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ArribaCapítulo IV

Era la misma hora, era el propio lugar y frontero al puente aquel roto, debajo de los hermosos nogales y al lado mismo de aquella fuente clara, se miraba un hombre sentado, pero de muy distinta traza a la del mendigo ciego y lisiado con quien nos comunicamos en conocimiento al comienzo de esta historia.

Este personaje, muy al contrario, parecía gozar de la mejor agilidad de sus miembros, se hallaba en lo más duro y viril de los años, que no llegaban a los cuarenta, y con muestras tales de robustez y fuerzas, que si causara empacho viéndole saltar y defender delante de uno algún puesto o calle, en trueque haría el más confiado del mundo a quien lo trajese consigo y mirase al lado.

Unas calzas de gamuza, muy traídas y llevadas, aunque todavía de buen servicio, le tomaban aquellas piernas, antes tan de rúbrica y garabato: unos follados de colores se sujetaban a una veste soldadesca que llegaba en medias mangas a la mitad del brazo, tomadas las vueltas anchas con colorado tabí. La veste se cerraba sobre un coleto fuerte y robusto, que abultando algún tanto las espaldas, concluía en la misma muñeca defendiendo el brazo. Una valona azul, si no erizada, al menos con mucho engrudo, le encanutaba el cuello; y un sombrero campanudo de copa, galán, con plumas, ancho de faldas, y estas tomadas por delante con cuatro puntos de sirgo dorado ponían cabo y fin a la tal figura. Estupenda filisberta toledana tenía entre las rodillas, apoyándose las manos en ella, una daga flamenca le parecía en la cintura, y en su traza picaril y en su catadura aviesa y maligna cualquiera le juzgara de la genealogía y linaje de los famosos Rinconete y Cortadillo.

Sentado como se hallaba, así y en media voz, y esta ronquilla, y más asomada a lo bronco que a lo apacible, se entretenía cantando de esta manera:




Moreto


      Nací muy pobre,
      ¡oh, qué dolor!,
bien pobre aún soy:
mas esto es hoy,
      mañana, no.

      Que quien desprecia,
       ¡viva el valor!,
en lid la muerte,
al fin la suerte
       lo coronó.

      Lid haya y guerra,
      sí, ¡vive Dios!;
bien corra el dado,
y de soldado
      a conde iré.

      Navarro y otros,
      ¡son más de dos!,
soldados fueron,
por do subieron
      yo subiré.

      Mi rey don Carlos
      ¡entre en París!,
y Dios y él solo
de polo a polo
      han de reinar.

      Y por premiarnos,
      ¡grano de anís!,
tal bizarría,
ya Dios envía
      de orbes un par.

      Capitán, tente,
      ¡bravo español!,
Pizarro aguarda
que una alabarda
      falta al Perú.

      Que lo que vale,
       ¡o miente el sol!,
un pica bravo,
¡oh, insigne cabo!,
       lo sabes tú.

      Iré a esas tierras,
      ¡vamos allá!,
me haré de oro,
de algún rey moro
      que venceré.

      O para colmo,
       ¡gusto será!,
de suerte tanta,
con una infanta
      me casaré.

      Tendré esclavillos,
      ¡ah!, ¡ah!, la, la,
rubís, topacios,
cuatro palacios
       y un gran confín.

      Y señor noble,
      ¡lará, lará!,
con mayorazgo,
de algún hartazgo
      moriré al fin.



Al darle a tales coplas, cantadas, como suele decirse, a palo seco, sin compás ni ayuda de instrumento alguno, y solo con la buena o mala compañía de su áspera garganta, hele ahí que asoma por alto de la senda un galán y sobremanera bizarro caballero, que siendo el mismo que la pasada noche se presentó en fiesta, todavía se ostentaba ahora con todos los arreos de galas, plumas y argentería convenientes a la gentileza y calidad de don Lope de Zúñiga.

El ciego, con vista y lisiado sin manquedad, ahora nuevamente restaurado en todo el valor de sus piernas y bien corregido y enmendado en el desembarazo de sus miembros, así como vio llegar al caballero, destocándose el sombrero y ahinojándose reverentemente, le comenzó a decir:

-Perdón, perdón, y mil veces piedad para el buen Mateo del Cigarral, soldado pica que fue de la compañía de Francisco Carvajal en Italia, arcabucero después en el tercio de Zamudio, y después continuo de la ilustre persona del ilustrísimo caballero don Lope de Zúñiga. Yo me confieso, señor, que sin enmienda a los pasados yerros cobré a vuestra orden los cien ducados en Gante del burgués Guillermo Goffren: confiésome, asimismo, que sin mandato, ni contraseña de maese de campo, ni otro superior, con más arrojo que discreción los puse a lidiar, usurpando el título que no tenía de señor de ellos, en aquel negro negociado de palo y pinta. Confiésome -y es la peor confesión-, que no embargante mi pericia y consumada experiencia, fui roto, vencido y dado tan a merced, que a no ser por un real de a ocho que me dieron de barato, sabe Dios lo que fuera de mi estómago, quiero decir de mi persona. ¿Cómo, señor, después de tan infeliz jornada volveros a presentar mi pecadora catadura? ¿Cómo llevaros a juicio mi conciencia tan sucia, como limpias y escuetas las garduñas manos? Llorando mi desgracia, recordando mis muchos merecimientos, teniendo los galardones atrasados, donándome de los golpes futuros y despidiéndome en mente, no solo de vos, sino de aquellos cautivos cien ducados, tan llorados como perdidos, resolví volverme para España y buscar partido en esas aventuras de las Indias.

No pagar feudos a mesones y hosterías, no siendo tan devoto para romero, y sospechando que mi vestido de soldadesca me reclutase a fuerza viva para esas banderas de Italia, resolví cobijarme uno de tantos disfraces como aprendí y estudié con la noble caballería de la industria. Largas han sido mis peregrinaciones, aventuras curiosas me han asaltado, y con ellas os entretendré las horas de camino o los ocios de viaje, estos por mar o aquellas por tierra, si es que merezco por mi atrición y contrición timore et tremore, volver a tomar asiento en su servicio y asistir cercano a su ilustre persona. Siempre cuento, con buena justicia y equidad, que en contraria balanza de estos pecadillos y deslices, se me pondrán en cuenta y data, no los servicios de soldado, pues para premiar vos no sois Emperador, sino mi buen ingenio en el tiempo que os serví, la grata voluntad que siempre os tuve y tantas cuchilladas como di a vuestro lado en diversas ocasiones. No os cargo nada ni aprecio en pizca los últimos cintarazos de anoche, pues la salud que cobré inopinadamente y la curación que se operó en mi lisiadura, las tomo y apunto por buena, legitima y muy sobrada solvencia.

Quién sabe dónde hubieran ido los dislates, burlas y tarabillas del soldado Moyano del Cigarral, si don Lope no le hubiese levantado con el mayor afecto, abrazándole y comenzándole a hablar de sus pasadas peregrinaciones y aventuras.

En suma de cuento, ello es que don Lope le endonó y perdonó a Cigarral las atrasadas trabacuentas, inclusive los cien ducados del burgués Goffren, lidiados y vencidos en el negro negociado de palo y pinta, concluyendo aquella ceremonia con que la buena maula entrase de nuevo al servicio de don Lope.

Cigarral le añadió a este, por qué sucesos caminando para Sevilla en busca de flota para el Perú y en lenguas de su capitán Carvajal, había llegado a aquella aldea, donde su disfraz mendigante, moviendo la piadosa condición de María, dilató de un día a otro día su peregrinación hasta aquel trance.

-No dudando yo -proseguía el soldado-, sirviéndome de disculpa para este mal pensamiento los sucesos ahora acontecidos, y sin que sea visto agraviar en un tilde la caridad de María, que para las obras pías dispensadas al lisiado Cigarral han intervenido y valido en mucho los merecimientos de don Lope de Zúñiga, porque os hago saber, señor, que allá relatando, aquí mintiendo, y siempre alterando la verdad, como hace todo viajante, acerté a nombrar en una de tantas novelas vuestro apellido y condición, y no hay duda que desde entonces merecí más atención y agasajo, si no digo mayor caridad y limosna, de esa hermosísima señora de vuestros pensamientos.

Luengo espacio confirieron los antes conocidos y ahora nuevamente confirmados amo y escudero, sobre los medios de poner en práctica una entrevista con María, ya indudablemente celada, y muy de cerca puesta en custodia por Gerif, su tío, desde los sucesos de la noche.

La historia puesta ya en este punto, no será fuera de propósito advertir qué circunstancias había, y qué pensamientos animaban a los más principales de estos nuestros personajes.

Don Lope, alcanzada licencia del emperador para enlazarse con la ilustre cuanto hermosa doña María de Granada, así como llegó en las galeras de Leiva y tomó tierra de España, no pensó sino en ser él mismo mensajero de tan agradables nuevas; y con poco séquito e infinitas esperanzas quiso llegar lo más luego a la aldea donde sabía asistir la amada suya.

Receloso de que el odio altivo de aquella familia destronada le burlase sus anhelos y su amor, había querido interesar en todo al emperador, quien por su parte miraba con placer aquellos enlaces que pudieran apartar de toda revuelta a los renuevos de los Granadas.

Los moriscos, siempre fija la vista en su independencia y su venganza, no apartaban su cariño de aquella familia que por tantos años había sostenido en España el vacilante poder de los árabes haciendo de Granada la ciudad más hermosa del mundo. El descontento de la nación vencida tuvo sus intercadencias según y como que la política de la Corte los halagaba o los oprimía; pero siempre es cierto que mal avenidos con la religión que habían abrazado a la fuerza, sentidos con las fardas y gabelas con que eran pechados, ofendidos de las ordenanzas que les pregonaban, y rabiosos con la altivez de los vencedores, no esperaban sino ocasión adecuada para revolverse, tentando para ello los vecinos reinos de África, y el nuevo y formidable poder que desde Constantinopla amenazaba a toda la Cristiandad.

Gerif, que alcanzó en pie en su años primeros el Señorío de la Alhambra, no podía separar de su memoria aquel esplendor pasado, como ni de su alma la afición más vehemente por su nación desgraciada, mirando gustoso por lo mismo las revueltas que tramaba su sobrino Muley.

María temblaba con tales apariencias, pues su madre, que tomó el agua de bautismo de aquel arzobispo de Granada, a quien por alabanza llamaron el Santo los moriscos, imprimió a su hija el más tierno apego a la religión cristiana. Empeñada en los amores de don Lope, y éste ausente con el emperador en la jornada de Alemania, vivía huérfana, lejos de los palacios de Granada, alegrando con su presencia los cansados ojos del anciano Gerif.

Muley, prendado de las gracias de su prima, él mismo se la había destinado y nombrado de antemano para premio de sus anhelos y corona de su trabajo desde que diese el grito de independencia, conociendo al mismo tiempo que nada podría ejecutar más bien visto como este enlace para aficionarse más y más las voluntades de sus moriscos. Gerif, aunque de intento no apremiaba en nada a María por los amores de Muley, con todo ello bien la demostraba el placer que habría viendo así unidos los últimos vástagos de los Granadas, como decían los cristianos, o de los Benezeritas, según los genealogistas árabes.

Don Lope, sospechando por lo menos alguna de tan capitales asechanzas, ardía por verse con María para pintarle más vivamente lo que solo apuntó en el billete que llegó a sus blanquísimas manos por los peregrinos medios que ya hemos relatado. Estos y otros iguales pensamientos, ni más lisonjeros ni menos recelosos, pasaban por la mente del caballero mancebo, durante el coloquio de Cigarral, lo cual leído por la sagacidad escuderil de este, sin más tardar le habló a su amo de esta manera:

-Por cierto, señor, que muy mucho agraviáis mi alta capacidad, y en bien poco tenéis mi ingenioso magín, si así os inquietáis por tan poca cosa; dejad penas y sabed que en manos está el son que sabrán a buen tiempo coger el compás. María pasa cotidianamente y a esta hora por este mismo sitio, viniendo de los huertos que para su recreo tiene Gerif en esas quiebras del valle. Si, como es presumible, viendo enemigos en campaña, Gerif resuelve estar a la defensiva sin desamparar muy mucho los muros de su casa, ya tiene encima corredores que le batan la estrada muy de cerca; y si temeroso y cauto en demasía, ha determinado levantar puentes y rastrillos y declararse en asedio formal, ya le he escurrido entre los propios suyos tal espía, que muy presto nos informará de todo movimiento enemigo. El mancebillo Mercado, muchacho despabilado y despierto, avizora las rejas de María, y mi gozque, que lleva delantera en esto de avisado, se encuentra en este propio instante donde vos querríais hallaros, esto es, ante los ojos de la muy alta y muy ilustre señora doña María de Granada, otorgada esposa de... pero hele, hele por do viene nuestro mensajero el gozque, que nos dará lenguas de todo.

A más andar, corriendo y escarceando llegó el adiestrado y entendido perro, trayendo entre sus dientes un listón de ciertos colores misteriosos. Amor y cita, y cita a la media noche, dijo Cigarral, si no me mienten estos jeroglíficos amorosos; y diciendo esto, tomando con maligna reverencia de boca del gozque aquél billete no escrito, le puso en manos de don Lope, quien no reparó o quiso no reparar en las socarronerías de aquella buena maula, ansiando por ver la noche rayar en lo más alto de su carrera.

Eran las doce, y cercanos a las tapias de un jardín dilatado, se miraban dos hombres silenciosamente inmóviles y los rostros cubiertos con misteriosos embozos. Un can, asentado tan calladamente como si entendiese la alta ocasión en que se encontraba, avizoraba las celosías de una reja, y el sosiego era tanto, que se percibían desprenderse las hojas de los árboles, que derramándose de rama en rama, se arrastraban someramente por el suelo al blando céfiro del otoño.

En esto se oyeron gritar blanda y prolongadamente los quicios indiscretos de la ventana, y María apareció tras de la reja, teniendo al punto cerca de sí a su enamorado amante.

Si no hay pluma tan rápida que pueda seguir con su vuelo la elocuencia animada de un coloquio amoroso, menos contento quedara de su intento todavía si ensayara repetir punto por punto las primeras razones de dos amantes que, separados por largos días, de pronto se ven juntos por uno de tantos caprichos como tiene la fortuna: pues lo sentido de las quejas, pues el fuego de las razones, pues la inflexión de la voz, y la turbación, y el placer, y el desenojo, y los éxtasis y mil y mil otras nonadas tan fugaces como deliciosas, más bien son para imaginadas y sentidas, que para concebirse y explicarse.

Al fin, desahogados con tales pláticas algunos de los suspiros que a entrambos pechos oprimían, y desanudados con el gusto algunos de los suspiros engendrados en tanta ausencia, la hermosa morisca, oyendo los intentos de su amante y pesando en contrarias balanzas lo que pedía el amor con la situación de don Lope y la ilustre condición suya, así le dijo:

-No os podré encarecer bastantemente, señor y esposo mío -pues tal nombre me lo sugiere el amor y lo merecen vuestras finezas-, no os podré encarecer, repito, en cuánto os estimo tanta constancia, y tanta demostración galante y fina de vuestra voluntad; baste deciros que si el amor no os hubiese ya dado, y tanto tiempo ha, toda la posesión de mi albedrío, el agradecimiento sólo pudiera ser que me obligase para abriros las puertas del alma mía: mas puesto que mi afición toda es por amor, bueno será que lo debáis a este antes que a otro cualquiera sentimiento, que siendo aquel el más poderoso de los hijos del corazón, a él obedecen todos, y todos los hermanos siguen ciegamente los fallos de su voluntad.

Bien sabe mi Dios con cuánto gusto obedeciendo la vuestra, que no es otra que la mía, y siguiendo el mandato del emperador, desde mañana os daría la mano de esposa aun en la estrecheza de esta aldea; pero don Lope, padre tenéis y lo que el Rey manda, bueno es que sea con asentimiento de los que tienen natural y necesaria autoridad sobre nosotros. No os ocultaré cuánto me disgusta dejaros de obedecer en esto, por lo mismo que sé cuánto riesgo corremos de naufragar en nuestras esperanzas. El desdén con que los castellanos comienzan a mirar a los de la nación mía, y principalmente vosotros los hidalgos, cosa es tan dura, que hace temblar de rabia al menor de los vencidos, y de noble furor a la familia de los reyes. Si otra de menor condición que la mía pudiera contentarse con ser admitida fríamente en linaje como el vuestro, lo que debo a mis padres y el respeto que me tengo, me imponen la triste obligación de rehusar cualquiera alianza en que el orgullo castellano crea únicamente dar una piadosa hospitalidad a la nieta de los reyes de Granada.

Partid, don Lope, a vuestro palacio; alcanzad licencia de vuestro padre; sepa yo que en mí querrá abrazar una hija y no mirar de reojo a la esposa de su hijo; volved tan amante como ahora os mostráis y vuestro gusto y el mío se cumplirán colmadamente sabiendo que ni fuerzas humanas podrán arrancar vuestra imagen del pecho mío durante tal ausencia, y que ni el orbe entero me evitará un monasterio si el ser quien soy me obliga a rehusar el amor vuestro.

A estas palabras y a las ideas que ellas resucitaban en su alma, la hermosa morisca no pudo detener el llanto, y aplicando en sus ojos un blanco lienzo, se entregó por algunos instantes a lo más acerbo del dolor.

En esto, el gozque, alzando las orejas en ademán de inquietud, comenzó a murmurar mirando hacia un cabo de las tapias, y a la luz de cierta lámpara que ardía delante de una imagen apartada, se dibujó la negra sombra de un bulto que observaba el jardín y la reja, y que viendo ocupada la calle, torció otro camino sin aguardar a ser alcanzado por los pasos diligentes, si bien silenciosos, de Cigarral.

No estaban ociosos, en tanto, los ruegos del amante, ni sus lágrimas escaseaban, ni sus encarecimientos disminuían; pero por más que representó don Lope el peligro de que fuese ella importunada por Muley, suplicada por Gerif, y obligada por todos a cosa que aguase las esperanzas de entrambos, con todo, pudieron más en María las imaginaciones de ser mirada con menos valor que debiera por parte del padre de su amante y de su linaje orgulloso.

Obligados, al fin, a separarse, los amantes aseguraron sus promesas, poniendo al cielo por testigo de sus juramentos santos, quedando María en aguardar y resistir, y don Lope, en alcanzar de su padre, y volver antes de mucho a poner fin a tantas inquietudes y aflicciones.

Amaneció un día turbio y revuelto como ya del corazón del otoño, y don Lope disponía su viaje para aquella misma tarde. Un guía debiera bajarlo a Marbella para desde allí tomar una fusta y remar hasta Motril y luego caminar a Granada, huyendo así lo más posible de los abanderizados monfíes, que eran salteadores moriscos. Entre esta ocupación y los pensamientos del amor, dividía sus imaginaciones, cuando entrando Cigarral, le dijo:

-Tomad, señor, este papel, que Mercado os trae de la parte de Muley, el aprisionado en casa del alcalde.

Don Lope, abriéndolo, leyó de esta manera:

«Un príncipe de Granada a un castellano:

»Si mi palabra y mi honra no me hubieran tenido preso donde mis manos no podían vengar mis injurias, anoche mismo hubiera bañado con tu sangre las rejas de María.

»Yo quiero, o probar tu hierro de Flandes, o hacerte probar mi acero de Damasco; mas para ello tú solo puedes procurarnos tal placer sacándome hoy mismo al fiado de esta prisión, cosa por cierto fácil a tu autoridad. Quiero vengarme con todo ese aparato que vosotros, menos sentidos y más artificiosos que nosotros, llamáis generosidad y caballería.

»Para inflamar tu cólera, te diré que a despecho del mundo, tu amada será mi esposa; pero esto es poco para un árabe si no ve el color de la sangre de su rival. A la tarde espero estar libre y al anochecido verme contigo a la ribera opuesta del puente entre los árboles del bosque.

Muley



Aún todavía don Lope no había segundado la lectura del enfurecido billete, cuando entró de nuevo el soldado diciendo:

-Día es de postas y correos; mi gozque, que ha corrido el campo, ya a esta hora trae este billete, que si no es de María deberá ser de algún pintor, pues ni el famoso Lucas, ni Icíar, ni otro alguno de los de la péndola hará ni más ni bien asentada letra, ni más delicados perfiles.

Confuso y turbado don Lope rompió la nema, y vio que así decía el papel:

«Lo que anoche mismo os negaba, hoy os lo suplica encarecidamente María. No solo me quieren apartar de vos, sino de esta mi tierra querida de España, llevándome a esas costas de África. Muley con los suyos me arrancará esta noche de los brazos de mi tío quien no podrá o no querrá oponerse a tal violencia por amor a Muley y al ahínco con que desea conservar los derechos de nuestra familia. Dos galeazas tunecinas esperan para esta facción y rondan en los ancones de la playa.

»Aunque de vos me ayude para desviar de mí riesgos tan grandes, solo será para que me dejéis en un monasterio, el más a mano, hasta que de vuelta de Granada o me saquéis de él para ser vuestra, o me dejéis allí para ser de Dios.

»Al principiar la noche me aguardaréis cerca del puente, y todo pronto para acercarnos a parte de que no perdamos valor.

María



Perdido de cólera don Lope, y entre los dos terribles escollos de la honra y del amor, revolvía en su alma mil medios para poder asistir al desafío de Muley y amparar los miedos tan bien fundados de su señora. Resuelto al fin, llama a su escudero y le presenta el estado de las cosas.

Cigarral, que no se turbara ni por venir rodando de una torre abajo, le dijo:

-Todo es nonada y asunto ninguno. Aunque mejor fuera poder sacar de esta aldea seis o cuatro buenos arcabuceros, la gente cristiana de ella es tan poco belicosa, que solo el boticario es quien maneja cosa de guerra, y eso son las espátulas; pero vuestros dos criados parecen gente de punta; a ella agregaremos ese muchacho, Mercado, que más talle tiene de paje ahora y luego de alférez, que no de andar entre badajos y candelillas, y con estos tres y nosotros dos bien podemos desafiar a veinte. El camino de aquí a Ronda es corto, la priesa que nos daremos mucha, y si vos os tomáis el cargo de abrir un par de puntos a la cabeza medio bautizada de Muley, después mientras se emparcha y acuden los suyos, ya nosotros estaremos en salvo puerto, a no ser que encomendéis a la punta de vuestra espada visite bien visitado el pecho de ese jayán, y lo dejéis y esto sería lo mejor, de manera que no piense en moverse de aquí hasta el día del juicio.

La planta de la empresa resuelta, pizca más pizca menos, de esta manera, don Lope cuidó de que Muley pudiese estar en libertad al momento preciso, y su confidente y escudero fue para armar a Mercado, alicionar a los criados y tenerlo todo a punto, como experimentado maese de campo.

La tarde se cerró temerosamente en lluvias y ventisca, tomándola por la mano así antes de tiempo las sombras de la noche. Las nubes aglomeradas y empinándose en las cumbres, levantaban unas como montañas cenicientas que juntaban la tierra con el cielo, resaltando más y más aquel color pálido con otras nubes espantosas que volaban inciertamente por la agitada atmósfera. Las crecientes de las sierras se despeñaban por las quiebras desesperadamente, convirtiendo en mar el río que caminaba por aquellas hondas negruras del Tajo, donde y en lo más alto se alzaba el puente destruido. El mugir de aquel abismo llegaba a los oídos sobre todo el formidable estruendo que revolvía entonces la naturaleza, cual el rugido del león, venciendo poderosamente el aullido de las otras fieras, él solo hiela y desmaya más al extraviado caminante.

Tímida María, dejaba entonces los umbrales de su casa, encaminándose hacia el sitio de la cita, y tres veces tuvo que arrancarse de ellos con toda la fuerza de su alma: tal repugnancia probaba y oculto horror al emprender aquella aventura. Al fin, animada y más resuelta con el peligro de verse arrebatada al África, y allí mirarse combatida ferozmente en su amor y en su religión, se arrancó del querido hogar y atravesó los jardines y huertos, llena de amargura y zozobras.

La tempestad aumentaba, y María iba entre la oscuridad y los árboles hacia el puente destruido, asustada y temerosa con mil imágenes y fantasmas.

Para colmo de amargura, no tardó en sentirse seguida del anciano Gerif, quien receloso de alguna resolución peligrosa, pues ya conocía cuan a disgusto de María era el emprender la fuga al África, no apartaba los ojos de ella. Por lo mismo, así como ella salió por | los jardines, no iba Gerif lejos de sus huellas.

El desgraciado anciano, que fiaba en su sobrina hermosa la dicha de los breves días que le quedaban sobre la tierra, no acertaba a vivir sin ella ni un solo instante. Arrastrado más que no convencido por las furias de Muley, ya se arrepentía de haber dado por su culpa razón a María para creerse arrebatada de España. El desvalido anciano, ora aquí, ora allá, pensaba ver los blancos velos de su sobrina revolar entre las sombras, y entonces, alzando su desmayada voz, la decía:

-No me huyas, mi Zaida; no me huyas, mi María (pues yo te daré el nombre que tú mejor escojas). ¡Por qué huir así de tu viejo tío! ¡Quién me acertará a predecir este tan amargo trance! Cuando sola y huérfana quedaste, yo fui tu apoyo, yo tu amorosa madre, y ahora, que me ves anciano y desvalido, escoges este momento para dejarme; húndeme antes en el sepulcro, y luego vete, que así cumpliendo antes conmigo podrás cumplir mejor y a salvo con el gusto tuyo. ¡Con el gusto tuyo, que bien quiera Dios no convertírtelo en amargo acíbar! ¿Quién te ha dicho que esos castellanos mirarán nunca con amor a la sangre mora? Deja, deja que ese que te me roba conozca el hastío de amarte, y pronto encontrarás los desdenes del señor. ¿Y cómo piensas tú que los suyos te tratarán? El menor de ellos piensa hombrearse con los reyes. Mira, mira lo que pasa en todo el mundo; cada castellano es un rey, y buscan otros mundos antes desconocidos para mandar y esclavizar. ¡Ay, si tú hubieras visto los tuyos reinando en la Alhambra, con cuánto desdén y no mirarías ese amante, esos hidalgos!... ¡Ay, si tú los vieras a los castellanos matando los tuyos, ultrajando los tuyos, y llenos de sangre insultar nuestros palacios y nuestras mujeres! Pero no me huyas, María. Ya ves cómo te llamo cual tú lo quieres; no me huyas, María; tú, tan piadosa para los extraños, ¿serás dura sólo para los tuyos, y guardarás la más inaudita crueldad para tu tío, para quien fue tu apoyo y amorosa madre? Pues esto último quiero repetírtelo.

La menor de estas razones destrozaba los más íntimos secretos del blando pecho de la infeliz María: derramaba lágrimas, y caminaba, lloraba y corría hacía el puente, asustada siempre por la fuga al África, y por el horror de la apostasía.

Gerif, que arrastrando y volando (pues estos nombres encontramos merecían sus desiguales pasos), habiendo mejorado algún tanto su carrera, alcanzó por dicha a ver más distintamente a la fugitiva sobrina.

-No me huyas -la repetía-, no me huyas, y dame tu brazo para sostenerme, pues de cansado me desmayo, y no acierto a dar un paso. Ven, ven, mi María, yo te libraré de que te arrebaten para el África; si tú tienes tanto apego a esta tierra infeliz, también, ¡ay!, yo le tengo, por mi mal. Ven, ven, María, yo te daré todo gusto fuera de separarme de ti: yo quiero ser contigo, verte conmigo, y bajar a la tierra entre los brazos tuyos. Mírame cómo lloro; no hayas pena de que ya abogue por Muley; concédeme tú el no dejarme, y yo alzo la mano en mis súplicas. Mira, yo quería verte unida con quien es tu sangre, y con quien te amara como a sus ojos; pero ahora ya te pido lo contrario, pues no es aquella tu voluntad: tampoco quiero que mates el gusto tuyo arrojando esos amores; ama a ese cristiano; pero, por Dios, no dejes a tu tío: mírame, mírame cómo desfallezco.

El gozque, que estaba en el puente y en la mitad opuesta del arco, como esperando a su bienhechora, comenzó a latir gozoso, percibiéndola entre las sombras y los árboles. Ya se disponía saltando a recibirla, cuando María, oyendo las razones lastimosas de Gerif, anudada de dolor la garganta, y ahogado el pecho con mil suspiros y angustias, vacila y se detiene, y olvidada de todo, resuelve volver al querido tío, abrazarlo y no desampararlo. Tales quejas le habrían quebrantado un pecho que tuviese de pedernal, no que el suyo tan lleno de agradecimiento y piedad. Ya volvía amorosa y anhelante, cuando al dar el primer paso oye en la ribera opuesta el reñir de las espadas. Muley, ya suelto de su prisión, medía furioso su acero con el rival que le había libertado.

María atiende, escucha, y ve entre la oscuridad las pálidos centellas de los aceros. Adivina lo que puede ser; indecisa, no acierta a qué parte correr primero: en esto oye un profundo gemido, y cree, ¡oh dolor!, ser el acento de su amante. Esto lo vence todo; despavorida, retorna al puente, atraviesa ligera la mitad del arco, encuentra la horrible brecha; como siempre, da el peligroso salto; mas en esto el gozque, impaciente con tal tardanza, se avanzó descompuestamente por la parte opuesta, impidiendo que el breve pie asentase donde debiera para no caer.

María vacila un instante; su agilidad repara tal peligro, afianzando los ramos de espadaña que al lado crecían, un instante más y era salva; pero un torbellino de aire que subía de aquellos senos oscuros, contrastando con tantos obstáculos, vuelve a inclinar el ligero cuerpo, y por esta vez todo auxilio fue en balde. En vano el gozque, trizando con los dientes las vestiduras, pugnó por salvar a su bienhechora, evitando tan infeliz fracaso. Las fuerzas de la infeliz vencieron y la arrebataron al horrible abismo, que proseguía siempre en su mugir incesante.

Un agudo gemido se oyó, y el aire los desapareció al punto.

El amante (ya vencido y herido Muley, pues de este fue aquel grito lastimero) venía a recibir a María, avisado por los ladridos del perro, llegando al borde del puente al propio punto de la cruel catástrofe, para sufrir así el agudísimo tormento de ver morir ante sus ojos, y no salvar al único consuelo de su vida, y al blanco de sus deseos, concluyendo en un punto y tan lastimosamente con todas sus dichas y esperanzas. Desesperado, y viendo desaparecer a su amada por aquel tajo, llega a la brecha, y furiosamente se derriba también por él, queriendo concluir su existencia allí donde verdaderamente había ya perdido su vida.

El soldado y los demás sirvientes llegaron solo para escuchar el murmullo de las aguas al tragarse los miembros del infeliz don Lope.

El desgraciado Gerif, que tanto tiempo le conservó el cielo la vida para presenciar tamañas infelicidades, acertó a venir cuando aún duraba el primer espanto de los continuos de don Lope. La desesperación del anciano infeliz, que engañaba en el cariño de María las memorias de su esplendor pasado y del poder de su familia, dando espantosos gritos, rasgándose los vestidos y arrancándose la barba, manifestaba su intensísimo dolor, sin acordarse de Muley, que, exánime y bañado en su sangre, se revolcaba a poco trecho de él.

Dado el grito de alarma, toda la aldea, moriscos y cristianos, chicos y grandes, hombres y mujeres, corrieron al puente, y bajaron en todo lo largo de la orilla, cuál con hachas encendidas, cuál con cuerdas, cuál con tablas, y todos con voluntad de arriesgar su vida a trueque de salvar a la infeliz María. Pero todo fue en balde: a la mañana siguiente, batidas bien ambas orillas, solo se encontró al miserable gozque, todavía teniendo en su boca alguna parte de la vestidura blanca de María.

El soldado, con las lágrimas en los ojos, recogiendo en su pecho aquella prenda de dolor, iba inquiriendo de piedra en piedra por el río, y preguntando a cuantos aldeanos encontraba:

-¿Has visto a María?

Al final de la tarde y en el desagüe para el Guadiana, un miserable pescador le dijo que la noche anterior, a cierta hora, oyó dar por el río unos acentos lastimeros, estremeciéndose tanto con ellos, que había afirmado las puertas de su choza, temiéndose alguna prodigiosa aparición.

No volvió a saberse más de los amantes. La credulidad morisca, pintoresca e imaginativa como la de los griegos, supuso que andaban encantados por las cuevas que se abrían por las paredes de aquellos abismos, cuya subida o bajada, siendo inaccesibles, daban mano por este mismo misterio a mil cuentos y supersticiones, y muchos afirmaron haberlos visto suspendidos en medio de aquellos tajos.

Muley, más afortunado que su vencedor y María, sanando de sus heridas al fin, prosiguió en sus proyectos de revueltas y rebelión, que si no los realizó por sus propias manos, gracias al temor que inspiraba el emperador Carlos V, |los vio puestos en práctica años después por un hijo suyo, que fue uno de los reyezuelos de las Alpujarras.

Gerif no logró alcanzar ni aquel suspiro de la libertad morisca, ni el terrible castigo que en los suyos se verificó, pues triste, pensativo y con el nombre de María en los labios, tardó poco tiempo en seguir a la luz de los ojos suyos. El soldado, perdido ya todo consuelo, y dando al olvido su condición andariega y de aventuras, no pensó ni en más flotas, ni en más Indias, ni en más empresas. Trocando el disfraz de mendigo y el vestido gentil de soldado por un sayal de ermitaño, hizo su habitación de aquel mismo sitio, testigo de la catástrofe, y pensando siempre en su desgraciada bienhechora y en su infeliz señor, todos los días sacaba aquel velo, única prenda que le quedaba de María, y besándolo respetuosamente y agolpado el llanto a los ojos, volvía a encerrarlo tiernísimamente en su pecho.

Mercado, cansado de la vida que llevaba en la aldea, y ya alterado con las relaciones arriscadas que había escuchado del antiguo soldado, se resolvió a dejar a España y a probar fortuna. Prevenido con las lenguas que le dio su amigo para Francisco Carvajal y otros soldados de cuenta, se embarcó en Sevilla con otros mancebos aventureros, y pasó a las tierras del Sur de América, donde ganó gran nombre bajo el título del capitán Mercado.

Acaso en aquellas soledades, al resplandor de las hogueras, y cercado de aquellos hombres que dejando a España no pensaban sino en España, entretenía las horas de la noche relatándoles las desavenencias de los moriscos y cristianos y el triste fin de don Lope y de María.


 
 
FIN DE «CRISTIANOS Y MORISCOS»
 
 




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