Acto II
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La misma escena del acto anterior. Enero de 1947. Es una
tarde de invierno. Fuera, nieva copiosamente.
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Al levantarse el telón, HELEN, sentada en una butaca, en
actitud de leer un libro cualquiera. El coronel KENNERLEIN aparece por la puerta
izquierda. Lleva una trinchera sobre el uniforme. Usa la misma
varita del principio de la obra. Al ver entrar al coronel
KENNERLEIN, HELEN cierra su libro, el coronel
KENNERLEIN llega seguido
de ERNEST.
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KENNERLEIN.-
El número de teléfono que le he dejado,
¿cuál es?
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ERNEST.-
El 23485.
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KENNERLEIN.-
¡Ah, muy bien! Creí que me había
confundido. Ya sabe, es para que pregunte usted por mí, si
llegaran noticias y yo no hubiera vuelto todavía; pero
imagino que no necesitará usted utilizarlo.
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ERNEST.-
Supongo que no.
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KENNERLEIN.-
¿Qué hora exacta tiene usted?
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ERNEST.-
Son las cinco menos diez minutos.
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KENNERLEIN.-
Tres para ir al hotel, otros tres para dejar la
tarjeta al muy ilustre senador que nos honra con su visita y
excusarnos por el mal tiempo con que le recibimos, y otros tres
para volver. Nueve en conjunto... Quien se retrasa es el comandante
Friedman. Ya debiera estar, con su coche, aquí.
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ERNEST.-
Hay bastante nieve por la carretera y Villa Agata no
es demasiado fácil de encontrar.
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KENNERLEIN.-
Eso es cierto.
(Transición.) Las cinco menos
diez, dijo usted... Entonces, la señora Hoffmann y su hija
tampoco tardarán en volver.
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ERNEST.-
Algo más que usted, sí. La
cárcel queda lejos y un coche de caballos no es lo mismo que
un automóvil.
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KENNERLEIN.-
(Con reserva.) He de
hablar indispensablemente a Frederik Kennerlein. ¿Sigue con
Ilse arriba?
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ERNEST.-
Sí.
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KENNERLEIN.-
Pues no le permita, por ningún concepto, que
se marche antes de que yo regrese.
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ERNEST.-
Descuide, mi coronel.
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KENNERLEIN.-
Señora Stortz: ¿qué
sucedió con el periodista de esta mañana? Tengo
entendido que discutieron ustedes.
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HELEN.-
Sí. Me hizo varias preguntas impertinentes y
yo...
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KENNERLEIN.-
Y usted se negó, como es lógico, a
responderle.
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HELEN.-
En esencia, así fue.
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KENNERLEIN.-
Muy bien, señora Stortz.
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HELEN.-
Creí que poner obstáculos a una
publicidad... cuando menos irrespetuosa, era natural de mi
parte.
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KENNERLEIN.-
Le doy a usted toda la razón.
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HELEN.-
(Sombríamente, pero sin perder
su sonrisa.) Mañana..., el general Hoffmann,
ya habrá pasado de actualidad.
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ERNEST.-
(Que parece escuchar cercano al
ventanal.) Mi coronel, ahí llega el
comandante Friedman.
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KENNERLEIN.-
¡Ah, perfecto! Buenas tardes, señora
Stortz.
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HELEN.-
Buenas tardes, coronel Kennerlein.
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KENNERLEIN.-
Hasta ahora. Y, repito: avíseme si hiciera
falta.
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ERNEST.-
No se preocupe.
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(KENNERLEIN se va
por la puerta de la calle. Con él, en el mismo umbral, ha
debido cruzarse MARGARET.
Se ha echado un abrigo al hombro, de una manera un poco descuidada,
para venir de su casa a la de los Hoffmann. Trae una especie de
manteleta con que protegerse el pelo. Da muestras de
frío.)
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MARGARET.-
¡Qué barbaridad! Lo que está
cayendo.
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HELEN.-
(Severa.)
¿Qué haces aquí, Margaret?
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(ERNEST se fue por
la izquierda.)
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MARGARET.-
Mujer, lo que tú...
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HELEN.-
No, Margaret; lo que yo, no. Yo he venido a esperar
la vuelta de Elisabeth y de su madre, que han ido a despedirse del
general Hoffmann. Tú, traes otras miras. Y debo decirte, por
tu bien, que me parece que pierdes el tiempo.
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MARGARET.-
Querida cuñada: eso no es cuenta tuya.
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HELEN.-
De sobra sé lo de Frederik. Eso, sí:
buen error el tuyo si te imaginas que fuiste para él algo
más que la mujer de unas noches.
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MARGARET.-
¿Lees ahora el pasado, Helen?
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HELEN.-
Tu pasado y, aun más, tu porvenir, con
demasiada claridad, Margaret.
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MARGARET.-
¡Cuidado con lo que dices!
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HELEN.-
No sé por qué te haces la ofendida.
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MARGARET.-
Es que yo, sí, te adivino el pensamiento.
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HELEN.-
¡Qué habilidad tan inútil!
¿Por qué no adivinas el de Frederik, entonces?
¿O te da miedo?
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MARGARET.-
¡Bah!
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HELEN.-
Fuiste su diversión, de vuelta del frente. Te
tomó y te dejó como a una cualquiera. Y tú
andas rondándole, sin resignarte a ser despedida. Pero
él y todos, saben que has puesto buenos ojos al teniente y
al coronel Kennerlein.
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MARGARET.-
¡Historias!
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HELEN.-
Y que basta que olfatees hombre nuevo para que vengas
aquí a mirarle la cara, y que no hay, en seis
kilómetros a la redonda, quien no guiñe el ojo cuando
habla de ti.
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MARGARET.-
¡Vas a callarte!
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(HELEN, ni
pestañea. Ha cerrado su libro sobre el brazo de su
butaca.)
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HELEN.-
Por lo que se refiere a tus posibles clientes de
Villa Agata, sábelo de una vez: el coronel Kennerlein ama a
Elisabeth; el teniente Pahlen ama a Ilse y Frederik Kennerlein, no
ama a nadie. Tienes un derecho de opción sobre el
capitán castrense, y otro, eventual, sobre el resto del
Ejército norteamericano y de la población civil de
Steinburg; pero, justo, en esta habitación, pierdes
lamentablemente tu vida. ¿Está claro?
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MARGARET.-
Los tres que has nombrado, me importan un bledo.
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HELEN.-
Y es una falta de respeto que, precisamente hoy, te
presentes en casa de la señora Hoffmann, que te detesta.
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MARGARET.-
Venía a interesarme por el general.
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HELEN.-
Ya sabes que le ahorcarán de madrugada. No
ensucies su nombre.
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MARGARET.-
Tú y yo, hablaremos, más tarde, de
muchas cosas. (Y se va por la
derecha.)
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(HELEN reflexiona
un instante. Después retorna, con el ceño fruncido, a
su lectura.)
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ERNEST.-
(Desde dentro.) Le
felicito, señora Stortz.
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(HELEN vuelve,
sorprendida, la cabeza hacia la izquierda, de donde viene la voz.
Duda si contestar, pero renuncia a hacerlo. Sonríe, a pesar
de todo, y continúa su lectura. FREDERIK desciende por la escalera.
Viste como en el primer acto, solo que con corbata. Trae la mano
sobre el hombro de ILSE.)
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HELEN.-
¿Cómo va, Ilse? (Se
aproxima a ella y le besa.)
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ILSE.-
Bien, señora Stortz.
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HELEN.-
Te he traído unos estudios para tu
violín. Supongo que alguno te interesará.
(Le entrega unos cuadernos de
música.)
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ILSE.-
Muchas gracias. Hace meses que no toco y
pasará bastante tiempo sin que vuelva a tocar, señora
Stortz. (Los toma de las manos de HELEN y los examina
sumariamente.)
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HELEN.-
Ya tocarás, Ilse.
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ILSE.-
Pero se lo agradezco lo mismo. ¡Ah! Y el tercer
tomo de Los hermanos Bergmann. ¿Se acordó
usted de él?
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HELEN.-
¡Ya lo creo! Y lo he buscado por todas partes,
pero no sé dónde anda.
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ILSE.-
Bueno, no se preocupe.
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HELEN.-
Lo que sí puedo, es contarte su argumento...
¿Te basta?
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ILSE.-
(Se sonríe con
dulzura.) ¡Qué sé yo, Helen!
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HELEN.-
¡Ah, Ilse!, ¿sabes que hoy estaba lleno
de patinadores el río que cruza el parque?
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ILSE.-
¿Sí?
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HELEN.-
(A FREDERIK.) Es curioso:
¿hasta cuándo seguiremos llamándole el parque;
dicho sea de paso? La inercia de otros tiempos... Porque la guerra
lo devoró a conciencia. Solo el sortilegio del nombre lo
defiende. Los tilos ardieron, el estanque es un ojo vacío,
los bancos sirvieron para leña... Lo gracioso es que este
verano ya tuvo paseantes..., como si fuera el parque de nuestra
infancia.
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FREDERIK.-
La inercia. Usted lo ha dicho, Helen.
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HELEN.-
Con el Palace, sucede algo parecido. Está casi
deshecho y, sin embargo, vale más una noche en él,
porque era un hotel de lujo, que no una semana en el Terminus,
intacto, pero de tercer orden. ¿Lo entiende usted,
Frederik?
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FREDERIK.-
Malamente, Helen.
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(ILSE, hace mutis
por la escalera. FREDERIK,
contempla a HELEN con una
expresión afectuosa.)
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HELEN.-
¿Por qué me mira así,
Frederik?
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FREDERIK.-
Recordaré siempre los mil temas distintos que
ha buscado usted para alejar de mi imaginación pensamientos
sombríos en la tarde de hoy. Le estimo, de verdad, su
delicadeza.
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HELEN.-
No vale la pena.
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FREDERIK.-
Lo que sucede, sin embargo, es lo suficientemente
angustioso como para que resulte difícil conseguirlo.
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HELEN.-
No me sorprende, amigo mío. Y puesto que el
hablar de ello es inevitable, ¿quiere decirme cuáles
son sus proyectos?
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FREDERIK.-
Pasar la noche en Villa Agata y marcharme a la ciudad
mañana, a mi rincón de siempre.
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HELEN.-
¿La señora Hoffmann y Elisabeth...?
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FREDERIK.-
No tardarán en volver.
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HELEN.-
Están con él, ¿no?
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FREDERIK.-
Sí.
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HELEN.-
¿A usted no le permitieron...?
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FREDERIK.-
Hoy, no. Tampoco insistí. Pienso que mi deber
consiste en darle ánimos en vez de quitárselos y la
mañana que le vi, pasó mal rato. El general, siempre
sintió por mí una ternura casi paternal.
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HELEN.-
Le llevaba muchos años, ¿verdad?
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FREDERIK.-
Me lleva... (Subraya con estas dos
palabras, casi imperceptiblemente, el lapsus de
ella.) cerca de quince.
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HELEN.-
(Se disculpa.)
Perdóneme.
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(ERNEST, aparece
por la izquierda.)
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ERNEST.-
Señor Kennerlein, discúlpeme si le
interrumpo: el coronel necesita hablarle.
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FREDERIK.-
Muy bien.
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ERNEST.-
Teme que usted desee marcharse antes de su regreso y
me ha encomendado que obtenga de usted la seguridad de que le
esperará.
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FREDERIK.-
(Resignado.) Sea.
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(En la lateral izquierda, suenan las campanas de las cinco
en un reloj de pared.)
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ERNEST.-
Confío en su palabra.
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FREDERIK.-
Puede hacerlo, se lo aseguro.
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ERNEST.-
Eso era todo.
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FREDERIK.-
¿Me disculpa si, a título de
retribución, solicito de usted un pequeño
servicio?
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ERNEST.-
Dígame.
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FREDERIK.-
¿Le importaría parar el reloj del
comedor?
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ERNEST.-
En el acto.
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FREDERIK.-
No, no; en el acto, no. Hoy por la noche... Bueno, y
si pararlo es demasiado pedir, hacer girar una pequeña aguja
que tiene en la parte de arriba de la esfera: con eso, ya no
dará las campanadas.
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ERNEST.-
Cuente usted con ello.
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FREDERIK.-
(Señorialmente.)
Mañana por la mañana, teniente Pahlen, puede, de
nuevo, ponerlo en marcha.
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(ERNEST, hace
mutis por la izquierda.)
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HELEN.-
A propósito, Frederik, el somnífero que
me pidió para la señora Hoffmann. (Se
lo da.)
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FREDERIK.-
¡Ah, sí! ¿Qué calcula
usted que será necesario?
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HELEN.-
Una pastilla bastará, supongo yo. Pero, por si
acaso, duplique usted la dosis.
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FREDERIK.-
Lo que no sé es cómo
administrárselo sin que ella se dé cuenta.
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HELEN.-
¿No tomará una sopa la señora
Hoffmann?
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FREDERIK.-
Yo temo que hoy no tome nada.
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HELEN.-
Disuélvalo en una taza de té o de
manzanilla.
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FREDERIK.-
Sí, sí; será lo mejor.
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HELEN.-
Y haga lo mismo con Elisabeth.
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FREDERIK.-
Muchas gracias, Helen.
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(Por el foro, ALICIA
ALMOND. Es una muchacha preciosa. Viste el uniforme de las
Fuerzas femeninas auxiliares.)
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ALICIA.-
¿El coronel Kennerlein?
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FREDERIK.-
Pregunte en la habitación de al lado.
(ALICIA titubea un
segundo y hace mutis por la izquierda.)
(Con un reflejo un
poco retardado.) ¡Calle!...
¿Dónde he visto yo a esta muchacha? ¡Ya
sé! Juraría que trabaja en las oficinas del Consejo
de Guerra.
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HELEN.-
¿Y qué le traerá
aquí?
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FREDERIK.-
Lo ignoro.
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(ERNEST, por la
izquierda. Se dirige al teléfono. Marca en él un
número, mientras FREDERIK y HELEN, en silencio, le
examinan.)
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ERNEST.-
¿Es el 23485?... ¿El coronel William
Kennerlein?... ¡Ah, muy bien! Muchas gracias. Adiós.
(Y cuelga. Habla, al tiempo de hacer mutis por la
izquierda.) Dicen que en este momento llega al
hotel. Tardará muy poco.
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FREDERIK.-
(A HELEN.) Le propongo que
subamos, Helen. Mi intención era esperar aquí la
llegada de Agata y de Elisabeth. Pero ya veremos desde arriba.
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(Y se disponen a marcharse. Ya en la escalera, se cruzan
con ILSE.)
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ILSE.-
(A HELEN.) ¿Por
qué me dijo usted que no me había traído el
tercer tomo de Los hermanos Bergmann? (Lo
lleva en la mano.)
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HELEN.-
Porque es verdad que no te lo traje.
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ILSE.-
¡Qué simpática es usted, Helen!
Me ha querido dar la sorpresa. Se lo agradezco mucho. Los otros
dos, me habían abierto la curiosidad.
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HELEN.-
Allá tú, si te empeñas en hacer
de mí tu hada buena.
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ILSE.-
¿De verdad no fue usted?
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HELEN.-
(Sonriendo.) No,
niña, no...
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(Y se marchan por la escalera. ILSE se queda pensativa un instante.
Después se acerca a la puerta izquierda.)
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ILSE.-
¡Teniente Pahlen!
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ERNEST.-
(Desde dentro.)
Sí...
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ILSE.-
¿Tiene usted la bondad de venir un
segundo?
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ERNEST.-
(Aparece en el umbral.)
¿Qué me quiere, señorita Ilse?
(Le habla en un tono tierno y un poco burlón
al mismo tiempo.)
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ILSE.-
¿Es usted quien ha traído este
libro?
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ERNEST.-
¿Puedo saber qué libro es?
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ILSE.-
El tercer tomo de Los hermanos Bergmann.
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ERNEST.-
En efecto, señorita Ilse, he sido yo.
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ILSE.-
Usted me había oído pedírselo a
la señora Stortz, ¿no es cierto?
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ERNEST.-
¡Quién sabe!
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ILSE.-
No necesito para nada los libros de usted. ¿Me
entiende? Y no sé cómo se ha atrevido a traerme
este.
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ERNEST.-
Discúlpeme, señorita. Supuse que le
agradaría leerlo.
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ILSE.-
Sí, si me lo traía Helen, y no, si me
lo traía usted.
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ERNEST.-
Está bien, señorita. No se enfade.
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ILSE.-
No me enfado. Tómelo. (Y se lo
devuelve.)
(ERNEST hace mutis
por la izquierda. ILSE,
por la escalera. La escena queda vacía tres segundos de
reloj. ILSE deshace su
mutis y se aproxima de nuevo a la izquierda.)
¡Teniente Pahlen!
(Su tono de voz es ahora más
suave.)
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ERNEST.-
Dígame.
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ILSE.-
Sé que no lo ha hecho usted con mala
intención...
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ERNEST.-
No, no; seguro que no.
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ILSE.-
Bueno..., pues... nada más. (Y
se marcha. ERNEST, a su
vez.)
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(ERNEST regresa en
seguida, con el libro en la mano, y sube unos
escalones.)
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ERNEST.-
Señorita Ilse...
(ILSE
resurge.)
Acéptemelo, se lo ruego.
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ILSE.-
Bien. (Y se va de
nuevo.)
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(KENNERLEIN surge
por la lateral derecha. ERNEST se le aproxima.)
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KENNERLEIN.-
Creo haber sido bastante rápido. ¿Miss
Almond no llegó todavía?
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ERNEST.-
Sí, sí...
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KENNERLEIN.-
¡Caramba, qué puntualidad!
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ALICIA.-
(Por la izquierda.) A
sus órdenes, mi coronel.
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KENNERLEIN.-
¿Qué hay? Poco habrá esperado,
supongo.
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ALICIA.-
Nada.
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KENNERLEIN.-
Siéntese; es una tarde horrible de
frío. No estoy muy habituado yo a estos rigores. Nueva
Orleans es muy distinto.
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ALICIA.-
Yo soy de California, de Pasadena, ciudad que no
conoce la nieve. Imagínese el cambio.
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KENNERLEIN.-
Bien. Hablemos del asunto Hoffmann, para mí
más horrible aún que la tarde.
(ERNEST hace
ademán de marcharse.)
Quédese, teniente Pahlen. No
es nada secreto y puedo necesitarle. ¿Transmitió
usted mi recado a Frederik Kennerlein?
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ERNEST.-
Sí, mi coronel.
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KENNERLEIN.-
No se fue, ¿verdad?
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ERNEST.-
No, está en la casa.
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KENNERLEIN.-
Bien, le escucho.
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ALICIA.-
El capitán Marling hizo las gestiones,
conforme se había convenido, en su calidad de abogado
defensor. Naturalmente, se ha accedido a lo solicitado por la
familia.
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KENNERLEIN.-
Perfecto.
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ALICIA.-
Será preciso, como es lógico, acreditar
la personalidad de los interesados.
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KENNERLEIN.-
Claro, claro.
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ALICIA.-
Este volante habrá de acompañar a la
documentación que presenten.
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(Le entrega un volante que KENNERLEIN lee.)
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KENNERLEIN.-
De acuerdo.
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ALICIA.-
La entrada será por la puerta número
seis.
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KENNERLEIN.-
¿La hora?
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ALICIA.-
Solo con la mayor reserva puedo
comunicársela.
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KENNERLEIN.-
No se preocupe.
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ALICIA.-
Las cinco de la madrugada.
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KENNERLEIN.-
Entendido. El capitán Marling, ¿sabe
usted dónde andará hoy?
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ALICIA.-
No lo sé con exactitud. Salió del
Tribunal conmigo. Iba a hacer unas diligencias. He de confesarle a
usted que está nervioso y preocupado. El caso del general
Hoffmann no es un caso vulgar, se lo aseguro. Y al capitán
Marling le ha quitado el sueño.
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KENNERLEIN.-
¿Solo a él, miss Almond?
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ALICIA.-
De todas formas, dentro de dos horas le
encontrará usted en el PX. (Sigla
de Post
Exchange, que deberá pronunciarse
«piex».) Comerá allí.
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KENNERLEIN.-
Muy agradecido a todo.
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ALICIA.-
¿Desea algo más?
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KENNERLEIN.-
No. Hasta siempre.
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ALICIA.-
A sus órdenes.
(El teniente PAHLEN le acompaña hasta la
puerta.)
Ernest, ¿irás al
baile de los pontoneros el sábado?
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ERNEST.-
No lo sé todavía.
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ALICIA.-
Anda, anímate.
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ERNEST.-
Ya veré.
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ALICIA.-
Te aguardo allí.
(Mutis.)
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(KENNERLEIN vuelve
a leer el volante, ensimismado en sus pensamientos.)
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KENNERLEIN.-
(A ERNEST, cuando
regresa.) Teniente: haga el favor de decir a
Frederik Kennerlein que le espero.
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ERNEST.-
A la orden, mi coronel.
(KENNERLEIN, de
pie, le aguarda, cercano a la puerta de la izquierda.)
Señor Kennerlein, el coronel
Kennerlein le espera.
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FREDERIK.-
(Desde dentro.) Ahora
bajo.
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KENNERLEIN.-
Usted asistirá a la entrevista, teniente
Pahlen.
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ERNEST.-
Como disponga.
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FREDERIK.-
(Por la derecha. Con un aire de
fría indiferencia.) Dígame, coronel
Kennerlein.
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KENNERLEIN.-
Es esta la primera vez que nos hablamos desde que,
hace más de un año, llegué a Steinburg. Si un
solo momento pudo existir alguna duda sobre mi buena voluntad para
todos los de esta casa, sin distinciones, creo que ahora ya no es
lícito suponerlo así.
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FREDERIK.-
Nunca he dudado de esa buena voluntad.
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KENNERLEIN.-
El comandante Frederik Kennerlein no se avino a vivir
conmigo y decidió marcharse de Villa Agata. Me
pareció un gesto digno el suyo. En alguna ocasión nos
hemos visto en la ciudad y ha vuelto la cara, para no saludarme.
Sigue pareciéndome comprensible. Pero yo creo haber hecho
cuanto estaba en mi mano para que se me perdonara el pertenecer al
ejército que había ganado la guerra, y noto que
Frederik Kennerlein se empeña en tratarme todavía
como miembro de ese ejército. No tengo motivo de orgullo que
supere al de ser militar norteamericano, pero aquí en este
suelo que piso, preferiría oírme llamar William a
secas.
|
FREDERIK.-
No. Hoy por lo menos, coronel Kennerlein.
Quizá dentro de algún tiempo, William otra vez.
Cuando hayamos olvidado, si es que podemos olvidar.
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KENNERLEIN.-
Sea.
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FREDERIK.-
Nos empeñamos, un poco puerilmente, en
suponer... que solo son símbolos los que han luchado.
Estados Unidos de una parte y de otra Alemania; la democracia y el
nazismo. Eso es verdad, hasta cierto punto. Pero, claro, si nos
damos cuenta de que los símbolos por sí solos no son
nada y de que necesitan encarnar en seres de carne y hueso para que
combatan por ellos, resultará que, al fin y a la postre, son
americanos y alemanes los que han peleado; en suma, los Kennerlein
de una orilla y los de la contraria.
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KENNERLEIN.-
¿Crees que este es momento para hablar de esa
forma, Frederik?
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FREDERIK.-
Tal vez es el mejor. Porque, antes de mañana,
un Kennerlein habrá hecho matar a otro Kennerlein.
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KENNERLEIN.-
¡No te tolero ese lenguaje! (Se
enfrenta con violencia.)
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ERNEST.-
(Les separa.) Frederik
Kennerlein, ¡modere sus nervios!
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KENNERLEIN.-
Yo no tengo la culpa de que el general Hoffmann haya
cometido un acto contra el derecho de gentes.
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FREDERIK.-
¿Sabes cuál es el verdadero delito del
general Hoffmann? El de haber sido derrotado. ¿Y
sabéis por qué sois vosotros los que le
juzgáis? Porque habéis sido los vencedores. Pero no
porque os asista el Derecho. Desde que el mundo es mundo, los
culpables de guerra han figurado siempre en las filas de los
vencidos. Mala cosa es perder una guerra, coronel Kennerlein.
¿Has visto muchas casas en pie por Alemania? Si nosotros
hubiéramos triunfado, tú estarías en el
banquillo del general Hoffmann, respondiendo de sus ruinas.
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KENNERLEIN.-
Esas ruinas de que hablas, a mí y a todo
hombre bien nacido nos mueven a piedad cuando nos olvidamos de que
antes de que Berlín y Fráncfort y Maguncia fueran
destruidas, lo fue Varsovia. Las ruinas de Varsovia son las
primeras, y las causasteis vosotros, y estas, consecuencia de
aquellas únicamente. Nada en el mundo, comandante
Kennerlein, podrá hacernos perder la memoria hasta ese
punto.
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FREDERIK.-
Pues bien: ya habéis ejecutado, en Nuremberg,
a los que desencadenaron la guerra. ¿No es suficiente? Los
honorables senadores de Washington, ¿desean más
sangre todavía?
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KENNERLEIN.-
Justicia es lo único que quieren. La piden
millones y millones de seres que perdieron a sus hijos o a sus
maridos o a sus padres. Ejecutamos, para escarmiento del mundo, a
los que provocaron esta catástrofe inmensa, a los verdugos
de los campos de concentración y a los asesinos de los
prisioneros indefensos.
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FREDERIK.-
Ejecutáis a generales por haber obedecido a
los ministros. Ejecutaréis también a los soldados por
haber obedecido a sus generales. ¿Quién os lo impide?
Yo, lo que os pregunto, es cuándo un militar puede discutir
las órdenes que recibe. ¿En qué
ejército sería posible esa libertad? En la grandeza
del alma militar, corresponde a la obediencia la mayor parte.
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KENNERLEIN.-
La obediencia tiene un límite, y la
rebelión puede ser tan sagrada como la obediencia.
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FREDERIK.-
La rebelión, sí; pero con conocimiento
de causa. A ciegas, no. Un general no es toda la guerra, ni menos
toda la política de un pueblo. Cuando el general Hoffmann
recibió la orden, no iba a preguntar la razón de ella
a sus superiores. La idea de que se trataba de una represalia
pasó, tal vez, por su imaginación. En todo caso, se
limitó a cumplir, automáticamente, lo que se le
mandaba.
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KENNERLEIN.-
Nuestros soldados no son autómatas como los
vuestros.
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FREDERIK.-
Solo hay una manera de ser soldados: tanto en el
mundo de las democracias como en el de las dictaduras.
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KENNERLEIN.-
Ese es vuestro error. La diferencia se nota en todo.
El hombre libre anda, respira, habla y, naturalmente, lucha de
distinta manera que el que no lo es. A la larga, y en igualdad de
condiciones, vencerá siempre a los autómatas y, lo
que es más elocuente, a los fanáticos.
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FREDERIK.-
Coronel Kennerlein: en el día en que sus
compañeros de armas van a ahorcar al general Hoffmann,
¿se me ha mandado llamar para que discutamos
académicamente ese problema?
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KENNERLEIN.-
No por cierto, aunque así lo parezca.
Necesitaba entregarte esto. (Le da el volante que
recibiera de miss ALMOND.)
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FREDERIK.-
(Después de examinarlo
sumariamente.) Deduzco de su lectura que
renunciáis a incinerar de oficio el cadáver del
general Hoffmann y que, en lugar de dispersar sus cenizas desde un
cuatrimotor, lo entregáis a su familia, ¿no es
así?
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KENNERLEIN.-
¡Frederik! ¡No te consiento la menor
ironía!
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(ERNEST ha de
dominarse.)
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FREDERIK.-
Perfectamente: muy agradecido, Kennerlein.
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KENNERLEIN.-
Es cuanto quería comunicarte de un modo
oficial. Hay otras cosas, de índole privada, que deseo que
me oigas. Puede retirarse, teniente Pahlen.
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ERNEST.-
(Taconazo.) A la orden,
coronel Kennerlein. (Se va por la
izquierda.)
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KENNERLEIN.-
Yo tengo, en conciencia, la persuasión de que
el general no dio la orden por la que se le juzga.
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FREDERIK.-
Tal pienso, yo; pero, ¿qué te lleva a
suponerlo así?
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KENNERLEIN.-
El general Hoffmann ha renunciado a defenderse ante
el Consejo de Guerra. Yo sé bien por qué. El general
cree que este es, no un proceso personal contra él, sino
contra el Ejército alemán, y que es inútil
alegar nada en su descargo.
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FREDERIK.-
Acaso acierta.
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KENNERLEIN.-
Muy al contrario, se equivoca de medio a medio. La
demostración de que la orden no había pasado de sus
manos y de que había sido cursada del Alto Mando al
comandante que la ejecutó le hubiera salvado. La
demostración de que se había negado a darle curso,
también; pero, en cualquiera de los dos casos, habrá
hecho patente, a los ojos de sus enemigos, que era, o un general
por encima de cuya autoridad pasaban los demás, o que
desacataba a sus superiores; en suma, un general que faltaba a su
deber. A ninguna de esas dos soluciones se avenía Hoffmann.
La raíz de su silencio tiene, a mi entender, esa causa.
|
FREDERIK.-
¿Por qué no lo apreció
así el Consejo de Guerra?
|
KENNERLEIN.-
El Consejo de Guerra ha buscado al responsable del
crimen cometido. En teoría, la responsabilidad del general
Hoffmann es indiscutible.
|
FREDERIK.-
¿Basta eso para condenar a muerte a un
hombre?
|
KENNERLEIN.-
No es mi cometido discutir la sentencia dictada.
Deseaba que supieras, sin embargo, que he trabajado incansablemente
por descubrir la verdad, y segundo, que la madrugada de hoy
será para mí especialmente amarga.
|
FREDERIK.-
No lo dudo.
|
KENNERLEIN.-
Algo más todavía: aunque los horrores
que os llevaron al caos disculpen todas nuestras reacciones,
déjame que te declare que no es en Norteamérica donde
han encontrado ni su germinación ni su clima más
favorable estos procesos de posguerra. Mi país está
acostumbrado a otra suerte de victorias. Yo, personalmente,
entiendo que no existe para el vencedor momento de mayor grandeza
que aquel en que tiende su mano al vencido, y creo, igualmente, que
en el modo de ganar y en el de perder sus guerras se conocen los
pueblos grandes de la Historia.
|
FREDERIK.-
Es noble oírte hablar de esa manera,
William.
|
KENNERLEIN.-
Si os he ayudado en cuanto estaba a mi alcance, a lo
largo de los muchos meses pasados, es porque mi conciencia me lo
dictaba así, por lealtad a una ley de sangre común y
porque amo a Elisabeth Hoffmann con todo mi corazón y deseo
que sea mi mujer.
|
|
(ILSE baja
precipitadamente las escaleras, seguida de HELEN.)
|
ILSE.-
¡Ya vienen, Frederik!
(ILSE hace
mutis por la derecha.)
|
|
(HELEN aguarda al
pie de la escalera. ERNEST
PAHLEN llega por la izquierda. Por la derecha aparecen
AGATA y ELISABETH. KENNERLEIN y PAHLEN les saludan con un taconazo.
AGATA, ni pestañea
siquiera. ELISABETH
responde con un casi imperceptible gesto de cortesía. A
AGATA se le cae al suelo
un pequeño monedero. Todos hacen ademán de recogerlo.
Es ELISABETH quien lo
recoge. Después, se van por la escalera. ILSE se les une. FREDERIK da un taconazo y se marcha
con ellas. Ahora aparece, en ademán de quitarse los guantes,
el PÁTER DANIEL
O'CONNOR. Viste uniforme, análogo al de los
demás, pero con dos cruces en las solapas. KENNERLEIN se sienta, fatigado a ojos
vista. Sin palabras, les brinda asiento al PÁTER y a ERNEST. Al cabo de un segundo, saca un
paquete de cigarrillos.)
|
KENNERLEIN.-
En su Orden, ¿está permitido fumar,
Páter? Porque tengo entendido que usted pertenece a una
Orden, ¿no es así?
|
DANIEL.-
En efecto, soy Padre dominico.
|
KENNERLEIN.-
¿Y el tabaco?
|
DANIEL.-
Mi Orden es anterior al tabaco, y no puede haber, por
tanto, ningún precepto fundacional que nos lo
prohíba.
|
KENNERLEIN.-
¿Un cigarrillo, entonces?
|
DANIEL.-
Hoy no, coronel Kennerlein.
|
KENNERLEIN.-
Como guste.
|
|
(ERNEST sí
se lo acepta.)
|
DANIEL.-
Hay días en los que hasta de respirar parece
remorderme la conciencia. Imagínese de fumarse un
cigarrillo, que es divertirse al respirar.
|
KENNERLEIN.-
La verdad sea dicha, nuestro oficio es menos penoso
que el suyo.
|
DANIEL.-
El mío no es oficio, es ministerio.
|
KENNERLEIN.-
Discúlpeme, Páter, si no acierto con
las palabras. Le decía que...
|
DANIEL.-
Si le he entendido... Y tiene razón. Por otra
parte, la guerra, no es un estado permanente. El dolor, sí.
Y el dolor, amigo mío, es el campo de operaciones del
religioso.
|
KENNERLEIN.-
Escúcheme, Páter, ¿estuvo todo
el tiempo con la señora y la señorita Hoffmann?
|
DANIEL.-
Sí; no ha sido agradable el trago, se lo
aseguro. Esto aparte, el general ha demostrado un temple
maravilloso.
|
KENNERLEIN.-
Es un hombre de cuerpo entero.
|
DANIEL.-
En lo que concierne a su esposa, jamás he
visto una entereza igual. Tiene algo de espartano. El
espíritu militar, tan metido lo lleva ella en el alma como
él. La hija, pobre, es diferente. Apenas si ha atinado a
pronunciar unas palabras.
|
ERNEST.-
(A KENNERLEIN, en voz
baja.) Parece como si quisiera algo coronel
Kennerlein...
|
|
(En efecto, ELISABETH acaba de aparecer en lo alto
de la escalera, y hace ademán de hablarle. El coronel
KENNERLEIN tira su
cigarrillo y se acerca a ella, que desciende unos
escalones.)
|
KENNERLEIN.-
Dime, Elisabeth.
|
ELISABETH.-
(Vacilante.) William...
(Le mira intensamente.) Es tan
horrible lo que me pasa...
|
KENNERLEIN.-
Ánimo, Elisabeth. Es menester vencerse. La
tía Agata da el ejemplo.
|
ELISABETH.-
No creas que no hago lo posible por sacar fuerzas de
flaqueza, pero es que no puedo más..., créeme.
|
KENNERLEIN.-
Lo comprendo, Elisabeth.
|
ELISABETH.-
El capitán Marling nos dijo que continuaba sus
gestiones y que... quedaba todavía una probabilidad de
que...
|
KENNERLEIN.-
Sí, ya sé...
|
ELISABETH.-
Esa probabilidad..., ¿no existe ya?
|
KENNERLEIN.-
Elisabeth...
|
ELISABETH.-
Te pido que me hables sinceramente, William. Me
encuentro dispuesta a todo.
|
KENNERLEIN.-
Yo no puedo mentirte. Sería demasiado
cruel.
|
ELISABETH.-
Denegaron el indulto, ¿verdad?
|
KENNERLEIN.-
Sí.
|
ELISABETH.-
¿Lo han dicho por escrito..., de alguna
manera? Yo no entiendo nada de eso, William.
|
KENNERLEIN.-
Bueno..., han confirmado la sentencia: eso lleva
implícita la denegación del indulto.
¿Comprendes?
|
ELISABETH.-
Claro, claro.
|
KENNERLEIN.-
La tía Agata, ¿está enterada de
las gestiones del capitán Marling?
|
ELISABETH.-
El capitán Marling prefirió
ocultárselas. Tenía muy poca fe en su éxito y
quiso evitarle que se hiciera ilusiones. Yo misma lo supe contra su
voluntad.
|
KENNERLEIN.-
Por desgracia, acertó.
|
ELISABETH.-
Así fue.
(Transición.) Traigo el encargo
de dar las gracias a dos personas. Una a él, otra a
ti...
|
KENNERLEIN.-
Yo no las merezco.
|
ELISABETH.-
Mi padre piensa de otro modo. «A mi leal
adversario, el coronel Kennerlein, agradécele cuanto ha
hecho por mí»... (Le mira a los ojos, e
inconteniblemente rompe a llorar contra su hombro. Son unos
sollozos sofocados y amargos.)
|
KENNERLEIN.-
Elisabeth, vamos. Te has mantenido fuerte, hasta
ahora. No te dejes abatir. Piensa que el general se sentirá
orgulloso de vuestra entereza.
|
ELISABETH.-
(Con una mayor
serenidad.) Perdóname. Por un momento, no he
sido dueña de mí... Tal vez necesitaba esta crisis
para cobrar nuevas fuerzas... Te prometo que no se
repetirá.
|
KENNERLEIN.-
Estoy seguro, Elisabeth.
|
ELISABETH.-
Yo también te doy las gracias por todo,
William.
|
KENNERLEIN.-
Calla, calla... Sube al lado de tu madre.
Acompáñala... Y no olvides que cuantos estamos en
Villa Agata pasaremos unas horas dolorosas...
|
ELISABETH.-
Lo sé, William.
|
KENNERLEIN.-
Cuando se desvanezca un poco este sueño
espantoso, un nuevo día, Elisabeth, llegará a tu
vida...
|
ELISABETH.-
¡Ojalá no te equivoques, William!...
(Le da la mano, que WILLIAM le besa con respeto y amor, y
hace mutis.)
|
|
(WILLIAM vuelve a
reunirse con el PÁTER y con ERNEST, que han permanecido ajenos a
su diálogo. Hay una pausa. KENNERLEIN saca unos cigarrillos y,
maquinalmente, le ofrece uno al PÁTER. A ERNEST no, porque este
fuma.)
|
KENNERLEIN.-
¡Ah!, dispénseme, Páter... Me
había olvidado. (Él enciende su
cigarrillo.)
|
ERNEST.-
Mi coronel, ¿no cree usted que un whisky nos
sentará maravillosamente bien?
|
KENNERLEIN.-
Está usted haciendo una proposición
sensacional, Pahlen.
|
ERNEST.-
Voy a prepararlo. ¿A usted le apetece otro,
Páter?
|
DANIEL.-
No hay nada que justifique que dé trato de
preferencia a la bebida sobre el tabaco.
|
ERNEST.-
Como guste. (Inicia el mutis por la
izquierda, pero en este instante suena un
timbre.)
|
KENNERLEIN.-
Es la puerta de la calle. ¿La cerró
usted tal vez, Páter, al llegar?
|
DANIEL.-
Sí.
|
KENNERLEIN.-
Siempre está abierta, pero hizo usted bien
cerrándola. Abra usted, Ernest, por favor. Aunque pienso que
sería delicado que preguntara usted arriba... Acaso deseen
evitarse visitas fastidiosas, y hoy es tarde de temerlas.
|
DANIEL.-
(Puesto que a ERNEST la escalera le impone cierto
respeto.) Déjeme a mí...
(Y sube y llama en la puerta.)
Señorita Hoffmann...
|
ELISABETH.-
(Se asoma en el acto.
Alarmada.) ¿Qué hay?
|
DANIEL.-
Nada. Que llaman a la puerta; y que si usted desea
que le ahuyentemos inoportunos...
|
ELISABETH.-
Muchas gracias, Páter. No estamos con
ánimos de recibir a nadie. Solo si viniera la señora
Klein...
|
DANIEL.-
No se preocupe...
(El timbre suena de nuevo mientras el PÁTER desciende la escalera. A
ERNEST, que le consulta
con la mirada.)
Si es la señora Klein, que
pase.
|
|
(ELISABETH se
queda un instante para ver quién llega. Mutis de
ERNEST, que casi
instantáneamente regresa.)
|
ERNEST.-
El capitán Marling, mi coronel.
|
KENNERLEIN.-
(Con un leve atisbo de
esperanza.) Veamos...
(El capitán MARLING es un hombre de cualquier
edad. Se supone que se ha desembarazado de su gabardina y su gorra
de uniforme. Penetra quitándose los guantes, que, desde el
foro, arroja dentro. Trae un aire de cierta zozobra.)
¿Qué hay,
capitán Marling?
|
MARLING.-
Sucede algo importante.
|
|
(ELISABETH,
intrigada por la presencia y el tono de voz de MARLING, se detiene a
escucharle.)
|
KENNERLEIN.-
¿De qué se trata?
|
|
(ERNEST y el
PÁTER hacen
ademán de retirarse. MARLING se lo impide.)
|
MARLING.-
No es nada que ustedes no puedan oír.
|
KENNERLEIN.-
Siéntese.
|
MARLING.-
Usted sabe que yo, desde el primer día, he
tenido la convicción de que el general Hoffmann era
inocente.
|
KENNERLEIN.-
Cierto.
|
MARLING.-
Acabo de verlo demostrado.
|
KENNERLEIN.-
¿Cómo es eso?
|
MARLING.-
En el archivo de la 96 División, que ha sido
encontrado en los sótanos de una casa próxima a donde
estuvo el Cuartel General, ha aparecido la orden. He sacado copia
de ella. Su lectura, a mi juicio, no deja lugar a dudas.
Véala. (Le tiende una cuartilla de papel a
KENNERLEIN.)
|
KENNERLEIN.-
(Lee.) «Los
pilotos norteamericanos que se hallan bajo su vigilancia
serán sorteados. Veinte de ellos, inmediatamente pasados por
las armas. El portador de esta orden me dará cuenta de haber
sido cumplida sin pérdida de tiempo».
(Pausa.) Draconiana orden, a fe
mía.
|
MARLING.-
¿Se fijó en quién la firma?
|
KENNERLEIN.-
No el Ejército, la Policía...
|
MARLING.-
¿Y ha advertido usted, mi coronel, a
quién va dirigida?
|
KENNERLEIN.-
(Lee de nuevo.)
«Señor comandante jefe del Campo de Prisioneros
número 28...».
|
|
(ELISABETH hace
mutis cautelosamente.)
|
MARLING.-
Esto demuestra, primero, que la orden no
partió del general Hoffmann, y segundo, que no le fue ni
siquiera comunicada.
|
KENNERLEIN.-
O acaso, tan solo, después de cumplida.
|
MARLING.-
Aun hay más: la ejecución tuvo lugar el
18 de marzo. Tres días después, el comandante
Schneider, que era jefe del Campo, fue destituido. La orden de
destitución, esa sí, la firma Hoffmann. Se dispone,
escuetamente, que resigne el mando en su segundo y que se presente
en el cuartel general. ¿No es bien expresivo todo ello?
|
KENNERLEIN.-
Fue su reacción al tener noticia de los
fusilamientos.
|
MARLING.-
¿Por qué Hoffmann no lo adujo en
descargo suyo?
|
KENNERLEIN.-
Porque entendió que se le condenaba como un
símbolo y quiso asumir la responsabilidad de cuanto
había sucedido bajo su jurisdicción. Pero, en fin,
nuestra tarea no es ahora la de determinar si procedió con
acierto o equivocadamente, sino de hacer lo que esté en
nuestras manos para impedir que se produzca nada irreparable.
|
MARLING.-
Así es, mi coronel.
|
|
(ELISABETH,
AGATA y FREDERIK aparecen, en silencio, en lo
alto de la escalera. Ninguno de los restantes personajes advierten
su presencia.)
|
KENNERLEIN.-
Veamos. La orden de que se suspenda o, por lo menos,
se aplace la ejecución de Hoffmann, ¿quién
puede darla?
|
MARLING.-
La conformidad con la sentencia fue firmada por el
Comandante General de la Plaza, a propuesta del Consejo de
Guerra.
|
KENNERLEIN.-
Luego, será preciso que el mismo Consejo lo
solicite del Comandante, ¿no es así?
|
MARLING.-
Justo.
|
KENNERLEIN.-
En consecuencia, lo primero es ponerse al habla con
su Presidente. ¿Sabe usted dónde puede estar?
|
MARLING.-
No le esperaban en su residencia hasta las diez.
Había salido de la ciudad a eso de las cuatro y
comería fuera.
|
KENNERLEIN.-
¿Y el resto de sus compañeros de
Consejo?
|
MARLING.-
A esos, les he dicho que se reúnan en
Tribunales Militares.
|
KENNERLEIN.-
Bien. ¿Intentó usted localizar al
Presidente?
|
MARLING.-
Sí, pero sin éxito alguno. De todas
formas, se han cursado órdenes para que se le busque, y
confío en que den resultado. El Consejo estará
reunido cuando él llegue.
|
KENNERLEIN.-
Convendría advertir al Comandante General lo
que pasa.
|
MARLING.-
Ya lo hice. Hablé con su ayudante, el mayor
Driver, y le previne de que acaso el Consejo solicitaría el
aplazamiento de la ejecución de Hoffmann.
|
KENNERLEIN.-
Bien, capitán Marling: veo que no ha perdido
usted el tiempo.
|
MARLING.-
No nos sobraba mucho, coronel Kennerlein.
|
KENNERLEIN.-
Es verdad.
|
MARLING.-
De todas formas, yo me marcho. Voy a Tribunales
Militares. Deseo informar cuanto antes a los miembros del Consejo
de lo sucedido.
|
KENNERLEIN.-
Me parece perfecto.
|
MARLING.-
Apenas haya alguna novedad, le
telefonearé.
|
KENNERLEIN.-
Se lo agradeceré mucho.
|
MARLING.-
Hasta luego, entonces.
|
AGATA.-
(Sonoramente.) Dios le
bendiga, capitán Marling.
|
|
(El capitán MARLING, sorprendido, se detiene un
segundo. Insinúa una leve inclinación de cabeza y se
marcha por la derecha.)
|
KENNERLEIN.-
Les ruego que no salgan de sus habitaciones. Tengo
tanto interés como ustedes en despertar de esta pesadilla,
pero su presencia me cohíbe. Déjenme. He de dar
algunas órdenes.
|
FREDERIK.-
Sí,... (A AGATA y ELISABETH.)
Vámonos.
|
|
(Hacen mutis los tres.)
|
KENNERLEIN.-
Retírese un momento, teniente Pahlen.
|
ERNEST.-
A la orden. (Mutis, a su vez, por la
izquierda.)
|
KENNERLEIN.-
Páter: he de encomendarle una misión
delicada. Va usted a trasladarse a la prisión. Yo
llamaré ahora mismo al alcaide, el comandante Trusell, para
que le reciba. Si por fortuna se suspende la ejecución, a
quien primero se le comunicará será a él, como
es lógico. Para mí, las pruebas aportadas por el
capitán Marling no admiten dudas, y estoy cierto de que el
Consejo les concederá la importancia que tienen. Bien. Va
usted a solicitar, en ese caso, de Trusell que le permita a usted
notificarle personalmente al general Hoffmann, que la sentencia se
ha suspendido.
|
DANIEL.-
No creo que haya ningún obstáculo.
|
KENNERLEIN.-
Tampoco yo. Eso sí, me atrevería a
darle un consejo, aunque le parezca pueril. ¿Conoce el
general la hora a que ha de ser ejecutado?
|
DANIEL.-
Lo ignoro.
|
KENNERLEIN.-
A despecho de la magnífica entereza de que ha
hecho gala, convendría ahorrarle emociones superfluas... No
sé cómo explicarme... El ideal sería que oyera
su voz antes que sus pasos, y que los cerrojos de su celda se
abrieran después de que supiese que había sido
indultado. No antes.
|
DANIEL.-
Soy de su mismo criterio y procuraré que las
cosas sucedan de esa forma.
|
KENNERLEIN.-
Le ruego que, apenas cumplida su misión, me
avise.
|
DANIEL.-
No lo dude.
|
KENNERLEIN.-
Y eso es todo.
|
DANIEL.-
Sencillo me parece.
|
KENNERLEIN.-
¿Tiene usted coche, Páter?
|
DANIEL.-
No, andaba mal; me trajo el sargento Richard.
|
KENNERLEIN.-
¡Teniente Pahlen!
|
ERNEST.-
(Sale por la izquierda.)
¡A la orden!
|
KENNERLEIN.-
¿Le importaría a usted acompañar
al Páter a la prisión en mi coche?
|
ERNEST.-
Encantado. (Hace mutis por la
derecha.)
|
KENNERLEIN.-
¿Y un cigarrillo ahora, Páter?
|
DANIEL.-
¡Caramba, ahora sí! (Se lo
acepta. Echa una bocanada de humo.) Sienta
bien...
|
KENNERLEIN.-
¿Nevaba cuando usted vino?
|
DANIEL.-
Sí, aunque algo menos que al
mediodía.
|
KENNERLEIN.-
¿Le gusta a usted la nieve?
|
DANIEL.-
Sí, es bonita, pero se mancha mucho y hay que
estarla llevando siempre al tinte.
|
|
(KENNERLEIN se
ríe.)
|
ERNEST.-
(Ha cogido una trinchera y unos
guantes.) Yo ya estoy listo, Páter.
|
KENNERLEIN.-
¿Sabe usted cuál es el teléfono
de la prisión?
|
ERNEST.-
Sí... Aquí lo tengo...
(Busca en la agenda.) El 11650.
|
KENNERLEIN.-
Antes de que lleguen, ya habré yo hablado con
el comandante Trusell.
|
DANIEL.-
Hasta pronto, coronel Kennerlein.
|
ERNEST.-
A la orden.
|
|
(KENNERLEIN se
detiene un momento en el quicio de la puerta para despedirles.
Simultáneamente, suena el teléfono.)
|
KENNERLEIN.-
(Asaltado de un
presentimiento.) Esperen un minuto.
|
|
(Los dos habían hecho mutis, pero vuelven a escena.
ERNEST, poniéndose
la trinchera, y los guantes.)
|
DANIEL.-
¿Qué pasa?
|
KENNERLEIN.-
(Descuelga el
teléfono.) Dígame... Sí, Villa
Agata... Sí, el coronel Kennerlein al aparato...
¿Quién habla?... ¿El comandante Trusell?...
(Les hace señas a PAHLEN y al PÁTER para que se
aproximen.) Dígame... Sí, sí...
¿Es posible?... Bien, bien. Muy agradecido...
(Cuelga.)
|
ERNEST.-
¿Sucede algo?
|
KENNERLEIN.-
Demasiado tarde, señores.
(ELISABETH,
furtivamente, ha aparecido en lo alto de la escalera.)
El general Hoffmann ha puesto fin a
su vida.
|
|
(ELISABETH da un
grito terrible, que resuena en la casa entera, y rápidamente
cae el...)
|
|
TELÓN
|