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Hispanoamérica en la visión de Emilia Pardo Bazán (un asunto de familia)

Ana M.ª Freire López

El tema americano no constituye un compartimento estanco, una sección independiente en la pluralidad de intereses que configuran la rica y variada obra de Emilia Pardo Bazán. Pero América está presente en su pensamiento y en sus escritos, sobre todo en los de carácter periodístico, durante toda su vida. Después de leer sus colaboraciones en la prensa periódica a lo largo de muchos años, es difícil sustraerse a la impresión de que quien escribe no es alguien experto en política internacional, sino una persona que trata de algo muy cercano, casi familiar, aunque exista un océano por medio. Sin embargo, ni sus observaciones ni sus comentarios resultan subjetivos, porque nos hallamos ante una de las personalidades mejor informadas del siglo XIX, cualificada por su inteligencia y por su cultura, y por un conocimiento de los asuntos amplio y profundo.

Emilia Pardo Bazán, que nunca ocultó sus arraigadas convicciones en diversos terrenos, evitó siempre polarizarse en cualquiera de ellos de forma militante y excluyente. Combatió por causas en las que creía -ya fuera la abolición de la pena de muerte, la educación de la mujer, o su propio ingreso en la Real Academia Española-, pero nunca de forma exclusiva. De Pardo Bazán no puede decirse que fue americanista militante -como lo fue su amiga Blanca de los Ríos-, porque no fue militante en nada de lo que defendió, aunque apoyara una causa y tuviera muy clara su postura. En literatura se declaraba ecléctica1; en política, independiente2.

Cuando estalle la primera guerra mundial y los lectores -concretamente los lectores americanos- le exijan que defina su postura, responderá con un artículo muy revelador, de cuyo contenido puede dar idea el siguiente párrafo:

La suerte me ha hecho independiente. Mi pluma no se halla adscrita a partidos, bandos ni empresas. Es libre y lo ha demostrado bravamente en cien ocasiones.

(La Ilustración Artística, 1915, n.º 1.738).

Por todo ello no puede etiquetarse a Emilia Pardo Bazán con el calificativo de escritora feminista, americanista, o católica, aunque tuviera arraigadas convicciones en todos estos terrenos.

Paréntesis noventayochista

Aunque no quiero detenerme en su actitud ante los sucesos del 98, de los que he tratado en otro lugar3, no es posible pasar por alto que aquellos acontecimientos están presentes en sus Cuentos de la patria, en su novela El Niño de Guzmán, y en numerosos artículos periodísticos, especialmente en los que ella misma recopiló en un volumen con el título De siglo a siglo (1896-1901), que constituye el tomo XXIV de sus Obras Completas. Como para muchos de sus contemporáneos escritores, la América de habla española es España, y por ello siente la pérdida de las últimas colonias como una amputación. En 1898 coincidía con Clarín -del que tantas cosas le separaban, por otra parte, desde hacía años- en que no era lícito decir Cuba es de España, sino Cuba es España. Por eso cuando, tras conocer la noticia de su pérdida, llega con los ojos enrojecidos y le preguntan si se le ha muerto algún pariente, responde: «se me ha muerto el mismo pariente que a todos ustedes», y condena la pasividad de sus contemporáneos.

Como muchos de ellos, su amiga Blanca de los Ríos hallaba el fundamento de la unidad de españoles y americanos en la raza. Basta recordar la revista que creó en 1919, y que dirigió hasta 1930, con carácter declaradamente americanista, cuya cabecera fue Raza Española. Unamuno, otro buen amigo de doña Emilia, cifraba, sin embargo, esa unidad en la lengua. En una ocasión, refiriéndose a la festividad del «día de la Raza», escribiría: «Valiera más que en vez de fiesta de la raza se la llamase fiesta de la lengua», porque la lengua española «es el alma de la españolidad»4.

Pues bien, en la primera incursión de doña Emilia en el periodismo profesional, la Revista de Galicia, que funda y dirige en Coruña5 en 1880, no existe ningún apartado dedicado a Hispanoamérica, y apenas hay noticias del otro lado del Atlántico6. Sin embargo, cuando nueve años después asesore a su amigo José Lázaro Galdiano, acerca de los problemas que conlleva poner en marcha una publicación de la categoría de lo que sería La España Moderna, veremos que desde el primer número existirá en la revista una sección dedicada a Hispanoamérica. Y cuando en 1891 funde el Nuevo Teatro Crítico, establecerá una significativa clasificación en la sección de Bibliografía, que aparece al final de cada número, distinguiendo «Española. Hispanoamericana. Extranjera»: Hispanoamérica no es el extranjero, es parte de la familia, como después dirá más abiertamente. En esa sección reseñará Páginas del Ecuador, obra escrita por Marietta Veintemilla, sobrina del dictador de esa república, publicada en 1890 en Lima, donde la autora se hallaba expatriada. Y también prestará atención a las Obras completas de Francisco Acuña de Figueroa, el autor del himno nacional de Uruguay, publicadas ese mismo año en Montevideo. Por cierto, que en otro número del Nuevo Teatro Crítico (n.º 5, mayo de 1891) confesará que

siempre que me ocurre hablar de un autor americano, registro los dos tomos de Cartas americanas de D. Juan Valera, a fin de tomar en cuenta su opinión y no hablar extensamente de lo que él tenga ya muy bien visto y examinado.

El cuarto centenario del descubrimiento: 1892 y el Nuevo Teatro Crítico

La celebración del Cuarto Centenario del descubrimiento de América, con numerosos festejos y muchos actos de carácter americanista, sorprende a Emilia Pardo Bazán en plena dirección y redacción del Nuevo Teatro Crítico. La revista, fundada en enero del año anterior y redactada íntegramente por ella, era, desde el mismo título, un homenaje al Padre Feijóo, la mente más abierta y más amplia del siglo XVIII, que había escrito su Teatro Crítico Universal «para desengaño de errores comunes», para ilustrar al pueblo, más libre cuanto más culto. El año 1892 del Nuevo Teatro Crítico abunda en el tema americano, con motivo de las celebraciones del Centenario, dando cuenta de los congresos organizados con tal motivo, e informando de las publicaciones y otros aspectos.

De los cuatro grandes congresos americanistas que se organizaron en 1892, Emilia Pardo Bazán intervino en el Congreso Pedagógico hispano-portugués-americano, promovido por Rafael María de Labra, con una conferencia sobre «La educación del hombre y la de la mujer», en la que rompía una lanza en pro de la educación femenina, que consideraba como el único medio para que la mujer llegara a estar en igualdad de condiciones con el hombre. Esta era, en realidad, la idea de fondo del congreso promovido por Labra, ferviente defensor de la educación de la mujer. Las sesiones de este congreso internacional tuvieron lugar en el Ateneo y reunieron a dos mil trescientos participantes. En el número 22 del Nuevo Teatro Crítico, correspondiente al mes de octubre, Emilia Pardo Bazán insertaba un resumen y las conclusiones de su ponencia.

En el mismo número, y siguiendo la línea que, al parecer, se había trazado al comenzar el año, incluyó una «Crónica del movimiento intelectual en el centenario del Descubrimiento», en la que pasaba revista a las publicaciones, a los congresos, a los festejos, y en general a todas las actividades relativas al Centenario, con un planteamiento meramente informativo, algo superficial por su carácter periodístico, del que se disculpaba desde el comienzo: «Conozco bien que es ambicioso el título. La reseña del movimiento intelectual del Centenario no cabe en pocas páginas. Téngalo en cuenta el lector y dispense omisiones.» Pero, gracias a doña Emilia, tenemos hoy una síntesis de lo que fue el año 1892 en el ámbito cultural americanista, muy activo, por cierto:

El movimiento intelectual en el Centenario es, más que intenso, extenso, complejo y multiforme, y hasta mezclado con elementos extraños. Conferencias, lecturas, discursos y veladas en todas las sociedades; Congresos de muy distinta índole, carácter y fines: libros a docenas; extranjeros ilustres que nos visitan y nos obligan a fijar la consideración en sus meritorios antecedentes; Exposiciones que nos deslumbran con la riqueza de sus tesoros y la variedad y número de objetos que presentan; publicaciones nuevas; números ilustrados de los periódicos, y unido a todo esto el ruido de los festejos, que marea y aturde.

Después de examinar con algún detalle los libros7 trata de manera sucinta y enjuicia muy agudamente -aunque es consciente de que le falta la perspectiva que sólo da el paso del tiempo- los resultados de los cuatro Congresos importantes que entonces se celebraron (el Pedagógico, el Jurídico, el Literario y el Geográfico), y de otros dos más, que ella califica de «singulares y curiosos, sazonados con su correspondiente granito de sal cómica: el de Librepensadores y el de Espiritistas.»

En el número del mes de agosto del Nuevo Teatro Crítico también dedica un buen número de páginas al tema americano. No sólo inserta íntegra su conferencia pronunciada en el Ateneo sobre «Colón y los franciscanos», sino que ofrece además la primera parte de un extenso estudio, que concluirá en el número del mes de septiembre, sobre «El descubrimiento de América en las letras españolas». En él analiza y juzga una serie de obras de cierta entidad en su momento: Colón y la historia póstuma, Nebulosa de Colón y Pinzón en el descubrimiento de las Indias -ésta última origen de una polémica-, de Cesáreo Fernández Duro; Colón y los españoles, del jesuita, y antes marino, Ricardo Cappa, primera parte de sus Estudios críticos acerca de la dominación española en América; y Colón y la Rábida, del franciscano fray José Coll. Y pasa revista a los discursos y conferencias que sobre el tema han tenido lugar en el Ateneo. Algunas brillantes, a cargo de personalidades como Cánovas, Eduardo Saavedra, o el historiador portugués Oliveira Martins. Otras de menos resonancia, ya por exceso de erudición, como la del catedrático Manuel María del Valle, ya por demasiado prolija y poco sintética, como la de Daniel López, vicepresidente de la sección de Ciencias Históricas del propio Ateneo. También comenta las del ateneísta marqués de Hoyos, presidente de esa misma sección, y las de una serie de científicos, como el ingeniero de minas Daniel Cortázar, el ingeniero de montes Máximo Laguna, los profesores de la Facultad de Ciencias Aranzadi y Antón o el paleontólogo Vilanova. Y las pronunciadas por hombres de letras como Francisco Fernández y González, que se ocupó de la lingüística americana, y los académicos de la Historia y de San Fernando Juan Facundo Riaño y Rada y Delgado que trataron de diferentes facetas del arte. Termina doña Emilia refiriéndose a las de Pi y Margall, Fernández Duro, Patricio Montojo y Luis Vidart, algunas de las cuales ya circulaban publicadas.

Americanismo en el Ateneo

Lamentablemente no se ha estudiado todavía con detalle la labor de Emilia Pardo Bazán en el Ateneo8. En 1897, en vísperas del desastre, a ella, que diez años antes había disertado en sus salones sobre La Revolución y la novela en Rusia, se le encomienda la cátedra de Literatura en la Escuela de Estudios Superiores del Ateneo, para impartir un curso sobre La Literatura Contemporánea. Es la única mujer que ese año se sienta en una cátedra del Ateneo, y su curso es el de mayor número de alumnos matriculados: ochocientos veinticinco. Al mismo tiempo, va enviando a La Ilustración Artística, de Barcelona, los artículos que más tarde recogerá en De siglo a siglo, en los que el eje es el tema americano en su vertiente colonial, y, además, prepara la publicación de su volumen Cuentos de la Patria. Las noticias que, hoy por hoy, conocemos de sus tareas en el Ateneo, y concretamente en relación con Hispanoamérica, tienen como fuente la correspondencia epistolar, y coinciden con la etapa en que doña Emilia fue Presidenta de la Sección de Literatura, cargo para el que fue nombrada en 1906, y que ocuparía hasta que dos años después la sustituyera Carlos Fernández Shaw.

Por una carta de Ricardo Rojas a Unamuno, fechada en Madrid el 3 de abril de 1908, sabemos que doña Emilia le había invitado a pronunciar tres conferencias en el Ateneo. Rojas, que quiere hablar de la evolución de la mentalidad argentina a lo largo del siglo XIX, explicando «el proceso político alrededor de determinadas obras literarias, fijando la relación que hubiera entre ambos», se encuentra con la gran dificultad que supone para la preparación la escasez de libros americanos. Acude a don Miguel, para que le facilite entre otros el Facundo, los Viajes y los Recuerdos de provincia, de Sarmiento, y se desahoga: «Es lamentable la ignorancia en que se tiene a América. Más grande es la de los franceses, pero ellos no tienen tan grande obligación de conocernos como los españoles»9. Unamuno le da la razón: «La ignorancia de cosas de América es muy grande en España y sobre todo en ese huero e indecoroso Madrid que es lo último que debían visitar los extranjeros que tratan de estudiarnos. Eso es mejor para darse a conocer que para conocer»10.

Pues bien, este desconocimiento de América y de lo americano es algo que también lamentará doña Emilia en diferentes momentos de su vida. Pero a pesar de los libros que Unamuno le envió, y de los muchos más que le ofreció, Rojas no llegó a pronunciar entonces -debido a sus muchos viajes por la geografía española- las proyectadas conferencias, sino una sola, a finales de mayo, sobre Andrade. De la ocasión se conserva una fotografía, en la que aparecen Emilia Pardo Bazán, Rubén Darío, Menéndez Pidal, y el propio Rojas, entre otros.

El año del cambio de siglo

En 1900 la Unión Iberoamericana auspiciaba la convocatoria del Congreso Social y Económico Iberoamericano, considerada la actividad americanista de mayor trascendencia entre 1892 y 192311. En la línea de lo que hemos venido observando, no nos sorprende que Emilia Pardo Bazán no se ocupe directamente de un asunto que deja en manos de los oficialmente comprometidos en la causa americanista. Pero, como en tantas ocasiones, contribuirá, con su pluma y haciendo valer sus influencias, a promover la unidad con los pueblos americanos.

El 18 de abril del año anterior, Emilia Pardo Bazán había pronunciado en la Sorbona, invitada por la Sociedad de Conferencias, una muy célebre, después publicada en edición bilingüe -la había pronunciado en francés-, que levantó una gran polémica. La tituló La España de ayer y la de hoy. Las ideas sobre España ahí desarrolladas encuentran su contrapunto en una esperanzada visión del presente, y sobre todo del futuro, de Hispanoamérica. De las dos leyendas sobre España, la dorada y la negra, la que más daño nos ha hecho -afirma doña Emilia- es la leyenda áurea (insiste en que es leyenda, no historia), que nos ha conducido a la situación de decadencia en que se encuentra España en el cambio de siglo. Y una de sus consecuencias es la necesidad en que muchos españoles se hallan de «embarcarse para la América del Sur. La emigración -escribe-, una de nuestras grandes plagas, es obra de la impía política que crea el desastroso estado económico.» Los españoles emigran a América del Sur, porque allí se vive pensando en el futuro, no en el pasado.

Rubén Darío, que se hizo eco de la conferencia en un artículo después recogido en España contemporánea, matizaba el pesimismo de doña Emilia:

la leyenda áurea constituye el lado nervioso del alma española, y solamente los desaciertos de los políticos de última hora han podido hacer que se empañara. (...) No hace daño a España, como doña Emilia cree, no le han hecho daño el recuerdo y mantenimiento de la leyenda de oro de su historia; sino que malaventurados políticos y ministros modernistas a su manera hayan descuidado el cimentar el presente apoyados en la gloria tradicional. Para la reconstrucción de la España grande que ha de venir, aquella misma leyenda áurea contribuirá con su reflejo alentador, con su brillo imperecedero. España será idealista o no será. Una España práctica, con olvido absoluto del papel que hasta hoy ha representado en el mundo, es una España que no se concibe.

El americanismo de Emilia Pardo Bazán a través de sus colaboraciones en la prensa periódica

En 1900, Emilia Pardo Bazán viaja nuevamente a París, en esta ocasión como corresponsal de El Imparcial, para cubrir la información sobre la Exposición Universal del cambio de siglo.

Sus colaboraciones en la prensa periódica son cada vez más numerosas, aunque no todos los que querrían pueden contar con su firma. Al comenzar el siglo, doña Emilia viene siendo colaboradora habitual de La España Moderna, desde su fundación, diez años atrás, por Lázaro Galdiano; escribe en La Ilustración Artística, de Barcelona, desde 1891, y continuará haciéndolo hasta 1916, con una sección fija durante muchos años titulada «La vida contemporánea»; y también colabora asiduamente en El Imparcial. Además, publica con cierta frecuencia en Blanco y Negro, en la Nouvelle Revue Internationale, en la Gaceta de Galicia y en El Heraldo.

Ni en La España Moderna ni en La Ilustración Artística se ocupa de asuntos americanos. En la revista de Lázaro Galdiano, porque existía desde su fundación una sección específica dedicada a Hispanoamérica, que, precisamente a partir del Congreso Social y Económico Iberoamericano, se encomendó a especialistas en los asuntos de América. En La Ilustración Artística también existía cierta especialización entre los colaboradores, y de los asuntos de América se ocupaba Beltrán Rózpide.

Pues bien, en 1900 doña Emilia se traslada como corresponsal de El Imparcial a París, y a lo largo de varios meses va enviando sus crónicas, más tarde reunidas en el volumen titulado Cuarenta días en la Exposición, incluido en sus Obras Completas. Un párrafo de la crónica del 7 de septiembre, titulada «La América Latina»12, resume su visión de las cosas, y pone de manifiesto la capacidad de evolución y de adaptación a las nuevas circunstancias, que siempre fue característica de doña Emilia:

Como interesan al hermano mayor que se quedó solo, sujeto en la casa paterna, los destinos del hermano aventurero y joven que cruzó el mar en busca de fortuna y gloria, nos interesa a nosotros el progreso de la América latina, en todo caso y en este certamen. No sé si nos expresábamos con exactitud al llamar hijas nuestras a esas repúblicas; hoy, en efecto, es hora de dejarse de paternidades e inaugurar la fraternidad.

En cualquier caso, continúa siendo un asunto de familia. Apenas han transcurrido dos años escasos desde la pérdida de las colonias, desde la amputación de aquella parte de España y todavía «respira por la herida»13 cuando afirma que, al escuchar a los franceses

designar con el nombre de americanos exclusivamente a los yankis, y prescindir de la existencia de un mundo latino al otro lado del océano, no pierdo ocasión de protestar. Hay dos Américas, les digo, una que descubrimos y colonizamos, a la cual infundimos nuestra sangre, y otra que gracias a nosotros, a nuestro auxilio, se hizo independiente, fuerte y rica, y nos quitó las últimas colonias.

En su visión de América está continuamente presente su dolorido sentir por la España de su tiempo; no puede evitar las comparaciones, que acentúan el contraste entre su admiración y su optimismo ante el futuro de las nuevas repúblicas de América latina y el presente de España:

Esos países, en cuyos orígenes históricos quedaron escritos los nombres españoles de Cortés, Almagro, Pizarro, Valdivia, Solís, Pinzón y Ponce de León, son hoy naciones independientes, democráticamente constituidas, que reconocen a sus ciudadanos igualdad de derechos y deberes, y en que la raza, nuestra misma raza, modificada por lo que califica Guinplowickz de «proceso de amalgama» con otros elementos étnicos, ha ganado el brío juvenil y la fe en lo futuro, por nosotros perdida. Hay en la América española territorios capaces de producir lo que consume la humanidad entera, y una gente laboriosa y libre, cuya energía se demostró en funciones guerreras, no por desconocidas en Europa menos terribles, como esa lucha épica del Paraguay. Mientras acá nos dormimos, la América latina prepara su emancipación económica, para bastarse a sí misma en el siglo XX.

«La América Latina», se titula esta «Carta de la Exposición». Sobre la propiedad del término que ha de emplearse no encontramos uniformidad en los escritos de Emilia Pardo Bazán a lo largo de los años. En esta misma crónica utiliza indistintamente las expresiones «América española» y «América latina». Sin embargo, cuando ese mismo año 1900 trate en un artículo de La Ilustración Artística (n.º 988) del Congreso Ibero-Americano, puntualizará: «Del Congreso de los americanos de origen ibérico (creo que es inexacto decir latino)»... En 1901 introduce su elogiosa crítica del libro de Rubén Darío España contemporánea con estas palabras: «Ya que de hispano-americanos se habla»... Lo indudable para ella es lo mucho que hay en común. Y así, al tratar en una crónica de 1911 de las dedicatorias como fuente para el estudio de la vida literaria española, aclara: «Al decir «vida literaria española» entiendo comprendida en ella la hispanoamericana, por la poderosa razón del habla única.» (La Ilustración Artística, n.º 1.505). Y añade:

En estos libros americanos encuentro a España, quizá más íntimamente que aquí. Es nuestra imagen, reproducida con rasgos de doble energía y poetizada por la distancia. (...) los libros que se escriben en la América que fue española [la cursiva, como en los términos señalados anteriormente, es mía] continúan dándonos la visión y la sensación de una España imposible de desarraigar, de una España eterna...

En toda su labor periodística se puede observar que para Emilia Pardo Bazán resulta imposible hablar de América sin el contrapunto de España. La España eterna, la España de la historia -no la de la leyenda- continúa existiendo al otro lado del Atlántico. La España de su tiempo, la de finales del siglo XIX y principios del XX, siempre sale perdiendo en la comparación, aun en sus escritos anteriores a los sucesos del 98. Los ejemplos son numerosos y cualquier ocasión le sirve para insertar un comentario.

En un artículo publicado en El Imparcial el 28 de octubre de 1889, sobre un libro recientemente publicado por el doctor Arnaud -hasta el final no dice, con orgullo, que es gallego, a pesar de la apariencia francesa del apellido-, titulado Los desiertos de la República Argentina, lamenta que la prensa no haya hecho mucho eco a este «viajero de distinción (...) aunque bien lo merecía».

Hoy, en nuestra patria, no abundan hombres tales, si bien en otro tiempo a centenares los produjimos, y de sus hechos llenamos algunos volúmenes, señaladamente el inspirado poema que se llama La conquista de México, por D. Antonio de Solís.

En 1900, como no ha llegado a Madrid a tiempo de participar en el Congreso Iberoamericano, informa de segunda mano:

Dicen los que siguieron atentamente las deliberaciones del Congreso que en él se rindió mayor culto a la efusión, a los vagos y vastos proyectos ambiciosos para lo porvenir, a lo que llamaríamos lirismo, que a los acuerdos de positiva utilidad. Añaden que en esto nos mostramos más jóvenes los españoles que las jóvenes naciones a quienes abríamos los brazos. Y se ha observado un fenómeno todavía más digno de estudio: que todo cuanto proponíamos los españoles creyendo apuntar una gran novedad, lo tenían ya realizado los americanos, desde hacía tiempo, en sus respectivas patrias. Es decir, que habían madrugado, mientras nosotros dormíamos nuestra siesta, nuestra canóniga perezosa, con orquesta de ronquidos.

Sin embargo, no deja pasar ocasión de reivindicar la memoria de los conquistadores españoles, ya deteniéndose a hablar de personajes individuales (Hernán Cortés fue uno de sus favoritos, pero también virreyes como el conde de Revillagigedo, que «hizo cuanto pudo para levantar de su postración a la Nueva España»...), ya refiriéndose a aquellos tiempos como «los siglos de nuestra dominación pacífica». Y basta un par de versos de Max Henríquez Ureña en Ánforas para herir su patriotismo dolorido, que le lleva a escribir:

Entre los versos del tomito hay una composición que atrae mis ojos, y más aún, despierta mi sentimiento profundo, que es el de mi raza. Me refiero a la titulada «La catedral sin torre». Esa catedral que no llegó a tener remate se alza, dice Henríquez, en la isla llamada por Colón Hispaniola. Allí, los españoles descubridores alzaron un templo, y sin torre lo dejaron,

dejando también trunca, en la joven América, su labor imperfecta de civilización.

No puedo menos de objetar dos cosas: que ya a América nadie la llama joven, y que no quedó trunca nuestra labor en ella. (...) Nosotros fuimos los civilizadores, al estilo europeo más adelantado que entonces se conocía, de ese país y de muchos más. La raza que allí existe de nosotros procede casi toda. El habla es la nuestra. Nuestra la religión. La catedral tiene torre.Y esa torre es de arquitectura hispánica.

Perdone el poeta que yo lo afirme. No le puedo obligar a que lo confiese. Cuento sin embargo con la voz de su conciencia. Y, como dijo otro poeta, que era un clasicón: «gracias a quien nos trajo las gallinas.»

Emilia Pardo Bazán, que se siente obligada a rectificar la visión de Max Henríquez Ureña, reconoce al mismo tiempo que es inexacto el conocimiento que España tiene de América. Y no porque aquí lo deforme una sesgada información o prejuicios de carácter político, sino por pura ignorancia. Como Ricardo Rojas, como Unamuno, como tantos otros, se lamenta del desconocimiento que en España se tiene de las cosas de la América de habla hispana, y se alegra al encontrar una observación semejante en España contemporánea de Rubén Darío14. Ignorancia compatible con el gran cariño, «un cariño indefinido, maquinal, pero sincerísimo», que España profesa a América, y que es para doña Emilia motivo de satisfacción.

La emancipación de las colonias, una tras otra, no dejó aquí gérmenes de odio. El tiempo ha trocado la indiferencia en inclinación. Las muestras de cordialidad, las voces de ánimo que de allá nos han venido, convierten la inclinación en una especie de romántico entusiasmo.

(La Ilustración Artística (n.º 1.005).

En sus juicios y opiniones sobre personajes destacados en el mundo de la cultura, Emilia Pardo Bazán no distingue fronteras ni independencias. Y no es sólo por su visión cosmopolita y su amplitud de criterio, que le lleva a reconocer la valía esté donde esté, sino que en el caso de la América de lengua española late una especie de orgullo de familia, expreso en muchas ocasiones. Con evidente satisfacción relata en 1901, en La Ilustración Artística (n.º 1.005), la diferente actitud de los españoles ante dos embajadas que llegarán a España en breve plazo:

la del representante de S. M. Eduardo VII de Inglaterra, para notificar lo que todos sabemos, o sea, su elevación al trono de sus mayores (que lo calientan no hace mucho), y la de la grande, espléndida y moderna ciudad de Buenos Aires, representada por su intendente y una comisión, que trae el obsequio del magnífico jarrón de Benlliure, ofrecido a la reina. (...) El sentido de las dos embajadas no se ha escapado al sutil olfato de la multitud (...) la cual, en este caso, yendo rectamente a su fin, se muestra fría, glacial, indiferente, respecto a los enviados de S. M. británica, y en cambio hierve de entusiasmo al solo anuncio de la llegada de los argentinos (...) y se prepara a acogerles y festejarles con la mayor y más franca cordialidad; brazos abiertos, mano tendida.

Y en una crónica de 1909, de la serie «La vida contemporánea», que dedica a hablar de México, a propósito de unos libros que ha recibido, concluye que «en todos estos relatos mexicanos parécenos vernos a nosotros mismos..., y no es espejismo engañoso, sino efectiva semejanza fraternal.» (La Ilustración Artística, n.º 1.452).

La idea es una constante, expresada de diversas formas, a lo largo de su dilatada vida. Cuando en 1912 dedique la primera de sus crónicas a Rufino José Cuervo15, fallecido poco tiempo atrás, terminará sus comentarios sobre el buen filólogo, hombre de ciencia y de profunda religiosidad, con estas palabras:

Así, en los hombres que nacieron en otro hemisferio del mundo, reaparece España, reaparecemos en nuestros más típicos aspectos, inconfundibles, de hidalgos, ascetas, espiritualistas..., y científicos. (...) Cuervo nos pertenece, a pesar de su ardiente patriotismo bogotano, y su obra es, en suma, cosa de España.

(La Ilustración Artística, n.º 1.570).

Sin embargo no incurre en la generalización y la utopía de identificar a los españoles con los hispanoamericanos. A propósito de Rubén Darío, encuentra que precisamente ha sido capaz de captar tan exactamente a España porque no es español:

Rubén Darío, que es lo bastante hispano para conocernos rápidamente y asimilarse esta atmósfera, no es español [las cursivas son de ella], no se encuentra cogido y amordazado por esas invisibles mordazas de la camaraderie y la complicidad periodística. Por eso, en sus hermosas parrafadas libres y palpitantes aletea con bastante frecuencia la entera verdad, esa verdad cuyas formas estatuarias ya se nos van olvidando, desde que ni por casualidad un día las admiramos al sol, desnudas de ropa.

(La Ilustración Artística, n.º 1.005).

A Rubén Darío le dedica un artículo de la serie «La vida contemporánea» (La Ilustración Artística, n.º 1.005), a propósito de la publicación, en 1901, de su libro España contemporánea, en el que reúne las crónicas que había ido enviando al prestigioso periódico de Buenos Aires, La Nación. Es raro que doña Emilia, que se ha propuesto tratar sólo de los muertos -así se expresa en alguna ocasión-, dedique un artículo a un escritor vivo. Es una excepción motivada por su entusiasmo y admiración hacia la obra del nicaragüense, que le parece «documento de excepcional interés» por el punto de vista que ha adoptado su autor. Rubén «trata de España con espíritu literario, fijándose sobre todo en las manifestaciones del arte y en el estado de las letras.» En líneas generales, piensa que el poeta ha hecho justicia a España con la visión que da de ella, porque «tanto o más que su instinto inteligente, le ha guiado su afecto a España.» Además, a doña Emilia le conmueve que haya captado «la tristeza inmensa de las cosas, que [la propia] España ha resuelto no advertir», recién firmado el tratado de París y todavía sin cerrar las heridas del desastre.

El aprecio entre ambos escritores fue mutuo. Rubén escribe de doña Emilia con simpatía, con más afecto del que exige una crónica periodística. Aparte de alabar sus cualidades personales (simpatía, gallardía, audacia, amenísimo trato, llaneza, etc.), escribe en 1900, con motivo de la conferencia que la escritora pronunció en París:

Los franceses (...) han oído en su idioma a una mujer muy inteligente, muy culta, que les ha hablado desembarazadamente de un tópico que todavía no ha perdido su actualidad; el problema español, después de la débâcle (...) Encuentro de una justicia que no ha menester muchas demostraciones para vencer, sus pasadas tentativas para conseguir lo que por derecho propio se le debe, un sillón en la Real Academia Española.

De Hispanoamérica recibe Emilia Pardo Bazán libros continuamente. De hecho, se ha interesado siempre por la historia, la literatura y toda manifestación cultural de la América de habla española. En sus Apuntes autobiográficos (1886) recuerda ya que, desde muy pequeña, leyó La Conquista de México, de Solís, a la que le dio varios repasos. Es una obra que reaparece con frecuencia en sus escritos a lo largo de su vida. Todavía en 1914 comenta en una crónica:

Yo que tanto he manejado y seguiré manejando, hasta que Dios quiera, a los historiadores que escribieron sobre la conquista de México, encuentro entre ellos a uno tenido por clásico admirable, y que acaso, por defectos de su época literaria, no lo sea tanto, no tenga el jugo sabroso y genuino que otro a quien nadie ensalza: me refiero a D. Antonio Solís y a Bernal Díaz del Castillo. El primero, citado siempre como modelo del habla, es un escritor de decadencia, lo mismo que Rivadeneyra, y aunque en su estuche haya perlas magníficas, no le propondría yo para que nadie le imitase: sugiere amaneramientos. El segundo es un lego, un soldadote; pero en él abundan los que el mismo Sr. Saralegui llama felizmente giros geniales, imágenes pintorescas y gentiles modismos de oro acendrado del pueblo. El estilo de Solís lleva golilla, y el de Bernal Díaz es la misma naturalidad.

(La Ilustración Artística, n.º 1.695).

La historia de México es algo que conoce bien y por lo que ha sentido un interés invariable. En 1909, un par de libros que acaba de recibir sobre este tema dan pie a una de sus crónicas de «La vida contemporánea». Son los Documentos para la historia de México, de Jenaro García, y México viejo y anecdótico, de Luis González Obregón. En cuanto a los libros, dice que recibe diariamente, por término medio, un par de libros con dedicatoria. Su biblioteca en 1911 alcanza de doce a catorce mil volúmenes. Pues bien -comenta-: «es increíble que ¡sólo el tramo de novelistas y cuentistas modernos de América, en mi biblioteca, comprenda más de quinientos volúmenes!». Le interesa la literatura hispanoamericana contemporánea, y disiente de los críticos de los periódicos españoles

que se entretuvieron en ridiculizar a las obras venidas de América, como si no se cociesen habas en todas partes; yo no fui nunca, en mis campañas críticas, de ese sistema. No he preguntado al libro de dónde venía, si no lo que traía dentro. Y todos los he leído, más o menos rápidamente, según pude.

(La Ilustración Artística, n.º 1.505).

Los años de efervescencia americanista

Desde 1909 su vinculación con Hispanoamérica se estrecha a través de la prensa periódica, al convertirse en asidua colaboradora de La Nación, de Buenos Aires, como Rubén, como Valera, como Unamuno.

En los años de mayor efervescencia americanista colabora con su pluma y su presencia en algunos actos organizados por amigos suyos comprometidos en la causa.

Indudablemente es una personalidad conocida, con la que se quiere contar, y ella condesciende de buen grado en una serie de gestos. Ya en los años del Nuevo Teatro Crítico el gobernador de Toledo, Baamonde, le había pedido la colaboración de su pluma y de su influencia en Hispanoamérica a favor de las víctimas de la catástrofe ocurrida en Consuegra. Doña Emilia escribió entonces una carta «A los gallegos residentes en la América del Sur y en las Antillas», que se publicó en El Imparcial (26-9-1891), solicitando su ayuda para las víctimas de las inundaciones de Consuegra y Almería. A medida que va recibiendo donativos, inserta en el Nuevo Teatro Crítico una sección en que da cuenta de la «Caridad de los americanos y españoles residentes en América». No era la primera vez, pues ya anteriormente había utilizado su influencia a favor de los damnificados por los terremotos de Granada.

No mucho después se le pedía colaboración en un asunto de otra índole. Se trataba de formar parte del jurado que había de otorgar el premio en el Certamen Hispano-Americano al mejor soneto escrito con motivo del cuarto Centenario del Descubrimiento. La convocatoria («1.000 pesetas por un soneto») se publicó en El Imparcial y en el Nuevo Teatro Crítico. Doña Emilia, Castelar y Valera fueron quienes, después de examinar los más de cuatrocientos sonetos recibidos, otorgaron el premio a doña Juana Pacheco, la viuda de Zorrilla.

Para actividades muy diversas se recaba su presencia o su intervención, y además se la siente en medio de la comunidad gallega en Cuba, que la admira como escritora y como paisana. La revista Follas Novas, que se editaba en La Habana, reproducía en 1907 una carta de doña Emilia, dirigida al Presidente del Centro Gallego de aquella capital, José López Pérez. En ella agradecía doña Emilia que le hubieran enviado, acompañada de un telegrama, una flor del banquete que se había ofrecido a Chané (José Castro), porque era la segunda vez que el Centro Gallego de La Habana testimoniaba su reconocimiento hacia su labor literaria. La primera había sido cuando, bastantes años atrás, la habían nombrado socio honorario del Centro, enviándole el nombramiento y un diploma.

En 1913 se solicita su adhesión al proyecto del turismo hispanoamericano. El semanario madrileño Nuevo Mundo (n.º 1.009, de 29 de abril) inserta la carta de doña Emilia y una fotografía de la novelista ante su máquina de escribir, en cuyo pie puede leerse: «La Sra. Condesa de Pardo Bazán, gloria de las letras y de las artes españolas, cuya adhesión es de las más honrosas.» La carta, dirigida al promotor de la idea, don Gabriel R. España, sintetiza en muy pocas palabras lo que fue su pensamiento:

Muy señor mío y distinguido amigo: Lo único que me hace temer que su admirable idea no pueda dar todo el resultado que merece es que tenga usted que preguntarnos si la aprobamos. De antemano está, no sólo aprobada, sino canonizada, y me atrevo a decir que, si se registrase lo que vengo escribiendo desde hace algunos años, desde que la situación de la Patria constituye un problema de vida o muerte, se encontraría en mis crónicas constante excitación al fomento del turismo, no sólo hispano-americano, sino hispano-europeo. [...] De las dificultades de la empresa no es ocasión de tratar aquí. Me limito, pues, a dar a usted la enhorabuena, y a desearle completa victoria. Su afectísima la Condesa de Pardo Bazán.

Emilia Pardo Bazán e Hispanoamérica

El reconocimiento de su labor literaria -cuyo alcance ella conocía bien- era, efectivamente, lo que más le podía agradar. Por ello resultan tan significativas unas declaraciones suyas en La Ilustración Artística, que dan la clave de cuál entendió siempre que había sido, y continuaría siendo, su principal contribución a la causa de Hispanoamérica, y cómo ha de ser interpretada por los que la estudiamos ahora. Su papel, como el de tantos intelectuales, no fue -decíamos- el del activismo beligerante en pro de una causa, sino el que exponía en 1900:

... aunque huyo de envanecerme, no soy tan modesta que crea que mi labor literaria, cruzando el Atlántico, no ha sido un hilo más en la dulce red que el arte tiende para enlazar y unir a la raza española, y estos hilos son, a mi ver, más fuertes que la trama de las ceremonias oficiales. El escritor, el artista, integra siempre; las ceremonias oficiales muchas veces desintegran, separan lo que aspira a unirse.

(La Ilustración Artística, n.º 988).