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El poder de la tragedia "El Príncipe tirano" de Juan de la Cueva

Juan Matas Caballero



El poder es, quizás, el tema clave de la comedia y de la tragedia de El príncipe tirano de Juan de la Cueva. El asunto no está planteado de manera muy complicada ni demasiado elaborada desde el punto de vista doctrinal, posiblemente porque la escena de la época tal vez aún no estaba preparada para tratar cuestiones de tanto calado, y quizás tampoco fuera la intención del poeta dramático, quien optó por un planteamiento claramente sencillo y maniqueo con el fin de que el mensaje político y ético de las dos piezas fuera evidente y universalmente aceptado.

Ahora bien, el planteamiento del tema del poder en las dos piezas homónimas, comedia y tragedia, no es tan simple que no se pueda rastrear una cierta fundamentación doctrinal. A mi juicio, la cuestión del poder que Juan de la Cueva desarrolla en El Príncipe tirano se sustenta en la controversia ideológica que en la época existía acerca del maquiavelismo; un debate que llegó a nuestros humanistas y que se plasmó de alguna forma en no pocas obras literarias1. En efecto, las ideas o actitudes acerca del poder político que plantean los personajes de la obra de Cueva y, de forma muy destacada, el Príncipe Licímaco, reflejan claras resonancias de El Príncipe de Maquiavelo2.

En líneas generales, podría aventurar que Cueva nos presenta a un príncipe que ha llevado a sus últimas consecuencias las recomendaciones maquiavélicas en el ejercicio del gobierno, y el resultado ha sido la presentación del Príncipe tirano, un déspota cruel y sanguinario, un verdadero psicópata que comete todo tipo de tropelías, crímenes y atropellos contra todo lo divino y humano, un sátrapa que sólo podía acabar ajusticiado. El tratamiento del poder que, en líneas generales, Cueva ofrece en sus dos piezas homónimas, aunque especialmente en la tragedia, que es donde se desarrolla el ejercicio «político» del Príncipe Licímaco, lo sitúa entre los partidarios del antimaquiavelismo3, que postulaban una forma de gobierno en la que el interés de la res publica estuviera por encima de cualquier otra consideración, un ejercicio del poder que no sólo no fuera ajeno a los principios de la virtud y la moral, sino que incluso estuviera regido e inspirado por ellos, pues la tarea de gobierno no podía ser independiente de la providencia.






Maquiavelismo en el Príncipe tirano

Más allá de la fortuita o voluntaria (y, en este caso, con clara voluntad crítica) coincidencia del título de las dos piezas teatrales del sevillano con el del tratado del florentino, se pueden señalar algunas semejanzas ideológicas o arguméntales entre ambas obras que evidenciarían la utilización que Cueva hizo de El Príncipe y de su reacción antimaquiavélica para la construcción de su pieza teatral.


El arte del disimulo

En el tratado XVIII de El Príncipe, titulado «Fidelidad del príncipe a la palabra dada», Maquiavelo sostiene que el seguimiento de la virtud sería lo ideal para el buen príncipe, pero, dada la malvada condición del hombre, le es lícito actuar de forma perversa. Así, por ejemplo, al príncipe le puede ser lícito no respetar su palabra dada y actuar con astucia y engaño:

El príncipe, por lo tanto, ni puede ni debe cumplir la palabra dada si eso le perjudica y si desaparecieron los motivos de su promesa. Si todos los hombres fueran honestos, este principio no sería válido, pero como son perversos y no mantienen lo que prometen, tampoco uno debe mantenerlo. [...] Y ante todo es necesario saber disfrazar bien el propio carácter y ser gran disimulador. Son tan simples los hombres y tan sumisos a la necesidad de cada momento, que quien engaña encuentra siempre alguien que se deja engañar.


(p. 82)4                


En este aspecto se observa cómo Licímaco parece responder a la recomendación de Maquiavelo y se comporta como un verdadero maestro en el ejercicio de la política concebida como el arte del disimulo5, ya que él no ha cumplido su palabra dada ni en la comedia cuando aceptó ser el príncipe heredero, ni en la tragedia al jurar su nombramiento como rey, pues en los dos momentos prometió que cumpliría las leyes del reino y, una vez que accedió al trono, hizo caso omiso de sus compromisos adquiridos. En ambas situaciones él supo disimular sus verdaderos propósitos con tal de acceder al gobierno de Colcos, con lo que se puede decir que actuó como la raposa6, con la astucia que le permitió engañar tanto a su padre el Rey como al propio Consejo. En la comedia aparentó arrepentimiento de sus crímenes, y en la tragedia también disimuló su prisa por llegar al poder, y así le dijo al Rey que de forma razonable no tendría que sucederle mientras esté vivo. Y como el Rey insiste en que su sucesión está claramente acordada y decidida, el Príncipe incluso aparenta que acepta tratándose de un mandato del Rey, disimulando muy bien que es el gran deseo y aspiración de su vida7 Pero, sin duda, tal vez el momento más simbólico del ejercicio disimulador del Príncipe sea el de la coronación cuando jura respetar todos los principios del reino de Colcos:

Cal.
Tu alteza se levante, y en presencia
Del cielo y del dios Marte, patrón nuestro,
Jure que guardara con reverencia
Los estatutos que por esta muestro.
Prin.
Iuro que sean guardados con clemencia.
Cal.
Pues levante tu alteza el braço diestro,
Según costumbre nuestra y rito antigo
Y diga en alta voz como yo digo:
«El cielo contra mi sea siempre airado,
Iove me abrase con su rayo ardiente
Y al espantable reyno sea arrojado
A padescer entre dañada gente,
Si de mi fuere fuero quebrantado,
Si traspassare ley eternamente,
Si amare la crueldad o la codicia,
Si a todos no guardare igual justicia.»
Si assi cumplido de tu alteza fuere
El juramento hecho, largos años
El reyno goze y su valor prospere
En dulce paz, sin perdidas ni daños.
Prin.
Assi lo pido al cielo, y si excediere
Del juramento vn punto por engaños,
Muera en poder del mal estrecho amigo,
O en opression del barbaro enemigo.

(p. 228, vv. 530-553.)                


En efecto, la capacidad de fingimiento de Licímaco le permite aparentar que respetará y hará cumplir los estatutos del reino de Colcos con tal de acceder a su monarquía y, sin embargo, una vez que consigue su objetivo, lo veremos violar los principios legales jurados. El juramento tiene tal significación simbólica que en él se hallan las claves del posterior comportamiento de Licímaco y el consecuente desenlace que se deriva de su acción disimulatoria.




La ausencia de religión

Un aspecto que refuerza la relación que existe entre la tragedia de El Príncipe tirano con El Príncipe de Maquiavelo se halla en el divorcio que en los príncipes de ambas obras se observa entre su ejercicio del poder y cualquier otro criterio de índole moral, jurídica, religiosa, etc.8 El capítulo XV, «Causas de alabanza y vituperios de los príncipes», de El Príncipe de Maquiavelo también puede ofrecer algún eco en la tragedia de El Príncipe tirano. Así, leemos en el tratado:

Quien quiera obrar en todo como hombre bueno, necesariamente fracasará rodeado de malos, por lo que todo príncipe que desee conservar su autoridad aprenderá a poder ser no bueno y después usará o no usará ese hábito, según dicte la necesidad.


(p. 72)                


En estas palabras se observa cómo para Maquiavelo el hombre no es bueno, y por eso el príncipe debe aprender a ser como todos los hombres, es decir, no bueno o malo, y, cuando le convenga, podrá actuar como hombre bueno. Desde esa perspectiva, se establece una separación entre el ejercicio del gobierno y la virtud y la moral, porque el gobernante no necesita ni tiene por qué ejercer su gobierno desde la práctica de la virtud ni desde la contemplación de la moral. En la tragedia de Cueva se observa cómo en todo momento el Príncipe Licímaco actúa como un hombre malo que sólo pretende satisfacer sus sanguinarias ansias de poder y dominación por encima de todos y de cualquier criterio de índole moral. Así, pues, la actuación perversa de Licímaco se haya justificada en esa ausencia de moral y en la condición malvada que Maquiavelo concede al príncipe.

Maquiavelo admite que lo mejor sería que el príncipe tuviera todas las buenas cualidades, pero la debilidad del hombre no permite poseerlas ni observarlas, por lo que «el principe debe ser tan prudente como para evitar la mala fama de los vicios que pueden inducir a desposeerle de su autoridad; y debe alejarse de los otros, aunque no sean tan peligrosos» (p. 73). Tampoco debe preocuparle que le censuren algunos vicios que le permiten mantener el Estado: «porque si bien miramos todo, algo habrá con apariencia de virtud que, de seguirlo, será su ruina; y algo con aspecto de vicio, de lo que se sigue bienestar y seguridad» (p. 73). A nuestro Licímaco no le preocupa reunir ni observar ninguna virtud, y tampoco tiene inconveniente en rehuir ningún vicio, como la lascivia, el crimen, la crueldad, la impiedad, la tiranía, que, a la postre, suscitarán la rebeldía, la ira e, incluso, su propio asesinato. Licímaco no hace gala en ningún momento de ninguna virtud, y la ruina de su gobierno y su propia muerte están producidos por su comportamiento y esencia viciosa.

Aparte de los horrendos crímenes que ha cometido Licímaco, también convierte la cuestión religiosa en blanco de su afán destructor. Así, una vez que Licímaco ha sido coronado como rey de Colcos, su privado Ligurino le cuenta cómo cumplió satisfactoriamente su mandato de quemar el templo de Marte, patrón de Colcos, con todos los estatutos, leyes y fueros del reino:


Fui a los Archivos, qual, señor, mandaste,
Del gran templo de Marte y con violencia
Los abrí de la suerte que ordenaste.
Tomé todos los libros, y en presencia
Del pueblo, que ya junto me cercava
Alterado en confusa competencia,
Y al fuego ardiente ante sus ojos dava
Las essempciones, libertades, fueros
Y sus franquezas en la llama echava.
[...]
Vieras aquí crecer el desatiento
Viendo de Marte arder el sacro templo
Y emprenderse en estatua y ornamento.


(pp. 234-35, vv. 725-754)                


La acción simbólica de quemar el templo de Marte evidencia el deseo del Príncipe de no cumplir ni respetar las leyes humanas ni divinas, como, por otra parte, le había pedido su propio padre. La quema del templo de Marte simboliza su deseo de que no haya más ley que la suya ni más veneración ni adoración que la que se haga a él mismo, con lo que se evidencia, por una parte, que la forma de gobierno ha cambiado totalmente, pues se ha pasado de la monarquía ejercida por su padre a la tiranía del Príncipe y, por otra, su intención de no reconocer ninguna autoridad que no sea la suya, suplantando incluso a la propia divinidad. De hecho, más adelante, el Príncipe ratificará su convicción de ser adorado como si se tratara del propio dios:


Entienda el mundo que á de ser mi nombre
No menos que deydad reverenciado,
Y qu' en cualquiera parte que se nombre
An de temer como de Iove ayrado


(p. 243, vv. 1031-34).                


En varias ocasiones, se observa cómo el Príncipe adopta una actitud de descreencia e, incluso, de irreverencia ante la divinidad. Así, por ejemplo, ironiza sobre el deseo del Rey de que le den muerte al Príncipe o que caiga sobre él el castigo de Júpiter: «D' esso tiene el gran Jupiter cuydado / Y lo trae noche y día desvelado» (1293-94). O cuando de forma mucho más irreverente y sacrílega, reafirma su poder absoluto que no puede ser desobedecido ni puede tener límite alguno ni en la tierra, ni en el cielo ni en el infierno9:

Eri.
Mude tu magestad de pensamiento
Porque lo que pretendes no es possible.
Pr.
¿Pues que impossibilita mi contento
Que haze a lo que quiero yo impossible?
¿Puede el cielo impedir mi mandamiento?
¿Puede todo el poder del Verco horrible
evitarlo, si nada no me impide?

(p. 259, vv. 1535-41)                


Y, de nuevo, tras una invocación del Rey a los dioses para que castiguen a su hijo, el Príncipe, enfurecido porque había fracasado en el intento de matarlo, exclama en su conocido tono deicida:


Por pies se m' escapó mi padre fiero;
No se me irá o al cielo haré guerra,
Y al Retor summo del celesto impero
Con los mas dioses lançaré a la tierra.

(p. 266, vv. 1767-70)

Así, no parece que quepan muchas dudas acerca de los ecos que de El Príncipe de Maquiavelo se oyen en el tema de dios en la tragedia de El Príncipe tirano de Cueva, ya que Licímaco -que, en este aspecto, ha extremado la recomendación del florentino- entendía el ejercicio de gobierno como una práctica que no necesitaba la contemplación de ningún otro parámetro divino ni moral, y la quema simbólica del templo de Marte lo había convertido a él mismo en la única autoridad existente tanto en el cielo como en la tierra, y tal convicción le permitía adoptar toda clase de impostura soberbia y prepotente contra dios.




El fin justifica los medios

Maquiavelo veía positivo que el príncipe tuviera buenas cualidades (ser «piadoso, leal, humano, íntegro, religioso», p. 83), pero, si no las poseía, podía y debía aparentarlas, porque lo que realmente importa es que el príncipe actúe debidamente para defender su Estado y, a veces, debe actuar «contra la lealtad, contra la caridad, la humanidad y la religión» (p. 83). Para el secretario florentino todo es lícito al príncipe para conservar su Estado: «que los medios siempre serán considerados justos y alabados por todos» (pp. 83-84). Así vemos cómo para Maquiavelo el fin de alcanzar y conservar el poder justifica todos los medios; de modo que el príncipe puede actuar con toda libertad sin tener en cuenta ningún tipo de criterio ético o moral, sin tener que someterse al dictado de cualquier ley ni religión, sino que sólo debe tener en cuenta la consecuencia triunfante de lo que le interesa. Los conceptos de justicia, moral, religión, sólo pueden ser considerados como instrumentos para alcanzar unos fines específicos10. Como sostiene Pocock, Maquiavelo asume que el príncipe nuevo «vive inmerso en un mundo en el que el comportamiento humano sólo es en parte legítimo y sólo está parcialmente sujeto a las reglas de la moral» y, por consiguiente,

la inteligencia del príncipe -es decir su virtù- debe incluir la capacidad necesaria para comprender cuándo es posible actuar como si estuvieran vigentes las reglas de la moralidad (cuya validez no es negada en ningún momento) teniendo siempre presente que rigen también el comportamiento de otros, y cuándo no.»11


Si en la comedia, como primer paso para conseguir el poder, que era ser nombrado príncipe heredero, vimos cómo Licímaco mató a su hermana la Princesa, que era la legítima heredera al trono, y a su consejero Trasildoro, en la tragedia, lejos de rectificar, también continuó ampliando su curriculum mortis desde su coronación como rey, sin que ni siquiera tuviera una justificación clara para mantener el poder, sino que tales crímenes y violaciones no respondían sino a su necesidad de saciar su naturaleza violenta y sanguinaria. Es cierto que en el peculiar maquiavelismo del príncipe Licímaco no hay ningún ideario programático del ejercicio del poder, con lo que, en rigor, más que hablar de su prevalencia de la razón de Estado -que para nada le interesa- sobre cualquier otra observancia de carácter moral o religioso, habría que destacar la preeminencia de su egoísta interés sobre todo lo demás, su deseo de satisfacer sus envilecidos anhelos de violencia y muerte.

Si puede resultar comprensible que el que aspira a la consecución del poder encuentre justificable sus crímenes por el premio que espera, lo que resulta algo más sorprendente es que esa máxima maquiavélica haya sido asumida por el Consejo de Colcos y el Rey, quienes, en la comedia, tras una tensa deliberación, decidieron anteponer la razón de Estado a los principios legales y religiosos del reino, que hubieran exigido que el Príncipe Licímaco fuera castigado por el asesinato de su hermana y de su consejero. Y, en la tragedia, el propio Rey, según cuenta el Maestresala a Gracildo y Cratilo, también silenció y obligó a ocultar los dos cadáveres de los dos pajes cruelmente asesinados por el Príncipe:


El rey los mando enterrar
Y quel caso se encubriesse,
So pena de que muriesse
Quien lo osasse divulgar.


(p. 226, vv. 470-74)                


Así, pues, todos antepusieron la razón de Estado a la justicia y, ante la posibilidad de que el príncipe heredero no alcanzara el trono, soslayaron el cumplimiento de la pena que debía sufrir el culpable y, paradójicamente, le concedieron el cetro. De esta forma, se observa cómo la teoría maquiavélica, que subvierte todo criterio al de la razón de Estado o que justifica todos los medios con tal de conseguir un fin determinado, afecta en la obra a todos los personajes, incluso a quienes pueden representar la función antimaquiavélica.

El divorcio o la separación que entraña esta idea política de la moral ha terminado originando en el derecho público los conceptos de despotismo y pragmatismo. Y, en efecto, el maquiavelismo es esencialmente pragmático, pues no tiene en cuenta ni la justicia, ni la moral, ni la religión, sólo interesa alcanzar el fin que se desea, es también totalmente subjetivo y arbitrario, pues no hay ningún interés público que no sea el provecho del gobernante.




El horror

Entre los elementos de la política práctica del maquiavelismo destacan la crueldad y el horror. En este sentido, puede decirse que Maquiavelo legitima el terror como instrumento político. Todo gobierno nuevo sólo puede ser establecido por el terror; otro instrumento del terror es la mala fe y -como se ha visto- el arte del disimulo, de ahí la alabanza de Maquiavelo en El Príncipe a César Borgia.

Parece evidente que Juan de la Cueva pretendió aplicar de forma empírica esta idea maquiavélica sobre el terror a su tragedia El Príncipe tirano, de modo que el gusto por el horror que practica Licímaco encuentra su justificación teórica en la recomendación maquiavélica de usar el terror como instrumento del pragmatismo principesco. Desde esta perspectiva, el dramaturgo recurre a la técnica del horror -que, por otra parte, resultaba tan del gusto de los trágicos finiseculares-, que se convierte en un elemento importante en el desarrollo de la tragedia de El Príncipe tirano, tanto en su dimensión estética como en su vertiente ideológica.

En este aspecto del gusto desmesurado por el horror se observa cómo la tragedia El Príncipe tirano de Cueva hunde sus raíces también en la tragedia senequista pasada por el tamiz de los trágicos italianos12, de forma concreta por el Orbecche de Giraldi Cintio, que se había convertido en santo y seña de los poetas dramáticos del último cuarto del siglo XVI. El éxito del Séneca trágico en el teatro europeo del último tercio del XVI, según F. Ruiz Ramón13,

hay que tratar de verlo como representación, con función catártica, o a lo menos de conjuro, de esos mismos terrores -reales o imaginarios, conscientes o subconscientes- de toda una sociedad, objetivados, casi emblemáticamente, en los fantasmas, cercos, persecuciones y sacrificios rituales que llenan los espacios escénicos o verbales de la tragedia renacentista.


La tragedia finisecular mostró una exagerada obsesión por el horror, hasta el extremo de poder hablar de una estética del horror que se manifiesta en todas sus vertientes: la muerte, la sangre, la tortura, la crueldad, la violación, etc., que terminó configurando todo un amplísimo campo visual y léxico14.

Por otra parte, tal vez, el gusto por el horror se enraíza en la propia realidad del Renacimiento dominada por una notable presencia de la destrucción, la guerra, la peste, etc., que se traducía en una gran familiaridad con la muerte. En este sentido, decía R. Froldi que el horror es

la radicalización teatral de una visión sufrida y turbada de la realidad. Alejados ya de la idílica y abstracta contemplarían de una armonía cósmica, típica del Renacimiento, se entra en una época de contradicciones, en un período conflictivo. El horror es la palpable manifestación de todo esto.


Por otro lado, no debe caerse en la tentación simplista de considerar el horror como una expresión de mal gusto, sino como una amarga y dolorosa proyección de la realidad en las tablas, y cumple una función prioritaria de carácter didáctico y moral15.

Junto a las fuentes literarias y a la expresión de una colectividad dramática en un tiempo concreto, el horror de la tragedia El Príncipe tirano de Cueva también encuentra su fundamentación en El Príncipe de Maquiavelo, concretamente en el capítulo VIII titulado «Príncipes que alcanzaron el poder mediante el crimen», ya que puede recordarnos la forma en que Licímaco obtuvo la corona del reino de Colcos, cuyo comportamiento, de acuerdo con la recomendación de Maquiavelo, quedó muy distante de la virtud y de la gloria:

Pero no puede llamarse virtud el asesinar a sus conciudadanos, traicionar a los amigos, no cumplir la palabra dada, carecer de piedad y religión: en tales condiciones, puede conquistarse el imperio, pero no la gloria. [...] Pues no puede atribuirse a fortuna o a virtud lo que se alcanzó sin la una y sin la otra.


(pp. 40-41)                


Ahora bien, se puede establecer un paralelismo entre Cueva y Maquiavelo en el hecho de que el dramaturgo no le concede la gloria al Príncipe Licímaco que ha alcanzado el poder mediante el crimen16.




Ser temido

La discusión sobre si el príncipe debe obedecer la ley moral pasa a ser una discusión acerca de cuándo debe obedecerla, y este debate se mezcla con la cuestión de si es mejor ser amado o ser temido, ser audaz o prudente17. El capítulo XVII de El Príncipe de Maquiavelo, que trata de «La crueldad y la piedad. ¿Es mejor ser amado o ser temido?», también parece haber encontrado eco en la tragedia de El Príncipe tirano de Cueva. Para Maquiavelo, el príncipe puede ser cruel si su crueldad sirve para mantener unido su reino; además, no debe preocuparle, en este caso, que se le llame cruel (p. 77)18. El secretario florentino también se plantea si resulta mejor que el príncipe sea amado o temido:

Mi respuesta es que convendría lo uno y lo otro; mas ya que es difícil reunir ambas cosas, es mucho más seguro ser temido que amado, si ha de faltar una de ellas. [...] Los hombres no se cuidan tanto de ofender a quien se hace amar como a quien se hace temer; porque el amor se mantiene por vínculo de obligación y éste, dada la malicia humana, se rompe fácilmente en cuanto anda por medio la propia utilidad. En cambio, el temor se mantiene gracias al miedo al castigo, que nunca nos abandona.


(pp. 78-79)                


Como es sabido, Maquiavelo parte siempre de la naturaleza malvada del hombre y, en ese caso, el uso del temor por parte del príncipe resulta la mejor fórmula para hacerse respetar sin miedo a ser desestabilizado o derribado del poder. Así, Pocock dice:

La respuesta es siempre la misma: la esencia de la virtù es saber cuál de los términos de la antítesis es el más adecuado a cada momento. En el caso de paridad de condiciones, el mejor camino es siempre el más espectador y agresivo -ser audaz, actuar para ser temido-. Ser amado lleva tiempo.19


Por su parte, el Príncipe Licímaco usa la crueldad por su propia naturaleza e inclinación, pero en ningún caso hallamos ninguna justificación política o social que haga necesaria el uso de la crueldad20. Cuando, al comienzo de la tragedia, ofrece lo que he llamado su «ideario de gobierno», el Príncipe muestra su disposición a ejercer siempre la crueldad, la impiedad y la guerra. Además, el Príncipe Licímaco, lejos de pretender el amor de su pueblo, confiesa su deseo de ser temido, con lo que se sitúa en la misma esfera de los valores postulados por Maquiavelo21. Su propia idea del ejercicio de gobierno tampoco se atiene a ninguna concepción política o moral, sino que se expresa como un tirano que quiere oprimir y reprimir a todo el mundo, y que aspira a ser temido y aborrecido, pues parece que ha cifrado su objetivo personal en concitar el odio de su pueblo, de ahí que declare que nada ni nadie, ni hombre alguno ni dios, quedará tranquilo con su ejercicio de gobierno:


Vna viva centella
Me abrassa, y el desseo me levanta
Qu'el duro yugo oprima
Por mi mano todo a quien mi braço espanta,
Haziendo que mi nombre
Se honore qual deidad, qual furia assombre.
Que me aborrezcan no me da cuydado,
Temanme a mi qu'es lo que yo pretendo,
Y esté en odio perpetuo de mi tierra;
Sea inviolable mi real mandado,
Entiendase qu' está en mi pecho horrendo
Crueldad eterna y que piedad no encierra;
La paz bolveré en guerra,
No avra en tomando el ceptro en esta mano
Sossiego que no turbe,
Hombre que no perturbe
Ni dios en todo el coro soberano
A quien el poder mio
Dexe en quietud gozar su señorio.


(p. 212, vv. 7-2 6)22                


El príncipe Licímaco parece un alumno aventajado de Maquiavelo en tanto que no ha dudado en obrar mal, con absoluta crueldad, incluso desde antes de obtener el poder, y en todo momento ha prescindido de cualquier concepto moral, sólo le ha interesado imponer su voluntad y capricho al margen de cualquier ley o principio ético, y sin ninguna justificación que no fuera su propio interés.

El Príncipe usa la crueldad y el terror desde el primer momento, incluso en la comedia, cuando mata a su hermana la Princesa que era la legítima heredera al trono, y a Trasildoro, su consejero, con tal de quedarse él como único heredero. También mató, sin ningún motivo ni causa, a dos pajes, Rucelo y Porcildo, que arrojó desde el mirador después de sacarle al primero los ojos con una daga, y quemárselos al segundo (pp. 225-26, vv. 427-65). Una vez coronado como rey, castigó mortalmente a los dos nobles, Cratilo y Gracildo, que se habían rebelado tras la quema del templo de Marte, que fueron despeñados desde un alto monte. Y el mismo Licímaco arrojó desde el mirador a su aya Merope, con su nieto en brazos, porque la vio sollozar por la desdicha de los dos grandes (pp. 247-8, vv. 1137-90).

El comportamiento absolutamente despótico y cruel de Licímaco se encuentra legitimado por el pensamiento maquiavélico, aunque no haya sido un buen discípulo, ya que no ha sabido dosificar bien la aplicación de la crueldad, que la ha ejecutado en todo momento y contra todos, sin administrar ningún beneficio y deseando saciar sólo sus peores instintos. La legitimidad de la crueldad en el ejercicio del gobierno postulada por Maquiavelo se ha traducido en El Príncipe tirano en la creación de un «monstro tan horrendo» (como lo llaman el Paje -p. 247, v. 1166-, o el Rey -«monstruo horrible», p. 251, v. 1282), que es lo que representa Licímaco; y, en este sentido, Cueva ha optado por reflejar una actitud claramente antimaquiavélica, pues Licímaco se ha convertido en la representación exagerada, con su consiguiente efecto denigratorio, del uso de la crueldad que era legítima al príncipe de Maquiavelo, de ahí también que pague tantas atrocidades con una muerte horrenda.






Antimaquiavelismo en El príncipe tirano

Parece haber quedado demostrada la existencia de algunos ecos del pensamiento de Maquiavelo, y más exactamente, del debate en torno al maquiavelismo en la tragedia de El Príncipe tirano de Juan de la Cueva. Si, de manera simplificada, puede decirse que la actuación de Licímaco respondía -aunque de forma algo exagerada- a los parámetros ideológicos de Maquiavelo, del mismo modo, podría afirmarse que la reacción suscitada en los demás personajes es susceptible de ser considerada como la respuesta antimaquiavélica a tales excesos del tirano.


La monarquía frente al tirano

El Rey es el principal antagonista de Licímaco y, desde el punto de vista dramático, contribuye a proporcionar una mayor tensión a la acción en su conjunto. El Rey tiene una evidente dimensión política, pues significa la oposición de la monarquía a la tiranía23; y, por supuesto, también termina por reflejar la propia idea y actitud de Juan de la Cueva acerca del poder que, en los términos que se plantea, se traduce en una clara inclinación a favor del antimaquiavelismo.

En este sentido, el papel antimaquiavélico por antonomasia lo representa el Rey, pues su concepción política y su ejercicio de gobierno se sitúan en los antípodas de la práctica de Licímaco. Como decía Robert Lauer, en el terreno moral el padre de Licímaco es el verdadero Rey, y su hijo, a pesar de su título, es un tirano24. Si el Príncipe actuaba siempre con la intención de beneficiarse personalmente y pretendía satisfacer exclusivamente sus intereses egoístas sin atender a ninguna otra consideración, el Rey anteponía el «general provecho» para la res publica (p. 220, v. 308); si el Príncipe actuaba dominado por sus instintos y por sus bajas pasiones y actuaba de forma injusta e imprudente, sometiendo al pueblo bajo su yugo25, el Rey, siguiendo la enseñanza estoica, actuaba guiado por la razón y la justicia, como aconsejaba proceder a su hijo a propósito de su sentencia sobre el caso planteado por Aranto: «Hijo, assi deves juzgar, / No movido de passion, / Mas de justicia y razon, / Qu' en el rey no an de faltar» (p. 218, vv. 242-45), y ejercía el poder de forma prudente y justa, respetando la libertad de sus súbditos, como reconocía Gracildo (p. 224, vv. 408-9). Cueva realza el valor positivo del ejercicio del poder del Rey con la paronomasia «rey» - «ley», que funciona como un símbolo léxico que enfatiza el respeto del rey a las leyes humanas y divinas:


Qu' es ley justa y manda al rey
No ser rey o dexar verse,
Porquel rey no a de absconderse
Pues es alma de la ley.


(p. 214, vv. 86-89)                


El Príncipe ha sido calificado de forma universal como un rey tirano26, inhumano e inclemente27, a diferencia del Rey que era presentado como un gobernante humano y clemente, que estaba al servicio de su pueblo al que impartía justicia igual para todos de forma piadosa. Así se pudo demostrar cuando abrió sus puertas a Aranto para que le contase cuál era su problema y la forma que tuvo de resolverlo. Esta escena tiene un evidente valor simbólico, pues refleja el ejercicio del poder del Rey. Se trata de una anécdota que viene a ser similar a las facecias, cuentos o ejemplos -como los de El Conde Lucanor- que sirven para extraer una lección moral o doctrinal, que, en este caso, trata sobre la concepción y práctica del poder. La escena abarca los vv. 66-245 (pp. 213-18) de la primera jornada y se produce justo cuando el Rey está hablando a su hijo el Príncipe al que comunica que le va a ceder la corona y el cetro (iconos o símbolos por antonomasia del poder real)28, y está aconsejándole al respecto. En ese momento, el Paje los interrumpe porque tres hombres y una mujer reclaman la presencia del Rey, quien demuestra su talante político ordenando al Paje que los deje entrar; él no sólo les da «licencia» sino que les abre su corazón, pues sería inhumano no atenderlos (vv. 74-81). El talante del Rey se demuestra entrañable y siempre al servicio del pueblo, al que sirve de forma cariñosa, paternal, diciéndole que hable «sin temor alguno» y su disposición a darle «justicia y clemencia» (p. 214, vv. 94-97), y Aranto ratifica ante la concurrencia la «buena fama» como hombre virtuoso que goza el Rey (vv. 98-101). Por el contrario, el Príncipe también testimonia su diferente conciencia del poder, pues aconseja al Rey que los mande al Consejo y así no les moleste ninguna pesadumbre ajena (vv. 82-83), con lo que se evidencia su egoísmo a la hora de la administración del poder.

Aranto plantea cuál es el problema: su hija, por su cuenta, se ha casado con Licedio, mientras que él mismo quería casarla con Emilio. Pide al Rey que determine a quién se debe dar por esposa, con la condición de que, si se la da a Licedio, el padre la desheredará29. El Rey deja que cada uno de los implicados -padre, hija, marido y pretendiente- dé su parecer sobre el caso, con lo que demuestra su talante justo al mostrarse dispuesto a oír todas las opiniones. Si la escena expresa una importante carga simbólica, la solución propuesta por el Rey también refleja en sí misma un evidente valor simbólico, pues, de forma semejante a la tópica imagen que representa la Justicia como una mujer ciega, decide que tapen los ojos a Lucila con una venda y que el hombre que escoja de los dos que la disputan, Licedio y Emilio, sea su marido. La elección fortuita de Licedio ratificó su voluntaria decisión. El Rey dice a Aranto que desherede a Lucila (trescientos ducados) por haberle desobedecido, pero que la entregue a Licedio, y él mismo la dotará con tres mil escudos de oro.

Excepto Emilio, los tres implicados que ya pertenecen lógicamente a la misma familia, quedan plenamente satisfechos con la solución determinada por el Rey, y expresan la «grandeza», «largueza» del monarca. A modo de moraleja, el Rey aconseja al Príncipe que «así» debe juzgar, guiándose de la justicia y de la razón, virtudes estoicas «Qu' en el rey no han de faltar», y nunca debe moverse por la «pasión».

Licímaco no actúa guiado por la justicia ni la razón, y así, también de forma simbólica, vemos cómo la recompensa que él ofrece es el pago de cincuenta libras de oro a su capitán Argante por haber cumplido su horrenda orden de ejecutar a Cratilo y Gracildo. Y también protagoniza otra escena simbólica que, de forma paralela, contrasta con la del Rey sobre el caso de Arante. Al final de la Jornada III se vuelve al problema planteado por Ericipo al Príncipe acerca de la disputa entre Beraldo y Leutonio. Frente a la solución razonable y justa del Rey, que había abierto de inmediato las puertas de su palacio para resolver los problemas de su pueblo, el Príncipe propone una solución propia de su condición y comportamiento psicótico, ya que la propuesta es injusta y violenta: que se eliminen a golpes el uno al otro (pp. 249-51, vv. 1219-77). Además, el Príncipe no recibió de inmediato a Ericipo, sino que lo haría esperar mientras él se interesaba por su hija, a la que, tras oír a Ligurino, desea poseer. El Príncipe antepone su interés personal al de su pueblo (p. 237, vv. 807-822).

Frente al arte de la disimulación que caracterizaba el ejercicio de gobierno del Príncipe, el Rey siempre actuaba con la verdad; si el Príncipe violó todas las leyes humanas y divinas, el Rey, salvo en las ocasiones comentadas, las respetó y veló que se cumpliesen. Ante la voluntad del Príncipe de ser temido, odiado y aborrecido, el Rey optaba por granjearse el cariño y el amor de su pueblo, de forma que su fama fuera fruto de su bonhomía y buena gestión de la política y de la justicia que ejercidas de forma virtuosa se traducía en la consecución de la paz. El Rey goza del aprecio de todo su pueblo, como lo pone de manifiesto el Consejo de Colcos cuando el Rey anuncia que, tras el juramento del Príncipe, se le debe nombrar rey (p. 219, vv. 254-261). Las intervenciones de Cratilo y de Gracildo -que terminarán rebelándose contra el Príncipe- en el Consejo subrayan que el pueblo de Colcos quiere y respeta al Rey y por eso lamenta que deje el trono (vv. 270-89). Así, se hace evidente la distancia de Cueva respecto de esa máxima maquiavélica que subrayaba el temor que el príncipe debía imponer a su pueblo. Las alusiones y quejas del vulgo terminan cuando el Rey declara que no se aparta del reino sino que lo deja a su hijo (p. 221, vv. 322-23).

Cueva de manera simbólica supo contraponer las dos formas de gobierno, la del Rey y la de Licímaco, desde una vertiente práctica, ya que estas dos actitudes y ejercicios concretos del poder y de la justicia fueron radicalmente distintos y contrarios. Desde un punto de vista ideológico, parece evidente que si la actuación del Príncipe Licímaco parecía dictada por los consejos prácticos de Maquiavelo, la figura del Rey, tanto su pensamiento como su forma de gobierno, se opone totalmente al ejercicio de su propio hijo, lo que se traduce en una de las más claras evidencias de la actitud antimaquiavélica que adopta nuestro dramaturgo, plasmada en la imagen positiva del monarca o del poder. Así, el papel del Rey también servirá para ofrecer una salida o solución a la crisis de gobierno provocada por el Príncipe tirano.




Providencialismo

Si el maquiavelismo se caracterizaba por la preeminencia de la razón de Estado sobre cualquier otro criterio de orden moral, judicial o religioso, el antimaquiavelismo reacciona reafirmando la sobrevaloración de la ética y de la providencia. Además de lo señalado en epígrafes anteriores30, esa tácita contienda entre maquiavelismo y antimaquiavelismo respecto al problema religioso se traduce en El Príncipe tirano en una dialéctica que se cifra simbólicamente en las constantes apelaciones al espíritu infernal del príncipe Licímaco y las continuas invocaciones a la justicia divina, a la intervención de la providencia para que haga justicia y castigue al Príncipe tirano por todos sus crímenes y horribles acciones.

Ya, en la comedia, la furia infernal Aleto apareció inspirando al Príncipe el ejercicio del mal, aconsejándole que matase a su hermana para poder acceder al reinado. De este modo, se sugiere que la maldad del Príncipe viene inspirada por la furia infernal y, conforme los distintos personajes van entrando en contacto, sobre todo como víctimas, con los crímenes y atropellos del Príncipe tirano, todos van subrayando de manera simbólica su condición infernal: Cratilo, el mismo día de la coronación del Príncipe, se queja de que la alegría de Colcos se terminará y todos comenzarán a morir, y el culpable será el Príncipe «inhumano», «tirano», poseído por la «infernal Aleto» (p. 224, v. 393); Leutonio lo identifica con la furia infernal (p. 251, vv. 1285-86); el Rey también lo considera el espíritu del infierno (p. 252, v. 1342); Arganto lo cree instigado por Aleto (p. 255, v. 1404).

Frente a tal identificación del Príncipe tirano con el espíritu del infierno sólo cabría una solución que proviniera de una fuerza sobrehumana, de ahí que todos esos mismos personajes, conscientes de su impotencia frente al todopoderoso tirano, acaben invocando la justicia divina, que se convierte en un símbolo léxico que funciona a lo largo de toda la obra y que, en cierto modo, corrobora el fatal desenlace que aguarda al tirano. Ya en el mismo ritual del juramento de Colcos se apelaba a Júpiter si el Príncipe incumplía su promesa de respetar los estatutos del reino (p. 228, vv. 538-39). De forma gradual y conforme los personajes padecen la crueldad de Licímaco, se van sucediendo las invocaciones a la justicia divina (los nobles tras la quema del templo de Marte: p. 235, vv. 735-6), con el ánimo de que el tirano sea ajusticiado (Cratilo -p. 245, vv. 1095-98- y Gracildo -vv. 1101-2-). El mismo Arganto, que es capitán de la guardia, cuando va a cumplir el insano mandato del Príncipe, expresa su deseo de que sea enviado al infierno y apela a los dioses (p. 255, vv. 1405-6). Calcedio exclama que el cielo lo castigará por su lascivia (p. 258, vv. 1489-90) y Ericipo, ante la afrenta que padece, también reclama justicia divina (p. 263, vv. 1673-4). Hasta el propio Rey confirma el providencialismo de la obra cuando tiene que apelar a la justicia divina para que dé muerte ejemplar al tirano (p. 251, vv. 1292-3; p. 252, vv. 1335-42), y que su cuerpo sea arrojado al infierno (p. 266, vv. 1763-66). La restauración del orden roto en el ámbito religioso se produce cuando el Rey pide a todos que vayan a dar gracias a Júpiter por haberse producido el tiranicidio y la consiguiente liberación del reino de Colcos.

Así, pues, la providencia aparece como un leitmotiv constante en la tragedia de El Príncipe tirano, ya que son continuas las apelaciones e invocaciones a la justicia divina, a Júpiter, para que Licímaco sea sometido a la justicia y castigado por todos sus crímenes y delitos. Tales invocaciones se convierten en un símbolo léxico. Finalmente, se realiza el anhelo colectivo de castigar al Príncipe tirano, pero no ha sido por obra de la intervención directa de la providencia, a modo de deus ex machina, sino que fueron sus propias víctimas quienes le infringieron el merecido castigo. Este desenlace ratifica que las invocaciones a la justicia divina no fueron en vano, de modo que la obra termina reflejando la presencia de la providencia y su consiguiente distancia del pensamiento maquiavélico al respecto31.




Culpabilidad y castigo

No podemos olvidar que el Rey y el Consejo de Colcos, formado por los nobles, también cometieron graves errores por anteponer la particular razón de Estado a la aplicación de la moral y de la justicia. Así, después de que el príncipe Licímaco matara a su hermana la Princesa, y a Trasildoro, con el planteamiento de que no se podía dejar el reino sin un legítimo heredero, perdonaron sus crímenes cometidos. Y siguiendo el mismo criterio, también el Rey, más tarde, ocultó el crimen que cometió Licímaco al matar de manera cruel a sus dos pajes. Por ello, tanto el Rey como el Consejo también son culpables, aunque se trate de una culpabilidad parcial frente a la culpabilidad absoluta del tirano32. Así, vemos cómo también Cueva se hace eco del concepto cristiano de la culpabilidad parcial de las víctimas33.

Así se explica que prácticamente todos los personajes padezcan alguna forma de castigo, en forma de sufrimiento o muerte, con el que paguen su cuota de culpabilidad. Por otra parte, el sufrimiento y la muerte tienen también un carácter simbólico, pues todas las muertes de los personajes suelen cumplir una función explicativa de acuerdo con su actuación en el desarrollo de la intriga. La muerte que, sin duda, expresa el cumplimiento de la justicia poética en la tragedia es la del Príncipe tirano a manos de dos de sus víctimas, Teodosia y Doriclea. La muerte de Licímaco representa la definitiva liberación del reino de Colcos del espíritu infernal y de las consiguientes maldades, atropellos e injusticias que padecían sus gentes. En el mismo sentido cabe interpretar la muerte de Ligurino, privado de Licímaco, pues, en la medida en que cumplió obediente y ciegamente el papel de cínico cómplice del Príncipe tirano, debía padecer su misma suerte para liberar de todo mal el reino de Colcos.

Más difícil de explicar resulta la muerte de los restantes personajes de la obra, sobre todo la de aquellos cuya actuación se ha limitado a cumplir sólo el papel de víctimas inocentes, con lo que sus muertes apenas encuentran otra justificación que la de manifestar o ejemplificar la injustificable maldad del Príncipe tirano. Así pueden entenderse las muertes de los pajes del Príncipe y las de Merope y su nieto. Estas muertes carecen de toda justificación, pues las víctimas no han aparecido en la obra nada más que para sufrir el fatal castigo, de modo que su sacrificio subraya la brutal violencia y la maldad gratuitas del Príncipe tirano, y al mismo tiempo se convierte en la argumentación y justificación razonable del tiranicidio.

El sufrimiento -y, en algunos casos, la muerte- que padecen los nobles y el propio Rey a manos del Príncipe tirano no está exento de alguna justificación, pues los castigos que todos ellos padecen contribuyen a manifestar la sabida crueldad y maldad del Príncipe, pero, por otro lado, también encuentran cierta explicación porque ellos fueron los que, a pesar de las advertencias del Mudo y de la Figura del reino, o del Maestresala (sin recordar los crímenes que cometió contra la Princesa y Trasildoro en la comedia), optaron por dejar impunes los crímenes que había cometido y lo votaron como rey de Colcos. La omisión y el incumplimiento de la legalidad vigente en virtud de la razón de Estado los convertía en sus cómplices y al mismo tiempo en sus víctimas y, por lo tanto, tenían que pagar, que sufrir de algún modo, los errores cometidos: el Rey ocultó y no castigó los crímenes de los dos pajes, con lo que se convirtió en su cómplice; Cratilo y Gracildo tampoco hicieron nada por evitar la coronación del Príncipe, a pesar de saber que tenía las manos manchadas de sangre, y cuando se rebelaron por la quema del templo de Marte terminaron pagando con la muerte su silencio y su rebeldía, como castigo que padecerían los que siguieran su camino. El mismo Calcedio se autoinculpa y se cree merecedor del castigo que padece por no haber actuado a tiempo y haber evitado que el Príncipe llegara a ser rey de Colcos (de hecho, en la comedia, fue el que más interés puso en que fuera perdonado por el Rey por sus crímenes cometidos y que fuera nombrado príncipe heredero), pues en el proceso de coronación del Príncipe animó al Rey a no hacer caso a la Figura del reino que advertía sobre las consecuencias de la elección del Príncipe como rey.

La muerte del Mudo no cumple la función de expresar el cumplimiento de alguna manera de la justicia poética, sino que asume el papel de una muerte simbólica que sirve para adelantar prospectivamente el baño de sangre, de injusticia, de violencia y de muerte que arrasará el reino de Colcos después de que el Rey y el Consejo de los Grandes entreguen el poder a Licímaco. La actuación del Mudo se mantiene en un plano diferente al de los demás personajes de la obra, pues no pretende tanto advertir con el ánimo de intentar evitar la elección del Príncipe tirano como rey, sino que su intención es la de ilustrar con su actuación gesticulante (a modo de teatro dentro del teatro) la suerte que correrá todo el reino de Colcos con la fatal elección del Príncipe tirano como rey: la violación de las leyes y fueros, los llantos, la miseria y quebranto del reino; aunque apunta la que será la única solución posible para que el reino de Colcos se libere de tantos males: matar al Príncipe tirano. Podría decirse que el Mudo sería la representación simbólica de la justicia34, que quedará muerta, inoperante, tras la elección como rey del Príncipe tirano, que abolirá por completo los fueros y leyes de Colcos e impondrá la injusticia, la arbitrariedad, la violencia.

De forma simbólica también aparece como una víctima mortal la Figura del reino, a la que vemos en escena con una espada atravesándole el pecho, como símbolo de la muerte que espera al reino de Colcos. Su presencia en la escena es vista por el Rey como «un siniestro agüero» que anuncia el triste fin de todo (vv. 618-21). La espada que el Rey entregó al Príncipe como símbolo real es la que ahora aparece atravesando el pecho de la Figura del reino (vv. 638-41), con lo que se hace evidente el significado de tal estado, que opone el pasado frente al presente del reino. La Figura explica que el Mudo fue enviado como una señal del cielo como advertencia y manifestación del error cometido al haber elegido al Príncipe como rey de Colcos (vv. 650-85); después ofrece la interpretación de la gesticulación del Mudo, y su vaticinio de la suerte que va a sufrir el reino gobernado por el Príncipe tirano (vv. 690-97).

La presencia de estas figuras, tanto la del Mudo como la del Reino, reflejan la contienda interna que se observa en la obra entre el fatum o destino irrevocable e inmutable y la libertad del ser humano de intentar evitar con la ayuda de dios el cumplimiento de tal suerte adversa. La presencia del Mudo y de la Figura del reino debería haber servido para evitar la elección del Príncipe tirano como rey, pero, al no haber sido así, se limitó a ser tan sólo una advertencia y un agüero de la suerte fatal que va a sufrir el reino de Colcos35.




Tiranicidio

La inclinación de Cueva a favor del tiranicidio se evidencia de forma rotunda desde el momento en que Licímaco, que es la figura que ha podido encamar simbólicamente la doctrina del secretario florentino, y su privado Ligurino son asesinados. No se trata de dos muertes injustas como las que cometió el Príncipe tirano, sino que encuentran plena justificación precisamente por el ejercicio de poder de Licímaco, que ha violado totalmente el juramento de su coronación, pues no ha respetado ni las leyes divinas ni las humanas, no ha cumplido la máxima de una justicia igual para todos y ha ejercido la codicia y la crueldad con sus súbditos. El carácter simbólico del juramento implicaba que si el Príncipe incumplía lo prometido en el rito de la coronación, sería castigado por dios (el rayo justiciero de Júpiter) y sería enviado al infierno sirviendo su muerte de ejemplo.




Lascivia

La actuación del Príncipe Licímaco, en su afán de ser temido, tampoco coincide totalmente con la recomendación de Maquiavelo, para quien el príncipe puede ser temido, pero no debe ser odiado, para lo cual debe abstenerse «de usurpar las haciendas de sus súbditos y arrebatarles sus mujeres» (p. 79). Licímaco no sólo será temido sino que también terminará -como, por otra parte, él mismo anhelaba- siendo odiado por todos sus súbditos, con lo que el maquiavelismo que caracteriza al protagonista se ha transformado en un claro discurso antimaquiavélico en la tragedia El Príncipe tirano, plasmado en su continuo ejercicio de la crueldad y en su insana lascivia de poseer a Teodosia, mujer de Calcedio, y a Doriclea, doncella hija de Ericipo. Así pues, Licímaco incumple el consejo de Maquiavelo de que el príncipe «sólo debe ingeniárselas para evitar ser odiado» (p. 80), pues, se deduce que ese odio derivaría en la rebelión y en la pérdida del gobierno36, como sucederá, de hecho, en la tragedia de Cueva37 En nuestra tragedia, esta causa acaba convirtiéndose en la desencadenante del término del reinado e, incluso, de la vida del Príncipe, aunque no por la revuelta del pueblo sino por el enfrentamiento con sus propias víctimas.

Justo después de que Ligurino le haya contado al Príncipe cómo ha ejecutado su orden de quemar el templo de Marte, con sus leyes y fueros, el Príncipe se interesa por poseer a Teodosia, la esposa de su primo Calcedio; y cuando se le plantea el caso de Ericipo, su privado le habla de la extremada belleza de su hija Doriclea, y el Príncipe hace caso omiso del problema planteado mostrando su exclusivo interés en conocer y poseer a la doncella. Junto a sus crímenes, el Príncipe no pretende otra cosa que gozar a Teodosia y a Doriclea, y está dispuesto al crimen o a la violación con tal de satisfacer su deseo carnal, como amenaza Ligurino a Teodosia (p. 241, vv. 939-42), o como el propio Licímaco la amenaza:


O por fuerça o por amor
E de dar medio a mi fuego,
Y lo que no acaba el ruego
A de acabar el rigor».


(p. 261, vv. 1603-06).                


El deseo de Licímaco de gozar a Teodosia y Doriclea se convierte en la acción secundaria de El Príncipe tirano, de manera que se desarrolla, junto al conflicto en torno al tema del poder, la correspondiente implicación en el conflicto del honor. Esta acción secundaria que desarrolla el tema del honor tiene una justificación que puede ser el deseo de la necesidad escénica, es decir, de facilitar la representación de la obra.

La pretensión del Príncipe nos lleva directamente al planteamiento de uno de los motivos más significativos del teatro áureo: el tema de la honra que, en este caso, se asocia o, mejor, se contrapone al tema del poder. De hecho, el problema de la honra no se queda en la esfera individual o privada, sino que adquiere una dimensión pública y, desde el momento, en que es nada más y nada menos que el mismísimo rey tirano el que afrenta la honra de sus súbditos, el problema adquiere una vertiente política. La intención de Licímaco de poseer a las dos mujeres38 va a suponer -como había vaticinado Maquiavelo- la oposición de todo el mundo contra el Príncipe tirano (excepto su cómplice Ligurino): sus víctimas, tanto las mujeres como el marido y el padre de ambas, el Rey, y hasta el capitán de su guardia, Arganto.

Teodosia y Doriclea se oponen radicalmente a los deseos insanos del Príncipe y asumen una férrea defensa de su castidad, hasta el punto de mostrarse dispuestas a la autoinmolación, a perder antes su vida que su honra, como contesta Teodosia a Ligurino (p. 241, vv. 943-64), o como ambas pretenden consolar a su esposo y padre:

Teo.
Vamos, y vos, mi Calcedio.
Esperá en Dios el remedio
Y tené esperança en mi,
Quel rey bien podra quitarme
La vida, mas no el honor,
Qu' este os guardare, señor,
Sin que pueda ley mudarme.
Dor.
Ericipo, padre mio,
A quien contrario es el cielo,
Recibe de mi vn consuelo
En estado tan impio,
Que presto sere contigo,
Porque morire primero
Que mi honor goze el rey fiero.

(pp. 265-66, vv. 1744-57),                


pues de esa forma ni siquiera se trataría de una muerte sino de una vida eterna por la fama que cobrarían por el respeto de su castidad, como si fueran dos nuevas Lucrecias. Uno de los rasgos comunes a Teodosia y Doriclea que confirma su integridad moral y altruismo es que no se preocupan por su desdichada suerte sino por el sufrimiento que, a su juicio, por ellas mismas están padeciendo su marido y su padre. Teodosia pide al Príncipe que respete su voluntad de querer mantener su honra, y los lazos familiares con su esposo; y Doriclea se autoinculpa por la mala suerte de su padre, de ahí que pida al Príncipe que se ensañe con ella que está dispuesta a morir en su lugar (p. 260, vv. 1551-66). Pero su inclinación por la auto-inmolación no suponía que no hubieran pensado también en el tiranicidio, ya que era la única manera de defenderse de semejante deshonra o de tan «horrenda tiranía», como exclama Teodosia ante su esposo y Ligurino: «Si acudiere, con mi mano / Le daré mil vezes muerte» (p. 243, vv. 1029-30). De hecho, todos los personajes coincidieron en calificar al Príncipe y su perversa intención como un «tirano» y una «tiranía», con lo que todos tienen asumido que la solución pasa por el tiranicidio. Hasta el mismo Rey reprueba la perversa intención de su hijo y se queja por el honor afrentado de los dos grandes, Calcedio y Ericipo (pp. 251-52, vv. 1308-25), defendiendo también el tiranicidio como la única solución.

Al enterarse de sus planes, Ericipo pidió la pronta intervención del Rey (»¡O tiranico rigor! / ¿Tal ay? Quiero ir a dar cuenta / A su padre, y que el de orden / De remediar el desorden / Deste que afrentarme intenta», p. 239, vv. 874-78), con lo que se hace evidente la dimensión política que presenta el problema y, además, que la única solución es el tiranicidio, si bien es cierto que, a su juicio, en casos de honra, ha de hacer justicia el Rey («Mas sossiega que yo dare el remedio / Que pide el caso tuyo y de Calcedio», p. 246, vv. 1133-34). Por su parte, Calcedio también iguala los conceptos de honor y poder, ya que, a su juicio, en casos de honor, tienen el mismo poder señor y vasallo, según le responde a Ligurino:


Pues buelve a su magestad
Con tal respuesta de mi:
Que mude su parecer,
Porque en los casos de honor
Los vasallos y el señor
Son iguales en poder.


(p. 243, vv. 1017-22)39                


Y, aunque Calcedio se inclina por el tiranicidio para solucionar el problema, también pide por respeto a la justicia y al Rey su intervención en el caso (p. 243, v. 1026). Calcedio se autoinculpa al reconocer que merece el castigo que recibe por no haberlo impedido cuando pudo (p. 266, vv. 1761-62), tal vez en clara alusión a su postura, en la comedia, a favor del perdón del Príncipe por sus asesinatos o, en la tragedia, cuando no supo o no quiso hacer caso de las señales divinas que, representadas por el Mudo y la Figura del Reino, pronosticaban las desgracias que padecería Colcos tras la coronación de Licímaco. Esta alusión permite unir de nuevo la intriga del poder y del honor.

Juan de la Cueva ha ido acumulando todos los crímenes y tropelías del Príncipe hasta el final de la obra, con lo que también se han ido incrementando todos los odios y deseos de justicia contra el tirano. Sin embargo, la gota que colmó el vaso fue el deseo de gozar a Teodosia y Doriclea. El gusto de Cueva por resaltar los caracteres femeninos, dotados de fuerza dramática, de integridad moral, se tradujo en que ellas fueron las encargadas de defenderse de las malsanas intenciones de Licímaco con su muerte: la tiranía del Príncipe sólo podía solucionarse con el tiranicidio40. La dimensión política que adquiere el asesinato de Licímaco se acentúa cuando Teodosia también mata a su privado Ligurino, pues con ella también se libera el reino de Colcos de la tiranía.

La muerte del Príncipe no se ha visto en escena, pero Teodosia y Doriclea salen confesando que lo han matado. Así, en esta ocasión, Cueva no ha resuelto el conflicto acudiendo a ninguna fuerza sobrenatural que interviene en el problema de los humanos, sino que son éstos los que han llevado a cabo su propia liberación, aunque haya sido después de un conjuro colectivo de invocación a los dioses. Estas dos mujeres han sido las que han interpretado en la práctica el aliento divino de ajusticiar al tirano.

De esta forma, las mujeres se convierten en las liberadoras de todo el reino y, por supuesto, en las salvadoras de su honor (vv. 1795-98)41. Además, están dispuestas a la autoinmolación, pues su muerte será vida loable, por la fama póstuma, del hecho realizado: matar a un tirano, mantener su honra (1811-14). Su acción heroica y liberadora se extiende incluso a Ligurino quien, al amenazarlas mortalmente por haber asesinado al Príncipe, es matado por Teodosia (1815-20), con lo que han sido asesinados el Príncipe tirano y su cómplice. Por su acción liberadora y catártica se sienten satisfechas y expresan que gozan del «favor divino» (1823-26), y se disponen a desenterrar a su esposo y a su padre. Al llegar el Rey, que no ha cumplido un papel activo en la liberación de Colcos, pregunta lo ocurrido y Teodosia le responde asumiendo el castigo mortal que merecen por lo hecho. El Rey, en lugar de castigarlas por su crimen, las premia con la gloria y alabanza. El mismo Rey le da una dimensión política a la muerte del tirano cuando pide que sea expuesto su cadáver en la calle para que el pueblo deje de tener miedo porque el Príncipe habita el infierno (1847-62), y que Ligurino también sea echado al campo pues fue su cómplice. Después todos van a dar gracias a Júpiter por la ayuda concedida (1865-70).

La mujer sigue, pues, desempañando un papel importante en el teatro de Cueva42. De hecho, el ajusticiamiento del Príncipe se produce al final porque las dos mujeres, que iban a ser forzadas, lo matan. Así, ellas asumen el papel de vengadoras de las víctimas del Príncipe, de la ley que ha sido violada y ahora será restaurada; ellas han sido el brazo ejecutor de la voluntad divina, cuya autoridad había sido cuestionada por el Príncipe que pretendía alcanzar igual grado de veneración. Puede ser lógico que las dos mujeres sean las liberadoras del reino de Colcos porque ellas no se han visto implicadas -ni, por lo tanto, manchadas- en la coronación del Príncipe. Se puede decir que todos los implicados acabaron sufriendo, de alguna manera, su castigo (muerte, golpes, infamia, etc.) -como asumen Cratilo, Gracildo y Calcedio, por ejemplo-, y, desde su impureza difícilmente podían asumir el papel liberador, que lógicamente tenía que corresponder a las mujeres43.

Lo que parece evidente es que la muerte del Príncipe tirano, y de su privado, representa la apuesta definitiva de Cueva a favor del antimaquiavelismo, ya que la impronta más evidente del pensamiento de Maquiavelo se observaba en Licímaco, aunque el personaje expresara las enseñanzas de El Príncipe de manera algo exagerada, de modo que su asesinato y posterior aceptación y reconocimiento del Rey a sus asesinas significaba simbólicamente la condena del maquiavelismo.




Conclusión

El teatro del último cuarto del siglo XVI, y concretamente el de Juan de la Cueva, es un teatro que puede denominarse manierista, en el sentido de tratarse de una obra que se sitúa en plena transición entre el Renacimiento y el Barroco44. Los autores de este periodo participan especialmente de la búsqueda de nuevas fórmulas dramáticas que perfeccionan la heredada práctica teatral. Además de su coincidencia cronológica, hay una serie de rasgos en la dramaturgia de Cueva, y lógicamente en El Príncipe tirano, que subrayan su carácter manierista. El estudio de cualquier aspecto de la mencionada pieza teatral difícilmente podría hacerse sin mencionar siquiera su carácter manierista.

Juan de la Cueva no pudo sustraerse al común intento del grupo de dramaturgos del último cuarto del siglo XVI de recuperar y adaptar la tragedia a la escena de su tiempo, ni a su pretensión de diferenciarla teóricamente de la comedia. Fruto de tal aventura fue la clasificación que él mismo ofreció de sus catorce piezas teatrales en diez comedias y cuatro tragedias, perteneciendo a ambos grupos la doble pieza homónima de El Príncipe tirano. Tanto esfuerzo teórico y práctico no se tradujo, paradójicamente, en unos resultados diferenciadores, pues el sevillano concluyó que «el Trágico y el Cómico / es uno ya, y una cuenta / [...] / assi, que ya es todo uno»45, dejando margen tan sólo para una simple distinción: «¿en qué? En que siempre en la Tragedia mueren, / un fin della esperando dolorido; / en la Comedia muerte no ay qu' esperen»46. En efecto, la comedia y la tragedia de El Príncipe tirano pueden considerarse una doble pieza teatral, que escenifica el mismo tema del poder político, siendo la segunda continuación de la primera, y coincidiendo, por lo tanto, todos los rasgos esenciales de ambas.

Tal vez la división bastante artificial entre comedia y tragedia pudo responder a la voluntad de Cueva de dar respuesta a una seria dicotomía: la necesidad de conectar con el incipiente público vulgar de los corrales y con las exigencias del género trágico convertido en teatro dirigido a una minoría culta47. Cueva parece resuelto a dar satisfacción a esas dos tendencias a través del cultivo -y justificación teórica- de los dos géneros teatrales: la comedia y la tragedia, respectivamente. Así, la tragedia de Cueva apenas ofrece concesiones a los gustos del vulgo que empezaba a llenar los corrales y ofrece una visión truculenta de la condición del hombre, de la sociedad del momento, y un teatro claramente didáctico, minoritario por culto; mientras que la comedia sí presenta una vocación más popular, por los temas, personajes, estilos, versificación, etc. Así, no fueron frecuentes -en el caso de Cueva, prácticamente nulas- las didascalias, muy escasos los apartes, muy pocos los enredos habituales de la comedia, los parlamentos eran demasiado largos, con lo que el dinamismo se hacía muy lento, los personajes estaban demasiado encohetados en sus rasgos determinantes, positivos o negativos, sin dudas ni ambigüedades, etc.48

Sin embargo, de manera contradictoria, si comparásemos las dos piezas homónimas de Cueva, llegaríamos a la conclusión de que prácticamente no hay diferencias entre la comedia y la tragedia, como demostraría la simple observación de su versificación49:

Comedia del Príncipe tirano Tragedia del Príncipe tirano
Octavas 64'68 %42'35 %
Dobles redondillas33'15 %49'62 %
Tercetos 1'62 % 4'54 %
Estancias 0'52 % 3'47 %

En efecto, la comedia y la tragedia de El Príncipe tirano son dos partes de un mismo tema, como si el dramaturgo hubiera recreado en dos momentos distintos la trayectoria política del Príncipe hasta su coronación como rey de Colcos. Con otras palabras, parece que Cueva hubiera forzado tanto la situación que trata el mismo tema del ejercicio del poder político en dos instantes distintos: el del Príncipe que pretende ser nombrado heredero al trono y el del Príncipe que ejerce como rey; si en aquélla es perdonado por sus crímenes (aunque sí aparecen en escena sus asesinatos), en ésta muere a manos de dos de sus víctimas. El sometimiento de la creación dramática a un doble parámetro constructivo (la distinción artificial entre la comedia y la tragedia homónimas, que, no obstante, pretende adaptar a las circunstancias del teatro contemporáneo) para la elaboración de un discurso teórico-práctico sobre el ejercicio del poder político refleja, sin duda, un rasgo más del carácter manierista del teatro de Cueva.

No debió de resultar fácil la acomodación de diversas fuentes (y tradiciones) literarias: por una parte, la adaptación de la tragedia clásica (senequista)50, pero sin afán purista -pues suprimió los coros, redujo las jomadas teatrales, etc.-, ya que le interesó su moralidad estoica cristianizada, su tono sentencioso, su efectismo del horror, provocativo y violento; y, por otra, la asimilación de la tragedia italiana, de forma evidente el Orbecche de G. Cintio51; además, intentó adaptarse a las circunstancias teatrales del momento y a su propia concepción dramática.

La tragedia de Cueva sigue el modelo clásico de la tragedia «morata» que encajaba muy bien con la finalidad moralizante que era un fin operativo en la literatura renacentista52. Además, el propio Cueva había subrayado, en el prólogo a su Primera parte..., «Epístola dedicatoria a Momo», la finalidad moral y religiosa de su teatro: «la Comedia es imitación de la vida humana, espejo de las costumbres, retrato de la verdad, en que se nos representan las cosas que devemos huir, o las que nos conviene elegir, con claros y evidentes exemplos» (pp. 6-7). Para esta finalidad moralizante cumplió un papel importante la instrumentalización del horror53, que, en esta pieza, encuentra una justificación en el tema tratado, es decir, en el planteamiento político que sigue las pautas del debate en torno a Maquiavelo, pues para el secretario florentino, el horror, más exactamente el terror, era un instrumento legítimo, de ahí su manifestación en la tragedia de Cueva. Y con el horror pretendía -en una actitud prebarroca- impresionar, conmover con el ánimo de provocar en el espectador una reacción de identificación o rechazo con lo visto en la escena54.

La dependencia del fin didáctico puede ser también la causa de que Cueva empleara de forma recurrente el paralelismo escénico para subrayar las semejanzas o contrastes del discurso ideológico sobre el poder, lo que termina forzando situaciones dramáticas que dan una sensación de artificiosidad o antinaturalidad (los casos planteados ante el Rey y el Príncipe, la aparición del Mudo y de la Figura del reino, etc.), además de caer en cierta sensación de episodismo. También resulta recurrente el paralelismo en el tratamiento de los personajes, pues siempre suelen aparecer asociados en parejas, de manera que se transmite una sensación duplicada de todo, a modo de ratificación escénica (son siempre dos las víctimas del Príncipe tirano, y son dos las liberadoras de Colcos, son dos las figuras que vaticinan los males, etc.).

Tal vez Juan de la Cueva haya sido uno de los primeros dramaturgos de la España del Siglo de Oro que llevó a las tablas el problema del poder político, planteado desde una perspectiva que ahonda sus raíces en el debate contemporáneo entre maquiavelistas y antimaquiavelistas. El Príndpe tirano ofrece una evidente decantación a favor de los argumentos esgrimidos por la reacción antimaquiavélica, como se observa en las actitudes condenatorias que proyecta prioritariamente sobre el príncipe Licímaco -que simbólicamente muere de forma violenta-, pero que también se ven reflejadas en la velada censura expresada a través de los reveses que padece el Rey, y del sufrimiento y muerte de otros personajes de la pieza. Por otra parte, hay que subrayar que la obra ofrece unos planteamientos que pretenden ser más funcionales y operativos que científicos o trascendentes, pues interesaba más el fin didáctico y la inmediatez comunicativa que exigía el teatro que la inviable -al menos en el medio teatral- plasmación de un problema teórico, como el del poder, excesivamente complejo. Todo ello hace que los planteamientos políticos o la reflexión sobre el poder resulte claramente simplista y, si se quiere, incluso maniquea.

En El Príncipe tirano de Cueva no hay una exposición organizada ni sistemática de las ideas políticas o ideológicas acerca del poder, ni tampoco vemos una programación que especifique cómo debe actuar el gobernante. Coincidiendo con El Príncipe de Maquiavelo, se trata básicamente de la presentación de ejemplos o anécdotas que el Rey o el Príncipe deben resolver o seguir, de manera que estamos ante un evidente pragmatismo y empirismo55 que pretende actuar sobre casos concretos más allá de cualquier universalización ideológica, y así se plasma también en el planteamiento de problemas específicos cuya solución diferenciará el talante del Rey y el del Príncipe.

Pero la visión del poder que Cueva ofrece en su obra no se circunscribe sólo al ámbito del debate ideológico en torno al maquiavelismo, sino que debe ampliarse de forma general y concretarse en una imagen del poder que nos muestra una perspectiva un tanto negativa y sórdida de las nefastas consecuencias que acarrea su tiránico ejercicio, simbolizado en la actuación de Licímaco, y otra panorámica muy positiva, incluso utópica, del ejercicio de gobierno, simbolizado en el papel del Rey. Desde esta óptica, se observa que el discurso sobre el poder de El Príncipe tirano se expresa de forma dialéctica en la contienda que enfrenta al Príncipe con el Rey o, mejor, con todos los demás personajes. Así, sin firmes anclajes teóricos ni prácticos -pues no pretendió representar la realidad histórico-política de su tiempo-, la concepción de Cueva sobre el poder político en El Príncipe tirano se cifra en las siguientes coordenadas de signo utópico: el Rey debe respetar las leyes humanas y divinas; debe gobernar guiado por la razón y la justicia, anteponiendo siempre los intereses de la res publica, ejerciendo el poder de forma humana y clemente; debe procurar el amor de su pueblo y conseguir la fama póstuma por las buenas obras.

Cueva en El Príncipe tirano ofrece una idea comprometida acerca del poder. Quizás no haya que quedarse en lo dicho acerca de la oposición de su teatro a la política de Felipe II y, más concretamente, que critique la anexión de Portugal56, pues, a mi juicio, no hay elementos claros ni suficientes para demostrar tal hipótesis57. Parece más bien que el compromiso del sevillano había consistido en una crítica acerba, aunque de forma genérica, que no se concreta ni en personajes ni en hechos específicos, a la forma de gobierno y a los gobernantes que anteponen sus intereses egoístas y personales a los de la res publica. Sin embargo, no hay que perder de vista que esta pieza, como el resto de la producción dramática de Cueva, se representó en tiempos de Felipe II, al igual que la mayoría de las tragedias del horror creadas en el último cuarto del siglo XVI y, como ellas, también participa no sólo de su común afán por moralizar acerca de la realidad política de su tiempo, sino también de su deseo de superarla58.

El Príncipe tirano de Cueva podría interpretarse como una tragedia contra el abuso de poder y sus nefastas consecuencias en todos los ámbitos, cuyo mensaje es susceptible de aplicarse de manera universal en cualquier tiempo y lugar, incluida la propia circunstancia histórica que le tocó vivir, y cuya intención tal vez fuera la de provocar alguna forma de reacción por parte del público.







 
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