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Doña María Pacheco, ¿mensaje preliberal?


René Andioc





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En una reciente contribución a los Estudios Dieciochistas dedicados al lamentado José Miguel Caso González, Felipe Rodríguez Morín (1995), fundándose en el mismo texto de la tragedia de García Malo y en otras obras de este autor, tanto contemporáneas como muy posteriores, sustenta que mi interpretación de Doña María Pacheco en Teatro y sociedad en el Madrid del siglo XVIII (1987) equivale más o menos a presentarla «como especie de bastión reaccionario, en el que cada uno de sus componentes cantaba las excelencias del absolutismo, con el correspondiente denuesto para cualquier otra forma de gobierno»; dicho planteamiento, agrega, «choca frontalmente con algunos datos que de la biografía del autor nos son conocidos, y, desde luego y primordialmente, con el propio texto dramático» (pag. 278). No se llega sin embargo a afirmar rotundamente que se trata de una tragedia liberal, como La viuda de Padilla, de Martínez de la Rosa, pero sí se nos sugiere que «no sería aventurado en exceso suponer [que la autoridad competente detectó] en el drama una cierta comprensión, un intento de acercamiento a las fuentes que desataron la rebelión» (pag. 283), y mandaría poner fin a las representaciones después del segundo día. Lo que se omite, involuntariamente, en el citado artículo, pero no en cambio en la documentada introducción redactada por Guillermo Carnero para su reciente edición de la tragedia dieciochesca (1996, pág. 34), es que advierto que Doña María, a pesar del enfoque oficial -no «reaccionario», según la óptica de la ulterior ideología liberal, ni siquiera, creo yo, conservador, según comentaré adelante- de Malo, debió de resultar varias veces conmovedora por su fidelidad a la memoria del difunto esposo, por su energía indomable, y que algún comunero también suscitaría cierta benevolencia en los espectadores, lo cual, con la presentación en las tablas de una rebelión capitaneada por unos nobles, y ¡en septiembre de 1789!, aunque declarada incesantemente ilegal por el dramaturgo, ocasionó casi seguramente la interrupción de las representaciones por la superioridad y, más tarde, la prohibición fulminada contra la obra por los editores del Teatro Nuevo Español. Fueron varios en efecto los contemporáneos que consideraron vidrioso in se, aunque no tal como lo trató Malo, el tema elegido para esta tragedia, empezando por el mismo autor, quien lo califica de «tan famoso como sensible»: el Memorial Literario de septiembre de 1789 (pág. 121) parece decirnos a medias palabras -a lo mejor es interpretación aventurada mía, y más adelante habré de matizarla- que el tema político más vale no meneallo, porque al parecer no hace unanimidad, y que se ha de enfocar la   -72-   acción como «nacida sólo del sentimiento de la muerte afrentosa» sufrida por el amado esposo; el número primero de La Espigadera, en 1790, recalcaba «la delicadeza del asunto» y pensaba que la obra «sería mucho mejor si el hecho histórico en que se funda pudiese hacer amable la protagonista», lo cual se hace eco por cierto de las propias palabras de Malo en el prólogo de la tragedia, como suele ocurrir en otras reseñas, al principio de la del Memorial por ejemplo; el mismo Iriarte, en su censura (García Malo, 1996, pág. 33), no puede por menos de advertir que la obra «se funda en una rebelión [...] en tiempo de las Comunidades de Castilla» y que «habría inconveniente en exponer al Público unos ejemplos de semejante naturaleza» si el autor no hubiese inspirado horror a dicha rebelión. Y cabe preguntarse ya si fueron otros tantos «reaccionarios», valiéndonos de la expresión de Rodríguez Morín, los que, fuera del dramaturgo, consideran «mala» a la heroína, como el Memorial, o «no amable», comoLa Espigadera, o que, como el censor oficial Tomás de Iriarte, dictaminan también que no contiene «este Drama máxima alguna que se oponga a las buenas costumbres y Regalías de Su Magd.»...; según hemos de ver, ahora creo menos aún que antes en una voluntad deliberada de convertir García Malo a la Pacheco en personaje políticamente simpático, aí como tampoco me parece acertado escribir que «a excepción del breve trance final en ningún momento prevalece la tesis absolutista sobre la comunera».

Aprovechemos pues la oportunidad que se ofrece para volver a examinar con mayor detenimiento una obra que, en mi citado libro, sólo sirve de elemento de comparación para llegar a caracterizar mejor el ideario político de la Raquel de Huerta, y que indudablemente, por lo mismo, no movilizó tanto como ésta mi atención. Y la primera pregunta que surge es naturalmente: ¿qué podían saber García Malo y sus contemporáneos, incluso los primeros liberales, que no eran otros tantos historiadores, de las causas del estallido de las Comunidades, de su composición socioeconómica y de su programa político, de si fueron homogéneos, por otra parte, o no lo fueron? Por decirlo de otra forma, ¿cuáles eran entonces las fuentes históricas de que podían disponer? Carnero ha demostrado que el dramaturgo se inspiró fundamentalmente en las Epístolas, no del todo fidedignas, como es sabido, de fray Antonio de Guevara, notorio anticomunero, impresas en 1539, contentándose no pocas veces con versificarlas (lo cual, dicho sea de paso, no arguye mucha originalidad creadora), y ocasionalmente en la Historia de la vida y hechos del Emperador Carlos V, de fray Prudencio de Sandoval (1618); el libro de William Robertson L'Histoire du règne de l'Empereur Charles-Quint, (traducción francesa de 1771 -no 1761, como se lee en el Índice de 1790-, prohibida por edicto de 3 de junio de 1781) era conocido de Forner, insaciable lector, en 1788 (1973, pág. 151), y más tarde de Quintana y Martínez de la Rosa, pero ¿lo era de García Malo mientras iba redactando éste su obra? La única coincidencia que advierto entre la tragedia y el libro del escocés, o, por mejor decir, su traducción, es que en aquélla utiliza regularmente el dramaturgo la expresión «Santa Liga» o «liga», que corresponde literalmente en ésta a «Sainte Ligue» o «ligue» (tal vez por influir la denominación del movimiento católico y político francés de finales del XVI), mientras que en el original inglés (Londres, 1769) se vale Robertson de la histórica voz castellana («holy Junta» o «Junta»)1. Tampoco sabemos si pudo tener acceso Malo a documentos entonces inéditos, por ejemplo en la Biblioteca Real, hoy Nacional, de la que fue nombrado escribiente celador en julio de 1789. Como quiera que fuese, bastante significativas me parecen unas equivocaciones como «Torrelabón» por «Torrelobatón», «Lasón» por «Laso» [de la Vega], incluso «Santa Liga» por «Santa Junta», y, por último, reiteradamente, «Villamar» por «Villalar», mientras que los   -73-   dos topónimos vienen correctamente escritos tanto en The History of the Reign of the Emperor Charles V como en su versión francesa...

Antes de analizar el contenido del texto de la tragedia, dediquemos unas líneas a la cronología y a las consecuencias que se pueden sacar de su estudio: el único ejemplar manuscrito de la obra, custodiado en la Biblioteca Municipal de Madrid (1-47-7), no lleva fecha ni firma, y carece del Prólogo, Argumento y Nota con que se abre la edición impresa en 1788, y Rodríguez Morín concluye por lo tanto que «todas las declaraciones ideológicas, explicitadas principalmente en el Prólogo, son posteriores [el subrayado es mío] y por completo ajenas a la concepción artística [?] de la tragedia» y que «tal vez fueron imprescindibles a la hora de poderla imprimir» (pág. 278). Pero fuera de que tal aseveración la contradice prácticamente en cada escena la fastidiosa y machacona insistencia con que los «leales» denuncian la actitud de Doña María, conviene recordar que no se solían trasladar esos aditamentos a las copias que estudiaban los actores, ni al parecer advirtió nuestro joven colega2 que el texto manuscrito lleva en la portada de cada acto la mención «Apto 1º», y señaló el copista en el reparto el nombre de los actores que encarnaron a las «personas», es decir que se trata simplemente de una de las copias mandadas realizar con vistas a una función, la cual no pudo ser sino la del estreno, día 7 (y 8) de septiembre de 1789, fecha, adviértase, posterior, no anterior, a la de la publicación de la tragedia con prólogo, advertencia y nota, ya que no volvió a representarse Doña María Pacheco, ni tendría por lo mismo ningún sentido la mención de los cómicos de Manuel Martínez si se tratara de uno de los años sucesivos, en que sigue sin modificar la composición de la compañía (anterior a la temporada del estreno no puede ser -aunque consta estaba escrita ya antes de julio de 1786-, puesto que entonces se califica de «nuevo» a Vicente García, que hizo el papel de Pedro López, por lo que aún no aparece, naturalmente, en la de 1787-1788); la posterioridad del manuscrito la confirman también las numerosas supresiones que afectan al texto de una tragedia relativamente larga pues consta de más de 1900 endecasílabos, y entre ellas el corte gramatical intempestivo que sufrió el soliloquio de Doña María en la escena décima del acto tercero («...que destruyan las máximas e intentos [/de tantos enemigos de la patria]...)». No niego, ni tampoco negué años hace, que en la brevísima presencia de la obra en cartel interviniese otro factor que la simple casualidad, pues por el contrario fueron varios, empezando por la suspicacia del gobierno ante la «inoportuna» (y más a fines del 89) elección del tema; tampoco me equivoqué al escribir que, al menos si prestamos alguna fe a un folleto de Marchena escrito en francés (Morel Fatio, 1890), el tratamiento sufrido por, según dice, María Coronel (probablemente por confundirla con la segunda esposa de Juan Bravo o la consorte de Guzmán el Bueno) desató la indignación del patio («le parterre»), esto es, del elemento fundamentalmente popular del coliseo, mientras que Rodríguez Morín escribe, citando la traducción de Menéndez y Pelayo, que fue la del «público» en general; pero, después de volver a leer las páginas incriminadas de mi ya demasiado citado libro, en ninguna advierto la «tentación» de relacionar la escasa carrera de la tragedia con «la presunta ofensa a la sensibilidad de un pueblo»; el «vulgo» (y no sólo él) tenía sobrados motivos para manifestar su descontento, como el que asistió al estreno de La comedia nueva en 1792: me refiero en particular a la por lo demás tópica «versatilidad» y «brutalidad» de la muchedumbre toledana reiteradamente denunciadas, a la «afrenta» (II, 8) que supone el haber elegido la Liga sus adalides entre «muchos cerrajeros, tundidores, / y hombres de poco honor y baja esfera» (por   -74-   menos que esto, es decir por una simple aunque pérfida alusión a un guarnicionero «y otros de su pelo» que comen pimientos en vinagre, se armó una grita tremenda entre los alabarderos chorizos durante la primera representación de la obra moratiniana); también le disgustó, según oyó decir un colaborador del Diario de Madrid de 13 de noviembre de 1789, «el que no haya mutación de escenas», lo cual supone, naturalmente, ausencia de mutaciones de decorado y también de lugar, es decir, falta de mayor variedad y más lances espectaculares. «He aquí el gusto de la turba multa», comenta. El caso es que, aún prescindiendo del testimonio de Marchena, ya en Francia en 1792, quien da a entender que al menos parte de los concurrentes discrepaba de la versión oficial de la historia de las Comunidades, aunque su objetividad pudo subordinarse en este caso a sus convicciones momentáneas y a la grandilocuencia revolucionaria propia de aquellos tiempos (el mismo Rodríguez Morín duda que acierte en su interpretación de la falta de favor del público), la obra de García Malo fue silbada, según afirma el Diario de las Musas de 14 de diciembre de 1790 (pág. 60); parece contradecirlo la «Carta sobre el mal gusto del vulgo...» de un tal J.O.D.T. (iniciales tal vez no desprovistas de alguna jocosidad), también conocida, como es natural, de Rodríguez Morín, publicada en el citado número del Diario de Madrid y en la que nos dice su autor que, además de la mucha concurrencia en dos días, ha «notado un silencio increíble mientras ha durado su representación»; pero más adelante escribe que no atribuye «todo lo que ha sucedido con la Pacheco al mal gusto del vulgo» (sin referirse antes a lo que efectivamente sucedió, sino solamente a que dicho vulgo no gusta de este tipo de obras, como opina también escuetamente mi contradictor); dos meses antes, ya advertía el Memorial Literario que la elección de la protagonista, personaje «malo» (aunque «en una colisión de opiniones en el obrar, lo que a unos parece mal a otros parece bien», tal vez prudente referencia a lo que más tarde afirmaría rotundamente el abate revolucionario), restó bastante interés a la obra, cuya acción era, por encima, «de las más simples por una parte, y por otra de las menos agradables a quién está poco acostumbrado a ver Tragedias de todo género». Añadía el tal J.O.D.T. a quien nos referimos más arriba que había «notado alguna intriga sin duda de algunos pedantes», sin más pormenores; pienso que la identidad de dichos «pedantes» nos la revela la frase inmediatamente anterior, en la que, lamentándolo, admite que seguirán representándose «malas comedias, llenas de monstruosidades e impropiedades, se alabarán injustamente por un sin número de pedantones como sus autores»; no cabe duda de que los llamados pedantes son críticos partidarios de las «comedias nuevas» a lo Comella, Zavala y otros, ya criticadas en la página anterior; el propio D. Leandro (a cuya Derrota de los pedantes se refiere explícitamente J.O.D.T.), poco después del estreno algo movido de su comedia, escribe en carta a Forner que «la turba multa de los Chorizos, los pedantes, los críticos de esquina, los autorcillos famélicos y sus partidarios» abuchearon la obra en la que se ridiculizaba el mismo tipo de pieza (1973, pág. 126); dos años antes, en 1790, La Espigadera, ya mencionada, lamentaba que mientras se estrenaba El viejo y la niña en el Príncipe, «para sostener el partido del pedantismo y del mal gusto se represent[ase] en contraposición la ruidosa y descabellada Pieza (intitulada Comedia por mal nombre) de Carlos XII» (la de Zavala, cuyo estreno fue en 1786). Resumiendo pues: es probable que debió de haber, como supone Rodríguez Morín, y supuse antes por no disponer yo tampoco de pruebas fehacientes, «obscuros intereses» que interrumpiesen la carrera de la Pacheco, entre ellos las «regalías de Su Majestad», según la fórmula censoria; fueron bastante numerosas las obras -y las tragedias- que, como es sabido, no pudieron representarse o prefirieron no representar sus autores, por evocarse en ellas, aunque fuese incidentalmente, una rebelión de los súbditos contra el príncipe, incluso (o peor aún) malo; pero también consta que los madrileños que asistieron al estreno, bien fuese por motivos ideológicos (pero de atenernos al testimonio de Marchena, tendríamos que admitir que García Malo disimuló tan   -75-   perfectamente sus preferencias, su «intento de acercamiento a las fuentes» de la rebelión, que entendieron la obra al revés...), o más simplemente por gustar de otro tipo de comedias, que es lo más probable, no manifestaron gran entusiasmo; bien dice J.O.D.T. que «el venirle el castigo [a Doña María] de un modo extraordinario o como disposición del Cielo [...] es un fin más trágico y moral que el morir en un suplicio en castigo de sus delitos. Quien sepa distinguir la tragedia de la comedia conocerá que su conclusión debe ser muy diferente»; el segundo castigo evocado, mucho más espectacular, pero solamente anunciado por Mondéjar en la escena 9 del acto III y no efectivamente fingido en las tablas, fue lo que echarían de menos no pocos aficionados a comedias de teatro, así como tampoco debió de apreciarse sobremanera la derrota y muerte, ideada por el autor, no histórica, de un tipo entonces tan popular como la mujer «varonil», pues así la califica, después de Mariana (1950, pág. 380), el propio dramaturgo; los 5.000 reales de media que cobraron los cómicos en dos sesiones, una de ellas de noche, y ambas, además, «de entrada alta», suponen una frecuentación poco más que regular comparados con los 8.000 y pico que podía producir el aforo en la Cruz, aunque es verdad que en otras circunstancias se hubiera seguido, a no ser que la silba fuese lo bastante disuasiva.

Tampoco llegó la prudencia del dramaturgo al extremo de «refugiarse en la seguridad de un pseudónimo», al menos en este caso, como solían hacer no pocos contemporáneos: contra lo escrito por Rodríguez Morín (pág. 283), firma con su verdadero nombre tanto la petición de licencia de impresión de 1787, remitida a Iriarte para censura, como la anterior, de julio de 1786, remitida a López de Ayala; pero es perfectamente lógica la duda que asaltó a mi colega al ver que Ayala censuró solamente las dos piezas teatrales presentadas juntamente con Doña María Pacheco, sin que se sepa por qué no menciona la última; tal vez ya la suspicacia del censor, aunque parece difícil atribuir su silencio a la propia iniciativa, y no se debe descartar la posibilidad de una renuncia de última hora; en cambio, y aunque reivindico el derecho a equivocarme, no creo que las «continuadas fatigas y desvelos» a que alude el procurador de Malo en 1787 sean más que una expresión tópica, o un mero eco al prólogo, en que nos dice el autor que a duras penas encontró un tema histórico que ya no estuviese tratado por «eminentes plumas», y que «después de fatigar[se] inútilmente» escogió el de la Pacheco. También puede parecer algo raro el que se refiriese Tomás de Iriarte en su censura de 15 de octubre de 1787 a «Gil Cano Moya», ya que dicha censura viene junta con la petición firmada a la vez por el procurador y por el mismo García Malo; la única explicación que se me ocurre de momento es que quizás usase éste el seudónimo en la portada del manuscrito de la tragedia remitido a censura, que no he logrado localizar, si es que subsiste aún, entre los «originales de imprenta» conservados en al Archivo Histórico Nacional.

En cuanto a las supuestas «diferencias materiales que, respecto de los dos anteriores, se observan en el tercer acto» del manuscrito de la Biblioteca Municipal, que es el que contiene la «brutal rectificación de María en favor de las tesis absolutistas» (pág. 279; «escandalosa» para Rodríguez Morín, aunque el citado artículo del Memorial Literario considera que Doña María se muestra entonces «tan heroica como antes»), discrepo totalmente, y con motivo, de la opinión de mi contradictor, expresada, conviene recordarlo sin embargo, «con la mayor reticencia y reserva»: ni está escrito este último acto «con una pluma más fina», ni «reporta una tasa superior de versos por cuartilla», de manera que, contra lo que opina, sí es «arriesgado inferir que el autor tuvo que rehacer toda la parte final, si quiso que su creación viese la luz»; primero, sea copia autógrafa el manuscrito o de mano ajena (que es lo probable), no se advierte en él la más mínima tachadura, ni veo por qué necesitaría el autor o el copista, como si le escaseara el papel, escribir más en menos folios que los necesarios para ello; en segundo lugar, como queda dicho, el manuscrito es posterior al impreso; y por último, incluso sin prescindir de unas pocas páginas   -76-   en las que vienen bien sea la carta, en prosa, de Padilla o las acotaciones, por lo general breves aunque enmarcadas entre dos líneas paralelas horizontales, pero tomándose naturalmente la molestia de contar, forzoso es observar que el número de versos por página oscila regularmente, pues se trata de un texto no en rigor caligrafiado pero sí redactado con esmero en la letra, entre 23 y 26 en el acto primero, 24 y 27 en el segundo y el tercero, con una sola excepción de 28 en éste, folio 4 r., pero no así del 9 al 10, los de la «brutal» palinodia de Doña María, en que apenas se alcanzan 25 y 24 respectivamente. ¿Y si este cambio, «ideológicamente» necesario a mi modo de entender, pero efectivamente demasiado llamativo, en la actitud de la heroína -y por cierto no único en su género (véase la Raquel, de un dramaturgo infinitamente superior a García Malo)- fuera simplemente efecto de la relativa impericia de un joven escritor de veintiséis años o tal vez menos o, como se escribe en La Espigadera, de «un joven que en su corta edad» aparece como una promesa, diríamos hoy, en el campo de la «poesía heroica»?

De esta impericia se dan en efecto no pocos ejemplos a lo largo de la tragedia: por no citar más que algunos, a la «histórica» esclava de los agüeros falsos convertida por Malo, si nos atenemos a la «Nota» inicial, en confidente con nombre de Matilde para no dar pábulo a la superstición (y caracterizada ambiguamente como «esclava y confidente» en el reparto), se la califica paradójicamente al concluir el acto II de «esclava tenaz» y «hechicera» que enreda a Doña María con sus «diabluras», mientras que en el pasaje correspondiente del manuscrito, y, curiosamente, a tono con la referida «Nota» del impreso, asciende a «incauta imprudente consejera»; en unos treinta versos de la escena primera, López, padre de Padilla, ensarta tres fórmulas casi idénticas («Presagio de algún mal es tu silencio»; «¿Qué funesto / y horrendo vaticinio me predices?», valga el pleonasmo; «¡Qué triste anuncio / me predice esta carta?»), a las que, digámoslo así, «responde» en la escena siguiente Doña María: «¿Qué triste arcano encierra tu silencio?», y, dos versos más adelante: «¡Ah! Vuestra turbación algún suceso / muy fatal me predice»; más lejos, el corazón le «anunciará un vaticinio» a López; también se muere a menudo figuradamente en reducido plazo: limitándonos a las mismas escenas, topamos con «Yo estoy muerto», «...que yo muero», «Yo estoy sin vida», «¡Posible es que sin ti vivir yo puedo!»; en la escena tercera del mismo acto primero, López da el mismo consejo de estoicismo que a él ya le dio Sosa en la anterior («En las adversidades a lo menos / no muestra cobardía un alma grande...»), etc. Y si «entre tanto ir y venir de argumentos [...] parece diluirse la toma de partido del autor» (pág. 180), según advierte atinadamente Rodríguez Morín (no sin contradecir implícitamente lo antes por él afirmado) pienso que también a la impericia del autor se debe, y que aquello fue precisamente lo que chocaría -mera hipótesis, desgraciadamente no respaldada por un documento fehaciente- con la ortodoxia política, aunque, como trataré de demostrarlo, la tesis absolutista prevalece sobre la comunera antes de lo que él cree.

En cambio no es ninguna impericia, al menos no en todos los casos, la aparente inconsistencia, o incoherencia, que se puede observar en las actitudes de varios personajes, como López, Mondéjar o el gobernador. Mondéjar no «trata de burlar la legalidad y lealtad al rey al tramar, urdir y propiciar» la huida de su hermana, o, por mejor decir, Malo no se la hace burlar, contra lo afirmado por Rodríguez Morín (pág. 282): en primer lugar, la tragedia no es ningún tratado abstracto o teórico de política, sino, cuando más, la teatralización de un conflicto político por medio de unos personajes que la sacrosanta verosimilitud invitaba a considerar homólogos de los espectadores, esto es, dotados de sentimientos y humanidad; de ahí resulta que la rigidez de las propias convicciones pueda sufrir, sin que de deslealtad se trate, alguna «flaqueza», o, como dice Haro, un «defecto» grave (confesado, a renglón -o a medio verso- seguido, por el mismo culpable), máxime tratándose de salvar a una hermana querida (III, 12); querida, sí, pues sin dejar de proclamar ante todo su fidelidad a un ideario que corresponde, como era de esperar, al   -77-   absolutista del XVIII y considerar delincuente a Doña María, negándose, en un momento de clímax, a escuchar «los gritos que le da naturaleza», repito que efectivamente como héroe modelo de entonces, y pidiendo incluso el castigo de la rebelde en conformidad con la ley, Mondéjar a menudo se refiere o dirige a ella con ternura, le expresa su «pena», incluso llorando (II, 7), y el «amor fraternal» que le tiene: «Aunque sé de mi hermana la perfidia /, todas sus desventuras tanto siento / que el corazón me oprimen y atormentan», confiesa; y por ello, pero sólo cuando ya ha prestado obediencia Toledo, que es lo que importa, es decir cuando ya ha cumplido él con el deber que le impone la lealtad al soberano, y ha llegado a ser por otra parte inevitable la muerte de Doña María debido a su contumacia, trata de organizar la huida de la «hermana del alma», o «de mi vida», según la llama (si bien asimila la vida de ésta y su honra, esto es, de rebote, la propia y la de todo el linaje...); y se advertirá que el mismo general de las tropas imperiales, conde de Haro -también accesible por otra parte a la humanidad y compasión-, le «perdona» el haber dejado, como hermano, de «dominar sus impulsos naturales», esto es, la excepción, la cual, como es sabido, confirma la regla (III, 12); la misma traza se le ocurre a Pedro López -también después de la capitulación de la ciudad-, quien no por leal deja de ser padre, con la particularidad de que como anciano que es por encima, se nos muestra «macilento» y con frecuencia presa de la «confusión», pero siempre crítico con los Comuneros (por ello no creo que sea casualidad el que lo «resucitase» el autor, ya que el histórico Pedro López murió antes de finalizar el año de 1521). En cuanto a la «deserción ante la adversidad» (Rodríguez Morín, pág. 282) del propio gobernador de Toledo, Don Íñigo, es indudablemente «cobardía» para Doña María, pero, quiérase o no se quiera, era lealtad -tardía, lo concedo, y tal vez no muy honrosa- en la óptica del partido «legalista» (véase por ejemplo la argumentación de Guevara dirigida a los rebeldes); que ese oportunismo le planteó un problema a Malo me parece probable, pues despacha Don Íñigo la explicación de su mudanza repentina en menos de dos versos; sin embargo, si lo quería afear Malo ¿por qué lo dejó hablar tan poco tiempo en esta penúltima escena del acto segundo? En cambio, reaparece en la cuarta y la undécima del tercero, en la que López le sigue tratando reiterada y sintomáticamente de «amigo», y luego ocupa solo toda la quinta, y yo pregunto con qué fin, si no es, únicamente, el de sacar la lección política, conforme a la oficial, de la derrota de los Comuneros, ya que luego no va a tratarse hasta el final más que de si ha de morir o no ha de morir Doña María. En el soliloquio de veintidós versos que declama el gobernador, diez, o sea casi la mitad, vienen dedicados a denunciar el «furor e insolencia», la perversión y versatilidad del «pueblo», de la «plebe», dos voces que en este caso parecen darse por sinónimas; ocioso es (o quizás no lo sea) decir que se trata de la plebe tal como la pinta en su tragedia un señor llamado García Malo, no del mero trasunto del pueblo histórico de 1521-1522, así como tampoco, conviene recalcarlo, del pueblo bastante mitificado por los liberales, tanto de antaño como de hogaño, pues lo único que interesa es tratar de comprender y explicar el cómo y porqué de la pintura que de él se nos ofrece en la tragedia, pintura que una simple, y, más aún, múltiple lectura permite considerar, cuando menos, muy poco favorable, lo cual concuerda con la idea que tenían formada del pueblo real y verdadero de su tiempo no sólo los teóricos de la monarquía absoluta o los que se hallaban más o menos a gusto bajo dicho régimen, sino también los mismos liberales; oigamos a este respecto al García Malo ya más que cincuentón en su Política natural o discurso sobre los verdaderos principios del gobierno, publicada en Palma en 1811; en este interesante libro en cierto modo pedagógico de ¡228 páginas!, después de declarar, como es natural ya, que la soberanía reside en la nación y no, aunque sin nombrarlas, en las Juntas, proclives algunas de ellas al «despotismo» (y por lo mismo sí entonces conservadoras, aunque no reaccionarias como lo sería la política fernandina a la vuelta del «Deseado»), y afirmar en la «Advertencia» que el pueblo   -78-   entero ha proclamado su adhesión a la monarquía («templada» o «limitada» se entiende), este «perpetuo adulador del pueblo», como lo califica entonces global y abusivamente, aunque de manera comprensible, un inquisidor algo miope (Rodríguez Morín, pág. 278), escribe en el apartado «Del pueblo», esto es «la parte más numerosa de la sociedad», esta importante declaración, que no desautorizara un absolutista, de los de «todo [esto es: poco] para el pueblo pero sin el pueblo», como suelen decir: después de declarar que «los propietarios de tierras» son los únicos que «naturalmente» tienen derecho a representar a la nación (y a ser electores), agrega que

es del pueblo [...] de quien derivan todos los bienes de la sociedad y es en él en quien reside su fuerza. El pueblo, sin duda, no es a propósito para mandar; y si su libertad fuera demasiado estensa no tardaría en degenerar en anarquía. Que sea pues contenido y preservado de su propia locura o de su inexperiencia. Que su voz demasiado tumultuosa, cuando habla él mismo, se dulcifique por órganos prudentes que hablen por él, y que velen más seguramente sobre sus intereses que las más veces él mismo ignora o exagera3.



El subrayado vale por un comentario... Volviendo al de la tragedia, veamos cuál es su comportamiento según lo describe García Malo por medio de sus protagonistas de ambos bandos, y, sobre todo, por qué y con qué fin, que es lo único que conviene aclarar para llegar a aproximarnos con la mayor exactitud posible a la función desempeñada por la obra que vamos examinando.

Dejemos al «inicuo, aleve pueblo» que capitaneó Juan de Padilla, y consideremos al toledano. Primero, «todo el pueblo», al enterarse de la muerte del caudillo, está dispuesto a vengarlo, y el gobernador sale fiador de su lealtad a la causa comunera; pero a partir de la escena octava, ya no se usan más que improperios, por parte de los «leales», naturalmente: insano, infame, frenético, indiscreto, soberbio, furioso, insolente, pero, según se anuncia también reiteradamente y luego se verifica, versátil e ingrato con los jefes de la rebelión («el vulgo que hoy te ama / mañana te abomina y te detesta», «y al fin será de aquel que viva y venza» -II, 7 y 11; «¿quién hubiera creído que este pueblo, / que amaba a esta mujer tan ciegamente, / tanto la aborreciera en un momento?»- III, 5; «los mismos que hoy os llaman redentor os pregonarán mañana traidor», escribía Guevara), etc.; y a pesar de favorecer el alboroto final de la plebe contra Doña María los designios de los vencedores, éstos, al ver que «degenera / en tumulto», van «a contener su furia intempestiva» (III, 6)...

Bastantes precauciones se toman en cambio no para justificar, pero sí para «explicar» en lo posible por sus móviles, sin dejar de denunciarla, naturalmente, incluso con vehemencia, la toma de postura de Doña María, como actitud que no le corresponde como a mujer de buena sangre que es; si se nos viene repitiendo desde el principio que Padilla se dejó incautamente seducir por un «traidor, inicuo caballero», y Doña María también siguió ciegamente las sugerencias de su vil esclava-confidente, verdadera causante de la rebelión y también del «sacrilegio», ordenado bajo su influencia por la heroína, contra el oro de los templos (I, 8), un mínimo de familiaridad con las tragedias «políticas» de aquel tiempo (y también de lógica) nos convence de que no fue más que para atenuar, a los ojos del público o del lector, cualquiera que fuese, la responsabilidad de la pareja rebelde, aunque, repito, se trata de imprimir en los corazones el   -79-   muy oficial «aborrecimiento a las rebeliones que debe tener todo leal vasallo»; concedo que la argumentación de López y la respuesta de Don Íñigo en la escena tercera del acto primero se contrapesan y anulan (así como en la octava del segundo las de la heroína y de sus interlocutores): según aquél, «la Liga se formó por la avaricia / de algunos castellanos caballeros», a lo cual contesta el otro que «no se formó por la avaricia»; pero agrega el gobernador de Toledo que fue «por el bien de todo el reino», y, sobre todo, «por amor a la patria», es decir por motivos nobles si los hay, y no por casualidad se repite frecuentemente esta última justificación en boca de Doña María al referirse ésta tanto a su marido como a sí misma y, sintomáticamente, en el desenlace, al exclamar la ya moribunda esposa del Comunero:


¡Ah patria! Tú ocasionas mi desgracia:
por tu amor, por tu causa yo fallezco,
pues fuiste sobre todo preferida,
siendo de mi pasión mayor objeto.

Y la última palabra que pronuncia es: «Toledo»; con razón, pues, escribe Rodríguez Morín que se insiste «en el móvil desprendido y en la ausencia de ambición» de la heroína (sólo que su «celo», según afirma ella al final, ha sido «indiscreto»). Pero ¿cabe hablar a este respecto de «comprensión de las fuentes que desataron» la revolución de 1520? Disto mucho de estar convencido: fuera de que patriotismo y liberalismo no son reductibles uno a otro, los términos recurrentes con que define la heroína sus motivaciones («patria», «estado», «libertad»), se hacen eco, claro está, de los atribuidos por Guevara a Juan de Padilla y demás caudillos de la Junta4, pero es esencialmente -y la cosa no carece de importancia- porque la Doña María de Malo quiere vengar y sustituir al difunto esposo por fidelidad a su memoria («al sentimiento de la muerte afrentosa» del comunero se refería, como se ha dicho antes, el Memorial Literario); en vista de todo ello, yo diría más bien que así se desdibujan en realidad los móviles políticos (la voz «programa» no conviene, ni mucho menos) de la matrona toledana, o, si se prefiere, que se les universaliza sublimándolos (Carnero habla incluso de una preocupación por «privar a la sublevación de entidad ideológica»); y ¿para qué? Recuérdense tan sólo, por ejemplo, los desenlaces de no pocas películas que relatan la guerra de Secesión norteamericana (y que le saben a gloria al aficionado firmante de estas líneas), esto es, la reconciliación final de los dos bandos contrarios, o de sus jefes, después de descubrir que en los vencidos del Sur alienta todo bien mirado el mismo honor y amor a la patria que en los vencedores del Norte; o, más cerca de nosotros, la justificación de cualquier cuartelazo por el honor y el amor patrio y, caso de fracasar la intentona, la misma atenuante (cuando no la «reconciliación») invocada por los abogados defensores; por no fastidiar repitiendo lo escrito hace ya varios decenios acerca de que la solidaridad de las «almas grandes» puede más que sus desavenencias momentáneas, remito a las páginas concernidas, agregando solamente que en las últimas escenas de la tragedia todos los «leales», pero no el pueblo alborotado, compadecen a «esa pobre mujer», como dice el propio Haro, el cual, a pesar de ser el que fulmina y mantiene en nombre del rey la sentencia de muerte, le deja una posibilidad de salvarse, a saber, haciendo pleito homenaje al monarca, mientras que «en pandillas las gentes de Toledo / van pidiendo furiosas» su cabeza, sin contemplaciones (III, 6 y 11). Es más: en la escena doce hace una aparición dramática Doña María ensangrentada, con   -80-   el hijo de la mano para mayor patetismo, y apoyada en los brazos de su hermano y del mismo Haro, el cual exclama indignado en dirección a la «mucha gente del pueblo», pues la herida se debe a «un hombre indigno, enfurecido»: «Deteneos, infames; vive el Cielo...»; poco antes, en la escena quinta, se arrepentía D. Íñigo de haber «protegido / el furor e insolencia de este pueblo»: a Doña María ni siquiera se alude. Si se admite con Rodríguez Morín que esta pintura, uniforme con excepción de alguna escena inicial, no supone ninguna «postura negativa hacia el vulgo», tanto entre los vencedores como entre los vencidos (esto es, en el autor), no tendré más remedio que confesar que mi interpretación pecó de anacrónica por influir inconscientemente en ella un prejuicio hostil al pueblo en general y favorable al «integrismo» -como él escribe- absolutista o el que sea...

Adviértase que dice Doña María, como su creador en el «Argumento», que todo fue en ausencias y por lo tanto sin noticia del rey -argumento clásico, tópico, bajo un régimen monárquico, por supuesto, pero para algo se usa- y por culpa de la falta de libertad e «infame despótico manejo» de los flamencos, a lo cual asiente precisamente el leal Pedro López (I, 3), pues «no hay duda» -dice- acerca del comportamiento de los extranjeros (si bien reparte luego las culpas equitativamente, recordando también aquí a Guevara); aún al acercarse el desenlace reiterará Doña María su odio a «los secuaces imperiales» (aunque también se refería antes a los «realistas»), «fementidos extranjeros» responsables del cautiverio de Toledo; todo ello equivale a alegar, insinuar (no digo: «demostrar», claro está) que no se luchó contra el monarca, sino contra sus ministros, contra la degeneración política del desgobierno; no de otra forma se expresaría el mismo modelo de Malo, Quintana, en su Defensa de las poesías ante el Tribunal de la Inquisición (1818-1819), declarando a propósito del «huracán deshecho / del despotismo» denunciado en la famosa oda A Juan de Padilla (1797) que la «proposición alud[ía] no a la entrada de Carlos V en España, sino a la entrada del despotismo, que son cosas diferentes» (1969, pág. 178); y se observará que el propio censor inquisitorial, ya citado, de La política natural también sabe distinguir entre «monarquía absoluta» y «despotismo», pues advierte que Malo confunde ambos regímenes, pero sólo en 1811 y por razones evidentes5.

A pesar de los nobles motivos invocados por Doña María, ésta, sin embargo, se va desacreditando como personaje dramático cuando deja de oponer argumentos «políticos» a los que Malo pone en boca de los «leales», reaccionando por el contrario de manera pasional, impulsiva (y justificando por lo mismo las acusaciones, reiteradas usque ad satietatem, de ceguera, locura, soberbia, equivalentes todas, en distintos registros, a la de perfidia o deslealtad, como lo confirma, además, la variante «locura» / «perfidia» en la escena novena del acto segundo), vociferando, ensartando insultos a más no poder (valdría la pena contarlos), profiriendo amenazas y sacando la espada como única respuesta, a semejanza de una de aquellas «amazonas», dijera Moratín, de no pocas comedias de teatro que desmentían su sexo en opinión de un neoclásico, convirtiéndose en «furia infernal y cruel fiera», según declara en la escena undécima del acto segundo. Desde la séptima se puede considerar que se inicia este proceso: en ella amenaza dos veces con apuñalar al hermano, y no lleva a cabo su intento porque detiene López «la insana diestra», pero reincide más tarde; en la siguiente, después de un último intercambio de argumentos, se niega definitivamente a discutir («Ya apuráis mi paciencia y sufrimiento / [...] Nada turba mi espíritu invencible») y vuelve a amenazar dos veces más, no sólo faltándole al   -81-   respeto al «padre», o suegro, que está presente, sino incluyéndolo en la amenaza de muerte; en tal contexto los versos: «Seguid vuestro partido, defendedlo, / yo el mío seguiré, venza quien pueda» no expresan de ninguna manera la «tolerancia» (!) de Doña María (Rodríguez Morín, pág. 280); sólo significan, y es radicalmente distinto, que, carente ya de argumentos, apela a las armas, pero conociendo, como los espectadores, la superioridad del enemigo, la «cobardía» que se ha apoderado de los toledanos y por lo mismo la inevitable consecuencia de su decisión (o, lo que viene a ser lo mismo, no contando ya más que con «la clemencia / de los divinos Cielos»): política y militarmente irresponsable, se pone ella misma, como personaje dramático, en situación de inferioridad con relación a sus contradictores, los cuales, por su parte, como el Guzmán de Moratín padre o el que da título a El vasallo más leal y grande Guzmán el Bueno, adaptación anónima (¿Valladares?) de Más pesa el rey que la sangre, de Vélez de Guevara, representada en 1787, prefieren «ser leales / a costa de quien tiene sangre» suya (aunque no sin dolor); la misma idea expresada en el citado dístico la reiterará más tarde Doña María (III, 3), ya detenida, al contestarle a López, que acaba de humillarse arrodillándose ante ella (actitud idéntica a la de Guevara en Villabrágima) como último recurso para convencerla: «Si es vuestro celo justo o es injusto / a definir aquí no me detengo, / ni si es el tema mío bueno o malo / tampoco persuadiros yo pretendo», pero agregando a renglón seguido que la muerte no la atemoriza, lo cual equivale a una fuga adelante irreflexiva (de obstinada la califica entonces el suegro) que nada tiene que ver con el suicidio «victorioso» de la heroína de Martínez de la Rosa menos de un cuarto de siglo después. Más aún: antes no rechazó la sugerencia de recurrir a la intervención extranjera, deseando ser «una furia infernal» empuñando la espada; incluso (II, 12) «va a dar a Haro con la espada» (actitud entonces típica de comedia de teatro; véase El sitio de Calés), pero no «digna» de una tragedia de corte clásico; a las proposiciones de paz del sitiador opone condiciones inaceptables y provocativas, lo cual equivale a seguir cerrada a toda discusión (II, 12), es decir, se desautoriza como responsable toledana; por último, el primer cambio repentino de actitud de Doña María (III, 9), dispuesta, según dice, a fugarse a Portugal con la ayuda del hermano (que se compromete gravemente por ella), no es más que un ardid, como explica en la escena siguiente: su intención verdadera es preparar un regreso victorioso con la ayuda del ejército francés, es decir traicionar a su país, para saciar entonces su deseo personal de venganza no sólo con los «realistas», sino también con «los mismos vecinos de Toledo» (sin darse cuenta de que ha de resultar imposible sacarlos del «duro cautiverio» impuesto por los extranjeros si antes los pasa todos a cuchillo como promete...); una serie, pues, de actitudes lindantes con lo absurdo como tales.

Así pues, no afirmo que se propuso Malo, exactamente, «defender [¿contra quién?] el poder absoluto de la Corona», ni «condenar la motivación comunera», ni «prevenir sobre el peligro del vulgo», aunque tales actitudes, contra lo supuesto por Rodríguez Morín, estaban entonces perfectamente acordes con la «mesura», la «prudencia» y la «aversión rotunda por toda índole de intransigencias y fanatismos»; «la razón y el buen sentido», cuya voz aspira Malo a transmitir, según el citado investigador (págs. 281-282), son, efectivamente, unas «categorías incompatibles con la anarquía y el desorden que llevan aparejados las insurrecciones»; pero parece no advertir que tal afirmación contradice su propia tesis, confirmando de rebote la mía: en efecto, en la tragedia, quienes en nombre de la razón, mil veces invocada (es decir, de los intereses del régimen monárquico vigente, o quizás mejor y más simplemente, del orden establecido, convertidos como de costumbre en un principio abstracto y universal), critican la «locura» de la insurrección comunera son los defensores del poder real, de la autoridad «legal»; y el que afirma, según la cita aducida por el crítico para ilustrar su afirmación, que no se pueden esperar «buenos aciertos / en lances que, no viendo el precipicio, / gobierna la pasión sin el consejo»,   -82-   esto es la prudencia («os fundastes sobre pasión y no sobre razón», escribía Guevara) ¡es precisamente Pedro López! al oponerse, en nombre de la misma razón o prudencia, a la rebeldía del Comunero aún no convertido en partidario del orden, Don Íñigo (I, 7). No es mera casualidad el que el típico esquema teórico de las relaciones entre el absolutismo ilustrado y sus súbditos, perfectamente observable también en las tragedias redactadas bajo la égida de éste, y trasladado a las comedias domésticas de corte clásico, rija también la vida familiar en las «anécdotas» de la Voz de la naturaleza, coetáneas de Doña María Pacheco o levemente posteriores: en estos cuentos o novelitas cortas las más, que arrojan a cántaros lágrimas, buenos sentimientos y patetismo literalmente hasta más no poder, pero -y esto es lo importante para un historiador- que tuvieron un indudable éxito en su tiempo como lo prueban las reediciones, el autor se propone «avergonzar a las pasiones viéndose vencidas y sufocadas», pues «la voz de la razón es la que únicamente persuade», y los padres e hijos son meros homólogos respectivamente de la figura del rey y de las de los «vasallos», buenos o malos, en ese estado monárquico en miniatura que es la célula familiar; a la autoridad paterna o marital excesiva y funesta, digamos «despótica», en asuntos matrimoniales se le opone sólo como válido el ruego o el «sacrificio», el ingreso en el claustro o la religión (los padres o maridos culpables mueren arrepintiéndose, naturalmente, pero con posterioridad); a la justa se le corresponde con la obediencia y la bendición, y el rechazo de cualquier forma de rebeldía o «ingratitud», o se espera que la humildad social, real o supuesta, compensada por la propia virtud y la bondad del cabeza de familia noble o rico (o gracias a la anagnórisis de los dramaturgos), quede premiada; los que desatienden las reglas morales y dejan de controlar sus pasiones, especialmente las mujeres, lo pagan carísimo; en suma, se predica -y el uso de este término se justifica plenamente- el orden y moderación en todos los niveles de la jerarquía.

Si nos atenemos a lo que se nos dice en la tragedia, y no a la Historia, no son exactamente «los abusos del estamento social privilegiado» en general los que han propiciado el levantamiento (Rodríguez Morín, pág. 282), aunque en realidad el movimiento fue, en gran parte, el de las clases medias urbanas contra la alta nobleza, la cual se puso masivamente del lado del rey, «no en gracia del trono -escribía ya Forner-, sino en apoyo de su prepotencia» (1973, pág. 151), y los caballeros como Padilla no fueron más que unos jefes militares; según Malo, fuera del utilísimo chivo expiatorio Matilde, lo causaron la codicia y despotismo de los extranjeros a los que no tuvo más remedio que oponerse con las armas otra «avaricia» o «envidia», dice Pedro López, no satisfecha, la de «algunos castellanos caballeros», y nos da la impresión de que para él, como para Guevara, se reduce aquel acontecimiento histórico a una simple rebelión popular capitaneada por unos nobles extraviados (un «desacierto», según López, y Doña María lamenta al final haber seguido «el partido del pueblo más protervo»); de «caudillo del pueblo» califica Doña María a su difunto esposo (I, 2), y de la mismísima expresión se vale al definir su propio papel de sucesora de Padilla (I, 5); a López le horrorizan los furores del «frenético pueblo», de la «plebe alborotada», a cuya cabeza se acaba de poner una «mujer loca y obcecada» (I, 9); sólo he notado dos referencias escasas a los «patricios» y «ciudadanos» de Toledo, y dos a los nobles, pero éstas en una expresión precisamente totalizadora («nobles y plebeyos»), una para tratar de justificar el «sacrilegio» contra los templos (I, 10), y otra, por el contrario, en la que se afean las motivaciones de la rebelión (II, 1); el trauma del motín de 1766 -el pueblo dueño de la calle veinte años escasos antes, mientras manejaba los hilos una fracción de la alta nobleza- no se habría desvanecido aún, y el espectro de la democracia -en su sentido etimológico, uno de los riesgos a que está expuesta la monarquía menos imperfecta, la «templada» o «limitada», es decir, constitucional, según el García Malo de 1811 (pág. 17)- infundía la misma aprensión en conservadores y progresistas de la época; tanto para los ilustrados como para el más tarde liberal   -83-   Malo, equivalía pura y simplemente a la «anarquía» («infame behetría», decía Jovellanos), esto es, literal e [ideo]lógicamente, a la privación de poder para los únicos que se consideraban con derecho a detentarlo.

Así pues, reacción, conservadurismo, liberalismo, son unas nociones en primer lugar globales, sintetizadoras (y por lo mismo no siempre fáciles de manejar), es decir que un mismo gobierno, y éste es el caso de los que se sucedieron bajo Carlos III e incluso Carlos IV, puede perfectamente promover una serie de reformas que suponen un progreso en determinados sectores, social, económico, docente, y por otra parte, incluso en los mismos sectores, tratar de moderar la marcha de la historia, sin que quede modificada sensiblemente la naturaleza de las instituciones; en segundo lugar, son relativas, quiero decir que la monarquía de tendencia absolutista vino a constituir un adelanto al poner coto a la llamada por los ilustrados «anarquía aristocrática» medieval, convirtiéndose en conservadora y luego reaccionaria al enfrentarse con fuerzas políticas antagónicas de marcado sello «progresista», o al ser desbordada por ellas, las cuales a su vez llegaron a criar su propio conservadurismo. Prescindiendo pues de nuestros criterios actuales de enjuiciamiento, Doña María Pacheco no despidió en su época ningún mensaje «reaccionario» (es lectura cuando menos aventurada de mi propia interpretación), pues no abogaba por una marcha atrás, así como tampoco marcadamente «progresista» o liberal (pues ambas voces parece tenerlas implícitamente Rodríguez Morín por sinónimas), sino que se hacía eco, al fin y al cabo, de una ideología digamos legalista o conformista -mayoritaria-, globalmente acorde con las prerrogativas del estado y el absolutismo real -«despotismo mitigado» lo llamaría Malo en 1811-, considerado por el mismo León de Arroyal el más adecuado para fomentar en su tiempo las deseadas reformas, a pesar de afirmar este escritor, como es sabido, que las Comunidades fueron el «último suspiro de la libertad castellana», pues, como lo expresó perfectamente François López a propósito de Forner, supuesto «reaccionario» (1977, pág. 546), la entonces llamada «clase media», aún políticamente débil, a que pertenecía el dramaturgo, confería la fuerza de que ella carecía a la propia monarquía absoluta para realizar sus aspiraciones, por medio de una especie de proyección compensadora. La tragedia típicamente reaccionaria de aquellos años fue la Raquel de Huerta, en la que los ricoshombres, antecesores del llamado «partido español» del reinado de Carlos III, invirtiendo el proceso histórico por voluntad del dramaturgo, salen airosos del conflicto que los opone al «despotismo» del monarca, por lo cual quedó también momentáneamente interrumpida la carrera de la tragedia.

El propio García Malo tenía conciencia de la dificultad de presentar en las tablas un personaje histórico digamos: oficialmente antipático, «por ser la pasión que tiene el mayor y principal movimiento [en la tragedia] el odio y aborrecimiento contra la protagonista», según escribe en su prólogo; pero por otra parte, como madre enternecedora y como mujer de espíritu «varonil y esforzado», modelo de fidelidad a la memoria y, por ende, a la toma de postura del difunto esposo, podía interesar Doña María al público madrileño; por ello, deseando como seguidor principiante de las reglas clásicas suscitar, según escribe, el terror y la compasión, hizo morir a la heroína, «pues de seguir literalmente la Historia no podría conseguirse» justificando «científicamente» la extensión del parlamento, o palinodia, de la moribunda sin duda por recordar que a Huerta le criticaron antes el haber «desangrado a pausas» a su Raquel), y tuvo que idear, además del desenlace, varias escenas patéticas de ternura o desánimo en las que la protagonista se muestra conmovedora, por cumplir con el requisito insoslayable de las dos clásicas «pasiones»; si añadimos a todo ello que, obviamente, como hemos visto con unos pocos ejemplos que se podrían multiplicar, aún no posee el joven García Malo toda la técnica y destreza necesarias ni domina bien el tema de su obra, no extrañaremos que parezca diluirse, como escribe Rodríguez Morín, la «toma de partido» del autor y que, por lo mismo, resulte más   -84-   difícil que en otra tragedia, teniendo en cuenta además, por supuesto, la imprescindible prudencia o autocensura, percibirla con nitidez; desgraciadamente, nunca hemos de saber cómo representaron sus papeles los distintos cómicos el día del estreno, ni cómo se dirigió la obra, dos elementos no desdeñables a la hora de tratar de apreciar la forma exacta del «mensaje» que pudieron captar entonces los espectadores. Como quiera que fuese, describiéndole a Forner en carta de abril de 1792 las pocas novedades de Madrid, debía de aludir Moratín, al menos en parte, a Doña María Pacheco al referirse irónicamente a «Malo, altamente persuadido de la bondad de sus obras hechas y por hacer».






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