Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Crónica Literaria

Hernán Díaz Arrieta





En el centenario de Don Luis Orrego Luco

Con no poca sorpresa acabo de ver a «Juana Lucero», la novelita de juventud de D'Halmar, convertida en punto de arranque y casi modelo de la novela naturalista en Chile. Nunca se me habría ocurrido darle esa importancia. Pero mi sorpresa fue mayor al encontrar que el otro hito o mirador en la senda de los discípulos chilenos de Zola viene a ser... «Casa Grande» por don Luis Orrego Luco.

Puede ser. Todo puede ser. Pero esto sobrepasaba lo que me imaginaba. Es que clasificaciones son el lecho de Procusto de la literatura: para ajustarlas, es necesario acostar ahí a la víctima, estirarla si no da la medida o cortarle los pies si la supera.

Terrible cosa.

Habrá, sin embargo, que inclinarse.

Silva Castro, prologuista de don Vicente Urbistondo, dice de su ensayo sobre «El Naturalismo en la Novela Chilena» donde hallamos esos juicios;

«La investigación literaria emprendida por el señor Urbistondo, hasta darle forma en este libro, se realizó en los Estados Unidos, dentro de los muros de la Universidad de California, Berkeley. Como el autor es chileno, en varios viajes a Chile completó algunos puntos y registró informaciones de prensa necesarias para componer el cuadro de ambiente que corresponde a cada uno de los escritores incluidos en el escrutinio. De todo ello ha resultado un estudio serio, imparcial, donde se llama la atención a la posibilidad de que nuevos autores queden inscritos dentro del Naturalismo, cifrado por ahora, sólo en tres novelistas».

Esto proporciona una clave. A los cien años de su nacimiento, D. Luis Orrego Luco empieza a sufrir las preparaciones anatómicas requeridas para entrar en el museo de las bellas letras y, colocado en su vitrina, con su número y su ficha, servir a investigación a los estudiantes.

¡La posteridad!

Para mí, don Luis Orrego Luco es el autor de una novela vagamente pesada, más discutida que leída, «Un Idilio Nuevo» de ambiguo nombre. De pronto, este autor asciende a la actualidad explosiva, estalla, se difunde. Año 1908. En las librerías aparecen unas muchachas celestes extáticas, muy hermosas, formando procesión. Se diría un coro angélico, se espera oír el canto. Fue la portada de «Casa Grande» por D. Luis Orrego Luco. Todos los días los diarios publicaban artículos alabándola, atacándola, discutiéndola, analizándola. Las ediciones sucedían a las ediciones, y después del «5º millar» salió el «6º». Un éxito inaudito. También un escándalo. Para defenderse de éste, posiblemente para saborearlo un poco, fueron lanzando las angostas columnas de, amarillentas de edad, hasta media docena de artículos en que don Luis Orrego Luco replicaba. Recordamos el epígrafe, dos versos de La Fontaine;


L'homme est un animal
si méchant
que, quand on l'attaque, il
se défend...

Había leído yo la novela, me había gustado hasta el entusiasmo y, a impulsos de éste, comencé su defensa, especialmente dirigida contra una de las opiniones más contrarias, la de Mariana Cox-Stuven, (Shade), a quien no conocía aún personalmente. La suponía, naturalmente, enemiguísima del autor. El artículo quedó inconcluso. Pero la historia, la «pequeña historia», siguió. No había transcurrido un año y, visitando a la escritora que pensé atacar, la encontré en su saloncito conversando amistosamente con el escritor a quien quise defender...

Mi sorpresa fue grande. Creía, como cree el público, que cuando los escritores se atacan por medio de la prensa queda entre ellos un abismo. Ignoraba los infinitos puentes y las sendas ocultas que salvan ese abismo y llevan de una orilla a otra.

La impresión que el señor Orrego Luco me causó fue la de un caballero muy elegante, acaso demasiado elegante. Creo que llevaba guantes color patito. Y amable, acaso demasiado amable, enamorado, sonriente, meloso, irónico, rendido ante la dama y de una gran experiencia social. El perfecto hombre de sociedad, más un diez por ciento.

Verlo confundido entre los amigos del bajo pueblo, crudos, mal vestidos, groseros y científicos, es algo que no me convence. Nada tan alejado de ellos como su espíritu, sus maneras, su sonrisa.

El antepasado que se le divisa es Paul Bourget. Detrás el gran padre y maestro, Balzac. Un Bourget indiferente en materia de religión, aunque no de moral, igualmente preocupado de las elegancias, los amores y dolores de la clase aristocrática, complacido en la decoración suntuosa de los interiores, según el gusto 900; pero que no siempre logra esa nota única y ligera que imprime el tono justo, como lo consigue por ejemplo, «Pequeñeces...» del P. Coloma.

Es que a las dificultades ordinarias de la novela en general añade la novela de la clase alta las extraordinarias del tema, que no puede abordar sin causar remolino. Con ser quien era y pertenecer a la Orden a que pertenecía, casi se hundió en él la ilustre sotana del Padre Coloma: sólo escapó huyendo de Madrid como de un avispero, de tal modo hervían y picaban en torno los comentarios.

No cuesta por lo demás, explicárselo. Los personajes de la clase alta son pocos y significativos. Si se les retrata con algún arte, el original salta a la vista de todos y él, sin tardanza, al palenque. No lo hace generalmente sólo por sentirse herido, sino porque además, se siente halagado; el amor propio tiene, dentro de esa órbita muchos retorcimientos.

Don Juan Valera y doña Emilia Pardo, que examinaron, en sendos folletos, el caso de «Pequeñeces...», dejan bien clara la cuestión. Entre muchos reparos, escrúpulos y distingos, reconocen que, como pintor de la vida elegante y retratista de mujeres aristocráticas, auténticas, de alto rango, no hay en España ni en Europa ninguno que pueda competir con el jesuita. Y lo declaran tras haber recorrido una lista donde figuran Tolstoi y Thackeray, Pourget y Maupassant.

Por aquel tiempo, aun no había surgido el incalculable Proust, que se agiganta día a día y sobre el cual van publicados unos trescientos volúmenes, el último de los cuales, recién traducido al francés, todavía causa sensación.

En nuestro ámbito, «Casa Grande» equivale a «Pequeñeces...» y marca el nivel máximo alcanzado por el talento y la nombradía de su autor. Sus demás libros no cuentan. Recordamos uno muy agradable, un esbozo de novela histórica ubicada en el período de la Independencia. Desgraciadamente, no tuvo continuación. Los demás libros dejan el rastro de una tarea cumplida sin placer ni facilidad. La prosa de Orrego Luco no tiene el paso ligero ni posee el don de arrastre que caracteriza a Edwards Bello, puesto por el Sr. Urbistondo en el trío naturalista esta vez con acierto indiscutible. A don Luis Orrego se le ve trabajar y no se le ve conseguir el objeto de su trabajo. Siempre se le nota algo forzado. «Casa Grande» o, mejor, algunos capítulos de «Casa Grande», se exceptúan: ahí el hombre está en su elemento y se mueve como el pez en el agua. La vida de sociedad lo atraía y lo excitaba y ciertos personajes de su galería, como el Senador Peñalver, que no era senador, tienen consistencia, existen y se graban.

Verdad que la memoria de medio siglo atrás me trae ecos del entusiasmo que entonces me produjo el novelista y el propósito que tuve de intentar su defensa. Pero un «yo» de año 1908 ¿puede considerarse el mismo «yo» de 1966? Sin embargo, la memoria, lo que la memoria conserva, lo que allí no se lleva el tiempo, está considerado como la base efectiva, experimental, de la crítica y constituye en cierto modo la piedra inobjetable del valor literario, y agarrado a ella el hombre conserva la última esperanza de no morir del todo...

Piedra Roja, Mayo de 1966

Alone





Indice