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El Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX de don Juan Valera, ¿ejemplo de anti-canon literario?

José M.ª Martínez Cachero


Universidad de Oviedo



El director de La Ilustración Española y Americana tuvo la idea de encargar, recientemente concluido el siglo XIX, la confección de unas series de artículos panorámicos acerca de lo que había sido la cultura española durante ese tiempo; de la serie correspondiente a la poesía se ocupó don Juan Valera, quien esbozaría un panorama en once artículos que, no tardando, se convirtieron en el arranque y fundamento de la antología titulada Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX, cinco nutridos tomos que vieron la luz en 1902 y 1903, realizándose de este modo la posibilidad sugerida por Menéndez Pelayo en carta a Valera (21-VII- 1901)1:

Se me ha ocurrido que con estos artículos, algo ampliados si acaso, tiene usted hecha la introducción a los líricos del siglo XIX y puede usted y debe encargarse del tomo o tomos -dos han de ser por lo menos- que a este género se dediquen en la Nueva Biblioteca de Autores Españoles, que, por lo visto, va de veras. Yo ayudaré a usted, si quiere, en la corrección de pruebas, en la elección de los textos y en todo lo demás que usted encargue.



No sería en la NBAE, que dirigía don Marcelino, donde encontraran acomodo editorial esos posibles tomos pero sí fue verdad que el remitente de la carta cumplió generosamente su ofrecimiento al destinatario de la misiva. No se hizo esperar la respuesta de éste que ocho días después y al tiempo que aceptaba la ayuda ofrecida, proyectaba ilusionadamente sobre el caso:

Acaso me atreva yo a hacer lo que usted me indica, encargándome de la inclusión, reunión y coordinación en dicha biblioteca de los poetas líricos y épicos del siglo XIX; mas para ello tendría yo que modificar, ampliar y ordenar mejor los artículos en La Ilustración publicados. Tales como están, y acompañados de una advertencia preliminar, pueden servirme antes como introducción para una obrita enteramente popular y muy barata, que contenga, en dos tomos o tres lo más, a dos pesetas cada uno o a peseta y media, si cabe, lo más selecto,   —254→   ameno, fácil y grato de leer, hasta para las mujeres más evaporadas y menos literarias, de cuanto en España se ha compuesto en verso desde fin de 1800 hasta fin de 1900. [...] Entre tanto, en ratos de ocio en que nada pierdan los útiles y agradables trabajos de usted, le agradeceré yo que me indique los versos que le parezcan más a propósito para mi colección selecta, en la inteligencia de que han de ser pocos, de los que pequen menos contra el gusto más acendrado, y de los que sean más ligeros que graves y más amorosos o graciosamente descriptivos que filosóficos, políticos o llenos de pompa exuberante2.



Y no vuelve a tratarse del asunto hasta que, sorprendentemente, Valera anuncia a su corresponsal que la obra proyectada está en marcha pues «dentro de cuatro o cinco días, o de una semana a lo más, aparecerá el primer tomo de mi Florilegio, que irá a escape a manos de usted por correo y en paquete certificado», de acuerdo con un plan ya definitivo que también le participo:

El Florilegio constará de cinco tomos y no de cuatro, y aunque la introducción y las notas casi llenarán dos tomos, siempre me quedará muchísimo espacio para poner versos en abundancia. Quiero yo que todos los versos sean buenos, pero me conformaré con incluir en la colección algunos medianos y hasta menos que medianos, cuando sean sus autores o hayan sido famosos, empingorotados o populares. Así, por ejemplo, ¿qué cree usted que debo poner del Conde de Cheste?3



Esta mención va seguida de una larga lista de nombres de cultivadores de la poesía que plantean diversos problemas acerca de su posible inclusión, habida cuenta de que:

mi colección ha de ser selecta; pero que, a pesar de esto, no quiero excluir de ella las muestras [...] de los que fueron muy aplaudidos y celebrados, si no como líricos, como oradores, políticos, dramaturgos, periodistas, literatos, eruditos, etc, etc.4



En las cartas cruzadas entre don Juan y don Marcelino encontramos otras noticias, debidas a uno y otro y relativas a las ayudas concretas que Valera pide y a las que, bien como respuesta a ellas, bien por propia iniciativa, le presta Menéndez Pelayo -véanse las cartas número 399, 400, 404, 406, 411, 417, 422 y 423 (de don Juan) y las 398, 401 y 405 (de don Marcelino), escritas entre diciembre de 1901 y enero de 1904, cuando el tomo quinto y último del Florilegio está a punto de aparecer-. En las ocho cartas valerianas hay, además de peticiones y dudas del antólogo, varias aclaraciones sobre ciertos extremos del contenido de su antología como la inclusión -personificada en Balmes- de composiciones debidas a gentes de relieve en otros dominios, o la casi forzosa benevolencia en la selección de nombres:

  —255→  

[...] el tomo [IV] tendrá que ser desmesuradamente grueso o yo tendré que desdeñar y por consiguiente ofender a no pocos vates. Preferiré, pues, que sea muy grueso el tomo con tal de contentar a muchos, ya que no a todos.5



Valiosísima, sí, la ayuda que Menéndez Pelayo prestó a Valera en la preparación del Florilegio, compromiso harto pesado para su autor quien «para cumplirle siquiera medianamente es menester que usted me dé algún favor y me sostenga»6; indicaciones diversas acerca de poetas y composiciones, opiniones para resolver dudas, libros o copias de muchos textos facilitados por don Marcelino y, en todo momento, sus palabras de ánimo en la tarea emprendida por su amigo en condiciones personales más bien penosas: la casi ceguera y, finalmente, la ceguera total que le obligaba a dictar sus textos y a corregirlos sobre la lectura que le hacían su secretario o algunos familiares:

Yo no estoy muy allá de salud, pero lo que más deploro es hallarme casi ciego. La scribendi cacoethes no me abandona por eso, y la satisfago escribiendo cosas ligeras y para las que no es menester consultar libros, sino dictar lo que buenamente se me ocurre a mi paisano y amigo don Periquito de la Gala7.



Otros amigos a los que recurrió en alguna ocasión fueron Juan Luis Estelrich -a quien pidió datos «sobre dónde y cuándo nació y murió» Juan Francisco Carbó 8- y Teodoro Llorente -que le facilitó referencias sobre sí mismo y sobre algún otro autor valenciano9-. Otro tipo de ayuda, también informativa pero prestada desde las páginas de un libro, fue la de Leopoldo Augusto de Cueto, marqués de Valmar, -los tres tomos de la Biblioteca de Autores Españoles dedicados a los Poetas líricos del siglo XVIII, «trabajo estimable», cuyo contenido traspasa los límites del siglo XVIII y llega hasta mediados del XIX, y del que se sirvió Valera para documentar la inclusión de varios poetas dieciochescos (Meléndez a la cabeza) y de otros de transición al Romanticismo (caso de Lista y Quintana)- y la del agustino Francisco Blanco García, malogrado y discreto autor de La literatura española en el siglo XIX, obra que Valera comentó favorablemente aunque no compartiera todas las opiniones expresadas en sus páginas.

El título completo que ostenta la portada de los cinco tomos es el de Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX con introducción y notas biográficas y críticas por Juan Valera, impresos en Madrid por Ricardo Fe (Olmo 4) y vendidos por la librería de Fernando Fe (Carrera de San Jerónimo 2); llevan como año de salida el   —256→   de 1902, los cuatro primeros, y 1903, el último, y por las alusiones contenidas en algunas de las cartas a Menéndez Pelayo podemos saber casi la fecha exacta de su salida a los escaparates; por la misma fuente de información aprendemos que el editor estableció la posibilidad de suscribirse a la obra y que a su autor le preocupó siempre que fuese muy barata. Como quiera que el Florilegio parecía crecer fácilmente en las manos de Valera, éste llegó a pensar en un tomo sexto que vendría a completar las notas biográfico-críticas de los poetas seleccionados, notas interrumpidas a la altura de Gertrudis Gómez de Avellaneda, y de semejante necesidad habla tanto en el remate del tomo quinto -«Ni con mucho he tratado de la mitad de los mencionados poetas. Necesito, pues, escribir y publicar un Apéndice, a fin de dar por completo cima a mi tarea»- como en carta a su amigo Estelrich:

El mismo tomo VI del Florilegio temo que ya no ha de llegar a escribirse. Todavía, al menos, no he escrito de él una sola cuartilla. Bueno será, con todo, que V. y otros amigos me envíen los apuntes que sin gran molestia pueden reunir y enviarme. Esto me estimulará a escribir el tomo VI, como mucho lo deseo: tomo que ha de tener más de quinientas páginas, si han de entrar en él notas críticas y biográficas de alguna importancia sobre los noventa poetas que hasta ahora se me han quedado en el tintero10,



tomo que no llegó a ver la luz11.

Dejando a un lado las «Advertencias» a cada tomo colocadas al final del mismo, éstos se reparten el contenido de la obra del modo siguiente: en el tomo I, después de la introducción general, van los artículos publicados tiempo atrás en La Ilustración... acerca de «La poesía lírica y épica en la España del siglo XIX», once en total, doscientas cincuenta y cinco páginas, un panorama que se completa con las dichas notas biográfico-críticas del tomo V; comienza a continuación la antología propiamente dicha que continúa avanzando en el curso del tiempo en los tomos II, III y IV, el cual, aunque se cierra con los versos de Núñez de Arce, da entrada a poetas más jóvenes y recientes, modernos y algunos modernistas: Manuel Reina, M. R. Blanco Belmonte, Salvador Rueda, Arturo Reyes, Eduardo Marquina, Vicente Medina y Miguel de Unamuno. Un total de ciento cincuenta y dos poetas y de sesenta y dos notas biográfico-críticas.

Lo mismo en la introducción que en el panorama histórico-crítico de nuestra poesía decimonónica da Valera algunas indicaciones acerca de su propósito y modus operandi en la confección del Florilegio. Ciertamente la enorme abundancia de cultivadores del género -«trescientos poetas [si aceptamos el catálogo ofrecido por Blanco García] de alguna importancia, memorables y dignos de la historia. Demasiado me parece»- supone dificultad no pequeña para quien se meta a antologarlos   —257→   pues ¿cómo «entresacar de dicho número los verdadera y legítimamente inmortales; los que tienen algo de esto que llaman genio»? Él cumplirá la tarea valiéndose de dos «criterios»: «uno, el de la popularidad, falible, aunque bastante autorizado; otro, «el mío propio, falible también y sin autoridad alguna»; así ayudado piensa que le será posible ofrecer «las más bellas composiciones poéticas del siglo que terminó hace poco» o, con otras palabras, un muestrario de indudable utilidad puesto que acaso anime al lector a conocer más y más poemas de algunos autores. Entre éstos, los hay cuyos nombres destaca ya de entrada el antólogo habida cuenta de «la fama y buen nombre» que tienen, como sucede con Quintana y Juan Nicasio Gallego (antes del Romanticismo), el duque de Rivas, Espronceda y Zorrilla (durante el Romanticismo), Bécquer, Campoamor y Núñez de Arce (después del Romanticismo), nombres ¿indiscutibles? representados con alguna extensión en la antología, ocho autores que son una breve lista segura para constituir el canon, riguroso en cuanto al número de sus integrantes correspondiendo así al propósito de Valera de «un Florilegio no muy extenso», propósito que se quedó en deseo porque otros nombres podían ser incorporados inmediatamente a éstos en razón de que su poesía presenta cualidades dignas de reconocimiento: la corrección formal, «una exquisita sensibilidad», «una grande elevación de pensamiento» o bien «la fecundidad, lo fácil y espontáneo del estilo, el chiste, la gracia y la ligereza de muchas de sus obras». Emprendido este camino ampliatorio surgirán otros nombres buscando acomodo propicio para su obra y como nunca han de faltar razones (¿o sinrazones?) para su aceptación, el número de los elegidos se disparará con detrimento e incluso ruptura del ansiado canon; la benevolencia fue un rasgo distintivo de la crítica valeriana de actualidad y por eso confiesa don Juan que a veces en mi predilección entra por más la amistad que la justicia y que en otras ocasiones actúa como crítico «exagerando el mérito de algunos porque la amistad puede cegarme, o rebajando el de otros por espíritu de contradicción o por el prurito de luchar contra la corriente del favor público pero, por lo general, yo soy más idólatra que iconoclasta»12.

En lo que atañe a la ubicación de los poetas en la antología Valera -que no sigue el orden cronológico (año de nacimiento de los poetas)13, ni el alfabético- recurre, más o menos, al utilizado en los once capítulos del panorama previo a la antología y tiene en cuenta tres grandes bloques que forman algunos poetas dieciochescos -primer bloque-, los poetas románticos, así los de la primera generación como los posteriores -segundo bloque- y los más recientes, vivos si no activos cuando el Florilegio se preparó y publicó -bloque tercero, en el que figuran junto a Campoamor y Núñez de Arce otros más jóvenes y distintos-; las dificultades sobre el particular   —258→   asaltarían al antólogo dentro de cada bloque y tomo, de lo cual queda constancia en una carta a Menéndez Pelayo14:

El orden -si orden puede llamarse- en que irán los poetas del segundo tomo es el siguiente: Reinoso, Lista, Burgos, Bretón de los Herreros, Serafín Estébanez Calderón y algo de las Tres toronjas del Vergel de Amor, de Durán. De aquí adelante, o sea en los albores del romanticismo, quiero poner primero los que escribieron dentro de España y luego los emigrados. Algunos catalanes, como Cabanyes, Arolas, Piferrer, Milá, Quadrado y algún otro, así como Ventura de la Vega, el Duque de Frías y tal vez Nicomedes Pastor Díaz y el propio Molins, irán antes de los emigrados, los cuales serán el punto culminante del romanticismo; primero, Mora; luego, alguna composición de D. Antonio Alcalá Galiano luego, dos o tres cosas líricas del Duque D. Ángel y un par de romances completos, quizá El solemne desengaño y El cuento de un veterano. Como casi emigrado pondré luego a Espronceda y, siguiéndole, a los que pueden considerarse como discípulos y satélites suyos. Así, Miguel de los Santos Álvarez, Ros de Olano y Julián Romea. Aquí quisiera yo encajar algo de Cheste y también de otros menos que medianos poetas, célebres por otros títulos, como Pacheco, Ríos Rosas, Balmes y ya veremos quién más, tal vez Salvador Bermúdez de Castro, Bueno y Amador de los Ríos, terminando el tomo segundo, si tantas cosas caben en él, con versos de Gabriel García Tassara, siendo el trueno gordo o final del dicho segundo tomo el Himno al Mesías.



Semejante «trueno gordo» o remate efectista parece ser una preocupación de Valera pues cuando (agosto de 1902) traía entre manos el tomo cuarto también pensaba en ello, conseguido ahora merced a los dos poetas y medio que había dicho «Clarín» años antes:

El tomo cuarto [le escribía a Menéndez Pelayo15], así como los fuegos de artificio terminan con el trueno gordo, terminará con los poetas de mayor cuantía, ya por su mérito real, ya por la fama adquirida con razón o sin ella, pues yo no puedo menos de contar para esto con dos factores: mi propio criterio y lo que el público ha tenido a bien decidir y sentenciar. Terminará, pues, el tomo cuarto con versos de usted, de Campoamor, de Balart, de Manuel del Palacio y de Gaspar Núñez de Arce.



Dentro de los tres bloques antedichos Valera señala unos períodos más breves o momentos que muestran características peculiares, relativas por lo común a la calidad estética de su poesía: es el caso del principio del reinado de Isabel II -que fue «como repentina primavera que de improviso derrite la apretada capa de nieve bajo la cual ha crecido misteriosamente la hierba, y nos la muestra lozana y verde, cubriendo los campos y prometiendo la próxima aparición de mil lindas y tempranas   —259→   flores»-, del decenio 1840-1850 -en el que culminó «la poesía española como sol espléndido en su fervoroso meridiano» para entrar después en su declinación16.

Si entramos ya en el contenido de la antología encontraremos algunos casos ilustrativos sobre lo pensado y realizado por el antólogo, tal: la inclusión al lado de «nuestros más egregios poetas» de otros «olvidados hoy o que tal vez no salieron nunca de una oscuridad relativa», situación de la que son culpables la «mala ventura, la poca afición que hay a los versos, la estupenda y viciosa abundancia con que se producen y [el] extravío o mengua de la facultad estética que se llama buen gusto, algo pervertido con frecuencia entre nosotros»17; al incluirlos, trata Valera de reparar lo que se le antoja una injusticia pero también quebranta el rigor necesario para la fijación de un canon. En la misma línea está el caso del filósofo Jaime Balmes (su poema El genio figura en el tomo segundo), explicado así:

[...] no ya porque los versos que compuso aumenten la alta fama de que goza, sino para mayor honra de la misma poesía, que bien puede ufanarse de contar a tan ilustre personaje entre sus enamorados y humildes cultivadores. / Los versos que de Balmes publicamos están mejor sentidos que expresados, haciéndonos entrever el tesoro de poesía que encerraba su alma sin que llegara a manisfestarse con lucidez completa por la poca maestría en el manejo de la palabra rítmica18,



lo cual constituye nueva muestra de quebrantamiento del posible canon. Algo por el estilo ocurre con dos grupos de autores admitidos en el Florilegio: el de los literatos eruditos (o viceversa) -Milá y Fontanals, Aureliano Fernández Guerra, Quadrado, Rodríguez Zapata, Amador de los Ríos, Revilla, Cañete y Rodríguez Marín-, ocasionalmente componedores de versos pero cuya nombradía tiene como fundamento primero y principal el trabajo de investigación; el grupo de los nobles -duques de Frías y de Almenara Alta, condes de Cheste, de Liniers y de Torrijos, marqueses de Molins, de Valmar, de Cerralvo, de Heredia-, para quienes componer versos y publicarlos resultaba un timbre más de nobleza. Valera justifica la presencia de unos y otros porque lo escrito por ellos presenta valores como corrección formal, sentimiento sincero, dignidad e importancia de los asuntos; en cualquier caso quiere Valera destacar la limpieza de su intención y método no viciados por «ningún interés extraño a la poesía [...] Podrán notarse en mi crítica muchos errores de entendimiento, pero la imparcialidad ha sido y será el objeto constante de mi aspiración y de mi deseo»19.

Claro está que Valera no poseía algo como una marca -así la llama- «para apreciar la altura de los poetas que han de entrar en él [Florilegio], rechazar a los que no lleguen y aceptar sólo a los que lleguen a la marca o suban por cima de ella»20, y por   —260→   eso su opinión y su elección están expuestas a error. Los poetas que considera mayores o más relevantes, aquéllos cuyos versos le satisfacen más y hasta le llenan de entusiasmo: Zorrilla, de una parte, y el Himno al Mesías, de Tassara, por otra, cuentan entre sus preferidos pero también el Rivas narrativo, el lírico Bécquer o el «amenísimo, original y fecundo Campoamor» entran en su canon personal. No menos irónico o burlón que el autor de las Doloras fue el autor de Pepita Jiménez y algunas veces -léanse las páginas que dedica a la poesía de Grilo en el tomo primero- no es fácil distinguir si sus palabras van dichas en serio o si bajo ellas alienta segunda intención. Puesto que a Campoamor aludimos cabe cotejar la opinión vertida por don Juan en el Florilegio, opinión favorable, con la que, más libremente y entre amigos, manifiesta en sus cartas a Menéndez Pelayo; Valera sostiene entonces que alguno de sus Pequeños Poemas «muerde de cursi, de falso sentimentalismo y de prosaísmo ridículo en la expresión, que quiere pasar por sencilla y es afectada»; llama a las Humoradas «simplezas», «frialdades vulgarísimas y ultrapedestres» y lamenta que «en tal mezcla de vulgaridad, prosaísmo y sensiblería vea la obra de un egregio genio poético nadie que esté en su juicio y le tenga sano»21; semejante mantenido varapalo, en el seno de la confianza y con todo sigilo, contrasta con los elogios públicos que le tributara. ¿A qué carta nos quedamos?


Final

Entiendo que canon -de acuerdo con la acepción novena registrada en el DRAE- significa «modelo [literario en nuestro caso] de características perfectas», perfección relativa o, mejor, en la que son posibles y admitidos grados diferentes. ¿Quién fija y cómo el catálogo de modelos? Un crítico de la literatura contemporánea y coetánea -como lo era Valera- y una antología -como su Florilegio, relativo a la poesía española decimonónica- son o parecen personalidad e instrumento abonados para esa labor; el gusto propio, siempre falible; el propósito de imparcialidad y la eliminación de cualquier prejuicio favorable o adverso son factores que ayudan a su mejor desempeño pero en el caso que nos ocupa hay otro factor que actúa en sentido contrario: falta la conveniente perspectiva histórica pues el asunto de la obra es un siglo muy recientemente concluido y vivos, y en algún caso activos, estaban bastantes de sus protagonistas lo que podía suponer la existencia entre ellos y su antólogo de vínculos de amistad o de enemistad no siempre fáciles de superar. Añádase que a Valera le anima el deseo de ofrecer un conjunto nutrido para el que en ocasiones le falta espacio y ha de recurrir para paliarlo a aumentar las páginas de los tomos o a prometer algún apéndice complementario, y aún así se lamenta de algunas forzosas no-inclusiones; otras que sí pudo hacer suponen una ruptura con el canon. Por eso me he permitido, acaso temerariamente, considerar el Florilegio valeriano como un ejemplo de anti-canon.







 
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