Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

El multiperspectivismo en la narrativa galdosiana: «La desheredada»

Marisa Sotelo Vázquez





Entre los recursos narratológicos que inaugura La desheredada y que con tanta lucidez supo advertir Clarín en su reseña de la novela (El Imparcial, 9-V-1881 y 24-VI-1882), más allá del monólogo interior, el estilo indirecto libre y la utilización de la segunda persona narrativa, que funcionan como verdaderos mecanismos de introspección psicológica, la personalidad de Isidora Rufete se construye también gracias a la dramatización de los diálogos y a las distintas perspectivas que de ella tienen los demás personajes de la novela. Esta multiplicidad de voces, como si se tratara de una novela coral, matiza y subraya las principales características definidoras del personaje. Pluralidad de voces y perspectivas que dota a la obra de mayor objetividad, tal como pretendía el canon de la novela naturalista, aunque en el caso de La desheredada, novela inaugural en muchos aspectos, esas voces aparecen siempre armonizadas por la presencia de un narrador omnisciente, aunque un tanto heterodoxo, que va controlando de manera más o menos explícita todo el relato. La heterodoxia de la omnisciencia narrativa tiene forzosamente que ver con la evolución narrativa de Galdós, tal como apunta muy gráficamente Germán Gullón:

Los cambios técnicos conllevaron variaciones de estrategia narrativa. Al abandonar el telescopio idealista, a través del que la realidad aparecía distanciada, susceptible a la idealización, y permitía a la lengua toda clase de contaminaciones simbolistas y metafóricas, empuñará la lupa realista y/o el microscopio naturalista, centrándose en la realidad circundante. Adopta una estrategia de presentación indirecta, se vale de los propios personajes, de los diálogos, del monólogo interior, del estilo indirecto libre, de una lengua donde predomina la metonimia, apta para la creación de un texto polifónico y socialmente significativo.


(Gullón: 1990, 27)                


Consecuencia de esta evolución es también el uso del multiperspectivismo que arranca ya desde el primer capítulo de la novela, pues Isidora Rufete es lo que ella piensa, sueña, imagina, habla y actúa pero es también, en buena medida, resultado de la visión que de ella tienen los demás personajes. En el primer capítulo «Final de otra novela», con calculada ambigüedad el autor pone en boca de Canencia, curioso personaje -que ya había aparecido junto a Tomás Rufete en la segunda serie de los Episodios Nacionales- palabras muy sensatas que ratifican la explicación del noble origen de Isidora, pero a medida que avanza el capítulo el lector descubre que se trata de un loco, un paciente más del manicomio de Leganés, y en consecuencia las pretensiones nobiliarias de Isidora alcanzan ya en este primer momento un considerable grado de irrealidad y patetismo:

Sí, entiendo, entiendo. Usted, por su nacimiento, pertenece a otra clase más elevada; sólo que circunstancias largas de referir la hicieron descender. ¡Cosas de Nuestro Padre que está en los cielos! Él sabrá por qué lo hace. Acatemos sus misterios divinos, que al fin y a la postre siempre son para nuestro bien. Usted, señorita -añadió tras breve pausa, quitándose cortésmente la gorra-, no ve, no puede ver en el infelicísimo Rufete más que un padre putativo, tal y como el Santo Patriarca San José lo era de Nuestro Señor Jesucristo.


(Galdós: 1992, 27-28)                


Y poco después aparentemente con extraordinaria cordura realizará un diagnóstico de las enfermedades del alma que llevan a muchos hombres a la locura, la ambición, el afán de medrar, de ascenso social no por los peldaños del esfuerzo sino por la intriga y el arribismo:

-Hija mía -dijo el anciano con vivacidad-, una de las enfermedades del alma que más individuos trae a estas casas es la ambición, el afán de engrandecimiento, la envidia, que los bajos tienen de los altos, y eso de querer subir atropellando a los que están arriba, no por la escalera del mérito y del trabajo, sino por la escala suelta de la intriga, o de la violencia, como si dijéramos, empujando, empujando.


(Galdós: 1992, 28)                


Fragmento que preludia la moraleja final de la novela: «Si sentís anhelo de llegar a una difícil y escabrosa altura, no os fiéis de las alas postizas. Procurad echarlas naturales, y en caso de que no lo consigáis, pues hay infinitos ejemplos que confirman la negativa, lo mejor, creedme, lo mejor será que toméis una escalera» (Galdós: 1992, 490).

Otra de las voces narrativas fundamental en los capítulos iniciales es la Sanguijuelera, representante del pueblo llano y castizo que con una visión absolutamente realista, contempla a la «quimerilla» Isidora desde los desmontes de las Peñuelas, donde vive el pueblo madrileño1 que tanto odia la protagonista. La Sanguijuelera, tras escuchar la folletinesca historia que le cuenta su sobrina, señala la lectura como causa fundamental de sus males y desvaríos:

Me parece que tú te has hartado de leer esos librotes que llaman novelas. ¡Cuánto mejor es no saber leer! Mírate en mi espejo. No conozco una letra..., ni falta. Para mentiras, bastantes entran por las orejas... Pero acábame el cuento. Salimos con que sois hijos del Nuncio, con que una señorita principal os dio a criar y se desapareció.


(Galdós: 1992, 53-54)                


Las palabras de la Sanguijuelera dibujan atinadamente los primeros trazos de la personalidad de la quijotesca Isidora, cuyos orígenes quedaron ya apuntados en el primer capítulo por Canencia. La desbordante imaginación, la fantasía y la locura, heredada de su padre serán duramente castigados a golpes por su tía en un intento de someterla a la cruda realidad de su mísera existencia: «-¡Toma, toma, toma duquesas, marquesas, puños, cachas!... Cabeza llena de viento... Vivirás en las mentiras como el pez en el agua, y será siempre una pisahormigas... Malditos Rufetes, maldita ralea de chiflados...» (Galdós: 1992, 55-56).

Desde esta primera aproximación a Isidora la perspectiva de la Sanguijuelera será siempre la más realista, una de las más certeras a lo largo de todo el relato. Así, ya casi al final, en el capítulo XIV de la segunda parte titulado «De aquellas cosas que pasan», resumirá el destino errático de Isidora y el de su hermano Pecado con esta rotunda sentencia: «Tu hermana, de tanto mirar arriba, se ha perdido. Tú llevas otro camino, pero llegarás al mismo fin» (Galdós: 1992, 425).

También entre los personajes que pretenden ayudar a Isidora desde una perspectiva realista es preciso destacar al fiel Miquis, que intentará en repetidas ocasiones curar su megalomanía nobiliaria mediante un tratamiento médico como si se tratase de una mera enfermedad fisiológica. Miquis se convierte junto a José Relimpio en testigo de la progresiva degradación física y moral de Isidora. En la primera parte de la novela focaliza su visión del personaje -como casi todos los demás en su belleza física y en su pretensión nobiliaria que ridiculiza en diversas ocasiones llamándola irónicamente marquesa-. En la segunda parte, sin embargo, la perspectiva de Augusto Miquis se amplía y añade matices interesantes al retrato moral de Isidora y a las estrategias narrativas de Galdós. Pues en el primer capítulo de esta segunda parte el narrador, convertido en personaje y abrumado por los sucesos políticos, dice desconocer el paradero de los protagonistas de su novela. Añade después estar aquejado de fuerte neuralgia2 y por ello recurre a Miquis, quien acaba informándole de la vida de Isidora, lo que le permite continuar el relato. Es evidente que en este original y cervantino juego de perspectivas, se invierten los papeles y la voz del narrador se hace más ficticia a la vez que la de Miquis cobra aparente realidad:

Está ahora esa mujer..., vamos..., está guapísima, encantadora. Parece que ha crecido un poco, que ha engrosado otro poco y que ha ganado considerablemente en gracia, en belleza, en expresión [...] vive en la misma casa donde se instaló hace dos años, al final de la calle Hortaleza. Ha tenido un hijo.

-¡Un hijo! ¿Qué me cuenta usted?

-Lo que usted oye. Ya tiene dos años. Es algo monstruo, lo que llamamos un macrocéfalo, es decir, que tiene la cabeza muy grande, deforme. ¡Misterios de la herencia fisiológica!


(Galdós: 1992, 255-256)                


El juego de perspectivas, dialogismo según Bajtín, sigue dando sus frutos y en el capítulo «Las recetas de Miquis», que se ubica después de que Isidora desprecie el ofrecimiento de matrimonio que le formula Juan Bou, a través de los consejos y advertencias de aquel se trasluce nítidamente la opinión que tiene de Isidora. La sensata perspectiva de Miquis se resume en tres consejos: el primero y muy importante, mudar de ambiente, en el que va implícita una de las máximas del naturalismo francés, el determinismo del medio sobre la conducta del personaje. El segundo, corregir su irrefrenable espíritu derrochador para aprender el valor real de las cosas: «Una vez cambies de aires, has de considerar que empiezas a vivir de nuevo. Tienes que educarte, aprender mil cosas que ignoras, someter tu espíritu a la gimnasia de hacer cuentas, de apreciar la cantidad, el valor, el peso y la realidad de las cosas» (Galdós: 1992, 365). Y el tercero y último de un pragmatismo meridiano, la medicina adecuada que Isidora rechazará de plano, porque odia «los términos medios» (Galdós: 1992, 367): «pues que te cases con Juan Bou» (Galdós: 1992, 365).

De los consejos de Miquis se deduce la perspectiva que este tiene de Isidora: su belleza acompañada de su incapacidad para ajustarse a la realidad. En el capítulo XVII de la segunda parte, «Disolución», en conversación con Emilia Relimpio, Miquis acabará haciendo una valoración de Isidora totalmente coincidente con la de la Sanguijuelera:

Nuestra pobre amiga llevada de su miserable destino, o si se quiere más claro de su imperfectísima condición moral, ha descendido mucho, y no es eso lo peor, sino que ha de descender más todavía. Su hermano y ella han corrido a la perdición: él ha llegado, ella llegará. Distintos medios ha empleado cada uno: él ha ido con trote de bestia, ella con vuelo de pájaro; pero de todos modos y por todas partes se puede ir a la perdición, lo mismo por el suelo polvoroso que por el firmamento azul.


(Galdós: 1992, 470-471)                


Y de Miquis pasamos a la perspectiva de Juan Bou, otro de los personajes con el que se cruza el aciago destino de Isidora. Es forzoso partir de su nombre, pues aquí resulta muy pertinente la afirmación de Leo Spitzer de que «el nombre es el imperativo categórico del personaje» (Spitzer: 1970). El apellido del personaje evidencia cómo Galdós, al igual que Dickens, daba una extraordinaria importancia al simbolismo onomástico. El apellido catalán Bou es buey o toro en castellano y como dicho animal Juan tiene una apariencia feroz pero un interior tierno que se traduce en un sentimentalismo ramplón cuando conoce a Isidora: «Yo soy bueno, aunque así al pronto, meto miedo por estas ideas que tengo y porque [...] tengo ese modo de hablar tan tremendo» (Galdós: 1992, 359) dice de sí mismo el personaje, al que Miquis asumiendo esa personalidad ambivalente llama «oso torcaz» (Galdós: 1992, 351), y del que el narrador nos suministra un magnífico retrato físico que conviene tener presente:

Juan Bou era un barcelonés duro y atlético, de más de cuarenta años, dotado de esa avidez de trabajar y de esa potente iniciativa que distinguen al pueblo catalán; saludable como un toro, según su propia expresión; de humor festivo y palabra laboriosa. Su cara, enfundada en copiosa barba negra y revuelta, mostraba por entre tanto áspero pelo dos ojos desiguales. El uno vivísimo, dotado de un ligero movimiento rotatorio; el otro, fijo y sin brillo; más abajo, y puesta como al acaso, una nariz ciclópea; más arriba, una frente lobulosa que estaba pidiendo algunos golpes de escoplo para ser como las demás frentes humanas; ítem, una cicatriz sobre la ceja derecha, resultado, según decía, del beso de una bala...

Podía pasar por marinero curtido en cien combates contra las olas y también por bandido de las leyendas. Tenía en sus extremidades altas dos manojos de dedos con que trabajaba; y ciertamente, nadie que viera la tosquedad de aquellas manazas creería que eran delicadísimas para el dibujo. Su estructura basta las hacía más propias para la maroma de la vela mayor o la palanca del cantero. Respiraba como el fuelle de una fragua y siempre tenía tos; pero una tos bronca y sofocante, que, cuando le daba el acceso, se quedaba mi hombre cabeceando y todo encendido, y parecía que iba a reventar, y el ojo rotatorio se le echaba fuera, mientras el apagado se escondía en lo más hondo de la órbita.


(Galdós: 1992, 290)                


Retrato físico en el que, además de la referencia a su edad, corpulencia, rostro duro de abundante barba negra y ojos desiguales que le confieren una expresión semibestial, no falta la referencia tópica a la laboriosidad y fuerza emprendedora del pueblo catalán3, y se completa con la etopeya o retrato moral del personaje que suministra igualmente la perspectiva omnisciente y un tanto irónica del narrador:

Tenía dos géneros de fanatismo: el del trabajo, pues no podía estar inactivo nunca, y el de la política. Deliraba por los derechos del pueblo, las preeminencias del pueblo y el pan del pueblo, fundando sobre esta palabra, ¡pueblo!, una serie de teorías a cuál más extravagante. Realmente estas teorías no eran suyas. Una generación se había embobado con ellas, mirándolas como pan bendito. Pero Juan Bou las había sublimado en su mente indocta, convirtiéndolas en una fórmula de brutal egoísmo. Según él, muchos miembros importantes del organismo social no tenían derecho a ser comprendidos dentro de esta designación sublime y redentora: ¡el pueblo! Nosotros, los que no tenemos las manos llenas de callos, no éramos pueblo; vosotros, los propietarios, los abogados, los comerciantes, tampoco erais pueblo... De toda idea exclusiva nace una tiranía, y de aquella tiranía nació el obrero-sol: Juan Bou, que decía: «El pueblo soy yo».


(Galdós: 1992, 291)                


Juan Bou sufre una profunda transformación tras la revolución de septiembre del 68 y «de manso se hizo furibundo; de discreto charlatán» participó en toda clase de motines y sublevaciones llegando incluso a sufrir persecución y calabozo pero no logró curarse de su «superstición redentorista» (Galdós: 1992, 292). En este aspecto, su fervor y radicalismo potenciados por su quimérica pasión política le asemeja más de lo que pudiera parecer a la pasión nobiliaria que justifica toda la conducta de Isidora.

Su opinión a propósito del carácter de Isidora Rufete es una de las más realistas y pragmáticas de cuantas expresan los diferentes personajes de la novela y es en parte coincidente con la de otros personajes como la Sanguijuelera, pero es evidente que el juicio de Juan Bou es inmisericorde, fruto del rencor al sentirse despreciado por la protagonista.

Para analizar la perspectiva desde la que Juan Bou contempla a Isidora partiremos del final de su relación, de las palabras -que movido por el rencor y la imperiosa necesidad de sincerarse consigo mismo- dirige a Mariano Pecado y que, en esencia, vienen a ser sobre todo un doloroso ajuste de cuentas con la protagonista a la que no duda en calificar de «cabeza destornillada» para acabar subrayando certeramente todos los defectos del personaje:

Aprovecho esta ocasión para decirte que tu hermana es una loca, una mal agradecida, una mujer ligera, una tonta, una disipadora, una cabeza destornillada. Yo la quise como yo sé querer y me hubiera casado con ella. ¡Voto va Deu!, ¡de buena me he librado! Porque tu hermana es una calamidad. Ahí la tienes en la cárcel por terca, porque se ha empeñado en que es marquesa. Tan marquesa es ella como yo subdiácono. En fin, ella lo quiere, con su pan se lo coma. Bien se ha comido el mío; y no creas lo que dicen por ahí, no; no es cierto que yo me gastara con ella lo que me saqué a la Lotería y la herencia de mi tío. En total, no me pellizcó arriba de dos mil duros, porque como la Justicia me la quitó de entre las manos cuando menos lo pensaba... Digan lo que quieran, chico, hay Providencia. Mi dinero lo salvó un papel: el auto de prisión; porque trapitos por aquí, trapitos por allá, la chuchería A, el caprichito B, ello es que se me evaporaron diez o doce mil reales en una mañana.


(Galdós: 1992, 426-7)                


En su largo planto solo interrumpido por los accesos de tos van apareciendo todos los vicios de Isidora, sus pretensiones nobiliarias, el derroche irrefrenable, su pasión traperil y su afán de lujos y caprichos inútiles:

Tu hermana es una liquidadora como no se ha visto. [...] Buena pieza, sí. Es un tigre para el bolsillo ajeno. Quien ve aquella cara, ¿cómo ha de sospechar lo que hay dentro? Quien ve aquellos ojos divinos, donde tienen su madriguera los ángeles, ¿cómo ha de pensar que estos ángeles son una cuadrilla de secuestradores? Yo estaba ciego, yo estaba tonto.


(Galdós: 1992, 427)                


Desde su perspectiva excluyente de obrero anarquista, que fundaba en la palabra pueblo una serie de teorías a cual más extravagante -tal había puntualizado irónicamente el narrador-, Bou enmascara su recriminación contra la desagradecida Isidora en la retórica revolucionaria que le es propia y que se resume en la muletilla palante:

Conozco el mundo, señores, conozco sus mentirosas delicias, sus dulzuras y sus quebrantos; sé lo que cuestan los goces. Desde la sobriedad del pobre a la disipación inmoral de los ricos, todo lo conozco, todo es canalla, canalla arriba, canalla abajo. ¿Se hace el bien? Pues nadie lo agradece. ¿Se hace el mal? Pues nadie lo censura. Mal y bien, todo es igual. Si amas, te desprecian; si eres rico, te adulan; si eres pobre, te escupen. O si no, observa lo que ha hecho tu hermana conmigo. La saqué de la miseria, la vestí, la calcé, le di regalo, comodidades, cuanto pudiera apetecer. Ella abría la boca y yo abría el bolsillo, y palante siempre. Pues mira el pago. Dice que soy un bruto, que le repugno, que le doy asco. Le mando un ramo de flores y lo pisotea. Le escribo cartas y no me contesta [...] en fin la he mandado a paseo.


(Galdós: 1992, 427-428)                


La perspectiva desde la que enjuicia Juan Bou a Isidora es definitiva, sin vuelta a atrás ni posibilidad alguna de matices ni rectificaciones, consecuencia también del carácter, aunque pragmático, un tanto apasionado y utópico desde el punto de vista político del impresor anarquista catalán. Recapitulemos: Isidora y Juan Bou se conocen en la casa de José Relimpio. Calle Abades, cuarenta. Allí, a la luz de las lámparas de pantalla verde, junto a Melchor Relimpio, trabaja Juan Bou «una invisible corriente de cálculos» (Galdós: 1992, 335) lo ocupa. «La miró con cierto azoramiento de bestia taurina al hallarse en medio del redondel» (Galdós: 1992, 336), dice el narrador para referirse a la primera impresión que la presencia de Isidora Rufete causa en Juan Bou. Esta imagen taurina justifica su perspectiva a lo largo de toda la relación entre ambos, por ello añade: «el hombre corpulento que hacía números no quitaba del rostro de Isidora sus ojos, y parecía pasmado, fascinado por religiosa o mitológica visión» (Galdós: 1992, 338).

Isidora, por su parte sabrá aprovechar muy bien la atracción que ejerce sobre el impresor catalán con el fin de esquilmarlo: «¡Pobre Bou! Es el animal más cariñoso que conozco. Le quiero como se quiere al burro en que salimos de paseo» (Galdós: 1992, 346), reflexiona para sí Isidora.

El bravo Bou, deslumbrado por la belleza de Isidora, sucumbe al sentimentalismo más pueril:

Mis intenciones han sido siempre buenas -dijo el catalán, que, imposibilitado de remontarse al drama caía en la vulgaridad-. Primero, me agradó usted: después, me hizo soñar; hízome pensar después. Tornóse esto en una necesidad del corazón, y como estoy solo, como no me gusta estar solo... No tengo grandes riquezas que ofrecerle a usted, pero soy trabajador, gano mucho y vivo con mucha holgura... ¡Desde que la vi a usted me gustó tanto!... La vi a usted salir de esta casa y dije «¿Quién será?...» En fin, que usted vale mucho, es muy buena y yo quiero casarme con usted... Vamos ya lo dije..., y palante.


(Galdós: 1992, 359)                


Desde el retrato manifiestamente contrastivo4 que el narrador ha trazado de ambos personajes es fácil imaginar la escena. El corpulento Bou con la cabeza gacha y los ojos suplicantes vueltos hacia Isidora, que para librarse de él le responde con una limpia estocada: «Quiero a otro hombre» (Galdós: 1992, 359). Y a pesar de la sinceridad de la confesión Bou no cejará en su empeño amoroso, porque a él, como a otros hombres antes, le subyuga el extraordinario atractivo de la joven: «Y yo me pregunto: ¿por qué es tan guapa?... El demonio le hizo a ella la hermosura, y a mí, los ojos...» (Galdós: 1992, 361). Toda la descripción anterior referida a Juan Bou prueba la evidente intención del autor de animalizar al personaje, situándole en la orilla opuesta a las cualidades externas de Isidora, es decir, su belleza y delicadeza, proponiendo una lectura que en cierta medida remite al tópico de «la bella y la bestia».

El cruel rechazo de Isidora de las pretensiones sentimentales de Juan Bou evidencia uno de los rasgos más llamativos de su carácter. Isidora no puede aceptar el matrimonio que le propone Bou y que le aconseja sensatamente Miquis en una de sus recetas, porque sería como claudicar ante sus pretensiones nobiliarias, porque sería un signo del pragmatismo y la sensatez de que carece absolutamente el personaje. Isidora dejaría de ser Isidora de haber aceptado esa aurea mediocritatis que le ofrece Juan Bou:

Rasgóse un velo y vio al monstruo herido que se postraba ante ella y le lamía las manos. Tuvo horror, asco. Toda la nobleza de su ser se sublevó alborotada, llena de soberbia y despotismo. Era cosa semejante al allanamiento de las moradas aristocráticas por la irritada y siempre sucia plebe. Sonaba el odiado trueno de las revoluciones, y, destruidas las clases, el antipático populacho quería infamar las grandes razas emparentándose con ellas.


(Galdós: 1992, 358)                


Todos estos personajes contribuyen a dibujar desde perspectivas y tonos distintos el complejo perfil humano de Isidora Rufete. La poética narrativa de Galdós en La desheredada pone en práctica magistralmente el dialogismo que, según Bajtín, es una cualidad especialmente destacada en los discursos novelísticos por la cual estos resultan de la interacción de múltiples voces, conciencias, puntos de vista y registros lingüísticos (Bajtín: 1989, 91). Cada uno de los personajes analizados desde su óptica personal y con su propio lenguaje, académico en el caso de Canencia; popular y castizo en el de la Sanguijuelera; científico-médico en el de Miquis y exaltado y radical en el de Juan Bou añade, explica, subraya, justifica o matiza los rasgos de la psicología de Isidora sin descuidar nunca su focalización. Y si de todos ellos hemos prestado especial atención al caso de Juan Bou es porque permite una honda reflexión moral sobre la sociedad contemporánea que tanto interesaba a Galdós desde la fecha muy temprana de 1870 en el tantas veces citado manifiesto del Realismo español, las «Observaciones de la novela contemporánea en España». Del forzosamente rápido análisis llevado a cabo se desprende que en esta relación de amor-odio que mantienen Juan Bou e Isidora Rufete, Galdós no salva a ninguno de los dos, pues igual de condenables le parecen el resentimiento que inspira el discurso utópico y violento del anarquista Juan Bou como los quiméricos derechos que inspiran el quijotesco discurso nobiliario de Isidora.

Pues no se olvide que la relación entre Juan Bou e Isidora Rufete tiene su clímax en el codiciado palacio de Aransis, precisamente en la escena taurina antes descrita y es ni más ni menos que el encuentro entre dos apasionados utopistas. Juan Bou articula continuamente un discurso proletario cuando en realidad ejerce de patrón de Mariano y otros aprendices en su imprenta, llamada por el narrador simbólicamente «mazmorra de Gutenberg», e Isidora Rufete se sueña aristócrata cuando en realidad es una mujer del pueblo, quizá por ello el cierre de la novela no es la muerte de la protagonista como sería lógico en una novela de folletín, sino la disolución de todas sus quiméricas aspiraciones aristocráticas y el forzoso retorno a sus orígenes anónimos.

La interpretación social e ideológica del cortejo de Juan Bou que confirman sus parlamentos parece apuntar en profundidad a la apuesta decidida de Galdós por la clase media no solo como objeto de estudio y materia narrativa sino como factor fundamental del progreso social:

La clase media, la más olvidada por nuestros novelistas, es el gran modelo, la fuente inagotable. Ella es hoy la base del orden social; ella asume por su iniciativa y por su inteligencia la soberanía de las naciones, y en ella está el hombre del siglo XIX con sus virtudes y sus vicios, su noble e insaciable aspiración, su afán de reformas, su actividad pasmosa. La novela moderna de costumbres ha de ser la expresión de cuanto bueno y malo existe en el fondo de esa clase social, de la incesante agitación que la elabora, de ese empeño que manifiesta por encontrar ciertos ideales y resolver ciertos problemas que preocupan a todos, y conocer el origen y el remedio de ciertos males que turban las familias. La grande aspiración del arte literario en nuestro tiempo es dar forma a todo esto.


(Bonet: 1972, 122-3)                


La clase media aparece así equidistante de las dos clases sociales que falsamente creen representar los personajes, tanto el violento anarquismo proletario de Juan Bou, como el quimérico aristocratismo de Isidora, ambos falaces e igualmente condenables.






Bibliografía

  • BAJTÍN, M., Teoría y estética de la novela, Madrid, Taurus, col. «Persiles 194», 1989.
  • DOMÍNGUEZ GARRIDO, A., «La construcción del personaje», El texto narrativo, Madrid, Síntesis, «Teoría de la literatura y literatura comparada», 1993, pp. 67-102.
  • FERNÁNDEZ MONTESINOS, J., Galdós, t. II, Madrid, Castalia, 1969.
  • GULLÓN, A. y G. (compiladores), Estructura de la novela (Aproximaciones hispánicas), Madrid, Taurus, 1974.
  • GULLÓN, G., El narrador en la novela del siglo XIX, Madrid, Taurus, col. «Persiles 91», 1973.
  • GULLÓN, G., La novela del XIX: estudio sobre su evolución formal, Ámsterdam, Rodopi 1990.
  • GILMAN, S., Galdós y el arte de la novela europea, 1867-1887, Madrid, Taurus, col. «Persiles157», 1985.
  • PÉREZ GALDÓS, B., «Observaciones sobre la novela española contemporánea», Ensayos de crítica literaria (L. Bonet, ed.), Barcelona, Península, 1972.
  • PÉREZ GALDÓS, B., La desheredada, Enrique Miralles, ed., Barcelona, Planeta, 1992.
  • SPITZER, L., Études de style, París, Gallimard, 1970.
  • TACCA, O., Las voces de la novela, Madrid, Gredos, 1973.
  • VILLANUEVA, D., El comentario de textos narrativos: La novela, Valladolid, Júcar, 1989.


Indice