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ArribaAbajoActo II

 

La misma escena del acto anterior. Enero de 1947. Es una tarde de invierno. Fuera, nieva copiosamente.

 
 

Al levantarse el telón, HELEN, sentada en una butaca, en actitud de leer un libro cualquiera. El coronel KENNERLEIN aparece por la puerta izquierda. Lleva una trinchera sobre el uniforme. Usa la misma varita del principio de la obra. Al ver entrar al coronel KENNERLEIN, HELEN cierra su libro, el coronel KENNERLEIN llega seguido de ERNEST.

 

KENNERLEIN.-   El número de teléfono que le he dejado, ¿cuál es?

ERNEST.-   El 23485.

KENNERLEIN.-   ¡Ah, muy bien! Creí que me había confundido. Ya sabe, es para que pregunte usted por mí, si llegaran noticias y yo no hubiera vuelto todavía; pero imagino que no necesitará usted utilizarlo.

ERNEST.-   Supongo que no.

KENNERLEIN.-   ¿Qué hora exacta tiene usted?

ERNEST.-   Son las cinco menos diez minutos.

KENNERLEIN.-   Tres para ir al hotel, otros tres para dejar la tarjeta al muy ilustre senador que nos honra con su visita y excusarnos por el mal tiempo con que le recibimos, y otros tres para volver. Nueve en conjunto... Quien se retrasa es el comandante Friedman. Ya debiera estar, con su coche, aquí.

ERNEST.-   Hay bastante nieve por la carretera y Villa Agata no es demasiado fácil de encontrar.

KENNERLEIN.-   Eso es cierto.  (Transición.)  Las cinco menos diez, dijo usted... Entonces, la señora Hoffmann y su hija tampoco tardarán en volver.

ERNEST.-   Algo más que usted, sí. La cárcel queda lejos y un coche de caballos no es lo mismo que un automóvil.

KENNERLEIN.-    (Con reserva.)  He de hablar indispensablemente a Frederik Kennerlein. ¿Sigue con Ilse arriba?

ERNEST.-   Sí.

KENNERLEIN.-   Pues no le permita, por ningún concepto, que se marche antes de que yo regrese.

ERNEST.-   Descuide, mi coronel.

KENNERLEIN.-   Señora Stortz: ¿qué sucedió con el periodista de esta mañana? Tengo entendido que discutieron ustedes.

HELEN.-   Sí. Me hizo varias preguntas impertinentes y yo...

KENNERLEIN.-   Y usted se negó, como es lógico, a responderle.

HELEN.-   En esencia, así fue.

KENNERLEIN.-   Muy bien, señora Stortz.

HELEN.-   Creí que poner obstáculos a una publicidad... cuando menos irrespetuosa, era natural de mi parte.

KENNERLEIN.-   Le doy a usted toda la razón.

HELEN.-    (Sombríamente, pero sin perder su sonrisa.)  Mañana..., el general Hoffmann, ya habrá pasado de actualidad.

ERNEST.-    (Que parece escuchar cercano al ventanal.)  Mi coronel, ahí llega el comandante Friedman.

KENNERLEIN.-   ¡Ah, perfecto! Buenas tardes, señora Stortz.

HELEN.-   Buenas tardes, coronel Kennerlein.

KENNERLEIN.-   Hasta ahora. Y, repito: avíseme si hiciera falta.

ERNEST.-   No se preocupe.

 

(KENNERLEIN se va por la puerta de la calle. Con él, en el mismo umbral, ha debido cruzarse MARGARET. Se ha echado un abrigo al hombro, de una manera un poco descuidada, para venir de su casa a la de los Hoffmann. Trae una especie de manteleta con que protegerse el pelo. Da muestras de frío.)

 

MARGARET.-   ¡Qué barbaridad! Lo que está cayendo.

HELEN.-     (Severa.)  ¿Qué haces aquí, Margaret?

 

(ERNEST se fue por la izquierda.)

 

MARGARET.-   Mujer, lo que tú...

HELEN.-   No, Margaret; lo que yo, no. Yo he venido a esperar la vuelta de Elisabeth y de su madre, que han ido a despedirse del general Hoffmann. Tú, traes otras miras. Y debo decirte, por tu bien, que me parece que pierdes el tiempo.

MARGARET.-   Querida cuñada: eso no es cuenta tuya.

HELEN.-   De sobra sé lo de Frederik. Eso, sí: buen error el tuyo si te imaginas que fuiste para él algo más que la mujer de unas noches.

MARGARET.-   ¿Lees ahora el pasado, Helen?

HELEN.-   Tu pasado y, aun más, tu porvenir, con demasiada claridad, Margaret.

MARGARET.-   ¡Cuidado con lo que dices!

HELEN.-   No sé por qué te haces la ofendida.

MARGARET.-   Es que yo, sí, te adivino el pensamiento.

HELEN.-   ¡Qué habilidad tan inútil! ¿Por qué no adivinas el de Frederik, entonces? ¿O te da miedo?

MARGARET.-   ¡Bah!

HELEN.-   Fuiste su diversión, de vuelta del frente. Te tomó y te dejó como a una cualquiera. Y tú andas rondándole, sin resignarte a ser despedida. Pero él y todos, saben que has puesto buenos ojos al teniente y al coronel Kennerlein.

MARGARET.-   ¡Historias!

HELEN.-   Y que basta que olfatees hombre nuevo para que vengas aquí a mirarle la cara, y que no hay, en seis kilómetros a la redonda, quien no guiñe el ojo cuando habla de ti.

MARGARET.-   ¡Vas a callarte!

 

(HELEN, ni pestañea. Ha cerrado su libro sobre el brazo de su butaca.)

 

HELEN.-   Por lo que se refiere a tus posibles clientes de Villa Agata, sábelo de una vez: el coronel Kennerlein ama a Elisabeth; el teniente Pahlen ama a Ilse y Frederik Kennerlein, no ama a nadie. Tienes un derecho de opción sobre el capitán castrense, y otro, eventual, sobre el resto del Ejército norteamericano y de la población civil de Steinburg; pero, justo, en esta habitación, pierdes lamentablemente tu vida. ¿Está claro?

MARGARET.-   Los tres que has nombrado, me importan un bledo.

HELEN.-   Y es una falta de respeto que, precisamente hoy, te presentes en casa de la señora Hoffmann, que te detesta.

MARGARET.-   Venía a interesarme por el general.

HELEN.-   Ya sabes que le ahorcarán de madrugada. No ensucies su nombre.

MARGARET.-   Tú y yo, hablaremos, más tarde, de muchas cosas.  (Y se va por la derecha.) 

 

(HELEN reflexiona un instante. Después retorna, con el ceño fruncido, a su lectura.)

 

ERNEST.-    (Desde dentro.)  Le felicito, señora Stortz.

 

(HELEN vuelve, sorprendida, la cabeza hacia la izquierda, de donde viene la voz. Duda si contestar, pero renuncia a hacerlo. Sonríe, a pesar de todo, y continúa su lectura. FREDERIK desciende por la escalera. Viste como en el primer acto, solo que con corbata. Trae la mano sobre el hombro de ILSE.)

 

HELEN.-   ¿Cómo va, Ilse?  (Se aproxima a ella y le besa.) 

ILSE.-   Bien, señora Stortz.

HELEN.-   Te he traído unos estudios para tu violín. Supongo que alguno te interesará.  (Le entrega unos cuadernos de música.) 

ILSE.-   Muchas gracias. Hace meses que no toco y pasará bastante tiempo sin que vuelva a tocar, señora Stortz.  (Los toma de las manos de HELEN y los examina sumariamente.) 

HELEN.-   Ya tocarás, Ilse.

ILSE.-   Pero se lo agradezco lo mismo. ¡Ah! Y el tercer tomo de Los hermanos Bergmann. ¿Se acordó usted de él?

HELEN.-   ¡Ya lo creo! Y lo he buscado por todas partes, pero no sé dónde anda.

ILSE.-   Bueno, no se preocupe.

HELEN.-   Lo que sí puedo, es contarte su argumento... ¿Te basta?

ILSE.-    (Se sonríe con dulzura.)  ¡Qué sé yo, Helen!

HELEN.-   ¡Ah, Ilse!, ¿sabes que hoy estaba lleno de patinadores el río que cruza el parque?

ILSE.-   ¿Sí?

HELEN.-    (A FREDERIK.)  Es curioso: ¿hasta cuándo seguiremos llamándole el parque; dicho sea de paso? La inercia de otros tiempos... Porque la guerra lo devoró a conciencia. Solo el sortilegio del nombre lo defiende. Los tilos ardieron, el estanque es un ojo vacío, los bancos sirvieron para leña... Lo gracioso es que este verano ya tuvo paseantes..., como si fuera el parque de nuestra infancia.

FREDERIK.-   La inercia. Usted lo ha dicho, Helen.

HELEN.-   Con el Palace, sucede algo parecido. Está casi deshecho y, sin embargo, vale más una noche en él, porque era un hotel de lujo, que no una semana en el Terminus, intacto, pero de tercer orden. ¿Lo entiende usted, Frederik?

FREDERIK.-   Malamente, Helen.

 

(ILSE, hace mutis por la escalera. FREDERIK, contempla a HELEN con una expresión afectuosa.)

 

HELEN.-   ¿Por qué me mira así, Frederik?

FREDERIK.-   Recordaré siempre los mil temas distintos que ha buscado usted para alejar de mi imaginación pensamientos sombríos en la tarde de hoy. Le estimo, de verdad, su delicadeza.

HELEN.-   No vale la pena.

FREDERIK.-   Lo que sucede, sin embargo, es lo suficientemente angustioso como para que resulte difícil conseguirlo.

HELEN.-   No me sorprende, amigo mío. Y puesto que el hablar de ello es inevitable, ¿quiere decirme cuáles son sus proyectos?

FREDERIK.-   Pasar la noche en Villa Agata y marcharme a la ciudad mañana, a mi rincón de siempre.

HELEN.-   ¿La señora Hoffmann y Elisabeth...?

FREDERIK.-   No tardarán en volver.

HELEN.-   Están con él, ¿no?

FREDERIK.-   Sí.

HELEN.-   ¿A usted no le permitieron...?

FREDERIK.-   Hoy, no. Tampoco insistí. Pienso que mi deber consiste en darle ánimos en vez de quitárselos y la mañana que le vi, pasó mal rato. El general, siempre sintió por mí una ternura casi paternal.

HELEN.-   Le llevaba muchos años, ¿verdad?

FREDERIK.-   Me lleva...  (Subraya con estas dos palabras, casi imperceptiblemente, el lapsus de ella.)  cerca de quince.

HELEN.-    (Se disculpa.)  Perdóneme.

 

(ERNEST, aparece por la izquierda.)

 

ERNEST.-   Señor Kennerlein, discúlpeme si le interrumpo: el coronel necesita hablarle.

FREDERIK.-   Muy bien.

ERNEST.-   Teme que usted desee marcharse antes de su regreso y me ha encomendado que obtenga de usted la seguridad de que le esperará.

FREDERIK.-    (Resignado.)  Sea.

 

(En la lateral izquierda, suenan las campanas de las cinco en un reloj de pared.)

 

ERNEST.-   Confío en su palabra.

FREDERIK.-   Puede hacerlo, se lo aseguro.

ERNEST.-   Eso era todo.

FREDERIK.-   ¿Me disculpa si, a título de retribución, solicito de usted un pequeño servicio?

ERNEST.-   Dígame.

FREDERIK.-   ¿Le importaría parar el reloj del comedor?

ERNEST.-   En el acto.

FREDERIK.-   No, no; en el acto, no. Hoy por la noche... Bueno, y si pararlo es demasiado pedir, hacer girar una pequeña aguja que tiene en la parte de arriba de la esfera: con eso, ya no dará las campanadas.

ERNEST.-   Cuente usted con ello.

FREDERIK.-    (Señorialmente.)  Mañana por la mañana, teniente Pahlen, puede, de nuevo, ponerlo en marcha.

 

(ERNEST, hace mutis por la izquierda.)

 

HELEN.-   A propósito, Frederik, el somnífero que me pidió para la señora Hoffmann.  (Se lo da.) 

FREDERIK.-   ¡Ah, sí! ¿Qué calcula usted que será necesario?

HELEN.-   Una pastilla bastará, supongo yo. Pero, por si acaso, duplique usted la dosis.

FREDERIK.-   Lo que no sé es cómo administrárselo sin que ella se dé cuenta.

HELEN.-   ¿No tomará una sopa la señora Hoffmann?

FREDERIK.-   Yo temo que hoy no tome nada.

HELEN.-   Disuélvalo en una taza de té o de manzanilla.

FREDERIK.-   Sí, sí; será lo mejor.

HELEN.-   Y haga lo mismo con Elisabeth.

FREDERIK.-   Muchas gracias, Helen.

 

(Por el foro, ALICIA ALMOND. Es una muchacha preciosa. Viste el uniforme de las Fuerzas femeninas auxiliares.)

 

ALICIA.-   ¿El coronel Kennerlein?

FREDERIK.-   Pregunte en la habitación de al lado.

 

(ALICIA titubea un segundo y hace mutis por la izquierda.)

 

 (Con un reflejo un poco retardado.)  ¡Calle!... ¿Dónde he visto yo a esta muchacha? ¡Ya sé! Juraría que trabaja en las oficinas del Consejo de Guerra.

HELEN.-   ¿Y qué le traerá aquí?

FREDERIK.-   Lo ignoro.

 

(ERNEST, por la izquierda. Se dirige al teléfono. Marca en él un número, mientras FREDERIK y HELEN, en silencio, le examinan.)

 

ERNEST.-   ¿Es el 23485?... ¿El coronel William Kennerlein?... ¡Ah, muy bien! Muchas gracias. Adiós.  (Y cuelga. Habla, al tiempo de hacer mutis por la izquierda.)  Dicen que en este momento llega al hotel. Tardará muy poco.

FREDERIK.-     (A HELEN.)  Le propongo que subamos, Helen. Mi intención era esperar aquí la llegada de Agata y de Elisabeth. Pero ya veremos desde arriba.

 

(Y se disponen a marcharse. Ya en la escalera, se cruzan con ILSE.)

 

ILSE.-     (A HELEN.)  ¿Por qué me dijo usted que no me había traído el tercer tomo de Los hermanos Bergmann?  (Lo lleva en la mano.) 

HELEN.-   Porque es verdad que no te lo traje.

ILSE.-   ¡Qué simpática es usted, Helen! Me ha querido dar la sorpresa. Se lo agradezco mucho. Los otros dos, me habían abierto la curiosidad.

HELEN.-   Allá tú, si te empeñas en hacer de mí tu hada buena.

ILSE.-   ¿De verdad no fue usted?

HELEN.-    (Sonriendo.)  No, niña, no...

 

(Y se marchan por la escalera. ILSE se queda pensativa un instante. Después se acerca a la puerta izquierda.)

 

ILSE.-   ¡Teniente Pahlen!

ERNEST.-     (Desde dentro.)  Sí...

ILSE.-   ¿Tiene usted la bondad de venir un segundo?

ERNEST.-     (Aparece en el umbral.)  ¿Qué me quiere, señorita Ilse?  (Le habla en un tono tierno y un poco burlón al mismo tiempo.) 

ILSE.-   ¿Es usted quien ha traído este libro?

ERNEST.-   ¿Puedo saber qué libro es?

ILSE.-   El tercer tomo de Los hermanos Bergmann.

ERNEST.-   En efecto, señorita Ilse, he sido yo.

ILSE.-   Usted me había oído pedírselo a la señora Stortz, ¿no es cierto?

ERNEST.-   ¡Quién sabe!

ILSE.-   No necesito para nada los libros de usted. ¿Me entiende? Y no sé cómo se ha atrevido a traerme este.

ERNEST.-   Discúlpeme, señorita. Supuse que le agradaría leerlo.

ILSE.-   Sí, si me lo traía Helen, y no, si me lo traía usted.

ERNEST.-   Está bien, señorita. No se enfade.

ILSE.-   No me enfado. Tómelo.  (Y se lo devuelve.) 

 

(ERNEST hace mutis por la izquierda. ILSE, por la escalera. La escena queda vacía tres segundos de reloj. ILSE deshace su mutis y se aproxima de nuevo a la izquierda.)

 

¡Teniente Pahlen!  (Su tono de voz es ahora más suave.) 

ERNEST.-   Dígame.

ILSE.-   Sé que no lo ha hecho usted con mala intención...

ERNEST.-   No, no; seguro que no.

ILSE.-   Bueno..., pues... nada más.  (Y se marcha. ERNEST, a su vez.) 

 

(ERNEST regresa en seguida, con el libro en la mano, y sube unos escalones.)

 

ERNEST.-   Señorita Ilse...

 

(ILSE resurge.)

 

Acéptemelo, se lo ruego.

ILSE.-   Bien.  (Y se va de nuevo.) 

 

(KENNERLEIN surge por la lateral derecha. ERNEST se le aproxima.)

 

KENNERLEIN.-   Creo haber sido bastante rápido. ¿Miss Almond no llegó todavía?

ERNEST.-   Sí, sí...

KENNERLEIN.-   ¡Caramba, qué puntualidad!

ALICIA.-    (Por la izquierda.)  A sus órdenes, mi coronel.

KENNERLEIN.-   ¿Qué hay? Poco habrá esperado, supongo.

ALICIA.-   Nada.

KENNERLEIN.-   Siéntese; es una tarde horrible de frío. No estoy muy habituado yo a estos rigores. Nueva Orleans es muy distinto.

ALICIA.-   Yo soy de California, de Pasadena, ciudad que no conoce la nieve. Imagínese el cambio.

KENNERLEIN.-   Bien. Hablemos del asunto Hoffmann, para mí más horrible aún que la tarde.

 

(ERNEST hace ademán de marcharse.)

 

Quédese, teniente Pahlen. No es nada secreto y puedo necesitarle. ¿Transmitió usted mi recado a Frederik Kennerlein?

ERNEST.-   Sí, mi coronel.

KENNERLEIN.-   No se fue, ¿verdad?

ERNEST.-   No, está en la casa.

KENNERLEIN.-   Bien, le escucho.

ALICIA.-   El capitán Marling hizo las gestiones, conforme se había convenido, en su calidad de abogado defensor. Naturalmente, se ha accedido a lo solicitado por la familia.

KENNERLEIN.-   Perfecto.

ALICIA.-   Será preciso, como es lógico, acreditar la personalidad de los interesados.

KENNERLEIN.-   Claro, claro.

ALICIA.-   Este volante habrá de acompañar a la documentación que presenten.

 

(Le entrega un volante que KENNERLEIN lee.)

 

KENNERLEIN.-   De acuerdo.

ALICIA.-   La entrada será por la puerta número seis.

KENNERLEIN.-   ¿La hora?

ALICIA.-   Solo con la mayor reserva puedo comunicársela.

KENNERLEIN.-   No se preocupe.

ALICIA.-   Las cinco de la madrugada.

KENNERLEIN.-   Entendido. El capitán Marling, ¿sabe usted dónde andará hoy?

ALICIA.-   No lo sé con exactitud. Salió del Tribunal conmigo. Iba a hacer unas diligencias. He de confesarle a usted que está nervioso y preocupado. El caso del general Hoffmann no es un caso vulgar, se lo aseguro. Y al capitán Marling le ha quitado el sueño.

KENNERLEIN.-   ¿Solo a él, miss Almond?

ALICIA.-   De todas formas, dentro de dos horas le encontrará usted en el PX.  (Sigla de Post Exchange, que deberá pronunciarse «piex».)  Comerá allí.

KENNERLEIN.-   Muy agradecido a todo.

ALICIA.-   ¿Desea algo más?

KENNERLEIN.-   No. Hasta siempre.

ALICIA.-   A sus órdenes.

 

(El teniente PAHLEN le acompaña hasta la puerta.)

 

Ernest, ¿irás al baile de los pontoneros el sábado?

ERNEST.-   No lo sé todavía.

ALICIA.-   Anda, anímate.

ERNEST.-   Ya veré.

ALICIA.-   Te aguardo allí.  (Mutis.) 

 

(KENNERLEIN vuelve a leer el volante, ensimismado en sus pensamientos.)

 

KENNERLEIN.-    (A ERNEST, cuando regresa.)  Teniente: haga el favor de decir a Frederik Kennerlein que le espero.

ERNEST.-   A la orden, mi coronel.

 

(KENNERLEIN, de pie, le aguarda, cercano a la puerta de la izquierda.)

 

Señor Kennerlein, el coronel Kennerlein le espera.

FREDERIK.-     (Desde dentro.)  Ahora bajo.

KENNERLEIN.-   Usted asistirá a la entrevista, teniente Pahlen.

ERNEST.-   Como disponga.

FREDERIK.-     (Por la derecha. Con un aire de fría indiferencia.)  Dígame, coronel Kennerlein.

KENNERLEIN.-   Es esta la primera vez que nos hablamos desde que, hace más de un año, llegué a Steinburg. Si un solo momento pudo existir alguna duda sobre mi buena voluntad para todos los de esta casa, sin distinciones, creo que ahora ya no es lícito suponerlo así.

FREDERIK.-   Nunca he dudado de esa buena voluntad.

KENNERLEIN.-   El comandante Frederik Kennerlein no se avino a vivir conmigo y decidió marcharse de Villa Agata. Me pareció un gesto digno el suyo. En alguna ocasión nos hemos visto en la ciudad y ha vuelto la cara, para no saludarme. Sigue pareciéndome comprensible. Pero yo creo haber hecho cuanto estaba en mi mano para que se me perdonara el pertenecer al ejército que había ganado la guerra, y noto que Frederik Kennerlein se empeña en tratarme todavía como miembro de ese ejército. No tengo motivo de orgullo que supere al de ser militar norteamericano, pero aquí en este suelo que piso, preferiría oírme llamar William a secas.

FREDERIK.-   No. Hoy por lo menos, coronel Kennerlein. Quizá dentro de algún tiempo, William otra vez. Cuando hayamos olvidado, si es que podemos olvidar.

KENNERLEIN.-   Sea.

FREDERIK.-   Nos empeñamos, un poco puerilmente, en suponer... que solo son símbolos los que han luchado. Estados Unidos de una parte y de otra Alemania; la democracia y el nazismo. Eso es verdad, hasta cierto punto. Pero, claro, si nos damos cuenta de que los símbolos por sí solos no son nada y de que necesitan encarnar en seres de carne y hueso para que combatan por ellos, resultará que, al fin y a la postre, son americanos y alemanes los que han peleado; en suma, los Kennerlein de una orilla y los de la contraria.

KENNERLEIN.-   ¿Crees que este es momento para hablar de esa forma, Frederik?

FREDERIK.-   Tal vez es el mejor. Porque, antes de mañana, un Kennerlein habrá hecho matar a otro Kennerlein.

KENNERLEIN.-   ¡No te tolero ese lenguaje!  (Se enfrenta con violencia.) 

ERNEST.-    (Les separa.)  Frederik Kennerlein, ¡modere sus nervios!

KENNERLEIN.-   Yo no tengo la culpa de que el general Hoffmann haya cometido un acto contra el derecho de gentes.

FREDERIK.-   ¿Sabes cuál es el verdadero delito del general Hoffmann? El de haber sido derrotado. ¿Y sabéis por qué sois vosotros los que le juzgáis? Porque habéis sido los vencedores. Pero no porque os asista el Derecho. Desde que el mundo es mundo, los culpables de guerra han figurado siempre en las filas de los vencidos. Mala cosa es perder una guerra, coronel Kennerlein. ¿Has visto muchas casas en pie por Alemania? Si nosotros hubiéramos triunfado, tú estarías en el banquillo del general Hoffmann, respondiendo de sus ruinas.

KENNERLEIN.-   Esas ruinas de que hablas, a mí y a todo hombre bien nacido nos mueven a piedad cuando nos olvidamos de que antes de que Berlín y Fráncfort y Maguncia fueran destruidas, lo fue Varsovia. Las ruinas de Varsovia son las primeras, y las causasteis vosotros, y estas, consecuencia de aquellas únicamente. Nada en el mundo, comandante Kennerlein, podrá hacernos perder la memoria hasta ese punto.

FREDERIK.-   Pues bien: ya habéis ejecutado, en Nuremberg, a los que desencadenaron la guerra. ¿No es suficiente? Los honorables senadores de Washington, ¿desean más sangre todavía?

KENNERLEIN.-   Justicia es lo único que quieren. La piden millones y millones de seres que perdieron a sus hijos o a sus maridos o a sus padres. Ejecutamos, para escarmiento del mundo, a los que provocaron esta catástrofe inmensa, a los verdugos de los campos de concentración y a los asesinos de los prisioneros indefensos.

FREDERIK.-   Ejecutáis a generales por haber obedecido a los ministros. Ejecutaréis también a los soldados por haber obedecido a sus generales. ¿Quién os lo impide? Yo, lo que os pregunto, es cuándo un militar puede discutir las órdenes que recibe. ¿En qué ejército sería posible esa libertad? En la grandeza del alma militar, corresponde a la obediencia la mayor parte.

KENNERLEIN.-   La obediencia tiene un límite, y la rebelión puede ser tan sagrada como la obediencia.

FREDERIK.-   La rebelión, sí; pero con conocimiento de causa. A ciegas, no. Un general no es toda la guerra, ni menos toda la política de un pueblo. Cuando el general Hoffmann recibió la orden, no iba a preguntar la razón de ella a sus superiores. La idea de que se trataba de una represalia pasó, tal vez, por su imaginación. En todo caso, se limitó a cumplir, automáticamente, lo que se le mandaba.

KENNERLEIN.-   Nuestros soldados no son autómatas como los vuestros.

FREDERIK.-   Solo hay una manera de ser soldados: tanto en el mundo de las democracias como en el de las dictaduras.

KENNERLEIN.-   Ese es vuestro error. La diferencia se nota en todo. El hombre libre anda, respira, habla y, naturalmente, lucha de distinta manera que el que no lo es. A la larga, y en igualdad de condiciones, vencerá siempre a los autómatas y, lo que es más elocuente, a los fanáticos.

FREDERIK.-   Coronel Kennerlein: en el día en que sus compañeros de armas van a ahorcar al general Hoffmann, ¿se me ha mandado llamar para que discutamos académicamente ese problema?

KENNERLEIN.-   No por cierto, aunque así lo parezca. Necesitaba entregarte esto.  (Le da el volante que recibiera de miss ALMOND.) 

FREDERIK.-    (Después de examinarlo sumariamente.)  Deduzco de su lectura que renunciáis a incinerar de oficio el cadáver del general Hoffmann y que, en lugar de dispersar sus cenizas desde un cuatrimotor, lo entregáis a su familia, ¿no es así?

KENNERLEIN.-   ¡Frederik! ¡No te consiento la menor ironía!

 

(ERNEST ha de dominarse.)

 

FREDERIK.-   Perfectamente: muy agradecido, Kennerlein.

KENNERLEIN.-   Es cuanto quería comunicarte de un modo oficial. Hay otras cosas, de índole privada, que deseo que me oigas. Puede retirarse, teniente Pahlen.

ERNEST.-    (Taconazo.)  A la orden, coronel Kennerlein.  (Se va por la izquierda.) 

KENNERLEIN.-   Yo tengo, en conciencia, la persuasión de que el general no dio la orden por la que se le juzga.

FREDERIK.-   Tal pienso, yo; pero, ¿qué te lleva a suponerlo así?

KENNERLEIN.-   El general Hoffmann ha renunciado a defenderse ante el Consejo de Guerra. Yo sé bien por qué. El general cree que este es, no un proceso personal contra él, sino contra el Ejército alemán, y que es inútil alegar nada en su descargo.

FREDERIK.-   Acaso acierta.

KENNERLEIN.-   Muy al contrario, se equivoca de medio a medio. La demostración de que la orden no había pasado de sus manos y de que había sido cursada del Alto Mando al comandante que la ejecutó le hubiera salvado. La demostración de que se había negado a darle curso, también; pero, en cualquiera de los dos casos, habrá hecho patente, a los ojos de sus enemigos, que era, o un general por encima de cuya autoridad pasaban los demás, o que desacataba a sus superiores; en suma, un general que faltaba a su deber. A ninguna de esas dos soluciones se avenía Hoffmann. La raíz de su silencio tiene, a mi entender, esa causa.

FREDERIK.-   ¿Por qué no lo apreció así el Consejo de Guerra?

KENNERLEIN.-   El Consejo de Guerra ha buscado al responsable del crimen cometido. En teoría, la responsabilidad del general Hoffmann es indiscutible.

FREDERIK.-   ¿Basta eso para condenar a muerte a un hombre?

KENNERLEIN.-   No es mi cometido discutir la sentencia dictada. Deseaba que supieras, sin embargo, que he trabajado incansablemente por descubrir la verdad, y segundo, que la madrugada de hoy será para mí especialmente amarga.

FREDERIK.-   No lo dudo.

KENNERLEIN.-   Algo más todavía: aunque los horrores que os llevaron al caos disculpen todas nuestras reacciones, déjame que te declare que no es en Norteamérica donde han encontrado ni su germinación ni su clima más favorable estos procesos de posguerra. Mi país está acostumbrado a otra suerte de victorias. Yo, personalmente, entiendo que no existe para el vencedor momento de mayor grandeza que aquel en que tiende su mano al vencido, y creo, igualmente, que en el modo de ganar y en el de perder sus guerras se conocen los pueblos grandes de la Historia.

FREDERIK.-   Es noble oírte hablar de esa manera, William.

KENNERLEIN.-   Si os he ayudado en cuanto estaba a mi alcance, a lo largo de los muchos meses pasados, es porque mi conciencia me lo dictaba así, por lealtad a una ley de sangre común y porque amo a Elisabeth Hoffmann con todo mi corazón y deseo que sea mi mujer.

 

(ILSE baja precipitadamente las escaleras, seguida de HELEN.)

 

ILSE.-   ¡Ya vienen, Frederik!  (ILSE hace mutis por la derecha.) 

 

(HELEN aguarda al pie de la escalera. ERNEST PAHLEN llega por la izquierda. Por la derecha aparecen AGATA y ELISABETH. KENNERLEIN y PAHLEN les saludan con un taconazo. AGATA, ni pestañea siquiera. ELISABETH responde con un casi imperceptible gesto de cortesía. A AGATA se le cae al suelo un pequeño monedero. Todos hacen ademán de recogerlo. Es ELISABETH quien lo recoge. Después, se van por la escalera. ILSE se les une. FREDERIK da un taconazo y se marcha con ellas. Ahora aparece, en ademán de quitarse los guantes, el PÁTER DANIEL O'CONNOR. Viste uniforme, análogo al de los demás, pero con dos cruces en las solapas. KENNERLEIN se sienta, fatigado a ojos vista. Sin palabras, les brinda asiento al PÁTER y a ERNEST. Al cabo de un segundo, saca un paquete de cigarrillos.)

 

KENNERLEIN.-   En su Orden, ¿está permitido fumar, Páter? Porque tengo entendido que usted pertenece a una Orden, ¿no es así?

DANIEL.-   En efecto, soy Padre dominico.

KENNERLEIN.-   ¿Y el tabaco?

DANIEL.-   Mi Orden es anterior al tabaco, y no puede haber, por tanto, ningún precepto fundacional que nos lo prohíba.

KENNERLEIN.-   ¿Un cigarrillo, entonces?

DANIEL.-   Hoy no, coronel Kennerlein.

KENNERLEIN.-   Como guste.

 

(ERNEST sí se lo acepta.)

 

DANIEL.-   Hay días en los que hasta de respirar parece remorderme la conciencia. Imagínese de fumarse un cigarrillo, que es divertirse al respirar.

KENNERLEIN.-   La verdad sea dicha, nuestro oficio es menos penoso que el suyo.

DANIEL.-   El mío no es oficio, es ministerio.

KENNERLEIN.-   Discúlpeme, Páter, si no acierto con las palabras. Le decía que...

DANIEL.-   Si le he entendido... Y tiene razón. Por otra parte, la guerra, no es un estado permanente. El dolor, sí. Y el dolor, amigo mío, es el campo de operaciones del religioso.

KENNERLEIN.-   Escúcheme, Páter, ¿estuvo todo el tiempo con la señora y la señorita Hoffmann?

DANIEL.-   Sí; no ha sido agradable el trago, se lo aseguro. Esto aparte, el general ha demostrado un temple maravilloso.

KENNERLEIN.-   Es un hombre de cuerpo entero.

DANIEL.-   En lo que concierne a su esposa, jamás he visto una entereza igual. Tiene algo de espartano. El espíritu militar, tan metido lo lleva ella en el alma como él. La hija, pobre, es diferente. Apenas si ha atinado a pronunciar unas palabras.

ERNEST.-    (A KENNERLEIN, en voz baja.)  Parece como si quisiera algo coronel Kennerlein...

 

(En efecto, ELISABETH acaba de aparecer en lo alto de la escalera, y hace ademán de hablarle. El coronel KENNERLEIN tira su cigarrillo y se acerca a ella, que desciende unos escalones.)

 

KENNERLEIN.-   Dime, Elisabeth.

ELISABETH.-    (Vacilante.)  William...  (Le mira intensamente.)  Es tan horrible lo que me pasa...

KENNERLEIN.-   Ánimo, Elisabeth. Es menester vencerse. La tía Agata da el ejemplo.

ELISABETH.-   No creas que no hago lo posible por sacar fuerzas de flaqueza, pero es que no puedo más..., créeme.

KENNERLEIN.-   Lo comprendo, Elisabeth.

ELISABETH.-   El capitán Marling nos dijo que continuaba sus gestiones y que... quedaba todavía una probabilidad de que...

KENNERLEIN.-   Sí, ya sé...

ELISABETH.-   Esa probabilidad..., ¿no existe ya?

KENNERLEIN.-   Elisabeth...

ELISABETH.-   Te pido que me hables sinceramente, William. Me encuentro dispuesta a todo.

KENNERLEIN.-   Yo no puedo mentirte. Sería demasiado cruel.

ELISABETH.-   Denegaron el indulto, ¿verdad?

KENNERLEIN.-   Sí.

ELISABETH.-   ¿Lo han dicho por escrito..., de alguna manera? Yo no entiendo nada de eso, William.

KENNERLEIN.-   Bueno..., han confirmado la sentencia: eso lleva implícita la denegación del indulto. ¿Comprendes?

ELISABETH.-   Claro, claro.

KENNERLEIN.-   La tía Agata, ¿está enterada de las gestiones del capitán Marling?

ELISABETH.-   El capitán Marling prefirió ocultárselas. Tenía muy poca fe en su éxito y quiso evitarle que se hiciera ilusiones. Yo misma lo supe contra su voluntad.

KENNERLEIN.-   Por desgracia, acertó.

ELISABETH.-   Así fue.  (Transición.)  Traigo el encargo de dar las gracias a dos personas. Una a él, otra a ti...

KENNERLEIN.-   Yo no las merezco.

ELISABETH.-   Mi padre piensa de otro modo. «A mi leal adversario, el coronel Kennerlein, agradécele cuanto ha hecho por mí»...  (Le mira a los ojos, e inconteniblemente rompe a llorar contra su hombro. Son unos sollozos sofocados y amargos.) 

KENNERLEIN.-   Elisabeth, vamos. Te has mantenido fuerte, hasta ahora. No te dejes abatir. Piensa que el general se sentirá orgulloso de vuestra entereza.

ELISABETH.-    (Con una mayor serenidad.)  Perdóname. Por un momento, no he sido dueña de mí... Tal vez necesitaba esta crisis para cobrar nuevas fuerzas... Te prometo que no se repetirá.

KENNERLEIN.-   Estoy seguro, Elisabeth.

ELISABETH.-   Yo también te doy las gracias por todo, William.

KENNERLEIN.-   Calla, calla... Sube al lado de tu madre. Acompáñala... Y no olvides que cuantos estamos en Villa Agata pasaremos unas horas dolorosas...

ELISABETH.-   Lo sé, William.

KENNERLEIN.-   Cuando se desvanezca un poco este sueño espantoso, un nuevo día, Elisabeth, llegará a tu vida...

ELISABETH.-   ¡Ojalá no te equivoques, William!...  (Le da la mano, que WILLIAM le besa con respeto y amor, y hace mutis.) 

 

(WILLIAM vuelve a reunirse con el PÁTER y con ERNEST, que han permanecido ajenos a su diálogo. Hay una pausa. KENNERLEIN saca unos cigarrillos y, maquinalmente, le ofrece uno al PÁTER. A ERNEST no, porque este fuma.)

 

KENNERLEIN.-   ¡Ah!, dispénseme, Páter... Me había olvidado.  (Él enciende su cigarrillo.) 

ERNEST.-   Mi coronel, ¿no cree usted que un whisky nos sentará maravillosamente bien?

KENNERLEIN.-   Está usted haciendo una proposición sensacional, Pahlen.

ERNEST.-   Voy a prepararlo. ¿A usted le apetece otro, Páter?

DANIEL.-   No hay nada que justifique que dé trato de preferencia a la bebida sobre el tabaco.

ERNEST.-   Como guste.  (Inicia el mutis por la izquierda, pero en este instante suena un timbre.) 

KENNERLEIN.-   Es la puerta de la calle. ¿La cerró usted tal vez, Páter, al llegar?

DANIEL.-   Sí.

KENNERLEIN.-   Siempre está abierta, pero hizo usted bien cerrándola. Abra usted, Ernest, por favor. Aunque pienso que sería delicado que preguntara usted arriba... Acaso deseen evitarse visitas fastidiosas, y hoy es tarde de temerlas.

DANIEL.-    (Puesto que a ERNEST la escalera le impone cierto respeto.)  Déjeme a mí...  (Y sube y llama en la puerta.)  Señorita Hoffmann...

ELISABETH.-    (Se asoma en el acto. Alarmada.)  ¿Qué hay?

DANIEL.-   Nada. Que llaman a la puerta; y que si usted desea que le ahuyentemos inoportunos...

ELISABETH.-   Muchas gracias, Páter. No estamos con ánimos de recibir a nadie. Solo si viniera la señora Klein...

DANIEL.-   No se preocupe...

 

(El timbre suena de nuevo mientras el PÁTER desciende la escalera. A ERNEST, que le consulta con la mirada.)

 

Si es la señora Klein, que pase.

 

(ELISABETH se queda un instante para ver quién llega. Mutis de ERNEST, que casi instantáneamente regresa.)

 

ERNEST.-   El capitán Marling, mi coronel.

KENNERLEIN.-    (Con un leve atisbo de esperanza.)  Veamos...

 

(El capitán MARLING es un hombre de cualquier edad. Se supone que se ha desembarazado de su gabardina y su gorra de uniforme. Penetra quitándose los guantes, que, desde el foro, arroja dentro. Trae un aire de cierta zozobra.)

 

¿Qué hay, capitán Marling?

MARLING.-   Sucede algo importante.

 

(ELISABETH, intrigada por la presencia y el tono de voz de MARLING, se detiene a escucharle.)

 

KENNERLEIN.-   ¿De qué se trata?

 

(ERNEST y el PÁTER hacen ademán de retirarse. MARLING se lo impide.)

 

MARLING.-   No es nada que ustedes no puedan oír.

KENNERLEIN.-   Siéntese.

MARLING.-   Usted sabe que yo, desde el primer día, he tenido la convicción de que el general Hoffmann era inocente.

KENNERLEIN.-   Cierto.

MARLING.-   Acabo de verlo demostrado.

KENNERLEIN.-   ¿Cómo es eso?

MARLING.-   En el archivo de la 96 División, que ha sido encontrado en los sótanos de una casa próxima a donde estuvo el Cuartel General, ha aparecido la orden. He sacado copia de ella. Su lectura, a mi juicio, no deja lugar a dudas. Véala.  (Le tiende una cuartilla de papel a KENNERLEIN.) 

KENNERLEIN.-    (Lee.)  «Los pilotos norteamericanos que se hallan bajo su vigilancia serán sorteados. Veinte de ellos, inmediatamente pasados por las armas. El portador de esta orden me dará cuenta de haber sido cumplida sin pérdida de tiempo».  (Pausa.)  Draconiana orden, a fe mía.

MARLING.-   ¿Se fijó en quién la firma?

KENNERLEIN.-   No el Ejército, la Policía...

MARLING.-   ¿Y ha advertido usted, mi coronel, a quién va dirigida?

KENNERLEIN.-    (Lee de nuevo.)  «Señor comandante jefe del Campo de Prisioneros número 28...».

 

(ELISABETH hace mutis cautelosamente.)

 

MARLING.-   Esto demuestra, primero, que la orden no partió del general Hoffmann, y segundo, que no le fue ni siquiera comunicada.

KENNERLEIN.-   O acaso, tan solo, después de cumplida.

MARLING.-   Aun hay más: la ejecución tuvo lugar el 18 de marzo. Tres días después, el comandante Schneider, que era jefe del Campo, fue destituido. La orden de destitución, esa sí, la firma Hoffmann. Se dispone, escuetamente, que resigne el mando en su segundo y que se presente en el cuartel general. ¿No es bien expresivo todo ello?

KENNERLEIN.-   Fue su reacción al tener noticia de los fusilamientos.

MARLING.-   ¿Por qué Hoffmann no lo adujo en descargo suyo?

KENNERLEIN.-   Porque entendió que se le condenaba como un símbolo y quiso asumir la responsabilidad de cuanto había sucedido bajo su jurisdicción. Pero, en fin, nuestra tarea no es ahora la de determinar si procedió con acierto o equivocadamente, sino de hacer lo que esté en nuestras manos para impedir que se produzca nada irreparable.

MARLING.-   Así es, mi coronel.

 

(ELISABETH, AGATA y FREDERIK aparecen, en silencio, en lo alto de la escalera. Ninguno de los restantes personajes advierten su presencia.)

 

KENNERLEIN.-   Veamos. La orden de que se suspenda o, por lo menos, se aplace la ejecución de Hoffmann, ¿quién puede darla?

MARLING.-   La conformidad con la sentencia fue firmada por el Comandante General de la Plaza, a propuesta del Consejo de Guerra.

KENNERLEIN.-   Luego, será preciso que el mismo Consejo lo solicite del Comandante, ¿no es así?

MARLING.-   Justo.

KENNERLEIN.-   En consecuencia, lo primero es ponerse al habla con su Presidente. ¿Sabe usted dónde puede estar?

MARLING.-   No le esperaban en su residencia hasta las diez. Había salido de la ciudad a eso de las cuatro y comería fuera.

KENNERLEIN.-   ¿Y el resto de sus compañeros de Consejo?

MARLING.-   A esos, les he dicho que se reúnan en Tribunales Militares.

KENNERLEIN.-   Bien. ¿Intentó usted localizar al Presidente?

MARLING.-   Sí, pero sin éxito alguno. De todas formas, se han cursado órdenes para que se le busque, y confío en que den resultado. El Consejo estará reunido cuando él llegue.

KENNERLEIN.-   Convendría advertir al Comandante General lo que pasa.

MARLING.-   Ya lo hice. Hablé con su ayudante, el mayor Driver, y le previne de que acaso el Consejo solicitaría el aplazamiento de la ejecución de Hoffmann.

KENNERLEIN.-   Bien, capitán Marling: veo que no ha perdido usted el tiempo.

MARLING.-   No nos sobraba mucho, coronel Kennerlein.

KENNERLEIN.-   Es verdad.

MARLING.-   De todas formas, yo me marcho. Voy a Tribunales Militares. Deseo informar cuanto antes a los miembros del Consejo de lo sucedido.

KENNERLEIN.-   Me parece perfecto.

MARLING.-   Apenas haya alguna novedad, le telefonearé.

KENNERLEIN.-   Se lo agradeceré mucho.

MARLING.-   Hasta luego, entonces.

AGATA.-    (Sonoramente.)  Dios le bendiga, capitán Marling.

 

(El capitán MARLING, sorprendido, se detiene un segundo. Insinúa una leve inclinación de cabeza y se marcha por la derecha.)

 

KENNERLEIN.-   Les ruego que no salgan de sus habitaciones. Tengo tanto interés como ustedes en despertar de esta pesadilla, pero su presencia me cohíbe. Déjenme. He de dar algunas órdenes.

FREDERIK.-   Sí,...  (A AGATA y ELISABETH.)  Vámonos.

 

(Hacen mutis los tres.)

 

KENNERLEIN.-   Retírese un momento, teniente Pahlen.

ERNEST.-   A la orden.  (Mutis, a su vez, por la izquierda.) 

KENNERLEIN.-   Páter: he de encomendarle una misión delicada. Va usted a trasladarse a la prisión. Yo llamaré ahora mismo al alcaide, el comandante Trusell, para que le reciba. Si por fortuna se suspende la ejecución, a quien primero se le comunicará será a él, como es lógico. Para mí, las pruebas aportadas por el capitán Marling no admiten dudas, y estoy cierto de que el Consejo les concederá la importancia que tienen. Bien. Va usted a solicitar, en ese caso, de Trusell que le permita a usted notificarle personalmente al general Hoffmann, que la sentencia se ha suspendido.

DANIEL.-   No creo que haya ningún obstáculo.

KENNERLEIN.-   Tampoco yo. Eso sí, me atrevería a darle un consejo, aunque le parezca pueril. ¿Conoce el general la hora a que ha de ser ejecutado?

DANIEL.-   Lo ignoro.

KENNERLEIN.-   A despecho de la magnífica entereza de que ha hecho gala, convendría ahorrarle emociones superfluas... No sé cómo explicarme... El ideal sería que oyera su voz antes que sus pasos, y que los cerrojos de su celda se abrieran después de que supiese que había sido indultado. No antes.

DANIEL.-   Soy de su mismo criterio y procuraré que las cosas sucedan de esa forma.

KENNERLEIN.-   Le ruego que, apenas cumplida su misión, me avise.

DANIEL.-   No lo dude.

KENNERLEIN.-   Y eso es todo.

DANIEL.-   Sencillo me parece.

KENNERLEIN.-   ¿Tiene usted coche, Páter?

DANIEL.-   No, andaba mal; me trajo el sargento Richard.

KENNERLEIN.-   ¡Teniente Pahlen!

ERNEST.-    (Sale por la izquierda.)  ¡A la orden!

KENNERLEIN.-   ¿Le importaría a usted acompañar al Páter a la prisión en mi coche?

ERNEST.-   Encantado.  (Hace mutis por la derecha.) 

KENNERLEIN.-   ¿Y un cigarrillo ahora, Páter?

DANIEL.-   ¡Caramba, ahora sí!  (Se lo acepta. Echa una bocanada de humo.)  Sienta bien...

KENNERLEIN.-   ¿Nevaba cuando usted vino?

DANIEL.-   Sí, aunque algo menos que al mediodía.

KENNERLEIN.-   ¿Le gusta a usted la nieve?

DANIEL.-   Sí, es bonita, pero se mancha mucho y hay que estarla llevando siempre al tinte.

 

(KENNERLEIN se ríe.)

 

ERNEST.-    (Ha cogido una trinchera y unos guantes.)  Yo ya estoy listo, Páter.

KENNERLEIN.-   ¿Sabe usted cuál es el teléfono de la prisión?

ERNEST.-   Sí... Aquí lo tengo...  (Busca en la agenda.)  El 11650.

KENNERLEIN.-   Antes de que lleguen, ya habré yo hablado con el comandante Trusell.

DANIEL.-   Hasta pronto, coronel Kennerlein.

ERNEST.-   A la orden.

 

(KENNERLEIN se detiene un momento en el quicio de la puerta para despedirles. Simultáneamente, suena el teléfono.)

 

KENNERLEIN.-    (Asaltado de un presentimiento.)  Esperen un minuto.

 

(Los dos habían hecho mutis, pero vuelven a escena. ERNEST, poniéndose la trinchera, y los guantes.)

 

DANIEL.-   ¿Qué pasa?

KENNERLEIN.-     (Descuelga el teléfono.)  Dígame... Sí, Villa Agata... Sí, el coronel Kennerlein al aparato... ¿Quién habla?... ¿El comandante Trusell?...  (Les hace señas a PAHLEN y al PÁTER para que se aproximen.)  Dígame... Sí, sí... ¿Es posible?... Bien, bien. Muy agradecido...  (Cuelga.) 

ERNEST.-   ¿Sucede algo?

KENNERLEIN.-   Demasiado tarde, señores.

 

(ELISABETH, furtivamente, ha aparecido en lo alto de la escalera.)

 

El general Hoffmann ha puesto fin a su vida.

 

(ELISABETH da un grito terrible, que resuena en la casa entera, y rápidamente cae el...)

 

 
 
TELÓN
 
 

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