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Circular de la Junta de Valencia solicitando la formación de la Junta Central

(Valencia, 16 de julio de 1808)



Toda la Nación está sobre las armas para defender los derechos de su Soberano. Cualquiera que sea nuestra suerte, no podrá dejar de admirar la Europa el carácter de una Nación tan leal en el abatimiento que ha soportado por tanto tiempo, por puro respeto a la voluntad de sus Soberanos, como en la energía que ahora muestra, falta de tropas, y ocupado su territorio y las fortalezas de sus fronteras por un ejército francés sumamente poderoso. No es menos digno de admiración, que tantas provincias diversas en genio, en carácter y aún en intereses, en un solo momento y sin consultarse unas a otras se hayan declarado por su rey, conviniendo no sólo en la opinión sino también en el modo, formando los mismos votos, tomando las mismas medidas, y estableciendo una misma forma de gobierno.

Esta misma forma fue la más acertada y conveniente para el gobierno particular de cada provincia, pero no basta para la unión de todas, y ya es indispensable dar mayor extensión a nuestras ideas, para formar una sola nación, una autoridad suprema que en nombre del Soberano reúna la dirección de todos los ramos de la administración pública. En una palabra, es preciso juntar las Cortes o formar un cuerpo supremo, compuesto de los diputados de las provincias, en quien resida la regencia del Reino, la autoridad suprema gubernativa y la representación nacional.

La mayor ventaja que pudiéramos dar a nuestros enemigos (y tal vez ya calculan sobre ella) sería la de quedar cada provincia aislada y sujeta a su propio gobierno. La España no sería ya un Reino, sino un conjunto de gobiernos separados, expuestos a las convulsiones y desórdenes que trae consigo la influencia popular, débiles por consecuencia y fáciles de subyugar unas por otras.

No debemos perder de vista, en medio del ardor que ahora nos une, el efecto de las pasiones a que está sujeta la humanidad. Al entusiasmo justo que hoy anima a todos, podrían suceder los celos, la envidia, la diferencia de opiniones y la falta de acuerdo, que podrían destruir la buena armonía de las provincias, a que no dejará de contribuir el diferente carácter de sus habitantes. Verdad que no puede ocultarse a ninguno de nuestros nacionales.

Pero si estamos de acuerdo en estos principios, no dudo que lo estemos igualmente en la necesidad de no perder un instante de tiempo en ponerse de acuerdo sobre la urgentísima medida de la reunión de la autoridad.

En el convenio hecho entre las Juntas Supremas de Sevilla y Granada, se establecen los puntos en que deben estar acordes ambos gobiernos, que en rigor se constituyen federativos hasta que sea restituido al trono nuestro Rey y Señor el señor Don Fernando VII, de quien se está seguro que convocando las Cortes o por otro medio, se tratará del bien general de la Nación.

Este mismo pensamiento parece que han adoptado las demás provincias, contando con que esta dilación no será larga, y entre tanto podrá cada una mantener su gobierno supremo o independiente.

Es preciso no lisonjearnos con esperanzas, que pueden o no realizarse y en que la probabilidad tal vez no está de acuerdo con nuestros deseos. Aun cuando éstos se pudiesen verificar un día, ¿cuánto tiempo podemos permanecer en este estado? Y entre tanto, ¿qué cuerpo ha de mantener las correspondencias ministeriales con las potencias extranjeras? Ninguna de ellas hará tratados formales con una provincia. Lo más que pudiera conseguirse sería algún convenio particular y provisorio con algunos de sus jefes militares, que dejarían correr sus Soberanos, sin autorizarlos, según les conviniese en las circunstancias del momento y de que podría resultar que una provincia hiciese un armisticio, mientras otras, y particularmente nuestras Colonias, permaneciesen en guerra, sin que jamás lográsemos, ni la libertad general y sólidamente asegurada de nuestro comercio, ni la solidez de unas convenciones parciales, puramente toleradas y sin el apoyo de ninguna garantía.

Las operaciones militares exigen una dirección, un impulso general que no puede quedar al arbitrio de cada provincia, cuyas disposiciones parciales pueden tal vez ser contradictorias con las de las otras. La organización del ejército, la elección de sus jefes y demás ramos de su dirección no pueden estar divididos sin formar un cuerpo monstruoso sin cabeza.

Lo mismo debe decirse de la marina, cuyos tres departamentos se hallan en el día sujetos cada uno a un distinto gobierno, sin formar esencialmente un cuerpo, y si lo componen, sosteniendo su unión, como es probable, ¿qué complicación de autoridades puede resultar en este punto? ¿Quién ha de dirigir las operaciones generales de la armada, según el interés general del Estado? Cada provincia y cada cuerpo pretendería tener la libertad de acceder al deseo de los otros y concurrir libremente a las medidas individuales de cada uno, según su propia opinión. ¿A cuánta debilidad, a cuánta división nos expondría la falta de unidad de la autoridad nacional?

Iguales reflexiones ofrecen todos los demás ramos de la administración pública. ¿En qué cuerpo ha de residir el depósito de las leyes generales del reino? ¿A qué autoridad ha de pertenecer la elección, el reemplazo de los magistrados y de los empleados superiores de cada gobierno? Los asuntos eclesiásticos no exigen menos un punto de reunión. Las relaciones con la corte de Roma, la Rota, la presentación a los obispados y demás dignidades, etc.: ¿cómo es posible que subsista la Nación en este Estado por todo el tiempo de nuestra esperanza, cuyo término, ni lo descubren nuestros cálculos políticos, ni lo percibe nuestra ansiosa imaginación?

Pero hay un punto sumamente esencial, que debe fijar nuestra atención, y es la conservación de nuestras Américas y demás posesiones ultramarinas. ¿A qué autoridad obedecerían? ¿Cuál de las provincias dirigiría a aquellos países las órdenes y las disposiciones necesarias para su gobierno, para el nombramiento y dirección de sus empleados y demás puntos indispensables para mantener su dependencia? No dependiendo, desde luego, directamente de autoridad alguna, cada colonia establecerá su gobierno independiente, como se ha hecho en España, su distancia, su situación, sus riquezas y la natural inclinación a la independencia las podrían conducir a ella, roto por decirlo así, el nudo que las unía con la Madre Patria, y nuestros enemigos conseguirían, sin más medios que el de nuestro descuido, lo que no hubieran podido lograr con todos los esfuerzos de su poder.

Esta sola consideración bastaría para hacer ver que el establecimiento de una autoridad suprema y una representación nacional es no sólo indispensable, sino urgentísimo.

Si estuviera libre la capital, no parece dudable que el primer tribunal de la nación, que contribuyó con tanto celo para salvar la inocencia de Fernando VII y ponerle sobre el trono convocaría las Cortes, a pesar de las reflexiones de los que han inspirado a la nación la desconfianza de aquellos magistrados, y que si hubiesen persuadido a todos, habrían logrado preparar para cuando llegase aquel momento (tal vez por falta de datos) la semilla del desorden y de la disolución del reino.

Pero entre tanto que vemos llegar este día deseado y sabemos cuáles son las intenciones de aquel tribunal, es indispensable no perder tiempo, porque la dilación hará que se aumenten las dificultades, que crezca la desorganización de todos los cuerpos del Estado y tal vez con el tiempo no sería extraño que en algunas de las provincias hubiera que vencer la repugnancia de abandonar los que mandan, una autoridad independiente, o el pueblo una obediencia imperiosa.

El punto en que ha de fijarse el Cuerpo Supremo del Estado, debe estar distante del teatro de la guerra y próximo a los puertos por donde se deben mantener nuestras relaciones con las Américas. Lo que conviene es, no diferir una medida sin la cual estamos expuestos a vernos sumergidos en una anarquía, que las intrigas propias y extrañas irán aumentando más y más, y cuya consecuencia será la ruina total de la Nación.

Íntimamente penetrada de estas consideraciones la Junta de Valencia, no duda que lo esté también esa Suprema, y aunque deseaba, desde luego, nombrar diputados que conferenciasen con las provincias que estén libres de enemigos y en disposición de reunirse, ha juzgado más conveniente no adelantar este paso, sino tratar primero tan importante punto por medio de esta manifestación, para que precediendo una idea de las facultades que Valencia opina debe tener la Junta Central, pueda servirle a Vuestra Excelencia de gobierno para su plan y contestación.

La Junta Central entenderá en todos los puntos a que no puede extenderse la autoridad e influencia de cada Junta Suprema aislada, y en aquellos de que el interés general exige se desprenda cada una, para ganar en la totalidad lo que a primera vista parece que pierden en renunciar alguna fracción de la soberanía, que siempre será precaria si no se consolida y concierta. Por lo mismo, cree indispensable que la Junta Central, compuesta de los diputados de cada una de las supremas comitentes, entienda y decida a nombre de nuestro Soberano Fernando VII, en todo lo que se llama alto gobierno, paz y guerra, en la dirección de las fuerzas combinadas navales y terrestres, acuerdo de sumas precisas para la manutención del ejército y marina, nombramiento de los primeros jefes de ambos ramos, correspondencia con las Cortes extranjeras, y nombramientos de ministros y agentes en la carrera diplomática, expedición de órdenes a nuestras Indias y Colonias, y dirección absoluta de aquellos negocios, con la elección de sus empleados.

En cuanto al lugar de la residencia de esta Junta, Valencia, en favor de la causa pública, renuncia los derechos que pudiera alegar a serlo y en esta parte nunca formará empeño, deseando sólo una contestación tan pronta como es urgente e interesante la materia.








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