Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

Campañas de Germánico en el Rin

M.ª Pilar González-Conde

El año 14 d. C., Tiberio heredó el trono de su padre adoptivo, Augusto, mediante una complicada transmisión de poder que el historiador Tácito contaba en sus Anales. Entre los muchos problemas heredados con el Imperio estaba la situación en la frontera renana. Tiberio envió allí a su hijo adoptivo y virtual sucesor, Germánico, para ponerse al mando del ejército del Rin y ocuparse de dos asuntos graves: el motín de las legiones y la inestabilidad en la frontera. Germánico, que heredaba ahora la fidelidad que las legiones del Rin habían guardado a su padre, viajó allí con su familia, reforzando así su imagen dinástica como potencial heredero del Imperio. El relato de Tácito le presenta como un general valiente e íntegro, poseedor de las virtudes estoicas, frente a un Tiberio cruel y celoso de la fama de su hijo adoptivo, receloso por la iniciativa de éste de realizar una campaña transrenana cuando todavía estaba en la mente de todos el desastre de Varo (que el año 9 d. C. había perdido tres legiones frente a los Germanos en el bosque de Teotoburgo). Tras sofocar la sublevación y realizar una expedición al otro lado de la frontera del Rin, Germánico fue enviado a Oriente, donde murió el año 19 d. C.

«Esa misma noche proporcionó a Germánico un sueño de buen augurio: se vio a sí mismo ofreciendo un sacrificio y, como su toga pretexta se hubiera manchado con la sangre sagrada, recibía otra más hermosa de manos de su abuela Augusta. Animado con el presagio y habiendo coincidido en lo mismo los auspicios, convoca asamblea y expone lo que su sabiduría le había aconsejado en vista del inminente combate. Les dijo que no sólo los llanos eran para el soldado romano buen campo de batalla, sino también, si se actuaba con táctica, los bosques y sotos; pues los enormes escudos de los bárbaros y sus desmesuradas lanzas no se podían manejar entre los árboles y el monte bajo igual que los venablos y espadas y las armaduras pegadas al cuerpo. Tenían que multiplicar los golpes, buscar con la punta los rostros; los germanos no llevaban lorigas ni cascos, ni escudos reforzados con hierro y cuero, sino simples trenzados de mimbre o tablas ligeras pintadas de colores; en todo caso su primera fila era la única que tenía lanzas, las demás solamente picas aguzadas al fuego o cortos venablos. Además, así como su cuerpo era de aspecto impresionante y fuerte para un combate breve, no tenían resistencia alguna a las heridas; huían sin vergüenza por su infamia, sin cuidarse de sus jefes, desmoralizados en las adversidades, y sin tener en cuenta en la prosperidad el derecho divino ni el humano. Si ellos, cansados de marchas y de mar, deseaban el final, podían conseguirlo con este combate: ya estaba más cerca el Elba que el Rin, y más allá no se continuaría la guerra; sólo les pedía que a él, que seguía las huellas de su padre y de su tío, lo afirmaran victorioso en las mismas tierras».

(Tácito, Anales, 2, 14. Edición de José Luis Moralejo, Madrid, Biblioteca Clásica Gredos, 19, 1984, pp. 132-133.)