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Dónde estás con tus ojos celestes [Selección]

Daniel Moyano






ArribaAbajo Capítulo 6

Iba yo subiendo por la Ribera de Curtidores una noche de llovizna y al acercarme a la Plaza de Cascorro siento que el guerrero que está allí en esa estatua gira la cabeza para atrás y me mira con desconfianza, justo cuando me rondaba por dentro una canción escolar que hablaba de guerras y de próceres. Soy bastante supersticioso y el asunto me dio miedo, no me gustó que la estatua del guerrero apareciera ante mi vista en el mismo momento que la canción en mi memoria, ni que volviera la cabeza justo cuando yo empezaba a tararear la melodía. De modo que me dirigí hacia la calle de la Ruda para no verlo, y cuando estaba entrando en ella volví, esta vez yo, la cabeza, a ver si la estatua continuaba mirándome, pero seguía inmutable mirando hacia adelante como siempre, menos mal que las realidades físicas lo mejor que tienen suele ser su congruencia.

Pero bueno, en esa millonésima de segundo que capté casualmente, el héroe español podría haber girado la cabeza, atento a que la letra de la canción que yo le puse tan cerca bajo la llovizna contenía ofensas para su dignidad guerrera; reacción normal, me dije llevando adelante el asunto, para un hombre que estaba allí, solo en el tiempo y solo en la llovizna. Y lo identifiqué enseguida con el general Pezuela, tan maltratado por la Historia de un tal Grosso y por la revista Billiken que leíamos en los años tiernos.

Después pensé que la realidad que se nos oculta a causa de la limitación de nuestros sentidos actúa precisamente así, por velocidades que se nos escapan, como las millonésimas de segundo que apenas había necesitado el alma errante del general Pezuela para habitar esa estatua y desde allí mirarme sin que yo pudiera verlo, ignorante de que yo, por tener agudizados mis sentidos a causa de mi búsqueda de Eugenia, había captado su casi imperceptible movimiento. Yo me movía en la realidad de todos los días como en la de la música, porque sólo así esperaba poder hallar, en la aburrida partitura de la vida organizada de los sentidos limitativos, objetos eternos y preciosos como Eugenia por ejemplo.

Todas las veces que me acerqué a la estatua desde atrás, Pezuela volvió la cabeza y me miró unos segundos, pero no cuando lo hice con Mastropiero. Tampoco me miraba si yo no tarareaba la canción. Seguramente esa plaza era el lugar que el general, virrey del Perú y traductor de Dante Alighieri, había elegido, o le había tocado, para pasarse el tiempo de eternidad que le correspondiera. La estatua donde vivía era la cárcel que le tocaba por haber perdido batallas y países. Y allí había permanecido, aislado por olvidos y lluvias, hasta que yo, un instrumento del azar o de la improvisación, fui a tocar justamente esa cuerda, ese lugar oculto, con lo cual él volvía a tener alguna forma de presencia y a habitar otra vez el tiempo, aunque fuese en situaciones de relámpago. Yo pasaba a cada rato por allí para darle oportunidad a que se asomara otra vez a la vida, aunque fuera por millonésimas de segundo. Cuando le pregunté a Mastropiero si la cosa no le parecía demasiado forzada, me respondió que ojalá él tuviese también un juguete como ése. En una de ésas, dijo, Pezuela tenía la clave para encontrar a Eugenia. Entonces comencé a visitar la estatua regularmente, como quien va en busca de las llaves del tesoro. Desde un barcito próximo, especialmente en noches de llovizna y con una copa de coñac, de cara al quinto centenario y poniendo a las tres carabelas de por medio como seña común de identidad, le hablé de muchas cosas y le pedí disculpas por la ofensa de la canción que aquel día yo iba tarareando por casualidad, según la cual él, derrotado, huía del campo de batalla arriando «su rojo pabellón».

Y bien, general Pezuela, hay que saber perder en la vida, le digo. De alguna manera fuimos enemigos y hemos peleado muchas veces (esas mañanas frías en la escuela rural), usted desde los libros de historia y yo desde mi infancia cruzábamos las espadas para herirnos, pero creo que va siendo hora de hacer las paces, ahora que van a cumplirse los quinientos, venga que le ayudo a enrollar su rojo pabellón. Y lo más probable es que usted, como general perdedor, no tenga aquí una estatua como la gente y con su nombre, que lo eternice en el frío del bronce que atraviesa las edades. A usted lo mandaron para allá a liquidar a los revoltosos, especialmente al indigno San Martín, quien, para los libros de la historia futura, tenía un nombre más potable que el suyo, francamente y dicho sin ánimo de ofensa. Fíjese, Don José de San Martín, todo un verso por sí mismo, en octosílabo de la más pura estirpe hispánica. Y que rima con paladín, claro. En cambio usted querido amigo, supuesto que se llamara también José (no me acuerdo de su nombre), alcanzaría, no lo niego, a llenar un octosílabo: Don José de la Pezuela. Pero no suena muy bien, ¿verdad? Y cuáles son sus rimas: muela, suela, cazuela. No, con ese nombre usted no podía llegar a ser un paladín, su derrota estaba determinada de antemano por razones eufónicas, palabra de músico. Lo suyo era, pues, enrollar el rojo pabellón antes al viento desplegado. Por eso usted no tiene una estatua aquí en Madrid, ni tampoco en su aldea natal, seguramente. Porque usted fue perdedor y los perdedores se olvidan. Usted, que era de este bando, no tiene estatua y se ve obligado a arrimarse a este mugriento bronce de la Plaza de Cascorro. San Martín, que era del bando enemigo, la tiene aquí en Madrid y hay otras por Cádiz o Sevilla. Porque era un vencedor, y a los vencedores los respetan en este mundo desacomplejado, le digo.

Le digo pero no comprende nada el general, sólo entiende el castellano de sus pares o el de los gauchos y los indios, amén del italiano medieval que traducía, nel mezzo del cammin di nostra vita y demás endecasílabos. Entonces:

No es sino con un noble sentimiento de reconciliación que tengo la osadía de dirigirme a vos, ínclito general y epónimo virrey, al socaire que el tiempo transcurrido desde aquellos años de infelice memoria concedido me ha, magüer la triste circunstancia de pertinaz llovizna no sea asaz propicia para dalle el entorno necesario que a mí y a vos, noble señor, pluguiere.

Por fin podemos entendernos al cabo de los años, puesto que ambos a dos somos perdidosos, vos de un reino y yo de un amor que no encuentro. Mi historia pues se parece a la vuestra, y contárosla he brevemente para no fatigar la paz señera de que gozáis en el olvido de los justos, mezclando natura con bemol porque tanto goce la ansiosa imaginación cuanto el sosegado entendimiento. Mas heme aquí perdido en un parlar que no es el propio, permitidme señor que me dirija a vos en la lengua fronteriza que usaron mis ancestros.

Y güeno, general, soy gaucho, sí, pero es preciso saber de ánde, porque no habla lo mesmo un nativo de Corrientes que uno del Bragao o del norte. Y áura digamé, cuñao, en lengua de qué gauchos prefiere que le cuente mis cuitas pa poder entendernos después de tantos siglos. Y no es, compadre, que ande faroliando, pero quiero darle guasca a este asunto de entenderme con usté. Porque si de los pagos de Corrientes se trata, yo vengo pá del rancho e'la Cambicha, ¿sabe? Lindaza la moza revoliando la pollera pa bailar la polca. ¿Qué tal chamigo Chiquizuela, tan mentao en los libros? ¿Quién pá lo hizo juir de la batalla montando un rosillo que de tanto galopar p'alejarse 'e los criollos ya no le quedaba ni el resuello? ¿Y por qué pá no cambiaba de caballo? De Corrientes, chamigo, tierra de lobizones.

Del Bragao, aparcero, dejuramente de un pueblito q'uestaba a tiro de jusil del lugar ande usté perdía las batallas y juía al galope enrollando su bandera colorada según mentan las crónicas. A lonjazos iba usté mi general cuando lo redotaron los criollos. Usté iba montao a medio bozal, yo lo estaba bichando dende la altura de un mangrullo, usté llevaba una chapona llena 'e lunarejos cuando lo redotaron, y juía tan juerte y fiero que mesmo parecía llevar enancada una luz mala.

Soy del norte, cumpa, donde está la flor del coplerío. Donde los changuitos ioran descalzos por esos cerros donde ia no crecen ni los iuios. No hay ni chancua pa darle a los changuitos, ni charqui ni guaschalocro ni mistol ni algarroba, ay juayputa q'hemos hecho señora magre de dios pa que andemos tan pobres.

Y güeno, amigo Pezuela, aunque la cosa vaya mesturada, qué lindura ¿no le parece? poder hablar en cristiano con usté. Me vine a estos pagos madrileños medio engolosinao, y ando por aquí de puro bagual. Campeando un cariño maver si nos acollaramos. Se llama Eugenia la chiruza. Lindazo el nombre, ¿no? Vea, soy un foráneo, amigazo, pero de buena laya. Un gaucho de los de endenantes, de los que pelearon contra usté. De ésos que llevaban en sus venas la sangre que el presidente Sarmiento quería pa regar las pampas, porque él nos odeaba, como odeaba también a los españoles y a todo lo que no juera alemán o inglés, él quería poblar las pampas con ingleses y alemanes pero le falló la cosa, porque al final el país se le enllenó de italianos, turcos y judíos. Gaucho de los de endenantes, mi nombre es Juan, de apelativo Bravo, pero no se me asuste ni recule, ando desmontao, no tengo ni caballo ni facón, apenas un cuchillito moto pa cortar el naco de los vicios. Viera el cebruno que montaba allá en mi tierra, al galopar era una luz prendida. Aquí uno anda pobre y de sotreta, sin jergas ni pellones, sin taculona p'hablar con naides, mesmo que de la cuarta al pértigo, como tristón y envaretao por no poder hallar a la chinita Eugenia.

Pero tengo un entripao con usté mi general Pezuela, y se me hace que usté también lo tiene conmigo. Dende chiquito me enseñaron a dispreciarlo, porque usté era de la laya de los enemigos que llamábamos godos. Usté no nos quería libres y tuvimos que correrlo del pago a chuzazo limpio, y aúra que la lluvia y el tiempo nos han acollarao no sé cómo pedirle las disculpas, seguro que usté durante todo el tiempo que pasó dende entonces anda juntando herrumbre, no como estatua, claro, le estoy hablando al hombre. Soy persona pacífica, como endenantes le dije, ando por estos pagos desmontao y sin facón. Pero si a usté no se le ha ido entoavía la rabia, si quiere peliar, peliemos. Si la ocasión no es güena y le hace frío yo le empriesto mi poncho y no se aflija, que hasta al cuchillito moto se lo empriesto. Yo, amigazo, pa cobrarme tengo de sobra con el cabo 'e mi rebenque.

De no, podemos hablar de pingos. El caballo, compadre, es la única patria de verdá que tuvo el gaucho, porque tuito lo demás ha sido siempre de los que vinieron quién sabe de ánde. En un caballo uno podía ir cambiando de sitio, asigún molestara a los demás con su presencia. Irse campo ajuera, ande lo llevara el viento. ¿Compriende, aparcero? A caballo, uno siente que es alguien, dueño de la tierra que pisa y de los ríos que atraviesa. De a pie, todo resulta ajeno o emprestao. Afiguresé entonces la situación de su amigo, en Madrid y a pie y sin poder hallar a la chinita.

No digo usted pero sí sus soldados, general, violaban a las indias y luego las dejaban, sin querer enterarse de que quedaban empreñadas. Ahijuna los trompetas. Y las indias parían bajo los árboles, al frío y al calor, sin un trapo siquiera pa limpiar a los huaschitos que nacían. Esos changuitos huaschos éramos nosotros, y crecíamos entre indios, dispreciaos por ustedes y por ellos, porque teníamos la piel medio vareteada y con olor a cristiano. Los indios pa vengarse formaban un malón, invadían las poblaciones, robaban hembras blancas y las empreñaban. Y de ahí también nacíamos nosotros, con la piel vareteada esta vez al revés pero igualmente dispreciaos por ustedes y por ellos. Y ansí no teníamos ni padre ni patria ni cosa alguna que se les pareciera. Ser gaucho era un delito, como decía el compadre Martín Fierro. Pisando siempre tierra ajena y de carta de más en todas partes dende chiquitos nos íbamos aficionando al caballo pa ser libres, y a la vihuela pa cantar las desdichas.

Usté y yo, compadre, somos casi astillas del mesmo palo en sangre y en desdichas, y perdone si lo ofiendo. Si por esto quiere que peliemos, cite nomás que en la cancha que usté diga lo esperaré pa que arreglemos las diferencias.

Y áura que le he mentao las afrentas ya podemos ser amigos pa toda la vida y hablar un poco de caballos si ansina lo desea. Por allá se comenta que usté montaba un mancarrón, un malacara medio tuerto. De lo cual colijo, general, que usté era un chambón pa los caballos. Mucha montura, güenas caronas y pellones, uniforme lleno de chafalonías, lloronas en las tabas, rebenque con mango 'e plata q'era un primor, pero, de montar bien, nada. Y ansina no se gana una guerra, don Pezuela. Según las mentas, usté en vez de peliar como se debe se pasaba el día leyendo en italiano, vea qué afán curioso. Por eso perdió países enteritos, y las tierras no jueron ni suyas ni de los gauchos ni de los indios, finalmente los italianos y los turcos se han quedao con todo, y aúra tanto usté como yo andamos en pelotas.

¿Cosa diche lo gaucho fanfarrone? Osté pensa que l'hemo rubato la terra. Cayate gaucho, vo no comprendé niente. Ma vea un poco yeneral Beyola lo disparate d'este disgraziato maledeto. ¿E pe qué? Peque lo gaucho é pelandrún. Se non foera per noi que laboramo la terra, lo gaucho morívano di fame. Lo gaucho sábeno soltanto preñare a la moglie, e per dare di manyare a lo bambini pídeno plata a noi, non págano e doppo dícheno que siamo osoreri. Cuando noi arriviamo a Bono Saria non avévamo pane per metere in buca. Manyábamo pacarito tutti yorni. Ma doppo laborando, arrubando a la terra, diventiamo riqui.¡Co il sudore de la nostra fronta! E doppo dícheno qui siamo osoreri. Fermá la buca, vos che, gaucho iñorante, e vate a limpiá il corrale de lo chancho.

Y güeno, amigo Pezuela, pa muestra basta un botón, si es que ha óido y entendido lo que ha dicho el gringo. Tuitas las tierras de la indiada no jueron ni pa usté ni pa mí. Peliábamos pa los otros sin saberlo, y áura tuito se ha perdío. ¿Le va viendo las patas a la sota, compañero? ¿No le decía yo que éramos astillas del mesmo palo? Es al ñudo compadre, parece que nos hubieran meao los perros.

Sentite un poco osté, yenerale Boyuela, e non creda una parola de lu que diche il mascalzone. Lo gaucho érano póveri peque andávano sempre sul cavalo pizzicando la mandola e cantando vidalita. Erano tutti musichi iñoranti e non sapévano laborare la terra, matávano la vaca soltanto per manyare la lingua. ¿Sabe osté ché Boyela pe qué lo gaucho sono póveri? Peque disprézzano il dennaro. ¡Mamma mia! Ma pianta lí, gaucho stúpito, senza plata non si manya, e se non si manya non se lavora e se non se lavora non si manya, ecco la vera sapienza. Vo gaucho no queré lavorare. Entonce morite di fame, non te daró ne un peso. E se mi rubá la vaca per manyare la lingua ti faró portare in cárchere. Peque non e sua la mia vaca, ¿vero? Santa madona, non si puo vívere piu in questa terra co lo gaucho ladro. ¿Pe qué non viene a lavorare con noi di peone al nostro campo, che? Nel chiquero, per cuidare lo chancho. Ti doy la comida e un par di alpargata al mese se mi cuídano lo chancho. E per dormire, un catre nel galpone. Ma peró esto no ti gusta a osté. Osté ti gusta andare sul cavalo cantando vidalita. E buono, se non ti piache lavorare, manya vidalita.

Viven los cielos que no entiendo una palabra de lo que este descastado ha proferido, dijérase que las ruines ambiciones que le sustentan han podrido la lengua en que maldice. Válame Dios, y cuánta mentecatez en sus palabras, pesia tal. Los muy bellacos y alicortos que fizieron de la tierra un estercolero y de la noble lengua un muladar, que de tal manera hablas y pecas, so bellaco. ¿Qué vos fizieron noble América del Sur, qué mesnadas con voraz rapacidad os arrojaron encima? Y tú, hijo de la sapiente Italia, ¿así desdices el genio y la cultura de los muy nobles y melodiosos caballeros de tu dulce península? ¿Bastardeas así los signos que pasaron por Vico y Bruneleschi, coronados por el divino Dante? ¿Destruyes así los sonorosos ritmos de tu lengua natal convirtiéndola en regüeldos de tus cerdos?

Non capisco niente. Io non ho facho niente. De qué te preocúpese ahora, don Biyola, se l'América non é piu di quelle bravi cavalieri, ne de indio ne de españole ne de gaucho musicante. L'América é di qui tiéneno la plata. E sa precisa avere lavorato molto per tenere cuatromile chancho come io le ho. E vamo a vé: ¿qué ha fatto vo per l'América, yenerale? Tú tambiene andávase a cavalo tuto il yorno per la pampa, lo steso que lo gaucho vidalita. Osté vos che, mecor nun diche parole; vo no comprende niente; fermá la buca, yenerale d'opereta, non fare piu il payaso su l'estatua. Ve a lo que habiamo yegato per culpa del gaucho pelandrún. Tú e lo gaucho lo que quiérenno é arrubarme lo chancho, ma se mi tócano lo chancho te do así co un palo in te cuccuza.

Tranquilo patrón, que naides le va a tocar sus chanchos. Y no se me sulfure, que ésa no es manera de aporriar una lengua ni de hablar entre amigos hecho un basilisco. Estoy oliendo enjuagues y ya sé que es duro de pelar el pollo, pero aquí naides lo ha llamao a responder de las resultas, así que guarde pa otra ocasión los multiplicos de sus juerzas. De óirlo nada más me dentran ganas de prender una fogata pa ahuyentar los pumas, porque vea patrón que dende que me acristianaron nunca vide un hombre como usté tan retobao y tan sobón. Y usté mi general perdónele lo mal hablao, él es ansí y más tiene de zonzo que de malo. Se encocora y se pone mal agestao si le hablan de plata. Hay que tenerlo a media rienda y seguirlo de atrasito, que en cuanto esté seguro de que naide le ha de tocar sus chanchos, hái lo veremos descaminar sus penas y ponerse más güeno que una malva. Lo pior que tienen es que pa todo son chapetones menos pa la plata, andan siempre como encelaos, desconfiando del criollo, y son más asustadizos que los chajases. Llegaron al país llenando barcos, medio muertos de hambre, pa arrejuntar unos patacones y volver enseguida al pago. Pero las leyes eran güenas (digo, pa los extranjeros) y a las tierras medio se las regalaron, endespués que los milicos entregaron al gobierno las orejas de los últimos indios, y áhi nomás se prendieron como güérfano a la teta y ansí se aquerenciaron, aunque pensando siempre en volver. Se aquerenciaron con la tierra, pero como propietarios, no con el paisaje. Más allá del corral, el ojo del gringo no ve nada. Por eso, lo mesmo que nosotros, ellos tampoco tienen patria. La patria de ellos son los patacones, como la nuestra son los pingos. Yo no le tengo inquina al gringo, el país es grande y hay lugar pa tuitos. No me lo trate mal, compadre, que al final lo único que él busca es una seguridá que allá en su tierra no iba a tener nunca, aunque tenga que mesturarse con los chanchos. Cuantimás se julepea por cualquier cosa, por eso vive cauteloso y recelando; jamás se aleja del poblao, y si por casualidá lo pilla una lluvia ajuera, al primer rejucilo sale disparando como perro con la cola entre las patas, buscando el rancho y el apoyo del hembraje.

Sí, pero alejadle de mí, que no sólo de oille me desasosiego, mas de miralle hábito y continente, e de olelle el tufillo de marrano, que en soponcios me hunde la tufarada de zahurda que trasiega. Llevadle lejos que no quiero que ronden mis oídos filosofías de tocino e razones de cochitril e porquerizo. ¿Pero es que los gauchos no tenéis sangre en vuestras venas? ¿Ansí les toleráis magüer os priven de vuestra legítima heredad? Vaya guisa de soportar la sinrazón del mentecato e sus trapacerías e deliquios. Y ansí se guisa de continuo la desventura del desventurado mundo, ansí se tejen las sutiles redes de la mendacidad y la estulticia. Aquí y acullá o donde fuéredes veréis cabalgar la dicha sobre el dolor ajeno y la aquiescencia sobre la injusticia. ¡Anciano mundo! ¡Qué desperdicio del humano linaje! Y qué tristura ver que vosotros aceptáis desaguisado tal como imposición del Hado y con una sonrisa desdeñosa. Ea, sus, alzaos a luchar como otrora y levantad el estandarte de vuestra antigua libertad y señorío. Antes os rebelasteis contra la opresión, mas os dejasteis aherrojar por los que medran. Vejez me postra para echaros una mano amiga y noble, mas si este dolido cuerpo me lo consintiera, juro a los güesos de mi linaje, ¡vive Dios!, que de la tierra les arrojara cual si fuesen moros.

Qué basa, no begue tan fuerte, no se base, baisano. ¿Qué le ha hecho la bobre turco al baisano Besuela? La bobre turco vendiendo beines y beinetas, jabón y jaboneta y beine ba los biojos. La bobre turco berdido en la neblina, y si la traje que te vende no te gusta dicen buta barió turco. La bobre turco regalando boncho de brobaganda al gaucho, la bobre turco solo en medio de la bamba sin batria ni berro que le ladre. Turco llorón, dicen a la bobre turco, y siempre buta, buta barió turco, berdé en el culo el beine y la beineta el jabón la jaboneta y el beine ba los biojos. El baisano Besuela quiere que el gaucho belee con el gringo, y barece que va a ganar el gaucho, borque el gaucho no tiene blata ni boncho que bonerse, bero el gringo no tiene belotas. Já.

Vo cayate, turco farabute, que esto asunto non é con vo. Vo sólo sabé ambulá en la neblina con lo sulki vendiendo ropa vieca. E no sabé ne hablá. E osté vos che, yenerale Piyuola, de qué te preocúpese ahora. De fastedearme con vigliaquería. Io non tengo la vaca. Lo vasco tiéneno la vaca. Io non tengo terra. La terra é de gente que párlano inglese e anque franchese, tuta la Patagonia é di essi. Io tengo soltanto lo chancho, en un grande corrale. A osté le dispiache la puzza del chiquero ma despoés a osté e a lo gaucho le gústano comé lo chancho que cria lo gringo con le sue mani sporque. E doppo me dispréziano. Lo gaucho pelandrún diche que la sua patria é il cavalo. E io le dico a osté che Piyola que l'América non esiste per me peque mi disprezia, e anque l'Italia non esiste, peque mi faceva morire di fame; cosí la vera patria mia stá nel corrale con lo chancho, ecco il paese que mi ha dato la sorte. E non farmi parlare piu di questa cosa per favore, ¡non farmi piányere peque mi ammazzo e moro io con tuto lo chancho nel chiquero, madona véryena putana troya vigliaca e putarrona véryena squifuza, vaca empastada bestia véryena mannai!

Fierazo, amigo, oír llorar a un gringo. ¿Sabe que se nos ha ido un poco la mano, compañero? Vea cómo se tira de los pelos y se muerde los pulgares. Cuando ellos llegaron, la gran repartija de las tierras de los indios ya estaba hecha, apenas jueron segundones. Capujaron lo que pudieron. Y güeno, dejémolos estar, mesmamente los turcos, los judíos, los rusitos, los españoles que vinieron endespués, dejemos que correteen a su gusto por la pampa y se mesturen entre ellos y se acriollen, que pa eso jué pensao ese país.

Pues siendo ansí, pluguiera a Dios que os reportéis y teniendo por norma la justicia viváis en equidad. Y puesto que tantico de moros e de judíos, de indios e de italianos e de muchas otras sangres tenéis, forzoso es que no riñáis entre vosotros por cuestiones de sangre o de linaje e tratéis de descubrir cuál es el verdadero enemigo que se emboza entre vosotros, tan cuidadoso de su felonía que no se le ha oído porque siempre calla. A ése sí buscadle y arrojadle al proceloso ponto. Mas ¿qué faze agora el desdichado itálico?

Y, ya le dije, el gringo es muy arrebatao pero tiene un corazón muy blando. Está corriendo tras los chanchos, buscando alguno pa ofrecérselo.

Eh, compá Buyola, eh, paisá, aspetate un poco. Toma esto chanchito, é para osté. Ténnero como una manteca. Manyátelo vo, Biyola, a la salute de lo gringo chanchero. Si quiama Mimí, como quello de la ópera. La mascota del chiquero, veramente un ángelo il poverino. E anque vo, gaucho vidalita, toma, acá tiene otro chanchito para osté. Peque despoés nun dica que lo gringo é osorero. A vo, turco farabute, non te do niente, peque otra volta nun dica que lo gringo non tiéneno pelota. E vate a vendé ropa vieca na neblina.

Ya se me alcanza, oh porquerizo, que un noble corazón albergas aunque oscuras razones masculles en la insólita lengua que barbullas. Cojo este cochinillo en prenda de paz, y porque siempre valgan en ti más tus sentimientos que tus aturullantes palabrejas. Item más, porque descubras que tu verdadera patria no es una zahurda ni la ya irrecuperable península, sino que está dentro de ti. Otrosí digo a vos, aindiado e de la mesma guisa españolizado gaucho, forzoso es que aquellas sangres que otrora mezcláramos en sangrientas lides o mutuas violaciones, sean finalmente consentidas e prendas de comprensión e unión ante el azaroso devenir que nos espera en este demencial cuanto acuciante siglo que termina y en el no menos demencial que en el horizonte asoma. Entrad pues, señor mío, en esta legendaria e castigada España, e no curéis de viejas historias de conquista ni de antiguos agravios. Y borrad de vuestra mente al desdichado general y traductor Pezuela, ansí como a su perdidoso pabellón. Dejadme estar en el piadoso olvido, que he de matizar bien luego con este apetitoso cochinillo. Aderezarle y adobarle he con las más nobles especies traídas de Molucas, regarle he con generosos vinos de la tierra, porque un buen yantar selle este encuentro y a la vera de generosa lumbre atemperemos la persistencia de esta isócrona llovizna hecha de tiempo y de memoria cuidadosa. Vale.




ArribaAbajo Capítulo 11

En una noche de mucho desaliento decidí por fin escribirle una carta a mi padre en un intento por liberarme de él y despejar de ese modo el camino hacia Eugenia, carta que en parte voy a transcribir aquí por considerarlo necesario en la búsqueda emprendida.

Voy a hablarte claro. Te escribo para intentar, con palabras, de que desaparezcas de mi vida. Nunca olvidaré la mañana en que volví a verte después de mucho tiempo, cuando acababas de salir de la cárcel y yo era un adolescente. Apenas recordaba tus rasgos y era como si acabara de conocerte. El encuentro que tuvimos no fue efusivo (nunca fuimos capaces de expresar nada por fuera), pero por dentro el asunto era muy fuerte, al menos para mí. Sentí que pese a lo que nos hiciste te quería. Te oía tocar la mandolina, o mandolín, como preferías decir, y me parecía mentira tener a mano el milagro de un padre. Eran tangos de Agustín Bardi y de Eduardo Arolas, entre otros que se me olvidan. Era como verte por primera vez aunque antes te hubiese visto. Incluso habíamos vivido juntos, con mamá y demás familiares. Pero para mí todo lo anterior era una pesadilla. El encuentro verdadero fue aquella mañana en Córdoba, en la piecita con terraza que habías alquilado para reiniciar tu vida. Te oía tocar y me costaba hacerte coincidir con el padre que tenía en mis recuerdos, el que según el nono le había quitado a mamá lo celeste de sus ojos, el que cada vez que se hablaba de mamá aparecía como un fantasma en lo alto de la tapia haciendo tiritar de sufrimiento el corazón anciano del abuelo. Te vi distinto a todo eso, me pareciste un hombre bueno y desvalido. El tiempo y la cárcel te habían quitado esos atributos. Y yo te quería. En un momento dado hablaste fugazmente de mamá. Dijiste que había sido muy bella, que la belleza y la blancura de sus piernas eran la inquietud de todos los jóvenes de la zona.

Aquí en cambio, o sea en estas palabras, estoy tocando al verdadero; al criminal (te ruego perdonarme la expresión, no volveré a usarla). Porque me diste la vida pero alrededor de ella desparramaste calamidades, no porque fueras malo ni bueno ni nada de eso sino porque actuabas así, de la misma manera que los pájaros solamente vuelan. Nos diste esas calamidades con acciones especialmente tuyas. Acciones determinantes, como la del tigre que a la hora de recoger el alimento para su familia elige, entre varias cebras que beben en el río, una especialmente y sólo ésa, y saltando sobre ella le clava los colmillos en la yugular y la arrastra hasta matarla. De ese tipo eran tus acciones. Escribiéndote esta especie de carta intento ponerte en palabras verdaderas a ver si mediante ese juego consigo conocer tu misterio alucinante, cuya revelación necesito para saber qué estoy haciendo en este mundo. Te pediría que por favor me ayudaras a vivir. O mejor, que me dejaras vivir. Si no estuvieras muerto, claro.

Quisiera decirte dos palabras solas sobre este asunto de las efusiones externas. No recuerdo que nos hayamos tocado nunca. Jamás hubo entre nosotros una caricia, ni un beso circunstancial, pese a las tantas despedidas que tuvimos, y que hubieran sido un buen pretexto. Porque aunque uno no desee, por las razones que hubiere, besar a determinada persona, en los aeropuertos y en las estaciones de trenes las circunstancias permiten hacerlo más o menos mecánicamente. No pude tocarte nunca, ignoro el calor y la textura de tu piel.

Había una barrera entre nosotros, que nos impedía tocarnos con las manos. La verdad: nos daba vergüenza. Sin embargo muchas veces, delante de mí y de mi hermana, abrazaste y besaste a oscuros primos o sobrinos que llegaban o se iban. Nosotros hacíamos lo mismo con tus hermanos nuestros tíos. Había esas barreras. Me llevó años ser consciente de ellas, saber que existían. Hoy han desaparecido, los años o sea el tiempo han demostrado que eran una simple invención nuestra. Hoy, gracias al tiempo, tenemos el terreno limpio entre nosotros. Bastaría estirar un poquito la mano para tocarte y palparte finalmente. Pero, a causa de ese mismo tiempo que hizo posible el acercamiento, ya no estás entre los vivos, y ahora menos que nunca puedo tocarte, ahora tú mismo eres la barrera ilusoria. Y lo que queda vivo de aquel deseo de palparnos es la certeza de poder decir «nunca una caricia ni un beso entre nosotros», ni siquiera darnos la mano, siempre a la hora del acercamiento los ojos para abajo y las manos caídas, como avergonzándonos de vivir. Dejábamos pasar el instante propicio, y siempre llegábamos tarde al momento del encuentro. Cuando lográbamos aproximarnos, ya éramos tardíos. Como estas palabras, por ejemplo. Como esta decisión de escribirte desde aquí, a catorce mil de kilómetros de distancia de esa tumba que tienes en esa aldea cordobesa, tan hermosa en lo alto de la colina, con el valle a tus pies; si la contemplación entra en los esquemas de la muerte, ese lugar es un privilegio, con todo lo que tienes hacia abajo para mirar, las montañas y los ríos y las nubes; el único problema es que no puedes tocarlos, como no pudimos tocarnos entre nosotros nunca. Muerte como vergüenza de vivir, o de estar vivos, que viene a ser lo mismo. Cada vez que no nos tocamos en todos esos años, por miedo o por vergüenza de vivir, estábamos viviendo anticipadamente la situación de ahora, creándola con artificios.

La condición de la paternidad es dar vida a alguien; pero hay cosas tuyas que no me dejan vivir. Son muchas, por eso no las digo aquí. Ya vendrán solas. Lo que importa fundamentalmente es por qué hay cosas tuyas que no me dejan vivir. Qué hiciste, o qué hicimos, para que no pudiéramos vivir como padre e hijo en esta única oportunidad que hemos tenido sobre la tierra. A pesar de habernos querido. A pesar de quererte ahora mismo, desde este otro lado del tiempo y a catorce mil años o a catorce mil tumbas de distancia.

Sé que el acto fundacional de mi existencia fue la blancura de las piernas de mamá. Una blancura que entró en ti a través de tus ojos indígenas y te indujo a hacer lo necesario para que yo brotara después de entre esas piernas que además llamaron tu atención porque eran piernas conformadas por la memoria genética europea, mamá había salido de su madre que llevaba, con sus antepasados, varios milenios en Europa. Tu sangre india se acercaba, entre esas piernas, al corazón de la Europa que violó y destruyó a un montón de madres tuyas. Meterte entre sus piernas para que yo naciera fue quizás un acto de venganza. La viste blanca y dulce, te atraían sus cabellos largos y su manera extraña de pronunciar ciertas consonantes, pero sobre todo veías, detrás de la mujer hermosa, una cebra de cuello alto.

Me imagino a la Extranjera cuando te vio, ella, con ojos codiciosos. Nunca te faltaron atractivos. Nunca te faltó lo que en nuestras tierras violentas y calientes suelen llamar cultura. Tus conocimientos literarios e históricos. Tu música. Tus ancestros, visibles en ciertos momentos de tus rasgos faciales y en tu mirada siempre melancólica. Todo eso te llevó a ocupar el espacio que había entre sus piernas para que yo naciese. Con esas armas la sedujiste, sólo porque era extranjera. Con esos mismos argumentos, una mujer nativa no se hubiera sentido atraída por un hombre como tú.

Habrás notado que te trato de tú y no de vos, como hablábamos en nuestro país. Ya no puedo usar el vos, tan familiar para nosotros. Me suena a cuchillo. Y si te trato de tú es porque estoy de este otro lado del mar, quiero decir del lado de mi madre. Vista desde aquí, tu unión con ella fue una violación disimulada. Con lo cual me convertiste a mí en una violencia que suena dentro de mí como un gran ruido y no me deja andar tranquilo por el mundo. Todas tus acciones fueron siempre, a pesar de tu mirada siempre melancólica, una pura violencia. Mamá entonces, por ser extranjera y seducida violentamente, es la cebra o el cuello de la cebra con la yugular casi desnuda que el tigre elige en mitad de su salto. Seguramente estás muy tranquilo y distendido en esas alturas de la aldea de las sierras desde la que contemplas el valle, indiferente a la agonía de la cebra que te sirvió de alimento. Debo decirte que hilvano estas palabras intentando que se metan en tu cómodo silencio y se conviertan en tu pesadilla, en la que oigas con claridad absoluta el ruido de la muerte de mamá, como yo oigo tu ruido de padre aquí en Madrid.

Reoyendo palabras en dialecto dichas por los abuelos, separándolas del ruido de la lluvia sobre el zinc del techo, puedo reconstruir tu encuentro con ella allá en las sierras. Eras el músico del pueblo, te llamaban para tocar en las fiestas. Ella te oyó tocar y tú la oíste hablar, te encantaron sus erres vivaldeanas. Ella tenía quince años con anhelos de sufrir y amar. Sin saberlo, mamá acababa de entrar en la letra de un tango. Y los tangos son nuestras verdades más profundas, casi las únicas entre tanta mentira que nos cuentan sobre nuestro país en el colegio. Madre cebra yugular. Estaba vestida de percal y así vestida se iba para el centro, llena de anhelos de sufrir y amar, según letra de tango. Los versos, los sonidos y los números son la única cosa capaz de explicar la realidad. Por eso es tan importante para mí en este momento y en España a catorce mil kilómetros de la tumba donde te aíslas, recordar la vinculación de mamá con ese tango donde un vestido de percal guarda la hermosura de las piernas de entre las cuales me vas a hacer nacer mediante un acto de tu voluntad violenta. ¿No hubiera sido mejor que nada de eso sucediese, que mamá se hubiera vuelto a Europa libre de ti y yo me hubiese quedado en el limbo o en el vientre o matriz donde sombras no me viesen y hubiese sido como pasar de un sepulcro a otro como dice Job desde la Biblia hace un par de milenios más o menos inútiles? Antes de que la vinculases con los terribles cuchillos sudamericanos, ¿qué es lo que más te gustó de ella, que tenía poco más de quince años? ¿Su manera extranjera de pronunciar las erres? ¿O acaso lo celeste de sus ojos? Porque ella tenía ojos celestes, ¿no? ¿Qué hiciste pues con lo celeste de sus ojos? ¿Adónde está, dónde pusiste lo celeste de mamá cuando le quitaste sus conexiones con el mundo visible o alcanzable? No entiendo que exista un lugar donde alguien pueda esconder lo celeste de unos ojos de quince años junto a un vestido de percal. Entonces, ¿dónde están los ojos celestes de mamá? ¿Dónde los pusiste?

Si hubiese vuelto a Europa sin conocerte, acaso todavía estuviese viva. Y todo esto sería una historia cursi y sentimentaloide, como en el tango «Mañana zarpa un barco», que alguna vez te oí tocar. Los marineros salían hacia Europa y uno de ellos que podías ser tú bailaba con mamá el último tango, y le decía que cuando se hallase lejos le diría su nombre al mar. Todo hubiera terminado como en esa historia tonta contada por el tango, mamá se hubiese quedado sola con sus lágrimas y su vestido de percal, tú no hubieses vuelto nunca (la letra sugiere claramente que no habría regreso, porque el barco naufragaba) y yo no hubiese nacido. A cambio de ese no nacer, ella y sus ojos celestes permanecerían hasta ahora y para siempre a salvo de esas terribles contingencias que crearon tus manos y tus pensamientos. Hubiese vuelto a Europa en un barco limpio de tus manos, a sus ríos apenas rumorosos con orillas muy verdes, al lugar de donde nunca debió salir en busca de una ilusión americana que no existió nunca, a las mazurkas que salían del acordeón del viejo melancólico que era su padre (que te odiaba, claro), a su infancia de ríos dulces como canciones de cuna y mansos como clavicordios. Allí estaría mamá ahora, en otro destino junto a hombres sin desesperada sangre india, y yo hubiese sido sustituido por otro, por un europeo que en vez de prosar estas crueldades de la sangre violenta y violada estaría escribiendo unas canciones de amor que brotasen de los clavicordios que rodearon la infancia de mamá, cuando sus ojos eran celestes por naturaleza o inocencia, inocentes del brillo desesperado que tuvieron cuando tú decidiste enturbiarlo con tu terrible pensamiento y con tus manos más terribles todavía.

El hecho de que yo esté vivo y tú a catorce mil kilómetros de aquí bajo tierra no invalida esta comunicación. La diferencia desaparece ante el poder de las palabras, que por ser abstractas pueden salvar la distancia en cuestión de segundos, mejor dicho sin segundos porque no son físicas, y meterse dentro de tu contingencia permanente casi en el mismo momento en que se generan en mi ánima. Estamos hablando mano a mano, como decíamos allá, o sea que la muerte no te libera de mí, tu único acusador. Y en cierto modo, por el poder de estas palabras verdaderas, tengo acceso a los territorios de la muerte, tan familiares para ti, especialmente antes de que emigraras hacia ellos. Claro que me da miedo. Es un miedo más que te debo. El que debo pagar para rescatar a mamá de tus manos y de tu pensamiento.

Ella tenía quince años y anhelos de amar y de sufrir cuando la conociste bajo el parral de los abuelos, rodeado después de flores esperpénticas que el viejo inventó para perpetuar su memoria. Desde lo alto de la tapia donde estabas asomado, hacia afuera veías una cabalgata que se alejaba, y hacia dentro, envuelto en el vestido de percal, el cuerpo de mamá que conservaba en su piel la humedad del océano que había atravesado para que tus azorados ojos indígenas pudieran contemplarla y tus pulgares, los mismos que la mataron, desnudarla.

Yo también como tú la vi desnuda, en otras dimensiones. Principalmente nací de su desnudez, y aquí en esta equidistancia de palabras entre tu muerte y mi vida, las cosas son bien claras. Mamá, la noche que te amó allá en ese pueblo serrano, estaba desnuda, lo mismo que la noche en que nací. Tú poseías esa desnudez; yo en cambio me despedía para siempre de ella. Por entonces había una desnudez de ella para ti, claramente delimitada, que era posesión, y otra para mí, que era pérdida. Ahora y aquí, en cambio, las dos desnudeces de mamá se juntan en una sola. Como no deseo esa mezcla, te dejo a ti la de su cuerpo, apoyo cierto de tus pulgares y de tu pensamiento oscuro, y reservo para mí la clara desnudez de sus ojos celestes.

Esa fiesta donde eras el músico, según palabras dialectales mezcladas con ruidos de llovizna. Todos al abrazar su cuerpo europeo durante el baile se ilusionaron con mamá, pero ella mientras bailaba sólo tenía miradas para ti por encima del hombro de los bailarines, por eso cuando el baile acabó y estabas por enfundar tu mandolina se acercó y te dijo con esas consonantes traídas del otro lado del mar que si querías ella estaba dispuesta a bailar contigo, sin música, porque nadie había bailado con el músico y ella quería darte esa posibilidad porque además te amaba, te venía amando en el barco cuando cruzaba el océano, y entonces no te lo creíste pero lo consideraste un milagro, y después de enfundar el instrumento te acercaste al increíble instrumento que era su cuerpo, y bailaron sin música, tarareando interiormente uno el ritmo y otro la melodía, debajo del verano bailaban sin música ni nada, sólo con los cuerpos, tus pulgares entonces eran dulces y con ellos la acariciabas, mientras yo desaparecía en cada posible amante de mamá y sólo empezaba a pertenecerte a ti, que ahora estás dentro de una tumba sonora donde acaso puedan llegar estas palabras.

De mamá recuerdo especialmente los latidos de su corazón, el calor de su desnudez interna, el darme vueltas en cualquier sentido avanzando hasta lo más y trasponiéndolo todo pero sin salir de ella, con movimientos de astronauta podía trasladarme y abandonar mi lugar preciso y arribar a otros mundos sin partir; mamá entonces era circular y tú para mí todavía no existías porque nada había fuera de ese interior oscuro, y yo sentía allí que vivir era un acto indestructible y para siempre, en una eternidad perfecta que era ella, y no había más que ella en ninguna parte de este mundo que es el único y que además es de ella.

Si estuvieras vivo y oyendo lo que dicen estas palabras, sonreirías, por ignorancia de lo interno de ella, que por suerte nunca te perteneció. Sonreirías con esa expresión indígena oculta en tu rostro y que aparece cuando sonríes; con esa sonrisa estúpida con que respondemos ante una realidad que no alcanzamos a entender. Lo interno de mamá está fuera de cualquier alcance, especialmente tuyo o de tus pulgares y de tu pensamiento, por eso si lo oyeras mencionar sonreirías aparentando complacencia cuando deberías demostrar espanto. Espanto, porque esa realidad interna es lo único que ha quedado vivo de mamá, lo único que consiguió escapar a tus pulgares, cuando todo debería indicar, para ti, que eso también había desaparecido. Sonreirías sin comprender, porque nunca estuviste dentro de ella. Y cuando lo intentaste, en su hora final, mamá ya había huido, ya no quedaba nada de ella dentro de ella cuando entraste en su interior a golpe de cuchillo. Sonreirías ante lo incomprensible, porque nunca en realidad pudiste entrar en la extranjera. Yo soy su adentro; tú, su inútil afuera.

Es esto lo que fundamentalmente nos separa. No hay distancia mayor que la existente entre un padre y un hijo, intrusos de un mismo cuerpo. Para entenderla y poseerla, tú necesitarías poder estar dentro de ella. Pero esto es una imposibilidad absoluta, al menos en los términos biológicos conocidos en este planeta que compartimos. Yo sí, yo vengo de su adentro. Todo lo que tú podías entrar en ella era tu pobrecito sexo buscando unas profundidades vedadas a nuestra naturaleza masculina. Yo te estoy hablando desde esas profundidades, que son mi patria natural. Yo vivo en mamá, aunque esté para siempre desterrado de ella, me desterró cuando nací. Es por eso que todo, fuera de ella, es un exilio. Cuando me pongo enteramente en su adentro, por razones de sobrevivencia, puedo escuchar nítida y necesariamente los latidos de su corazón. Latidos que, ya se sabe, son el pulso de este mundo que compartimos tanto vivos como muertos. Latidos que son el ritmo del planeta. Ritmo es tiempo. Tiempo es vida, y también muerte. Empecé a vivir ahí dentro cuando fui capaz de escuchar el ruido que hacía su corazón, que era terrible al principio pero hermoso después. Una especie de tempestad que temes pero que después aceptas porque has empezado a sentirte parte de ella. Eso eran los tremendos latidos de su corazón que yo escuchaba desde un rincón precario de su vientre. De pronto siento que yo también tengo un corazón, pequeñito, pero igual que ése de ella que me está enviando esos sonidos. Entonces con el mío en sueños imito el de ella, y suenan bien, los dos son internos, digamos que están dentro de la sangre, y los dos rítmicamente hacen el mismo uso del tiempo, y esto me da la seguridad de pertenecer a un mundo que todavía no conozco pero que existe, algo existe en esta inmensa duda, ahí afuera hay un espacio para meter estos tic tac de nuestros corazones, y con este ruido hermoso del corazón de mamá que escucho desde adentro y con el mío acoplado, mamá que abre las piernas que tú le fecundaste, y uno que nace. En ese instante los ruidos de su corazón cesaron para mí. El ruido, que persiste en mi memoria, es una puerta que da yo no sé adónde. En realidad lo único que busco es tener otra vez esos latidos, que es de donde realmente procedo, que es mi cuna más secreta.

En el poco tiempo que tú y yo compartimos juntos, sin mamá, claro, cada vez que tocabas el tango «Grisel» (lo hacías muy bien y con mucho sentimiento), cuando llegabas a esa parte de la melodía que se corresponde con las palabras «lograr tu corazón», estaba claro que ambos, sin mirarnos, estábamos pensando en la misma cosa, es decir en el corazón de mamá. La letra dice más adelante que lo conseguiste, sin importarte que ella era buena. Pero a ti no te importaban sus latidos. Era una música a la que no tenías acceso, no la comprendías. Tú querías su corazón para callarlo. ¿Acaso para poder oír con claridad el de tu propia madre? Tan sólo tú posees el secreto. Revélamelo, por favor, necesito esa verdad.

En el dialecto de los abuelos mezclado con la lluvia, cuando te invitó a bailar apenas te lo creiste, y al abrazarla sentiste en su vestido la humedad del océano; se lo dijiste, tenías buena labia y el sonido armonioso de tus palabras disimulaba el aire helado que latía debajo de tus pensamientos. En tus brazos, la sentías asustada; te dijo algo torpemente, pronunciando mal las erres y dándole otro color a las vocales. Pero más que sus palabras, lo que llamaba tu atención eran los latidos de su corazón con miedo, a flor de piel o de percal, lo oías latir con ese mismo ritmo que después desapareció de los espacios físicos pero que vive dentro de mí y se me aparece en sueños, y mientras el sueño dura el corazón de mamá vuelve a la vida. Tenía quince años y los ojos celestes, venía de las nieves europeas salpicadas de mazurkas, que dejaron de sonar para ocultar su alegría ante esa tristeza que manaba de tus ojos indios suplicantes. La sacaste de las mazurkas más alegres para meterla en el mundo terrible de esos tangos como «Noche de Reyes» que tanto te gustaban, lleno de traiciones y puñales. Por qué lo hiciste. Es una pregunta que te haría si vivieras.

Cuando retrocedo hacia atrás en ella, están los abuelos maternos, cartas visibles y muy reales y testimoniales de padres y más padres europeos allá en el fondo de los tiempos, asegurando una congruencia vital, un claro camino recorrido y un claro camino a recorrer. Puedo saberlo todo de mis tatarabuelos maternos, y también de los anteriores, existen árboles genealógicos precisos, y fotografías de personas físicas reales que se prestaron para que hoy tengamos esas imágenes, olvidadas, sí, en unas cajas que andan siempre dando vueltas por la casa, pero que en cualquier momento uno puede abrir para decir miren, ésta es la casa italiana donde nació la abuela.

De tu padre y de tu madre no sé nada. Ni siquiera he podido verlos en fotografías. No existen fotos suyas. Nunca me hablaste de ellos. Qué hay entonces en tu pasado. Qué pasa en esa franja desconocida. Nadie sabe nada de tus antepasados. Dicen que la primera vez que apareciste por el pueblo adonde acababa de llegar el inmigrante con mamá pequeñita, fue cuando el viejo estaba tocando el acordeón en el patio de la casa, ibas pasando y escuchaste la música y pediste permiso para entrar, pase cómo no dijo el viejo sin dejar de tocar esa mazurka, pase por favor dijo en su defectuoso castellano, adónde se ha visto que un inmigrante niegue la entrada a su casa a un nativo como usted. Él respetaba el color oscuro de tu piel que era el color de la América que él veía italiana con los ojos de Américo Vespucio. Entraste y fuiste derecho a mamá, que era casi una niña y tiritaba dentro de su vestido de puro miedo y al mismo tiempo de puro amor a la vida.

¿Te das cuenta de que detrás de ti no hay nada? No puedes explicar tu origen, ni con fotos ni con palabras ni con papeles ni con nada, y entonces me digo que si descartamos a mamá, de dónde vengo yo. Oriento mis ojos hacia ese espacio que debe corresponder a esa pregunta, y lo único que aparece allí eres tú, absoluta, inconmensurable, inquietante y absurdamente solo, ocupando espacios que corresponden a otros, asumiendo un tiempo incompleto, solo en el tiempo, solo de nosotros, tu descendencia, solo de una completa soledad, amparado acaso solamente por el filo de un cuchillo.

Siempre he creído que el fondo de la vida, lo que genera su dinámica, es la alegría. Y que ésta existe porque podemos compartirla con otros; porque no estamos solos en el mundo existe la alegría. Tú y yo no supimos estar juntos. Perdimos el tiempo de convivencia en miedos y prevenciones, en olvidos o distracciones. Lo que hiciste con mamá nos dejó solos para siempre. Nunca supimos compartir nada, ni siquiera la tristeza, y cuando empezamos a comprenderlo, cuando dijimos bueno, será mejor dialogar para entendernos, ya no había tiempo físico, se estaba acabando el tiempo real dando paso al tiempo cien mil veces real que es el tiempo de la muerte. Y entonces teníamos un montón de palabras sabias y congruentes para decirnos, pero no había tiempo físico para que las palabras existieran, sólo quedaba la posibilidad de decirnos adiós, ciertamente que para siempre.

Esto es lo primero que nos falló en el asunto de ser padre e hijo verdaderos. No supimos aprovechar el tiempo, que apenas existe. Sé que te hubiera gustado ser contemporáneo mío, ir juntos por el tiempo, y acaso esa circunstancia soñada hubiera hecho posible una comunicación mejor. Pero el tiempo lo impide, yo he nacido para que tú murieras. Y creo que este hecho biológico-temporal determina nuestro desencuentro fundamental en esta búsqueda del color de los ojos de mamá. Aparte de lo que tú hiciste para ocultarlo, claro.

Antes no había tiempo físico para comunicarnos, el tiempo iba pasando y nos exigía palabras precisas en tiempos precisos, y nosotros no éramos capaces de decirlas, de allí nuestra incomunicación. Pero ahora, en estos territorios neutros equidistantes entre Madrid y tu aldea serrana, el tiempo para hablar de aquello sobra, sólo falta la determinación de hacerlo. Ahora hay todo un tiempo interminable por delante para el diálogo entre nosotros dos. Pero estás muerto, y desde esa noche sin fondo donde te aíslas me condenas con tu silencio a esta soledad de palabras donde vivo. Mi pregunta sería: ¿quieres realmente que hablemos? Quiero decir, si quieres que lo haga por los dos, por el momento no hay otra posibilidad y me temo que nunca la habrá. Antes no pudimos o no supimos estar vivos y juntos, solamente estábamos vivos. ¿Te sientes próximo ahora? ¿Sientes que podemos estar juntos en un territorio neutral que no es vida ni muerte, pero que existe poderosamente, por estas palabras que te digo? ¿Sientes que en mi pregunta nace tu respuesta y que ésta existe aunque no puedas decírmela? Yo la escucho. Ahora mismo estoy escuchándola. Con la única limitación de que sólo escucho el sonido de tus palabras, no el sentido. Lo importante es que te oigo a ti. Esa voz de un ser enteramente desvalido que tuviste siempre, con inflecciones y falsetes que patentizaban esa especie de humillación que había en el timbre de tu voz, el mismo que en el silencio de esta larga noche madrileña y transoceánica por el puente sonoro que hay entre Madrid y tu aldea serrana llena de rosas trepadoras, me está zumbando ahora en los oídos. El significado, las respuestas concretas, están ocultas en esos sonidos, son su germen, pero también están en mis preguntas, en estas palabras, en esas distancias neutras que hay, en tiempo y en espacio, entre una y otra. Todo consiste en aprender a descifrar esos silencios. Intuyo que lo conseguiré más adelante, cuando avance en intensidad en esta carta. Y no dejaré de escribirla hasta que lo consiga, y si no lo consigo no dejaré nunca de escribirla, porque este diálogo es absolutamente necesario para mí y para ti, tanto en la vida como en la muerte. Ambas, juntas, simples formas o polos de lo único verdaderamente importante que sucede en el mundo: los encuentros entre seres vivientes. Como el tuyo y el mío por ejemplo, único e irrepetible para siempre, compuesto de dos partes, una de las cuales está rota o en situación precaria, que con palabras intento traer otra vez a la vida consciente para que podamos decirnos lo que no nos dijimos cuando era posible hacerlo, por miedo o incapacidad de estar juntos o encontrados.

Esta noche es esa noche que empieza allá en tu aldea que se llama Cosquín y extendiéndose por el mar llega casi hasta los bordes de este Madrid milenario. Las fuerzas no le alcanzan para más. En sus momentos de máximo deseo, consigue traspasar los límites y visualizarse, a través de una vibración violenta, a pocos pasos de esta ventana por donde ahora mismo miro hacia el pasado. Entonces escucho ese llamado tuyo, esa especie de disculpa por no poder comunicarte conmigo para hablar francamente del asunto de mamá, y según voy escuchando, tu rostro se representa junto al cristal de la ventana, gesticulando como en sus mejores tiempos, tan vivo y fuerte que en cualquier momento puede romper los límites de la visión y saltar hacia el mundo de sensaciones táctiles que separa a los vivos de los pasajeros en tránsito. Si lo consiguieras esta noche, esta soledad de palabras solas y sin sentido aparente se terminaría.

En esa frontera entre lo táctil y lo que no puedes tocar porque está huyendo, algunas veces encontré tu verdad anatómica, esos rasgos inconfundibles que tantas veces reconocí en sueños. Una vez me dijiste, en vida, que eras un indio. Yo no te lo creí. Pero luego te miré detenidamente, es decir, te miré con realidad por primera vez, y vi que realmente lo eras. Un indio, ese objeto de olvido. Y por supuesto, me sentí excluido de ti. Lejos como al otro lado del mar. Los indios en nuestro país fueron razonablemente exterminados, según lo aprendimos en la escuela, porque eran salvajes sin dios y por lo tanto no merecían vivir. Con lo cual tampoco merecías vivir tú. Yo me salvaba de ese espanto histórico por ese asunto del barco en que vino mamá, gracias a él yo merecía vivir. Un barco que ahora siento doble, uno está en la realidad de la realidad y el otro en la realidad del recuerdo, acaso más fuerte que la otra.

«Cuando se murió mi padre/ ese día no existió./ El día que yo me muera/ nos moriremos los dos». No sé de dónde sale la copla. Parece tuya, de las muchas que te gustaba hacer y ponerles música para cantarlas en Carnaval. No sé si la escuché en sueños, o la leí en alguna parte, o me la dijo alguien. La copla estaba ahí, una madrugada clara, como nacida durante la noche, estaba ahí recién amanecida, interrumpiendo el libre discurrir del tema principal de esta carta, que es saber adónde fueron a parar hechos y partes fundamentales de esa mujer que los dos tratamos tan íntimamente, tú por fuera y yo por dentro, fundamental para mí porque necesito saber con cierta urgencia qué es ella en este diálogo distante al que se ha reducido el conjunto total de nuestras vidas. La copla, en cambio, que parece una pregunta tuya, intenta que yo quiera saber qué eres tú. Y es claramente una mensaje tuyo intentando ablandar mi corazón. Como queriendo ocupar su lugar en mis afectos. Como queriendo ser ella, tan luego tú. Como queriendo estar juntos los tres, acaso por primera vez en la vida, tan tarde, cuando la vida, al menos para dos, ha terminado, y tan sólo queda de este drama el que está combinando estas palabras como una manera de no estar tan solo. A través de tu copla, viejo, puedo escuchar ahora y desde aquí tu mandolín. Son los mismos elementos que utilizaste para hacerte con mamá en el espacio y en el tiempo, para encontrarte con ella en el único momento posible, fue cuando le dijiste vente conmigo y ella temblando de amor y de miedo te dijo en su acento extranjero contigo me voy. A través de esa copla que me dejaste en sueños escucho ahora mismo tus tangos lastimeros, tal como los escuchó mamá a sus quince años y tal como los escuché yo cuando te conocí, casi a la misma edad que ella, y con su misma inocencia. Lo has hecho para ablandar mi corazón, para que yo me olvide adónde fueron a parar esas partes de ella que necesito para darle un poco de congruencia a este delirio que es mi vida desde que te conocí, como ella, a sus quince años de inocencia pura.

Una vez calculaste mentalmente y con precisión matemática, a partir del diámetro de las ruedas de mi coche, las vueltas que éstas habían dado en un viaje que yo acababa de hacer. Acaso supiste, con la misma precisión, la cantidad exacta de latidos que había dado el corazón de mamá en el instante preciso de su muerte, de la que fuiste el único testigo. Tan sólo tú conoces la cantidad exacta. Si la recuerdas, entonces dime por favor, utilizando el eco de mis palabras para comunicarte, cuántas veces latió en el tiempo el corazón/rueda de esa mujer cuya existencia hemos compartido en el espacio y en el tiempo. Yo tengo sus primeros latidos; tú, los últimos. Entre Madrid y Cosquín, estamos cada uno en un extremo de ella. Podemos verla entera en el espacio y en el tiempo, tanto desde allá como desde aquí, y calcular con precisión matemática los golpes exactos que dio su corazón desde que empezó a latir de este lado del mar aquí en Europa hasta que terminó de hacerlo en las soledades de esas pampas del Sur desamparado. Aquí en Europa, adonde he venido para buscar, en lo que pudo dejar aquí cuando partió, esas cosas suyas que por quedarse de este lado del mar no murieron con ella. Suelen ser calles madrileñas, formas de la geografía, momentos en el tiempo y gestos y voces de la gente. Intento vivir todo eso con fruición: es la vida cotidiana que pudo tener aquí la de los ojos celestes antes del naufragio, en su existencia plena antes de que apareciéramos nosotros, que somos los dueños de su muerte. Uno desde adentro y otro desde afuera, ambos tenemos la obligación de saber cuántas veces latió en el tiempo el asustado corazón de esa mujer de ojos celestes. Allá en el fondo del origen, ahora que tanto la muerte de ella como la tuya le han quitado la cronología al tiempo, todo está sucediendo simultáneamente y para siempre: bajo el parral donde se conocieron llega el barco que la trajo de Europa, y mientras ella y tú se miran y se gustan y sonríen determinando mi existencia, al mismo tiempo existe este momento en que te escribo esta carta, al mismo tiempo estoy dentro de ella y oigo latir su corazón, al mismo tiempo estás muerto allá en Cosquín y al mismo tiempo mamá está por subir al barco en el que sin saberlo iba a buscar el filo del cuchillo que la esperaba al otro lado del mar por esas pampas llenas de estrellas donde desaparece la pulpera que tenía los ojos celestes y cantaba con la voz de las calandrias.

«En el desierto de Sahara, una feroz pantera devoró mi cuerpo». Es una expresión verbal tuya que me acompaña por el mundo vaya donde vaya. Es tu ruido. Cuando me vine a Europa huyendo de ti y en busca del recuerdo muy dulce de una mujer que amaba y para que ella me salvara de esas muertes, durante los catorce días que duró la travesía del Atlántico reflexioné sobre esos hechos. Eran momentos duros en que uno se lo cuestiona todo, y entonces hacía una gran limpieza, arrojaba al mar toda la hojarasca a ver qué quedaba en el fondo, a ver qué quedaba de mí para llegar limpio a la mujer amada. Y en pleno Mediterráneo, cuando ya no quedaban ni sombras de lo que uno había creído ser allá en nuestras tierras doloridas, se movían dentro de mí, como en el fondo de una red marinera, apenas cuatro o cinco cosas, a eso se había reducido todo, uno apenas era una enorme caja casi vacía, con unos pocos objetos que bailoteaban allí sin saber qué hacer con tanto espacio como el que sobraba. En el último tramo del viaje, con Barcelona a la vista, en la caja estaba mamá con un vestido blanco bajando del barco europeo que la llevó a la pampa bárbara, y pude ver, con una gran alegría para mi corazón, que no había allí nada que te representara; como si no existieras, como si mamá y yo pudiéramos ahora cumplir naturalmente un hecho vital en este mundo, sin interrupciones y naturalmente: ser una madre y un hijo que después de vivir dentro de ella sale de su vientre, y el mundo es una fiesta, una pura alegría de vivir y de amar y de ocupar con alegría el espacio, desplazándonos libremente por el aire, volando, renaciendo. Y cuando ya me lo creía así, me llegó auditivamente ese espantoso asunto tuyo de las panteras en el desierto, con lo que ocupaste casi todo el espacio de la caja, te apropiaste de ella, nos dejaste afuera como expulsándonos del tiempo. Porque cada vez que hablabas de esas asquerosas panteras, estabas borracho y en una clara situación de violencia. Primero le pegarías a mamá, con lo que tuvieras en la mano, o con la mano misma si faltaba el instrumento; luego nos pegarías a nosotros, quiero decir a mi hermana y a mí, que habíamos salido del interior de mamá y no entendíamos nada de ese asunto de la pantera que en el desierto de Sahara devoró el cuerpo de ese personaje que aparecía en tus visiones alcohólicas. Yo creía estar llegando a Europa, es decir al pasado de mamá, libre de ti, y sin embargo, por la aparición del recuerdo de tu voz en el momento de las panteras etílicas, era tu prisionero y ni siquiera había podido moverme de mi sitio. Mientras todo el mundo salía del barco hacia la luz de la mañana europea, yo permanecía junto a ti en el interior de esa tumba que tienes en Cosquín.

«En el desierto de Sahara una feroz pantera devoró mi cuerpo, y el fakir Tubalión me puso en drogas químicas para que mis nervios no murieran». Cuando salí del barco en el puerto de Barcelona, oí entera esa expresión tuya que estaba dentro de mí sin que yo lo supiera, que me acompaña por la vida y de la que no podré liberarme nunca más. Con esas palabras que escuchaste en un circo y que sólo el alcohol podía revelar en tu memoria, mi existencia entera, con todo su pasado y todo su futuro, se me convierte, cuando bajo del barco en Barcelona, tan sólo en un momento fugaz de tus borracheras. Junto a tus panteras, mi existencia es virtual y aparece sólo en un momento preciso del alcohol a través del cual te conocemos los que te acompañamos durante ese tramo de tu vida, que nunca jamás se repetirá porque el tiempo no puede volver sobre sus pasos. Y de ese tiempo que todo lo contiene, apenas somos el olvido. Tú lo sabes muy bien, allá en ese refugio.

Por ti tuve acceso por primera vez a la noción de sangre. Por ti me di cuenta de que lo único que somos es eso: sangre. Ni junco pensante, ni homo de la clase que sea. Deberíamos llamarnos: los Sangre. En la Biblia, y también en la realidad, es lo que «se derrama hasta la muerte». Es decir, es su camino. Se va a la muerte por el camino de la sangre. Lo sabías muy bien, por eso se la sacaste del cuerpo mediante el uso de un cuchillo. Y ella se derramó hasta la muerte. Dicen que la sangre mancha, pero después de los años de cárcel, cuando nos encontramos casi por primera vez, tus manos estaban limpias, tu traje impecable, y especialmente tu camisa blanca. Fue lo primero que busqué en ti cuando te vi casi por primera vez: huellas de sangre. Y no las había. Estabas a salvo de todo, vivo, sano, impecable en el tiempo y en el espacio. A salvo de todo, especialmente de la sangre derramada.

La única vez que hablamos del asesinato me dijiste que solamente querías darle un susto pero que se te fue la mano. A partir de ese momento a ella se le salió toda la sangre afuera, allá en ese cuarto de la casona de Buenos Aires rodeado de césped y rosas trepadoras, y empezó a ser «la finadita», como la llamaste ante mí el par de veces que tuviste que nombrarla. Ella no era «la finadita» cuando se encontraron bajo aquel parral por vez primera y te atrajo la forma de su cuerpo hermoso, lleno de sangre traída del otro lado del mar, y era su sangre lo que le daba a sus ojos ese color celeste y a sus piernas esa blancura que te atrajo hasta el amor.

Fuiste el músico de la fiesta cuando la conociste y su asesino cuando la sacaste de este mundo. Según el relato forense, las puñaladas mortales fueron cuatro. Una de ellas en el cuello de la cebra, junto a un ruido de panteras. No tuviste tiempo de contar los latidos que hasta ese momento había dado su corazón ni de ver hacia dónde huía lo celeste de sus ojos.

A veces pienso que mientras la matabas sus ojos miraban hacia la Europa natal abandonada. Otras, que se olvidaba de su origen europeo y que las luces celestes de sus ojos se orientaban hacia ti, hacia tus pensamientos, a ver por qué la matabas para siempre, mientras la palma de tu mano empujaba el cuchillo, ya clavado como un simple susto, para que se hundiera definitivamente. En sus últimos contactos con el espacio y con el tiempo, acaso quiso mirarte por dentro, saber por qué el hombre que ella había elegido para amar en este mundo le quitaba la vida derramándole, mediante un adecuado hundimiento, la sangre que la vida le había otorgado para que su cuerpo fuera cuerpo, la sangre que ocupa todos los cuerpos y presta su color a todas las rosas trepadoras diseminadas por el mundo.




Arriba Capítulo 13

Se van para la fiesta y ahí te dejan, dando vueltas en el jardín amurallado, y cuidado con salir, los ríos serranos en verano son terribles. Uno apenas ha dejado de oír la trepidación que deja en la tierra la cabalgata que se va, cuando ya está solo dando vueltas por senderos que siempre terminan contra paredes limitativas. Así la familia puede irse tranquila a la fiesta, sin peligro de que los chicos se ahoguen en el río. Pero antes de irse han hablado con la vecina que te vigilará de vez en cuando. Entonces viene la Tula; te cuida y es más cierta que todo; produce placer y alegría. En realidad se trata de un permiso especial para jugar con ella. El premio, si uno no se escapa. Tras ella hay otras formas vivientes, amuralladas bajo nubes y lloviznas.

Ellos son las caras extrañas que aparecen cuando se va la cabalgata, los maestros que a su capricho te harán un adulto, esa fijación compulsiva, ese tomar la vida a la tremenda, por qué no poder quedarse en los diez años o en el sueño. Y antes de que uno pueda presentir esa posibilidad aparecen la Tula el señor Palcos la Tununa el señor Hidalgo las Pecosas la Rusita que obstruyen los caminos hacia Eugenia, que pueden hacer la historia de tu vida a su manera, ahora que se ha ido la cabalgata y te han dejado en una casa grande, todo es posible a la hora de la siesta y a solas con la Tula, estamos en la atmósfera, fluido que obliga a existir o a resistir a plantas y animales.

Ellos estaban allí cuando uno iba entrando como podía en esa epifanía delirante que Tununa llamaba «la vida». No sé si debo decir «delirante» así, tan a la ligera, pero es algo como eso. Lo que pasa es que hoy me levanté con ideas turbias, llueve en Madrid y siento la ausencia de Eugenia, llueve como en un tango, por la ventana se cuelan unas gotas friísimas y hurgando para adentro veo que sin darme cuenta me los traje aquí a todos ellos.

Entrar en la atmósfera es cruzar todos los días un puente de madera sobre un río espasmódico inventado por las crecientes, irse por la calle de tierra y al final encontrarse con Tununa. Muchacho, hay que ganarse la vida y de paso ayudar a tus abuelos. Tus obligaciones son limpiar barrer matar las moscas y armar cajas de cartón en ese sótano para guardar los frascos de dulces y jaleas porque así es la vida, dijo Tununa sin pausas en medio del salón de ventas. Néctares y dulces de todo tipo par los miles de turistas que llegaban de Buenos Aires todos los veranos, alquilaban caballos y compraban dulces y alfajores regionales que enviaban por correo a la metrópoli. Y al año siguiente uno iba cruzando el mismo puente pero ya no había río, cambiaba de curso con las crecientes. La gente seguía usando por costumbre puentes solitarios, hasta que, podridos, se caían.

Las Pecosas envolvía frascos en el mostrador, ponían alfajores en las cajas de cartón que yo armaba en el sótano, suspiraban cuando el cliente era el actor Roberto Airaldi. Yo le llevaba los paquetes al coche, tomá pibe la propina. Ay, me duele el corazón, en letras de vals decían las Pecosas, y Tununa se reía: para ella Roberto Airaldi era un cliente como cualquier otro. Claro, ella tenía al señor Palcos, que los sábados venía de Córdoba y la amaba. Las Pecosas no tenían a nadie, iban solas al cine y leían revistas de besos y suspiros.

Cuando se marchitaban las rosas trepadoras y empezaban a caerse sus hojas, los turistas abandonaban las mansiones que cuidaba mi abuelo y volvían a Buenos Aires. Pronto empezaba a nevar y los albañiles a salir de sus chozas para apilar ladrillos y construir más hoteles y mansiones y nuevos puentes sobre el río mutante. Nieva sobre los albañiles y en los altavoces que hay en lo alto de los postes del alumbrado como nidos de aves extrañas, los tangos hablan de la vida. En cuanto la nieve cuaja y el pueblo es un desierto blanco Tununa se para en medio del salón de ventas y nos llama a todos. La Rusita abandona la Caja, las Pecosas salen de atrás del mostrador y yo que estoy en el sótano subo en cuatro saltos. Ya saben mis queridos que en invierno no se vende nada y el señor Hidalgo se pone muy nervioso, por eso les ruego exagerar la actividad y la higiene aunque no haya qué hacer, ya saben cómo es él si nos encuentra inactivos.

Todo un invierno para limpiar lo limpio, aplastar moscas inexistentes, cambiar los frascos de vitrina y después volver a ponerlos donde estaban. Tabita cuando se harta de contar otra vez el dinero de la Caja ve llover a través del gran escaparate y cuando llueve parece más hermosa de lo que es; las Pecosas envasan caramelos leyendo disimuladamente una revista de besos escondida bajo el mostrador, la señora Tununa, que vive allí, en el escritorio o en su habitación rizándose el cabello para el señor Palcos que vendrá el sábado a quererla con todo el corazón. De vez en cuando entra la Tula sacudiendo su cabello como si estuviese mojado, compra un frasco de guindas en almíbar y su cuerpo ondula cuando sale. Yo no sabía nada, iba como obligado por un vuelo ajeno a mí, impulsado, y de pronto me daba con un puente sin río y todo estaba oscuro cuando tocaba tierra rozando el cuerpo de la Tula y oía la voz tan triste de Tununa si el señor Palcos no había llegado y ya era domingo y nunca más, así es la vida decía desvistiéndose para dormir sola, quitándose el vestido lleno de avispas y de flores que se había puesto para esperarlo.

Ella tenía experiencias pero yo apenas estaba llegando, nadie me recibe ni me espera, me dejan solo junto al puente en el sótano en el escaparate a matar moscas que no toquen los dulces ya aprenderás lo que es la vida, los tangos en los altavoces hablan de la vida mientras voy tocando tierra sobre el puente sin río en el jardín amurallado, hay que limpiar matar las moscas, en una de ésas la Tula puede ser tu recompensa, he visto que la miras con gula pobrecito, a lo mejor ella alguna vez te mira y te cuida en el jardín oscuro mientras vuelve la cabalgata si es que vuelve, ya verás gracias a ella que los jardines cerrados y los puentes sin ríos no son después de todo tan absurdos mi querido.

Desde el Madrid amurallado oigo que se va la cabalgata y dentro de mi maleta el señor Hidalgo llega al negocio en coches largos y perfumados, cuenta los dulces y los postres a ver si falta alguno, los caramelos uno por uno, su prolija cabeza peinada a la gomina y con bigotitos hieráticos está contando los alfajores y me mira acusador, aquí están faltando dos alfajores dice el señor Hidalgo. Apenas llega tengo que salir corriendo para el sótano y armar cajas de cartón a gran velocidad; todo en su sitio para no encolerizar al señor Hidalgo que hacía temblar a las vendedoras tras los mostradores cuando aparecía. Ellas nunca lo miraron a los ojos, bajaban la cabeza y envolvían paquetes sin destino demostrando eficiencia, esos dedos tan pálidos sin enredarse con los hilos mientras movían los labios como rezando un Padrenuestro. Tununa en cambio tan segura le entrega facturas y dinero, y él tan contento y bien peinado, salvo aquella vez que lo despeinaron en el sótano y él pedía un peine dando gritos y dentelladas feroces, le alcanzamos uno y él se peina colorado de rabia, otra vez lamido hace arrancar sus coches llenos de guardaespaldas y de confidentes y se va por la calle de tierra del pueblo levantando polvo.

En la maleta que traje a Madrid y que no había abierto hasta ahora estaba despeinado el señor Hidalgo, en cambio el señor Palcos parecía un lord con sus dedos repletos de anillos y esos prendedores de corbata refulgentes de piedras preciosas, la camisa de cuello duro y los inextinguibles perfumes. Vuelco el contenido y con ellos caen también amojosados los albañiles apilando ladrillos bajo la nevisca, caen los altavoces con sus tangos y besos, veo las colinas salpicadas con las mansiones rosadas de mi abuelo, las cabalgatas que se van, mientras el actor de cine me sonríe desde una etiqueta de frasco de mermelada, porque así estaban las cosas cuando entré en la atmósfera o en esta vida como diría la Tununa, tangos y besos en los altavoces y las piernas ondulantes de la Tula, en los montes piquillín y peperina, son aromas que se mezclan con los perfumes del señor Palcos y perduran pese al cruce del océano.


El señor Hidalgo

Las primeras experiencias parecían pensadas para matarte en busca del más apto. Si lograbas sobrevivir tenías derecho a quedarte en el jardín absurdo, matando moscas en el escaparate o armando cajas en el sótano. Arriba las vendedoras miran la llovizna y suspiran leyendo revistas donde cenicientas olvidadas tienen un sueño de amor donde un príncipe se las lleva a un jardín de delicias, aunque el actor de cine apenas las mire y diga gracias secamente mostrando dientes de oro cuando ellas le entregan los paquetes adornados con moñitos, él sale fríamente para marcharse a Buenos Aires o a Rotterdam y quién sabe si regresará el próximo verano. Ellas apoyadas en el mostrador íntegramente de cristal miran caer la lluvia la nevada sobre los albañiles helados que regresan a sus chozas alumbradas con velas. En la Caja está la extranjera que llaman la Rusita, que no puede pronunciar bien las erres, con sus vestidos ajustados no oculta su cuerpo como las Pecosas que son feas, no lee esas revistas ni suspira cuando se va el actor de cine, para ella Roberto Airaldi es un negrito del pueblo, sólo que bien trajeado y con dientes de oro.

Un día el señor Hidalgo llega con sus siete coches y corremos a nuestros sitios. Con el matamoscas en la mano me instalo junto a la gran vidriera y doy golpes contra el cristal casi invisible de tan limpio, justo cuando el señor Hidalgo me mira como si yo fuese una enorme mosca que maté a principios del verano. Las Pecosas esconden bajo el mostrador revistas y suspiros, la Rusita cuenta un dinero ya contado, Tununa en su escritorio saca cuentas resueltas. Saluda solamente a la señora Tununa y se pone a contar postres y dulces. Si falta algo gira hacia mí su enorme cabeza de huevo de Pascua y me clava unos ojos de enano navajero obligándome a pensar que si lo que Tununa llama la vida es como él, la cosa pinta fea para mí y ya sabemos que no se trata de un sueño. Su cara es un huevo caliente que me mira fijándome contra los vidrios, y yo con la palmeta quieta en una mano sin saber qué hacer y sin tener moscas ni palabras.

Cuando termina su inspección se dulcifica el huevo: clara batida con azúcar a punto de nieve es la cara del señor Hidalgo cuando mira a la Rusa, la voz que usa para decirle estupideces es un empalagoso almíbar, y ella siempre retrocediendo, esquivando las caricias que él le dirige con sus varias manos quitándole pelusa del vestido a la altura de los pechos hasta arrinconarla junto a las columnas. Si yo estoy cerca me clava sus faroles haciendo morisquetas y si no entiendo su mensaje de gestos «al sótano» me dice sin azúcar el huevo empalagoso y yo salgo corriendo para abajo, pero si empujando a la Rusita buscándole pelusas la lleva hasta el sótano y yo estoy allí, entonces gira su cabeza de huevo, me grita «arriba» y yo subo más rápido que un resorte.

No, no he robado ningún postre ni me comí ese alfajor que falta, pero habrá otras razones para que me persiga, él lleva mucho tiempo en el pueblo en el mundo en la atmósfera, es grande es hombre y sabe cosas que ignoro, pensé en el sótano. A lo mejor no tengo que estar aquí, vine en lugar de otro, me adelanté en la cola o algo así, me equivoqué de tren y de abuelos. Al que hubiera tenido que venir en mi lugar, esto le parecería normal. A mí, no. Es muy duro el examen. Si fuera un sueño, me despertaba. Pero el sueño terminó cuando se fue la cabalgata y esto no sólo no se puede modificar: tampoco se puede abandonar si se ha de mantener la vida para buscar a Eugenia.

Pero entonces mejor me caigo muerto, así de paso puede venir el otro, él encontrará familiar la cara de huevo del señor Hidalgo, que le dirá: «¿Por qué no comes cuando lo deseas? Me ofende que no toques mis alfajores y mis dulces». Me caigo muerto ahora mismo y se acabó. Y que el señor Hidalgo me remate con la palmeta de las moscas. Nos equivocamos de chico, dice, y ordena que me barran y que lleven la mosca grande al sótano. Pero gracias a Dios aparece la Rusita y me salva, gracias a ella puedo aprobar el examen con lo justo y quedarme para esperar a Eugenia. De lo contrario sería otro el que estuviera intentando contar esta historia. Otro, el verdadero. No yo.

Me salva el día que despeina al señor Hidalgo. Aquel día la dureza y el brillo de su pelo más que un peinado eran una condecoración, un objeto catedralicio que brillaba deteniendo al sol, ni siquiera aire había alrededor de su cabeza sin fronteras. Ese día el señor Hidalgo tenía más manos que otras veces para arrinconar a la Rusita detrás de cajas y de biombos, pero como no puede se la lleva al sótano. «Arriba» me grita el huevo; y yo, un resorte siempre listo. Abajo ella no podrá escapar, acaso por el tragaluz pero no es fácil. Ella, que en mis sueños solitarios era la forma de Eugenia. «Por favor» llegan desde abajo sus eres imperfectas. Era la pregunta más difícil del examen, yo no tenía palabras, ni siquiera podía decir «no sé». Entonces oigo un plaf de clarines victoriosos, la tremenda cachetada. Me asomo y veo allá abajo la mitad de la cabeza/huevo del señor Hidalgo, está roja por el golpe de la Rusita y todo él es un desastre envolviéndose en sí mismo, unos pelos negros orientados hacia cualquier parte, un montón de yuyos secos y de bosta su cabello, despeinado era una basura el señor Hidalgo. Ve que lo estoy mirando y entre sus pelos violados veo fulgurar sus ojos, abrirse su boca que grita a dentelladas. «¡Un peine!, ¡un peine hijos de puta!», dicen entre los pelos derrumbados los dientes secos del señor Hidalgo, de la Basura/Hidalgo.

Tununa llorando me manda al quiosco de enfrente, ¡un peine! digo agitadísimo como si estuviese en la farmacia pidiendo un medicamento para el corazón. La vieja del quiosco lo demora todo en sus dedos artríticos removiendo una caja, pero cuando le digo que el peine es para el señor Hidalgo me los da todos, que él elija y pague cuando quiera y si quiere. Corremos hacia abajo con Tununa llevándole los peines, la Rusita desde su puesto me guiña un ojo dulce, y allá en el sótano la cabeza de huevo sin gomina es un tordo con un hondazo en la cabeza, una comadreja, una basura de corral.




La Rusita

Tununa firma los papeles de despido de la Rusita y me dice que se los lleve; una lágrima pulcra discurre entre talcos impalpables y unos enormes poros son visibles bajo el líquido. En su mostrador las Pecosas también lloran y son cuerdas de violines. La puerta de la Rusita está entreabierta y cuando voy a entrar un gritito gatuno sale de adentro de ella diciendo que no pase, estoy desnuda dice sin acento, un momentito que me cubro. Entro y la veo envuelta en una toalla, sus cabellos mojados. Se sienta en la cama y cruza unas grandes piernas como las que se le adivinan a la Tula. Recibe el sobre que le doy y me regala un libro en otro idioma, «para que aprendas mi lengua y un día podamos hablar de cosas muy profundas». Qué hermoso en la estación su sombrero y el beso largo que me dio en la boca, y cuando el tren desaparece en la curva vuelvo tristísimo caminando por la calle de siempre que desde ahora es otra, justo en ese momento empiezo a darme cuenta de lo que la Rusita significa, ella era Eugenia y yo no lo sabía.

A lo mejor todo era un sueño, me había quedado dormido junto a las murallas del jardín, los de la cabalgata volvían y yo les contaba, qué gracioso, decían, lo del hombre con cabeza de huevo. Pero la cabalgata había desaparecido para siempre en su trepidación, y entonces no tenía a quién contarle el sueño. En consecuencia no era un sueño porque no podía despertar. Y seguía viviendo, o esperando. Cada día cruzaba el puente para ir al trabajo, a la espera de que algún suceso modificase el esquema, de que Tununa rejuveneciera y regresase el tren que se llevó a la Rusita, pero todo seguía en su sitio y en su ferocidad.




Tula

Tula es lo que había bajo la toalla que cubría a la Rusita, pero sin ella. Aparece con la caída de las hojas y las lluvias. Es alta y blanca y camina sin mirar a nadie, como buscando algo lejano. Cuando se detiene a mirar el escaparate desde afuera, todo se ablanda en nuestros ámbitos violentos regidos por el señor Hidalgo. Aunque desde lejos, me cuida en el jardín para que las cosas no pierdan su sentido. Miras los postres desde afuera, una gran toalla cubre su cuerpo de la Rusita. Hay algo inmortal en su hechura femenina mientras sacude su cabello aventando gotas que no existen, porque para ella siempre llueve. Siento que sus grandes piernas inmortales pueden salvarme de la caída en tierra durante el ingreso forzoso, si caigo entre ellas puedo salvar la vida.

La Tula debe ser algo muy importante, todos los tangos hablan de su alma y de su cuerpo. Hay esquinas y domingos donde ella se pasea apenas cubierta con una toalla. Yo ando por sus alrededores, puedo verla cuando sale del cine, a veces nos cruzamos en la misma calle, supongo que me mira porque ella lo ve todo con sus piernas y sus ojos enormes, lo ve y lo cubre con su toalla, lo guarda debajo de su vestido entre sus piernas azulosas.




Tununa, el señor Palcos

Hay seis Tununas diferentes que ella pinta cada día en sí misma. Tristísima la del lunes, casi fea. Nada alrededor de sus ojos, pestañas sin curvatura, cabellos lacios con tristeza de aguanieve, la cara llena de poros, casi pecas de las vendedoras. Soy el único que puede verla en esa situación, le llevo infusiones y aspirinas, el señor Palcos la ha dejado gastada en la noche del domingo. Por la tarde aparece brevemente en el salón de ventas, los signos de vejez del lunes empiezan a desparecer. Al día siguiente sus ojos son más jóvenes y a mitad de semana ya es casi joven otra vez. Sobre las cremas con que oculta a todos los lunes del tiempo aparecen pinceladas de primavera. En mitad del miércoles ya no habla de la vida, el jueves sale a tomar té con el tendero de enfrente, los encuentro un día en el bar junto al Correo hablando en voz muy baja, por favor que jamás se te ocurra decirle al señor Palcos que me viste con ese señor, somos amigos nada más pero él es muy celoso dice Tununa, así es la vida. El viernes abre las ventanas de su cuarto dejando que entren pájaros y mariposas, los aromas silvestres, cubre todo de flores haciendo un nido la Tununa, todo brilla, los bronces labrados de su cama y las uñas de sus pies. Espera al señor Palcos, que por esa puerta de cristal hará su entrada genial borrando las huellas bochornosas del señor Hidalgo, correré a abrírsela, pase por favor, la señora lo espera en sus habitaciones llenas de pájaros y orquestas. Cerraré el acceso, bajaré la cortina metálica, pondré el candado, hasta el lunes Tununa señor Palcos, hasta el lunes mi querido, lástima la Tununa del domingo que no podré ver nunca, exclusiva del señor Palcos en el punto más alto de su belleza, en su nido entre perlas y relámpagos del cielo, entre piedras de río rojas blancas y azulosas donde viborean mojarritas cristalinas.

El señor Palcos los domingos devora los esmaltes las porcelanas los tapices de la cara de Tununa; sus rizos los alrededores de soles ponientes de sus ojos y su brillo oscuro como un postre lujurioso. Se marcha los domingos por la noche y de la belleza de Tununa sólo quedan cabellos lacios grises sobre almohadones tristes el dolor de cabeza o de vida, se van los pájaros las mariposas la primavera y cae la nieve, miro sus poros profundos cuando le llevo la primera infusión del lunes que nadie me moleste por favor me duele la cabeza muchas gracias mi querido.

Lo más hermoso del señor Palcos es su independencia del señor Hidalgo. Puede comprarle sus fábricas, caballos y albañiles, quitarle el coche y dejarlo en bicicleta, mandar un telegrama a Buenos Aires queridísima Rusita regrese urgente stop el delincuente Hidalgo ha sido destituido stop firmado señor Palcos y Tununa. Yo la espero en la estación y allá aparece el tren de humo azul como sus piernas su máquina de fuego, allá su asoma su sombrero amarillo su gritito gatuno corro por el andén abriendo grandes mis brazos para abrazarla y es Eugenia la que llega, el señor Palcos compra el ferrocarril y clausura los trenes y las vías para que Eugenia no se vaya nunca.

Cada sábado/Tununa llegaba el señor Palcos, puños almidonados y gemelos de oro, fumando cigarrillos del Tibet, anillo de piedra negra y sus perfumes lejanísimos, yo le abría y lo conducía por el salón de ventas junto a los espejos y las plantas embalsamadas, él me daba monedas enormes y yo lo dejaba en las proximidades de las golondrinas del cuarto de Tununa, toda ella de porcelana o de nácar, una muñeca en un nido de pájaros diversos. Él sabía muy bien quién llevaba al correo los mensajes telegráficos que Tununa le enviaba cada miércoles, hoy te recuerdo más que nunca decía uno de ellos, él al leerlos se estremecía de placer ignorante de que ese efecto se debía a que yo los despachaba como si fuesen para Eugenia.

En el rigor del invierno, o venden más o todos de patitas en la calle dice el señor Hidalgo. A rasquetear caballos si es que pueden, a volear ladrillos con los albañiles si es que les da el cuero. Tununa y las Pecosas mezclando cal y arena, me duele la cintura son muy pesadas las bolsas de cemento dice Tununa hecha una vieja, las Pecosas tiemblan en lo alto de los andamios siete pisos, la Tula me mira y me desprecia, a ella no le interesan los negritos albañiles, es demasiado blanca para eso, tiene piernas azules y guindas secretas en los pechos.

No temas, dice Tununa; si nos echa, el señor Palcos nos llevará a Córdoba, los tres podemos vivir en su chalet del Cerro de las Rosas, es inmenso he oído, tú no sabes mi querido quién es el señor Palcos, único propietario de la Confitería del Plata, la más grande de Córdoba. ¿Y las Pecosas? También podemos llevarlas con nosotros. Tú te ocuparás de los jardines exteriores y ella del jardín de invierno. Entonces siento que las cosas empiezan a tener algún sentido, respiro profundamente la atmósfera, después de todo estoy en ella, el recuerdo de la Rusita es alegría.




Tula en la cabalgata

Casi todas las películas terminan en un beso. Roberto Airaldi besa ocupando toda la pantalla. El señor Palcos y Tununa he visto que se besan y los albañiles construyen hoteles y mansiones para encerrar los besos. Los tangos y las revistas de las Pecosas hablan de besos, cada cual tiene su beso en este mundo en este sótano lleno de cartones húmedos.

Por el tragaluz que da justo bajo la vidriera principal las mujeres se paran a mirar los postres; me pego a la pared del sótano y puedo ver sus piernas desde abajo. Son como la cabalgata que se ha ido, piedras significativas ocultas en la atmósfera. Las paredes del jardín amurallado son altas para que no se vean las piernas de la cabalgata, si uno sale y las mira puede ahogarse en el río. Aquí está todo pero te lo ocultan, los pechos y las piernas de la Tula por ejemplo. El señor Hidalgo buscando pelusas en el vestido de la Rusita lo que quería era caer entre sus piernas, y el señor Palcos cae los sábados en las piernas de Tununa.

Las de la Tula aparecen de pronto por el tragaluz, las reconozco por el vestido amarillo. No puedo más y me acaricio, me crezco con las manos como puedo, yo también era algo que andaba escondiéndose en la atmósfera. Avanzo y con los ojos encandilados por blancuras interminables me acaricio con más fuerza, se trata de mi primer beso aunque sea solitario. Las piernas de la Tula me alumbran y me alumbran, pero al final lo que aparece son los pechitos que acaban de nacer bajo la sábana, qué suerte que no pueda verme llorar de miedo y de alegría, por fin estoy tocando tierra, piernas guindas enteras en lo íntimo del alfajor, mi cuerpo me devuelve unas gotas de temblor caliente, qué ganas de llorar, las piernas de la Tula se alejan, oigo cómo resuenan sus zapatos en la cabalgata.

Alguien ha bajado al sótano mientras tanto, es Tununa y me mira. Tengo tiempo de recomponerme, intento seguir armando cajas. Me invita a tomar el té con ella, dice hijo mío o algo parecido. Ve que tengo el pantalón mojado y me clava los ojos allí. Es que se llueve por el tragaluz le digo le diría no le digo nada, cruzamos el salón de venta nos miran los espejos, alcanzamos a ver a la Tula que se aleja calle arriba.

El ruido de la cucharita removiendo el té era el silencio de Tununa. Los dos solos en la cocina y el silencio de tazas y cucharas. Terrible que no hablara, yo oía cómo crecía el castigo que me darían, peor que haberse comido todos los alfajores, el señor Hidalgo se vengaría, algo espantoso, le cortaría las piernas a la Rusita por ejemplo, y todo por tu culpa podría haber dicho Tununa pero callaba y removía su taza de té.

Estamos a mitad de semana y ella ha rejuvenecido, pero cuando empieza a hablar tiene una clara voz de vieja, miles de lunes acumulados le tiemblan en la voz. Vivir era no estar solo, eso debería comprenderlo con claridad, lo que pasa chiquilín es que me pone muy triste ver que estás amando solo y eso no se puede ni se debe, amándote a ti mismo en ese sótano, es tristísimo. Si hubieras tenido un par de añitos más te quedabas con la Rusita. Te quería mucho, me lo decía siempre, pero le daba no sé qué verte tan joven, eras su amor secreto te lo juro. Tununa calla, se sirve otra taza y vuelve a remover en silencio como hurgando la vergüenza que tengo. Lo hiciste por la Tula, ¿no? Es muy linda y muy joven. Todo es cuestión de tiempo, la vida es larga mocosito. Entonces le digo que no lo hice por la Tula. Por quién, entonces, dice deteniendo la cucharita. Lo hice por Eugenia, le digo llorando y ella no comprende pero me acaricia los cabellos, voy a ayudarte mi querido.

Las Pecosas me cuentan que han visto a Tula y a Tununa secreteándose sobre mí. En eso entra la Tula y Tununa me pide que me acerque y le muestre las líneas de mi mano. Las compara con las de Tula y dice ustedes parecen hechos el uno para el otro, miren qué coincidencias de líneas más hermosas. La Tula me mira y va más allá de mí, su mirada llega casi hasta el cerco de rosas trepadoras, después en el cine me da chocolatines, toca mis manos mi línea de la vida cuando me da la golosina, y en la pantalla Roberto Airaldi da unos besos tremendos. Nosotros mientras tanto hacemos coincidir las líneas de la vida calentitas, las bocas las lenguas calentitas y se acaba la película, se acaba el pueblo, ya no hay calles sólo pajonales, las luces del pueblo han quedado lejos y empiezan a aparecer las cosas que todo el mundo oculta en la atmósfera, donde está entera la Tula, su misterio. Me revela poco a poco lo que los albañiles ocultan con sus ladrillos y sus techos, tiene una cereza en cada pecho, ella es la tierra es la atmósfera es la Rusita es Eugenia nada menos, me inicia en la mecánica de tumbas y de cunas, me enseña que debo hundirme en ella para poder salir o entrar en la atmósfera, aterrizo en las piernas en el hueco de la Tula pero en realidad venía de ella, de ello.

¿Y lo del cine y lo de aquella noche? le digo a Tula unos días después viendo que me esquiva. Ya pasó, fue lindo y eso es todo, dice Tula en una nube que se lleva el viento. No seas tonto, dice cruzándose a la otra acerca para alejarse de mí, Tununa te lo explicará, ahora has aprendido, dice al otro lado del mar, y podrás tener otras, sigue diciendo, mejor se lo preguntas a Tununa, ella lo sabe todo. Sí, ¿pero y después? le digo. Después no hay nada, se entra por una puerta abierta y eso es todo, adentro no hay nada, estás adentro y se acabó. Yo no entiendo nada de después ni demás cosas raras. Pregúntale a la Tununa en todo caso, yo no sé nada, yo estaba y nada más, dice desde la cabalgata.




En memoria de la Rusita

La hemos bautizado Gâteau du ciel, dijo un guardaespaldas del señor Hidalgo cuando dos empleados de la fábrica desembalaron sobre el mostrador esa tarta deslumbrante; y mucho cuidado con ella, es para un concurso mundial; hay que preparar el escaparate principal para ella, hoy mismo llegarán los pintores y escultores encargados de exhibirla. Y antes de marcharse la cubren con una campana de cristal. Las Pecosas se quedan sin aliento al verla. Grosellas flores comestibles escarchadas traídas de Japón y la palabra «Felicidades» escrita con chocolates fosforescentes, más que dulzura de miel es un secreto arrancado a las abejas y en el centro del centro una cereza viva roja entre la nieve. Los albañiles que vuelven a sus chozas ateridos se detienen un instante bajo el viento para mirar a través de los cristales ese milagro del señor Hidalgo, esa corona digna de su cabeza, Dios mío dicen, quién podrá pagarla.

Al día siguiente llego media hora antes, cierro con llave y entro despacio para no despertar a Tununa. Quito la campana de cristal y me llevo la tarta al sótano, con un cuchillo. Voy a comérmela. Toda. Tengo hambre para eso y mucho más. Cuando acabe de comérmela seré tan fuerte como el señor Palcos. Llamarán a la policía. No sé nada, les digo. La robaron anoche, cuando llegué la puerta estaba abierta. Voy a comérmela para que vuelva la Rusita, lo hago por ella. Apago la luz del sótano, el día entra por el tragaluz. Cuando se entere de la desaparición de su tarta, el señor Hidalgo dará un grito que llegará hasta la cordillera, un alarido; se clavará las uñas en la frente, se arrancará la piel la cara, se despeinará él mismo y quedará su calavera gesticulando hasta acabarse para siempre, pero antes que se muera le diré que me la comí, por qué me has hecho esto, por lo que usted le hizo a la Rusita que era Eugenia.

Las Pecosas se asoman por el tragaluz pidiendo que suba y les abra. Cállense les grito y clavo el cuchillo por donde debía tener su corazón la tarta, una cereza interna palpitante. Pero la hoja se hunde apenas un centímetro, he dado con algo duro. La clavo en otro lado y nada, apenas un centímetro. Entonces veo que se trata de una muestra, una tarta de madera, hueca, cubierta con manjares verdaderos pero hueca, para propaganda y exposiciones, la llevarán a todas las provincias, después a Buenos Aires para el gran concurso. Intenté disimular el tajo, pero si corría un hilo de grosella o chocolate para tapar la herida abierta se alteraba su forma. Oí bajar a Tununa y cuando me preguntó no respondí, a la espera de un arranque de ira que no tuvo, y me llevó a la cocina. Sacó un pañuelo bordado de su bolso y me lo pasó sobre los ojos. Ahora, le digo, el señor Hidalgo se va a desquitar con usted. Le diré que se nos cayó, es un percance comprensible, dice. La restaurarán en la fábrica. Por eso no te aflijas. De ti me afligen otras cosas. Te he visto en el sótano haciendo cochinadas, te he oído llorar, te he dado a la Tula y ahora me haces esto. ¿Es que la Tula no te ha gustado acaso? Le diré al señor Hidalgo que estás enfermo y te irás unos días a Córdoba con el señor Palcos.

De paso envía este telegrama, dice cuando voy saliendo. Me pregunta qué me parece: «Amor, Constancia, Fidelidad» dice el papel. Me quedo pensando y me pone una mano sobre un hombro. Estás pensando en el dueño de la tienda que tomaba el té conmigo. Es que estoy vieja, dice Tununa como si hablara en el invierno siguiente, pronto se me acabarán los hombres y los besos. El señor Palcos cualquier día me abandona por una chica joven. Entonces me quedará todavía el dueño de la tienda, por algún tiempo, hasta que él también me abandone. Ya sé que es difícil de entender, pero así son las cosas de la vida niño mío.




El otro señor Palcos

La ciudad es enorme, increíble todo lo que cabe en la atmósfera del mundo. He tocado tierra por fin y no hay manera de modificar las cosas. Has aguantado la fricción, la temperatura más alta y estás vivo y eso es lo importante hermano, venga un abrazo es natural que llores, nos ha pasado a todos, dice una voz que escucho y no viene de nadie, no hay nadie a mi lado. Sí, pero dónde está Eugenia le digo envejeciendo y me meto en un bar de mala muerte de un suburbio, tengo los ojos hinchados y para disimular miro los dibujos de la mesa.

Un camarero me pregunta qué deseo. Mucha ginebra le digo sin poder seguir mirándolo porque siento que me están sacando de la atmósfera con tenazas cuando miro al camarero que es el señor Palcos con una bandeja en una mano y un trapo sucio en la otra. Tiene un diente de oro como siempre pero de anillos nada. Un pantalón muy usado cubre el cuerpo disminuido del señor Palcos. Un chaleco blanco con manchas de grasa, corbatita negra y nada más. Me pregunta normalmente por Tununa y no puedo responder. Mañana no iré, tengo mucho trabajo estoy haciendo horas extras, dice. Del otro lado del mostrador viene la voz del dueño del bar diciendo por favor no se distraiga hay clientes esperando. ¿Estás seguro de que querés ginebra? Mirá que es fuerte dice sirviéndola y luego se va haciendo equilibrio entre las mesas y recibiendo propinas, muchas gracias señor.

¿Qué será de nosotros madre mía? El señor Hidalgo nos echará a todos a la calle a las crecidas de los ríos cuando se entere del asunto de la tarta. Llegaremos a Córdoba temblando, la Tununa está vieja para subir a los andamios, las Pecosas son débiles son tontas son inútiles son tristes son tuberculosas son la letra de un tango son suspiros, si se mojan se resfrían tosen y se mueren. ¿Y qué haremos en Córdoba, qué hará Tununa cuando sepa que el señor Palcos no tiene siete coches ni nada, que se disfraza de señor Palcos cuando le dan permiso y le prestan la ropa y sueña ser el señor Palcos para que lo ame Tununa?

Me llena otra vez la copa y mirándome a los ojos me dice supongo que te habrás dado cuenta de qué va la cosa, son rebusques que uno tiene qué le vamos a hacer así es la vida. Pero qué hacés, estúpido. Llorás como una criatura, no seas pavo, decime algo.

No me toque, le digo después en la calle cuando ve que estoy mareado y me dice que me vaya a dormir la mona. ¡No me toque!, le grito y él entonces me agarra la cabeza, la pone muy cerca de la suya para que se la mire bien. Escuchame una cosa, dice clavándome unos ojos de señor Hidalgo víctima de robo; si llegás a abrir la boca, si le decís a la Tununa o a quien sea que soy un camarero, te rompo el culo a patadas, ¿has entendido?, te rompo el culo a patadas mocoso de mierda que ahora lo has arruinado todo. Y me voy empujado por el alcohol, tomando por la primera calle que encuentro digo qué será de nosotros ahora que ha muerto el señor Palcos.




Tununa en el crepúsculo

La tarta fue restaurada y bendecida y expuesta en el escaparate principal. Se trajeron esculturas labradas en lapizlázuli y piedras increíbles arrancadas al fondo de los mares más remotos para hacerle compañía, con lo que la tarta pasó a ser una especie de joya apta para la coronación de un príncipe. Yo tenía la misión de escoltarla, para lo cual me vistieron con un uniforme blanco de ribetes dorados y botones que parecían condecoraciones. Debía mantener oculta bajo el uniforme la palmeta matamoscas porque desentonaba. Y la orden terminante era que ni remotamente se acercase una mosca, no a la tarta, ya que esto era inconcebible; ni siquiera a las inmediaciones. Mi vista y mi pulso sosteniendo la palmeta ocupaban toda mi existencia y no había espacio para más.

Largo el invierno y más todavía sin el señor Palcos. La gente con paraguas bajo el aguacero se detenía a ver la maravilla, los domingos los albañiles llevaban a sus hijos para que la conocieran. ¿Ves esos senderos que van de las orillas hasta el centro? Son guindas engarzadas con frambuesas. ¿Ves ese corazón tan rojo y tan oscuro? Es de grosellas, decían las madres a unos hijos incrédulos. Después vienen periodistas y fotógrafos con el señor Hidalgo, yo con miradas asesinas busco moscas en el aire.

Cada día hay menos Tununa en el salón de ventas. Algo de ella se pierde diariamente por ahí, se va con las mariposas que emigran. Sale de su cuarto, entra en el salón, la multiplican los espejos cuando pasa. Va a la farmacia y cuando regresa con los medicamentos hay menos de ella, en los espejos se está descascarando la Tununa, las Pecosas al verla alzan sus grandes ojos de cordero. De las siete Tununas que teníamos va quedando sólo la del lunes. De la cara se le caen yesos y porcelanas, parpadea con ojos articulados de muñeca antigua perdida en una caja de sombreros. No más curvas en sus pestañas ni bosques ni praderas alrededor de sus ojos. No hay señor Palcos ni telegramas ni correos. Pero no llora. Solamente se derrumba.

Como en tren se van las cosas de Tununa: las abejas las golondrinas los aromas silvestres el piquillín maduro, son pañuelos en un tren diciendo adiós. El dueño de la tienda de enfrente dice adiós al té que solían tomar juntos. El señor Hidalgo viene diariamente a controlarlo todo y llevarse el dinero de la Caja que ahora atiende una de las Pecosas. No hay moscas ni en la cocina y todo está en su sitio: la tarta en el escaparate, los albañiles bajo la lluvia. Somos fuertes. Incluso las Pecosas, que un día se animan a contestarle al señor Hidalgo: también nosotras somos seres humanos, dicen. Increíble. El señor Hidalgo calla, controla su peinado en los espejos.

Un día vuelvo del Correo y encuentro llorando a las Pecosas. Y a ustedes qué les pasa, por qué lloran. Lloramos por la señora Tununa dicen ellas en el frío, en el viento de agosto. Si no vuelve el señor Palcos es natural que sufra, les digo. Son asuntos de ella, y nosotros a lo nuestro. Al menos podrías tener lástima por la que tanto te ayudó, dicen con voz de viejas de velorios. Les vuelvo la espalda y me miro en los espejos. Me encuentro adulto. La Rusita tampoco vuelve y a mí nadie me tiene lástima.

Por favor, corre a ver si necesita algo, me dicen las Pecosas cuando oímos los gemidos que vienen del cuarto de Tununa. Abro sin llamar y la veo sentada en la cama, me da la espalda. Por el suelo, desparramadas y convertidas en objetos inútiles, yacen las seis Tununas de martes a domingo. Únicamente la del lunes está viva, en adelante ella será lunes para siempre. Un viento anhelante entra por la ventana y se lleva sus gemidos.

No es nada mi querido, dice girando apenas la cabeza hacia mí. Cuando te necesite te llamaré. Vuelve a tu puesto por amor de Dios, el señor Hidalgo puede aparecer en cualquier momento. Le pregunto si quiere que mande un telegrama a Córdoba, se me ha ocurrido un texto hermoso. No sé qué me responde entre dientes, el viento de agosto se lleva sus palabras.




Tununa y el señor Palcos

Si le digo la verdad sobre el señor Palcos, para ella sería como entrar en la atmósfera. Pero para eso hay que ser un niño, tener todas las fuerzas y aun así es durísimo. No lo soportaría, moriría del susto. Para poder entrar en la atmósfera hay que nacer, ella nunca ha nacido de verdad y ahora es demasiado tarde. A su edad no se entra, más bien se está saliendo de ella. ¿Cómo nacer a Tununa si no hay besos ni piernas ni vientres ni un señor Palcos que la engendre? Uno se queja, pienso en el sótano, pero al final ha podido nacer. No está Eugenia junto a las rosas trepadoras pero bueno, uno ha nacido por lo menos, pienso en Madrid. Tununa había perdido la oportunidad de nacer, apenas existía, la inventaba el señor Palcos cada semana, ella era su sueño más hermoso. Y él era casi lo mismo, no nacido: se hacía soñar por Tununa, que era su propio sueño. ¿Quién tiene la verdad aquí? Y ahora que ya no la sueña el señor Palcos ella tampoco tiene vida o sea sueño, y por eso se derrumba, y el señor Palcos sin duda también está cayendo al mismo tiempo.

Con la caída de ellos las demás cosas parecen detenidas en el tiempo. Las Pecosas reducen su existencia a resfriarse y llorar; los albañiles no salen de debajo de la lluvia o la nevada ni siquiera para mirar la tarta; los turistas han desaparecido para siempre; la Rusita es algo a destiempo, cuando ella estaba yo no había terminado de nacer y acaso se fue para que yo acabara esa acción forzosamente solitaria; Roberto Airaldi se ha quedado sin pantallas y sin besos; los únicos que permanecen firmes son la Tula y el señor Hidalgo.

Mejor no decirle nada a Tununa. Dejar que siga dentro de su sueño. Así por lo menos le queda la posibilidad de esperar, que no es fácil conseguir. Esperar es un don que concede la atmósfera, una especie de gratificación por permanecer en ella. Y en una de ésas el señor Palcos consigue recuperar sus coches sus corbatas y aparecer otra vez por los cristales, un diamante en la solapa, el sol inmortal en su cabello de músico. Que por lo menos se salven ellos. A los demás, que ni siquiera hemos sido capaces de mantener sueños como ellos, nos comerán los peces, las pirámides.

Si le digo la verdad a lo mejor solamente se desmaya. Alcoholes y perfumes en su nariz para levantarla del suelo. Ella verá al señor Palcos casi espantapájaros y cerrará los ojos en vergüenzas mortales, pero si se salva a lo mejor empiece a comprender, a nacer aceptando que Palcos sea un ciego una piltrafa. Si no muere en el susto podrá nacer de verdad. Se lo digo, no se lo digo, la muerte de un sueño es horrible pero no poder ver el sueño acaso sea peor.

Hay que hacer algo urgente, les digo a las Pecosas. Tununa apenas puede moverse entre peligros diversos. Sus piernas ya no la sostienen, están mordidas por iguanas. Se acerca una tormenta negra llena de insectos y ella no tiene un refugio conocido. Un viento espantoso hace temblar la cama y los relojes, los retratos la viga principal. No queda un solo pájaro en su cuarto y además de las iguanas rondan por allí otros animales del monte.

No nos cuentes más, no queremos saber, no queremos sufrir llorar, dicen tapándose los oídos. Estoy dispuesto a sacrificarlo todo para salvarla, les digo. Fíjense, les grito, incluso estoy dispuesto a perder a Eugenia para siempre a cambio de la salvación de Tununa. Qué más me pueden pedir, les grito.

No hables, no nos digas cosas, no te vayas, no nos dejes en este valle de lágrimas ni después de este destierro, gritan histéricas. Ahora mismo, les digo, voy a Córdoba a buscar al señor Palcos. Mientras tanto cuiden de ella. No abran las puertas, eviten las corrientes frías, tengan el oxígeno siempre a mano y dejen de llorar, carajo.

¿Y el señor Hidalgo? ¿y el permiso? ¿y las moscas? ¿Quién cuidará el Gâteau du ciel? dicen las Pecosas entre temblores. Si aparece por aquí y quiere dañar a Tununa, hagan como la Rusita: despéinenlo a cachetadas. No, no vale la pena, dice Tununa desde su pieza sin mariposas. Deténganlo, que no vaya, tengo miedo, yo no quiero saber por qué no viene el señor Palcos, está cayendo el telón, apagarán las luces, dice contra el viento.

Llega el plañir de las Pecosas. No te vayas por favor quién matará las moscas quién le dará a Tununa una aspirina quién le dará los buenos días a Roberto Airaldi quién nos abrirá la puerta en las madrugadas frías; afuera temblaremos heladas nos lloverá encima toseremos nos encerrarán en hospitales llenos de muertos; el señor Hidalgo se volverá loco se arrancará los cabellos pondrá una bomba hará volar los hoteles y los puentes los albañiles saltarán hechos pedazos por el aire sus cucharas quedarán sepultadas en la nieve; qué será de nosotros débiles enfermas contagiosas qué será del señor Hidalgo se le romperá la tarta sus adornos traídos de todos los mares; si se muere el señor Hidalgo todo se vendrá abajo morirán caballos y turistas arrastrados por el río somos débiles somos enfermas se nos mojan los pies y empezamos a toser y ya morimos, dicen las Pecosas desde el mostrador desde los espejos, por favor no te vayas no queremos que vuelva el señor Palcos ni la Rusita ni esa Eugenia que dijiste, no queremos que vuelva nadie sólo queremos al señor Hidalgo, si la Rusita se hubiera dejado besar por él seríamos todos tan felices, si te vas nos ahogaremos en los ríos.

Está bien, les digo cediendo a sus razones. Si yo no voy a buscarlo y a convencerlo para que se disfrace y vuelva a entrar por esa puerta de cristales con sus perfumes y sus gemelos de oro, entonces todo está perdido. Ahora cualquier cosa podrá entrar por esa puerta.

El Palcos que llegó al día siguiente vino seguido por una nube de moscas. Vacilo un poco y lo dejo entrar por la puerta de madera del costado, la de los proveedores. Usted comprenderá, tengo que proteger la tarta, no puedo dejar que entren también esas moscas que vienen con usted.

Palcos entra rápidamente y cierro, las moscas zumban afuera contra los cristales. Con él han llegado también varios perros flacos. Quieren entrar, raspan los vidrios con uñas impacientes, ladran a las Pecosas. Hay que llamar a la policía, dicen ellas. Haga callar esos perros, digo al señor Palcos. ¿Le contaste, le dijiste algo a ella?, dice desde el fondo de su uniforme de camarero llenos de lamparones. No lo sé, no me acuerdo, le digo, haga callar a esos perros por favor. Dale una moneda y que se vaya, dicen las Pecosas sin reconocerlo, creyendo que se trata de un mendigo. Sé que está enferma, quiero verla, dice desde su barba de quince días, llena de canas y de gotas de nieve. Está bien, pase, le digo mirando cómo hace girar entre sus manos un sombrero sucio, si algo queda de ella lo estará esperando en sus habitaciones.

Palcos cruza el salón sin mirarse en los espejos, esquivándose a sí mismo se desliza entre el brillo del piso y el miedo de las Pecosas. «Tununa», dice en el centro del salón infinitamente multiplicado por espejos que se pasan unos a otros la imagen del mendigo en tiempos de relámpago. Corro a trancar la puerta de madera: los perros, siguiendo el olor de Palcos, raspan y empujan procurando entrar. Por la presión que hacen, se adivina que junto a ellos hay otros animales de forma y procedencia imprevisibles, más fuertes que los perros. Y la nube negra no está formada solamente por moscas. Hay un todo a trastocarse en un segundo.

Por favor ayúdeme a levantarla me dice Palcos señalando el suelo donde Tununa está diseminada. Desde la puerta donde contengo a los perros lo veo alzando lo que queda de ella. Está juntando labios secos, besos muertos, pestañas desteñidas, ojos desarticulados, mejillas en olvido, porcelanas rotas y ceras derretidas. Vuelve temblando con todo eso en el sombrero como limosnas y se acerca a la puerta para abrirla.

Esto es, le digo a las Pecosas, lo que han conseguido por defender al señor Hidalgo. Esto es todo lo que ha quedado de Tununa, que no alcanza a llenar el sombrero de un mendigo.

No fuimos nosotras, gritan tapándose los ojos. Anoche la señora dijo que estaba enferma, tenía tos convulsa difteria artritis en las manos nubes en los ojos. Siempre la hemos querido porque fue nuestra verdadera madre, y también la tuya, desagradecido.

El señor Palcos me pide que no siga haciendo llorar a esas mujeres indefensas y que le abra la puerta para irse. Un momento, le digo. El único culpable de todo esto es el señor Hidalgo. Vamos a destruirlo.

Rápido, les ordeno, todos al sótano. Las Pecosas bajan como huyendo de las crecientes. Usted también, le digo al señor Palcos empujándolo hacia abajo. Por ahí, digo señalando el tragaluz, poniendo una escalera. Cuando yo diga, todos a la calle por el tragaluz, grito subiendo los escalones. Entro en el salón de ventas atropellando las vitrinas, casi no veo de la furia que tengo cuando abro la puerta de cristal y dejo entrar la nube negra y su zumbido, abro la puerta a los tropeles, que enloquecen. ¡Ahora!, grito bajando al sótano, las Pecosas y el señor Palcos salen por el tragaluz.

Antes de abandonar la nave alcanzo a ver cómo la nube de insectos y otros animales asociados perforan el Gâteau du ciel bendecido por el Obispo, destrozando su forma y desparramando sus ingredientes por el mostrador, la Caja, los espejos, los cojines de Tununa que todavía huelen al piquillín maduro que fermenta en la siesta. Afuera las Pecosas se agarran la cabeza al ver cómo de la tarta sólo va quedando el esqueleto de madera, lo demás ha desaparecido entre las patas y las bocas de la nube de insectos. Basta de llorar, les grito, las sacudo haciendo tiritar sus cuerpos desnutridos, y ayuden al señor Palcos que apenas puede caminar. Cuando lo reconocen en el mendigo abren sus ojos como corazones y sueltan un llanto de campanas tristes y dirigiéndose a la Virgen le dicen Madre mía, qué habremos hecho para recibir este castigo.

El salón de ventas se ha convertido en un túnel lleno de moscas y de otros insectos que después del banquete reposan en los espejos. Llegan policías, sacerdotes y bomberos. Entre todos llaman al señor Hidalgo dando gritos carnívoros.

Nosotros corremos calle abajo y volviendo la cabeza hacia el desastre vemos todavía que detrás de las moscas y los perros llegan las grandes bestias del Zoológico. Avistando ya el puente que da acceso a los pajonales donde termina el pueblo y empieza el desierto, escuchamos el grito que da el señor Hidalgo al descubrir lo que ha pasado, seguido del tremendo ruido de la explosión de su cabeza voluntariamente reventada contra un poste del alumbrado, haciendo temblar los altavoces que en lo alto, cuando cesa el ruido de la cabeza del señor Hidalgo, siguen propalando tangos lastimeros.

Sin dejar de correr les tapo los ojos a las Pecosas para que no vean la creciente llena de turistas y caballos muertos. El señor Palcos pese a sus achaques corre como puede, sin soltar su sombrero; al llegar al puente lo alzamos un poco para ayudarle a cruzar el último tramo hacia el desierto. Apenas llegamos al otro lado el puente se derrumba, lo último que vemos son albañiles levantando más mansiones y hoteles para los turistas del próximo verano y enseguida escuchamos el ruido de la lluvia en los tejados de Madrid.

Estas maletas, una vez abiertas, no se pueden cerrar más. Aquí estamos otra vez juntos viendo llover en Madrid. El camión triturador de la basura está junto a mi portal. Con mandíbulas vírgenes tritura muebles viejos. Y este cuarto apesta a basuras y a recuerdos. Ahora que he vuelto a verlos, acaso un tanto alterados por el cruce del océano y el tiempo transcurrido, pienso que lo mejor será deshacerme de estos pergeños deformados por la vida, separarme para siempre de estos incómodos acompañantes, de estos muñecos casi muertos que me siguieron hasta aquí. Quitármelos de encima, como los ruidos de mi padre. Sacarlos de la atmósfera, darles un olvido decoroso. Y limpiar el camino de mi búsqueda.

Entre el último sorbo de coñac que queda y esta lluvia, ellos gesticulan. Oyen el ruido del camión y tienen miedo. Una Tula más cierta que nunca me advierte, con un gesto de desprecio, que yo también soy como un recuerdo: un recuerdo de ellos. Cuidado, dice, el riesgo es el mismo para todos. Entre las basuras busco a la Rusita para echarle una última mirada que me sirva para guardar en algún lado el amor que le tengo por haberme revelado a Eugenia. Pero está en la penumbra, en los andenes, en el silencio de los trenes muertos que ya no traen más las noticias de la guerra. El señor Hidalgo, muy pulcro, recupera de a poco su peinado a la gomina sobre su cabeza de huevo de Pascua. Las Pecosas, que verán a Dios, me miran como animales asustados, atentas al ruido del camión que las espera, más peligroso que las crecientes. El señor Hidalgo, ya recompuesto, me dedica una fuerte mirada acusadora diciéndome que soy el único culpable de la muerte de su maravillosa tarta. Tununa, para salvarme de estos reproches y de los miedos que me acucian, apaga la luz de la sala.

Está bien, les digo, ni ustedes van a poder liberarse de mí ni yo de ustedes, así que dejemos tranquilo por ahora al camión triturador; de alguna manera tendremos que seguir viviendo juntos; estamos otra vez en el jardín amurallado oyendo que allá afuera pasa la cabalgata que nunca regresará porque está fuera del tiempo, y pronto ni siquiera será recuerdo. Nos queda la posibilidad de esperar, aunque no sepamos concretamente qué; porque ese qué no existe ni ha existido nunca. Entonces, o nos ahogamos o esperamos; estamos en la atmósfera; el tiempo donde nos encontramos nunca terminará; aunque ahora mismo desapareciéramos en el camión triturador de basura, nos quedaríamos; porque de aquí de esta atmósfera no se sale nunca; y siempre, vivos o muertos, estaremos dando vueltas dentro de ella les digo, les diría, finalmente no les digo nada. Entonces abro la ventana que da a la calle, el día está declinando en Madrid, y pese al ruido de la lluvia hay un tremendo silencio en todos sus confines.







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