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ArribaAbajoTercera parte


ArribaAbajo- I -

Si D. Manuel Flórez inició sus visitas al místico vagabundo, D. Nazario Zaharín, por complacer a su señora y soberana, la Condesa de Halma-Lautenberg, pronto hubo de repetirlas por cuenta y satisfacción de sí mismo, porque, la verdad sea dicha, el misterioso apóstol árabe manchego le encantaba, y cuanto más le veía, más quería verle y gozar de su sencillez hermosa, de la serenidad de su espíritu, expresada con palabra fácil y concisa. Y cada vez salía el buen presbítero social más confuso, porque la persona del asendereado clérigo se iba creciendo a sus ojos, y al fin en tales proporciones le veía, que no acertaba a formular un juicio terminante. «Yo no sé si es santo; pero lo que es a pureza de conciencia no le gana nadie. Desde luego le declararía yo digno de canonización, si su conducta al lanzarse a correr aventuras por los caminos no me ofreciera un punto negro, la rebeldía al superior... De todo lo cual   -136-   voy coligiendo que en este hombre bendito existen confundidas y amalgamadas las dos naturalezas, el santo y el loco, sin que sea fácil separar una de otra, ni marcar entre las dos una línea divisoria. Es singular ese hombre, y en mis largos años no he visto un caso igual, ni siquiera que remotamente se le asemeje. He conocido sacerdotes ejemplarísimos, seglares de gran virtud; sin ir más lejos, yo mismo, que bien puedo, acá para mí, sin modestia, ofrecerme como ejemplo de clérigos intachables... Pero ni los que he conocido, ni yo mismo, salimos de ciertos límites... ¿Por qué será, Dios Poderoso? ¿Será porque este maniobra en libertad, y nosotros vivimos atados por mil lazos que comprimen nuestras ideas y nuestros actos, no dejándolas pasar de las dimensiones establecidas? No sé, no sé...». Y con este no sé, no sé, Flórez expresaba la turbación y las dudas de su espíritu.

Por aquellos días acreció el tumulto periodístico, por estar próximo a sentenciarse el proceso en que metidos andaban D. Nazario y Ándara, y menudeaban las interrogaciones, que llaman interviews; los reporters no dejaban en paz a ninguna de las celebridades de la ruidosa causa, y al paso que estimulaban con picantes relaciones la curiosidad del público, se desvivían por darle pasto abundante un día y otro, rebuscando incidentes en la vida privada de   -137-   los héroes de aquel drama o comedia. Echábase Flórez al cuerpo la escalera que conduce a los pisos altos del Hospital, cuando sintió tras sí voces alegres, y dos jóvenes que con paso vivo subían de dos en dos peldaños le alcanzaron antes de llegar al tercero.

«Sr. D. Manuel, aunque usted no quiera... ¿Cómo va ese valor?».

-No tan bien como ustedes... -contestó el sacerdote parándose, más para tomar aliento que para contestar al saludo. Y después de mirarles fijamente y de reconocerles, añadió con severidad:- ¿Con que otra vez aquí los señores periodistas...? ¡Pero, hombre, no han mareado ya bastante a ese pobre señor! Francamente, me parece el delirio de la publicidad.

-Qué quiere usted, D. Manuel. La fiera nos pide más carne, más noticias, y no hay otro remedio que dárselas -dijo el primero de los dos, vivaracho y simpático.

-Agotado tenemos ya el filón -indicó el segundo-; pero como es forzoso servir al público diariamente, ayer le di yo reseña exacta de lo que come Nazarín, y una interesante noticia de los malos partos que tuvo su madre.

-Pero, hijos míos -dijo Flórez con más bondad que enojo-, vuestra información nos va a volver locos a todos. Habéis dicho mil cosas inconvenientes, otras que no le importan a nadie.

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Yo no sé cómo estos pobrecitos presos aguantan vuestro fuego graneado de preguntas, y no os mandan a paseo cien veces al día.

-Servimos al público.

-¿Pero no sería mejor que le sirvierais dirigiéndole, que dejándoos arrastrar por su novelería caprichosa y malsana?

-¡Ah, D. Manuel! No somos nosotros, pobres reporters, los que encendemos la hoguera. Nos mandan llevar cuanto combustible se encuentra, troncos bien secos si los hay; si no, leña verde, para que estalle, y hasta paja, si no encontramos otra cosa.

-Bueno, señor, bueno.

-Pues ayer, mi querido D. Manuel -dijo el vivaracho, mostrando un periódico-, me sacó usted de un gran apuro. No sabiendo qué escribir, me metí con usted. Vea, vea lo que le digo: «Le visita diariamente el venerable sacerdote D. Manuel Flórez, que sostiene con el procesado empeñadas controversias sobre puntos sutilísimos de teología y de alta moral...».

-¡Jesús!... ¡Mayor mentira! ¡Pero si no hemos hablado nada de teología, ni...! Y además, ya os he dicho que no teníais que mentarme a mí para nada. Yo vengo aquí a cumplir mis deberes cristianos de consolar al triste, y dar un buen consejo al que lo ha menester.

-Es, usted un santo, D. Manuel. ¡Pues menudo   -139-   bombito le doy aquí, más abajo! Vea...

-Ninguna falta me hacen a mí vuestros bombitos, y os agradecería mucho que no sacarais mi nombre en esta contradanza informativa.

-Déjeme que se lo lea. Digo: «Aquel venerable y ejemplar sacerdote, que es el primero en acudir, allí donde hay miserias que socorrer, y grandes amarguras que mitigar con el inefable consuelo de la piedad cristiana; aquel varón respetabilísimo, cuya modestia corre parejas con su virtud, cuya actividad en servicio de los grandes ideales religiosos...».

-Basta, basta... No quiero oír más.

Llegaron al corredor alto que da vuelta al inmenso patio, y el vivaracho se adelantó diciendo: «Me temo que hoy tenga el apóstol mucha gente, y que no podamos hablarle».

Pero si esto es un escándalo -dijo D. Manuel-. Aquí viene, en busca de satisfacciones de la curiosidad, un público no menos numeroso que el que va a los teatros y a las carreras de caballos. Al pobre Nazarín le volverían loco si ya no lo estuviera, y como es hombre que no sabe negarse a nadie ni ser descortés y altanero, que casos hay en que la descortesía y un poquitín de soberbia no están de más, resulta que los que venimos a consolarle y a poner algún concierto en sus ideas, no podemos realizar este fin.

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Arrimáronse a una ventana el sacerdote y el segundo periodista, a echar un cigarrillo, mientras el primero entraba en la celda de Nazarín. Flórez sacó sus tenacillas de plata, pues no fumaba sin este adminículo, y el otro, al darle lumbre, le habló así:

«Dígame, Sr. de Flórez, ¿usted qué opina del resultado del proceso? ¿Cree usted que el tribunal verá en este hombre un criminal?».

-Hijo, no sé. Poco entiendo de Jurisprudencia criminal.

-Pues ayer en el Congreso -prosiguió el otro con gravedad-, me dijo a mí mismo don Antonio Cánovas del Castillo... Palabras textuales: «Condenar a Nazarín sería la mayor de las iniquidades».

-Lo mismo creo.

-Pero los pareceres están divididos, aunque la mayoría de la opinión es favorable a la inculpabilidad del apóstol. Yo le digo a usted la verdad. A mí me tiene medio conquistado. A poco más, voy a la redacción descalzo, abandono la casa de huéspedes, y me paso la noche en el hueco de una puerta... Nada, que me seduce ese hombre, que me atrae.

-Su humildad llevada al extremo, su conformidad absoluta con la desgracia -afirmó el sacerdote pensativo, mirando al suelo, y quitando la ceniza del cigarro con el dedo meñique-,   -141-   son, hay que reconocerlo, una fuerza colosal para el proselitismo. Todos los que padecen sentirán la formidable atracción.

-Pues no hay tanta gente como yo creía -dijo el otro chico de la prensa volviendo presuroso-. Está un actor..., no me acuerdo de su nombre... que quiere estudiar el tipo del Cristo para las representaciones de la Pasión y Muerte, en no sé qué teatro. También tenemos ahí a los pintores Sorolla y Moreno Carbonero, que quieren hacer una cabeza de estudio, y José Antonio de Urrea, que pretende volver a fotografiarle.

-Pues ya le cayó que hacer al pobre D. Nazario -dijo Flórez mohíno-. Entraremos dentro de un ratito, y procuraremos despejar la celda. Y ustedes, caballeritos, ¿se largarán pronto?

-¡Oh, sí!, tenemos que ver a Ándara. ¿Viene usted, Sr. D. Manuel? Le llevamos en coche.

-Gracias.

-Pues Ándara es deliciosa: más fea que una noche de truenos; pero con un talento para las réplicas, y una viveza, y una energía de carácter, que le dejan a uno pasmado.

-Y una fe en Nazarín que vale cualquier cosa. Si la ponen en una parrilla para que reniegue de su maestro, morirá tostada, escupiendo sangre a sus verdugos y proclamando a Nazarín, como ella dice, el preferente de todos los santos de la tierra y del cielo, ¡caraifa!

  -142-  

Llegaron otros dos del oficio, y saludando cortésmente al buen eclesiástico, formaron todos corrillo junto a un ventanón de la galería.

«Parece esto la antesala de un ministro -dijo uno de los que acababan de llegar, llamado Zárate, hombre muy leído, según general opinión, quiere decirse, que leía mucho».

-O de un soberano del antiguo régimen. Aquí estamos aguardando que salga la tanda que está dentro.

-Pero falta un chambelán que ponga orden en estas audiencias.

-Pues hoy -dijo Zárate echándose hacia atrás el sombrero-, no me voy sin interrogarle sobre las concomitancias que veo entre el ideal nazarista...

-¿Y qué?, el misticismo ruso.

-¡Hombre, por Dios!

-Yo veo un parentesco estrecho, una filiación directa entre aquellas y estas florescencias espiritualistas, que no son más que una manifestación más de la soberbia humana.

Pues ayer -manifestó el vivaracho-, le interrogué yo sobre eso del rusismo. Se mostró sorprendido, y me dijo que sus actos son la expresión   -143-   de sus ideas, y estas le vienen de Dios; que no conoce la literatura rusa más que de oídas, y que siendo una la humanidad, los sentimientos humanos no están demarcados dentro de secciones geográficas, por medio de líneas que se llaman fronteras. Aseguró después que para él las ideas de nacionalidad, de raza, son secundarias, como lo es esa ampliación del sentimiento del hogar que llamamos patriotismo. Todo eso lo tiene nuestro D. Nazario por caprichoso y convencional. Él no mira más que a lo fundamental, por donde viene a encontrar naturalísimo que en Oriente y Occidente haya almas que sientan lo mismo, y plumas que escriban cosas semejantes.

-Si es lo que yo digo -indicó el que había entrado con Zárate-. Ese es un tío muy largo, pero muy largo... No hay quien me apee de la opinión que formé de él el primer día. Estamos aquí haciéndole la corte al patriarca de los tumbones, y popularizando al Mesías de la gorronería... ¡Oh!, convengamos en que hace su papel con un histrionismo perfecto, y que ha sabido llevar hasta lo sublime el carácter del farsante aventurero y vagabundo. Yo sostengo que este tipo es la condensación más acabada del españolismo en todas sus fases... sin negar que lo muy español pueda ser también muy ruso... entendámonos.

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-Pero vengan acá, señores míos -dijo don Manuel atrayendo con su gesto y con sus palabras la atención benévola y cortés de toda aquella tropa-. Perdónenme si meto baza en sus discusiones. Piense cada cual de este desdichado Nazarín lo que quiera. Pero al demonio se le ocurre ir a buscar la filiación de las ideas de este hombre nada menos que a la Rusia. Han dicho ustedes que es un místico. Pues bien: ¿a qué traer de tan lejos lo que es nativo de casa, lo que aquí tenemos en el terruño y en el aire y en el habla? ¿Pues qué, señores, la abnegación, el amor de la pobreza, el desprecio de los bienes materiales, la paciencia, el sacrificio, el anhelo de no ser nada, frutos naturales de esta tierra, como lo demuestran la historia y la literatura, que debéis conocer, han de ser traídos de países extranjeros? ¡Importación mística, cuando tenemos para surtir a las cinco partes del mundo! No sean ustedes ligeros, y aprendan a conocer dónde viven, y a enterarse de su abolengo. Es como si fuéramos los castellanos a buscar garbanzos a las orillas del Don, y los andaluces a pedir aceitunas a los chinos. Recuerden que están en el país del misticismo, que lo respiramos, que lo comemos, que lo llevamos en el último glóbulo de la sangre, y que somos místicos a raja tabla, y como tales nos conducimos sin darnos cuenta de ello. No vayan tan lejos a   -145-   indagar la filiación de nuestro Nazarín, que bien clara la tienen entre nosotros, en la patria de la santidad y la caballería, dos cosas que tanto se parecen y quizás vienen a ser una misma cosa, pues aquí es místico el hombre político, no se rían; que se lanza a lo desconocido, soñando con la perfección de las leyes; es místico el soldado, que no anhela más que batirse, y se bate sin comer; es místico el sacerdote, que todo lo sacrifica a su ministerio espiritual; místico el maestro de escuela que, muerto de hambre, enseña a leer a los niños; son místicos y caballerescos el labrador, el marinero, el menestral, y hasta vosotros, pues vagáis por el campo de las ideas, adorando una Dulcinea que no existe, o buscando un más allá, que no encontráis, porque habéis dado en la extraña aberración de ser místicos sin ser religiosos. He dicho.

Celebraron los buenos chicos el discurso del venerable D. Manuel, y cuando alguno, con el respeto debido, a contestarle se disponía, llegaron nuevos visitantes, dos damas y dos caballeros aristocráticos, que anhelaban conocer a Nazarín, y tres o cuatro personas más, gente literaria o política, que ya le habla visto, y deseaba sondearle de nuevo, porque entre sí traían grande y enmarañada discusión sobre si era un tunante muy largo, o un sencillote con la cabeza trastornada.

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«¿Qué?, ¿no podemos verle?» dijo sobresaltada una de las damas.

-Habrá que esperar a que salgan los que están dentro... la pintura, señora, la fotografía y las artes del diseño.

-¿Y qué? -preguntó a los periodistas uno de los de oficio literario que acababa de entrar-. ¿Saben ustedes si ha leído el librito de su nombre que anda por ahí?

-Lo ha leído -replicó uno de los que llegaron con Flórez-, y dice que el autor, movido de su afán de novelar los hechos, le enaltece demasiado, encomiando con exceso acciones comunes, que no pertenecen al orden del heroísmo, ni aun al de la virtud extraordinaria.

-A mí me aseguró que no se reconoce en el héroe humanitario de Villamanta, que él se tiene por un hombre vulgarísimo, y no por un personaje poemático novelesco.

-Y dice también que en su reyerta con los bandidos en la cárcel de Móstoles, no le costó tanto trabajo vencer su ira como en el libro se dice; que la venció al instante y con mediano esfuerzo.

-Pues para mí -manifestó el caballero aristocrático-, el libro es un tejido de mentiras. Toda la escena de Nazarín con el señor de la Coreja, la tengo por invención del escritor, porque D. Pedro de Belmonte es primo mío, le conozco   -147-   bien, y sé que en ningún caso pudo sentar a su mesa al mendigo haraposo. Esta no cuela. Que mi primo cogiera una estaca, y le moliera los huesos, y le plantara en medio del camino, después de soltarle los perros, muy natural, muy verosímil. Está en carácter; ese es su genio; no puede esperarse otra cosa de su desatinada locura. Pero agazajarle8, ponerse a hablar con él del Papa y del Verbo divino, eso no lo creo, eso no es verdad, es falsear a mi primo Belmonte. ¡Figúrense ustedes que fui la semana pasada a la Coreja, y a poco de entrar en su casa tuve que salir escapado en busca de la pareja de la Guardia civil!

En esto vieron salir a Urrea de la celda, seguido de los pintores y del cómico.

«Ea, ya tenemos aquí al chambelán, que viene a anunciarnos que Su Excelencia nos espera».

Pero el chambelán traía muy distintas órdenes.

«Señores -les dijo-, tengo el sentimiento de participarles que el amigo Nazarín les suplica por mi conducto que le dejen solo. Siente fatiga, y si no me engaño, tiene bastante fiebre. Le he tomado el pulso. Necesita descanso, quietud, silencio».

El efecto de estas palabras fue desastroso. Las dos damas no tenían consuelo. «¿Pero no podremos verle, siquiera un instante?».

  -148-  

-Me ha suplicado que, por hoy, le libre del vértigo de las visitas.

-Y hace bien en cerrar la puerta -declaró Flórez-. No sé cómo aguanta tanta impertinencia. Ea, señores, estamos de más aquí.

-Poco a poco -dijo Urrea-. La orden tiene una excepción. Supo que está aquí D. Manuel, y ha manifestado deseos de verle. Pase usted; pero solo.

-¡Ay!, nosotras... podríamos pasar también, hablarle un ratito... -indicó una de las damas.

-¡Oh!, no... sin duda quiere confesarse. Vámonos.

-¡Qué fastidio!... ¡Volveremos otro día! Yo quiero verle. Díganme ustedes, señores periodistas: ¿cómo es Nazarín? ¿Es cierto que su rostro tiene tal expresión, que desconcierta a cuantos lo miran? ¿Y cómo está vestido? ¿Qué dice? ¿Ríe o llora? ¿Habla con los que le visitan, les echa la bendición, o no hace más que mirarles?

Contestaban los buenos chicos a estas preguntas, excitando la curiosidad de las nobles señoras, en vez de calmarla. Inconsolables ellas por el chasco sufrido, y no pudiendo anegar sus ojos, sedientos de aquella gran novedad, en la fisonomía del apóstol errante, los clavaban en la puerta. ¡Ah!, detrás de aquella puerta estaba... Volverían a la mañana siguiente.

Entró D. Manuel, y desfilaron por las escaleras   -149-   abajo todos los demás. Alguno propuso a las aristócratas llevarlas a ver a Ándara. Pero después de una espontánea conformidad con esta idea, una de las dos reflexionó y dijo: «¡Imposible! ¿Está usted loco? ¡Nosotras entrar en la Galera!». Luego fue apuntada la idea de visitar a Beatriz, y esto no pareció tan mal a las dos señoras. Sí, sí, podrían ver a la mística vagabunda y soñadora. Dividiose el grupo en la calle, y unos se dirigieron a la inmediata de San Blas, y los otros a la remota de Quiñones.

Salio Ándara al locutorio, y lo primero que le preguntaron los chicos fue si había leído el libro titulado Nazarín.

«Me lo leyeron -replico la presa-, porque a mí me estorba lo negro. ¡Ay, qué mentironas dice! Yo que ustedes, pondría en el papel que el escribiente de ese libro es un embustero, y lo avergonzaría, para que se fuera con sus papas a otra parte. ¿Pues no dice que yo pegué fuego ala casa?».

-Tú también lo dijiste al principio; pero ahora, ausente de tu señor Nazarín, que no te permite mentir, has arreglado con tu defensor, que es hombre listo, esa salidita del fuego casual. El hecho queda por lo menos dudoso, y la pena será relativamente corta.

-Que fue de casual, ¡ea!... ¡Caraifa con los niños de la prensa! Yo al principio no supe lo   -150-   que decía. Se me derramó el condenado petróleo... Quedeme a obscuras... Encendí un misto, y vele ahí todo ardiendo... ¿Que no lo creen? Así costa... ¿Y quién me lo desmiente? ¿Quién me prueba que fue de voluntad? Si alguno de ustedes es el que ha escrito ese arrastrado libro, arrastrado le vea yo, ¡mal ajo!

-¿Sabes que te estás volviendo otra vez muy mal hablada?

-Desde que no está con el apóstol, ha vuelto a sus mañas.

-Ándara, nosotros somos tus amigos, y te queremos mucho. Pero si dices expresiones feas, se lo contaremos a D. Nazario, y verás, verás.

-No, no se lo digan. Es la costumbre de antes, que sale... Pero una palabra mala, dicha sin pensar, no hace pecado. Es que me encalabrino cuando me hablan del maldito libraco. ¡Miren que decir ese desgalichao autor que yo parezco un palo vestido! Fea soy, digo, lo que es bonita, no soy ahora, como lo era antes, aunque sea mala comparación... pero no tan fea que me tenga miedo la gente. Él será un esperpento, y en sus escrituras quiere hacer conmigo una desageración. ¿Verdad que no tanto?

-Tienes razón, no tanto, Andarilla. Otra cosa: ¿Deseas mucho ver a tu maestro?

-¡Ay, no me lo diga! ¡Verle! ¡Qué diera yo por verle, por oír su voz!... Créanme, señores   -151-   de la prensa, y pueden ponerlo en el papel, si les viene a mano. Por verle daría yo la salud que ahora tengo, y la que tendré en muchos años. Me conformaría con estar en esta cárcel o en un presidio toda mi vida, si supiera que lo había de ver todos los días, aunque no fuera más que un cuarto de hora.

-Eso es querer, Ándara.

-Esto es querer, y creer en él, pues no ha mandado Dios al mundo otro que se le parezca... lo digo y lo sostengo, aunque me claven en cruz para que cante otra cosa. Que me desuellen viva para que diga que no le quiero, y ayudando yo misma a que me arranquen el pellejo, diré que es mi padre, y mi señor, y mi todo.

-¡Bien, brava Ándara!

-Nos contó Beatriz que ella le ve en espíritu, y siempre que quiere le hace revivir en su imaginación...

-Esa es muy soñona. Yo, como más bruta que mi hermana Beatriz, ¡bendita sea!, no le veo cuando quiero, sino cuando él quiere dejarse ver.

-¡Hola, hola! Explícanos eso.

-No sean materiales, y compréndanlo sin más explicadera. Por las noches, cuando me tumbo en mi jergón, en medio de unas obscuridades como las del alma de Caín, si he sido buena por el día, si no he tenido pensamientos   -152-   malos, abro los ojos, y en lo más negro de lo negro, veo una claridad, y en ella mi Nazarín que pasa... no hace más que pasar y mirarme sin decir nada... Pero por los ojos que me pone, entiendo lo que quiere hablarme. Unas veces me riñe unas miajas, otras me dice que esta contento de mí.

-Pues si le ves esta noche, no es mala peluca la que te echa.

-¿Por qué?

-Por esa mentira tan gorda de que el incendio de la casa fue de casual.

-¡Eh, que no es mentira!... Mentira lo que dice el libro, tocante a que quise zajumar el cuarto... ¡Vaya, que ya es por demás tanta conferencia! Lárguense al periódico, que allá tendrán que plumear.

-Antes hemos de preguntarte otra cosa ¡caraifa!

-No respondo más.

-¿A que sí? ¿La Beatriz viene a verte?

-Dos veces por semana. Ayer me trajo un vestido, que le dio para mí una señora de la grandeza.

-¡Hola, hola...! Noticia. ¿No te dijo el nombre, de esa señora?

Y todos ellos sacaron papel y lápiz.

«Sí; pero no me acuerdo. Era un nombre muy bonito... así como... Señor, ¿cómo era?».

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-Haz memoria, Andarilla. ¿Sería la Condesa de Halma?

-Esa misma... Bien decía yo que era cosa buena... pues... del alma santísima.

-Bien, Ándara... te dejamos ya, caraifa.

-Adiós... adiós.




ArribaAbajo- II -9

En mal hora se metió D. Manuel Flórez en conferencias de exploración espiritual con el apóstol andante, porque siempre salia de la celda medio trastornado, ya creyendo ver en Nazarín la mayor perfección a que puede llegar alma de cristiano, ya viéndole y juzgándole como un ser dislocado, completamente fuera del ambiente social en que vivía. «No puede ser, Señor, no puede ser -se decía el buen viejo, dándose palmadas en el cráneo, ya retirado en su vivienda, y descansando de los trajines del día-. Cada tiempo trae su forma y estilos de santidad. No nos disloquemos, Señor, no nos desviemos de nuestra agrupación planetaria, si no queremos ser bólido errante, perdido por los espacios. Lo que yo digo: la locura no es más que eso, o mejor dicho, es precisamente eso, el escape por la tangente... y este hombre, con toda su virtud, que hay que reconocer, ha tomado mucha fuerza, y se escapa,   -154-   se dispara fuera de la órbita... ¡Qué lástima, Señor, qué lástima! Porque... lo digo con verdad... difícilmente se encontraría un espíritu de mayor rectitud, de mayor pureza... Pero ha tomado la doctrina en su sentido más riguroso, por lo más estrecho, por donde duele, y... no sé, no sé... Él cree que el equivocado soy yo, y yo que el equivocado es él. Él dice que procede conforme a razón, y con plena conciencia de ajustarse a la ley de Cristo, y yo digo... No, Señor, yo no digo nada, no sé, he perdido los papeles; este hombre me ha trastornado, ha llenado mi cabeza de confusión. No, no vuelvo a verle más. La sinrazón es contagiosa... Un loco hace mil. No más, no más».

Y a pesar de esto, volvía, pues siempre le quedaba algún puntillo que dilucidar, o seno escondido que reconocer en el pensamiento del peregrino. Volvía, y a nueva conferencia, nueva turbación y desconcierto del buen clérigo social. Se creerá que es exageración lo que se cuenta, pero es la verdad pura. D. Manuel llegó a perder el apetito, cosa de extraordinaria novedad en él, dormía mal, y se desmejoró su rostro. Creyeron sus amigos que había dado el bajón repentino de la aproximación a los setenta, y no faltó quien atribuyese a una causa moral la pérdida de aquel excelso aplomo que era su característica. Quizás su bondad se resintió   -155-   de haber encontrado una bondad superior, o que tal le pareciera, y como vivía en la rutina de no tratar más que inferiores, en el terreno de conciencia, el repentino encuentro de un ser, ante el cual alguna de las energías de su alma tenía que hacer reverencia, le puso quizás de mal talante, aunque sin llegar, ni por asomo, a las tristezas de la envidia, pues era incapaz de este odioso sentimiento. ¿Consistiría tal vez en que el trato social, las consideraciones y aun lisonjas de que era objeto, habían llegado a formar en su alma la concreción de amor propio (de la cual los caracteres más dueños de sí no pueden librarse), y el conocimiento y trato de Nazarín rebajaron un poquito el concepto de su propio valor moral? Con independencia de la humillación y desprecio de sí mismo que impone la idea cristiana, todo ser conserva un poder de apreciación o evaluación psíquica, por el cual, sin darse cuenta de ello, a sí propio se estima y tasa. Sin duda Flórez empezó a conocer que se había tasado en algo más de lo que realmente valía. Como era recto y noble, acababa por conformarse diciéndose: «Bueno, Señor, bueno. Yo creí ser de lo mejorcito, y ahora resulta que hay quien me da quince y raya. Pues reconozca yo mi insignificancia, o mi inferioridad manifiesta, y alabada sea la perfección donde quiera que se encuentre».

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El buen señor no podía pensar en obra cosa, y la fijeza de tal idea iba socavando su salud. A veces se pasaba las noches en habilidosos distingos y paralelos; anhelando engrandecer el concepto propio, sin rebajar excesivamente el ajeno: «Él es bueno, yo también. No digamos santos, porque la santidad en nuestros tiempos ¿dónde está? Yo soy social, él individual; mi esfera es el mundo de los ricos, la suya el de los pobres. En ambas esferas se sirve a Dios, ¡vaya! Él fortifica su alma en la soledad, yo en el bullicio; yunque por yunque, no sé decir cuál es el mejor. Cierto es que si miramos a la doctrina pura y a su aplicación a nuestras acciones, él aparece con ventaja, yo con desventaja; pero miremos a los resultados prácticos de una y otra forma de ejercer el ministerio, y entonces, ¿cómo dudar que la supremacía está de la parte acá? Y por último, Señor, él se va del seguro, él se corre de lo posible a lo imposible, en él la virtud se permite hacer sus escapatorias al campo de la extravagancia, y...».

Elevando los brazos, y mirando al techo de su alcoba, en la cual se paseaba para entretener el insomnio, añadía: «Señor, Señor, llevar a la práctica la doctrina en todo su rigor y pureza, no puede ser, no puede ser. Para ello sería precisa la destrucción de todo lo existente. Pues qué, Jesús mío, ¿tu Santa Iglesia no vive en   -157-   la civilización? ¿Adónde vamos a parar si...? No, no, no hay que pensarlo... Digo que no puede ser... Señor, ¿verdad que no puede ser?».

Como pasaban días y días sin que Catalina le interrogase sobre el examen o estudio psicológico del apóstol vagabundo, creyó del caso D. Manuel tomar la iniciativa en aquel asunto, que más valía dar su opinión antes que la dama por sí misma y por otros caminos llegase a formarla. Todo lo temía de su talento agudo, afinado por una voluntad persistente.

«¿Y qué?» le preguntó Halma, demostrando menos curiosidad de la que Flórez esperaba.

-Empiezo por declarar -dijo D. Manuel con solemnidad sincera, la mano puesta sobre su corazón-, que no conozco alma más bella que la del desventurado sacerdote, a quien la ley ha perseguido por vagancia, y por haber dado amparo y protección a una mujer criminal. Si del estado de su entendimiento tengo aún mis dudas, de su conciencia, de su intención pura y rectamente cristiana, no puedo dudar. Quiero decir, señora mía, que encuentro una disconformidad irreductible entre la conciencia y el intellectus10 de ese singular hombre, y que si yo hallara manera de conciliar una con otro, tendría que declarar a Nazarín el ser más perfecto que ha podido formarse dentro del molde humano.

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-Según eso, usted sigue viendo en él las dos naturalezas, el santo y el loco, y ni sabe separarlas, ni fundirlas, porque locura y santidad no pueden ser lo mismo.

-Exactamente.

-Bien podría deducirse de todo ello que, en nuestra imperfectísima comprensión de las cosas del alma, no sabemos lo que es locura, no sabemos lo que es santidad.

-¡No sé, no sé! -exclamó el limosnero extraordinariamente turbado, llevándose las manos a la cabeza.

-Serénese, D. Manuel. ¿Será que usted, en su larga vida, nunca se ha visto delante de un problema semejante? Contésteme ahora: ¿el buen Nazarín practica la doctrina de Cristo tal como los Evangelios santísimos nos la enseñan?

-Sí señora.

-Y a pesar de esto, la conducta del buen hombre nos parece desconcertada... porque nuestras ideas así nos lo imponen. Si creyéramos otra cosa, debiéramos imitarle, renunciar a todo, abrazando el estado de absoluta pobreza.

-Sí señora.

-Y eso no puede ser. Hay algo dentro de nosotros mismos, y en la atmósfera que respiramos y en el mundo que nos rodea, que nos dice que no puede ser.

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-Sí... puede ser... pero no puede ser... Ser no ser... He aquí, señora, la gran duda.

-Sigo preguntando. ¿Nazarín es humilde?

-Humildísimo. Asombra ver su tranquilidad ante los resultados probables del proceso. Si le condenan a presidio, lo acepta gozoso, lo mismo que si le hicieran subir al cadalso. Si le encierran en un manicomio, en el manicomio entrará y vivirá sin protesta. No se queja de la Ley, ni de los jueces, ni de sus acusadores, ni de la opinión, que con tan distintos criterios le juzga.

-Y en el caso de que saliera libre, ¿se sometería al superior eclesiástico, sacrificando su independencia al rigor de la disciplina?

-También. Pues esto es lo admirable. Dice que si le absuelven libremente, se someterá y que...

-¿Y qué más?... Sigo yo contando, pues usted, mi Sr. D. Manuel, no tiene hoy la palabra tan expedita como de costumbre. Dice también el buen Nazarín que cuando se encuentre libre, persistirá en el cumplimiento del voto de pobreza que ha hecho al Señor.

Cosa imposible, así tan en absoluto, pues la mendicidad, fuera de las Órdenes que la practican por su instituto, es contraria al decoro eclesiástico.

-Y dice más...

  -160-  

-¿Pero cómo sabe usted...?

-Dice también que el mayor anhelo de su alma es que le devuelvan las licencias, para poder celebrar... y que se irá a vivir al presidio a donde sea destinado el Sacrílego, o si se lo permiten las leyes penitenciarias, o si no, en la misma población, con objeto de verle diariamente. Está comprometido a conducir al cielo el alma de aquel criminal, y la conducirá. Los mismos propósitos tiene respecto a Ándara, y su mayor gozo sería que los encierros a que ambos delincuentes fuesen destinados, radicaran en la misma ciudad. Si no, compartiría su tiempo entre la vecindad de Ándara y la proximidad del Sacrílego, llevándose consigo a Beatriz, sin temor alguno de ser censurado y escarnecido por la compañía de una mujer.

-Tales son sus ideas, sí señora... Tan cierto es ello como que usted tiene algo de zahorí -dijo D. Manuel, sin disimular su asombro-. ¿Pero usted..., acaso, le ha visto, le ha oído...?

-No; pero veo a Beatriz, de quien soy amiga, y amiga del alma. No he querido decírselo hasta que no viniera una coyuntura propicia.

-¡Ah!... Me parece bien... Beatriz, la discípula...

-Pues bien, Sr. D. Manuel de mi alma, esas ideas y propósitos del D. Nazario bastardean un poco aquella pureza de alma de que me hablaba   -161-   hace un rato. La extrema humildad, ¿no se da la mano con el orgullo?

-Tal vez, tal vez.

-Por lo cual yo, más decidida que usted, sin duda porque soy más ignorante, veo bien patente la locura de ese santo varón... ¿Es un loco santo, o un santo loco?...

-Locura... santidad... -murmuraba Flórez mirando al suelo, la cabeza sostenida por ambas manos, los codos apoyados en las rodillas, con todas las señales en rostro y acento de una hondísima turbación.




ArribaAbajo- III -

No pudieron detenerse, como deseaban, en buscar la explicación de aquel contrasentido, porque entró Urrea con noticias frescas, que hacían revivir el interés del asunto nazarista. Según contó el joven reformado, por los periodistas se sabía ya la sentencia del Tribunal, que se publicaría sin tardanza. No encontraba la Sala en D. Nazario Zaharín culpabilidad: la vagancia, el abandono de sus deberes sacerdotales, la sugestión ejercida sobre mendigos y criminales no eran más que un resultado del lastimoso estado mental del clérigo, y como en ninguno de sus actos se veía la instigación al delito, sino que, por el contrario, sus desvaríos   -162-   tendían a un fin noble y cristiano, se le absolvía libremente. Resultando del informe de los facultativos que repetidas veces le habían examinado, que los actos del apóstol errante eran inconscientes, por hallarse atacado de melancolía religiosa, forma de neurosis epiléptica, se le entregaba al poder eclesiástico para que cuidase de su curación y custodia en un Asilo religioso, o donde lo tuviere por conveniente.

Don Manuel y Catalina guardaron profundo silencio al oír esta parte interesantísima de la sentencia.

«A Beatriz se la absuelve libremente -prosiguió Urrea-, porque nada resulta contra ella, y la pena que merecía por vagancia, se estima cumplida con las dos semanas que sufrió de prisión correccional». Ándara salía peor librada, aunque no tan mal como al principio se creyó. De sus primeras declaraciones, y de las de Nazarín, resultaba autora del incendio de la casa número 3 de la calle de las Amazonas. Pero su abogado, hombre muy despierto, había conducido el asunto con rara habilidad, demostrando que lo depuesto por Nazarín no tenía ningún valor testifical, por hallarse este en pleno delirio pietista, presa de la monomanía del sacrificio y de la muerte. Ándara, en sus primeras declaraciones, había obedecido, según su defensa, a una influencia hipnótica del falso apóstol.   -163-   Ampliado el juicio, y sustentada la no intencionalidad del incendio, el Tribunal admitió la prueba, condenándola, por lesiones a la Tiñosa, a catorce meses de reclusión penitenciaria. La causa del Sacrílego no tenía nada que ver con la vagancia y desafueros nazaristas. Aún no se había sentenciado, y por bien que saliera, sus catorce o quince años de presidio no se los quitaba nadie, porque eran muchas y muy atroces sus audacias para llevarse la plata y vasos sagrados de las iglesias».

-Ya ve usted -dijo al fin Catalina a su amigo y limosnero-, cómo el Tribunal, haciendo suya la opinión de los facultativos, da por cierto que el santo varón no tiene la cabeza en regla.

-Y sin cabeza no hay conciencia -indicó el sacerdote con cierta alegría, como si entreviera una solución a sus dudas.

-Con todo -añadió la Condesa-, no debemos aceptar ese criterio como definitivo. Se equivocan los Tribunales, se equivocan los médicos. No afirmemos nada, y sigamos, mi señor don Manuel, en nuestras dudas.

-Sigamos, sí, en nuestras dudas -repitió el sacerdote, para quien era ya un descanso no pensar por cuenta propia.

-Y mis dudas -añadió Halma-, van a ser el punto de partida para resolver la cuestión, porque   -164-   si no dudáramos, no nos propondríamos, como nos proponemos ahora, llegar a la verdad.

-Sí señora -dijo Flórez, hablando como una máquina.

-La sentencia del Tribunal, que yo esperaba, me abre camino para poner en ejecución un pensamiento que hace días me corre por el magín.

-¡Un pensamiento! A ver... -murmuró don Manuel perplejo, admirando de antemano y temiendo al propio tiempo las iniciativas le su ilustre amiga.

-Yo, digo, nosotros, sabremos al fin si nuestro pobre peregrino es santo, o es demente. Espero que podremos reconocer en él uno de los dos estados, con exclusión del otro. Y en el caso de que existieran juntamente santidad y locura, en ese caso...

-Arrancaremos la locura para echarla al fuego, como hierba mala nacida en medio del trigo -dijo D. Manuel-, conservando pura e intacta la santidad.

-Y si existieran juntas y confundidas, en una misma planta -agregó Halma-, respetaríamos este fenómeno incomprensible, y nos quedaríamos tristes y desconsolados, pero con nuestra conciencia tranquila.

Flórez miraba al suelo, y Urrea no quitaba los ojos de su prima, cuyas palabras deletreaba   -165-   en los labios de ella, al mismo tiempo que las oía. Después de una mediana pausa, y queriendo adelantarse al pensamiento de la señora, dijo el sacerdote:

«Pues para llegar a ese conocimiento y a esa separación, señora mía tendríamos que... digo, veríamos de...».

-No, si por más que usted discurra, no puede adivinar lo que he pensado, lo que haremos, si Dios me ayuda, y creo que me ayudará, pues la sentencia que acabamos de saber viene, como de molde, a favorecer mi pensamiento, obra magna, D. Manuel, una empresa de caridad que ha de merecer su aprobación. Verá usted -añadió después de otra pausita, aproximando su silla baja al sillón del limosnero-. Pues, señor, ahora la ley civil le dice a la eclesiástica: yo, apoyada en la opinión de la ciencia, he debido declarar y declaro que ese hombre está loco. Como su locura es inofensiva, monomanía pietista nada más, que no exige custodia ni vigilancia muy rigurosas, renunció a albergarle en mis casas de orates, donde tengo a los furiosos, a los lunáticos, casos mil de las innumerables clases de desorden mental. Ahí tienes a ese hombre; encárgate tú, Iglesia, de cuidarle, y, si puedes, de devolver el equilibrio a su entendimiento. Es pacífico, es bueno, es de dulce condición en su desvarío. No te será difícil restablecer   -166-   en él el hombre de conducta ejemplar, el sacerdote sumiso y obediente...

-Y le cogemos -dijo Flórez-, y le mandamos a un convento de Capuchinos, o a una de las hospederías religiosas, que existen para estos casos, y le tenemos allí un año, dos, tres, al cabo de los cuales, estará lo mismo que entró.

-Quiere decir que no le cuidarían, que no le observarán, mirando por su existencia y por su razón con el interés paternal que se debe a un alma como la suya, buena, piadosa, a un alma de Dios...

-No digo que...

-Pero nada de esto pasará -afirmó la Condesa, levantándose nerviosa, cogiendo el bastón de Urrea para reforzar el gesto decidido con que acentuaba la palabra.

-¿Pues qué se hará, señora?

-A usted, mi Sr, D. Manuel, le corresponderá la gloria mundana de esta prueba, si, como creo, Dios la corona con un éxito feliz.

-¿Y qué tengo yo que hacer, señora mía? -preguntó el eclesiástico un poco molesto, pues no le caía en gracia aquello de hacer él cosas que ignoraba, ni que su autoridad quedara reducida a ejecutar órdenes superiores, como un vulgar secretario.

-Una cosa muy sencilla, y que me parece   -167-   fácil. Mañana mismo... no hay que perder un solo día... mañana mismo, D. Manuel Flórez y del Campo, el ejemplarísimo sacerdote, el diplomático de la caridad, coge el sombrero y se va a ver al señor Obispo. Su Ilustrísima, naturalmente, le recibe con los brazos abiertos, y usted le dice: «Señor Obispo, una dama de nuestra aristocracia...».

-¡Ah!, ya... Una dama de nuestra aristocracia...

-¡Si lo adivina, si lo sabe, si no tengo que decir más! Pues qué: ¿no ha pensado usted lo mismo que yo? ¿No viene hace días dando vueltas en su mente a esta solución? ¿No esperaba saber la sentencia para proponérmelo?

-Sí, sí... Yo pensaba... En efecto... La idea es buena -dijo el limosnero, queriendo cazar al vuelo las de su noble amiga-. Claro que había pensado yo... Pues «Ilustrísimo señor: una dama de nuestra aristocracia, persona de grandes virtudes y celo cristiano, que quiere consagrar su vida al santo ejercicio de la caridad, ha imaginado que...».

Detúvose bruscamente D. Manuel, vacilante, clavó sus ojos en Halma, después en Urrea, para volver a mirar con escrutadora fijeza a la ilustre señora, y en aquel punto, como si recibiera inspiración del Cielo, o algún genio invisible en el oído le susurrara, vio el pensamiento   -168-   de la Condesa con toda claridad. Y recordando al instante palabras y frases sueltas de conversaciones anteriores, y viendo en ellas perfecto ajuste con lo que acababa de oír, ya no necesitó más el agudo presbítero para recobrar toda su compostura mental, y sentirse dueño de sí mismo, y a punto de serlo de la situación. Limpió el gaznate para aclarar la voz, tomó de manos de Halma el bastón de Urrea, y fue marcando con él sobre la alfombra estas o parecidas expresiones:

«La señora Condesa ha tenido un pensamiento grande y bello, como suyo. Hace tiempo concibió el proyecto de destinar su casa de Pedralba a un fin caritativo, estableciéndose allí, al frente de una pequeña sociedad de desvalidos y menesterosos, de pobres enfermos y de ancianos sin recursos. Bueno, Señor, bueno. Pues ahora, la señora Condesa se dirige por mi conducto al señor Obispo, y le dice: 'A ese pobre clérigo perseguido, absuelto y tachado de locura, yo me le llevo a Pedralba, allí le cuido, allí le rodeo de calma, de un bienestar modesto; doy a su espíritu la soledad campestre, a su asendereado cuerpo descanso, y como él es bueno y sencillo, y su corazón se conserva puro, respondo de que en breve tiempo podré devolvérselo a la Iglesia, limpio de las nieblas que han empañado su mente. Entréguenme el vagabundo,   -169-   y les devolveré el sacerdote; denme el enfermo, y les devolveré el santo'».

-¿Y eso puede ser? -preguntó vivamente la viuda, sin admirarse de lo bien que el sagaz Flórez le adivinaba las intenciones-. Quiero decir: ¿consentirá el señor Obispo...?

-¡Ah!... lo veremos. Mucha fuerza ha de hacerlo su nombre, señora.

-Y más aún la intervención de usted.

-En casos como este de Nazarín, el Prelado adoptará uno de dos procedimientos: o entregar al enfermo un vale perpetuo para el Asilo de Eclesiásticos, o ponerle bajo la salvaguardia de una familia respetable de reconocida virtud y piedad. Esto último se ha hecho hace poco con un pobre clérigo que padecía de ataquillos de enajenación.

-Pues la familia respetable a quien se encomiende la custodia y cuidado de este santo varón, seré yo.

-Sin duda. Y mucho mejor, si se constituye el Asilo o Recogimiento en forma legal y canónica, poniéndolo, como es natural, bajo la tutela del jefe de la diócesis.

-En fin -dijo Halma gozosa-, que Nazarín es nuestro. Y el señor Obispo, ya lo estoy viendo, alabará mucho este plan al saber que es idea de usted.

-Idea mía no -replicó Flórez sin mirar a la   -170-   dama-. Si acaso, en parte... Ambos pensamos lo mismo. Pero yo no podía pronunciar sobre ello la primera palabra, y tuve que aguardar a que la dijese quien debía decirla.

-Quedamos en que mañana mismo...

-Mañana mismo, sí señora.

-No se nos adelante alguno...

-¡Ah!, lo que es eso... Pierda usted cuidado.

Retirose D. Manuel a su casa, y aquella noche fue acometido de una lúgubre congoja, cuyo fundamento el buen clérigo no podía explicarse. «Esta tristeza hondísima y que parece que me abate todo el ser -se decía, sin poder conciliar el sueño-, no proviene de causa puramente moral. Aquí hay algún trastorno grave de la máquina. O el hígado se me deshace, o la cabeza se me quiere insubordinar, o el corazón se fatiga, y me presenta la dimisión».




ArribaAbajo- IV -

Hízose todo como Catalina de Artal deseaba, sin que la gestión del buen Flórez tropezase con ninguna dificultad ni obstáculo de importancia. Notaban en él cuantos en aquella ocasión le vieron, lo mismo en las oficinas eclesiásticas, que en las casas nobles que ordinariamente visitaba una gran decadencia física, la cual parecía más grave por la pérdida de la jovialidad. Además,   -171-   claramente se advertía cierta inseguridad en las ideas, y dispersión de las mismas en el momento de querer expresarlas, vamos, como si se le fuera el santo al cielo, según el dicho vulgar. No era ya el mismo hombre; en pocos días su cuerpo perdió la derechura que le hacía tan gallardo; su cara se había vuelto terrosa, sus manos temblaban, y cuando quería sonreírse, su habitual expresión afable le resultaba fúnebre. «O D. Manuel está muy malo -decían sus amigos-, o algún hondo pesar silenciosamente le mina».

Una mañana, el Marqués de Feramor le mandó llamar cuando descendía del aposento de la Condesa, y encerrándose con él en su despacho, puso la cara de las grandes solemnidades para decirle: «¡Parece mentira que nuestro querido Flórez, desmintiendo su grave carácter, se haya prestado a favorecer las increíbles extravagancias de mi hermana! Primero, la tontería de meterse a redentores de José Antonio, poniéndose en ridículo, y dando lugar al desbordamiento de las hablillas y chirigotas. No era esto bastante, y entre mi hermana y su limosnero inventan este sainetón grotesco de llevarse a Pedralba, toda la cuadrilla nazarista... porque supongo irán también las discípulas, para mayor edificación... Ya ha principiado el coro de burlas, que a mí no me afectan, no señor, porque   -172-   todo el mundo sabe que permito a mi hermana lanzarse por su cuenta y riesgo a estas aventuras locas, para que encuentre en la ruina y en el ludibrio de las gentes el castigo de su soberbia».

La actitud y el lenguaje del señor Marqués eran de pontifical, según el rito inglés parlamentario y economista.

«Lo que más me duele -añadió-, es que nuestro buen amigo, en vez de poner un freno a estas que califico benignamente llamándolas extravagancias, les haya dado calor y apoyo con su autoridad...».

Al oír esto, una onda de sangre subió del corazón al cerebro del sacerdote, y la ira, que era en él, por índole y por costumbre, sentimiento casi desconocido, se encendió en su corazón súbitamente. Al querer expresarla, las palabras se le atropellaron en la boca, su rostro enrojeció, sus ojos se avivaron. Con lengua torpe pudo decir tan sólo:

«¿Tú qué sabes?... ¡Eres un necio!».

Y salió, como huyendo de sí mismo, arrastrando el manteo, la teja echada hacia atrás, murmurando incoherentes frases por la escalera abajo. Iba por la calle dando tumbos, sosteniéndose por un desmedido esfuerzo de la voluntad, y al llegar a su casa, agotado bruscamente el esfuerzo, cayó redondo en el portal. Entre el   -173-   portero y dos vecinos que bajaban, levantáronle del suelo, y como cuerpo muerto le condujeron al cuarto segundo, donde vivía. El ama y la sobrina, dos mujeres simplicísimas, ambas entradas en años, que le querían entrañablemente, rompieron en estrepitoso llanto al verle entrar en tan mísero estado, y la sobrina exclamaba: «¡Virgen de la Valvanera! Ya lo dije yo. Mi tío venía mal desde la semana pasada».

Acostáronle, y como una media hora tardó en recobrar el conocimiento; mas la palabra no. El buen señor quería decir algo, y su lengua inerte no le obedecía. Acudió el médico, fuéronle aplicados los remedios elementales, y ya muy entrada la noche, después de algunas horas de reposo, pudo expresarse con mediana claridad: «No seáis tontas -dijo al ama y la sobrina, que una a cada lado del lecho le contemplaban atribuladas-, ni deis ahora en la manía de asustaros... Esto no es más que un aire. Lo cogí al salir de casa de Feramor. Ya me encuentro mejor, y con la ayuda de Dios Misericordioso y de la Virgen Santísima, mañana podré echarme a la calle. Y en caso de que determinen que ya estoy de más en este mundo inicuo, ¿qué hemos de hacer más que conformarnos todos, yo con irme a donde mi Padre Celestial me destine, según mis méritos o mis culpas, vosotras con que me vaya y os deje en paz?».

  -174-  

Dispuso el doctor que no se le diera conversación y se le dejara descansar toda la noche, ordenando diversas medicaciones internas y externas. A la mañana siguiente, la mejoría era bien clara, y desde muy temprano acudieron a la casa multitud de personas. Una de las primeras fue Urrea; a poco llegaron Consuelo Feramor y la de Monterones, y otras muchas señoras y caballeros de distintas categorías. Todos prodigaron al enfermo consuelos cariñosos, deseando su salud como la propia. Iban entrando en la alcoba por tandas, y reunidos después en la sala, lamentaban el repentino accidente del simpático sacerdote.

Consuelo llevó aparte a José Antonio para decirle: «Sospecho que tú y Catalina no tenéis poca responsabilidad en este arrechucho de nuestro amigo. ¡Ah!, su enfermedad arranca de la parte moral... ¿Qué... te haces el tonto? ¿No comprendes tu parte de culpa y la de mi cuñadita, esa loca que no andaría suelta si no llevara el nombre que lleva? ¿Ahora caes en la cuenta de que habéis desprestigiado a este santo varón, de que le habéis puesto en ridículo a los ojos del clero, de todos sus amigos y relaciones?».

Contestación enérgica pensó darle Urrea; pero prefirió callarse por no alborotar en casa ajena. A poco, entró Catalina de Halma, vestidita   -175-   de negro, con humilde y severísimo porte, y su hermana y cuñada la saludaron con frialdad compasiva. Ella no les hacía ningún caso, ni se cuidaba de que le manifestaran este o el otro sentimiento. Cuando todos se retiraban, la Condesa expresó al ama y la sobrina su deseo de ayudarlas día y noche en aquel penoso trajín de enfermeras. Conociendo la sinceridad de la buena señora, la familia del sacerdote aceptó tan noble ofrecimiento, felicitándose de que pronto sería innecesario, porque D. Manuel mejoraría, con la ayuda de Dios. Pasó a verle Catalina, y él, regocijándose de su presencia, se excitó un poquito, presentando síntomas vagos de trabazón de lengua y de vaguedad en la ideación: «Señora mía -le dijo-, muy malito tiene usted a su limosnero. Ha sido un aire, nada más que un aire... He soñado con el recogimiento de Pedralba en que estaríamos tan bien... ¡oh, tan bien! Estos aires... son aires muy malos... La vida social... este vértigo, este bullicio, este mentir continuo... mal aire, señora... ¡Destrucción de los cuerpos, perjuicio de las almas!... Dios quiere llevarme ya. Ha visto que no sirvo... que he llegado a la vejez sin hacer en el mundo nada grande, ni hermoso, ni saludable para las almas. Mi conciencia habla y me dice: 'no hay en ti y derredor de ti más que vanidad de vanidades...'. Usted es grande, señora Condesa, yo soy pequeño   -176-   tan pequeño, que me miro y no veo mayor que un grano de arena. Un aire me trae, otro me lleva... ¡Ah, la soledad de Pedralba...! Pero no, no soy digno... El señor Marqués me mira desde la altura de su necedad, y me humilla todo lo que yo merezco. ¿Qué he sido yo? Un fantasmón... No hay que desmentirme. ¿Qué hice por la salvación de las almas? Nada... ¡Y usted, que es santa, se digna venir a consolarme en mi tribulación...! ¡Cuánta bondad, cuánta grandeza! Porque nadie mejor que usted conoce mi insignificancia... Dios me dice: 'no eres nada... eres el vulgo cristiano, lo que es y no es... Vas bien vestido, y calzas bonito zapato con hebillas de plata... ¿Y qué? Eres atento en el hablar, obsequioso con todo el mundo; respetuoso de mí; pero sin amor. El fuego del amor divino es en ti un fuego pintado, con llamaradas de almazarrón como las de los cuadros de Ánimas. Llevas y traes limosnas como la Administración de Correos lleva y trae cartas... pero tu corazón... ¡ah! Yo que lo veo todo, lo he visto, lo he sentido palpitar, más que por la miseria humana, por la elegancia de tus hebillas de plata...'. Luego viene un aire... ¡Hermosa debe de ser la muerte para los que mueren en el Señor! Yo también quiero morir en Él, yo quiero, ¡yo quiero!...».

Vivamente alarmada, la Condesa se retiró   -177-   de la alcoba, pensando que la mejoría del bendito D. Manuel había sido engañosa. Y firme en su propósito de desempeñar en la casa los menesteres más humildes, mientras estuviese enfermo su amigo del alma, concertó con el ama y sobrina las faenas a que debía consagrarse, resolviendo entre las tres que, pues la presencia de la señora excitaba al enfermo, sin duda por el cariño que este le profesaba, no era conveniente que entrase en la alcoba sino en los casos de absoluta precisión. Desembarazada de su mantilla, tan pronto trabajaba en la cocina, como se personaba en la sala, para recibir visitas de seglares y clérigos. Comió con las mujeres de la casa, y no quiso que le preparasen cama, pues con descabezar un sueño sentadita en una silla le bastaba. La enfermedad de su amado esposo había sido pana ella educación cumplida en aquellos trabajos y desazones, y el no dormir, el no comer, la vigilancia constante no la afectaban lo más mínimo.

Muy bien pasó la tarde D. Manuel, y a la noche llamó a sus domésticas para que le acompañasen y diesen parola, pues la costumbre, segunda naturaleza, le pedía trato social, conversación, amenidad. Catalina se escondió tras de la puerta para oírle, temerosa de que volviese a desvariar. Dijéronle Constantina y Asunción, que así se nombraban el ama y sobrina,   -178-   que ya podía darse por restablecido de aquel arrechucho, y que le bastaría media semanita de descanso para poder entregarse nuevamente a sus habituales quehaceres. A lo que respondió el clérigo con serenidad: «Puede que tengáis razón; pero por sí o por no, yo me pongo en lo peor, y si me apuráis mucho, digo que en lo mejor, o sea la muerte, fin de esta vida miserable y principio de la eterna».

Como ellas dijeran que siendo él un santo, nada podía temer, ahuecó la voz para contestarles: «Ni yo soy santo, ni ustedes saben lo que se pescan, pobres rutinarias, pobres almas sencillas y vulgares. Estoy a vuestro nivel... no, digo mal, a un nivel más bajo. Porque vosotras habéis padecido: tú, Constantina, con la mala vida que te dio tu marido; tú, Asunción, con tus enfermedades y achaques dolorosos. Vosotras habéis tenido ocasión de perdonar agravios, yo no. Vosotras habéis sufrido escaseces cuando no estabais a mi lado; yo he vivido siempre en mi dulce y cómoda modestia, sin carecer de nada, bien quisto de todo el mundo, niño mimoso y predilecto de la sociedad. Vosotras habéis luchado, yo no, porque todo me lo encontré hecho. No me llaméis santo, porque hacéis befa de la santidad aplicándola a quien tan poco vale».

Echáronse a llorar las dos mujeres, y le invitaron   -179-   a variar de conversación, pues aquella no era la más propia de un enfermo de la cabeza.

«No, no -dijo Flórez, encalabrinándose-. De esto precisamente quiero hablar yo. Soy una pobre medianía; pero abdicando en este trance mis ridículas pretensiones, y pisoteando delante de vosotras, y delante del mundo entero, mi orgullo, me entrego a la misericordia de mi Padre Celestial, para que haga de mi insignificancia lo que quiera. Mi alma no se ennegrece con pecados infames, ni se abrillanta con heroicas virtudes. Soy lo que el lenguaje corriente llama un buen hombre. Soy... simpático... ¡ja, ja!, simpático. En el mundo no quedará rastro de mí, y lo mismo que es hoy la sociedad, habría sido si Manuel Flórez y del Campo no hubiera existido en ella. ¿Cómo llamáis santo a un hombre que se enfada, aunque no mucho, cuando alguien le molesta? ¿A ti, Constantina, no te he reñido alguna vez porque la sopa estaba fría, o el chocolate muy caliente, o el arroz pegado, o el café poco fuerte? Ya ves: ¡qué santidad es esa, ni qué...! Y tú, Asunción, ¡buenas roncas te has llevado..., porque las hebillas de mis zapatos no estaban bien relucientes! Ya ves: ¡como si el que relucieran o no las hebillas importara algo!... Si os apuráis mucho por lo que os estoy diciendo, os confesaré que en mi   -180-   esfera, una esfera que parece amplísima y es muy reducida, he hecho todo el bien que he podido, y que mal, lo que es mal, no lo hice nunca a nadie a sabiendas. Pero de eso a que yo sea nada menos que santo, como vosotras creéis, pobres tontas, hay mucho camino que andar... Los santos son otros, el santo es otro... Y de eso que dice el vulgo de que ahora no hay santos, me río yo... Los hay, los hay, creedlo porque os lo afirmo yo... Pero no me tengáis a mí por tal, grandísimas babiecas; y si no, contestadme: ¿qué méritos extraordinarios veis en mí?... ¿qué infortunios y trabajos han templado mi alma, qué injurias he tenido que sufrir y perdonar, qué grandes campañas por el bien humano y por la fe católica han sido las mías? ¿Acaso fui perseguido por la justicia, y tratado como los malhechores? ¿Por ventura me han ultrajado, me han escarnecido, me han llenado de vilipendio? ¿Es tribulación andar de casa en casa, festejado y en palmitas, aquí de servilleta prendida, allá charlando de mil vanidades eclesiásticas y mundanas, metiéndome y sacándome con achaque de limosnitas, socorros y colectas, que son a la verdadera caridad lo que las comedias a la vida real? ¡Ah!, si lloráis por verme rebajado de esa categoría en que vuestra inocencia quiso ponerme, llorad, sí, llorad conmigo, lloremos juntos, para que el Señor tenga piedad de vosotras   -181-   y de mí, y nos iguale a los tres en su santa gracia».

No dijo más, porque el ama y sobrina, limpiándose el moco, y sobreponiéndose a su acerba pena, le exhortaron para que callase y no pensara cosas que al Divino Jesús y a la Virgen habían de serle desagradables. Buena era la humildad; pero no tanto, Señor...




ArribaAbajo- V -

También lloraba la sin par Catalina oyendo los gritos de la conciencia de su buen amigo, y las tres convinieron luego en que mientras más se humillara el bonísimo D. Manuel al prosternarse ante el Dios de Justicia, más le ensalzaría este, dándole el premio que por sus virtudes merecía. A las once de la noche, ya levantados los manteles de la frugal cena, hallándose la Condesa en el comedor, embebecida en la lectura de sus devociones ante una lampara con pantalla de figurines, entró José Antonio. No pudiendo pasarse un día entero sin verla y hablar con ella (tal era su adhesión ardiente, que más parecía de perro que de persona), agarrábase a la obligación de informarse del estado del enfermo para entrar en la casa y aproximarse a su bienhechora.

«Nuestro D. Manuel está mal -le dijo Halma,   -182-   cerrando su libro y marcando la página con un dedo-. Tenemos que pedir a Dios con toda nuestra alma que nos conserve esa vida tan preciosa, tan necesaria. Hay que rezar, rezar sin tregua, Pepe, y tú también... Pero sin duda no sabes; lo has olvidado... Si yo quisiera enseñarte, ¿aprenderías tú?».

-Tú conseguirás de mí cuanto quieras, y nada tengo por imposible si tú me lo mandas -replicó el joven con alegría-. Soy hechura tuya; soy un hombre nuevo, que has formado entre tus dedos, y luego me has dado vida y alma nuevas...

-Entre paréntesis, dime una cosa: ¿nos critican mucho por ahí?

-Horriblemente. Pero tu grande alma me ha enseñado lo que me parecía, más que difícil, imposible, despreciar esas infamias, y no castigarlas inmediatamente.

-Dios es nuestro juez, y nos acusa o nos absuelve, por medio de nuestra conciencia. Vete fijando en lo que te digo, y asegúralo en tu pensamiento. Eres un niño, y como a tal te instruyo.

-Y yo lo aprendo todo. No tendrás queja de mí. Pero yo quisiera, mi buena Halma, que me mandaras cosas difíciles, muy difíciles, para que probaras mi obediencia ciega.

-Por ejemplo, que te arrojes a un horno encendido, o que te tires por la ventana.

  -183-  

-No es eso, aunque también eso haría si me lo mandaras. Cosas difíciles digo, de las que ponen a prueba la voluntad de un hombre. Mientras tú no me mandes eso, y yo te obedezca, no me creo digno de lo que estás haciendo por mí. Tú eres extraordinaria, increíble, inverosímil. Mi amor propio se pica, y también quiero salirme un poquitín de lo común.

-Descuida, que todo se andará. Como inverosímil, tú, que desde que empezamos a curar tu alma con una medicina de que todo el mundo se burlaba, te has desmentido a ti mismo. Hasta ahora parece que voy triunfando, y que mi extravagancia llevaba y lleva en sí algo de eficacia divina. Pero aún falta mucho, José Antonio, y si te cansas en lo peor del camino, me dejarás mal.

-No me cansaré. Voy contigo al fin del mundo, ya me lleves tirando de mí por un fino hilo de seda, ya por un dogal muy fuerte. Tira sin miedo, que no haré nada por soltarme.

-Te advierto que, aunque te sueltes, aunque al tirar de la cuerda me hieras y lastimes, no me arrepentiré de lo hecho.

-Porque tú eres... no diré una santa, ni un ángel, expresiones vagas que han desacreditado los poetas y los predicadores..., sino una mujer superior a cuantas andan por el mundo, la mejor, la única, el femenino en grado sublime.

  -184-  

-Eh... basta. Allí tienes otra maña que he de quitarte, la lisonja.

A los motivos de gratitud que subyugaban al parásito corregido haciéndole esclavo de la Condesa de Halma, habíase añadido últimamente uno, que era sin duda el más fuerte eslabón de su cadena. A la penetración de la reformadora no podían ocultarse las recónditas miserias y envilecimientos de la vida de Urrea, úlceras morales que por su calidad indecorosa no podían ser mostradas. Pero la sagaz doctora las conocía por inducción, y creyendo, en conciencia, que para la completa cura había que atacar aquel secreto desorden, antes que corrompiera la parte del ser que iba paulatinamente sanando, incitó al enfermo, en buena ley de moral médica, a la confesión o sinceridad más radicales. Él se resistía, creyendo que cuanto a tal asunto se refiriese no podía ni siquiera mentarse en presencia de la santa y pura señora, como no es lícito decir en la iglesia palabras indecentes, ni fumar, ni cubrirse. Pero ella, valerosa y serena, como santa Isabel de Turingia poniendo sus manos en la cabeza de los tiñosos, le abrió camino para la explicación que deseaba, rompiendo el secreto en esta forma:

«No es menester ser zahorí, querido Pepe, para saber que en tu vida de pobreza vergonzante, angustiada y vil, ha de haber, además de   -185-   los sapos que ya hemos sacado del fango, culebras que necesitamos extraer para sanarte por entero. Es inútil que me lo niegues. ¡Ah, tonto, como se ven los gusanos que se alimentan de la putrefacción, veo en derredor tuyo enjambre de mujeres, a quienes sólo llamaré desgraciadas, porque no hay mayor desdicha que perder el pudor!».

-Es cierto. ¿Cómo negarte nada, si tú lo sabes todo?

-Tienes que limpiarte de esa podredumbre, Pepe, pues de lo contrario, estás expuesto a corromper de nuevo el mejor día.

-Sí, sí.

-Pero pronto, pronto. Adivino que esto no es fácil, y que para romper con todo ese pasado vergonzoso hay obstáculos materiales. Confiésamelo, dímelo todo, ten conmigo la franqueza que tendrías con un camarada de tu sexo. La vida humana ofrece tantas anomalías, que aun para librarse de la ruina se necesita tener dinero, y que del mismo vicio no puede huirse sin mostrarse con él caballeresco y dadivoso.

-Es verdad. Eres la ciencia humana y divina -replicó Urrea con viva emoción.

-Más claro: para cortar tus lazos viles con esa infeliz gente, necesitas dinero. Al hacer la cuenta de tus ahogos y de los compromisos que amargaban tu vida, has ocultado esta por delicadeza,   -186-   por respeto hacia mí. ¿No es verdad?

-Sí.

-Quizás te encuentras obligado y sujeto por favores recibidos.

-Sí.

-Quizás has contraído deudas... en común. No te apures. Hablaremos de esto lo menos posible, para ahorrarte la vergüenza que el caso entraña. Prométeme cortar en absoluto y para siempre, con propósito de no reincidir, esas relaciones infames, y yo te doy el dinero que necesites para tu completa liberación. Así, así, las cosas se dicen clarito, y se hacen con valor.

-¡Oh, Halma! -exclamó anonadado el calavera, arrodillándose ante su prima, e intentando besarle las manos-. Si no te digo que te tengo por criatura sobrenatural, no expreso todo lo que siento.

-Levántate. Hoy mismo te ocuparás de eso. Dímelo todo: no ocultes nada. Mañana liquidas tus deudas de ignominia. Si sintieras duda, o escrúpulo, porque hubiese algún lazo dificilillo de cortar, aun con tijeras de oro, vienes y me lo cuentas, y yo te daré ánimos, razones... y veremos de arreglarlo.

Alentado por tan poderoso estímulo, Urrea cortó relaciones indecorosas, algunas que le estorbaban horrorosamente, llenando su alma de hastío, otras que, si afectaban algo a su corazón,   -187-   no tenían raíces tan hondas que no pudieran arrancarse con mediano esfuerzo. ¡Y qué libre, qué ancho, qué desahogo se sintió después! ¡Con qué placer veía las caras bonitas y risueñas perderse en la bruma que precede a las tinieblas del olvido! Uno solo de los tirones que tuvo que dar le produjo dolor. Pero acordándose de su prima, lo sufrió valeroso, y aun lo hubiera resistido con heroísmo si fuera de los hondos y lacerantes. Pero ello se redujo a un poquitín de pena o desconsuelo, y dos días bastaron para que la mundana figura que motivaba aquel estado psíquico, se desvaneciera también con las otras en una neblina de indiferencia. Al terminar esto, la Condesa de Halma tomó ante su aplacado espíritu proporciones enteramente divinas. Lo que sintió Urrea no podía compararse sino al júbilo inenarrable del náufrago que pisa tierra después de angustiosa lucha con las olas. Le salvaba aquella luz, faro, o estrella del mar, y ante ella hacía la ofrenda de su vida futura.

No satisfecho con informarse por la noche del estado de D. Manuel Flórez, José Antonio iba también por las mañanas. Comúnmente, entre nueve y diez, Catalina había vuelto de misa, y estaba barriendo y limpiando la sala y gabinete, mientras el ama y sobrina atendían al enfermo. Cubría la Condesa su talle con un   -188-   mandil de Constantina, y manejaba la escoba con rara habilidad. ¡Quién había de decirlo, viendo aquellas manos aristocráticas, finas, blancas como azucenas, de forma bonitísima, largos, gordezuelos y puntiagudos los dedos, verdaderas manos de Santa Isabel de Murillo, que ni en las cabezas plagadas de miseria perdían su virginal pureza y pulcritud! Urrea no se atrevió a pedirle permiso para besarle las manos, por no profanarlas con su labio pecador. No merecía tan grande honra. Verdaderamente, aquellos dedos que cogían la escoba eran dignos de tomar la hostia consagrada.

«¿Y D. Manuel, cómo sigue?».

-Mal. La noche ha sido intranquila. No ha podido dormir; sufría mucho de la cabeza. No ha desvariado, antes bien, habla como un santo que es. Hoy se le administra el Santo Sacramento. Prepárase a recibirlo con unción y alegría. ¿Sabes en qué conozco que nuestro buen D. Manuel se nos muere? En que su alma es toda candor. Piensa y habla como un niño. Tanta simplicidad demuestra que su alma se ha despojado de todo lo terreno. ¡Qué hermosura morir así! Aprende, primo mío, aprende, y para que mueras como un justo, vive en la justicia y la verdad.

-Yo vivo donde tú me mandes -dijo el parásito apartándose para no estorbarle en su barrido-.   -189-   Donde me pongas allí me estaré. Y ahora, déjame que te pregunte una cosa. Dicen en tu casa que te vas a vivir a Pedralba.

-Eso había determinado; pero la falta de este incomparable amigo perturba mis planes, y aún no sé lo que haré.

-¡Y yo me quedo aquí! -observó Urrea con pena-. Yo aquí solo. Verdad que no estamos lejos, y puedo ir a verte con frecuencia. Pero no sé si tú lo consentirás. Debo seguir en Madrid, para evitarte disgustos, para que no se ceben en ti la envidia y la malignidad.

-Esa razón no es razón. Ya sabes que no me afectan los dichos de la gente frívola y vana. La calumnia misma, que a otros aterra, puede venir a mí, y acometerme y destrozarme. De sus ataques saldré más fuerte de lo que soy. Es la forma civilizada del martirio, ahora que no tenemos Dioclesianos que persigan al Cristianismo, ni sectarios furibundos que corten cabezas de creyentes... Pero si la calumnia no es motivo para que aquí te quedes -añadió, dejando la escoba, y poniendo los muebles en su sitio, después de restregarles la madera con un paño, tarea en que gustosamente la ayudó su protegido-, en Madrid continuarás solito, por razón de tus trabajos. No olvides la segunda parte de nuestro convenio. Has de hacerte un hombre útil, que viva honradamente, sin depender de nadie.

  -190-  

-Sí, sí. Yo realizaré tu hermosa idea. Eres como una madre para mí, y debo venerarte, porque me das el ser.

-Y debo creer que este hijo mío es ya crecidito, con fuerza suficiente para no necesitar andadores, y juicio para gobernarse por sí solo.

-Así será, si tú lo quieres. ¿Y ahora qué me mandas? ¿Me retiro?

-Sí, tenemos mucho que hacer. Luego hemos de preparar la cama y adornarla para recibir al Divino Visitante, que hoy tendremos aquí. Márchate, y vuelve esta tarde a la hora del Viático. No quiero que faltes.

-No faltaré -dijo Urrea, y besando la orla del delantal grosero que ceñía el cuerpo de la noble dama, se retiró triste... ¡Partir Halma, quedarse él! ¡Enorme consumo de voluntad exigiría esta separación del hijo y la madre, del discípulo aún muy tierno y la santa y fuerte maestra!




ArribaAbajo- VI -

No faltó aquel día el Marqués de Feramor que sólo cruzó con su hermana palabras secas. En su atildado lenguaje inglés, parlamentario y económico, dijo que los hombres temen la muerte como temen los niños entrar en un cuarto obscuro. Esto lo había escrito Bacon, y él lo   -191-   repetía, añadiendo que las penas que ocasiona la pérdida de seres queridos, tienen el límite puesto por la Naturaleza a todas las cosas. El mundo, la colectividad, sobreviven a las mayores desdichas personales y públicas. No debemos entregarnos al dolor, ni ver en él un amigo, sino un visitante inoportuno, a quien hay que negar todo agasajo para que se despida lo más pronto posible.

La ceremonia religiosa fue hermosa y patética, acudiendo un gran gentío eclesiástico y seglar, de lo más distinguido que en una y otra esfera contiene Madrid. Recibió el enfermo el pan eucarístico con cristiana unción y mansedumbre, mostrando gratitud inefable al Dios que penetraba en su humilde morada, y se mantuvo tan sereno y dueño de sí mientras duró el acto, que parecía repuesto de su grave mal. Después habló con entusiasmo a sus amigos del gozo que sentía, y de las esperanzas que la santa comunión despertaba en su alma.

Por la noche, tras un ratito de tranquilo sueño, llamó al ama y sobrina, y les dijo: «Ya sé que está en casa la señora Condesa, y en verdad no sé por qué se oculta. Su presencia es gran consuelo para mí. Que entre, pues a las tres tengo algo que decirles».

Besó Catalina la mano del sacerdote y se sentó junto al lecho, quedando las otras en pie:   -192-   «De veras os digo que estoy tranquilo. Me prosterné ante mi Dios, y llorando amargamente, le ofrecí la confesión de toda mi vida pasada, la cual, por mi incuria, por mi egoísmo, por mi insubstancialidad, no ha sido muy meritoria que digamos. Lo que poseo es para vosotras, Constantina y Asunción: ya lo sabéis. Atended a vuestras necesidades, reduciéndolas a la medida de una santa modestia, y lo demás empleadlo en servicio de Dios; socorred a cuantos menesterosos estén a vuestro alcance, sin reparar si lo merecen o no. Todo necesitado merece de serlo. Y a usted, señora Condesa de Halma, nada le digo, porque a quien es más que yo y vale más que yo, y me gana en saber de lo espiritual y lo temporal, ¿qué ha de decirle este pobre moribundo? He concluido con toda vanidad, y tan sólo le ruego que encomiendo a Dios a su buen amigo. El que a mí me ha iluminado no está presente; si lo estuviera, yo le diría: compañero pastor, quisiera cambiar por tu cayado robusto el mío, que no es más que una caña, adornada de marfil y oro. Tú pastoreas, yo no; tú haces, yo figuro...». Siguió murmurando en voz baja expresiones que las tres mujeres no entendían. No cesaban de recomendarle el silencio y la tranquilidad. Poco después rezaban los cuatro, llevando la de Halma el rosario. Antes de terminar, el enfermo pareció aletargarse.   -193-   Quedó Asunción de guardia, y Constantina y la Condesa salieron de puntillas.

Tenían de guardia en el recibimiento a la chiquilla de la portera, para que abriese al sentir pasos de visitas, precaución indispensable por haber sido quitada la campanilla. A poco de salir de la alcoba, el ama dijo a la Condesa: «Ha entrado una mujer que quiere hablar con la señora. Debe de ser una pobre... de estas que acosan y marean con sus petitorios. Yo que vuesencia, le daría medio panecillo y la pondría en la calle, porque si nos corremos demasiado en la limosna, esto será el mesón del tío Alegría, y nos volverán locas. Trae una niña de la mano, y me da olor a trapisonda, quiero decir, a sablazo de los que van al hueso. Con que póngase en guardia la señora Condesa, que en eso de dar o no dar con tino esta el toque, como dice nuestro pobrecito D. Manuel, de la verdadera caridad».

Ya sabía Catalina quién era la visitante, y sin decir nada se fue a la sala, donde aguardaban en pie una mujer con mantón y pañuelo a la cabeza, y una niña como de seis años, arrebujada en una toquilla. «Beatriz -dijo Halma, muy afectuosa, entregándoles sus dos manos, que mujer y niña besaron con amor-, ya me impacientaba yo porque no venías a verme. ¿Te dijo Prudencia que vinieras aca?».

  -194-  

-Sí señora; pero yo no quería venir, por no ser molesta -replicó Beatriz, sentándose en el borde de una silla-. Por fin, esta noche me determiné, y he traído a esta noche me determiné, y he traído a esta para que me enseñe las calles, que no conozco bien. Rosa sabe al dedillo todos estos barrios, porque ayudaba a sus padres a repartir la leche, cuando tuvieron la cabrería... ¡ah!, negocio malísimo, en que se metió mi prima con los vecinos del bajo derecha, por ayudar a Ladislao, que con la afinación de pianos no sacaba para dar de comer a la familia. El pobre Ladislao ha pasado amarguras horribles, persiguiendo el garbanzo, y soñando siempre con la ópera que tenía a medio componer, dentro de su cabeza. Todo lo probó: tocaba el trombón en un teatro, y repartía prospectos por las calles. La cabrería les empeñó más de lo que estaban. Yo he visto la miseria de aquella casa, miseria negra, como hay tanta en Madrid, sin que nadie la vea ni la socorra, porque no es posible, Señor, no es posible... Bien lo sabe la señora, que la ha visto con sus propios ojos, porque con la señora entró Dios en aquella casa... Y puedo decirle que sus palabras cariñosas las han agradecido aquellos infelices más aún que el socorro que les ha dado para comer y abrigarse... La señora es... no tan sólo la caridad, sino también la esperanza.

  -195-  

-¿Y el pobre Ladislao está contento?

-Tan contento, que de puro alegre no pega los ojos. Dice que su desiderato sería la plaza de maestro de capilla; pero que si la señora no tiene capilla en sus estados, lo mismo la servirá de cochero que para traer leña del monte, si a mano viene...

-Que no piense en eso, y espere -dijo la Condesa, impaciente por tratar de otro asunto-. Bueno, Beatriz, ¿y qué...?

-Nada, es cosa resuelta. He venido acá, para que la señora Condesa no tarde en saber que hoy fueron a verle al hospital dos señores curas, que parece son del Tribunal eclesiástico. Dijéronle que Su Ilustrísima le proponía dos maneras de asistirle y curarle, en el suponer de que está enfermo. O bien darle un vale perpetuo para el Asilo de señoras sacerdotes, o bien ser recogido en una casa honestísima de persona principal y muy cristiana. Diéronle a escoger, y, por de contado, escogió lo segundo. Lo he sabido por él mismo: esta tarde fui allá, y me encontré en la celda al señorito de Urrea, que le aconsejaba salir de aquel encierro, pues ya está libre. Mas no quiere el bendito D. Nazario gozar de libertad mientras no le dé licencia la persona que le toma bajo su amparo, y le diga cuándo, cómo y a qué lugar ha de ir con sus pobres huesos.

  -196-  

-Pues mira lo que has de hacer, Beatriz, y pon atención a lo que te ordeno. Mañana llegará un carro con tres mulas que he mandado venir de Pedralba. Al amanecer del día siguiente, lo tendrás en tu calle, y el carretero, que es un viejo llamado Cecilio, un poco hablador y refranero, pero buen hombre, subirá a tu casa para avisarte. Metes en el carro a Ladislao y a Aquilina con sus tres chicos, y a Nazarín, y tú misma de añadidura. Cabréis perfectamente, y si vais estrechos, los hombres pueden ir algunos ratos a pie... En fin, arreglaos del mejor modo posible. No llevéis muebles, ni ropas de cama. Repartid todo eso entre los vecinos que sean más pobres. Ropa de vestir podéis llevar... ¡Ah!, se me olvidaba el piano de Ladislao. Dile que es mi deseo se lo regale al ciego, también afinador, que vive en el cuartito próximo. Puede meter en el carro aquella balumba de papeles de música que tiene encima de la cómoda. Todo el día emplearéis en el viaje, porque las mulas irán al paso, para que puedan hacer un poco de ejercicio los que se cansen de la estrechez del carro, y meterse en él un rato los de infantería, para descansar de la caminata. Cecilio os llevará hasta mi casa, y en ella os dará alojamiento hasta que, pasados unos días, cuando yo avise, vuelvan Cecilio y las tres mulas por mí.

  -197-  

-¡En carromato la señora! -exclamó Beatriz llevándose las manos a la cabeza.

-Como vais vosotros, iré yo. ¿Qué más da? Si es hasta más cómodo, y más alegre. No veas en esto un mérito, ni menos afectación de pobreza: no gusto de hacer papeles. Además, establezco en mi pequeño reino toda la igualdad que sea posible. No me atrevo aún a decir, antes de que la práctica me lo enseñe, a qué grado de igualdad llegaremos.

-Reino ha dicho la señora -afirmó la nazarista con gozo-, y aunque así no lo llamara, reina y señora nuestra será siempre.

-Tampoco sé aún qué grado de autoridad tendré sobre vosotros. Quizás no pueda tenerla, o la abdique desde el primer momento. Pero no pensemos aún en lo que será, y ocupémonos tan sólo de lo presente. Con el dinero que te di, y que conservarás en tu poder...

-Sí señora, menos lo que, por encargo de la señora, gasté en el vestidito de Aquilina y en las botas de Ladislao.

-Pues aún te queda para comprar zapatos y alpargatas a los tres chicos, y para lo que gastéis por el viaje, que será bien poco. No necesito decirte que economices, porque sé que sabes hacerlo. Como la hija de Cecilio cuidará de daros de comer mientras yo llegue, ten bien cerrada la bolsa, Beatriz, y no gastes ni un céntimo   -198-   de lo que en ella te quedare al llegar allá; no olvides que somos pobres, pobres verdaderos... No creas que nuestro reino es una pequeña Jauja.

-Si lo fuera, no nos tendría la señora por vasallos...

-¿Te has enterado bien?

-Sí señora -dijo Beatriz levantándose-; descuide, que todo se hará, punto por punto como la señora desea.

Despidiéronse besándole la mano; la Condesa las besó en el rostro, y al despedirlas en la puerta, cuando ya habían bajado algunos peldaños, las llamó para hacerles una advertencia.

«Oye, Beatriz. Mi buen Cecilio padece de una maldita sed que no se le quita sino con vino. Ya está tan cascado el pobre, que sería crueldad privarle de satisfacer su vicio. Durante el viaje, le permitirás que tome una copa en alguna de las ventas por donde pasen, no en todas... Fíjate bien: con tres o cuatro copas de pardillo en todo el camino tiene bastante; pero nada más, nada más... Ea, adiós, y buen viaje».




ArribaAbajo- VII -

Llegó poco después un señor eclesiástico, amigo íntimo de Flórez, D. Modesto Díaz, que goza fama de predicador excelente, uno de los   -199-   primeros de Madrid. Tres o cuatro veces al día iba a enterarse del estado del enfermo, a quien entrañablemente quería, pues se conocieron desde la infancia, y en Madrid vivieron luengos años en cordialísimas relaciones, aunque cada cual actuaba en esfera distinta dentro de lo eclesiástico, pues si Flórez era relativamente rico, y no tenía que discurrir para proveer decorosamente a la existencia, Díaz, obrero incansable, trabajó toda su vida propter panem. De joven, tuvo que ganarlo para su madre, y en edad madura crió y educo sin fin de sobrinos huérfanos, que debían de padecer hambre canina, según lo que el pobre cura bregaba para mantenerlos, pues él daba lecciones de latín y moral, en colegios y casas particulares, de retórica y poética en un instituto, traducía del francés obras religiosas para un editor católico, y con esto y la celebración y sus sermones, que llegaron a constituirle un ingreso de cuenta, salió el hombre adelante con todo aquel familiaje, y algo le quedaba para socorrer a un pobre.

La diferente atmósfera en que Díaz y Flórez vivían, y el distinto camino de cada cual, no impidieron que se juntaran en el terreno de una amistad tan antigua como cariñosa. Eran vecinos: muchas tardes paseaban juntos, y perfectamente acordes en ideas y gustos, nunca   -200-   surgió entre ellos disputa ni desavenencia por cosa dogmática ni temporal. Ambos eran buenos y estimados de todo el mundo; ambos piadosos y bienavenidos con su conciencia. Hasta se parecían un poco en lo físico; sólo que Díaz no se arreglaba tan bien como el otro, ni era tan pulcro, o si se quiere, tan elegante.

Con expresiones de sincero dolor se condolió D. Modesto de la gravedad de su amigo, manifestándose confuso por aquel repentino mal, que había venido como un escopetazo. «¡Pero si hace tres semanas estaba Manuel vendiendo vidas! Una tarde que fuimos de paseo hacia la Moncloa, hicimos recuento de los años que tenemos a la espalda, y calculando lo que podríamos vivir si el Señor nos conservaba nuestra salud, nos corríamos tan frescos hasta los ochenta. De buenas a primeras, Manuel da este bajón tremendo... ¿Pero por que? Las últimas tardes que paseamos, le notó muy metido en sí, cosa rara, pues era hombre tan social, que siempre le veía usted el alma revoloteando alegre fuera de la jaula... En fin, Dios lo quiere así. Cúmplase su santa voluntad».

Con un hondo suspiro nada más comentó la Condesa estas expresiones, y el buen sacerdote, después de enjugarse una lágrima, cambió de tono para decir: «Entre paréntesis, señora, Condesa, sé que se va usted a su finca de Pedralba,   -201-   próxima a San Agustín, y conviene que sepa que el cura de esta villa es mi sobrino Remigio, a quien escribiré para que se ponga a las órdenes de usted, y la sirva en cuanto guste ordenarle. ¡Buen muchacho, señora, que sabe su obligación, y tiene además un don de gentes que ya lo quisieran más de cuatro! Yo le crié; es mi hechura, y a mí me debe su doble carrera, pues a más del grado en teología y cánones, es licenciado en derecho. Alguna guerra me dio cuando estudiaba, porque en la Universidad por poco me le tuercen. Le tiraba más la filosofía que la teología, y su comprensión fácil, su talento flexible le encariñaron más de la cuenta con los estudios de materias filosóficas y sociales novísimas. Bueno es saber de todo, y conocer toda la extensión de las ideas humanas; pero yo dije: 'para, hijo'. Él obstinado en doblárseme, y yo en que había de ponerle derecho como un huso. Naturalmente, gané yo: el chico era dócil, respetuoso, y me quería con locura. Cantó misa diez años ha, día de la Candelaria, y ahí lo tiene usted hecho un sacerdote modelo, obscurecido, es verdad, en una villa de corto vecindario, pero con esperanzas de pasar a una parroquia de la Corte, o a una canonjía».

Contestó Halma con las expresiones urbanas que el caso requería, y la conversación, por su propio peso, recayó en D. Manuel, y en la   -202-   dificultad de sacarle adelante, si Dios no hacía un milagro.

«Para mí -dijo Díaz con hondísima tristeza-, es una pérdida irreparable, pues no tengo ningún amigo que pueda comparársele en lo afable, en lo cariñoso y servicial. Siempre que yo necesitaba una tarjeta de recomendación, él a dármela. Sus buenas relaciones con gente principal eran una bendición de Dios para los que estamos en esfera más baja. ¡Cómo le quería toda la grandeza! Y ahí tiene usted a un hombre que hubiera podido ser obispo. Pero lo que él decía con toda la modestia de Dios: «No sirvo, no sirvo: es mucho trabajo para mí». Cada lobo en su senda, y la de Manuel era fomentar la piedad en las clases elevadas, y dirigirlas en sus campañas benéficas... Era hombre de tan extraordinario don de gentes, que su trato lo mismo cautivaba al rico que al pobre, y con su ten con ten, a todos les enseñaba la buena doctrina... ¡Dios sabe cuán solo y triste me quedo sin Manuel en este valle de lágrimas!... ¡Pues apenas tiene fecha nuestra amistad! Él es natural de Piedrahita, yo de Muñopepe, en el mismo partido. Juntos nos criamos, juntos fuimos a la escuela, juntos recibimos la sagrada investidura. Él era casi rico, yo pobre; él vivía de sus rentas, yo de mi trabajo rudo. Siempre que necesité de algún auxilio, porque hay meses crueles,   -203-   señora mía, sobre todo en verano, cuando se despuebla Madrid, a él acudía..., ¡ay!, y le encontraba siempre. ¡Qué excelente amigo! Me facilitaba cortas cantidades, sin ningún interés... ¡Ave María Purísima, ni hablarse de ella siquiera! Me habría pegado. ¡Entro amigos...! Llegaba el invierno, y yo le pagaba religiosamente. Por Navidad, de los infinitos regalos que recibe, participo yo. El Señor le premia tanta bondad, pues sus tierras de Piedrahita siempre le dan buenas cosechas... Así es que, viviendo con decoro y sin boato, como un buen sacerdote, tiene sobrantes, con los cuales pudo costear una excelente escuela en Piedrahita. Sí señora, una lápida de mármol dice a la posteridad el nombre del fundador. Pues con estas esplendideces, aún le sobra, y no hay año que no compre alguna tierra limítrofe con su heredad. Propietario generoso, y buen cristiano, no apura a sus renteros, ni escatima jornales en tiempo de miseria. En fin, que hombres como este hay pocos. El Señor le quiere para sí; acatemos su voluntad suprema, y reconozcamos que todas las grandezas terrenas son ceniza, polvo, nada».

Manifestose doña Catalina conforme con todo esto, y seguían platicando sobre la vanidad de las grandezas humanas, cuando el enfermo dio una gran voz, diciendo: «¿Ha venido Modesto?... Que entre aquí. ¡Modesto, Modesto!».

  -204-  

Acudió el Sr. Díaz, y los dos amigos se abrazaron con ardiente cariño. El sano no podía contener las lágrimas; el enfermo, debilitado y con el cerebro inseguro, perdiendo y recobrando a cada momento el sentido y la palabra, no hacía más que darle palmetazos en el hombro, y sus ojos extraviados, tan pronto reconocían a don Modesto, como le miraban con extrañeza y estupor.

«Mi buen amigo -le dijo en un momento lúcido-, te sentí, y quise que entraras para darte la gran noticia. Ya siento un gran alivio en mi alma. A mi conciencia le han nacido alas, y mírame cómo subo hasta los cielos. ¿No sabes? ¡Ay, Modesto, qué alegría! Acabo de decidir que mi viña del Barranco de Abajo, la mejor que tengo, sea para ti. Ya es tiempo de que descanses, hombre. ¡Qué león para el trabajo...! Ahora, con tu viña, que puede darte tus mil cántaras, que te echen sobrinos. Bastante tienen estas tontas con lo demás de Piedrahita, y yo nada necesito ya, pues quiero ser pobre lo que me quede de vida... No te vayas, Modesto, acompáñame, pues me dan más congojas... y me parece que me he muerto, y que me han enterrado vivo, y... No, no... que no me entierren vivo... Yo soy pobre... muy pobre, no quiero mausoleos, ni que pongan sobre mí una de esas piedras enormes con letras de oro... No, no quiero   -205-   letras de oro, ni hebillas de plata. Y en cuando a mi gran cruz de Isabel la Católica, os digo que no me la pongáis, cuando me amortajéis... el día de mi muerte. No quiero más cruz que la de mi Redentor... a quien no me parezco nada, pero nada... Él era todo amor del género humano, yo todo amor de mí mismo. ¿Verdad, Modesto, que no me parezco nada... pero nada?».

Procuraban calmarle; pero ni aun podían, con la ayuda del Sr. Díaz, sujetarle en el lecho, pues dos o tres veces se quiso arrojar de él, desarrollando una fuerza nerviosa increíble en su extenuación. «Dejadme -decía-, no seáis pesadas. Huyo de lo que fui... No quiero verme, no quiero oírme. Hay un hombre, que en el siglo se llamó Manuel Flórez. ¿Sabéis cómo le llamaría yo?, el santo de salón. Yo no soy él; yo quiero ser como mi Dios, todo amor, todo abnegación, todo caridad... No entiendo de intereses. Aquel hacía cuentas, yo las deshago; aquel vivió en mil vanidades, yo corro detrás de la verdad, ya la toco, y vosotras, ruines cócoras, no me dejáis...».

El médico, que en mitad de esta crisis apareció, dispuso remedios que no tenían más objeto que hacerle menos dolorosa la agonía. La parálisis de la parte inferior del cuerpo era absoluta. El derrame se había iniciado sobre la médula, dejando libre el cerebro. D. Modesto   -206-   Díaz resolvió quedarse allí toda la noche. Después de las doce, el moribundo, inmóvil, rígido, descompuesto el rostro, honda y débil la voz, entornados los ojos, llamó a su amigo y le dijo: «Modesto, hazme el favor de leerme aquel capítulo de los Soliloquios de nuestro Padre San Agustín... Confesión de la verdadera Fe».

-No necesito leértelo, querido Manuel -dijo D. Modesto, con sus manos en las manos del moribundo-, pues me lo sé de memoria: «Gracias os hago, luz mía, porque me alumbrasteis y yo os conocí. Conocíos Criador del Cielo, y de todas las cosas visibles e invisibles, Dios verdadero, todopoderoso, inmortal, interminable, eterno, inaccesible, incomprensible, inconmutable, inmenso, infinito, principio de todas las criaturas visibles e invisibles, por el cual todas las cosas son hechas, y todos los elementos perseveran en su ser, cuya Majestad, así como nunca tuvo principio, así jamás tendrá fin...». Y siguió recitando de memoria largo trecho, hasta que Flórez, que como extasiado escuchaba, repitiendo algunas palabras, lo interrumpió diciéndole: «Más adelante, más adelante, Modesto, donde dice... ¡Ah!, yo lo recuerdo: 'Tarde os conocí, lumbre verdadera, tarde os conocí, porque tenía delante de los ojos de mi vanidad una gran nube obscura y tenebrosa, que no me dejaba ver el sol de justicia, y la   -207-   lumbre de la verdad. Como hijo de tinieblas...'. Lo restante no se entendió. Fue tan sólo un murmullo ininteligible, un pegar y despegar de labios, como si algo saboreara.

Doña Catalina y D. Modesto rezaban, y el ama y sobrina habrían hecho lo mismo si su copioso llanto se lo permitiera. Llegaron muchos amigos, y a la madrugada, conservando el enfermo su conocimiento, aunque turbado, se le dio la Extremaunción. Pronunció después conceptos incoherentes, sin conocer a nadie; pero cuando ya era día claro, como si la luz solar alentase la última chispa del pensamiento que se extinguía, miró y conoció a la señora Condesa, y alargando lentamente el brazo hasta tocar la manga del vestido con su mano temblorosa, le dijo con voz apagada: «No me olvide en sus oraciones, mi buena y santa amiga. Dios tendrá misericordia de mí, el más inútil soldado de la cristiandad militante. Nada hice de gran provecho: entrar, salir, saludar, consejos vanos... charla, etiqueta, buena vida, sonrisas... bondad pálida... ¿Sufrir?, nada... ¿Sacrificio?, ninguno... ¿Trabajos?, pocos. ¡Ah, señora mía y hermana, de lo mucho y grande que usted hará en la vida mística que emprende, pídale al Señor que me aplique a mí alguna parte, por la buena fe con que servía sus ideas, figurando que las inspiraba! Yo no he inspirado nada, nada grande...   -208-   Todo pequeñito, todo vulgar... No fui bueno, no fui santo; fui... simpático... ¡ay de mí!, simpático. Válgame ahora, Redentor mío, mi simplicidad, esta pena de no haber sabido imitarte, de no haber sido como tú, sencillo, amoroso, manso, de no haber sabido labrar con el bien propio el bien ajeno, ¡el bien ajeno!, único que debe regocijar a un alma grande; la pena de no haber muerto para toda vanidad, y vivido solamente para encenderme en tu amor, y comunicar este fuego a mis semejantes».

Esta llamarada de elocuencia fue la última, y precedió a la extinción tranquila y lenta de la vida, sin sufrimiento. Diversas cláusulas fluctuaron en sus labios, como burbujas: una invocación a la Virgen, y la idea, la tenaz idea que no quería soltarle hasta el dintel mismo de la eternidad, que quizás lo seguiría más allá, haciéndose también eterna: «No soy nada, no he hecho nada... Vida inútil, el santo de salón, clérigo simpático... ¡Oh, qué dolor, simpático, farsa! Nada grande... Amor no, sacrificio no, anulación no... Hebillas, pequeñez, egoísmo... Enseñome aquel... aquel, sí...».

Acercándose mucho a su rostro, pudo el buen Díaz percibir estas expresiones... La vida se apagó tan mansamente, que no pudieron los doloridos circunstantes determinar el momento preciso en que entregó su alma al Señor el virtuoso   -209-   D. Manuel Flórez; pero aquella diminuta porción de tiempo, punto de escape hacia la misteriosa eternidad, se escondía entre los quince minutos que precedieron a las nueve de la mañana.





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