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Carlos III y la Ilustración en Sempere y Guarinos

Rinaldo Froldi





Cuando, en el ya lejano abril de 1981, se celebró en Nápoles un congreso sobre los Borbones de Nápoles y los Borbones de España, presenté un trabajo sobre Juan Sempere y Guarinos considerado como bibliógrafo e historiógrafo de la época de Carlos III,1 con el preciso propósito de sustraer del que me parecía un difundido pero injusto olvido, a un autor a menudo citado, es cierto, y en parte utilizado como fuente bibliográfica, pero todavía sin estudiar en la complejidad de su producción y consecuentemente definido con bastante imprecisión como hombre y pensador.2

Ya que no tengo noticia de que en estos últimos años haya habido una reconsideración crítica de Sempere, aparte de la elaboración de una tesis doctoral del historiador alicantino Juan Rico Giménez, que espero que se publique pronto (el autor nos ha adelantado sólo una parte en algunos artículos),3 me he propuesto volver sobre el asunto para desarrollar unas cuestiones esbozadas en el congreso napolitano y para precisar mejor la posición que ocupa Sempere y Guarinos en el ámbito de la Ilustración de la época de Carlos III, que es justamente el tema del presente simposio.

Ilustración: término historiográfico que antaño se quiso considerar como si expresara algo extraño a la esencia misma de España y que hoy corre el riesgo de ser utilizado con un cierto exceso. Quiero decir que me parece oportuno que en el campo historiográfico cada concepto se use para expresar una realidad precisa y concreta, sin extensiones impropias o peligrosas ampliaciones que favorecen el riesgo de quitarle claridad, y por tanto no veo conveniente que se extienda -como se va haciendo a mi parecer con una cierta frecuencia- el concepto de Ilustración a fenómenos, autores y obras que preceden o están al margen de lo que con rigor se puede definir como Ilustración.

Sería por tanto partidario de un uso restringido del término, como corresponde a un movimiento cultural de gran importancia histórica pero indiscutiblemente limitado a una época restringida en el tiempo y realizada sólo por una minoría de intelectuales.

Antes y después, e incluso simultáneamente al fenómeno cultural que puede definirse como Ilustración, se dieron en España otras manifestaciones culturales para cuya definición, con el fin de no confundir peligrosamente los conceptos, será conveniente usar términos historiográficos distintos y específicos. Por otra parte, si también se reduce la Ilustración a un limitado espacio ideológico y cronológico, me parece que nos ponemos en la mejor situación para entenderla y describirla. Nada más impropio, en mi opinión, que hablar de un siglo de las luces en España, pensando en la entera centuria del dieciocho.4

Cuanto ocurre en la primera parte del siglo es, a mi juicio, sólo una lenta recuperación del racionalismo europeo que se da paralelamente a un proceso a su vez lento de emancipación de la cultura barroca. Varias son las vías a través de las cuales se realiza un mismo proceso: la separación del escolasticismo promovida por los novatores, la restauración de los estudios clásicos (con fuerte nostalgia del humanismo del siglo XVI por parte de un Martí o de un Mayans) la vuelta al clasicismo formal, en la línea de Muratori, por parte de Luzán, así como a través de los modelos clásicos, por parte de otros como Montiano o Velázquez. Es decir, un retorno al buen gusto que encontró su expresión poética en algunos textos recitados en el salón de la marquesa de Sarria.

El cauto empirismo del padre Feijoo lleva al umbral de lo que pienso que se puede considerar, en su significado más profundo, filosófico e histórico, la Ilustración, que es una aceptación del pensamiento moderno, una voluntad de ruptura en varios campos con la tradición y una acentuada y difusa secularización cultural. En otras palabras: búsqueda de innovación más que ansia de renovación, decidido acercamiento al pensamiento y al gusto de la Europa contemporánea, y resuelto cambio de mentalidad.

Pues bien, todo esto ocurre sobre todo durante el reinado de Carlos III, que marca una neta separación con la edad precedente.

El contemporáneo Sempere y Guarinos muestra tener exacta conciencia del fenómeno y lo historia con claridad.

Desde las primeras páginas de su obra más conocida, el famoso Ensayo de una biblioteca española de los mejores escritores del reinado de Carlos III,5 en el Discurso preliminar habla de los grandes y tan notorios adelantamientos de la literatura española en el actual reinado de Carlos III mientras siente el deber de añadir inmediatamente después, rehuyendo el tono encomiástico y celebrador y razonando según su habitual sentido crítico, controlado y prudente, que «todavía no se ha podido borrar la idea del estado miserable en que España se ha visto por más de siglo y medio».6

Tiene conciencia, pues, de que el movimiento de rescate se ha puesto en marcha como nunca antes hasta entonces, aunque el proceso de decadencia duró tanto e incidió tan profundamente en la realidad española que es casi imposible colmar el vacío en poco tiempo.

Por otra parte, Sempere y Guarinos (que había nacido en Elda en 1754, había estudiado teología y jurisprudencia en Orihuela e instalado en Madrid desde 1780, se había dado a conocer por su activa participación en los trabajos de la Real Sociedad Económica de Madrid),7 ya en 1782 al publicar su traducción libre de las Riflessioni sul buon gusto de Ludovico Antonio Muratori,8 había comenzado a meditar sobre el estado de la literatura española en la época o -como todos nosotros preferimos decir hoy, con la conciencia que tenemos del significado que en el siglo XVIII se daba al término literatura- sobre el estado de la cultura española de la época.

Muratori había publicado la primera parte de sus Riflessioni en 1708: totalmente impregnadas de preocupaciones morales y confesionales apuntaban a una reeducación del literato. A menudo apoyándose en disquisiciones teóricas con resonancias de los temas retórico-estéticos tratados en Della perfetta poesia italiana (que es del 1706), Muratori introducía el concepto de buen gusto como capacidad de conocer y juzgar lo defectuoso y lo imperfecto en todos los campos del pensamiento. Sempere ignora a propósito en su traducción esta primera parte demasiado ligada a la, por lo demás lejana, situación italiana, y traduce sólo la segunda parte que Muratori había publicado en Colonia en 1715. Pero, sobre todo, es digno de ser observado el modo de su traducción. En el Prólogo él mismo declara no haberse atenido al original «con una timidez escrupulosa». Al contrario «lexos de esto me aparto de él frecuentemente, omito muchos pasajes, y añado o propongo en otra forma algunas reflexiones».9 En efecto en esta traducción «libre» es fiel a la sustancia del texto y tiende a lo esencial: le interesa la línea fundamental del pensamiento, pero corta inexorablemente toda argumentación reiterativa o exhortativa, indudablemente presente en el texto original, así como todo lo que se refiere específicamente a problemas italianos. A Sempere le interesa la parte doctrinal: el concepto de buen gusto en cuanto afronta al entero saber y compromete íntimamente a la persona misma del intelectual; el buen gusto como equilibrio racional, como discernimiento de lo mejor, a lo que el literato debe aspirar siempre para que pueda llegar a ser útil a toda la sociedad civil.

Siguiendo el pensamiento de Muratori y glosándolo, en su traducción (que entre otras cosas es un bello ejemplo de ese estilo puro que según invocaba él mismo se debiera basar en la naturalidad y la sencillez y concluirse en una magestad noble),10 Sempere tenía presente de un modo claro la situación de su España que precisamente bajo el reinado de Carlos III de Borbón, parecía haber alcanzado una verdadera recuperación cultural. De ese modo la síntesis del texto muratoriano, que ocupa 195 páginas, parece ser un natural preludio a la parte más significativa y original de la obra: el Discurso sobre el gusto de los españoles en la literatura que él dispone como apéndice y ocupa otro centenar de páginas.11

En la base está la idea fundamental de que España tuvo en el siglo XVI un eminente florecimiento cultural, ligado a su hegemonía política pero que posteriormente hubo un proceso de decadencia, que fue al mismo tiempo decadencia política, económica y cultural. Esta idea de fondo se acompaña con la convicción de Sempere de que la España de su tiempo se ha levantado decididamente del estado de postración en que aún se encontraba a principios del siglo XVIII. Dice que no quiere escribir la historia literaria del siglo: «mi ánimo sólo es insinuar las causas que más han contribuido a formar el gusto que reyna ahora entre los españoles».12

Para Sempere ya los primeros soberanos de la casa borbónica habían empezado la renovación: Felipe V y Fernando VI, pero la acción decisiva fue la de Carlos III.

Obsérvese lo que Sempere escribe a propósito de las Artes, que no son sólo las Bellas Artes sino todas las artes manuales: «Su Magestad que en Italia, centro de las Artes, havía ya dado grandes pruebas del gusto con que las miraba, traxo a España la misma inclinación y deseos de favorecerlas. No ha havido pensamiento alguno útil que no haya sido acogido benignamente por su real corazón y al que éste no haya contribuido con su generosidad».13 El soberano es alabado por las múltiples iniciativas emprendidas con la ayuda de hábiles ministros pero, para Sempere, un avance en el buen gusto lo hubo sobre todo con las medidas a favor de la instrucción: son elogiados los «nuevos planes de estudios», así como explícitamente se aprueba la lucha contra el poder cultural más retrógrado y a favor de una amplia libertad cultural: «en consecuencia de estas [sabias resoluciones], todas las ciencias y artes han tomado en España un nuevo semblante y cierto gusto que acaso no han tenido hasta ahora».14

A las consideraciones generales sigue una serie de observaciones particulares sobre el estado de la Lengua castellana, de la poesía vulgar, de la lengua latina y orientales, matemáticas, crítica, historia, filosofía, teología, jurisprudencia, medicina, política económica y Artes. Son consideraciones enriquecidas por abundantes citas de autores y de obras, todas entrelazadas con observaciones y reflexiones críticas, como por ejemplo, las que tratan sobre la nueva temática del teatro, el ya difundido buen gusto que vuelve más exigente al público, sobre el valor de un nuevo modo de dedicarse a una historia crítica en la que «el juicio y la razón van borrando la afición a cosas inútiles y de poca entidad y dirigiéndola hacia lo sólido y de cuyo conocimiento se puede sacar algún provecho».15

En el estudio de la física él subraya cómo «ya no reina tanto la preocupación de que la filosofía moderna es incompatible con la teología» mientras en el estudio de esta última se ha abandonado la inútil «sutileza y sofistería» de antaño.16 Y aún más: Sempere, que deplora la antigua costumbre en el campo jurídico del exclusivo estudio del Derecho romano en perjuicio del nacional, elogia en cambio la mayor conciencia histórica llevada a este campo en los últimos tiempos, así como aprueba la fundación de cátedras de Derecho natural y se complace en constatar el mayor equilibrio al que ha llevado la política regalista de Carlos III en una «concordia justa y equitativa entre el Sacerdote y el Imperio».17

El estudio de la Medicina «está más despejado para la observación de la Naturaleza»18 y el estudio de las matemáticas y de la física experimental ha ido a la par con la difusión de ideas nuevas sobre el trabajo y su dignidad: ya en España «no se advierte aquella especie de horror que antes se tenía a los oficios y a sus instrumentos».19 En este campo trabajaron mucho y bien las Sociedades Económicas de Amigos del País y este propósito Sempere recuerda lo que escribió, emocionado, Genovesi: «El célebre Abate Genovesi, catedrático de Comercio en Nápoles, nombrado por nuestro Augusto Soberano, cuando lo era de aquel Reyno, escribía así: "Se me dilata el corazón quando considero que de pocos años a esta parte se oyen nombrar en España ciertas Sociedades que hacen honor al Género humano"».20

En definitiva: un cuadro halagüeño de una cultura que está viva y permite a España acercarse al nivel europeo: «Se puede afirmar sin adulación que la Nación piensa ahora bien».21

Esta misma idea, esta preocupación para que se divulgue el buen modo de pensar está en la base de la nueva obra de Sempere y Guarinos, el citado Ensayo que se publicó en seis volúmenes entre 1785 y 1789 y que se presenta como un desarrollo del Discurso. El mismo Sempere nos confiesa que después de la publicación de éste «no había cesado... de ir recogiendo muchas noticias, haciendo varias apuntaciones para reimprimirlo»22 y añade que la ocasión que lo estimuló para concebir una obra nueva fue la voluntad de dar una respuesta seria y documentada a las insinuaciones que propagaban los extranjeros en perjuicio de la cultura española contemporánea, basadas generalmente en la escasa información: actitud que había encontrado su más aguda expresión en el artículo de Masson en la Enciclopedia metódica. A Masson se le había respondido con apologías reivindicativas del mérito literario de España. Sempere no cree que tales obras impregnadas de retoricismo constituyan el método más oportuno y eficaz para convencer a quienes, como sucede en general con los extranjeros, están llenos de prejuicios o ignoran prácticamente la realidad española: «hechos y ejemplos son los que convencen a los extranjeros, no clausulones ni sofisterías».23

Le preocupa la exactitud de la demostración de la verdad y considera que sólo ésta puede servir a la causa del verdadero patriotismo «No se leen en mi obra aquellas hipérboles desmedidas y absolutas improbables que en otras han dictado la ignorancia y la vanidad o el fingido patriotismo de sus Autores».24

No se trata, pues, de una celebración global y antihistórica de la grandeza española, sino de la documentación precisa de una realidad cultural tanto más válida cuanto más se considere en relación con los precedentes retrasos y con las condiciones adversas que se mantienen.

Y veamos cómo expresa su idea constructiva de la obra: «A mí me ha ocurrido otro pensamiento, del qual se podrán sacar mayores ventajas. Una Biblioteca Española de los mejores Escritores del reynado de Carlos III, pondrá a la vista mucho mejor que quantas apologías puedan escribirse, el estado actual de nuestra Literatura».25

La obra está estructurada según un nuevo concepto ordenador que es el enciclopédico: no un análisis de disciplina por disciplina, como en el Discurso, sino la presentación individual de los escritores en orden alfabético. Criterio aplicado sistemáticamente, aunque frente a determinadas realidades históricas o instituciones que trascienden el ámbito personal, se considera oportuno añadir a las voces individuales, voces de conjunto como por ejemplo Sociedades Económicas, Academias, Papeles periódicos, Planes de estudio.

En la redacción de los artículos la atención se dirige sobre todo a las obras impresas de cada autor, a menudo resumidas y en general brevemente comentadas. Sempere no emite juicios pero investiga el significado de cada obra y subraya la importancia, la relación con la tradición que la ha precedido y su originalidad.26 A veces abre excursus que son breves pero verdaderos ensayos histórico-críticos sobre cada tema, como en la voz Acevedo que le ofrece la ocasión de meditar sobre el estado de la jurisprudencia en España27 o en la voz Arteta28 en la que se detiene a estudiar la libertad de comercio con las Indias o en la voz Planes de estudio29 en la cual no sólo están expuestos los diversos planes de reforma universitaria sino que son comparados y críticamente examinados.

Está sostenido en su empeño por bien definidos propósitos: la voluntad de señalar las obras más significativas de su tiempo, de revelar sus méritos y, finalmente, de subrayar la utilidad que supondría su difusión. Sempere se siente partícipe de la gran obra reformadora de la España de Carlos III de Borbón: quiere contribuir a la unidad nacional en el plano de las conciencias (habla de «espíritu de unidad y patriotismo» necesario para lograr la «civilización») y querría que se adormeciera todo regionalismo localista, esa «rivalidad de las provincias» que considera dañina. Las mismas provincias «convendría sepultarlas en el olvido a lo menos por cierto tiempo y que de ningún hombre de mérito, se pudiera decir más que es español».30 Sobre todo se propone restaurar y difundir el «buen modo de pensar».31

Hay quien ha juzgado «simple» el método de trabajo de Sempere: redacciones de voces que nacían de consultas directas con cada autor y que a menudo reproducían las informaciones enviadas por los mismos autores, con el resultado discutible de mezclar en su Ensayo obras y autores buenos con otras y otros mediocres o sinceramente malos.32 Juicio a nuestro parecer demasiado severo o más bien abstracto: en efecto no debemos olvidar nunca la intención que tuvo el autor al componer su obra. Él no quiso hacer una obra rigurosamente crítica y selectiva; más bien, por decirlo con sus mismas palabras: «mi ánimo es incluir en esta á todos aquellos que en sus escritos han manifestado algun gusto en su modo de pensar, en el estilo, método y otras qualidades, que aunque no lleguen á constituir á sus Autores en la clase de originales, manifiestan a lo menos que han tenido algún discernimiento en la elección de libros y en el uso de su doctrinan».33 Compromiso aparentemente modesto pero que Sempere siente el deber de asumir «persuadido de las muchas ventajas y utilidades que podrá producir a la nación», teniendo «como mi objeto principal... la instrucción acerca del estado actual de nuestra literatura».34

Más que acusar a Sempere de método simple y escasa selectividad, creo que se debe, teniendo bien presentes sus fines, reconocerle el mérito de haber osado publicar una obra sobre sus contemporáneos que sin duda suscitaría grandes discusiones y podía procurarle hasta enemistades y sinsabores, convencido de que sería al mismo tiempo obra de cultura y de patriotismo la de señalar, en los diversos campos del saber, una serie de publicaciones que los extranjeros no conocían por el aislamiento en que se encontraba la cultura española, publicaciones que los mismos españoles, en general perezosos y reacios a lo nuevo, era oportuno que leyeran.

Claro que a nosotros, a una distancia de doscientos años, nos resulta fácil reconocer los límites, por lo demás casi inevitables, de una obra redactada para señalar y valorar libros de contemporáneos, pero la verdad es que sólo aparentemente es obra compilatoria: por la idea de fondo y el concepto que rige cada una de las voces, resulta ser una de las obras más significativas de la Ilustración española. Discurre por toda ella, constantemente, una fuerte preocupación de socialidad, que es exigencia de una convivencia fundada en la utilidad social (y que, por lo tanto, intenta recuperar hasta las clases sociales más marginadas) y que por eso va auspiciando una economía nueva que se traduzca en un bienestar general, basándose en un inteligente fundamento teórico y en un calculado uso de las ciencias aplicadas.

Una sensibilidad moral no convencional sino substancial guía el pensamiento económico de Sempere, que es el mismo que inspirará sus moderadas ideas sobre el lujo en su Historia del luxo y de las leyes suntuarias de España que es de 1788 y que, por lo tanto, se coloca, en orden de tiempo, entre la publicación del IV y del V tomo de su Ensayo. He aquí, pues, otro ejemplo de ese buen modo de pensar, que se aplica a la que Sempere creía que era «la ciencia más útil del Estado»,35 es decir la política económica. Es éste un campo de investigación que interesará a Sempere a lo largo de toda su vida, y en el cual se coloca esa otra vasta obra que es la Biblioteca española económico-política (cuatro tomos publicados en 1801, 1802, 1804, y -a bastante distancia de tiempo- en 1821), en la cual recoge textos significativos y olvidados de la historia de la economía española junto a ensayos propios. Lo que más interesa poner de relieve, en todas estas obras, es su atención a la historia. Se trata de una exigencia nueva y racional aplicada a la investigación teórica: el examen de la realidad histórica como base para una definición conceptual. Los errores del pasado, una vez reconocidos, nos permiten buscar y hallar las soluciones más oportunas para el presente. No se puede proceder abstracta y violentamente; hay que reconocer la importancia de las costumbres que aún cuando sean discutibles desde el punto de vista de la razón y la filosofía, pensaba Sempere que sólo el tiempo, la ilustración y los esfuerzos repetidos del soberano serían capaces de desarraigar.

La época de Carlos III es cuando madura el pensamiento de Sempere, pero de este central momento ilustrado partirá también su ulterior orientación ideológica.

Nombrado, en 1790, ya bajo el reino de Carlos IV, fiscal de la Chancillería de Granada, sin duda dándose cuenta del cambio que se estaba operando cumplió con sus tareas técnicas con el esmero del buen funcionario, sin renunciar por eso a una cauta promoción reformadora, especialmente en el campo legislativo y económico, siempre preocupándose de insertar las novedades en el tejido de la existente realidad española. Son numerosas sus Memorias, Representaciones, Apuntaciones y similares, breves pero puntuales trabajos entre los cuales pienso que puedan destacarse por su importancia hacia futuras y concretas reformas, el Proyecto sobre la venta y administración de bienes del Patronato y Obras pías y la Historia de los vínculos y Mayorazgos, obra esta última más consistente publicada en un volumen en 1805.

Sin embargo eran años difíciles, durante los cuales Sempere advertía que se iba desvaneciendo su sueño innovador de la época de Carlos III; años que más tarde juzgará con severidad: «no pudieron llevarse a efecto las reformas proyectadas». Más bien se reanudaron los antiguos vicios: «más no habiéndose arrancado de raiz las principales causas de nuestros errores y preocupaciones, volvieron a producirse los mismos males en el reynado de Carlos IV».36 Y esto ocurrió, sobre todo, porque en la Corte, muerto Carlos III, «los aduladores, ignorantes y fanáticos, interesados en el desorden, temieron su propagación [de la revolución francesa] en esta península y pensaron atajarla impidiendo los progresos de las luces».37

Sobre este hombre, al mismo tiempo moderado por constitución mental, profundamente racional y pacífico por naturaleza, firmemente reformista y sin duda nada conformista, se abatió el vendaval de la guerra.

Empujado por las circunstancias y reflexionando sobre los acontecimientos, llegó hasta a calcular que el bien de España pudiera derivar de la aceptación de la realidad de la nueva monarquía bonapartista.

Por dos años -como escribirá en esas Noticias literarias de Sempere que se publicaron en 1821 y que prácticamente son una autobiografía y al mismo tiempo una autoapología a pesar de estar escrita en tercera persona-,38 había intentado defender la independencia de su patria contra la «ambición desenfrenada de Bonaparte, hasta que invadida casi toda la península, y la ciudad de Granada, de cuya junta superior era vocal, se vio forzado a jurar por rey a José, como lo juraron todos sus compañeros togados... y como lo juraron también el arzobispo y los dos cabildos eclesiásticos y secular, la nobleza, y todo el pueblo representado por diputados de su gremio».39 Pero añadía, con total fidelidad a sus convicciones del tiempo feliz en que se había formado, bajo Carlos III: «muchos buenos españoles creían que la causa más radical de los males de su patria no dimanaba de que fuera dominada por una u otra familia, sino de la superstición y el bartolismo. Que nadie podía sofocar estos dos monstruos sino un Hércules, y que el nuevo Hércules no podía ser otro que Napoleón. Y así juraron a su hermano, no por perfidia ni odio a su rey legítimo, sino por la firme persuasión de que habiendo renunciado la corona Fernando VII, era el único medio de salvar su patria, y de curar las profundas llagas con que la tenían postrada la impericia y la perversidad de los gobiernos anteriores».40 Y concluía: «Así pensaba Sempere, y a consecuencia de su opinión juró a José, y continuó en su oficio fiscal, aunque de mala gana, pero de buena fe. No se disculpará alegando que hizo su juramento con restricciones mentales, con segundas intenciones, y con ánimo deliberado de aparentar obediencia a aquel gobierno para venderlo clandestinamente. Tal jesuitismo nunca convendrá con sus principios».41

La consecuencia de esta resolución fue el forzado exilio al cual se adaptó sólo en el último momento,42 cuando se dio cuenta de que Fernando VII no tenía ninguna intención de respetar el acuerdo que en París, el 11 de diciembre de 1813 había suscrito con Napoleón, según el cual los españoles que habían ocupado cargos civiles políticos o militares bajo José Bonaparte, deberían gozar de los derechos de todos los demás.

En el exilio, no dejó de pensar en su querida España, convencido de la ineludible necesidad de que algo tenía que cambiar. A España le hacía falta una Constitución que, para él, no podía ser la de Cádiz, fruto más bien de entusiasmo y pasiones que no de meditada reflexión, una nueva Constitución que la substrajera del peligro del despotismo, de la ignorancia opuesta a las luces pero, al mismo tiempo, de las sugestiones revolucionarias.

Llega hasta a justificar la actitud de Fernando VII, y esto porque cree que los liberales de Cádiz más que partidarios de un régimen monárquico moderado, eran cripto-republicanos. Según él, los afrancesados se habían acercado mucho más al gobierno de los Borbones que no al de la Regencia o de las Cortes. Específicamente me refiero a los siguientes escritos: la Histoire des Cortes d'Espagne publicada en Burdeos en 1815 y que había sido precedida por las Observaciones sobre las Cortes y otras leyes fundamentales de España, editadas en Granada en 1810, y que será seguida por la Memoria sobre la constitución gótico-hispana, París, 1820. Su acostumbrado preliminar estudio histórico le permite intervenir con segura doctrina sobre las candentes cuestiones constitucionales del momento. Polemizando con Martínez Marina, considera una equivocación la pretendida democraticidad de la impropiamente celebrada constitución gótica; por otra parte él no cree que a España a la hora de definir su nueva Constitución le convenga basarse en sus viejos códigos, sino más bien en la imitación de otros, extranjeros y modernos.

El espíritu que animó a la monarquía española fue feudal y aristocrático, fundado en el uso de la fuerza y de las armas. Si la Monarquía en ciertas épocas parece que haya sido moderada, lo fue más por medio de la afirmación de los derechos de la nobleza y del clero, y no a través de los del tercer estado o de las Cortes. Sempere estimaba que nunca hubo en España una representación popular, en el sentido de que en el primer ochocientos ésta había adquirido. Bajo la monarquía visigoda los Concilios eran órganos de los que siempre se excluía a los representantes del pueblo, cuyo único derecho era el de rezar o bien el de aplaudir las decisiones y los cánones de los Concilios mismos, mientras que, sucesivamente, las Cortes de Castilla fueron siempre órganos dominados por la aristocracia en perenne contienda con el soberano, y de ahí su perjuicio para la nación. Sólo a partir de la decidida acción política de Fernando el Católico se nota una mejoría de la situación a favor del orden y de la prosperidad pública. El monarca logró reducir el poder de los nobles, situación que se repite siempre que la monarquía impone su autoridad.

La historia, una vez más, era su maestra, la historia del pasado, pero también la del presente: así iba buscando un equilibro entre distintas y opuestas pretensiones, entre diversos y contrastantes intereses.

Su actitud de moderado, mientras que le llevaba a reconocer los méritos de la antigua nobleza y a condenar de la misma la presente ociosidad improductiva, también le aconsejaba no combatirla como clase social pues, en todo caso, ésta podía constituir una barrera al peligro del absolutismo monárquico y, convenientemente educada, producir riqueza y favorecer el incremento de las luces, y esta misma actitud le llevaba igualmente a reconocer los méritos y la importante función de una clase media emergente que podía contribuir a la fundación de una sociedad civil que ya no podía ser la del antiguo régimen.

Sempere, aunque, en las agitadas polémicas en medio de las cuales se encontró durante los años del exilio no faltara quien le acusase de haber ajustado sus propias ideas a las circunstancias, fue firme en sostener su propia fidelidad a una interpretación de la historia de España que se remontaba a Condillac. Descendía de aquel pensamiento su posición en la circunstancia política del momento.43

Estoy de acuerdo con Elorza y Rico Giménez cuando sostienen que Sempere y Guarinos, desde su formación ilustrada, evolucionó naturalmente hacia un liberalismo que no podía expresarse sino en un proyecto de constitución liberal moderada.

Concretamente, la figura de Sempere y Guarinos se me presenta como la de un conservador, ese tipo humano cuyas características tan magistralmente ejemplificó en la personalidad de Leandro Fernández de Moratín, el malogrado e inolvidable José Antonio Maravall.44 Me parece que, por una parte, en el campo más propiamente jurídico-político mientras que, por la otra, en el campo literario (aunque indirectamente político) estamos en presencia de intelectuales que buscan la conciliación, a través de la razón, de contrapuestas exigencias teóricas y prácticas, persiguiendo un punto medio entre la abstracción de la filosofía y lo concreto de la historia. Un conservador que puede y tiene que ser reformista, porque conservador no quiere decir reaccionarlo aunque tampoco tradicionalista. En efecto en Sempere, mientras va sugiriendo los términos de la que debería ser una sabia constitución para los españoles de su tiempo, se manifiestan conjuntamente la condena de los excesos de los liberales antes de la vuelta a España del rey y de las intolerancias de los serviles después del restablecimiento del absolutismo, especialmente hacia los liberales y los afrancesados que, según él, con respecto a quienes inicialmente creyeron que los españoles podían resistir a los franceses, fueron «no menos amantes de su patria».45

Con tal postura, Sempere nunca dejó de pensar en la concordia de los españoles que se debía conseguir mediante una constitución y una serie de leyes que conciliaran los derechos de los ciudadanos con los del Estado: así se pudo tener la ilusión de que, una vez jurada la constitución por el rey, en 1820, se pudiera abrir un nuevo y positivo curso de la Historia de España. Por este motivo, durante el trienio liberal, Sempere volvió a su España y se dispuso a colaborar con el gobierno constitucional.

Parece que acepte la constitución sólo porque la juró el rey. Afirma que el sistema de la representatividad nacional es el medio más seguro para no incurrir en el despotismo y asegurar un gobierno que se preocupe de los intereses de todos. Sin embargo, es preciso notar que se contenta con enunciar esta posibilidad y esta esperanza, a pesar de que no enuncie los términos de las modificaciones a aportar a una constitución que él había condenado siempre, por no ajustarse al carácter y a la condición histórica de España. De todas formas sabemos lo que pasó: el mismo Sempere se dio cuenta que, otra vez, la realidad contrastaba con sus sueños y por su propia voluntad volvió al exilio, antes de la represión.

Se ha hablado de actitudes contradictorias de Sempere y Guarinos; mi opinión es que lo contradictorio no estaba en él, sino en los acontecimientos. En efecto, en sus obras publicadas en España durante el trienio liberal (Historia del derecho español, Historia de las rentas eclesiásticas de España) y en su última obra publicada en París en 1826, las Considérations sur les causes de la grandeur et decadence de la Monarchie espagnole, encontramos con respecto a sus primeras obras de la época de Carlos III, la misma raíz cultural, la misma mentalidad y la advertida exigencia de fondo de contribuir al interés de los ciudadanos de una patria común.

Su sentido de la historia le llevaba a insistir sobre el concepto de que la política del presente no se debe esforzar por buscar ligazones con el pasado. Por el contrario, la tarea del historiador no es otra que la del ilustrado que estudia el pasado críticamente, con la voluntad de liberar las mentes de los hábitos estancados del pensamiento y del culto inerte por las instituciones; esto es, la labor de favorecer un proceso de desengaño y de crear nuevas perspectivas de interpretación.

En relación con tal actitud en sus últimas obras apenas citadas -como Fernández Carvajal observaba oportunamente en su estudio de 1955- asistimos al intensificarse de su actitud antieclesiástica, de claro cuño regalista, que de nuevo se remonta a la época de Carlos III.

En la Historia del Derecho español llega a recordar los años de la propia formación y el momento de su liberación de la vieja cultura en la que se educó; esto es: cuando instruido por jurisconsultos «bartolistas», estaba persuadido de que «no hay otro derecho más perfecto que el contenido en los códigos imperiales». Sin embargo «algunas dichosas casualidades pusieron en mis manos otros libros: y su lectura, la reflexión y el trato con otros sabios más filósofos que mis primeros catedráticos me enseñaron a discurrir con más libertad que la acostumbrada entonces en esta península».46

Regalista como había sido bajo Carlos III, sigue en la misma posición, subrayándola con mayor vehemencia, tal vez en concomitancia con el agravarse del problema en la situación histórica específica.

En verdad, no alberga duda alguna al identificar en el «ultramontanismo» una de las mayores causas de la decadencia española, junto con la equivocada economía seguida por los gobiernos españoles.

Por todo esto creo que se puede sostener que en él se da una substancial coherencia de pensamiento, que tiene como base unos puntos fundamentales que remontan a los años de su formación, y la experiencia vivida con entusiasmo y participación, y luego constantemente rememorada con nostalgia, del período reformista del reinado de Carlos III. Este pensamiento lo constituían esencialmente la condena de la ignorancia y de la superstición, además del culto obtuso de la tradición que él definía «anticuomanía» y de las sutilezas jurídicas del «bartolismo», es decir, el culto vacío y estéril de un formalismo extremado. A estos «monstruos» como a los ya citados errores económicos o al nunca demasiado reprobado «ultramontanismo», se debía atribuir el desastre de la situación española a la cual, sólo en parte, había podido poner reparo Carlos III. De aquí la necesidad siempre afirmada como primaria de una general reforma mediante la instrucción y la difusión del trabajo reconocido en su valor moral y social.

Ciertamente amargado por el curso de los infelices acontecimientos de su España, volvió a ella sólo para transcurrir en la nativa Elda los últimos años de su vida (murió en 1830), sin darse a la vida pública pero sí a la vida intelectual en la que siempre había confiado como quien había tenido el culto por el «buen gusto» y por la cultura y creído en la posibilidad de su comunicación, condiciones indispensables para la fundación de una ilustrada convivencia civil.

A su España le hacía falta la fundación segura de un Estado que fuera expresión de la soberanía nacional, representada por el Monarca, y -al mismo tiempo- autorizado promotor de un moderno desarrollo económico, social y moral.

Con tales ideas, se comprende cómo Juan Sempere y Guarinos, durante los largos años de su caída política y de su vida en el destierro, pudo tener una firme y casi patética añoranza de la monarquía sabia y fuerte que había tenido la España de Carlos III.





 
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