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El sombrero de tres picos. Capítulo VII. El fondo de la felicidad

Pedro Antonio de Alarcón





Adorábanse, sí, locamente el Molinero y la Molinera, y aún se hubiera creído que ella lo quería más a él que él a ella, no obstante ser él tan feo y ella tan hermosa. Dígolo porque la señá Frasquita solía tener celos y pedirle cuentas al tío Lucas cuando éste tardaba mucho en regresar de la ciudad o de los pueblos adonde iba por grano, mientras que el tío Lucas veía hasta con gusto las atenciones de que era objeto la señá Frasquita por parte de los señores que frecuentaban el molino; se ufanaba y regocijaba de que a todos les agradase tanto como a él, y, aunque comprendía que en el fondo del corazón se la envidiaban algunos de ellos, la codiciaban como simples mortales y hubieran dado cualquier cosa porque fuera menos mujer de bien, la dejaba sola días enteros sin el menor cuidado, y nunca le preguntaba luego qué había hecho ni quién había estado allí durante su ausencia...

No consistía aquello, sin embargo, en que el amor del tío Lucas fuese menos vivo que el de la señá Frasquita. Consistía en que él tenía más confianza en la virtud de ella que ella en la de él; consistía en que él la aventajaba en penetración, y sabía hasta qué punto era amado y cuánto se respetaba su mujer a sí misma; y consistía principalmente en que el tío Lucas era todo un hombre: un hombre como el de Shakespeare, de pocos e indivisibles sentimientos; incapaz de dudas; que creía o moría; que amaba o mataba; que no admitía gradación ni tránsito entre la suprema felicidad y el exterminio de su dicha.

Era, en fin, un Otelo de Murcia, con alpargatas y montera, en el primer acto de una tragedia posible...

Pero ¿a qué estas notas lúgubres en una tonadilla alegre? ¿A qué estos relámpagos fatídicos en una atmósfera tan serena? ¿A qué estas actitudes melodramáticas en un cuadro de género?

Vais a saberlo inmediatamente.





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