leían los libros de Eddie y por ellos conocían la confusión que antes no había sido capaz de expresar.

Los Eddies del mundo, los niños necesitados y abatidos entre nosotros pueden ser echados en falta en este recinto esta noche, pero nunca deben   —44→   quedarse fuera de mi cuarto cuando estoy trabajando. No importa lo perdida que yo me encuentre en el relato, antes tengo que recordar que escribo para esos niños: debo hacerlo así, con honradez, respeto y compasión. En este congreso trataremos de entender de qué manera los libros infantiles pueden servir para fomentar la paz entre las naciones, pero los libros pueden ayudar también a llevar la paz al corazón angustiado de un niño. Tenemos que ser lo bastante valientes para dar a los niños libros que tengan el poder de curar.

Con el Premio Andersen me habéis concedido un gran honor, pero también habéis echado sobre mí una tremenda obligación. Quiero prometer a los miembros del jurado que me eligió y a los que representáis al mundo de los libros para niños que pasaré el resto de mi vida tratando de cumplir con la obligación que me habéis asignado esta noche.

Un viejo filósofo chino a quien preguntaron cuál había sido su mayor alegría en la vida contestó: «Un niño bajando la calle silbando después de preguntarme el camino».

Traducción de Amalia Bermejo