Cuadro
I
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La escena representa la planta baja de una casa de dos que
sirve de residencia al torrero de un faro. En el primer
término, a la izquierda, hay una puerta, rústica, de
madera, con un cerrojo de hierro. Contiguo a ese lienzo, otro, con
una ventana de dos hojas, un poyo adosado a ella y unas redes
colgadas de una viga. A continuación se abre una escalera de
cuatro o cinco peldaños, solamente, que conduce a las
habitaciones interiores, por la izquierda y a una especie de
desván, que para nada juega en la acción, por la
derecha. Enfrente del espectador hay un gran ventanal, con un
forillo de mar -el de la ventana es de unas borrosas y lejanas
casas-, y bajo él un banquillo de madera. En el
último término, una pequeña alacena, con
alguna botella, y algunos vasos y platos, una cómoda, con un
retrato y una hornacina de cristal, que guarda una imagen y, por
fin, otra puerta opuesta a la primeramente descrita, que lleva a un
sótano. En el centro, pero situada de modo que no estorbe el
movimiento de los personajes, una mesa camilla, con un par de
sillas. Del centro de la viga principal cuelga un farol de
petróleo. Tanto la ventana como el ventanal son practicables
y se abren hacia fuera. Ambos tienen contras. Cuando el ventanal se
abra, el haz de luz del faro, que se supone contiguo, deberá
advertirse intermitentemente proyectada sobre el forillo del mar.
El ruido de las olas acompañará a todos los momentos
en los que tanto las ventanas como la puerta exterior se abran.
Puede, por cierto, imitarse fácilmente moviendo arena de un
lado a otro, sobre un recipiente de un metro aproximado de
diámetro, con un fondo de parche y una arandela de madera.
Fuera de los momentos indicados, el mar, si las ventanas y la
puerta están cerradas, sólo deberá
oírse en el primer cuadro, y únicamente cuando el
diálogo lo marque. IMPORTANTE: Los términos derecha e
izquierda van referidos al espectador y no al actor.
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Al comenzar la acción es de noche. La ventana
está cerrada. JEREMÍAS y MÁXIMO se encuentran en escena.
MÁXIMO manipula con
unas cartas de baraja, sentado a la mesita central. JEREMÍAS, próximo al
ventanal, parece escuchar algo, no muy preciso, que se oye de
fuera. MÁXIMO es un
muchacho joven. Va pulcramente afeitado y peinado. Tiene un aire
fino, con un punto, en ocasiones, de afectación; en algunas,
muy pocas y muy leves, de afeminamiento. Viste unos pantalones
cualesquiera y un jersey fuerte, de lana, de colores un poco
llamativos. JEREMÍAS es un hombre
pequeño, medio picado de viruelas, de baja
extracción. Es, sin embargo, más simpático,
desde el primer momento, que MÁXIMO, porque así como
MÁXIMO parece estar
de vuelta de todo, él es ingenuo, se asombra
fácilmente y siente una ilimitada capacidad de
admiración por cuanto le rodea. Viste la chaquetilla,
maltratada y medio rota, de un guardián de prisiones.
Aún le quedan algún botón dorado y alguna
hombrera, pero se advierte que ha sufrido desperfectos graves.
MÁXIMO tira, uno a
uno, varios naipes sobre la mesa y los distribuye en forma de
solitario, mientras habla con la prosopopeya con que
hablaría un prestímano en el momento de mostrar al
público cualquiera de sus ejercicios.
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MÁXIMO.- O sea, distinguido
señor: quedamos en que usted ha pensado en dos cartas,
¿no es eso?
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JEREMÍAS.-
(Distraído; sin mirarle.)
Sí, sí...
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MÁXIMO.- Muy bien: pues yo, ahora mismo,
voy a adivinarlas. Primero, como es natural, barajaré...
(Mientras las baraja y en distinto
tono.) ¿Que pasa, Jeremías?
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JEREMÍAS.- ¡Está bueno el
mar!... Hoy no nos hubiera sido posible escondernos en la gruta.
Las olas daban miedo.
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MÁXIMO.- Es hora de marea alta,
Jeremías.
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JEREMÍAS.- ¿Sí?...
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MÁXIMO.- (Con su primitivo
tono declamatorio.) Distinguido señor: una
vez barajadas las cartas... (Le
invita.) ¿Desea usted mismo?...
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JEREMÍAS.- (Mientras
mecánicamente las baraja también.) Algo
extraño, ha debido de suceder. Hace media hora pasaron por
aquí. Tommy tiene la querencia de la casa; yo sé bien
por qué... Andaban medio borrachos.
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MÁXIMO.- (Le quita las
cartas.) Y ahora, si es tan amable de señalar
dos cualesquiera; las que le apetezcan...
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(Se las muestra abiertas en abanico, por el
dorso.)
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JEREMÍAS.-
(Distraído.) Esta y
ésta...
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MÁXIMO.- Ajajá. El cuatro de
corazones y el valet de pic. ¿Eran éstas las cartas
en que había usted pensado, distinguido señor?
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JEREMÍAS.-
(Atónito.) ¡Demonio!
¿Cómo las has acertado?
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MÁXIMO.-
(Desdeñoso, superior.) Te dije
que adivinaba el pensamiento.
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JEREMÍAS.- (Se sienta a su
lado.) ¡Cuánto sabes...!
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MÁXIMO.- Podría hacerte juegos de
esos dos horas seguidas.
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JEREMÍAS.- ¡Qué
bárbaro!, Oye: buen pardillo el que se atreva contigo en una
partida de póker.
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MÁXIMO.-
(Pedante.) Sí, señor; va
listo.
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JEREMÍAS.- ¿Y por qué
tú, que podías vivir, como un rey sólo de
hacer trampas, te metiste en camisa de once varas?
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MÁXIMO.- Las cosas que pasan, mi querido
amigo.
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JEREMÍAS.- Pero a eso...
(Acciona con los dedos, como si ponderase su
ligereza.) le habrás sacado mucho jugo,
¿no?
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MÁXIMO.- Imagínate. El
póker me costeó la carrera de abogado.
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JEREMÍAS.- ¿Eres abogado?
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MÁXIMO.- Sí, aunque no ejerzo. En
la Universidad había timbas de póker y de baccarrat.
Y yo ganaba siempre lo necesario para pagar las matrículas,
los libros y la residencia.
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JEREMÍAS.- Es estupendo,
(Se interrumpe.) ¡Calla!
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MÁXIMO.- ¿Qué?
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JEREMÍAS.- No, no, nada; el mar.
¿Tú, no temes que esto acabe mal?
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MÁXIMO.- Cualquiera lo averigua.
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JEREMÍAS.- Nuestros compañeros son
bestias desatadas.
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MÁXIMO.- Baltasar, «la Cebra»
es el responsable.
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JEREMÍAS.- Sí; pero sin él
nada se hubiera conseguido. ¡Qué fuerza la
suya...!
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MÁXIMO.- No resistiría una llave
mía.
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JEREMÍAS.- (Se
ríe.) Tú deliras.
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MÁXIMO.- Yo sé
«Jiu-jitsu».
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JEREMÍAS.- ¿Qué es eso?
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MÁXIMO.- El arte de luchar de los
japoneses.
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JEREMÍAS.- ¿Y a mí me vas a
hablar tú de japoneses? Tres años de guerra hice en
el Pacífico, en la Legión de Voluntarios.
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MÁXIMO.- No me refiero a esa lucha,
hombre... Es una especie de «catch as catch can».
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JEREMÍAS.- ¡Ah, bueno!
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MÁXIMO.- Baltasar, «la Cebra»
me hubiera durado a mí cinco
minutos. (JEREMÍAS va de nuevo al
ventanal.) ¿Qué?
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JEREMÍAS.- Nada; no se ve nada;
sólo la luz del faro. De tan cerca que lo tenemos... Pasa
por encima de nosotros, como las aspas de un molino... Mira que
haber venido a poner un faro aquí...
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MÁXIMO.- (Que ha seguido
manipulando con las cartas y se las ofrece igual que
antes.) Coge una. (JEREMÍAS la coge sin grandes
entusiasmos.) No olvides cuál es.
Métela. (JEREMÍAS le obedece.
MÁXIMO baraja.)
¿Y dónde querías que lo
hubieran puesto? ¿Y el Servicio de Salvamento de
Náufragos? ¿Y el semáforo? ¿En la
capital? ¿Junto al cine Mogador?
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JEREMÍAS.- Yo no viviría en este
islote por nada del mundo.
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MÁXIMO.- Lo han puesto en su sitio. Y a
suficiente distancia de la costa para que a nadie se le haya
ocurrido venir a buscarnos.
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JEREMÍAS.- ¿Y las dos canoas que
rodearon la isla? ¿Y los treinta soldados que lo registraron
todo? Por suerte, menos la gruta, que desconocían... Y
mientras, el patrón que nos trajo se volvía en la
vapora con sus cinco mil pesos de propina, tan campante.
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MÁXIMO.- Nadie ha sospechado nada, por lo
visto. Nos buscan en la costa, por la selva. ¿Era el rey de
carró la carta que elegiste?
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JEREMÍAS.- Sí.
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MÁXIMO.- Mira si es la que llevas en el
bolsillo.
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JEREMÍAS.- ¿Yo?...
(Se registra, intranquilo, y se la encuentra. Con una
expresión casi aterrorizada.) ¡Maldita
sea...! Pero ¿cómo haces?
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MÁXIMO.- A propósito, tira esa
chaqueta. Me trae malos recuerdos.
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JEREMÍAS.- Era de don Jorge, el de
nuestra galería. A mí me gustaba por los botones... Y
al atarle... (Transición.) Pero
¿cuándo me has puesto la carta? Si no me he dado
cuenta... Igual hubieras podido quitarme lo que llevase encima,
¿no?
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MÁXIMO.- Naturalmente.
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JEREMÍAS.- Y que tú, con esa
ciencia, hayas caído aquí...
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TOMMY.- (Desde
dentro.) ¡Esther! ¡Esther...!
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MÁXIMO.- Tommy, de serenata. Se la va a
ganar.
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TOMMY.- ¡Esther!, ¡Esther!...
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JEREMÍAS.- (Remeda una voz
femenina.) ¿Qué quieres, mi
príncipe? ¿Llevarme al baile? Voy en seguida.
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(MÁXIMO se
ríe a carcajadas. La puerta se abre y TOMMY aparece en ella. Es torvo y mal
encarado. Tiene una profunda cicatriz en la frente.)
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TOMMY.- Pocas bromas, Jeremías, que no
soy hombre que las aguante. (Cruza la escena, en
dirección de la escalera del fondo.)
¿Dónde se ha metido Esther?
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JEREMÍAS.-
(Bonachonamente.) Salió,
tonto...
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(TOMMY intenta
comprobarlo. MÁXIMO
se le interpone.)
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MÁXIMO.- Un consejo, Tommy. Ya sabes que
yo soy tu amigo. Deja a Esther en paz.
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TOMMY.- ¿Sí?
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MÁXIMO.- Esther es cosa de Anatol, y con
Anatol no se juega.
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TOMMY.- ¡Esther!
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ÚRSULA.- (Desde
dentro.) Ha salido.
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JEREMÍAS.- Es Úrsula... Esa
está menos solicitada.
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TOMMY.- Queréis engañarme...
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(ÚRSULA
aparece en la escalera.)
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ÚRSULA.- Suba, si prefiere quedarse
tranquilo.
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(TOMMY, desarmado,
renuncia a la prueba.)
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MÁXIMO.- A ti lo que más te
conviene, a falta de Esther, es una ducha. ¿Por qué
no te la tomas?
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TOMMY.- Yo sé lo que me conviene.
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JEREMÍAS.- ¿Qué han hecho
los otros? ¿Cómo no andas con ellos?
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TOMMY.- Baltasar, «la Cebra» ha
desaparecido. ¿Le visteis?
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JEREMÍAS.- Ni por lo más
remoto.
(ÚRSULA
hace mutis. TOMMY mira a
JEREMÍAS y
MÁXIMO
desafiadoramente. Después se va, del mismo modo, por la
lateral de su entrada.)
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MÁXIMO.- Si a mí me gustase
Esther, preferiría cien veces que fuera la amante de
Baltasar, «la Cebra» a que lo fuera de Anatol.
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JEREMÍAS.- ¿Sí?
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MÁXIMO.- Baltasar es un gorila; Anatol es
un hombre.
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JEREMÍAS.- ¿Y es que Esther no te
gusta?
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MAXIMO.- No sirve para descalzar a las mujeres
que han estado enamoradas de mí.
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JEREMÍAS.- Hale...
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MÁXIMO.- ¿Te acuerdas de los
retratos que tenía en la garita?
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JEREMÍAS.- No sabía que la Marlene
hubiera sido novia tuya.
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MÁXIMO.- Sólo dices estupideces.
Otras había...
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JEREMÍAS.- La verdad es que daba gusto
despertarse y verse enfrente aquel museo. Tú ya sabes que yo
las cambiaba a todas por la rubia de la esquina.
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MÁXIMO.- Magda se llamaba. Menuda... Pues
la tal Magda dejó plantado a un oficial de un barco
francés y se vino conmigo. Y hasta a una vizcondesa la tuve
yo a mal traer... Por mi cara bonita, Jeremías.
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JEREMÍAS.- Si no lo dudo, hombre.
Ventajas de los que sois guapos.
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MÁXIMO.- Para que vaya a preocuparme yo
por la hija de un torrero de faro.
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JEREMÍAS.- Por la huérfana,
Máximo. ¿Sabes cuándo murió su padre?
Veinte días antes de llegar nosotros. El remolcador estuvo
aquí un viernes, dejó los víveres y el
petróleo y se hizo a la mar. A las veinticuatro horas se lo
encontraron arriba, en la cama, muerto.
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MÁXIMO.- ¿Quién se lo
había cargado?
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JEREMÍAS.- Nadie... Si también hay
quien muere de muerte natural... (Se acerca a la
ventana.) Baltasar y Tommy: buena pareja. Me dan
miedo.
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MÁXIMO.- ¿Por qué?
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JEREMÍAS.- Son capaces de cualquier
cosa.
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(ÚRSULA,
por la escalera. Tras ella, ESTHER. ESTHER es una mujer morena de unos
treinta y cinco años, de grandes y profundos ojos negros.
Viste un casero traje de invierno. No sonríe. Un halo
dramático circunda su semblante. Inspira un respeto
extraño.)
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ESTHER.- Adiós, Úrsula. Y gracias
por todo. En cuanto a Basilio...
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ÚRSULA.- ¿Qué crees?
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ESTHER.-
Me preocupa que le descubran.
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ÚRSULA.- Yo pienso como tú.
¿A qué conduce, además, esconderse? ¡Ay,
Señor, Señor!... Hablaré a Nancy.
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ESTHER.- Demasiado enamorada está de
Basilio para que le aconseje bien.
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ÚRSULA.- En fin: adiós,
Esther.
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ESTHER.- ¿Le acompaño?
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ÚRSULA.- A mis años no tengo por
qué temer a nadie.
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ESTHER.- Hasta mañana, entonces.
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(Se oye, muy tenuemente, la voz de un posible locutor de
radio.)
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JEREMÍAS.- Oiga usted, señora.
¿Qué ha dicho la radio de nosotros?
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ÚRSULA.- Contó la vida y milagros
de cada uno de ustedes.
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JEREMÍAS.- ¿De todos?
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ÚRSULA.- Por lo menos de algunos...
¿Anda por ahí ese Gordón, «el
Tuerto», el que asesinó a una niña de quince
años?
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MÁXIMO.- Sí, pero no se preocupe;
nadie le habla. Nos da asco.
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ÚRSULA.- ¡Qué monstruo!
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MÁXIMO.- ¿He sido yo de los
descritos, señora? Mi nombre es Máximo, «el
Fino».
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ÚRSULA.- No recuerdo.
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JEREMÍAS.- ¿Y yo? Yo soy
Jeremías Gómez.
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ÚRSULA.-
Jeremías... (Retrocede, al mismo tiempo que
ahoga un grito de terror.) ¡Ay!
(Y hace mutis por la izquierda.)
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JEREMÍAS. (Tras un
silencio un poco incómodo.) Bueno...
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MÁXIMO.- (Se
burla.) Han debido ponerte como un trapo,
Jeremías.
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JEREMÍAS.- Demonio con la radio...
¿Qué habrá contado?
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MÁXIMO.- Vete tú a saber.
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JEREMÍAS.- Prefiero no haberla
oído, palabra. (Tira las cartas al suelo, de
un manotazo.) Y deja las cartas. Me ataca tu
flema.
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MÁXIMO.- Mejores modos, amiguito, si
quieres que tengamos la fiesta en paz. No hay que descomponerse por
tan poca cosa.
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JEREMÍAS.- ¡Hago lo que me da la
gana!
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MÁXIMO.- Me está apeteciendo
explicarte la primera lección práctica de
jiu-jitsu.
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JEREMÍAS.- Será difícil que
yo me deje...
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MÁXIMO.- (Sin gritar.)
¿Quién te pide permiso? Mira, es muy
sencillo... Con una mano se coge la muñeca del
discípulo... Después, con el codo en la
garganta...
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(Acompaña la acción a la palabra y le
derriba. JEREMÍAS
se incorpora y MÁXIMO vuelve a derribarle de
nuevo, próximo a la puerta del sótano. Ahora,
él mismo le ayuda a levantarse y le da, a manera de
reconciliación, un cariñoso palmetazo en la cara.
TOMMY regresa por la
izquierda.)
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TOMMY.- Os burlasteis de mí, pero
después hablaremos. ¡Esther! (Sube la
escalera y desaparece por el foro.)
¡Esther!
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(Se le oye aporrear una puerta. JEREMÍAS y MÁXIMO han olvidado su
querella. Ahora se consultan con la mirada, sin saber qué
decir.)
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MÁXIMO.- Nos aguarda una bonita
escena.
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JEREMÍAS.- A Tommy sí que le
aprovecharían tus lecciones. ¿O no te atreves a
dárselas?
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MÁXIMO.- ¿Y a mí qué
se me ha perdido en este pleito?
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TOMMY.- ¡Esther! ¡Abre o echo la
puerta abajo!
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MÁXIMO.- Eso es cuenta de Anatol.
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(Súbitamente, en la puerta de la izquierda, surge
ANATOL. ANATOL es un hombre de cuarenta
años, alto, severo, pálido y frío. Viste un
pantalón bombacho y un jersey gris, espeso, de cuello
alto.)
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TOMMY.- ¡Esther!
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ANATOL.-
(Autoritariamente.) ¡Tommy!
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(Hay una pausa de breves segundos. TOMMY reaparece.)
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TOMMY.- ¿Quién me llama?
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ANATOL.- ¿Tienes algo que decir a
Esther?
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TOMMY.- Puede que sí...
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ANATOL.- Aquí está.
Díselo.
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(ESTHER, en
efecto, surge en lo alto de la escalera.)
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TOMMY.- Ya pasó la oportunidad.
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ANATOL.- Óyeme, Tommy, y no olvides esto:
te prohíbo terminantemente que te dirijas a Esther. Esther
es cosa mía. ¿Lo habías olvidado?
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TOMMY.- ¡Bah!
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ANATOL.- ¿Qué quería,
Esther?
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ESTHER.-
Ni lo sé, ni me importa. Llamó, y como
no le contestaba, golpeó la puerta.
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ANATOL.- Si fuera preciso, la próxima vez
te hablaría de manera distinta. Recuérdalo.
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TOMMY.- (Ambiguo.)
Yo suelo recordarlo todo. (Hace mutis
por la izquierda.)
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ANATOL.- (A JEREMÍAS.)
Baltasar, «la Cebra», se ha matado.
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JEREMÍAS.- ¿Cómo?
¿Dónde?
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ANATOL.- En la playa, al pie del acantilado.
Ayer le vieron bebido por la noche. Resbaló, se conoce, y se
partió la nuca.
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JEREMÍAS.- Mal fin ha tenido.
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ANATOL.- Puede haberlos peores.
(JEREMÍAS y MÁXIMO salen por la izquierda.)
Se me ocurre que la idea de que exista algo entre
usted y yo, aunque sea simuladamente, le molesta.
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ESTHER.- Sí.
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ANATOL.- Yo esa comedia la represento por
ayudarla. A mí no me beneficia nada. Ni estoy enamorado, ni
presumir de Don Juan es cosa que vaya con mis gustos.
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ESTHER.- Me lo imagino.
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ANATOL.- Así que, cuando le apetezca,
damos por concluida nuestra pasión. Nos devolvemos los
anillos y listos.
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ESTHER.- Por mí...
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ANATOL.- Habla usted con demasiada ligereza.
Veintidós hombres estamos aquí, dueños de este
islote. Mejor es, para usted, aparentar que pertenece a uno, que no
correr el riesgo de acabar perteneciendo de verdad a todos. Con
seguridad, esta idea le divertirá muy poco.
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ESTHER.- Usted creyó protegerme. Yo me
hubiera protegido también.
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ANATOL.- Mucho confía en sus fuerzas.
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ESTHER.-
Cuando se quieren usar las que se tienen, aunque no
sean grandes, bastan.
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ANATOL.- Así, pues, punto final a nuestro
idilio. Si Tommy llama en su puerta, se las arreglará como
pueda. Y el día en que Gordón, «el
Tuerto», o cualquiera de mis compañeros de aventura
deseen pasar una noche alegre, yo me encogeré de
hombros.
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ESTHER.- No quiero deberle nada.
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ANATOL.- ¿Y por qué?
Cuénteme.
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ESTHER.- Han dado muerte a doce guardianes.
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ANATOL.- Es posible...
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ESTHER.- Trescientos evadidos han caído
en los pueblos de la costa, han robado, han asesinado, se han
conducido como fieras...
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ANATOL.- ¿Sí?...
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ESTHER.-
Y usted ha sido el cabecilla.
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ANATOL.- Está mal informada.
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ESTHER.- Ya les llegará la hora de pagar
sus cuentas.
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ANATOL.- Probablemente. El negocio de las
evasiones suele ser ruinoso.
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ESTHER.- Allá usted con su
experiencia.
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ANATOL.- La experiencia cuenta poco aquí.
Si se me hubiera hecho caso, todo habría sido distinto. Mis
proyectos eran diferentes. Baltasar incendió la
imaginación de unos cuantos presos. Él fue quien
rompió en dos el cráneo del celador de nuestra
galería; quien inutilizó, abrasándose las
manos, las señales de alarma; quien nos dio los fusiles, las
granadas y las pistolas: el cabecilla, en suma, como usted dice. Yo
no siento simpatía por los mestizos, pero Baltasar,
«la Cebra» era el hombre más bravo que he
conocido nunca. La mayor cantidad de vida y de energía
física que cabe en un ser humano se ha quedado entre las
rocas de la isla. Y basta ya de epitafios a su memoria.
(Transición.) Sé que hay
ron en la casa. Y quisiera beber. Tengo algo muy importante que
celebrar.
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(ESTHER, sin
palabras, saca de la alacena una botella de ron y un vaso, que deja
sobre la mesa.)
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ESTHER.- Aquí está el ron.
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ANATOL.- (Se sirve y bebe de
él.) Bebo a mi salud. Son las siete de la
tarde. Cumplí las primeras doce horas de una segunda vida. A
las siete de la mañana de hoy tal vez habría sido
ejecutado. La primera parte de mi vida no fue muy fácil.
Temo que esta segunda sea no sólo más corta, sino
más difícil. ¿Usted no bebe? Beba usted. No
creo que le convenga mucho ese gesto adusto, esa actitud de pocos
amigos. Al fin y al cabo, otro peor que yo hubiera podido caerle en
suerte. (Va a la alacena, saca un vaso y se lo
ofrece.) Beba usted.
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(ESTHER no bebe,
pero se sienta junto a la mesa.)
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ESTHER.- Y a usted, ¿por qué iban
a ejecutarle? ¿Qué había hecho usted?
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ANATOL.- Matar también.
(ESTHER
acusa, en un movimiento casi imperceptible, el temor de verse
vecina a él.) ¿Le doy miedo?
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ESTHER.-
(Serenamente.) Creo que no.
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ANATOL.- Me alegro.
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ESTHER.- ¿Y a quién...?
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ANATOL.- Se habló mucho, pero usted era
una niña entonces. O, a lo mejor, vivía aquí
ya... y ni se enteró.
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ESTHER.- No, aquí estoy desde que
enviudé, hace tres años...
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ANATOL.- Entonces es probable que haya usted
oído o leído...
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ESTHER.- ¿A quién mató
usted? ¿Por qué mató usted? Por celos, por
robar, por... ¿Por qué se puede matar, Dios
mío? ¿Fue en riña?... ¿Fue a
traición?...
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ANATOL.- Yo maté al presidente
Araballe.
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ESTHER.- Sí, ya sé... Hace...
|
ANATOL.- Doce años justos. El día
6 de octubre de 1940, en la revista militar de Campo Grande.
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ESTHER.- Con un fusil de precisión...
sí..., desde la ventana de una casa desalquilada.
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ANATOL.- Justamente.
|
ESTHER.- Pero usted consiguió
escapar.
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ANATOL.- Así fue. Huí al
extranjero.
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ESTHER.- ¿Y por qué
volvió?
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ANATOL.- No voluntariamente... El barco en el
que iba no tenía por qué atracar allí. Lo hizo
de arribada forzosa, con una hélice rota... La
Policía ha progresado en estos doce años. Tiene una
memoria implacable. Yo me confié en exceso, cometí
alguna imprudencia... Y pronto dieron conmigo.
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ESTHER.- Sí. La radio lo dijo.
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ANATOL.- Fui juzgado, condenado... Se preguntaba
usted por qué razones se puede matar. Hablaba del amor y del
robo. Olvidaba usted una: las ideas. Hace doce años yo era
un anarquista de acción. (Pausa.)
¿Bebe usted?
|
ESTHER.- No.
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ANATOL.- (La mira de hito en hito,
con un punto de rencor.) A su gusto.
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(Él apura, casi desafiadoramente, su vaso. En este
momento se oye ruido fuera. ESTHER inicia el mutis por la
escalera. ANATOL entreabre
una de las ventanas. Por la izquierda aparece ÚRSULA. Con ella, NANCY y MARÍA. Son dos mujeres
jóvenes. Visten ruralmente.)
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ÚRSULA.- ¡Sálvelas!
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ANATOL.- ¿De qué?
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ÚRSULA.- Esos hombres han enloquecido...
Andan buscándolas.
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ESTHER.-
(Se le acerca.)
¿Qué sucede, Úrsula?
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MARÍA.- Tengo miedo, Ester.
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ÚRSULA.- Van a matarnos a todas.
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ESTHER.- Entrad conmigo.
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(ANATOL va a la
puerta y la atranca. Acaba de hacerlo cuando alguien la
golpea.)
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ANATOL.- (Con voz entera.)
¿Quién es?
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JEREMÍAS.- (Desde
dentro.) Soy yo, Anatol. Ábreme.
(ANATOL abre
y JEREMÍAS, en
efecto, entra en escena.) No cierres. Máximo
y el Caballero vienen conmigo.
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ANATOL.- ¿Qué quieren?
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JEREMÍAS.- Tommy intenta prender fuego a
la casa del llano porque cree que estas dos se han escondido
dentro. Imagínate lo que sería un fuego...
Podría arder la isla entera.
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(MÁXIMO,
EL CABALLERO y
DOS COMPARSAS entran en
escena. EL CABALLERO es un
hombre de cincuenta años, de aspecto grave y engolado. Usa
monóculo.)
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CABALLERO.- Tommy va al frente de unos cuantos
suicidas. Hay que imponerse a esos locos.
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ANATOL.- ¿Qué deseáis de
mí?
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CABALLERO.- Nos inspiras confianza y estamos
dispuestos a obedecerte. Cualquier imprudencia puede
comprometernos.
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JEREMÍAS.- Parece que los que huyeron a
la selva se han entregado. En la costa siguen sin sospechar de
nosotros; pero si inutilizan el faro...
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CABALLERO.- No hay tiempo que perder,
Anatol.
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ANATOL.- (Mira a ESTHER.) ¿Por
qué no vais vosotros?
|
CABALLERO.- No nos harían caso. Yo no
tengo autoridad sobre ellos. Tú, sí.
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ANATOL.- (Nueva mirada a
ESTHER.) Está
bien. ¿Lleváis armas?
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MÁXIMO.- Sí.
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ANATOL.- Vamos, pues.
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(JEREMÍAS,
EL CABALLERO, MÁXIMO y los COMPARSAS salen por la derecha.
ANATOL se dispone a
seguirles. La voz de ESTHER, le detiene.)
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ESTHER.- Anatol.
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ANATOL.- (Se vuelve hacia ella,
sorprendido.) Sí...
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ESTHER.- (Ha cogido el vaso de ron
y se lo ofrece a manera de brindis.) Suerte.
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(Rápidamente, cae el...)
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TELÓN
|
Cuadro
II
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|
La misma escena del cuadro anterior.
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Al levantarse el telón se encuentran en escena
MÁXIMO,
JEREMÍAS,
EL CABALLERO, TOMMY y varios comparsas. TOMMY está sentado a caballo en
una silla junto a la puerta de la izquierda. EL CABALLERO y MÁXIMO, al lado de la mesa
camilla. JEREMÍAS,
en el arranque de la escalera. ANATOL se halla de pie, casi de
espaldas al espectador, próximo a la puerta de la derecha.
Los comparsas, en número de diez o doce, están
sentados, en el banco del ventanal, en la escalera, con
JEREMÍAS y junto a
la ventana. Los comparsas, en su calidad de evadidos,
vestirán de manera semejante a sus compañeros:
jerseys, zamarras, canadienses. JEREMÍAS ya no lleva la
guerrera de don Jorge. Es de día.
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ANATOL.- Nuestra situación es muy clara.
Llevamos en este islote cuatro días. Han pasado siete desde
nuestra fuga, y conviene que tracemos nuestros planes para el
futuro. Si no se comete ninguna imprudencia, si la vida del islote
sigue como hasta ahora, pudiera ser que nadie llegara aquí
en bastante tiempo. Como sabéis, un remolcador viene cada
tres meses para aprovisionar de víveres a sus gentes y de
combustible al faro. (Cruza al otro
lado.)
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CABALLERO.- ¿Cuándo se le
espera?
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ANATOL.- El último llegó pocos
días antes que nosotros. Gracias a esto, el islote
está abastecido y, con ciertas limitaciones, podremos
defendernos bien.
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CABALLERO.- Habrá que hacer lo que en el
mundo de las finanzas llamamos balance de situación.
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JEREMÍAS.- Propongo que no lo haga su
excelencia.
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(Alude a EL CABALLERO. Risas
generales.)
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CABALLERO.- Esa es una grosería a la que
ni contesto.
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ANATOL.- Otras cosas importan más.
¿Cómo vamos a escapar de aquí? Un día u
otro, el remolcador volverá a la isla. Lo que tenemos que
hacer es huir en él. ¿Estamos todos de acuerdo en
eso? (Rumores generales de
asentimiento.) Bien, pero hasta entonces necesitamos
vivir casi tres meses como un ejército ocupante sobre este
islote, entre las quince o veinte personas que lo pueblan y que nos
son hostiles, y que procurarán por todos los medios a su
alcance denunciarnos. ¿Es así?
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TOMMY.- Si los matásemos nos
quitaríamos de cuidados.
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ANATOL.- Yo soy de los que no lo considero
necesario.
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CABALLERO.- Convendrá que nos apoderemos
de su dinero, o de sus joyas si tienen alguna.
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JEREMÍAS.- Propongo que encarguemos de
eso a su excelencia. (Abandona su asiento y se suma a
los comparsas del fondo.)
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CABALLERO.- Esa es una majadería que
desprecio también.
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ANATOL.- Pienso, eso
sí (Habla ahora gravemente, de cara al
público, apoyado en la mesa.) , que
será menester que aceptemos y que respetemos... una ley.
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TOMMY.- ¡Aquí no queremos leyes!
Pues sería bonito... ¿Por qué estamos donde
estamos sino por habérnoslas quitado de encima?
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ANATOL.- Nos quitamos de encima las que hicieron
los demás; pero nosotros podemos hacer las nuestras.
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CABALLERO.- No tratándose de leyes
fiscales...
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TOMMY.- Yo no pienso aceptar ninguna.
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ANATOL.- Tommy: tú, o estarás
fuera de la comunidad, y serás tratado como un bicho, o
dentro de ella, y en ese caso sujeto, igual que todos, a lo que se
acuerde.
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TOMMY.- Estaré fuera.
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ANATOL.- No te convendrá hacerlo. En todo
caso, tanto si piensas ser de los nuestros como si
no... (Se le acerca súbitamente y en tono
conminatorio, que no da lugar a réplicas.)
dame tus armas... (ANATOL saca su pistola y se la pone al
pecho. TOMMY vacila, mira
en derredor, como si esperase auxilio. Nadie se
mueve.) ¡Vamos! ¡En el acto! Sabes que
no soy hombre al que le guste repetir las cosas. (El
mismo le cachea y le saca la pistola, que entrega a MÁXIMO.)
¡Y a todos
los demás igual os digo: las armas!
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(MÁXIMO y
JEREMÍAS desarman a
los comparsas del ventanal. EL
CABALLERO toma un cajón de madera que hay en el suelo
y como si hiciera una colecta, recoge las armas. Sin grandes
resistencias, todos van entregando sus pistolas. El espectador
oirá el golpe metálico y seco con el que caen unas
sobre otras, en el cajón de EL CABALLERO. Concluida la colecta lo
deja en la mesa camilla.)
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TOMMY.- Y ahora ¿qué? ¿A
fusilarnos por la espalda?
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ANATOL.-
No; ahora, a evitar que cada uno sea
capitán... ¿No vinisteis a buscarme para que lo fuera
yo? Yo lo seré, entonces, pero con todas sus
consecuencias.
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MÁXIMO.- Anatol tiene razón.
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ANATOL.- He resuelto racionar estrictamente los
víveres, armar a aquellos de vosotros que me inspiran
confianza y encomendarles la vigilancia del islote. El faro
deberá ser especialmente custodiado. Cualquier avería
en él alarmaría en la costa. Las lanchas serán
varadas mañana mismo. He resuelto proteger a Nancy, a
María y a Esther contra cualquier desmán... Otras
mujeres jóvenes hay que ya os son conocidas, y cuya
administración es cosa vuestra. A quien pretenda informar a
la costa, por el medio que sea, de nuestra presencia aquí,
se le considerará como traidor y lo pagará con su
vida. Que sepan esto bien claro los pobladores del islote. Puesto
que la mayoría de vosotros lo quiere así, yo
ordenaré cuanto crea conveniente al bien común. Y
seré tan duro como haga falta.
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TOMMY.- ¿Qué te dispones a ser?
¿Un Araballe?
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ANATOL.- Lo que me habéis nombrado: el
jefe.
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TOMMY.- Yo no soy hombre fácil de ser
mandado, te lo prevengo.
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ANATOL.- Hace dos minutos perdiste la
oportunidad de demostrármelo. Ahora, sin armas, te
costará más caro.
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TOMMY.- ¿Me amenazas?
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ANATOL.- Bien claro está que sí.
Pero no yo, personalmente, sino en nombre de un orden y de una
ley.
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TOMMY.- Que tú te has inventado.
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ANATOL.- Esas son las que se defienden con
más coraje, no las que inventaron otros.
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TOMMY.- ¿Y eras tú el
anarquista?
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ANATOL.- El anarquista que había en
mí debió ser ejecutado en la mañana de ayer.
Desde entonces, me parece como si tuviera derecho a ser
distinto.
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TOMMY.- A esos resucitados se les llama
cínicos.
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ANATOL.- (Tras una
rapidísima pausa, como si terminara de analizarse a
sí mismo, implacablemente.) No lo soy. Para
el bien y para el mal, creo haber sido siempre un hombre sincero.
(Transición.)
Amigos: me parece que ya se habló suficientemente.
(Se dirige a dos comparsas
cualesquiera.) Cuento con vosotros dos. Y contigo,
Benjamín. Y contigo, Sacha. (Sonríe,
dando por terminada la asamblea.) Mañana
será otro día.
(TOMMY se levanta,
airadamente, y es el primero que hace mutis. Le siguen todos los
comparsas, y tras ellos, EL
CABALLERO y JEREMÍAS. Cuando MÁXIMO va a marcharse, le
detiene.)
¡Máximo!
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MÁXIMO.- (Con un aire de
simpática y afectuosa subordinación.)
¿Qué hay, jefe?
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ANATOL.- ¿Jeremías?
(JEREMÍAS se había
marchado ya y vuelve.)
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JEREMÍAS.- (En el mismo
tono de MÁXIMO.) Dime,
patrón.
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ANATOL.- Cuidad de ese arsenal, que es cosa
vuestra. (Les señala el cajón que
EL CABALLERO dejó
en la mesa.) Organizad la vigilancia y los turnos y
los relevos. Armad a Sacha y a Benjamín y «al
Oruga» y a Robson. Ojo con el resto.
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JEREMÍAS.- Su excelencia querrá
por lo menos un puñalito. ¿Se lo damos?
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ANATOL.- Dadle lo que quiera, salvo una
estilográfica, que le haría invencible.
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JEREMÍAS.- ¿Algo más,
patrón?
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ANATOL.- Nada. Gracias.
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(Estrecha la mano de JEREMÍAS y la de MÁXIMO. Entre los dos levantan
el cajón con las armas y se lo llevan por la
izquierda.)
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JEREMÍAS.- Adiós. Máximo.
Adiós, jefe.
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ANATOL.- Adiós. (Se queda
solo en escena. Se apoya contra la mesa. Mira el vacío,
entre preocupado y soñador. Se le oye decir.)
La ley, la
ley...
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(Y lentamente cae el...)
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TELÓN
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