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ArribaAbajoCapítulo II

En tanto de esto, el estropeado y Mercadillo, sentados en la celdilla del campanario, noble aposento del monaguillo, a la pabilosa luz de una de tantas candelillas como sisaba el muchacho, entrambos repasaban los papeles y envoltorios de la bolsa que olvidó el honrado usurero. Al cabo de buena pieza, no pudo más el soldado, y dijo:

-¡Vive Dios!, que todo el dinero lo tiene el bueno de Antúnez situado a ganancias, tal es la esterilidad de su bolsa. Pero en trueque papeles a carga: no queda más remedio... nóminas... listas de préstamos... no resta más senda, Mercado amigo, que aplicarle a este prestamista la receta que mi capitán Francisco de Carvajal le aplicó al susodicho notario romano, el de los 200.000 escudos. O múltese Antúnez, o sus papeles sufrirán el auto de fe más riguroso que ha visto Toledo. Pero alto allá: este otro papel es de fresca data, y envuelve otro papel cerrado y sellado con blasones y armerías. Antúnez no se contenta ya con la delgada usura de los aldeanos, y presta también a los grandes señores. Pero leamos; y en seguida así leyó el soldado:

«Buen Antúnez: He llegado con órdenes de S. M. a la Algecira en las galeras de Leiva: vuestras cuentas las he aprobado; no por ellas, sino para asunto de importancia quiero estar a recaudo en esa aldea y en vuestra casa, a hurto de todo curioso, por dos o tres días. Ese billete entregadlo, y vuestra vida me responde de vuestra fidelidad.

D. Lope de Zúñiga.



-Mejor dijera -dijo el soldado-, vuestro dinero me responde, y fuera mayor encarecimiento. Pero este don Lope y de Zúñiga, y viniendo con órdenes y en las galeras de Leiva, no puede ser sino el superior de un tercio y amo mío; y ahora recuerdo, Mercado hijo, que oí decir que tenía heredamiento por estos rincones de Andalucía. Este don Lope, amigo Mercado, es el más valiente hombre del mundo, capaz de dar el último maravedí, como la última estocada, si aquel le obliga u este le ofende. Y te digo esto para que moderes esa curiosa picazón que leo en tus ojos y que quisiera penetrar e insinuarse por los poros y resquicios de este cerrado billete; bien así como si fueses pegajosa humedad que todo lo traspasa. Modera, repito, esa picazón, pues no nos valiera, si hiciéramos tal demasía, aunque nos sepultásemos en el nicho último de la honda bóveda de las ánimas. Entre tanto resolvamos y fallemos qué hemos de hacer para obligar al que mata, es decir a don Lope, para agradecer a la hermosa, quiero decir, a María, y para multar al honrado usurero.

Grandes debates tuvieron, y divididos en pareceres se mostraban entrambos amigables componedores, hasta que cansados por el fastidio, más que no convencidos por buenas razones, ejecutoriaron por capítulo principal, primero callar tal descubrimiento con la debida discreción, teniendo presente entre varios fundamentos la soberbia condición y brazo fuerte de aquel misterioso don Lope. En segundo, que el billete buscaría el soldado medio aquella noche en la fiesta para ponerlo en manos de María; y último y final, que el rescate que se lograra por los demás papeles del honrado Antúnez se dividiría entre los dos, el soldado y el de la hopa, salvo el quinto, que antes de todo debería sacarse en pro y beneficio del gozque Canique, que tanta parte tuvo en aquella buena ocasión.

El soldado recogió sus ayudas y muletas, aseguró el zoquete que mantenía la siniestra rodilla, y en conserva de su gozque enderezó derecho a la casa de Gerif, donde se admitían en fiesta aquella noche los principales moriscos de la aldea.

La casa de Gerif era de apariencia; la puerta de entrada salía a uno como vestíbulo ancho y espacioso, sostenido en redondo por arcos moriscos, formado cada uno por cuatro pilastras arabescas. En medio surtían tres fuentes de agua cristalina, encerradas en cercos de álamo y albahaca puesta en tiestos de búcaro y azulejos: macetas de amáraco y verdones halagaban el olfato o la vista, según fuera el sentido que quisiera recrearse en tales plantas; y como al frente hubiese tres puertas que daban a los huertos y jardines, y como estos iban subiendo en anfiteatro a medida de lo que allí se enriscaba la sierra, se gozaba desde el vestíbulo de la mejor vista del mundo entre doseles de enredadera y celinda, entre pirámides de verdura o entre obeliscos altos de jazmines, álamos y cipreses.

Los pimpollos de las parras y los ramos de la madreselva, asaltaban desordenadamente aquella estancia, trayendo hasta en medio de ella los colores de la púrpura y los olores del ámbar, pareciendo todavía más encantada esta escena con los golpes de luces y luminarias que iban por las cornisas de las columnas, con las girándulas que se mecían en los arcos y con los fanales pintados y faroles caprichosos que se sostenían de los ramos y pimpollos de los huertos.

Mucho concurso llenaba ya la casa cuando llegó el soldado a los umbrales.

Las costumbres árabes, alteradas antes que puestas en olvido, y las usanzas castellanas admitidas y siempre repugnadas, daban mucha extrañeza a este festejo.

Las doncellas moriscas con sus tocas en la cabeza, con sus velos arrojados sobre el hombro, con sus alcandoras pintadas, con sus carcajes de oro al comienzo del borceguí y sus brazaletes de piedras en las manos, ponían el colmo a su aliño con el alheño de los ojos.

Este afeite, ideado para dar mayor realce a los ojos, daba al rostro femenil una expresión de voluptuosidad irresistible para los moros españoles, y nunca fue posible arrancar este uso hasta que aquella infeliz nación fue descuajada de sus hogares.

Entre la turba alegre de aquellas bellas orientales, y sobre los almohadones de damasco, se hallaba María o Zaida, como la nombraban los moriscos celosos, y que miraban en ella un vástago de sus pasados reyes. María sola descuidó el afeite de sus ojos, ya por despreciarlo como ocioso, o porque fiase más en el poderío de los suyos.

En la parte inferior, y separados enteramente de las que ellos llaman el cielo en la tierra, estaban los mancebos adornados con los bordados más ricos y con toda la ataujía oriental.

Los añafiles y atabales, los albogues y tamboriles resonaban alegremente por la estancia: algunos mancebos ya habían dado muestras de su destreza ensayando los asaltos y bailes que tanto tenían de desenfado árabe, como de galantería castellana.

El primo de María, Muley para los moriscos, y don Fernando entre los españoles, como desdeñando de emplearse en tan frívolo pasatiempo, sirviéndole de arrimo una de las columnatas, no pensaba sino en sus proyectos, y solo parecía asistir en la zambra por el ahínco con que derramaba a veces la vista en su hermosa María. El mancebo, venciendo por su riqueza a cuantos le rodeaban, sobresalía por su gentil estatura, descollando sobre los más aventajados en todo lo alto de la cabeza.

A este propósito llegaba nuestro estropeado a la puerta, y allí encontró dos castellanos que así hablaban:

-No hay duda, amigo Juan, sino que esta zambra tiene más apariencia que lo usual y ordinario. Se suena que cierto mozo principal ha tomado tierra en esas calas de la costa, viniendo de Berbería, y que a su buena venida es este festín y zambra. A fe a fe que todavía no ha entrado ni un cristiano viejo; ¿y cómo han de venir si no los llaman? ¿Y cómo han de ser llamados, si los descreídos quieren estar solos para sus prácticas y maquinaciones? Vamos, hermano, que vos como alguacil, y yo como persona de autoridad del pueblo, debemos dar cuenta de todo al alcalde de nuestro Ayuntamiento.

Y al partirse, y reparando en el soldado, añadió el otro:

-Este Cigarral todo lo asalta y con todos se comunica: bien va, y será recibido a las mil maravillas, que a falta de otras hechicerías, bien podrá prestar a la chusma las buenas habilidades de su gozque.

Entre tanto, el estropeado entró seguido de su perro, y sin cuidarse del mal ojo y sobreojo con que muchos le miraban, soltó sus palos y tomó asiento en el suelo entre la gente inferior de la familia, poniendo por trinchera de sus rodillas al perro, que asentado con mucha compostura sobre sus piernas, se apoyaba en las zarpas delanteras alzando el cuello, levantando las orejas y mirando atentamente a su bienhechora María, a quien saludaba de su mejor modo, moviendo mansamente la cola. Acaso el agradecido perro la hubiera saludado más señaladamente desde lejos y a despecho de la fiesta, si no sintiera la mano de su señor, que según sus cuentas le mandaba quietud y silencio, y así todo quedó tranquilo.

María se sonrió blandamente al ver entrar el soldado; este, contento con tal distinción, bajó humildemente la cabeza con tanta cortesía como reverencia, y al alzarla se encontró con la vista de Muley, que le miraba con ojos de desprecio y de una cólera mal reprimida; pero el soldado, con gran enojo de algunos y mayor maravilla de todos, no huyó su rostro de tan feroz mirada, antes bien la provocaba con su gesto maligno y burlador.

Acaso la zambra se hubiera turbado desde aquel punto, a no ser porque María, dejándose vencer de tanto rogar y tanto suplicar, no pulsara la vihuela y entonara maravillosamente por lo blando y expresivo, el siguiente:




Romance


   En un alazán brioso
por entre bravos jarales,
huyendo, huyendo Jarifa
en grupas va con su Zaide.
El caballo va contento,
contentos van los amantes,
el corcel por ir saltando,
los dos por ir a gozarse.
Cabalgan los dos, cabalgan
por entre oscuros breñales,
que quien a hurto camina
de ocultas sendas se vale.
La vuelta van de la playa,
huyendo el odio de un padre,
para echarse en un esquife
y en Tremecén repararse.
Ya llegan a la alta cumbre,
ya ven azular los mares,
ya ven mecerse las velas,
ya piensan hollar la nave.
Mira, mira, dice el moro;
mira, mi amada, cuál salen
inquiriendo nuestras huellas
los jinetes del algarbe.
No temas, ella responde;
no temas, mi bien, mi Zaide,
que un encanto aquí me asiste
que presto a los dos nos salve.
Es un listón prodigioso
fadado con hados tales,
que dos que con él se ciñan
cierto, invisible se hacen.
Probemos, Zaide, probemos,
usemos mágicas artes,
y en su insensata pesquisa
nuestros verdugos se cansen.
Desdobla el listón Jarifa,
con él se anuda a su amante,
cuando de presto ¡oh, qué espanto!
ven una sierpe soltarse.
El fiero dragón se enrosca,
los ciñe en negros dogales,
el pecho para oprimirles
y los pies por cautivarles.
Que tal listón receloso
dar hizo a Jarifa el padre
para que hallase la muerte
donde sus gustos buscase.
Llega el rey enfurecido
vibrando el sangriento alfanje,
y abriole el pecho a Jarifa
y el cuello dividió a Zaide.



La algazara en los plácemes y vivas fue grande, los instrumentos redoblaron sus ecos y las bendiciones llovían sobre doncella tan hermosa, tan coronada y cumplida con cuantas dotes halagan los sentidos y cautivan el alma.

El soldado no podía resistirse en tanto a la admiración que le movía aquella estancia y aquella riqueza; allá en su imaginación todo lo confería con las mejores y más ricas cosas del mundo que había contemplado, y para sí decía.

«Estos moros denles agua, y os sacarán verdura de una peña; denles verdura, y os darán un jardín, y con jardines y su idea, allí os levantarán una alhambra donde mismo se os antoje el pedirla. Ellos dicen que su paraíso no es sino vergeles; pero entre tanto, y por lo que acontecer puede, no son sus moradas, sino otros tantos paraísos. ¡Descreídos! ¡Y nosotros siempre astrosos y sin tener un árbol donde gozar la sombra y la frescura!»

Mientras esto él imaginaba, un suelto mancebo danzaba en medio del cerco lo más galanamente posible. Hería el suelo tan blandamente, que no parecía sino que se deslizaba por sobre el pavimento, o que algunos hilos invisibles le sostenían de arriba y le columpiaban al son de la música. Con la mano diestra mostraba un adufe revuelto con listones de colores, y que engarzando mil campánulas y pequeñuelos y sonantes címbalos, correspondían, ya viva, ya suavemente con la armonía de los músicos. A veces el danzador, en medio de su carrera, pasaba y repasaba ligeramente el adufe por debajo de sus hombros, a veces lo lanzaba perdidamente por los hombros, y como si estuviese atado a la voluntad del mancebo, siempre le venía a las manos limpia y galanamente. Los ojos se perdían en tantas ruedas, sesgos y revueltas; involuntariamente todos seguían el cadencioso moverse del que danzaba, y todos, inmóviles en sus asientos, todavía se engañaban fantásticamente, creyendo cada uno ser el bailador, que no el que real y ciertamente llevaba la danza.

Cada cual de aquel concurso, tanto hermosas como galanes, fue dando, para contento de todos, cumplidas muestras, aquellas de sus gracias y estas de sus destrezas, aplaudiendo siempre y cordialmente el soldado a todo, como si tuviese mayor placer en ella, por lo mismo que recogía aquellas visualidades que el encogido arcaduz de un solo ojo, y este también lisiado y enfermizo. Pero también tuvo que ponerse en plaza y público anfiteatro, pues no faltando quien adivinase las buenas gracias del gozque, los chistes del amo y las retahílas que relataba, todos apremiaron al estropeado para que divirtiese la fiesta, no pudiendo excusarse este de tanto ruego, ya por la demanda y ganancia que pudiera haber, ya por cierta idea que le bullía en su magín.

Ello es que todo era hacerse consejos y consultas sobre aquel negro billete del don Lope, y de ver cómo podría hacerle llegar a verdadero recaudo, según y conforme del deseo de su dueño.

Según las veras y ahínco con que trazaba esta trama el soldado, bien parecía tener alguna estrecha obligación que le inducía a ello; pero de ello, quier que fuese, es cierto que pidió la vihuela, y después de acordada y de dar las palmadas a su gozque, comenzó este a saltar de buena manera y el amo a tocar por la escuela más extremada del mundo; hubo lo del rey de Francia, lo del saludo al emperador, el besar las plantas de la más hermosa, el señalar las que estaban de boda, y otros donaires de tal parecer.

En todas las gracias del gozque se veía una preferencia señalada por su bienhechora María, no habiendo vuelta en que no diese muestras de sumisión o contento cuando pasaba cabe la hermosa morisca. Cuando la señaló por la más bella nadie paró atención en ello, pues cada cual en su imaginación aprobaba lo mismo, y era fácil imaginarse que el gozque estaba ya adiestrado en el donaire; pero cuando la señaló también por estar de boda, y que como queriendo huir de ella y como buscando otra en quien hacer señalamiento, y no encontrándola, volvió a María y la señaló definitivamente; el gozque dejó entonces escapar un gemido tan lastimoso, que erizó el cabello a todo el concurso. Pero esta impresión fue pasajera y como relámpago en noche serena; así pasó como fue olvidado enteramente en la memoria.

El soldado, llamando a sí el perro, prosiguió:

-Ahora, don Gozque, vais a ser mensajero del amor, oficio que requiere examen de destreza y títulos de fidelidad; cuidado con trocar los frenos, que de tan lastimoso descuido suelen provenir grandes desaciertos, y en ello vuestro buen nombre debe quedar a salvo de cargo y responsabilidad. Tomad la posta, y tanto dure vuestro viaje como dure la música y la letra de vuestro amo. Y esto diciéndole, y pasándole la mano por la boca como si le pusiese algo en ella, y después inclinándose a su oreja como para encomendarle alguna cosa, lo dejó ir, agarrándose él a la vihuela, la que rasgueando diestramente, cantó con ella:




Motete


      Mensajero,
      corre y ve,
corre y ve presto y artero,
y de ausente caballero
      llévale
       a su amor
el billete más sincero.

      No está lejos,
      muy más fiel,
muy más fiel a tus consejos:
busca ansioso los reflejos
       de un clavel
      que dejó
entre búcaros y espejos.



El gozque corría desesperadamente en torno de los festejantes: dio tres vueltas, y a la tercera, cuando cesaba la cantinela de su amo, saltando delante de María, provocando las caricias de ella con sus donaires y juegos, no descansó hasta que aquellas blancas manos de espuma y armiño viniesen halagosamente sobre su figura canina, y entonces, como si tuviese un instinto superior a su naturaleza (tanto puede el arte), lo dejó caer y depositó entre las manos de la doncella el billete que tantas ansias y anhelos había arrancado a diversas personas.

María, que muy bien entendió la inteligencia del cantar, y que ni una mínima palabra de él dejó ir de su memoria, viendo las señas casi discretas del perro, recordando que por aquel mismo tiempo en que estaba debería tener nuevas de su ausente, percibiendo en aquel punto un papel entre sus manos, y, más que todo, sintiendo levantarse en su alma mil esperanzas de contento y gusto, no pudo resistirse de tomar aquel mensaje y, lo que es más, de tomarle encubiertamente y sin dar sospecha a nadie. Su discreción alcanzaba la tempestad que hubiera alzado si a la borrascosa condición del primo, y al receloso natural del tío, y al odio de todos los moriscos para con sus vencedores, hubiera venido a juntarse una sospecha verificada al punto con la prueba plena de un billete.

Muley o don Fernando (pues cualquiera de estos dos nombres no da ni quita nada a lo riguroso y altivo de su condición) seguía con el alma, que no con los ojos, todo el curso de aquella farsa; y si bien es verdad que si no vio el embutir del billete en la boca del gozque, ni el pase del tal depósito a las manos de María, siempre sospechó que allí hubiese algo que se escondía de la atención común. Por lo mismo, y para salir de tanta incertidumbre, puso en obra al punto el pensamiento que le sugirió su recelosa sospecha.

-María -dijo dirigiéndose a la hermosa prima-, hoy es el día de tu natalicio y esta la hora de media noche, hora en que tantos prodigios suelen verificarse. Las doncellas de nuestra familia es fama que en tal día y en igual hora pueden sacar ciertas maravillas del mundo invisible, o curar alguna dolencia rebelde según quieran y según las fórmulas sabias y poderosas que empleen. Pues bien, no hagas nada de prodigioso, pero prueba (pues a ello debe moverte tu natural compasión), prueba, repito, tal poder en ese lisiado pobre, y ya que, aunque cristiano viejo, asiste a nuestros regocijos, saque de ellos, además de la limosna, un bien que en balde querrían dárselo los suyos.

Así como habló Muley todos fueron de su parecer, y allí fue rogar a María y Zaida, pues cada cual la nombraba según su mayor o menor afecto a la religión santa, y muchos la llamaban por entrambos nombres.

María repugnaba honestamente tal empeño, pero las súplicas fueron tantas, el objeto se lo presentaron por tan piadoso y tanto de encarecimientos y halagos fueron y vinieron, que al fin, dándose por rendida y confiando en la negativa del soldado, que como cristiano viejo no admitiría tales prácticas, replicó:

-Puesto que a despecho de mi gusto habreme de vencer a lo que se me pide, todavía no me prestaré a ello si el mismo soldado no me lo permite no callando, sino que quiero oírle yo misma la súplica de su boca.

-Hermosa María -le replicó alegre el soldado-, no sólo deseo que toméis parte en este consuelo mío, sino que os lo suplico lo más rendidamente posible, que aunque yo no tengo en mucho tales prácticas, le doy en trueque tal encanto a la belleza, y tal fuerza y poder a la intercesión de un ángel, que sólo con que vos pongáis mano en ello ya me cuento por curado y franco y libre de lisiadura y de ceguera.

A esto oír se levantó María entre turbada y pesarosa, y desdoblando un listón, lo pasó por la rodilla manca del soldado, aquella que apoyaba sobre el zoquete de madera, y asimismo, relatando en silencio, unos como versos o nóminas, ató luego los dos cabos del listón, diciendo:

-Mendigo, así te engarce tu rodilla como enlazados quedan estos dos cabos; y decir esto y levantarse el soldado, arrojando el palitroque de la rodilla, y repetir a gritos ¡milagro, milagro!, fue todo un punto.

Todos quedaron absortos, unos dudaban, los más se afirmaban en la verdad de aquellas prácticas, y María, apartada al lado, y espantada de semejante maravilla, se deshacía en protestas de que ella no tenía parte en aquella máquina diabólica, prometiendo no repetir más nunca tan pernicioso ejemplo, y asegurándose con la mano puesta en la cruz del joyel, parecía que ella buscaba un testigo que certificase de su inocencia. Entre tanto, el soldado, a voz de contrapunto, clamaba así:

-Otra palabra, bella María, y de todo punto desaparece mi triste lisiadura, y otra y última intercesión y desaparece mi ceguera.

Los del baile aplaudían, muchos preguntaban, todos respondían, gritaba el soldado y saltaba y latía estruendosamente el perro. Todo era algazara, todo confusión; de repente ábrense las puertas de la calle y vense entrar por ellas el Ayuntamiento de los cristianos viejos con todo el aparato de justicia, el alguacil Molino, de vanguardia, y la dueña Bermúdez, en la rezaga.

-Mirad -dijo esta-, ¡oh, reverenda justicia!, dónde están mis adoctrinadas; huyen mi enseñanza saludable y se entregan a sus zambras, y no advierten en traer con ellas a la prudencia y virtud personificadas en una dueña; los luengos mantos espantan a los almaizares y alcandoras; vigilancia alerta, reverenda justicia.

-Callad, dueña Bermúdez -dijo el alguacil-; aquí hay algo de mayor cuantía que vuestros chismes dueñescos; aquí hay prácticas, aquí nóminas luego debe haber multas.

-Utique -replicó el notario.

-Pues mirad ahí, por sí mismo -prosiguió el honrado alguacil- la pierna de palo del soldado Cigarral curado de golpe y por persona que no tiene ni puede tener título para ello. ¿Qué es esto, señor? Es fuerza ver fin y punto a las contemplaciones; también suenan ciertos rumores de moros berberiscos saltados en la playa, y que se abrigan en estos contornos. ¿Qué es esto, señor; no hay justicia? ¿Se han de permitir por más plazo los tratos y contratos de los rebeldes, la murmuración y las sediciones? ¿Qué es esto, señor? ¿Señor, dónde estamos?

Nadie sabe dónde hubieran llegado los apostrofes y acriminaciones del multador alguacil Molino, corchete ganzúa, según el buen dictado e intitulación del soldado, si una inesperada peripecia no le cortara el rápido vuelo de su elocuencia.

El suceso fue un bien asentado golpe de revés en la pecadora boca, que dio con el orador y su elocuencia en tierra, y volviéndose el caído y todo el concurso a ver de qué mano se había disparado el ballestazo, vieron salir por delante de todos el airado cuanto venerable Gerif, quien buscando con la vista al alcalde para encomendarle sus quejas, así como tropezó con él, así le dijo:

-No creyera yo que donde estáis vos tomara, en son de reprimenda, la palabra persona tan mezquina de condición, como de menos valer por su ejercicio, y tanto más tratándose de agravio con persona de mi calidad.

Yo, por ser quien soy, por alcalde del Ayuntamiento de los míos, si vos lo sois de los cristianos viejos, y por las honras que el rey quiere que sean guardadas a los hijos y parientes de los reyes, bien puedo festejar a quien se me antoje, no admitiendo en mi compañía sino a quien me iguale, o a los que por estrecho de amistad me obliguen a ello.

Fue interrumpido aquí el ilustre Gerif por el alcalde del Ayuntamiento viejo por mil excusas y cortesías, las que subieron de punto así que vio a María ser como el astro que presidía aquel sarao.

-Bien habéis hecho -añadió a Gerif- en corregir de tal modo al alguacil por su demasía, siendo mi venida por curiosidad y festejo, y de modo alguno por enmienda ni admonición.

Calmose entonces la alarmada ira de los unos y el odio ardiente de los otros, vistiéndose otra vez los aceros de las espadas y dagas, ya casi desnudas y prestas a encender en fuego aquella que principió dulce y apacible fiesta.



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