Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Desde los parques

Daniel Moyano





Usted abría el orificio cuadrado que había en la puerta de la celda a la altura de mi cabeza y por allí me pasaba el plato de comida, un poco inclinado para que pudiera entrar, a veces volcando la sopa. Entrar en la celda y dejar el plato sobre la tabla que servía de mesa hubiese sido lo natural. O dejarla por ahí, como al descuido, para que yo la tomase solitariamente. Porque lo que no podía tolerar era recibirla de sus manos. Entonces no podía explicarme por qué lloraba yo cada vez que usted me daba de comer. Y todavía no lo sé.

Quizás porque en ese momento yo tenía que aceptar mi prisión, sentir que me abandonaban las invenciones internas que oponía al calabozo. Tenía que dejar mi infancia, siempre intacta conmigo dentro de la celda, y exponerme a que usted advirtiera ese refugio secreto y me lo destruyera de algún modo impensable para mí, dejar por un momento la esperanza, mis pantalones cortos, para ver otra vez el misterio que hay siempre en un arma, en sus armas, y comer para poder seguir estando preso y seguir viviendo un poco más hasta que sus armas decidieran otra cosa. Quizás. Pero no es seguro.

Acaso llorara por otra razón. Cuando usted abría ese orificio para pasarme el plato, por allí entraba también un poco de la luz del día, o de las lámparas, no lo sé, pero luz al fin, algo distinto de la celda algo que participaba de la naturaleza de la libertad. Y en vez de alegrarme por ese atisbo de luz, lloraba. O se me hacía un nudo muy duro en la garganta y no tenía ganas de comer ni de seguir viviendo. Porque la luz, en vez de traerme partes de la libertad, me obligaba a percibir las armas que colgaban de su cuerpo y a abandonar mis refugios infantiles. Acaso era esto lo que me producía esa tristeza. Pero no estoy seguro. Tampoco es esto. Quizás algo parecido.

Es que yo, con la niñez que recuperaba dentro de la celda para poder estar afuera, encontraba también a mi padre. Mi padre se había perdido en el tiempo mucho antes de la celda y del castigo, pero yo lo andaba buscando ahora, podía verlo claramente algunas veces y rescatar partes suyas, una palabra, un gesto, el humo de su pipa, lo tosco de sus manos, que nunca me tocaron. Y usted, dándome ese plato de comida, actuaba como si fuese mi padre, usurpaba su lugar protegiendo mi permanencia en este mundo cruel y difícil para los más débiles. Y me parece que lloraba porque el padre que se fue antes de que acabara mi infancia, y nunca pude encontrar, se me aparecía ahora vestido de carcelero y, como el padre de mis recuerdos, tampoco hablaba conmigo ni respondía a mis preguntas, acaso por considerarlas, mi padre de entonces, preguntas de un niño tonto, o por considerarlas, mi padre de ahora, indagaciones inútiles de un hombre débil. Tengo muy presentes las preguntas tontas que hacía a mi padre. Son como grandes remordimientos. Él las alejaba con un gesto de fastidio, el mismo gesto de usted cuando presentía que quería preguntarle algo sobre mi libertad. La libertad, como la inocencia, o no existe o es demasiado pueril para un carcelero. «Si fueras inocente no estarías aquí», decían siempre los pliegues de su uniforme de padre súbito y violento.

Y si usted, entonces, era mi padre, qué terrible su aparición, qué negación (¿o revelación?) de lo paterno su presencia. No sé si fue usted lo primero que vi al llegar a ese lugar, pero por lo menos apareció en seguida ordenándome quitarme el cinturón y los cordones de los zapatos. Lo más nítido de ese recuerdo es el trayecto entre el patio y la celda subiendo aquella escalera; usted me apuntaba con su arma por la espalda y yo trataba de sostenerme los pantalones con las manos que debía llevar en alto; y mientras todo se me caía usted me empujaba con sus hierros ahuecados, mi padre me llevaba por la escalera hacia el calabozo oscuro. ¿Para eso lo había esperado durante tantos años? Abrió la puerta del calabozo y aunque yo iba a entrar voluntariamente me golpeó con la culata del arma, para no tocarme, me hizo caer contra la tarima que sería mi cama en adelante.

Así me engendraba, así me echaba al mundo. Porque de eso se trataba, al menos en un área de mí que todavía me pertenecía: hacerme nacer al mundo de lo oscuro, que era una negación de la vida. Todo nacimiento es violento, ya lo sé. He visto parir a las vacas, he visto la cara espantada de los recién nacidos. Pero yo no había pedido ese nacimiento. Era libre. Los que nacen están adormecidos, piadosamente inconscientes. Quizás el culatazo fue un acto de piedad, un prepararme en la inconsciencia fetal para que acepten algo tan duro como ese nacimiento. Y los niños (o los inocentes) deben aceptar de antemano que la razón está del lado de los padres, deben aprender que la crueldad que utilizan es una forma de protección o de hacerles comprender lo que debe entenderse por padre verdaderamente. Al final ser padre quizás no sea todo lo bueno que uno pensó. A lo mejor ser padre es la crueldad misma, dar o imponer algo no deseado por pura incapacidad. Eso no lo sé todavía y probablemente no lo sepa nunca, es tan difícil, mi padre de algún modo siempre anduvo o estuvo perdido, y esta forma bajo la que ahora se me aparecía podía ser la verdadera.

O acaso lloraba porque mi padre era alguien a quien no podía pedirle nada. Al meterme en la celda de un culatazo se apropió sobre todo de la paternidad, y a partir de ese momento yo se lo debía todo incluida la existencia misma. ¿Cómo pedirle algo entonces, y mucho menos la libertad, la vida? No había nada que pedir. Todo le pertenecía, él era el dueño de mis deseos y en consecuencia hasta podía modificarlos. Si me había dado la vida, también podía quitármela. Yo era débil y él tenía hierros por todos sus costados, ruidos y fuegos que engendraban y mataban, todo al mismo tiempo.

Tampoco podía rechazarlo u olvidarlo: así negaba mi origen. Por eso mis actitudes de diálogo, de un intento de comprensión. Yo aceptaba su función no solamente por miedo: era la única realidad posible. Para usted hubiera sido más natural mi odio o mi desprecio, pero yo no podía odiarlo, era lo único que tenía. Y por eso usted me despreciaba, me consideraba un idiota, una poca cosa, un ruido molesto.

En la última navidad, que como siempre me recordó las muchas que pasamos juntos, hice una lista de las personas a quienes necesitaba mandar una postal desde el exilio. A medida que llegaban a la memoria usted, desde lugares persistentes, empujaba, quería entrar. Yo me oponía, me parecía absurdo que formara parte de mis intimidades. Pero tuve que ceder. Quise anotar su nombre pero no lo sabía, algo tan importante en mi vida no tenía nombre. Puse carcelero, aunque al mismo tiempo estuve pensando: padre. Elegí para usted una postal con paisaje nevado, un poco por mostrarle algo de mi exilio y otro poco porque la nieve es algo ajeno a usted, de tierras cálidas, es decir, un fenómeno absolutamente ausente en su existencia. No sabía cómo encabezarla. ¿Amigo, lejano amigo? Nada de eso. Carcelero, nunca; dicho por mí significaba ofensa. Guardián, celador, custodio, todo era falso, nada coincidía con usted, con su verdad. Se trataba nada menos que de nombrarlo, nombrar para saber, y era el momento en que las palabras desaparecían, se abstenían, eso nunca, de ninguna manera, decían las palabras alejándose, desapareciendo. El no poder nombrarle me hizo mucho daño, el mismo que me producía el recibir la comida de sus manos. Por fin encontré una palabra ambigua pero salvadora: señor. En la postal puse señor a secas y no sé qué cosas más de circunstancia. Después vino el problema del sobre. No sabía ni su nombre ni su dirección, mi padre volvía a estar lejos de mí. Puse: «al guardián moreno (y al mismo tiempo que ponía eso me daba cuenta de que todos los carceleros eran morenos) de la cárcel de (había varias cárceles en la ciudad)»... Nada. El sobre y la postal andan por ahí, rodando por diferentes lugares de la casa, como rodará mañana mismo esta carta que vengo escribiendo y perdiendo desde hace no sé cuánto tiempo.

En una de esas cartas destruidas o perdidas intentaba contarle que la primera navidad que pasamos juntos estuve preocupado por usted. En navidad festejamos el nacimiento de la idea de un dios, yo, como preso, sin dios y sin nada, era natural que aquella noche no tuviese derecho a esa ilusión. Pero usted, además de no ser preso, era un elegido, un privilegiado, y en el fondo era una alegría para mí saber que ese privilegio o posibilidad existía. Lo imaginaba creyente (el poder siempre lo es) y me hacia sufrir el pensar que usted esa noche se quedara sin dios, justamente cuando dios nacía. A medianoche, cuando empezó el crepitar de los cohetes, tan distantes, fingí un ataque de estómago para que me abriera la puerta y me permitiera ir al baño. Pero lo que yo quería era hablar con usted, ayudarle a encontrar a su dios. Cuando me abrió la puerta le dije claramente «feliz navidad, amigo», yo estaba enfervorizado o idiotizado. Usted no respondió. En el baño, me quedé parado bajo una luz débil, mirando las baldosas, mientras usted me esperaba afuera, al lado de la puerta. Cuando salí le dije algo más, relacionado con la navidad y la alegría, alguna estupidez sin duda, como las que le decía a mi padre. Y usted siguió callado, como tratando de pasar por alto mi locura de ese momento, parado en el centro de la verdad, no alcanzado ni vulnerado por ilusiones estériles, envuelto en el ángulo ostentoso de su cara hierática, el mismo que tengo presente en este momento: una mezcla de crueldad y desvalimiento, una mueca universal y dolorosa. Acaso no me respondía porque estaba más solo que yo, aislado en su crueldad inútil.

Los cohetes lejanos eran solamente ruido, no se podía ni siquiera atisbar su luz, el chisporroteo, eso que para mí en esos momentos era el centro mismo de la navidad, las doce en punto de la noche, un dios que acaba de nacer en el corazón de los hombres, momento tan esperado durante el año vinculándolo con la clemencia y la libertad, la promesa de un proceso legal, un lejano juez misericordioso que dijese bueno, vamos a ver de qué se trata. Pero entre el centro de la navidad y el antes o el después, o sea en la espera, no había casi nada, ni siquiera tiempo, era un segundo medido por el ruido de un cohete que no veíamos, un tic que golpeaba en el centro, seguido en el acto por un tac que ya estaba al otro lado del tiempo que ni siquiera era espera, era otra vez el ruido de sus pasos y sus llaves moviéndose distraídamente entre los espacios de los años, y era ilusorio esperar la navidad o cualquier otra fecha, ni siquiera fecha, cualquier punto del tiempo era ilusorio. Apoyado contra la pared del baño, en posición de ataque de estómago por si usted aparecía, me concentré esperando o deseando que sucediese algo que posibilitara la navidad, para que hubiese navidad, para que la espera tuviese algún fundamento.

Y como nada sucedía recordé las descripciones que había leído sobre los presos en navidad. No sé si recordaba o inventaba, pero el hecho es que los presos cantaban en sus celdas alumbrados por cabos de velas, y gritaban «feliz navidad» de celda a celda, con voces como humedecidas por el encierro. Los guardianes se paseaban tolerando esas efusiones de un minuto, que duraban lo que el chisporroteo de un cohete, y después ordenaban silencio. Y eso era todo, así terminaba la navidad. Pero por lo menos había pasado algo, palabras y la luz de las velas. Yo fingía mi ataque mirando las baldosas rojas del inmenso baño comunitario, esperando que llegasen esas voces, procurando descubrir el resplandor de las velas, pero todo era oscuro y silencioso, incluso el pasillo por donde usted se paseaba esperándome, apenas alumbrado por un resplandor de origen ignorado. Y eso también era todo, ese pasearse suyo era toda la navidad, así terminaba sin empezar, y los presos callados en sus celdas comenzaban a esperar la navidad siguiente, dentro del tiempo real.

En el ataque fingido yo era un niño débil y enfermo y mi padre había salido a buscar un médico. Estaban las vecinas que venían a cuidarme, a ponerme trapos con vinagre en la cabeza para que bajase la fiebre, pobre niño él siempre tan enfermo, y esto me permitía demorar el tiempo de la navidad que pasaba sobre las baldosas, que venía desde las celdas silenciosas cada una con un hombre silencioso, incomunicado, venía arrastrándose con la respiración de ellos y recogía la mía, todas juntas en un solo montón de silencio, y se perdían en las demás baldosas, aquellas adonde no llegaba el resplandor que había en el piso del baño donde yo aguardaba su voz diciéndome que debía salir, que el permiso y el ataque habían terminado, que debía volver a mi sitio, al tiempo verdadero. Los cohetes habían cesado hacía una eternidad. Me quedaba la posibilidad de demorar mi regreso hasta obligarlo a usted a ordenarme regresar, y mientras esa orden no llegara yo podría demorar un poco todavía el momento de empezar a esperar la navidad siguiente.

Entonces me acordé del tío Juan cuando mató a nuestra perra, metiéndome otra vez en el tiempo que no es tiempo, que va a serlo de una forma inminente pero que se le demora a uno por dentro. Cuando vio a mi tío con la escopeta en la mano, la perra comprendió que él iba a matarla. Y lo siguió hacia el descampado elegido para el sacrificio, porque había nacido para obedecerle y porque él además tenía una escopeta. La noche anterior el tío Juan había dicho claramente: «mañana voy a matar la perra». Nadie pidió explicaciones. Sabíamos que si hubiese sido perro no lo habría matado. Las perras en cambio atraían a todos los perros del pueblo en sus épocas de celo, después nadie quería aceptar los cachorros si eran hembras, y esto molestaba al tío Juan. Además dijo que esa perra no tenía nada particular, nada importante. Yo pensaba que principalmente estaba viva. A pesar de eso, iba a matarla.

Era verano y el mundo estaba hermoso. Íbamos por la orilla del río, y al llegar al extremo del sendero donde terminaban las casas, mi tío subiría por la colina para matarla en ese descampado que había arriba, para que el olor, cuando la perra se descompusiese, no molestase a los vecinos. La perra, de tanto en tanto, gemía y se adelantaba a mi tío, con el mismo gemido que usaba para su alegría, se echaba al suelo para llamar su atención, para que él se detuviese. Él seguía caminando sin mirarla y entonces ella se levantaba, trotaba un poco detrás de él con la lengua afuera y volvía a adelantarse para echarse a sus pies. Cada vez que se echaba se orinaba, siempre tenía un chorrito de orina para cada miedo. Era su único gesto implorativo. Todo lo demás parecía normal, como si de algún modo aceptase el sacrificio pero no queriendo llegar a su consumación sin haber intentado algo para evitarlo. O por puro instinto, quién lo sabe.

Yo también quería evitarlo. Normalmente mi tío respondía a mis preguntas lo mismo que mi padre, con un silencio o gesto para que me fuese. La pregunta de ahora tendría que ser fuerte, sabia, una pregunta que lo obligase a responder o a explicar su crueldad, que, yo lo sabía, no tenía fundamento. Y si yo lograba que él advirtiese que su crueldad no tenía ningún sentido, la perra se salvaría.

Tengo que pensar algo importante, me decía, relacionado con algo que impida que lleve a cabo la muerte de la perra, relacionado con el tiempo, o con la oscuridad por ejemplo, decirle que cuando lleguemos arriba ya será de noche y no tendrá buena visión, la perra podría escaparse aprovechando la sombra, puede fallar el tiro, mejor dejarlo para el día siguiente. O que ha llegado alguien muy importante, decisivo para mi tío, y lo espera en la estación, se trata de algo urgentísimo, caso de vida o muerte, pronto por favor, va a tener que dejar la perra para otra oportunidad, una verdadera lástima pero es así. Pero nada, las palabras no me salían y la claridad de la escopeta bajo el sol era más fuerte que mis pensamientos. El cielo era un escándalo de plenitud, los pájaros cantaban, los horneros buscaban barro y paja en la orilla del río para hacer sus nidos, y la estación de trenes por donde pudiera llegar alguien con urgencias que interrumpieran el sacrificio estaba demasiado lejos: en el pasado, en otro pueblo hacía mucho tiempo. Habíamos dejado atrás el río, lo habíamos cruzado sin darnos cuenta, lo supimos por los extremos de los pantalones mojados. La perra también estaba mojada, una gotitas cristalinas resbalaban por sus mamas hinchadas por la gestación, y ascendía por la colina pedregosa pisando esqueletos de caracoles blancos.

Los últimos vecinos saludaron a mi tío normalmente, como si no fuera a pasar nada. Todos sabían que llevaba a la perra allá arriba para matarla, y lo aceptaban como un hecho normal. Y al saludarlo decían cosas congruentes, sobre el tiempo y la salud, sobre los turistas que ese año vendrían a las sierras.

Nada que tuviese algo que ver con la muerte de la perra. Hablaban de cosas que mi tío podía comprender con claridad, que existían en el mundo de lo real aunque a mí en esas circunstancias me pareciesen absurdas y terribles. Cosas reales, no como las que se me ocurrían a mí, que eran puro sonido sin significado. Yo era la única persona presente con ánimo de intentar que mi tío no consumase su crimen, y no se me ocurría nada, no tenía palabras. Las palabras estaban ahí mismo pero yo no era capaz de convocarlas, entre millones de palabras existía una sola valedera, y estaba mezclada, perdida en el fondo de los sonidos, otros lugares y otros tiempos.

Mi tío vio una mancha blanca entre la hierba florecida y sin detenerse me dijo que allí había caracoles vivos. Lo dijo casi con cariño, tan familiarmente, dentro de la dureza que siempre tenían sus palabras, y se agachó rápidamente para recoger algunos. La perra aprovechó esa vacilación o postergación momentánea de la muerte para echarse ante él impidiéndole seguir y yo me hundí en el fondo de mi mente buscando la palabra salvadora. Otro chorro de orina y los ojos casi cerrados, las patas abiertas dejaban ver las mamas hinchadas por una leche que no tendría destinatarios. Me dio tres caracoles que escondieron sus cabezas, y con la punta de la escopeta empujó a la perra para que se levantara. Era como si ya estuviera muerta y él con el caño tratara de darla vuelta a ver si ya había cerrado los ojos o tiritaba todavía. Y entonces las palabras me llegaron a la boca, sentí cómo se articulaba contra mi voluntad más profunda, el motivo de arrepentimiento más horrible y estúpido de mi vida. Dije:

-Las perras, ¿existen realmente?

Al poner en duda su existencia con palabras que brotaban de la realidad pero no del deseo, estaba eso sentía, como anticipando la muerte de la perra. Lo que yo quería era que la perra no existiese de antemano para que ni mi tío ni nadie pudiese matarla. Pero esto era absurdo y mientras tanto las palabras, con su estúpido sentido aparente, caminaban por el aire y llegaban a los oídos de mi tío. Me quedaba la posibilidad de que no me hubiese oído como siempre, y no respondiese. Sin embargo dijo, dándole una tremenda importancia a mi pregunta:

-Desde que el mundo es mundo.

En el descampado, lejos de las casas, ni siquiera el ruido del tiro llegaría al pueblo, el viento se lo llevaría en dirección contraria. En las baldosas del baño comunitario estaba el descampado y desde las celdas tenía que venir algún rumor que no venía. Usted tenía que llamarme, decirme que debía volver a la celda, que daba por terminado el ataque de estómago (que usted sabía fingido), pero no me llamaba ni se oían sus pasos en el pasillo. La perra estaba viva, principalmente. Se había echado sin abrir las patas, como tratando de cerrarse, de protegerse con su propio cuerpo, y cerraba con su cuerpo un círculo verde del suelo, salpicado por esqueletos de caracoles blancos, lo cerraba hasta sustituirlo con su pelo todavía mojado y tembloroso. La cabeza estaba mirando hacia abajo, como para comprobar que todo había sido cerrado intentando la salvación. Después la cabeza se alzó y la lengua lamió el caño de la escopeta. Mi tío levantó el percutor y yo cerré los ojos como para evitar el estampido. Algún cohete sonaba todavía, a destiempo, muy lejos, confundido por relojes atrasados. Salí del baño sosteniéndome los pantalones sin cinturón, como el primer día. Usted estaba más cerca pero no era visible. A lo mejor iba a mi lado y no lo veía porque caminaba mirando fijamente las baldosas, imaginándolas salpicadas de esqueletos de caracoles blancos. Reingresé en mi tiempo y yo mismo cerré la puerta, y en seguida oí que usted le echaba llave. La navidad había terminado, y con un poco de ventaja en el tiempo empecé a esperar la otra.

Esperaba el sueño pensando en la respuesta de mi tío. En realidad fue como un regalo inmerecido ante una pregunta tan estúpida, inoportuna y mal formulada. Después de todo en sus esquemas del mundo esa respuesta era como un acto de piedad, aunque sin piedad, al fin y al cabo era lo único que él podía decir relacionado con la salvación de la perra, de ese ser viviente que es una perra desde que el mundo es mundo. Me estaba diciendo, pensaba yo, que a pesar de eso la mataría; que el hecho de matar es completamente independiente y nada tiene que ver con el hecho de vivir. Yo había pensado siempre que era un ser libre, y que en circunstancias normales uno es como inmortal, y la muerte, la que llega naturalmente, una consecuencia de esa inmortalidad íntima. Que con la vida uno adquiría también una garantía. Mi tío había demostrado lo contrario, y esto me permitía ahora estar seguro de que, en lo profundo, pasara lo que pasara yo seguiría intacto. Si me sacaban de la celda para matarme, como habían hecho con otros, sería porque principalmente estaba vivo.

Me dormí después del cambio de guardia y soñé que mi padre llegaba en puntas de pie y conversaba con usted en la parte más iluminada del pasillo. Tenía miedo de que mi padre me acusara de algo muy malo que yo hubiera hecho, que trajera desde el fondo del tiempo una culpa desconocida. Castíguelo como se lo merece, decía mi padre, y usted, en un gesto bondadoso, dudaba, se llevaba una mano al mentón para pensar. Mi padre le decía que yo había matado una perra inocente, y esto me hacía temblar el corazón de puro frío, me temblaba como dientes que se golpean escarchados, al lado de la crueldad de mi padre usted era inverosímilmente bueno. Al final de la conversación, sin embargo, mi padre, hablando en voz baja para que yo no lo oyera, le pedía que me cuidara, que me arropara en invierno porque desde chico había sufrido mucho el frío, y decía que en el fondo yo era bueno, que había sido hijo suyo desde toda la vida, desde que el mundo es mundo. Y usted no decía una palabra, pensaba y le palmeaba la espalda como diciéndole vaya tranquilo, lo cuidaré tal como lo haría usted mismo.

Esa navidad, por todo lo esperado y, recordado, fue la única importante. Las demás pasaron como cualquier noche de cualquier año, apenas diferenciadas por los cohetes lejanos, pasaban sin tocarnos, sin alterar la rutina. Mucho antes de que llegara la siguiente yo ya estaba arrepentido del acto pueril de fingir un ataque de estómago para poder desearle feliz navidad, me parecía peor que preguntarle si las perras existían realmente. Y ya ninguno de nosotros se quedaba arrimado a la puerta de la celda hasta las doce de la noche para oír los ruidos externos de la navidad. Cuando empezaban a tirar cohetes y el aire oscuro se rasgaba con colores artificiales, ya estábamos durmiendo o esperando la hora del cambio de guardia y el recuento para poder dormir tranquilos aunque fuese un par de horas, sin linternas que nos alumbrasen o cualquier otro tipo de interrupción. Y no me acordaba ni de mi tío ni de la perra ni de mi padre. Me interesaba, como en cualquier noche corriente, que llegase pronto el cambio de guardia para dormir sin sobresaltos. Después me dormía y no soñaba. Simplemente estaba allí, como siempre.

A veces, a tanta distancia, mirando los parques interminables de estas ciudades del exilio, siento que con usted una parte importante de mí se ha perdido. Hay como una nostalgia de ciertas líneas de su cara, de su aire ligeramente indígena. Y perdiendo la mirada en los parques, sin pensar nada, sin ver nada más que grandes árboles y espacios muy quietos como si fuesen de recuerdos, estoy muy cerca de usted, siento la proximidad de sus manos, que nunca me tocaron (eran otros los que torturaban), dándome de comer. En estos ámbitos es posible cierta forma de recuperación de lo que quedó allá, pero todo lo llena usted, que es el suceso más importante de mi vida. En medio de arboledas y espacios indeterminados hay un centro preciso donde está usted con sus llaves y su silencio, solo, sin prisioneros, sin linternas y sin pasos en la noche, sobre el césped abierto a la luz. Sé que si yo tuviese capacidad para penetrar a fondo estos parques, casi inexistentes por esa extensión algo más que física que tienen, lo encontraría. Me echaría a andar por los senderos sinuosos sin distraerme con las estatuas o las fuentes, despreciándolo todo con la mirada puesta adelante, hacia esos centros precisos. Lo buscaría a usted decididamente, sin vacilaciones ni reservas, apenas alterado por la necesidad de encontrarlo y de explicarme sus silencios su existencia.

Claro que un nuevo encuentro con usted sería intolerable para mí. Me apresaría otra vez, por las mismas razones que tenía mi tío respecto de su perra. Y no sé qué palabra podría pronunciar yo para detener su acción o la de mi tío, que con el tiempo han pasado a ser idénticas.

Además, entre usted y yo nunca hubo palabras. Nuestra comunicación se daba con llaves y silencios pero puedo imaginarlas. Usted y yo entre los restos de un naufragio, únicos sobrevivientes. Yo soy ese hombrecito que usted vigilaba allá, ¿se acuerda? Hombre, acordarme no, pero lo felicito por haber salido finalmente, me dice usted desde esos centros inhallables de los parques del exilio, hablando naturalmente, apenas con las reservas necesarias para disimular nuestra condición de opresor y oprimido. Sí, me parece que me acuerdo de usted, pero los años han pasado y aquello ya no tiene importancia. Usted era ese hombre que siempre tenía frío y me pedía cobijas que yo no podía darle. No, le digo yo, no soy el que usted dice, aunque ése también existe, su celda estaba justo al lado de la mía. Soy el que lloraba cuando usted le daba de comer. ¿Que lloraba cuando yo le daba de comer?, dice usted buscando inútilmente en su memoria, ni siquiera he podido llegar a convertirme en uno de sus recuerdos. ¿Llorar porque le daba de comer? No me acuerdo pero me parece absurdo: cualquier preso se alegra a su modo cuando le llevan la comida. Y se queda pensativo, no existo en su memoria. Usted, que nunca estuvo equivocado como yo, que siempre vio las cosas como son y nunca como uno desea que sean, se asombra de que yo recuerde esos detalles. Son cosas muy viejas, dice, no tienen ninguna importancia, con el naufragio se acabó todo eso.

Por estos parques suelo pasearme con una perra que en un sentido profundo ha sido rescatada por mí de la muerte que le dio mi tío. Ella camina confiada a mi lado, sabe que soy su conexión segura con el mundo y puede creer con fundamentos que la existencia es indestructible. Corre, se aleja, vuelve, tiembla de pura alegría y de vida desbordante. Yo la espero de pie en el lugar más luminoso del parque procurando no mirar lo que siempre miro: su lengua lamiendo el caño de la escopeta, mi tío levantado el percutor, el estampido que ya no tiene importancia porque ella no lo oye; sus mamas hinchadas ya no tiemblan, su cuerpo queda como una mancha húmeda sobre la hierba salpicada de esqueletos de caracoles blancos en medio del verano, cuando el mundo está hermoso y la vida parece indestructible.





Indice