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ArribaAbajoLos intelectuales españoles ante el cine

Por José María García Escudero


El presente trabajo es una refundición, resumen y actualización de los estudios que sobre el mismo tema publicó el autor en su sección periodística «Tiempo», en el año 1956.



¿Qué han hecho los intelectuales ante el cine?

Yo sintetizaría así su intervención: Primero, lo desconocen; después, lo desvirtúan.

Naturalmente, hay excepciones. La Antología de Mario Verdone5, Los intelectuales y el cinema, contiene numerosos testimonios positivos, aunque en general mejor intencionados que orientados, con más simpatía por el cine que comprensión del cine. Pero el mismo Verdone reconoce que, en conjunto, el cine ha recibido de los intelectuales más desprecios que homenajes y que éstos no han surgido sino tras muchas vacilaciones. El retorno al cine de esos hijos pródigos se ha hecho siempre esperar. Es un largo y desolado camino el que hay que recorrer hasta llegar, por ejemplo, al libro en que Mauriac, Aymé, Huxley, Bromfield, Camus, Maurois y Montherlant, comentan la película de Walt Disney: El desierto viviente.

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El desconocimiento del cine por los intelectuales ha tenido las siguientes manifestaciones: 1.ª El desconocimiento total de los que no han ido al cine; 2.ª El desconocimiento relativo de los que consideran exclusivamente el mal cine y lo llaman retorno a la barbarie, espectáculo de esclavos, factor de embrutecimiento, pasatiempo para criaturas miserables, chorro de imágenes, confort de las posaderas, cloaca...; 3.ª El desconocimiento de los que consideran el problema del cine como arte y lo resuelven negativamente; 4.ª El desconocimiento, mucho más peligroso que los anteriores, de quienes, aceptándolo como arte, lo confunden con la literatura o con el teatro.

La vaguedad e inconsistencia de los argumentos (llamémoslos así) de los del grupo tercero, denotan que muchos intelectuales no han llegado a atisbar siquiera lo que el cine es: imágenes en movimiento, el heraldo de una nueva cultura visual, que no es que vaya a reemplazar absolutamente a nuestra cultura de la letra impresa, pero que puede mejorarla y que la está desplazando de   —23→   nuestro mismo sistema de percepciones, que sin que nos demos cuenta es ya cinematográfico en gran proporción. Pero reconozcamos, en descargo de tales intelectuales, que es difícil reaccionar súbitamente ante lo imprevisto, desmontar los viejos esquemas mentales, acompasar el paso al ritmo cansado al ritmo vertiginoso, como el del cine. René Clair dice que gentes deformadas por treinta siglos de palabras tendrían que ir a la escuela para aprender, sencillamente, a ver. Los intelectuales ¿se someterían a eso? Por ello la mayoría, a lo más que llegaron, fue a confundir las películas con su argumento o las secuencias con las escenas teatrales. Estamos con los del grupo cuarto.

Digamos en su descargo que la presión de los medios clásicos de expresión sobre el cine ha sido asfixiante y que demasiadas veces el cine ha sido eso: literatura o teatro; cine no. René Clair afirma que se ha hecho todo lo posible para sofocar al cine en su cuna, y que, si ha crecido, ha sido una sorpresa. Es increíble que no haya muerto. Al cine, casi recién nacido, le metieron en el molde de hierro de la literatura y del teatro, como antes encerraban los pies de las chinitas en moldes de madera, para que se mantuvieran pequeños. El cine ha vivido, a pesar de sus desnaturalizados tutores. Pero, ¿tendré que repetir que entre éstos he visto a muchos intelectuales?

La intervención de éstos en el cine tuvo lugar en dos momentos: el «Film del arte», durante la época muda; el cine sonoro.

Film de arte y cine retórico, es verdad que convencieron a muchos intelectuales de las posibilidades «artísticas» del cine. Puede representarlos D'Annunzio. Aunque es dudoso que el cine ganase algo con la compañía de quienes se extasiaban ante las mamarrachadas gesticulantes de «la divina Sara» y desconocían el cine verdadero, que, mientras estaba naciendo, lleno de luz y de vida, en las llanuras del Oeste americano.

En cuanto al sonoro, era natural que el intelectual que no entendía el cine más que a través del teatro; el que, como Bernard Shaw, declaraba que el cine sería un arte si le quitasen las imágenes, dejando sólo los títulos, considerase con simpatía la nueva invención. A consecuencia de esa simpatía el cine se hundió en una crisis de la que no se ha repuesto todavía. A la cabecera del agonizante estaban otra vez sus malos ángeles: literatura y teatro; los escritores que hacia 1929, 1930, 1931, volaban hacia Hollywood, porque creían llegada su hora. Y, efectivamente, era así.

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Es verdad que durante el gran período mudo había llegado a nacer una «inteligencia» del cine: un movimiento doctrinal que por los años veinte tenía plena madurez. Pero lo formaban principalmente «profesionales», quiero decir gentes que hacían cine o escritores especializados: los que podríamos llamar sacerdotes del nuevo culto. Entre ellos y la masa de los espectadores faltaban enlaces, y es a éstos a los que yo me refiero al hablar aquí de intelectuales: a los elementos intermediarios; los intelectuales que, sin ser teóricos del cine, se interesen por él y hablen de él como lo hacen de novela o de pintura sin ser novelistas ni pintores, ni críticos especializados.

Ellos deberían haber creado el público inteligente que le falta todavía al cine. No se puede pedir a un novelista, a un médico o a un notario, que lean a Epstein o a Lindgren para aprender cine, pero lo aprenderían si se lo encontrasen en Chesterton, en Proust o en Spengler. Pero éste, por ejemplo, que en los   —24→   cuatro tomos de su Decadencia de Occidente, habla de las tumbas de los faraones y de las catedrales góticas, descubre culturas exóticas y estudia novelas, la geometría, la música, la tragedia y la arquitectura, no menciona el cine. Tampoco Toynbee.

Se estuvo más cerca que nunca de conseguir esto en el período que digo. Mauriac y Malraux, los filósofos Croce y Gentile, Cocteau y Pirandello, opinan entonces sobre cine con amor y acierto. Hacia esos años es corriente encontrarse en las revistas intelectuales de carácter general con una percepción aguda de lo que es el Séptimo Arte. Se rebasa incluso la medida. Se llega al esnobismo y a la pedantería. Es la época que ha evocado Berlanga, cuando el estudiante de cuarto de Bachillerato vendía el Álgebra para ver a Marlene dirigida por Sternberg6, compraba Nuestro cinema y escribía artículos sobre cine ruso y montaje, sin saber muy bien qué eran. Pero, repito que si en algún momento se ha estado a punto de ganar para el cine a los intelectuales, fue en ese.

El sonoro supuso la derrota del ala cinematográfica naciente de los intelectuales y el desquite de los intelectuales que no habían entendido el cine y que cada vez iban a tener menos ocasiones de entenderlo, puesto que los nuevos inventos técnicos iban a acentuar el aspecto espectacular del cine, en detrimento del artístico. Invento tras invento hemos llegado a una situación ante la que escribe Manuel Villegas López que hay una labor tan urgente y fecunda como la realización, y es la obra teórica, porque estamos a punto de no saber ya ni qué es cine, y hasta me parece optimista decir, como yo dije alguna vez, que lo que se puede llamar la «inteligencia» del cine, los profesionales, los amantes del Séptimo Arte, los que leen a Pudovkin y conocen Bianco e nero, son minoría y están separados de la masa por un desierto que nadie les ayuda a atravesar, para lo que les estorba además su mismo purismo, consolidándose así la coexistencia de dos mentalidades, de dos lenguajes: mester de clerecía y mester de juglaría, entre los que acaso el neorrealismo italiano fue el único puente, con películas ante las que podían coincidir el espectador de cine-club y el de cine de barrio. Me parece optimista, repito, ese ver la situación como situación con dos polos, en la que unos asisten a las grandes salas y con su mal gusto determinan lo que es el noventa y cinco por ciento de una producción a la que Cinemascopio y Cinerama casi han devuelto a su primitiva condición de espectáculo de feria, mientras que otros, los menos, alimentan sus nostalgias en la catacumbas de los cine-clubs, porque incluso entre éstos ¿cuántos saben verdaderamente qué es cine? ¿Cuántos no toman de buena fe como tal esa mixtura impura que corrientemente se les da? Sirva de consuelo el que, no sólo se reanude el movimiento de cine-clubs en el mundo y con carácter masivo a partir de 1945, sino que, aunque lentamente, los intelectuales se acercan al cine a lo que creen que es cine. Un día es un profesor que, después de explicar teoría del arte durante doce años en la Universidad de Harvard, hace sus maletas, se va a Hollywood, estudia durante un año el cine de Walt Disney y se vuelve a sus clases; otro día es Carlo Battisti, que enseña Filología en la Universidad de Pisa e interpreta el papel de protagonista en Umberto D, de Vittorio de Sica, y se vuelve a su cátedra, terminada la que considerará como la mayor aventura de su vida. Los intelectuales caminan ya hacia el cine Y están muy alejados del ambiente que refleja el teórico Dullac, al recordar su primera actitud ante el cine: «¡Cómo lo he detestado! Como todos, lo despreciaba».

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Pues esta última actitud es la que prácticamente mantiene la casi totalidad de los intelectuales españoles y la que explica que, habiendo nacido nuestro cine a la vez que el mundial, éste haya producido algunas de las obras de arte más representativas de nuestro tiempo, y el nuestro no pueda presentar ni una películas de las que quedan, ni un solo nombre universal, y que, aun conformándonos con pedir a nuestro cine películas simplemente dignas, basten para contarlas los dedos de las manos. Y no se alegue en descargo de nuestros intelectuales lo poco que podía atraerles el mal cine español, porque al alcance tenían el buen cine de fronteras afuera, pródigamente exhibido, durante este medio siglo de fronteras adentro.

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¿Hay propósito de enmienda? Aquí, en 1956, se contemplaba a Azorín, que va al cine, como a un bicho raro; un pensador de la talla de Marañón sólo apreciaba en el cine «excelencias informativas o de otro orden secundario»; un diario de Madrid, Informaciones, realizaba una encuesta sobre las posibilidades del cine para la realización de la buena literatura, y el escritor Araujo Costa utilizaba la primera plana de ABC para equiparar al cine con la linotipia o la máquina de escribir, considerándolo simple «medio mecánico» de «resumir y enaltecer» las artes clásicas. Y a menudo mero «experimento de Física recreativa». Con razón se decía en el llamamiento a las Primeras Conversaciones Nacionales de Cine, celebradas en Salamanca en 1955, que «la autoridad de estos intelectuales, que en tantos campos debemos atacar, nos negamos a reconocerla aquí». Y Eduardo Ducay, escribiendo sobre la historia de nuestro cine en el programa sobre Cine Español del Cine-Club Vinces, se preguntaba: «Pero, ¿y nuestros intelectuales? ¿Qué pensaban del cine?, y contestaba: «nada; y cuando digo nada, eso quiero decir».

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En el Llamamiento citado hay esta frase: «El cine, que nace con la generación del 98, no mereció de ella la menor atención». Así es. Ni en Maeztu encuentro nada, ni en Unamuno otra cosa más que alusiones despectivas a la pantalla, al «fatídico cine» y a las películas. Sinónimo -decía- de pellejo; superficialidad. En cambio, a Valle Inclán le gustaba. En una curiosa encuesta sobre la crisis del teatro, que en 1928 hizo Federico Navas, Valle afirma que el cine es el teatro moderno y que algún día cine y teatro se unirán. ¡Pero ya se ve qué idea del cine! En cuanto a los Baroja, Ricardo, en la misma encuesta, declara que el cinematográfico les encantaba a él y a Pío. Incluso llegaron a interpretar sendos papeles (D. Pío de sargento carlista) en la versión muda de Zalacaín, que D. Pío presentó en el Palacio de la Prensa el 24 de febrero de 1929, en una curiosa sesión de la que Gómez Mesa ha dado noticia y en la que el novelista elogió el cine porque «tiene algo rápido, dinámico, de aire nuevo sin tradición, un poco bárbaro, que me gusta». Pero esa apreciación no se reflejó en los escritos de Baroja, del que algún amigo me contaba que la última película que vio fue El desfile del amor, si es que no se vio a sí mismo en la versión sonora de su Zalacaín7 que hizo Orduña, en la que aparecía aquél; mi amigo no sabía si la habría visto, y aun, conociendo a Baroja, lo dudaba.

Y el caso es que si algún escritor estaba dotado para el cine, era Baroja.   —26→   Un sobrino suyo, Pío Caro, le compara con Zavattini en un artículo titulado «Dos boinas». Yo no encuentro en Baroja la ternura de Zavattini, pero sí su preocupación social y su anarquismo sentimental. Por añadidura, el estilo de Baroja, o mejor dicho, su carencia de estilo, ¿no hacen de él, más que novelista, un guionista frustrado? Se ha dicho que su obra es un tesoro de argumentos cinematográficos. Es él quien debería haber sido llevado al cine. Zavattini, abogado, profesor, periodista, crítico, escritor, ve en Parma La quimera del oro, de Charlot, y un nuevo mundo se le revela y se convierte en el padre del neorrealismo. Pío Caro descubre, con razón, semejanzas entre el neorrealismo y el movimiento español del 98. ¿Por qué no pensar que junto a los ensayistas y los literatos puros, aquella generación que tuvo su pintor en Zuloaga pudo haber tenido en Baroja su Zavattini, muchos años antes de Zavattini?

Azorín merece párrafo aparte. Los valores cinematográficos de la obra de Azorín los han estudiado Julián Marías y Joaquín de Prada. Sin embargo, Azorín es la víctima de una educación anticinematográfica, que le impide entender verdaderamente el cine, cuando en su ancianidad lo descubre.

Porque este es el caso. A los ochenta años Azorín se mete en el cine; ve en tres años unas seiscientas películas, algunas dos, tres y más veces; lee libros importantes sobre teoría y escribe él mismo dos, entre el escándalo de los que no comprenden que «a sus años» adquiera esas aficiones y el papanatismo de los que se extasían ante las intuiciones cinematográficas del maestro. La verdad es que Azorín ve el cine como teatro, como arte de actores en sus tres cuartas partes, y el resto como luz, perspectiva y colocación de las figuras, es decir, como escenografía, y que esa falsa idea domina sus comentarios, cuando no se convierten éstos en exquisitas, finas divagaciones literarias, alejadas del punto de partida (en una fina, delicada contestación que me dirigió desde ABC, se declaraba partidario del «cine-teatro»). Aunque haya que proclamar nuestra simpatía por este único intelectual de su generación con la juventud de espíritu necesaria para descubrir, octogenario, un nuevo mundo, que va a los cines modestos, que escribe sin pedantería y cuya conducta es una viviente acusación a la desidia de tantos que, con menos años que él, se extrañan de que todos los días salga disparado de su casa a primera hora de la tarde, para meterse en una sala de sesión continua.

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Por el hueco que los hombres del 98 no ocuparon iban a precipitarse las gentes de novela y de teatro, reproduciendo aquí la invasión que sufrió el cine en todo el mundo. También tuvimos nosotros nuestros films de arte, en Benavente a nuestro D'Annunzio y a nuestras Sarah Bernard en doña María Guerrero o en la Xirgu. Pero ni siquiera esa mala copia del teatro en que se convierte el cine merece de los hombres de teatro más que una displicente mención. Son características algunas de sus contestaciones en la encuesta a que me he referido antes. La encuesta era sobre la crisis del teatro. Pues bien, nadie (salvo los pocos hombres de cine a quien se consultó) sospecha siquiera que la crisis puede deberse a que el cine es un arte que satisface mejor las exigencias del hombre de hoy». El cine es, para los consultados, solamente un «subproducto», que si se prefiere es forzosamente, o porque es más barato (como hay quien prefiere   —27→   la cerveza al jerez, porque este es más caro, aclaran los Quintero) o por razones más delicadas de exponer («es algo escabroso el tema», se nos dice), como la oscuridad de las salas. Algunos, cerrando los ojos a la realidad, se niegan incluso a admitir que «subproducto», ese «plebeyo», pueda preocupar a un arte superior, como es el teatro. Y aunque los más admiten la crisis, consideran que su solución y la salvación económica del teatro está en la teatralización del cine, que de rechazo salvará artísticamente a este último, llevándole la que Linares Rivas llama «alma pesante, quietud», para que el cine sea «algo más que simple acción, acrobatismo y deportismo de cuerpos».

La invasión del sonoro proporcionaría la oportunidad esperada.

Parte de nuestros comediógrafos (López Rubio, Martínez Sierra, Edgar Neville, Jardiel Poncela) se desplaza a Hollywood, donde se producían en serie películas habladas cien por cien en castellano. Es significativo que de ellos Edgar Neville haya llegado a ser nuestro mejor argumentista y Jardiel nuestro autor de teatro más cinematográfico, en cuanto el teatro puede acercarse al cine sin perder su naturaleza. En la famosa «entrevista universal» con que Jardiel contestaba cualquier pregunta, el cine es concebido como un arte distinto. Escribir para el cine es oficio «absolutamente nuevo».

No lo entendían así los hombres de teatro que, quedándose en España, decidieron lo que sería nuestro cine sonoro. En 1932 Juan Piqueras se asustaba de que los Estudios CEA escogieran a Benavente como presidente honorario y comprometieran la realización de toda su obra; temía el escritor que llegase un cine basado en don Jacinto, los Quintero, Linares Rivas8, Muñoz Seca, y, en la literatura, el Caballero Audaz, Palacio Valdés, Zamacois, Alberto Insúa... Marquerie, en Nuestro Cinema, expresaba su sospecha de que el movimiento estuviese «lastrado de graves concomitancias teatrales, anuncio de esterilidad», y Rafael Gil, entonces inquieto escritor cinematográfico, consideraba «ridículo que nuestros autores teatrales -que hasta que vieron la posibilidad de trasladar sus obras al lienzo consideraban al cinema como algo inferior-, se crean que son los llamados a apadronar un arte cuyas características son las opuestas a las suyas».

Pero la figura cumbre de nuestro cine en ese momento es el hombre -Benito Perojo-, que en 1927 declaraba que «para ver arte y arte teatral (repito: 'y arte teatral') tendremos el cine». Perojo, Florián Rey y en nuestros día Orduña y Luis Lucia, abrirán el portillo de la fortaleza del cine a los invasores, facilitando así la ofensiva anticinematográfica, que empieza con el siglo y no ha terminado, todavía.

Una excepción es Manuel Machado, hombre de teatro que en 1942 rectificaba anteriores juicios despectivos sobre el cine, proclamando su fe en él como espectáculo «y aun como arte». Aunque ese «aun» sea bien significativo.

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Pero, ¿qué pensaba, entre tanto, la que D'Ors llamó «generación de los profesores», que siguió a los bohemios del 98?

Consideremos primeramente tres nombres máximos: el del propio D'Ors, Ortega y Marañón.

En D'Ors, salvo que llamaba «filmos» a las películas, no encuentra nada sino que determinado pintor le evoca «los cartelones que desde la puerta de los cinematógrafos   —28→   aplebeyan e infaman, en nuestras metrópolis, la vía pública». ¡Y eso que ya es difícil escribir glosa tras glosa, libro tras libro, sobre arte moderno, vanguardia, estilos y diferenciación de las artes, sin mencionar el cine! ¡Y eso que una de las grandes tesis de D'Ors era la cultura visual: «pensar con los ojos»! ¿Cómo no dio con el arte por excelencia de esa cultural visual?

Algo por el estilo ocurre con Ortega. En el «Elogio del murciélago», de su Espectador, Ortega se lamenta de que no hay un espectáculo adecuado a la sensibilidad contemporánea, sino los espectáculos de cincuenta años atrás, y cree descubrir el espectáculo que hace falta en los bailes rusos, que son el nuevo teatro, hecho para ser visto y no para oído, «todo plasticidad y sonido, movimiento y sorpresa».

Pero, ¿no es eso el cine? Todo nos hace suponer que Ortega se está refiriendo al cine. ¡Y luego resulta que está hablando de los bailes rusos!

Parecida observación inspiró a Juan Antonio Cabezas la conferencia que, a su regreso a España en 1946, dio Ortega sobre «Idea del teatro». Su idea del teatro -«visionario», no «literario»- volvió a ser, sencillamente, la idea del cine. Avalorada con algunas observaciones sobre el papel de evasión del teatro, que con mucho mayor fundamento se podían aplicar al cine.

De Marañón, existe un juicio periodístico suyo, reciente (debe de ser de 1952 o 1953), del que me ocupo en mi Historia en cien palabras del cine español. En su Psicología del gesto, publicada en 1937, hay unas observaciones sobre el papel del sonido en el cine, cuya finura hace un tanto inexplicable su concepción teatralizante de ahora. No tiene nada más.

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El balance cinematográfico de los tres «grandes» es, pues, decepcionante. Sin embargo, según cuenta en Libélula Ricardo Blasco, cuando Ortega funda en 1915 la revista España, ofrece colaboración al profesor y ensayista Federico de Onís, y éste, «con gran pasmo de filósofo», escogió la crítica de cine, en la que le sucedió el ensayista, poeta y diplomático mejicano Alfonso Reyes. «¡Insólita sección entonces (y aún ahora), comenta Blasco, en las planas de una revista seria e intelectual!». Y efectivamente, ni en la Revista de Occidente, ni en Cruz y raya, luego, encontramos nada por el estilo, salvo, en la primera, los ensayos de Vela, a que en seguida aludiré.

A lo largo de nuestros años veinte se verifica en los intelectuales un fenómeno de acercamiento al cine, paralelo al que se registra en el resto del mundo. Ramón Gómez de la Serna publica una novela: Cinelandia; interviene en sesiones de cine-club y hasta actuó en dos películas. Entre las firmas de la cripta de Pombo aparece la de un hombre de cine: Luis Buñuel. Es la época de la que ha dicho Clair que los hombres de hoy no pueden comprender lo que para los de entonces significaba la palabra cinema. Se suscita un estado de espíritu propicio para que los intelectuales jóvenes se acerquen a aquél.

Daré tres nombres: Guillermo Díaz Plaja, que en 1931 publicará el libro Una cultura del cinema; Fernando Vela, discípulo de Ortega, en el que hay como un eco de su maestro, que nos produce frecuentemente la ilusión, leyéndole, de que el autor de El tema de nuestro tiempo se decidió al fin a escribir sobre cine; Ernesto Giménez Caballero.

Pero Giménez Caballero se sale del cuadro de los intelectuales, no profesionales,   —29→   para hacerse teorizador profesional, y aun más que teórico, apologista, abanderado, reclutador de entusiasmos, cuasi profeta, visionario. En los años veinte funda cine-clubs, dirige una película, Esencia de verbena, en la que actúan Gómez de la Serna, Samuel Ros y Miguel Pérez Ferrero, y expone sus «pros» de la nueva literatura, en los que el «pro-cinema» es el primero; en los años treinta explica qué es el fascismo, se incorpora a la Falange y presenta en Salamanca la película Camisa negra, con la que se había inaugurado en Madrid el primer cine-club del S.E.U. En los años cuarenta Giménez Caballero hace alguna película y sobre todo da generosa cabida al cine en su voluminosa y ejemplar obra Lengua y Literatura de España.

Giménez Caballero sirve de enlace entre el mundo cultural y el específicamente cinematográfico; de éste será aglutinante, ya durante la República, la revista Nuestro Cinema, hasta que su extremismo político fue apartando de ella a diversos componentes del grupo inicial. José Palau, Antonio Barbero, Rafael Gil, Luis Gómez Mesa, Carlos Fernández Cuenca, Juan Piqueras, Carlos Serrano de Osma, César M. Arconada, Antonio Román, Antonio del Amo, Manuel Villegas López, son escritores en rebeldía contra el achabacanamiento de nuestro cine. Hay ya dos colecciones de obras sobre cine: la de CIAP y la del Grupo de Escritores Cinematográficos Independientes. Aparecen en ella los nombres de donde saldrán los directores que después de la guerra realizarán un cine que por diversas razones no ha respondido a lo que se podía esperar, pero que es muy superior al de antes del 36. A otros hombres de esa promoción se debe lo más importante que sobre Literatura Cinematográfica hay entre nosotros. Si merece destacarse especialmente el nombre de Manuel Villegas López, que es sin duda nuestro primer y casi único teórico cinematográfico y de cuya labor me he ocupado con cierta extensión en la revista Film Ideal, no se deben dejar de mencionar las obras sobre estética del cine de Antonio del Amo y la monumental historia en publicación de Fernández Cuenca, junto a la que deseo citar la de Zúñiga, que no es «la» historia del cine, sino una historia subjetiva, guía sentimental de lo que el autor ha visto, discutible y a menudo superficial, con más amor al cine que juicio del cine, pero llena de vida y significativa, como testimonio de una existencia llena de experiencias cinematográficas: «la mía», dice el autor, y podemos añadir: las de todos nosotros, porque para todos «ese juego de la niñez, el cine, ha quedado circunscrito, como sin querer, a toda nuestra vida».

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Pero no nos engañemos. Si salimos de los especialistas, la comprensión dista mucho de ser general, aunque Eduardo Aunós entienda el cine; Pemán vaya al cine -cosa no frecuente en intelectuales- y se ocupe de él con discreción, como el mismo dice, «en mil esquinas de mis escritos» y Camón Aznar haya estudiado la estética cinematográfica, con acierto en unos puntos y llegando en otros a conclusiones casi heréticas, cinematográficamente hablando.

En cambio, Francisco de Cossío escribe que «cuando el cine quiere describir con alguna profundidad estados de alma, ha de recurrir a la palabra», y en ninguno de los que podríamos llamar «pares» de Giménez Caballero, a saber: Eugenio Montes y Rafael Sánchez Mazas, hay la menor estimación del cine.

Montes, en un Anuario sobre el cine español en 1943, comenzaba afirmando   —30→   rotundamente que a la estética le falta el capítulo del cine; pero no volvía a hablar de cine. Y en el extraordinario que el diario Arriba, de Madrid, dedicó en 1950 al medio siglo transcurrido, si bien empezaba un artículo sobre cine diciendo: «Yo nací a la vez que el cine y a poco estuvo que naciese en el cine mismo», en seguida confiesa que preferiría haber nacido en el Partenón o en San Pedro de Roma. «Pero el principio no se escoge. Vivir es partir de fatalidades e irlas modificando». Si fatalidad fue para él la coincidencia ocasional con el cine, hay que reconocerle que ha sabido modificarla apartándose de él. Todavía en su libro La estrella y la estela (1953), escribe: «Yo me acuso de haber dicho alguna vez que los cines son las catedrales del siglo XX, y claro está que en esa frase no había un elogio del siglo XX, sino una nostalgia de la catedral».

Con Sánchez Mazas la cosa es más grave. En el mismo número de Arriba, al trazar la silueta del medio siglo, se refiere al cine como elemento de una organización en gran parte judeomasónica y como «arte barato, sin raíces, continuamente efímero y superficial y, cuando no grosero por el contenido, siempre ingrato e innoble por la expresión, técnica mecanizada y agria, que está llenando el mundo además de sordos y cegatos».

Tampoco está presente el cine en la obra de otro escritor de la época, González Ruano, salvo cuatro recuerdos puramente anecdóticos del tiempo en que vinieron las primeras películas de «la divina Sara» y la gente seria, que antes sólo iba al teatro, empezó a pensar que el cine no era únicamente para niños y militares sin graduación. Gonzalo Torrente Ballester, cuando alguna vez ha tratado del cine, ha sido para lamentar que aún esté por hacer la estética del cine, que está inventada y perfectamente desarrollada y expuesta desde hace muchos años. Otra cosa hay que decir del catedrático de Estética de la Universidad de Madrid, José María Sánchez de Muniain, que ha estudiado el fenómeno del cine con mayor detenimiento y acierto.

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Estamos en nuestro tiempo; después de la guerra española.

Ortega, que no escribió de cine, ha sido el maestro de dos intelectuales que, sin entrar en el recinto de los escritores cinematográficos, se han ocupado ocasionalmente de cine con competencia: Fernando Vela, al que ya he citado, y Julián Marías. Marías se mantiene en la buena línea estética de Vela y añade algunas consideraciones sociológicas, no siempre atinadas, a mi juicio, puesto que exagera la función de evasión y estupefaciente del cine con detrimento de una función de testimonio, que el neorrealismo impide desconocer; pero no es esta ocasión de polemizar, sino de señalar un caso no frecuente de intelectual que sabe abrir los ojos al cine y hasta le concede una mención en su Introducción a la Filosofía.

Últimamente Laín ha empezado a ocuparse regularmente del cine, y desde el humilde y sufrido menester de crítico de películas. No encuentro nada en Aranguren, porque sus consideraciones sobre el cine católico se atienen a lo de «católico» y podrían aplicarse indistintamente al cine, al teatro o a la novela; hay quien, como García Luengo, escribe, no episódica, sino directamente contra el cine; y contrasta la escasa simpatía por el cine que encontramos en Buero y en Sastre, aunque éste haya dedicado buena parte de su actividad y con fruto al Séptimo Arte como guionista. Un intelectual ganado incluso para el   —31→   cine activo fue Viñolas, el realizador de Boda en Castilla, pero sólo temporalmente. Como revista especializada hay que citar Cine experimental, que se publicó desde 1944 a 1946 y dio preferencia a los problemas técnicos y estéticos. En cuanto a las revistas generales, de toda la colección de la revista Arbor sólo recuerdo un trabajo de Gómez Galán, aunque últimamente se ha mostrado dispuesta a rectificar con crónicas cinematográficas periódicas y un estudio mío sobre el cine español; también Razón y fe se ha decidido, al cabo, a seguir el ejemplo de Etudes, la revista de los jesuitas franceses, o de La Vie intellectuelle, la revista de los dominicos, que se han ocupado regularmente de cine con altura; y Punta Europa ha llamado a sus columnas a Marcelo Arroita para que escriba sobre cine; pero de Cuadernos hispanoamericanos no recuerdo cosa especial desde nuestro punto de vista, y no hace mucho tiempo que Cinema Universitario deploraba la alergia de los «Papeles de Son Armadans» hacia los temas cinematográficos.

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Sin embargo, desde hace algunos años y como en todo el mundo, no son ya intelectuales, sino toda una clase intelectual la que se acerca al cine.

Revistas juveniles como La Hora, Juventud, Ateneo y Acento, mantienen o han mantenido secciones regulares de crítica cinematográfica, que es además la única crítica digna de este nombre, en contraste con la crítica publicitaria de la mayoría de la prensa. (Es significativo señalar que hace poco más de diez años la revista juvenil Alférez sólo dedicó en su colección tres notas al cine, y no muy comprensivas.) Existe hoy casi una epidemia de cine-clubs, que luchan con dificultades que hacen su subsistencia como cosa de milagro y se apoyan casi exclusivamente en universitarios. El Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas pudo haber sido matriz y orientador de este movimiento y se ha quedado en centro de reunión, ocasión, motivo, pero aun así ha jugado su papel. Se editan Bibliotecas cinematográficas, como la de «Rialp», a la que se debe la traducción de obras importantes; la que inició «Visor», con los dos sugestivos estudios de Pérez-Lozano y de Egido sobre Berlanga y Bardem, respectivamente, y la colección «Secuencia», de «Taurus», en la que van publicados el Chaplin de Villegas, y mi Cine social, y se anuncian obras de Karel Reisz y de Aristarco.

El equivalente de la revista Nuestro cine fue la revista Objetivo, que tuvo su antecedente en las páginas cinematográficas de Índice y ha tenido su continuación, en cuanto a estilo, en Cinema Universitario. Otro cine tiene un alcance restringido, como la labor de los cineístas amateurs catalanes. La Revista Internacional del Cine, aun en sus mejores tiempos, fue más bien revista archivo que de actualidad. En cuanto a Film Ideal, aparte de ser la única revista cinematográfica de aparición regular entre las que se pueden citar aquí, representa, sobre todo, a mi juicio, un intento de educación de un amplio público, que no excluye, como se señalaba recientemente en una crítica de la revista, el interés para públicos más formados cinematográficamente, como son en general los universitarios. Objetivo expresó adecuadamente el estado de espíritu de éstos cuando habló de los que, amando profundamente el cine, se duelen (así lo señalaba el editorial de su número 2) del desdén tradicional de unos intelectuales -los de casa-, que contrasta con la actitud de los de fuera, y a consecuencia del cual aquéllos «son quizás la causa de que el cine español   —32→   tenga que leer silabeando». Fue el estado de espíritu que cristalizó en las Primeras Conversaciones Cinematográficas, celebradas en Salamanca en la primavera de 1955.

En ese momento estamos.

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Lo significativo, desde el punto de vista de este trabajo, en el momento actual, es el interés que he expuesto de los universitarios por el cine, que contrasta no sólo con el desinterés de los intelectuales, que están para ver y no ven, que están para guiar y no guían, que no orientan al hombre de su tiempo precisamente en aquello en que más necesidad tiene de ser guiado, sino con el desinterés de las Universidades, tan traidoras como los intelectuales a su misión.

Cuando en 1932 Gonzalo Menéndez Pidal presentó en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid una tesis doctoral sobre Elementos expresivos del cinema, con proyecciones, la sorpresa del claustro fue mayúscula. Cuando en el mismo año se celebró en la Universidad de Barcelona un curso de cine, en la que participaron los catedráticos Ángel Valbuena Prat, Ángel de Apraiz y Guillermo Díaz Plaja, «el acontecimiento -según cuenta el último citado- tuvo carácter explosivo y hubo quien creyó que las piedras venerables iban a resquebrajarse. No hubo más cursillos hasta el de 1946, en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, y el que en 1953 se celebró en la Universidad de Salamanca, escenario también de las Conversaciones Nacionales, dos años después.

En estas Conversaciones intervino un catedrático, el señor Lázaro Carreter, precisamente sobre el tema del cine y los intelectuales. Pero todavía poco antes de las mismas, con motivo de un artículo del catedrático señor Zamora Vicente, en Cinema Universitario, la redacción de la revista manifestaba «su grata sorpresa ante el hallazgo de una excepción»: porque, «desgraciadamente», el quehacer cinematográfico ha venido a ser en España coto cerrado de los «entendidos» (?) o de «quienes de una forma u otra forma toparon con él; «que en España un catedrático tome su pluma para ponerse a escribir sobre cine, raya casi en el escándalo».

Que después el mismo Zamora Vicente haya vuelto en diversas ocasiones a ocuparse de cine con singular acierto y que los ensayos sobre cine del también catedrático Tierno Galván figuren en la línea de los ya citados de Vela y Marías, no quita a tales hechos su carácter de excepción.

Y, sin embargo, «no creemos que haya ninguna contradicción entre estos términos de Universidad y Cinema», como afirmaba en 1953 Antonio Tovar, rector entonces de la Universidad salamantina. Y añadía: «es posible que dentro de unos siglos se extrañen de que en nuestros planes universitarios falte ahora el cine, como nosotros nos extrañaríamos de que en el 500 la literatura en lengua vulgar estuviera casi totalmente fuera de las aulas». Pero el hecho es que por hoy las cosas son así y sólo nos cabe desear que cunda el ejemplo que dio en 1955 la más vieja Universidad española, dando posada a la más nueva de las artes y que el ejemplo que siguen dando los universitarios haga que algún día sus maestros aprendan de ellos a ver el cine.

*  *  *

  —33→  

El extraordinario de Arriba sobre el cine empezaba así: «Hay dos clases de hombres, jóvenes y viejos; hay dos épocas, hay dos edades diferentes. El cine es la frontera entre estos dos mundos distintos».

El intelectual, la Universidad, ¿se quedarán del lado de allá: del lado del pasado?

El editorial terminaba así:

«El elogio apasionado con que abrimos estas páginas, consagradas a la más característica de las actividades de nuestro tiempo, corresponde al gran interés que nos merece. Ante un arte cuya materia es la luz, no puede permanecerse con los ojos cerrados».

Y yo vuelvo a preguntarme: ¿hasta cuándo nuestros intelectuales, nuestra Universidad, tendrán ante el cine los ojos cerrados?

J[OSÉ]. M[ARÍA]. G[ARCÍA]. E[SCUDERO].



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ArribaAbajoEl cine en el papel


ArribaAbajoEl testamento de Eisenstein: Iván el Terrible. Parte II

Por Román Gubern



Zar de todas las Rusias

Es en 1943, con los alemanes a las puertas de Moscú y en la noche asiática de Alma-Ata, cuando Eisenstein9 comienza a rodar su Iván el Terrible, en donde culminará su carrera y en donde convergerán todas las genialidades y paradojas de su obra entera.

La primera parte del díptico (que debió haber sido trilogía), aplaudida sin reservas por la Academia de Cine y galardonada con el premio Stalin en 1946, se inicia con la coronación de Iván IV, Gran Duque de Moscovia, a los diecisiete años de edad, y describe su lucha sin cuartel contra los nobles boyardos en el interior y los tártaros en el exterior, para lograr la unificación de todos los territorios rusos bajo un poder central. Construida con gran maestría dramática en siete secuencias (al igual que la segunda parte), Eisenstein nos hace penetrar progresivamente en la situación histórica de la Rusia del siglo XVI, para poner de relieve, por un lado, la firme voluntad del Zar en su lucha por la unidad y por el otro, las conspiraciones de los boyardos y en particular de la tía del Zar, para oponerse a su política unificadora. Al pensar en el proyecto de Eisenstein, de adaptación de El capital de Marx al cine, la sorpresa se hace menor cuando se considera que Iván el Terrible está muy cerca de ser una adaptación de El Príncipe, de Maquiavelo. Esta justificación de la razón de Estado, que a fin de cuentas es el motor de la película, reivindica la figura de un soberano típicamente renacentista, que por su severidad y firmeza ha pasado a la historia con el sobrenombre de «Terrible».

La segunda parte, que lleva como subtítulo «La conspiración de los boyardos», fue prohibida su exhibición en septiembre de 1946, por una resolución del Comité Central del Partido Comunista, en la que se hacía constar que Eisenstein había demostrado su ignorancia sobre los films históricos «haciendo de Iván, hombre lleno de buena voluntad y de carácter, un hombre   —35→   débil, sin voluntad ni carácter». Eisenstein murió (1948) sin haber visto reivindicada su obra, y diez años más tarde Alexandrov desentierra el asunto, al publicar un artículo en La Gaceta de Moscú (14 de septiembre de 1958), en el que escribe: «... a pesar de las opiniones subjetivas del autor, que no correspondían a las de los historiadores, Iván el Terrible presentaba un gran interés por su bella forma, la originalidad y el espíritu innovador de su concepción y realización». Es el preaviso. Efectivamente, la segunda parte de Iván el Terrible es presentada solemnemente en el Festival de Bruselas de 1958, luego en la Cinemateca francesa, en el curso de un homenaje a la obra de Eisenstein, y por último es estrenada para el público en París, en un pequeño cine de la orilla izquierda del Sena.

La tercera parte de la película, que Eisenstein proyectaba realizar en color, no llegó a producirse jamás.




El drama de la razón de Estado

Una diferente tonalidad matiza, efectivamente, las dos partes de Iván el Terrible. Si en la primera parte Iván es presentado como una figura monolítica, plena de voluntad y ardor por la causa de la unidad rusa, en la segunda parte el coloso se derrumba y tras la máscara de firmeza Eisenstein nos hace descubrir al hombre con sus dudas, sus inquietudes, sus monólogos, su preocupación por la justificación de la razón de Estado, sus autorreproches. Si el Iván de la primera parte era la encarnación omniperfecta de un héroe clásico con lúcida visión de su deber, el Iván de la segunda es un simple hombre, personaje dramático que podría haber sido tomado de cualquier tragedia de Shakespeare y de Hamlet en particular.

El diferente matiz de cada parte nace en forma natural del enfoque que otorga Eisenstein a cada una de las partes de su drama. Si la primera tiene un enfoque objetivista, meramente histórico, y por consiguiente interesa exponer en ella la necesidad de una política encaminada a lograr la unidad rusa, «sin reparar en los medios», en la segunda el punto de mira se desplaza del problema hacia el hombre, para presentarnos un drama psicológico. Este drama psicológico estaba destinado -según escribe Eisenstein- a justificar y a hacer comprensible la actuación de Iván, que en la primera parte está vista desde el exterior. De modo que la vertiente psicológica que analiza en la segunda parte aclara y completa la precedente10.

Pero la transición no es brusca ni discontinua. La primera piedra del drama interior está puesta en la sexta secuencia de la primera época, cuando Iván, postrado ante el féretro de la zarina asesinada, se lamenta y se pregunta si «hay razón para una lucha tan sangrienta». Luego Iván se exilia a Alexandrova y es la aclamación del pueblo la que le decide regresar a Moscú. Aquí concluye la primera parte y en estas escenas finales se sientan las bases del futuro drama de Iván, del que Eisenstein ha abierto ya algunas ranuras de su máscara.

Están bastante claras las razones por las que esta segunda parte no obtuvo   —36→   el placer de Stalin. Este Iván nuevo, humanizado y hasta tierno, que se pregunta con angustia si fue ciertamente su tía la que envenenó a la zarina, está demasiado próximo a Shakespeare, con sus intrigas palaciegas y sus largos soliloquios, y demasiado lejano de un héroe puro, como Newsky, cuyo acento épico aleja toda dialéctica. Y tampoco llega a saberse qué parte de justicia y qué parte de venganza cruel abriga Iván cuando decide la muerte de su primo Vladimir. El mismo Iván, que se pregunta «¿con qué derecho levanto yo mi espada de justicia?» y que se aflige a continuación por no tener un solo amigo, alguien «sobre quien poder reposar la cabeza». Es un personaje que se tambalea, refugiado en el despotismo unas veces, lleno de dudas otras, próximo a derrumbarse, sin que nunca llegue a sucumbir, y que es, en definitiva, hermano de Hamlet, de Otelo o de Macbeth.

Iván tierno, buscando en vano el apoyo de su antiguo amigo Fyodor Kolychev11, o bien desesperado en su trágica soledad, sacudido por pensamientos crueles, perdido en la inmensidad de un palacio que Einsenstein describe con un frenesí obsesivo. Este personaje solitario, subordinado patéticamente a la razón de Estado y comprometido en una sangrienta lucha por el poder central, es el protagonista del, paradójicamente, más stalinista y antistalinista de los films realizados bajo Stalin12.




La cuestión del testamento político

Está por ver y es tema de discusión, si la problemática que Iván se plantea en la película puede identificarse con las preocupaciones políticas y morales de Eisenstein o responde simplemente a un retrato psicológico del Zar, sin otra intención.

Es importante observar, al respecto, que si en la primera parte Eisenstein nos convence rotundamente de la legitimidad de la razón de Estado, en su última película, con un raro gusto por la paradoja, se revuelve para dirigirse al meollo mismo de la justificación de todo régimen político autoritario: el fin justifica los medios. Estos medios, sangrientos y extremados, unidos a la condena de Iván por las autoridades de la Iglesia rusa, crean en el Zar el problema ético de la razón de Estado, aunque sus decisiones sean históricamente válidas y justificables, y como ocurre en tales casos en toda la tragedia clásica, su problema se resuelve en angustioso monólogo. Monólogo que entraña no precisamente la condena, sino la duda. Pero decir duda es tanto como decir posibilidad de condena. Y una duda, en materia tan importante, no puede ser permitida, pues ningún Estado, socialista o capitalista, ha tolerado nunca a un artista que ponga en duda sus fundamentos. Y Eisenstein es condenado, como su Iván, al monólogo solitario de los genios y los locos hasta el fin de sus días. Diez años más tarde de su precioso testamento será hecho público, para convertirse en centro de controvertidas discusiones.

Se debate, en consecuencia, si además de indiscutible testamento artístico y apasionado auto de fe en un arte nuevo, esta película puede considerarse   —37→   como el testamento político de Eisenstein. O, dicho en otros términos, se discute si Iván el Terrible es solamente una película histórica, como Octubre, o una confesión íntima de su realizador. Varios son los críticos que, como Alexandre Astruc, lo admiten apriorísticamente sin ulterior análisis, asimilando los problemas de Iván a los del realizador, cuya carrera ha encontrado serias dificultades en la URSS en más de una ocasión, acusado de desviacionismo y de «fetichismo técnico»13.

Pero, con rigor objetivo hay que reconocer que con los datos que proporciona la película no puede conciliarse, necesariamente, ni lo uno ni lo otro. El interrogante sigue en pie, indescifrable, como un último desafío.

Por otra parte, un análisis del argumento de la obra resulta tan ineficaz en este sentido como pueda serlo un análisis del argumento de Edipo Rey, por ejemplo, que no puede restituir ni las verdaderas dimensiones ni la hondura de la tragedia. En cualquier drama clásico aparecen repetidas las mismas preguntas -sin respuesta-, sobre los mismos temas de la condición del nombre, de su destino, de su deber... Iván el Terrible no escapa a esta regla general y de aquí nace su ambigüedad en el orden político, que ocasionó su condena. No debe olvidarse, por último, que la obra estaba planeada en tres partes. Este segundo acto de las vacilaciones de Iván debería ir rematado, parece ser, por el triunfo y la exaltación del Zar. La ausencia del tercer acto impide una justa perspectiva.




Eslabón de una cadena

La segunda parte de Iván el Terrible se aproxima a una de las metas soñadas por Eisenstein: la traslación del monólogo interior al lenguaje cinematográfico. «La idea es más importante que el argumento», escribía Eisenstein al razonar sus teorías. Pero Iván el Terrible, según él mismo declara, es todavía un film demasiado dramático», según la concepción clásica. Esta película corresponde al eslabón de una cadena que se venía engarzando progresivamente desde antes de 1930 y se encuentra en necesaria y perfecta solución de continuidad en la trayectoria de su obra. Una panorámica, forzosamente esquemática, conduce a situar su Iván el Terrible en el conjunto.

Estrechamente ligada a su carrera aparece la creciente preocupación de Eisenstein por descubrir un nuevo lenguaje del cine. Sus comienzos están señalados por un breve estudio sobre el montaje de atracciones, inspirado por los espectáculos de «music-hall», que en la práctica le conduce a resultados a veces indiscutibles. Luego evoluciona hacia el montaje, entendido como conflicto de dos conceptos (que le inspiran en última instancia los ideogramas japoneses)   —38→   y que le permite expresar a través de la metáfora (de lo concreto a lo abstracto) ideas difícilmente expresables por la simple acción, la toma de vistas y el montaje clásico, analítico o de adición, que practicaban Pudovkin y Kulechov. Este lenguaje es el instrumento que le va a permitir exponer conflictos de tipo histórico o psicológico sin recurrir a una narración extensa y complicada, centrada en casos particulares. Esta nueva fórmula habría culminado, probablemente, en ¡Que viva México! A partir de aquí los esfuerzos de Eisenstein se concentran en buscar la clave para «hacer desaparecer la antinomia admitida entre el lenguaje de la lógica y el lenguaje de las imágenes. Este «lenguaje de la cinedialéctica» -como él lo bautiza- no llega a realizarse plenamente en ninguna de sus obras, a pesar de sus proyectos de adaptación de El capital, de Marx, y de el Ulysses, de Joyce. Los diez años tristemente vacíos en la carrera de Eisenstein (1928-1938) han impedido, tal vez, la consumación de sus proyectos. Este paréntesis es doblemente doloroso, por corresponder a los años cruciales del nacimiento y evolución del cine sonoro y por coincidir con una época intelectualmente activísima e inquieta del realizador.

Paralelamente Eisenstein sufre una doble evolución en los temas y en la exposición de sus obras, al abandonar sus dramas colectivos, de riguroso carácter documental, por las obras históricas, centradas en un personaje individualizado y realizadas con gran estilización formal. En Alejandro Newsky puede hablarse todavía, con rigor, de personaje colectivo. Pero en esta obra la actuación colectiva típica de La huelga o de El acorazado Potemkin, cede casi todo el terreno a la exaltación del héroe individualizado que se esbozaba ya en La línea general. La afición de Eisenstein hacia los estudios psicológicos y los conflictos de ideas, que a fin de cuentas es el motor del lenguaje que está buscando, ayuda esta individuación. El drama histórico-metafísico de ¡Que viva México! (El cristianismo superpuesto al paganismo, el ciclo de la vida y la muerte) es un punto de partida que marcará su obra posterior y que motivará la condena de El prado de Bedjin, realizada a continuación en Rusia y que conducirá a la prohibición de la segunda parte de Iván el Terrible, al presentar un personaje torturado en interminable soliloquio sobre la razón de Estado. Con la dialéctica de los fines y los medios, que es en definitiva un conflicto entre la razón y el sentimiento, termina la carrera de Eisenstein14.

De la misma forma que sus preocupaciones sobre la naturaleza y función del lenguaje cinematográfico culminan en Iván el Terrible la estética del montaje audiovisual que se había fraguado en Alejandro Newsky, su anterior producción, desemboca en esta película.

El paréntesis de diez años de forzosa improductividad se materializó en un abismo que parece separar, en la estructura y en el estilo, Alejandro Newsky de La línea general, su película precedente. En Alejandro Newsky se advierte, con mayor claridad que en cualquiera de las anteriores producciones   —39→   de Eisenstein, la subordinación de todos los elementos ordenados a un fin. El fin aquí es la exaltación épica del héroe que conducirá la comunidad a la victoria y constituye la antepuerta de la primera parte de Iván el Terrible.

En el terreno estético Alejandro Newsky, su primera película sonora, procede por vía directa de la concepción de Eisenstein, del cine sonoro, como tipo particular de conflicto ya previsto en su teoría general de montaje (conflicto de un sistema acústico con un sistema óptico). Fiel a una concepción monolítica del arte, Eisenstein rechaza para esta película una partitura de ilustración musical y requiere una sinfonía que se integre a la acción, siguiendo el ritmo de las líneas internas del encuadre, para crear una ópera, una sinfonía épica, en la que todos los medios de expresión convergen rígidamente a un mismo fin. Esta «espléndida sinfonía en blanco mayor», como describe Sadoul, está constituida siguiendo fielmente sus teorías clásicas y antiguas sobre el guión, entendiendo solamente como el «estenograma de la emoción», que se actualiza y realiza en el rodaje y en el montaje «a posteriori» (inversamente a la concepción de Pudovkin), de forma que la partitura de Prokofiev tuvo que plegarse a las necesidades impuestas por las exigencias plásticas y narrativas (este procedimiento regirá también la elaboración de Iván el Terrible. Las tonalidades en blanco y negro, que distribuye psicológicamente al ejército ruso o teutón, las líneas del encuadre con su simbólico grafismo lineal, el montaje minucioso, el equilibrio de formas, volúmenes y tonalidades, sostenidos visualmente por una espléndida partitura, anuncian ya el frenesí barroco de la primera parte de Iván el Terrible, que culminará en el paroxismo de la segunda.

En su última película todos los elementos expresivos, visuales y auditivos, están puestos al servicio de la tragedia de Iván. El grafismo lineal de Alejandro Newsky (líneas verticales = autoridad; ángulos agudos = combatividad, etcétera) es retomado aquí, aunque sin sacrificarse al rigor geométrico, casi esquemático, de aquella película. El barroco laberinto plástico de oblicuas, espirales, zig-zag, volúmenes y claroscuros, encuentra un contrapunto justo en los motivos musicales de Prokofiev. Es ciertamente un espectáculo total, en donde todos los elementos se funden y en donde la brusca desviación de una línea encuentra su correspondencia en la partitura. El cine ya no es imagen, sino lugar geométrico de diversas artes, como soñaba Eisenstein. Este armazón sólido abriga un drama repleto de motivos gratos a su autor: los boyardos son vistos a veces con odio, con unos rostros deformes por una iluminación angulada, en unos primeros planos crueles, o bien con la más fina ironía, como en la primera secuencia de la segunda parte, en el palacio de Livonia, que puede hacer pensar en Lubistch. Mundo distorsionado, expresionista, de gran plasticidad, con personajes trágicos o bufones, como corresponde a la categoría del drama.

Entre los bastidores de este fabuloso castillo está Moskvin (y Tissé en los exteriores), que distribuye la iluminación con sabiduría consumada. Unas veces cenital y simple, otras con haces de múltiples direcciones, que crean los más maravillosos efectos de sombras. En la fotografía, excelente, utiliza con preferencia los objetivos de foco corto, que caracterizan su estilo. El montaje, minucioso, compensa los escasos movimientos de cámara, como es habitual en Eisenstein. Así, por ejemplo, el montaje de concentración es utilizado con preferencia al travelling de profundidad. Hay algunas razones que justifican   —40→   esta sobriedad, pues la composición es con frecuencia tan intrincada, que un movimiento de la cámara tomavistas podría destruir todo el equilibrio del conjunto. Este problema se planteó ya a muchos realizadores alemanes hacia 1920-25, pero en Eisenstein la lucidez es mayor, pues este estilo le conviene para crear un clima de mayor solemnidad. Los actores están también rígidamente condicionados al sistema. En sus maquillajes, en sus vestiduras, en sus movimientos y en recitación solemne. Eisenstein renunció hace tiempo a cierto prejuicio hacia los actores profesionales y con mayor razón en una obra de semejante construcción.

En cuanto al valor dramático de la escenografía, vale la pena reproducir las frases de Eisenstein, por su valor gráfico: «El deseo de describir una figura majestuosa nos ha conducido a tipos medios de expresión majestuosos. El lenguaje se torna rítmico, los coros se mezclan con los diálogos. Todos nuestros esfuerzos tendían a mostrar la potencia del Estado ruso. Es por ello por lo que los salones del palacio se agrandan más y más y los techos se hacen cada vez más altos».

Esta elaboración tan extremada podría conducir a una película fría y académica. Si bien es cierto que la frialdad se filtra en algunos momentos de la primera parte, el patetismo de Tscherkassof en la segunda parte comunica un brío intenso y arrebatador a la obra. A pesar de que la estructura de las dos películas es semejante, la calidad dramática y la consumación estética de la segunda son superiores a la de la primera. Las razones de esta superioridad están no sólo en el eficaz empleo del «flash-back», en las evocaciones del Zar, en el estallido de una fiesta rodada en colores, que irrumpe con violencia en la pantalla, o muy especialmente en la dimensión psicológica y calor humano del Zar, que faltan en la primera parte; pero de modo particular en la flexibilidad de la construcción dramática. Se puede constatar, en efecto, que en la primera parte las secuencias están más yuxtapuestas que engarzadas, mientras que en la segunda parte la solidez es mayor, pues en cada secuencia, a partir de la segunda (llegada del Zar a Moscú), están latentes las causas de la siguiente, a la que condiciona en gradación dramática y a la que se encadena en forma lógica y continuada, favoreciendo el crescendo emotivo. Esta estructura corresponde además a la del drama teatral. Si la primera parte (o primer acto) es sobre todo de exposición (estructura horizontal), el segundo es un acto de nudo o conflicto, en donde culminan las preocupaciones de Eisenstein sobre los conflictos dialectales, que de origen hegeliano ha adoptado el marxismo. Este conflicto entre la razón y el sentimiento debía ir seguido de un tercer acto. Pero poco puede saberse, desgraciadamente, de lo que éste habría sido.

Un estudio aparte y extenso requerían las dos bobinas filmadas en Agfacolor, que están incluidas en la segunda parte, por su carácter innovador y experimental, como ocurre con toda su obra. Eisenstein había dedicado un precioso estudio a las posibilidades del cine en color en ese Talmud del cine que es «The Film Sense». Su utilización del color va más allá de un enriquecimiento plástico de la imagen al conferirle una nueva dimensión dramática. Utilizado con gran libertad al servicio de exigencias no realistas -como el maquillaje o la iluminación en el resto de la obra-, no vacila en teñir, bruscamente, el rostro del Zar con una tonalidad agresiva, o distribuir los tonos más contrastados, siguiendo una perspectiva de profundidad para producir efectos insólitos.

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Con motivo del estreno de la segunda parte de Iván el Terrible muchos críticos cinematográficos han hablado de El Greco (pintor ciertamente apreciado por Eisenstein), del Tintoretto15 y de Shakespeare, cuando con justicia habría que hablar solamente de Sergei M. Eisenstein16, como gran maestro de su arte. Y para los escépticos y los tibios ahí queda, como testimonio firme e irrebatible, su apasionado testamento artístico, en el que nos recuerda, una vez más, las maravillosas posibilidades de un arte que está naciendo.

R[OMÁN]. G[UBERN].





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ArribaAbajoEste cine nuestro

Por A. S. Aguado



I. El momento

Han transcurrido muy pocas fechas desde la reciente firma de un nuevo acuerdo para la exhibición de películas americanas en nuestras pantallas. Durante un espacio de tiempo ese cine ha estado ausente de nuestras salas. Circunstancias diversas, que no es esta la ocasión de detallar, condujeron a la desaparición casi total, algunos films llegaron, de la producción norteamericana.

La reciente firma del nuevo acuerdo es de una indiscutible importancia para todo nuestro mundo cinematográfico. La cuestión de si se proyectan o no dichas películas no afectan sólo a los distribuidores, exhibidores y público. El hecho de la presencia o de la falta de cinematografía americana es del un interés general. El impacto, tanto de una cosa como de la otra, tiene, necesariamente, que repercutir en el ambiente cinematográfico del país que las sufre, cualquiera que sea el mismo.

Una producción como la norteamericana, con la envergadura y fuerza de penetración de la misma, con su calidad o, igualmente, con su posible falta, gravita de modo gigantesco no ya sólo en el ámbito nacional de un país determinado, sino sobre todo el mundo consumidor de celuloide, con muy escasas excepciones.

La presencia, nuevamente, en nuestro mercado del producto norteamericano, creo que es un hecho de la suficiente importancia para permitir lanzar una ojeada estimativa sobre como se presente el panorama de la cinematografía nacional. Esto, no ya desde un punto de vista industrial o económico, en el que es indudable nuestra inferioridad, sino sobre el aspecto artístico y temático de nuestro cine, sobre su realización y su contenido.

Cuando se plantearon las primeras discrepancias que condujeron al abandono por el cine norteamericano de nuestro mercado se produjeron reacciones, muy limitadas cierto es, que después, al darse la situación de hecho consumado, se ampliaron y reiteraron.

Partieron esas reacciones del escaso y reducido grupo de hombres de nuestro cine que aún gozaban de la necesaria agudeza mental. Las mismas se manifestaron en un sentido inteligente de estimación adecuada de   —43→   la situación que quedaba planteada y de las posibilidades que la misma ofrecía.

Se produjeron comentarios breves o extensos que, en general, consideraban que el problema planteado debía ser enfocado del modo más pertinente para permitir un aprovechamiento exacto de nuestras posibilidades. Durante un cierto tiempo, que podría ser más o menos largo, el principal suministrador de nuestras pantallas no iba a ofrecer sus productos. La demanda de los mismos podía aceptarse, desde luego, que no iba a sufrir alteración realmente estimable. El público iba a seguir acudiendo a las salas en igual número. Los posibles no asistentes no pasarían de un número reducido. Por otro lado, la importación de mayores cantidades procedentes de otros países que equilibrasen el mercado presentaba pocos alicientes. Por lo tanto, se presentaba un momento en el que el cine nacional tendría que sostener el mayor peso.

De aquí se partía para estimar que había que proceder a un examen correcto de nuestra cinematografía, del cine que se hacía y por qué se hacía. No nos quedaba, para poder competir con los demás, más salida que el proceder a la mejora de la calidad de nuestro cine, principalmente de la calidad media. Si esto se proyectaba seriamente y se encauzaba de manera adecuada, la atención que el público había prestado a algunas obras singulares del cine nacional podría generalizarse. Se trataba simplemente de crear un consumo necesario de la obra española, que el cine de aquí fuera exigido y no obligado.

Los comentaristas a los que antes aludimos señalaban procedimientos y sistemas. La oportunidad que presentaba el hecho de un mercado más fácil, de unos mayores ingresos, no podía ser dejada pasar. Nuestro cine parecía estar alcanzando una mayoría de edad y no hacía falta sino que la misma fuese general. Había que proceder a la conquista del mercado nacional con productos de calidad media estimable. Ni tan siquiera se pedía la conquista o al menos penetración en el mercado sudamericano. Esa cuestión sería su corolario.

Desgraciadamente, y de modo efectivo, la mayoría sólo pensó en el dinero ocasional que la situación les iba a poner al alcance de la mano. No interesaba que el interregno tuviera previsible fin más tarde o más temprano. Tampoco el carácter general de la producción susceptible de mejora. Todas las indicaciones inteligentes ofrecidas fueron lastimosamente desechadas. Falta de comprensión por incapacidad o mala voluntad, el resultado es el mismo. La situación no varió esencialmente.

Por ello en el momento en que se pone en marcha la exhibición de los films americanos (¿nos atreveremos a usar filme?) parece pertinente meditar, aunque sea brevemente, sobre este cine nuestro. Concretamente, sobre qué características más señaladas nos ofrece en el aspecto artístico. Ello va a constituir nuestro tema en los apartados siguientes. Una consideración somera de las tendencias más señaladas en la producción nacional última, aquéllas que han dado y están dando el tono y el color de nuestra producción.




II. Primero fue el cuplé

En el año 1957 se realizó la película El último cuplé. A primera vista aquello no tenía mayor importancia. El señor Orduña realizaba una obra dentro de su línea habitual, toda la carga de mediocridad que ello   —44→   suponía. En esta ocasión el objeto de la obra lo constituía una pretendida recreación del mundo del cuplé. El objeto de la obra y la personalidad del realizador ya eran de por sí indicios suficientes de hasta dónde podía haberse llegado.

Pero lo ocurrido no iba a ser cosa tan sencilla. De tiempo antes se venían ofreciendo a través de la radio unas emisiones basadas en los cuplés. El programa había tenido cierta aceptación. Se había creado una demanda en esa dirección. La película logró que ese interés naciente se exacerbase de un modo inesperado y monstruoso.

Lo que parecía iba a ser una película más, sin mayores consecuencias, se transformó en rico caudal de pobres sugerencias. Aquello era ya «una tendencia». El cine había topado con un filón. Aquello daba dinero. La cartelera mantenía semana tras semana una cinta nacional. El cine español estaba salvado.

Ante semejante resultado, sencillamente estupefaciente, surgen inmediatas las cuestiones: ¿Qué ofrecía aquel cine? ¿Qué le pasaba al público? ¿Cuáles eran las razones que podrían explicar el éxito?

La obra en sí no era sino mala literatura convertida en pésimo cine. Unos tras otros se enlazaban los lugares comunes y los ripios. Toda la vulgaridad de un mundo mísero se ofrecía en el ropaje adecuado.

Pensemos por un momento que el detener la mirada de la cámara en el mundo del cuplé podía habernos ofrecido una obra de calidad. La exposición adecuada de aquel mundo, el examen estimativo del mismo, podía haber sido un estudio, de una época y unos ambientes interesantes, y en más de un aspecto, espejo en el que poder mirarnos. Pero no era este el intento de los realizadores.

Lo que parece ser que se pretendió presentarnos es una exposición con aire de nostalgia de un mundo, del que lo mejor que podía decirse es que había pasado, que estaba ya muerto, que nunca había tenido más que una vida escasa, y que ya no constituía sino una vaga reliquia para unos pocos. Se revivía el cuplé y todo lo que él mismo representaba para satisfacción de las personas que en su día no lo habían frecuentado por ser en su concepto centro de todas las perversidades imaginables. Ahora, por fin, se les ofrecía todo ello con la garantía de la corrección. Aquel mundo, ya de por sí tan relamido, tan cursi, ahora reaparecía no ya tal como fue, sino además «peinado». Algunas personas añorantes de ese pasado, simplemente porque había sido el suyo, podían mostrar su extrañeza por la novedad que para ellos representaban unos cuplés alterados y mixtificados y los aires apocados de las cantantes. No importaba. Eran los menos. La mayoría estaba dispuesta a aceptar todo aquello como una exposición fiel.

Así nació la horrenda tendencia del cuplé que padece nuestro cine. El público, un público carente de toda estimativa, tan vacío como lo que se le ofrecía, no vaciló en arropar cariñosamente el producto ofrecido y en prestarle su apoyo. La vía estaba abierta. Cualquier nuevo producto sería consumido con agrado. No importaba ni la fidelidad, ni la exactitud, ni el contenido. El género llamado ínfimo tenía su público y éste iba a imponer su carencia de gustos y de educación.

Después vendría Aquellos tiempos del cuplé, en donde se aliaban de un modo chocante una aparente liviana manera de exponer, con aires de humor, con una crítica ácida y desdichada. Una crítica que tal como se ofrecía aparecía con un carácter de gratuidad muy singular.

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Más tarde La Violetera, hasta el presente punto máximo del género. Y tras ellas toda la secuela de frutos del mismo árbol que se prevén.

Este aspecto del cuplé en nuestro cine no puede decirse que constituye una rama simple; en realidad es todo un árbol. Y de él se pueden señalar los brotes particulares.

Así, por un lado, nos encontramos con La Tirana, que puede ser considerada como el ejemplo del pre-cuplé. Los aditamentos son en general los mismos. Sólo varía la época histórica. Por otro extremo, Música de ayer, la zarzuela, de rancia raigambre en nuestro cine, torna por sus lucros como si no hubiera transcurrido el tiempo. Con un ligero cañamazo, por demás endeble, se ofrecen los números necesarios y salvo la música todo es lo mismo.

En todas las muestras el mismo concepto pigmeo de las cosas. El mismo tratamiento superficial. La misma escasez de ideas. Lo esencial es que haya mucho lugar común y mucho ripio.

Si gozáramos de una imaginación desbocada podríamos prever el desideratum de toda esta tendencia en una gigantesca versión panorámica dotada con sonido estereofónico, ¿y por qué no con olor?, de la ópera-zarzuela Marina. El hecho de que se haya repuesto en el teatro puede hacer concebir las más lisonjeras esperanzas en tal sentido.

Y aludamos, aunque sólo sea de pasada, a un mundo literario, si así puede calificarse, lleno de inmensas posibilidades para permitir la supervivencia de un tal modo de hacer cine. Nos referimos a la literatura de cordel y los romances de ciego. En ellos la mediocridad de la tendencia iniciada y al parecer arraigada, del cuplé, puede encontrar un ancho campo en el que satisfacerse.

Quizás en esto del cuplé y derivados, se esté manifestando la misma perversa tendencia que aqueja al cine italiano. Así como en éste el teatro dialectal ha causado una infinidad de males, nosotros, para no ser menos y a falta de dicho teatro dialectal, hemos acudido al campo del cuplé, de la zarzuela, de la copla, de la canción.




III. La nueva tendencia histórica

Hace algunos años, no muchos verdaderamente, nuestro cine padeció una terrible epidemia, que fue calificada como la del cine con barba. Una y otra vez las obras se ceñían a los más diversos asuntos históricos. Se lanzaban miradas esperanzadoras a nuestros manuales de Historia y el resultado se traducía en una nueva empresa cinematográfica, engolada y de cartón piedra. Los temas más variados, dentro de su general uniformidad histórica, fueron abordados con la mayor desenvoltura.

Aquello ya pasó, para bien de todos. Pero no porque los que se dedicaban a su realización hubieran llegado a la conclusión de que ello era equivocado y falso. No fue por eso. A pesar de todas las críticas, acerbas o humoradas, que llovieron sobre aquellos hombres, las mismas no surtieron grandes efectos. No era un abandono o renuncia por convencimiento de superación. Fue un abandono por sobresaturación. Durante un tiempo aquello, todo aquel mundo de tramoya, iba a quedar en estado letárgico. Cuando nuevamente volviera la estación propicia, el despertar sería prometedor. Se habrían acumulado energías, pobres energías, y podría volverse, sobre el mismo campo de trabajo, a embarcarse en nuevos empeños.

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Así ha sido. La nueva tendencia histórica no es un mal sólo cinematográfico. Aqueja a numerosos aspectos del quehacer de nuestra sociedad actual. Ha abandonado el uso general de las barbas y cultiva más el bigote y las patillas. Su campo de acción se centra de un modo especial en nuestro siglo XIX, y ya en éste, en lo que pudiéramos llamar exposición escolar de la Historia.

Se ha iniciado dicha tendencia con la producción ¿Dónde vas, Alfonso XII?, que en su día logró una acogida fervorosa por parte del público teatral. Aquellas estampas de un reinado fueron recibidas como una obra asombrosa y de singular acierto. El cine, nuestro cine, no tardó en reparar en lo que estaba sucediendo. El olfato de que goza es particularmente apto para esta clase de percepciones. Puso manos a la obra y ahora si nos ofrece el resultado de tan encomiables afanes.

Por fin, cual Guadiana17 oportuno, renace la vena de la afición por el fenómeno histórico en su aspecto más depurado. No esperemos que tales exposiciones nos vayan a ofrecer la época y el ambiente, los personajes y los hechos con su natural verdad. No. Lo que veremos será el caparazón oficial de una Historia pobre y anémica. No vamos a toparnos con un cine histórico, que nos ofrezca la intrahistoria de la época, en el sentido unamuniano. En vez de acudir a las exposiciones críticas y meditadas, se echará mano del Anuario del Gran Mundo y de las crónicas de sociedad, de los fastos palaciegos y las declaraciones oficiales. Un cine de meras estampas, sin sentido crítico.

Podemos ir comprobando ante él mismo el concepto confuso y lamentable que existe sobre la época. No tropezaremos nunca con la vida realmente vivida. Se convertirá aun esa crónica oficial en chismes de damas de honor y aventuras galantes. Todo ello adecuadamente correcto. Nos limitarán esas historias toda posible perspectiva y centrarán su atención en los aspectos más nimios e intrascendentes. Una historia adecuada a imaginaciones de escasa envergadura.

Todas las exposiciones históricas o recreadas de los sucesos de la época, todos los intentos de penetración en los laberintos de aquel mundo, no han servido de nada. A la hora de hacer un cine histórico se acudirá a la Gaceta y no se verá más allá. Nosotros, que a la hora de enfrentarnos con el ansia de conocer nuestra Historia más cercana, nos hemos tenido que refugiar en la Literatura o en textos no ortodoxos, dejando de lado los escolares o académicos, no podemos sino sentirnos francamente defraudados. Ante estas exposiciones añoramos a Galdós, al que habíamos dado muy apresuradamente de lado, como ahora vemos.

Todo ese siglo XIX, que nos ofrecieron los textos de un Baroja o de un Valle Inclán, queda desdibujado por estas recreaciones de guardarropía cuya gestación se anuncia. Si nos ilusionaba un posible cine del siglo XIX, era porque imaginábamos en la pantalla todo lo que habíamos leído. Porque pedíamos veracidad, la vida tal y como realmente había sido.

Todas nuestras conclusiones sobre ese mundo no encuentran el menor asidero en este cine, en el que se ha hecho y en el que se prepara. ¿No estará ocurriendo aquí lo que en el cine alemán? Las empalagosas cintas de la señorita Schneider y comparsas, nos muestran igualmente una interpretación facilona y cursi de la época. Si enfrentamos los resultados de aquí y los de allá, la comparación hasta nos es desventajosa. Si los resultados son ambos merengues, aquél ofrece mejor presentación. Es posible   —47→   que lo ramplón de este cine nuestro sea un inesperado síntoma de adecuación con la realidad histórica.

Al hablar de este cine histórico, de la tendencia que marca, no hay que olvidar que la misma se ofrece también, más en segundo plano, en el cine de cuplé. Quizás una y otra cosa se compenetren más profundamente de lo que a primera vista pudiera pensarse.

Sólo nos queda, ante lo que se nos viene encima, ansiar un pronto tránsito. Pero en el momento presente la cosa ofrece un aspecto temible. Se ha iniciado toda una teoría.




IV. El cine color de rosa

No todo en nuestro cine ha de tener tufillo histórico. No toda ha de ser reconstrucción pseudo-histórica y tablado de teatrillo. También se hace un cine con pretensiones de referirse al momento presente. Con intención de hablarnos de las cosas que son nuestras, de nuestro modo de vida y el existir de los humanos que constituyen nuestra circunstancia. Es el cine que pretende ofrecer realidad.

Lo malo es que todo ello no pasa de ser mera declaración platónica por parte de los interesados. Ese cine no es tampoco la realidad. En todo caso lo más que podría admitirse es que se trata de un cine sobre la realidad sofisticada. En verdad más parece producción dirigida al turista y al veraneante. Es la que pudiera calificarse de tendencia rosa de nuestra cinematografía.

Los ingredientes de este cine son muy simples. Primero, paisaje. Los extranjeros detuvieron su atención en el paisaje de nuestro país y lo utilizaron. Ello permitió obtener la conclusión de que podían lograrse imágenes bellas, quizás sea más exacto bonitas. Con ello podía hacerse cine. Otros lo hacían. Nosotros también. El segundo elemento requerido es la presencia de unos personajes, guapos chicos y guapas chicas. Es indudable que un cine de solos paisajes no interesa. Eso es documental del malo. Se hacía precisa la animación proveniente de los seres humanos. El tercer requisito, un asunto. Realmente éste no iba a tener mucha importancia; cualquier historia banal sería suficiente. Para ello, y dado que los personajes eran jóvenes, el amor y sus más ñoños accidentes constituirían el meollo. Después, al conjunto, podían añadírsele los agregados que se quisiera: tipos castizos, gracia borda, un poco de folletín y procurar, para todo el conjunto, un final tranquilizador, estimulante en la forma convencional querida. Con todo esto y el personal técnico imprescindible, se haría la película y se podía lanzar al mercado con buenas posibilidades.

Este cine, con su aparente aire de sencillez y espíritu cándido, es de lo más pernicioso que pueda concebirse. No se pretende en él el aire engolado o trascendente del cine histórico falso hasta la médula, ni busca ofrecer unos retornos evocadores malsanos. Todo lo contrario. Su aparente finalidad es lograr para el espectador un sentirse satisfecho con los medios más supuestamente reales. Su carácter peligroso está precisamente en ofrecer sólo una realidad sin correspondencia.

Al espectador se le hace ver lo que no es, lo que no existe. Lo propio de mentalidades completamente adolescentes. Es este un cine no apto para mayores, como ya se señaló tiempo atrás. Los espectadores están padeciendo   —48→   una exposición engañosa y falsa. Y además pobre. Pues este cine es de una ramplonería evidente. Si es cierto que el espectador va al cine a soñar y acepta lo que se le ofrece como su posible mundo onírico, poco podemos esperar del mismo. Sus ensoñaciones son del más corto vuelo.

Decía Lindgren que para apreciar plenamente las más bellas obras cinematográficas era necesario adquirir una educación de nuestros ojos y de nuestro entendimiento. Desde ahora podemos afirmar que el espectador español no pasará nunca de su primera infancia.

Este cine fácil no puede conducir más que a una pérdida de la estimativa del más desastroso carácter. Y ello no tan sólo en el campo cinematográfico, sino en el de todas las actividades. Si el espectador sufre una exhibición continua de mediocridad y falseamiento, necesariamente repercutirá en su conformación total como individuo. Este cine está haciendo de urgente necesidad la creación de una censura de marcado carácter positivo, que lo relegue al rincón que le corresponda.

No hay necesidad ninguna que obligue a recurrir a un continuo falseamiento en la exposición y en los resultados para ofrecer un cine alegre o de humor. La vida tiene de lo serio y de lo que no lo es, lo que no se puede hacer es ofrecerla de la manera más banal imaginable. El cine goza de un poder de penetración social por todos reconocido, y un cine tan carente de verdadera humanidad puede concebirse con muy poco esfuerzo los resultados a que dará lugar.

Si hacemos un cine tonto, y éste es aceptado, los efectos los padeceremos todos. En ésta como la otra cara de ese cine ínfimo del dramón a ultranza, que, afortunadamente, no se ha generalizado entre nosotros. Explotando esta cara o la otra, el resultado tendrá el mismo carácter.

Y pensemos que, generalmente, cuando se habla de nuestra producción media, de la necesidad de mejorarla, de aumentar la calidad, es extraordinario el número de personas que la identifica con este tipo de cine. Característica ésta de notoria importancia. No puede aceptarse semejante equiparación. Así se da el caso de que se entienda que todo el objetivo perseguido consiste en llegar a una producción estable y cuantitativamente de películas de este género, discretamente realizadas, discretamente interpretadas y discretamente concebidas. Una especie de segura vulgaridad media.

Con este cine cada día desmerecemos más en nuestra propia estimación. Vamos quedándonos cada vez con un bagaje menor de nuestra capacidad de alzarnos «frente a», y aumenta, correlativamente, nuestra impedimenta en el sentido de favorecer una actitud de tolerancia a todo lo que se nos venga encima.




V. Los sudamericanos en casa

Otro aspecto del momento presente de nuestra cinematografía es la llegada, más o menos gradual, que viene sucediéndose de realizadores y artistas de la América española. Por diversas circunstancias, unas de carácter personal y otras de índole más general, parte de los componentes de algunos cines sudamericanos han decidido aposentarse en España.

Tiene un particular interés el campo acotado de los realizadores. Estos   —49→   son los que de una manera más señalada pueden influir en el ambiente general. Y así lo están haciendo. Su presencia entre nosotros no es cosa baladí.

¿Estas figuras que se nos han importado pueden presentar un historial con suficientes garantías de calidad artística? Creemos que no.

Unos y otros, hayan hecho más o menos cine, no pueden ofrecernos más que una serie de obras de escasa entidad. Pensemos, como figura de más relieve, en Amadori. Toda su labor en América no puede ser más decepcionante. Lo que se ha llamado concepción oficial del pasado cine argentino. Los temas escasos de originalidad y fuerza. En realidad su obra representaba la tendencia cómoda de la comedia al estilo de Hollywood, con la rémora de ser un producto made in Argentina, país cuya cinematografía no ha gozado nunca de buena salud. Aquí, en España, ha logrado reiteradamente dar con el éxito de público y consiguientemente de taquilla. Ha logrado lo que aquí se estima como más importante. En cuanto a la calidad de lo realizado, ha sido ya señalada su medianía. Películas taquilleras, sin mayores éxitos.

Si consideramos que este hombre es el que se ha calificado como mayor y mejor aportación a nuestro cine, la conclusión acerca del resto se nos da hecha.

En más de una ocasión se ha puesto entre nosotros el grito en el cielo, porque los extranjeros venían a realizar aquí un cine que no nos enseñaba nada. Ahora esto no ha ocurrido. Será por aquello de la comunidad hispánica.

Lo cierto es que si estas colaboraciones siguen su curso y aún se aumentan, no sabemos qué va a ser de nuestros productos nacionales. Malo es que los realizadores de aquí, los nativos, ofrezcan un cine anteco. ¿Qué diremos si para hacer ese cine tenemos que apelar a las importaciones?

Creemos que la invitación o el contrato para venir a trabajar no puede tener otra justificación que la calidad. Cualquier otra consideración tiene que ser rechazada.

Entre malo y malo preferimos al de casa. Este caballo de Troya del cine sudamericano puede producir, producirá, un efecto casi letal en nuestro cine. Seguro. Se han concedido permisos de importación para la mediocridad, cuando nuestro objetivo y tarea primera debería ser invadir y no ser invadidos.




VI. ¿Dónde queda el cine?

Después de todo lo expuesto nos queda la impresión de que en realidad no hemos topado en ningún momento con eso que simplemente se llama cine. Todas las tendencias señaladas pueden contener en sí cualquier cosa menos un correcto concepto de qué es el cine, cuál es su objeto, cuál su contenido. Todo lo tratado hasta aquí nos ha dado siempre productos de dudosa calificación. Cinematográficamente no eran sino los subproductos, la faramalla en celuloide.

Por ello cabe preguntarnos si es que en España, en estos últimos tiempos, no se ha hecho realmente cine. Sería terrible que todo el tinglado   —50→   industrial, montado desde luego con no muy sólidos cimientos, no fuera capaz de ofrecernos algún resultado satisfactorio y alentador.

Afortunadamente algunos hombres aislados, dotados de las capacidades adecuadas, se han acercado al cine con el ánimo de seriedad requerido. Los resultados que nos han ofrecido podrán ser dispares, de muy diversas calidades, pero cuando se han puesto a trabajar lo han hecho con honestidad y seriamente.

El problema de este escaso número de realizadores que aún están interesados en el verdadero cine, es el de si constituyen igualmente una tendencia o se reducen a personalidades aisladas.

Una observación atenta nos pone de manifiesto que en ambientes muy concretos existe una ambiciosa concepción del cine. Pero el mismo hecho de esa concreción lleva a un modo de trabajar disperso. Si se logran buenas películas, se debe principalmente a unos individuos determinados, que de un modo personal han decidido sustraerse a las corrientes generales. En su tarea cuentan y pueden confiar únicamente en la calidad y fuerza de su propio impulso. Todo lo demás no se presentará ante ellos más que con el carácter de traba.

Considerando el asunto desde otro aspecto, tampoco puede estimarse correctamente que los frutos que se logran sean debidos a una colectividad. Precisamente esa colectividad está vuelta de espaldas a ese quehacer. Lo que se logra se obtiene gracias al entusiasmo de grupos reducidos, situados decididamente frente a las mayorías. No se piense con ello que pretendan un cine minoritario. Tal conclusión sería exactamente lo contrario de lo que se busca.

Aunque los resultados que consigan sean de calidad no contarán siquiera con el apoyo de las que pueden calificarse de protecciones encauzadas. Cualquier lista de premios de esta o la otra entidad, a poco que se la medite, no puede producir sino una impresión desalentadora. Los estímulos y los galardones, siempre ofrecen una tendencia singular por el cine de peor concepción.

Si aún pueden encontrarse obras estimables en nuestro cine, es por verdadero accidente. Pero es precisamente este cine, en tantos aspectos menospreciado y vejado, el que puede llevarnos a una situación en la que realmente se llegue a hablar de un cine nuestro.

En otro terreno también hay síntomas favorables. Nos referimos al documental. Se están haciendo documentales, no simples colecciones de fotogramas estáticos. Existe otro pequeño grupo de gente que trabaja ese aspecto. Hay, cierto, inquietud. Lo malo, lo triste, es que se nos ofrece tan desvalida como de costumbre. La protección al documental es de una necesidad imperiosa; lo ha sido siempre. Si estos hombres realizan alguna labor digna, considérese el triste destino que espera a sus frutos: la prestación de las obras del modo más esporádico imaginable, sin un público verdadero, en realidad casi sin destinatarios.

Agradezcamos a todos ellos el que, a pesar de las trabas, cortapisas y sinsabores, continúen laborando. Lo esencial es si ello podrá ser por mucho tiempo.

Al llegar a este punto podemos preguntarnos: ¿Qué perspectiva se ofrece a nuestro cine? Desde luego no halagüeña. No se trata de dar un viraje a la izquierda o a la derecha. Lo que se hace preciso es toda una   —51→   media vuelta. Si esto no ocurre nuestro horizonte será siempre limitado y pobre.

Por ahora, renqueamos. Lo importante es ver si somos capaces de mejorar la andadura. No tanto está nuestro mal en los temas que se tocan como en la villana forma en que se tocan. Podemos encontrar en la cinematografía mundial obras de calidad, basadas en la mayor diversidad de temas. Lo preciso es un acercamiento al tema y posterior exposición del mismo honrado y serio. Se hace preciso un cambio de mentalidad radical. Si ello no ocurre, pongamos la mano donde la pongamos, siempre resultará algo mediocre.

Alguien ha señalado que estamos en una situación tal que permite prever una eclosión en nuestro cine de parejas consecuencias a la del neorrealismo italiano. Tendrían que evolucionar las cosas de un modo muy profundo. Desde luego lo que sí puede afirmarse es que nuestra situación actual es en más de un aspecto muy semejante a la que precedió a aquel movimiento.

De todos modos, aguardemos. Siempre es posible que suceda algo.

A. S. A[GUADO].





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ArribaAbajoConsideraciones a un filme mutilado

Por Jorge Feliu


¿Por qué Juan Antonio Bardem, al principio de este su último film, dice que su propósito ha sido plasmar los trabajos y las jornadas de una cuadrilla de segadores? El propósito que aparece implícito en la obra, a través de su historia central, es muy otro. Y mucho más importante para nosotros, los españoles. O por lo menos debía serlo antes de llegar a la versión que ahora se nos ha dado. La historia de Juan y Luis, y Andrea, la hermana de Juan, prepondera en el film de tal modo que lo demás, los días y trabajos de los segadores, queda como simple telón de fondo, sin alcanzar carácter protagónico más que en muy contados momentos (realmente en uno solo: la secuencia de la huelga). Sin embargo, lo importante está, o debiera estar, en el conflicto planteado entre los tres personajes principales. Pero no en el conflicto anecdótico, sino en el que se debate en el fondo de la actitud de Juan y Andrea, de una parte, y Luis (y su madre) de la otra. Está claro, o por lo menos bastante claro (pese a los amaños introducidos posteriormente), que Bardem ha querido presentar dos fuerzas en pugna: Los pobres (izquierdistas) y los ricos (derechistas). Los primeros (derrotados), tratados injustamente; los segundos (vencedores), autores de esa injusticia. Y un hecho importante: Una clase que se desmorona («la Casa Grande se viene abajo...») Y otro hecho más importante aún (y quizás el más discutible): La reconciliación. En este último sentido Bardem es reiterativo hasta la exhaustividad («todos somos segadores de una misma mies», «la tierra es grande, cabemos todos en ella»...)

Lo que ocurre, sin embargo, en primer lugar, es que la película ha sufrido una terrible mutilación. Dejemos ahora aparte una pregunta, por demás lícita, que es cómo no previó Bardem el peligro mortal que corría, a efectos de explotación, una película de un metraje considerablemente superior al normal. El caso es que La venganza, recién terminada, tenía una duración de casi cuatro horas, y en la actualidad dura menos de la mitad de dicho tiempo. Y ello (unido a los «arreglos» argumentales ya aludidos) suponía una grave transformación de la estructura del relato y de la estructura de los personajes. Sobre todo de sus reacciones. Tal como aparece ahora el desarrollo de la acción, esto se produce con brusquedad, como encerrada en compartimentos estancos, de   —53→   tal forma que, sobre todo en la parte final, llega a sorprendernos lo que hacen los personajes, concretamente lo que hace Juan, porque no existe continuidad (continuidad material y continuidad psicológica) entre su proceder presente y su proceder anterior. Creemos interesante hacer hincapié en este punto: No se comprende por qué Juan quiere, a ultranza, sostener su duelo a muerte con Luis, cuando a lo largó del film Luis ha ido mostrándose más y más noble y abierto, más alejado del rencor y la ancestral separación clasista, más propicio a la reconciliación sincera y completa. No comprendemos la posición de Juan, máxime cuando, desde el principio, era él precisamente quien propugnaba la paz y el perdón, quien mostrábase en oposición al furioso deseo de venganza de Andrea, quien por fin accede a jurar que matará a Luis, pero lo hace por completo a regañadientes, bajo la obsesionante presión de su hermana.

Es natural que nos preguntemos, claro, qué defectos son imputables a la mutilación de la película y qué defectos pertenecen a la obra original de Bardem. No cabe duda, no obstante, que los defectos existentes en la versión original han quedado considerablemente acrecentados al quedar el film reducido a sus dimensiones actuales. Tal como ahora lo vemos (y repetimos con la posterior modificación argumental) el film presenta primordialmente una historia de amor apasionado -pasión mayormente violenta por lo contenida-, frenado por un sentimiento de venganza. Pero este sentimiento de venganza se muestra motivado por razones no muy claras. La condena injusta del hermano no aparece suficiente. Se trata en el fondo, claro, del resentimiento clasista y el enfrentamiento de distintas ideologías. Pero en el film apenas se nos habla de esto y aun de una manera muy vaga. Y así nos quedamos, un tanto desconcertados y un muy faltos de convicción.

Hemos aludido antes a los defectos achacables a la obra original de Bardem, tal como él la concibió. Es difícil, desde luego, percibir esta obra a través del film que ahora se nos da. Sin embargo, es evidente que el film, aun habiendo sido rodado en escenarios -soberbios escenarios- exteriores naturales, reales, adolece de falsedad o por lo menos de falta de humanidad, excepto en los personajes no principales. Los protagonistas son demasiado rígidos, demasiado personajes-símbolo, demasiado representativos de esto y de aquello. Y lo que dicen es demasiado intencionado y demasiado elaborado. Aquí los típicos diálogos de Bardem -siempre tan llenos de carga literaria- falsean considerablemente a la gente que los pronuncia, mucho más que en Calle Mayor y sobre todo en Muerte de un ciclista, por ejemplo, donde los hablaba gente refinada y super-civilizada. Aquí la gente son campesinos y en su boca no cabe otro lenguaje que el habla llana.

También contribuye a esta sensación de falsedad el desacierto de los decorados interiores. Excepto alguno de ellos (concretamente la tienda y bodega del Bermejo) todos dejan bastante que desear en cuanto a autenticidad; aparecen demasiado atildados y flamantes, mayormente dado el contraste que ofrecen con el realismo de los exteriores.

Pasando ya a partes concretas, que francamente no nos gustan, indicaremos en primer lugar la secuencia del inevitable personaje-testigo, el intelectual, en este caso el escritor viajero a lo Cela, que Bardem coloca en el film a machamartillo, con un descaro muy superior al de sus otras películas, rompiendo un equilibrio rítmico, ya de por sí bastante precario. No es que nos parezcan más estos personajes «porta-mensaje» de los films de Bardem, pero sí desearíamos se nos presentasen mejor insertos en la estructura argumental del film, y sobre   —54→   todo, que lo que dicen apareciese implícito en el espíritu de la obra y no explícito incómodamente en un rincón de la misma.

Tampoco nos agrada la aparición de los titiriteros y el camino de los mismos con los campesinos hacia el pueblo y lo que van diciendo entretanto. Ni el conato de idilio entre el «Tinorio» (por lo demás excelente personaje) y la «cantaora». Ni el asalto de Santiago «el Viejo» a la máquina. Ni el propio incendio de las mieses.

Claro que aquí, insensiblemente, hemos penetrado en el terreno de la realización. Hemos leído la parte del guión original, en que se describe la secuencia del incendio. Confesamos que entre esta parte escrita y lo que se ve en el film, media extraordinaria distancia. En el guión, el incendio nos pareció digno de una antología. La realización nos ha defraudado. Lo mismo cabe decir del ataque del «Viejo» a la segadora. Aquí la realización nos parece primaria, simplista, carente de la grandeza, el énfasis casi épico que debió tener. En estos y otros momentos del films hemos creído advertir una desgana, un desinterés de Bardem por lo que estaba haciendo, fenómeno sorprendente, que jamás apreciamos en sus films anteriores.

Hemos hablado antes de la evidente falsedad del diálogo «literario» en boca del campesino. Algo análogo cabría decir ahora respecto del prurito encuadrista, típico también de Bardem. Bardem compone el contenido de sus encuadres con un cuidado máximamente meticuloso. Aquí, entre gente rural y a campo abierto, esta composición da una nota de forzamiento, de falta de espontaneidad, que llega a producir evidente molestia en el espectador. Subyugado por los valores plásticos del paisaje y de las figuras insertas en él, Bardem ha construido los encuadres con una exquisitez impropia y errónea. Los personajes se mueven cuidando de no descomponer la armonía del conjunto en lo más mínimo, y aunque actúan con la propiedad y rigor debidos, producen una inequívoca impresión de afectación.

*  *  *

Todo lo antedicho ha sido manifestado, naturalmente, atendiendo a la obra precedente de Juan Antonio Bardem, en relación con la cual La venganza nos parece no precisamente un retroceso, pero sí un intento no logrado. Y decimos que no nos parece un retroceso, por razón de que Bardem ha incidido en este film en un nuevo estudio: el campo español, virgen aún para nuestro cine. No es fácil dar con pleno éxito el asalto comprendido entre los medios que hasta ahora había tratado Bardem (el teatro, la burguesía, la ciudad de provincias...) y el mundo rural, concretamente la vida de los segadores emigrantes a los ardientes campos de la meseta castellana. En este sentido Bardem merece nuestros plácemes. Nos ha descubierto un paisaje, el infinito, asombroso paisaje de Castilla, con sus formidables posibilidades plásticas y humanas. Nos ha mostrado unos hombres, los grupos de segadores, de una fuerza lírica y dramática insuperable. Y también unos problemas importantes y urgentes. Esto sólo tiene ya un valor considerable. Pero es que hay más, naturalmente. Ya hemos dicho que el film tiene un telón de fondo. Y este telón de fondo es el campo y sus hombres, las inmensas extensiones de mies y los puntos diminutos de los segadores afanándose en su trabajo dentro del mar interminable de espigas, bajo el sol abrasador e implacable. Y vemos a estos hombres bromear, fatigarse, desesperanzarse, volver a cobrar ánimos; cantar,   —55→   lanzarse alegres pullas de grupo a grupo (es esta una de las secuencias «pequeñas» más logradas del film), caer rendidos, sufrir en silencio, patéticamente, rebelarse con sorda, contenida ira, bajo la aparente calma, contra la explotación... Secuencias como la de la espera en la plaza mayor, bajo la burla del «tonto»; la del encuentro con los «amos», y sobre todo la del conflicto con los huelguistas, son evidentes ejemplos de unos valores indudables e insoslayables. Este friso de los trigales, sus hombres y su trabajo y la intención social que Bardem confiere al problema de sus tres personajes principales, son, a nuestro juicio, los elementos más importantes de esta película, que con todos sus defectos permanece sin discusión a una altura considerable sobre la mediocre producción actual española, que sigue alejándose cuanto puede del tan perentoriamente deseable cine serio, digno, valiente y de preocupación, que Juan Antonio Bardem nos propone.

J[ORGE]. F[ELIU].