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Enrique Gil y Carrasco (1818-1846) y Francisco Navarro Villoslada (1818-1895): filiación romántica e ideológica

Solange Hibbs-Lissorgues

En su estudio sobre la influencia literaria de Enrique Gil y Carrasco, Jean-Louis Picoche hace referencia a «las pocas novelas históricas que se sitúan en la línea de E. Gil y Carrasco y destaca la serie de puntos comunes con novelistas como Francisco Navarro Villoslada de los que solo mencionaremos los más significativos:

  1. localización periférica de estos autores: Bierzo, Navarra, montaña de Santander;
  2. veta religiosa, conservadora e incluso o tradicionalista como en el caso de Francisco Navarro Villoslada;
  3. particularismo regional que se opone al centralismo madrileño que desemboca en lo que podría llamarse novela histórica "regionalista"».

(Picoche: 1978: 356-357)



Enrique Rubio también señala algunas convergencias entre ambos autores en su Introducción de la edición crítica de El Señor de Bembibre, y más precisamente los recursos narrativos que se repiten en las novelas de la época sin duda influidas por Walter Scott (Rubio: 2011: 58-59).

Aunque Francisco Navarro Villoslada pertenece a un segundo grupo de autores cuya obra se difunde partir de los años cuarenta, su producción refleja una evidente filiación con el conjunto de obras publicadas entre 1834 y 1844. Este novelista, periodista y ensayista, se sitúa precisamente en una constelación de autores nacidos entre 1816 y 1825 que «presentan como característica común su educación en pleno fervor romántico y una progresiva evolución hacia el conservadurismo» (Navas Ruiz: 1970: 25).

Siempre resulta delicado y poco satisfactorio desde un punto de vista científico encasillar a autores en periodos históricos y literarios perfectamente acotados y términos como «generación», «estratos», «periodos» y «géneros» deben manejarse con cierta cautela.

Por lo tanto el presente estudio no se centra en una comparación entre dos autores u obras que, con toda evidencia tienen semejanzas; lo que nos interesa es la captación de resonancias, afinidades que se manifiestan en un contexto literario, ideológico complejo, un contexto en el que existen varias etapas y diversas tendencias: dificultosa maduración de la llamada novela histórica debido a las deficientes bases socio-históricas, falta de dinámica ideológica pero progresiva politización de la literatura que busca los moldes más adecuados de expresión. Unos moldes que recogen las distintas manifestaciones «literarias» que surgen al hilo de los acontecimientos históricos de las primeras décadas del siglo XIX: proclamas, panfletos, manifiestos, discursos políticos... Esta literatura «menor» es particularmente significativa en la medida en que refleja una lección histórica: la transición de la monarquía absoluta al primer liberalismo político. El lento despertar de una conciencia nacional, que se manifiesta a partir de la década de 1840 acaba cuajando en lo que se ha llamado «novela histórica».

Si muchos de los escritores españoles se ven influenciados por el enorme prestigio de la novela escottiana, numerosas producciones no rebasan la crónica histórica que se apoya en el patrimonio histórico nacional y no dejan de ser un género de «invención o de ficción con un fondo de realidad».

Tanto las novelas de Navarro Villoslada como en El Señor de Bembibre ilustran la voluntad de hacer revivir personajes y acontecimientos de una especie de crónica histórica; no es anodino que ambos autores reivindiquen las crónicas que alimentan su propio relato.

Precisamente un elemento importante en la producción novelística de Navarro Villoslada es el recurso a las crónicas. La ficción de la crónica, supuestamente seguida por el narrador, como es el caso en El Señor de Bembibre de Gil y Carrasco y de las tres novelas más conocidas de Villoslada, Doña Blanca de Castilla, Doña Urraca y Amaya o los vascos en el siglo VIII, aparece con frecuencia en la novela romántica española para reforzar la sensación de verosimilitud. Pero antes de abordar las novelas de Villoslada, quisiéramos destacar algunos de los rasgos más sobresalientes de su biografía.

Conviene destacar su personalidad polifacética ya que, además de literato, fue un político activo, propagandista y adalid de la causa carlista, conocido periodista, colaborador, redactor y director de importantes publicaciones del siglo XIX como El Español (1845), el Semanario, el Siglo Pintoresco (1845-1848), El Padre Cobos (1854-1856), o El Pensamiento Español (1859). Es autor de una prolífica producción de artículos literarios y políticos. Empleó su pluma igualmente en el teatro, la poesía y en el artículo de costumbres y comparte con Gil y Carrasco uno de los rasgos característicos del escritor romántico que es la práctica de los distintos géneros literarios existentes (Rubio: 2011: 19).

En su faceta de autor costumbrista dejó escrito El canónigo (1843), El arriero (1846), La mujer de Navarra (1873) y figura, al lado de otros conocidos escritores costumbristas, en la galería Los españoles pintados por sí mismos. Para Villoslada, y siguiendo la pauta casi sociológica de la literatura costumbrista de la época, se trata de analizar el tipo, con su oficio y profesión y en su entorno como es el caso de La mujer de Navarra, estampa del carácter de las mujeres montañesas y ribereñas. Este interés sociológico, con el análisis de las formas de vida de cada tipo, es el que demuestran ambos autores en su participación al Semanario Pintoresco Español. Navarro Villoslada fue colaborador y luego redactor de esta prestigiosa revista costumbrista (1836-1857) cuyo fundador fue Mesonero Romanos. Gil y Carrasco publica varios de sus artículos costumbristas bajo el título general de «Usos y trajes provinciales» en dicha revista. No es ninguna casualidad por lo tanto que en las novelas que nos ocupan Doña Blanca de Navarra, Doña Urraca y Amaya se produzca una minuciosa observación de usos, rituales y costumbres.

Entrando en el terreno de la literatura, es conocido fundamentalmente como autor de novelas históricas entre las que destacan Doña Blanca de Navarra (1847), Doña Urraca de Castilla (1849) y sobre todo la más tardía novela Amaya o los vascos en el siglo VIII (1879). La gran popularidad de su última novela por lo menos a escala local en Navarra y en las provincias vascongadas, explica que fuese considerado como un escritor regionalista. Sin lugar a dudas se le puede incluir en una corriente de escritores que aportan a sus novelas históricas temas y paisajes regionales. En este aspecto podrían destacarse las similitudes con la obra de Gil y Carrasco: quizá no se pueda hablar todavía de una novela regional cuyo máximo representante será años después Pereda, pero sí de una novela regionalista. Entre las otras facetas de la producción de Villoslada, hay la del dramaturgo. El género dramático, como lo recuerda el crítico Mata Induráin, era en la segunda mitad del siglo XIX, «el género literario en el que solían probar sus primeras armas los escritores noveles [...]» (Mata Induráin: 1995: 149). Villoslada abandonó el mundo del teatro bastante prematuramente probablemente influido por el escaso éxito de algunas de sus obras como en el caso de la comedia en verso estrenada en 1844 y que suscitó muchas críticas, entre otras, las del propio Gil y Carrasco. En una reseña publicada en la Revista de la Quincena IX, el 1 de marzo de 1844, Gil y Carrasco comenta que con esta comedia «el manejo de tan diversos elementos que exigía una maestría que solo la experiencia puede dar, ha venido a suceder que el autor, embarazado con ellos, más los ha confundido que ordenado» (Gil: 1954: 559). Si elogia la «laudable aplicación» con la que escribió su comedia, no duda en aconsejarle que busque otros cauces más caudalosos y fértiles como escritor.

No podemos dejar de mencionar el papel político de Villoslada, ya que su compromiso como católico tradicionalista se transparenta en su escritura y en la visión providencialista de la historia que impregna las páginas de sus novelas.

A partir de 1851, emerge dentro de las filas moderadas el grupo denominado. neocatólico, formado por donosianos y nocedalinos. Portavoz destacado de este grupo, desempeña un papel relevante en El Pensamiento Español fundado por él en 1859. En sus columnas defiende las ideas tradicionalistas y el papa Pío IX al suscitarse la cuestión romana y alimenta formidables polémicas con la prensa liberal. El triunfo de la revolución de 1868 provoca su acercamiento al carlismo. Es elegido senador por Barcelona en 1871, llegando a ejercer el cargo de secretario de la minoría carlista en el Senado.

Nos parece oportuno hacer un breve recorrido argumental de sus novelas.

Doña Blanca de Navarra: crónica del siglo XV: la acción comienza en Navarra en el año 1461. El reino se encuentra dividido en dos bandos, el de los agramonteses, partidarios de don Juan II, rey de Aragón y de Navarra, y el de los beaumonteses que apoyan a la princesa de Viana, doña Blanca, una vez que ha muerto envenenado su hermano Carlos que se había rebelado contra su padre. Para escapar a sus perseguidores, Blanca ha decidido vivir en una pequeña aldea navarra, Mendavia, como una sencilla labradora haciéndose llamar Jimena. Después de numerosos lances (secuestro, encarcelamiento), doña Blanca muere envenenada por su hermana Doña Leonor de Fox que desea a toda costa ser reina de Navarra;

Doña Urraca de Castilla. Memoria de tres canónigos. Novela histórica original (1847): la acción se sitúa en el reino de Galicia hacia el año 1116. El territorio está dividido en tres bandos: el de la reina Urraca de Castilla y de León, el de su marido Alfonso el Batallador, rey de Aragón y de Navarra y el de Alfonso Raimúndez, hija de doña Urraca y de su primer esposo, el conde Raimúndez de Borgoña. De hecho la novela aborda una historia de la Galicia medieval (inspiración en una crónica, La Historia compostelana redactada en tiempos del obispo Gelmírez, documentos en los archivos de la catedral). Merece destacarse que dedicó la novela a dos tíos con los que vivía y que eran canónigos de la catedral de Santiago.

Amaya o los vascos en el siglo VIII: publicada primero en La Ciencia Cristiana entre 1877 y 1879, año en el que aparece bajo forma de un libro.

La acción se sitúa en Vasconia en el año 711. Después de tres siglos de continuas guerras, los godos, dueños de toda la península, no han conseguido sujetar completamente a los indómitos vascones. Los vascos convertidos ya en su mayoría al cristianismo creen la hora llegada de contar con un rey a semejanza de otros pueblos: la intriga se centra en los tres candidatos vascos García, Teodosio de Goñi y Eudon, un misterioso personaje. Godos y vascos ante el peligro del enemigo exterior, los musulmanes, unen sus fuerzas para defender la religión cristiana. García y Amaya se casan (símbolo de la reconciliación de dos pueblos). Da comienzo la reconquista en España y en Asturias se forma un reino cristiano con Pelayo; en los Pirineos aparece otro con García Jiménez, proclamado rey de Vasconia.

Como vemos, en todas estas novelas existen bandos, pueblos o razas enfrentados: la inclusión de guerras civiles es un tópico en la novela histórica romántica española «quizá un reflejo de las continuas guerras del revuelto siglo XIX» (Mata Induráin: 1995: 436).

Navarro Villoslada puede ser incluido en la nómina de los escritores románticos con algunas matizaciones. En primer lugar, como lo señala acertadamente Carlos Mata Induráin, es un romántico rezagado si tenemos en cuenta que su obra más conocida, Amaya, plagada de reminiscencias románticas, no llega hasta la década de los 70. Es un romántico de signo conservador cercano a la tendencia de un Chateaubriand y un romántico regionalista por los temas, personajes y escenarios de muchos de sus escritos.

Las tres novelas de Villoslada presentan características comunes con la producción más paradigmática del género romántico: Patricio de la Escosura Ni rey, ni roque (1835), El golpe en vago (1835) de José García de Villalta, El templario y la villana (1840) de Juan Cortada y Sala y por fin con El Señor de Bembibre a la que le une una evidente filiación romántica e incluso ideológica.

Entre las características comunes que comparte con la novela de Gil y Carrasco señalemos: la localización en una Edad Media, tópicamente idealizada, cristiana y caballeresca; un narrador omnisciente en tercera persona que trata de crear una sensación de verosimilitud con frecuentes alusiones a crónicas ficticias; personajes esquemáticos o con poco relieve (un héroe y una heroína, altamente idealizados, que se aman pero que han de sufrir la persecución de un antihéroe); manejo de unas mismas estructuras y de unos mismos recursos de intriga para mantener el interés del lector. Nuestro propósito no es hacer un inventario detallado de estas características o una comparación sistemática entre los textos que llevarían mucho tiempo y carecerían de interés. Nos conformaremos pues con mencionar las afinidades y correspondencias más significativas que reflejan una explícita convergencia literaria y cierta sensibilidad ideológica común.

La herencia escottiana

Numerosos críticos han subrayado la indudable huella de Walter Scott en la literatura «nacional» y las indiscutibles coincidencias de algunas obras con Ivanhoe, El talismán, las Waverley novels, manejo de unas mismas estructuras narrativas, y similares recursos de intriga: trama situada en el pasado con elementos tomados de una realidad extraliteraria (historia y descripciones de vestimenta, viviendas, costumbres), referencias temporales mediante personajes y sucesos históricos, uso del lenguaje de la época retratada, personajes representativos que son tipos.

Como suele ser habitual, al estilo de Scott se ofrece un cuadro panorámico al comenzar la obra. Y los datos históricos esenciales se acumulan en los primeros capítulos donde se ofrece un cuadro general de la época con una evidente finalidad didáctica: de este modo, el lector puede hacerse una idea de la época y situar correctamente a los personajes.

Aparecen en telón de fondo las luchas intestinas, las parcialidades y divisiones en bandos y abundan los datos históricos y las referencias a hechos concretos que salpican las páginas de estas novelas para darles autenticidad y verosimilitud. En el caso de El Señor de Bembibre, el capítulo II es una recapitulación del contexto histórico y de acontecimientos colectivos que afectan a los individuos (Doña Beatriz y don Álvaro), recapitulación que se concluye con la frase: «Tal era el estado de cosas en la tarde que los criados de don Alonso y el escudero de don Álvaro volvían de la feria de Cacabelos» (Rubio: 2011: 83).

En Doña Urraca de Castilla, es en el libro primero de la novela donde se produce una concentración de todos los datos históricos necesarios. En Amaya, junto con los elementos históricos, entra en buena medida lo legendario ya que la acción se remonta a un pasado muy lejano, el siglo VIII del que no existen tantas noticias fidedignas como para la Edad Media. Como siempre los datos históricos, que constituyen el fondo general, se ofrecen al principio de la obra: desde las primeras páginas, se evocan las guerras intestinas entre los bandos navarros de beaumonteses (partidarios del Príncipe de Viana, Carlos, y de su hermana, doña Blanca), y agramonteses (que apoyaron a Juan H, rey de Aragón y de Navarra). La novela se abre con la evocación de un cuadro falsamente idílico en el que la contemplación del paisaje por doña Blanca, que ha decidido vivir como una fingida labradora en el pueblo de Mendavia, retrotrae al lector a los acontecimientos dramáticos que acaban con su envenenamiento en diciembre de 1464.

En estas obras se suman los distintos estereotipos románticos: amores imposibles, destino adverso, muerte a veces cruel de los amantes, venenos, sortilegios, magia, disfraces y apariciones, falsas muertes, relación entre naturaleza y estado de ánimo, tormentas, noches, ruinas, naturaleza salvaje y lírica, omnipresencia de la Edad Media, exaltación del yo, el individuo, conflictos entre la pasión y el deber, entre la pasión y el respeto filial... Generalmente concluye el proceso narrativo con una novelización dominada por estos signos y elementos románticos. En cualquier caso no siempre la repetición de uno de estos elementos supone necesariamente que un autor lo haya tomado directamente de otro; constituyen una serie de recursos que eran, por así decirlos, patrimonio común de todos los novelistas.

Muertes aparentes y reapariciones de personajes, disfraces, venenos y pócimas que producen una muerte aparente como en el caso de Doña Urraca de Castilla y El Señor de Bembibre de Gil y Carrasco, objetos simbólicos y referencias a elementos fantásticos explícitamente sacados de la novela gótica o inspirados en la novela folletinesca, funcionan como resortes narrativos y dramáticos y contribuyen a la tipificación de este género de la novela histórica romántica. A título de ejemplo, puede mencionarse la ocultación de la verdadera identidad de algunos de los personajes en Doña Blanca de Navarra, como lo sugiere el propio título: «De cómo mosén Pierres de Peralta conoció que la villana de Mendavia no era lo que parecía» (Villoslada: 1847: 4).

Naturaleza y paisaje: realismo y verosimilitud

Estos dos autores son viajeros atentos al entorno con un especial interés por la arqueología y la historia y en ambos casos nos encontramos con un estudio preparatorio para su novela: Bosquejo de un viaje a una provincia del interior para El Señor de Bembibre. Enrique Rubio ha destacado el hecho de que «se trata de un auténtico boceto preparatorio para el posterior marco novelesco desarrollado por Gil de ahí que su lectura sea prácticamente obligatoria para la comprensión y la ubicación del entramado arquitectónico, histórico y geográfico de los hechos que acontecen en El Señor de Bembibre» (Rubio: 2011: 47-48). La escrupulosa atención prestada por Villoslada a los paisajes y escenarios de Navarra es indudablemente fruto de la documentación recogida durante sus viajes y recogida en apuntes que utilizaba más tarde a la hora de redactar sus novelas (Induráin: 1995: 397). Citemos a este respecto las notas recogidas en Viaje a Altamira donde archiva les impresiones recogidas por la contemplación de las ruinas del castillo y en las que el autor sitúa les escenas culminantes de Doña Urraca.

En el caso de Amaya, el crítico y gran conocedor de la obra de Villoslada, Carlos Mata Induráin, señala que el esfuerzo documental es aún mayor ya que existen notas de viaje a caballo de finales del 1849 al valle de Goñí, escenario de buena parte de la novela Amaya o los vascos, así como varios y abundantes apuntes sobre paisaje con motivo de desplazamientos por los pueblos de Vitoria hasta Orduña y pueblos de la costa vasca (Mata Induráin: 1995: 400-401). No son muy abundantes las descripciones del paisaje en Doña Blanca de Navarra (apuntes sobre las Bardenas, los Pirineos, el Castillo del Conde de Leirín, sus alrededores y Estella) y la naturaleza está mucho más presente en Doña Urraca y en Amaya. Un aspecto habitual en estas novelas románticas es la presentación de la naturaleza en relación, ya de armonía, ya de contradicción con los sentimientos de los personajes. Esta simbiosis entre naturaleza y estado de ánimo, muy presente en la novela de Gil y Carrasco, es uno de los resortes narrativos fundamentales en textos en los que está ausente la dialéctica de la historia. Al principio de Doña Blanca se nos muestra «el panorama encantador» visto por Jimena desde su casa en Mendavia, en uno de los pocos momentos en que puede disfrutar de su libertad: «Desde el banco en que la villana se había sentado se descubría una dilatada pradera que el Ebro regaba con bulliciosas ondas y que frondosas colinas coronaban subiendo en escalones gigantescos hasta convertirse en azuladas montañas [...] La mano del sublime pintor de la naturaleza trazaba entonces al Oriente un arco iris, y la villana quedóse dulcemente embebecida contemplando aquel suave y magnífico meteoro, siempre consolador y a la sazón presagio para ella de ventura» (Villoslada: 1847: 9-10).

Sin embargo en este caso no se confirma este sentimiento de ventura ya que en este momento se va a producir su rapto. Muchas veces tempestades o tormentas coinciden con sucesos criminales y luctuosos; es así cuando doña Blanca queda prisionera en Ortés: «La noche estaba lóbrega; el cielo encapuzado de negros nubarrones; la atmósfera, mucho más templada de lo que podía esperarse en estación tan rigurosa, y ululaba el viento en las empedradas cresta del alcázar» (Villoslada: 1847: 11).

En Doña Urraca hay una perfecta adecuación entre estado de ánimo, sentimientos y el paisaje que se describe en el momento en que Bermudo de Moscoso, un rico caballero secuestrado y creído muerto durante años, reaparece y sale de la prisión del castillo de Altamira al campo. Se trata de un locus amoenus que se corresponde con la idea de libertad recién recuperada.

Tanto en El Señor de Bembibre como en las tres novelas de Villoslada, la naturaleza sirve de contrapunto a acontecimientos afortunados o dramáticos: y como lo afirma el narrador de la novela de Gil y Carrasco «[...] a la manera que el agua de los ríos se tiñe de los diversos colores del cielo, así el espectáculo del mundo exterior recibe las tintas que el alma le comunica en su alegría o dolor» (Rubio: 2011: 332).

Nos parece interesante evocar aquí el cuadro descorazonador del encarcelamiento de don Álvaro y de la representación casi idealizada del entorno natural del que esta apartado (Rubio: 2011: 220).

En Amaya la naturaleza y el paisaje ocupan un lugar destacado y abundan las descripciones casi solemnes de un entorno natural y majestuoso cuya contemplación coincide con momentos de tensión narrativa. La descripción del paisaje que divisa Teodosio desde la cumbre de Alchueta, al norte de la peña de San Miguel de Aralar refleja en su dimensión salvaje y bravía, el carácter montaraz de los vascos y las altísimas montañas y los valles inaccesibles simbolizan el baluarte de su independencia. La visión del paisaje contemplado por Teodosio es otro ejemplo de coincidencia entre paisaje y peregrinación de personajes ambiciosos que pretenden dominar aquellas fierres como reyes: «Por muy familiarizado que estuviese el vasco con los grandiosos espectáculos de la naturaleza, tan varios como soberbios en aquellas salvajes montañas, o por muy embebecido que a la sazón se hallara en sus propios pensamientos, era imposible que no parase mientes en el magnífico panorama que desde aquella elevación y en el solemne instante de la aurora se descubría. Teodosio hizo más que contemplarlo y gozarse en él; porque ansiando todavía mayor espacio y nuevos y más dilatados horizontes, miró al peñón de Alchueta, que le había servido de abrigo, y sin que le arredrasen ni lo tajado de sus cortes, no lo empinao y sublime de la cumbre, trepó por las hendiduras y llegó a dominar al pico más alto, donde nadie quizá hasta entonces había puesto la planta» (Villoslada: 1914: 356).

Existen muchas semejanzas entre este paisaje y el descrito por Gil y Carrasco en el momento del recorrido de don Álvaro hacia el castillo de Comatel para un encuentro con el comendador Saldaña: el lento ascenso hacia el castillo en medio de un paisaje cada vez más agreste culmina con el encuentro final y la resolución de acometer el secuestro de Beatriz. Hay resonancias estéticas y narrativas entre este episodio y el del ataque por las tropas del conde de Lemus en el capítulo XXV: el castillo de Comatel, símbolo del poder amenazado de los Templarios aparece como una fortaleza física y también moral en medio de una lucha en la que se enfrentan de manera simbólica las fuerzas del mal y del bien.

En estas novelas se destaca la sensación de verdad en las descripciones de los paisajes: (hemos visto que ambos autores aprovechaban las notas tomadas en sus viajes). Conviene notar que tanto el fondo histórico como la reconstrucción arqueológica de la época novelada responden a la preocupación por la verosimilitud. En el capítulo XXV de El Señor de Bembibre, los preparativos bélicos de las tropas del Conde de Lemus detallan mediante una descripción minuciosa las características físicas e indumentarias de los soldados de valles y pueblos de la provincia de Orense, así como la indumentaria de las mujeres que participan en esta expedición. En el primer momento del encuentro amoroso entre Beatriz y Álvaro, la escena se enmarca literalmente «en el hueco de una venta de forma apuntada [...] que alumbraba a un aposento espléndidamente amueblado y alhajado». En este caso el espacio arquitectónico funciona como una mise en abyme de los principales protagonistas. De hecho el capítulo II tienen una estructura y un ritmo teatral con la entrada y la salida de Beatriz y Álvaro en el escenario alumbrado por contrastes entre luz y sombras («Estaba poniéndose el sol detrás de las montañas [...] y las revestía de una especie de aureola luminosa que contrastaba peregrinamente con sus puntos oscuros» (Rubio: 2011: 83).

Esta escenificación del paisaje se manifiesta en el capítulo XXXI: «Doña Beatriz, casi arrobada en la contemplación de aquel hermoso y rutilante espejo guarnecido de su silvestre marco de peñascos, praderas, arbolados parecía engolfada en sus pensamientos» (Rubio: 2011: 319). Se repite el cromatismo del inicio, durante el primer encuentro de los dos amantes; el sol «a un mismo tiempo iluminaba los diversos terrenos esparciendo aquí sombras y allí claridades» (Rubio: 2011: 318).

No me detengo en otros pasajes ejemplares en cuanto al esmero realista del autor en sus descripciones de la arquitectura (castillo de Ponferrada y decorado interior) en el capítulo III así como la evocación de las ruinas: «Todavía se conserva esta hermosa fortaleza, aunque en el día solo sea ya el cadáver de su grandeza antigua...» (Rubio: 2011: 99) y del monasterio de Cariacedo.

Hemos subrayado el afán de autenticidad de Villoslada cuyo esfuerzo documental es constante. Además el propio autor subraya en sus novelas la exactitud de lo que dice. Véase por ejemplo esta nota de Doña Urraca: «Tantos estas como las demás indicaciones que se hacen este capítulo son rigurosamente históricas. En general, el deseo de no entorpecer el curso de la narración nos obliga a ser muy parcos en las notas comprobantes de los hechos, por más que alguna vez las creamos curiosísimas o indispensables» (citado por Mata Induráin: 1995: 438).

En estas obras la permeabilidad entre ficción e historia no altera la verosimilitud del relato: surgen constantemente acotaciones que reafirman la autenticidad de la historia, es decir la veracidad de lo ocurrido y con evidente función didáctica.

Encontramos el tópico recurso a las crónicas para acrecentar la sensación de verosimilitud de lo narrado. Sabemos que la ficción de la crónica supuestamente seguida por el narrador aparece con frecuencia en la novela romántica española. Recordemos que también en Walter Scott, precisamente en Ivanhoe, se mencionan cuatro veces unos supuestos manuscritos sajones, fuente de inspiración de su relato. Tanto en el caso de Gil Carrasco como en el de Villoslada, la mención de estas crónicas, es decir de una documentación ficticia, no está en contradicción con el manejo por parte de ambos autores de una documentación histórica fidedigna. En el apartado Conclusión de El Señor de Bembibre, se hacen repetidas referencias a un manuscrito del que el narrador es un transcriptor: «El manuscrito del que hemos sacado esta lamentable historia» (Rubio: 2011: 386).

El narrador de Doña Blanca de Castilla se considera a sí mismo como un cronista: «No podemos conformamos con el modesto papel de cronistas...» (Villoslada: 1847: 198); hace alarde de «su exactitud histórica». En los títulos de los capítulos II, XVIII y XXI, se refiere a crónicas; «Que debía dar comienzo a la segunda parte de esta crónica...»; «De cómo el autor vuelve a la ermita, adonde toman también otros personajes de nuestra crónica» (citado por Mata Induráin: 1995: 309). El autor afirma seguir varias crónicas, por supuesto ficticias, y en particular la de un monje: el monje de Irache.

Una convención del género que ilustra una curiosa imbricación creativa: la de la vinculación histórica de un novelista y la de las posibles inquietudes literarias de un historiador.

La crónica tiene virtudes didácticas en la medida en que permite la recuperación de periodos remotos de la historia española, períodos que tienen una dimensión ejemplar y que pueden aparecer como una advertencia frente a las perturbaciones del momento presente. La ejemplaridad en estas obras se manifiesta con la presencia recurrente del narrador.

Marca su presencia como organizador del discurso narrativo con distintas fórmulas y su presencia se afirma mediante abundantes intrusiones. Se trata de un convencional narrador omnisciente en tercera persona que controla los mecanismos de la narración. Por ejemplo en Amaya, abundan las expresiones del tipo «excusado es decir», «como se ha visto», «como queda dicho», «en honor de la verdad», «excusado es añadir», «la interpretación que acabamos de hacer», «es preciso confesar». El recorrido por la trama novelesca sigue las pautas del propio Blanca de Navarra narrador que va indicando los sucesos que merecen especial atención como en el caso citado a continuación: «Mencionamos este hecho que el discreto lector [...] pueda hacerse cargo de lo mal parada que estaría entonces aquella monarquía» (Villoslada: 1847: 10).

El narrador se refiere al relato como «nuestra historia», «la presente historia», y se califica a sí mismo como historiador fiable de los acontecimientos que presenta.

Es habitual que el narrador introduzca al hilo de los sucesos afirmaciones de carácter general, algunas de tono moralizante.

En Doña Urraca de Castilla, este procedimiento es recurrente como lo demuestran los siguientes ejemplos: «la importancia que ejercen las pequeñas cosas en nuestro ánimo» (Villoslada: 1975: 111); «el arte de templar la audacia con la prudencia» (Villoslada: 1975: 196); «¡Cuán fácilmente cedemos a las inspiraciones mal seguras de la conciencia cuando vienen en ayuda de nuestras inclinaciones!» (Villoslada: 1975: 64); «La verdad es pan del bueno y ponzoña del malvado, como el aceite que alimenta al hombre y mata a los reptiles» (Villoslada: 1975: 199).

En El Señor de Bembibre también abundan las muletillas que denotan la presencia del narrador «como presumirán nuestros lectores» (Rubio: 2011: 205), «Llegaron nuestros aventureros al foso...» (Rubio: 2011: 135), así como las interpelaciones al lector: «Algo habrán columbrado ya nuestros lectores de la situación en que a la sazón se encontraba la familia de Arganza...» (Rubio: 2011: 78); «Estas reflexiones que, a riesgo de cansar a nuestros lectores, hemos querido hacer para explicar la rápida grandeza y súbita ruina de la orden del Temple» (Rubio: 2011: 102).

Las afirmaciones generales e incluso filosóficas salpican el texto y funcionan como hitos que jalonan el recorrido moral del relato: «flaqueza irremediable del pobre corazón humano que solo a vista de la realidad inexorable y fría acierta a separarse del talismán que hermosea y dulcifica la vida: la esperanza» (Rubio: 2011: 108).

En el capítulo VII, estas afirmaciones se convierten en una auténtica lección sobre las pasiones y los sentimientos humanos: «Por otra parte, la soledad, la ausencia y la contrariedad, que bastan para apagar inclinaciones pasajeras, o culpables afectos, solo sirven de alimento y vida a las pasiones profundas y verdaderas» (Rubio: 2011: 117). La presencia organizativa del autor se aprecia en las fórmulas que marcan la progresión del relato o que subsanan silencios o supuestas incomprensiones: «Tiempo es ya que volvamos a doña Beatriz, cuya situación era sin duda la más violenta y terrible de todas» (Rubio: 2011: 147); «Después de la malograda empresa que acabamos de describir» (Rubio: 2011: 275); «El estruendo y trances diversos de esta guerra han apartado de nuestros ojos una persona, en cuya suerte tomarán nuestros lectores tal vez el mismo interés que entonces inspiraba a cuantos la conocían. Claro está que hablamos de doña Beatriz» (Rubio: 2011: 295).

Lo que conviene resaltar es que la tonalidad moralizante de estas novelas, su ejemplaridad didáctica se apoyan en la caracterización de los personajes bastante unívocos y sin densidad. Esta univocidad se logra mediante una caracterización antitética con protagonistas que se convierten en arquetipos: en este aspecto cobran especial importancia los personajes femeninos en una producción novelística cuyos destinatarios eran en gran medida las mujeres. En el caso de la novela de Gil y Carrasco tenemos con doña Beatriz el ejemplo de un personaje femenino sublimado por los sentimientos cristianos del deber. Tiene la fortaleza de las primitivas vírgenes cristianas. Remitimos a la escena en la que Beatriz renuncia a un acto de rebelión contra su padre, el capítulo XVII en el que acaba casándose con el conde de Lemus para cumplir con su deber filial en el momento de la muerte de su madre. En este mismo capítulo confiesa que solo el claustro podría corresponderle: «La soledad del claustro es lo único que podrá responder a la profunda soledad que rodea mi corazón, y la inmensidad del amor divino lo único que puede llenar el vacío incomensurable de mi alma» (Rubio: 2011: 189). Se destacan las marcas propias de una feminidad ejemplar: tiene un «corazón de ángel», «un alma pura y piadosa», «dulzura, discreción, bondad» (Rubio: 2011: 314) y al final de su triste existencia se hace referencia a su afán de busca «de una belleza pura, eterna, inexplicable», de «vencimiento de sí propia» con la subyacente referencia al sacrificio sublime sugerido por el término «aureola» (Rubio: 2011: 371-372).

En la novela Amaya de Villoslada, Amaya precisamente, joven de singular belleza, «y llena de virtudes, de talento y de gracia es el prototipo de las vírgenes cristianas» (Mata Induráin: 1995: 34) que se distingue por «la fortaleza de su ánimo, la delicadeza de sus gustos, la claridad de su entendimiento, la ternura y la pureza de su corazón». Al final de la novela, ya casada con García Jiménez y convertidos los jóvenes esposos en reyes de Vasconia, aparece vestida de blanco y enarbolando el estandarte de la cruz durante la batalla en tomo al castillo de Cantabria presentándose así para los lectores con todo su carácter simbólico.

Estas frecuentes incursiones morales reforzadas por la caracterización binaria de los personajes (buenos y malvados) están en sintonía con la visión providencialista de la historia que impregna estas novelas. Por falta de tiempo no podemos profundizar esta afinidad ideológica entre ambos autores: indudablemente la reacción espiritualista y cristiana a la que se refiere E. Rubio en su prólogo a la novela de Gil y Carrasco se percibe a lo largo de un texto novelesco en el que están presentes la defensa de la fe auténtica, de la lucha contra los infieles, las evocaciones de un período que exalta el catolicismo fervoroso y militante. El hilo de la novela vienen referencias que dotan la historia de una dimensión providencialista. El tiempo que pasa con la muerte de varios personajes (Beatriz, Álvaro, el comendador Saldaña) refleja fa inconsistencia de los destinos individuales dominados por la providencia. Don Álvaro invoca la providencia al referirse a la bula del Papa y la dispensa necesaria para realizar la boda. Beatriz, al sacrificar su felicidad para cumplir su promesa con su madre, afirma el insoslayable orden providencial ya que «el día de mañana solo está en la mano de Dios...» (Rubio: 2011: 112). Al escuchar el relato de Beatriz, en el que justifica las causas de su sacrificio y de la boda con el conde de Lemus, Don Álvaro entrega su destino a la providencia: «¡Dura es la prueba a que la Providencia me sujeta! Sin embargo el cielo sabe cuán inefable es el consuelo que recibo en veros pura y resplandeciente como el sol en mitad de su carrera» (Rubio: 2011: 214).

Sin lugar a dudas «el espiritualismo de la religión cristiana y el sentimiento de lo infinito que tan poderosamente se desarrolla en las naciones y en los individuos» como lo afirma el propio Gil y Carrasco (Suárez Roca: 2014-V: 264), deben tenerse en cuenta a la hora de valorar la visión providencialista de este escritor. El propio Gil y Carrasco nos revela en los artículos posteriores a 1840, su concepto de la Providencia como «inteligencia suprema» que permite descifrar el rumbo de las acciones humanas1.

Nos podemos preguntar cuál es el sentido de este tipo de novela histórica (historia de los templarios con la clara defensa de las órdenes religiosas, de los valores cristianos, de la religión, con referencias a la decadente Europa en el caso de Gil y Carrasco): una historia que evoca con escrupulosidad los tiempos y eventos de gloria del cristianismo. Evidentemente el concepto de verdad histórica tiene une carga ideológica: la historia podría asimilarse más bien a la epopeya que transmite valores eternos subyacentes, hechos y personajes que simbolizan fuerzas contrarias, una historia con legibilidad y cuya «moral» pretende facilitar un juico sobre una época presente.

Ambos autores tienen una fervorosa conciencia patriótica y nacionalista y comparten el carácter espiritual, profundamente cristiano del romanticismo desde el que cuestionan el materialismo y el escepticismo religioso inherentes al espíritu francés de la Ilustración. Aunque difieren en su ideal del progreso histórico, para Gil y Carrasco como para Villoslada, la historia del pasado es un espejo moral del presente, una historia en la que hay que buscar eventos y valores que suscitan sentimientos nacionales.

Bibliografía

  • FERRERAS, Juan Ignacio. (1976). El triunfo del liberalismo y de la novela histórica (1830-1870). Madrid. Taurus.
  • GIL Y CARRASCO, Enrique. (1954). Obras completas de don Enrique Gil y Carrasco. Madrid. Atlas (BAE, n.º 74).
  • ——. (2011). El Señor de Bembibre. Edición a cargo de Enrique Rubio. Madrid. Cátedra.
  • ——. (2014-III). Obras Completas, BIBLIOTECA GIL Y CARRASCO, volumen III. Viaje a una provincia del interior. Edición, introducción y notas de Valentín Carrera. Lecturas de José Antonio Carro Celada, Paz Díez-Taboada, Epicteto Díaz Navarro y Aniceto Núñez García. A Coruña. Paradiso Gutenberg. Edición digital para Kindle en eBooksBierzo.
  • ——. (2014-V). «Ideas estético-filosóficas en la obra periodística de Enrique Gil», por José Luis SUÁREZ ROCA. Miscelánea. Biblioteca Gil y Carrasco, Obras Completas, vol. V. Edición, introducción y notas de Valentín Carrera. A Coruña. Ed. Paradiso Gutenberg.
  • HIBBS, Solange. (1996). Novela histórica y escritores católicos en el siglo XIX: las marcas de un género. Homenaje a Navarro Villoslada, edición a cargo de Ignacio Arellano y Carlos Mata. Pamplona. Institución Príncipe de Viana (167-186).
  • MATA INDURÁIN, Carlos. (1995). Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) y sus novelas históricas. Pamplona. Fondo de Publicaciones del Gobierno de Navarra.
  • NAVARRO VILLOSLADA, Francisco. (1847). Doña Blanca de Navarra. Madrid. Gaspar y Roig.
  • ——. (1914). Amaya o los vascos en el siglo VIII, Tres Tomos. Madrid. Apostolado de la Prensa.
  • ——. (1975). Doña Urraca de Castilla. Genève. Editions Femi. Círculo de amigos de la historia.
  • NAVAS RUIZ, Ricardo. (1982). «Francisco Navarro Villoslada». El romanticismo español. Historia y crítica. Salamanca. Anaya.
  • PICOCHE, Jean-Louis. (1978). Un romántico español: Enrique Gil y Carrasco (1818-1846). Madrid. Editorial Gredos.
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