Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




3. El rey de España hace partir setecientos soldados auxiliares para Chile: el marqués de Cañete los hace volver del istmo de Panamá y envía en su lugar un refuerzo de doscientos hombres

En febrero de 1586, según hemos contado116, don Alonso de Sotomayor había enviado a España a su hermano don Luis a pedir al Rey los socorros de tropas que consideraba indispensables para consumar la pacificación de Chile. Ese emisario llegó a España en los últimos días de aquel año, y se presentó en la Corte en los primeros del siguiente, en los momentos menos favorables para tratar los negocios que se le habían encomendado y para obtener los auxilios que iba a reclamar. Ni Felipe II ni sus consejeros se hallaban en estado de prestar atención a los negocios de las apartadas colonias del Nuevo Mundo. Hacían entonces los aprestos navales más considerables que jamás hubiera hecho nación alguna. Juntaban armas y tropas para enviar contra Inglaterra una expedición, a la cual se le había destinado el apodo de «invencible». Don Luis de Sotomayor perdió así todo el año de 1587, sin poder conseguir cosa alguna.

  -84-  

Por fin, en julio de 1588 la armada española, dispersada por las tempestades, fue completamente batida por las naves inglesas. Todo hacía temer que las costas de España y de sus posesiones coloniales iban a verse infestadas por los vencedores. En esas circunstancias se pensó en enviar a Chile los auxilios que se estaban pidiendo desde tiempo atrás. Reuniéronse, al efecto, setecientos hombres regularmente equipados, y se les tuvo listos en Sevilla para embarcarlos. Según el encargo expreso de don Alonso de Sotomayor, se tenía pensado el enviarlos a Chile por el Río de la Plata; pero este pensamiento halló no poca resistencia. Después de consultar la opinión de hombres prácticos, se resolvió que la división auxiliar marchase a Chile en la flota de Tierra Firme, es decir, para pasar al océano Pacífico al través del istmo de Panamá117.

En esa época, Felipe II acababa de nombrar un nuevo virrey para el Perú. En reemplazo del conde del Villar, viejo y achacoso, que de tiempo atrás pedía que se le enviase un sucesor, el Rey había conferido ese elevado cargo a don García Hurtado de Mendoza, cuarto marqués de Cañete. Era éste aquel antiguo gobernador de Chile (1557-1560) que se había ganado tan gran reputación en América y en España, por sus victorias sobre los araucanos y por atribuírsele el haber pacificado a estos bárbaros. El marqués de Cañete estaba listo para partir para el Perú en la flota que debía hacerse a la vela en marzo de 1589. El Rey dispuso que en ella se embarcase también don Luis de Sotomayor con los setecientos auxiliares que traía para Chile. Vencidas todas las dificultades, aquella flota zarpaba del puerto de Cádiz el 13 de marzo118. Contra todas las previsiones, atravesó el océano tranquilamente, sin ser inquietada en ninguna parte por las naves inglesas. Después de tocar en el puerto de Cartagena de Indias, llegaba, por fin, a Nombre de Dios el 8 de junio siguiente, es decir, con cerca de tres meses de navegación.

En ese lugar, halló el marqués de Cañete los tesoros que anualmente salían del Perú para España. Consistían en su mayor parte, en barras de plata pertenecientes a la Corona y a particulares, y representaban de ordinario, cada año, el valor de algunos millones de pesos119. Las correrías anteriores de los corsarios ingleses en el mar de las Antillas, habían   -85-   enseñado a estos la importancia que tenían esos cargamentos que partían de las Indias. Todo hacía temer que en esa ocasión la flota encargada de transportar a España aquellos tesoros, sería asaltada en el océano por las naves inglesas, que el año anterior habían obtenido tan señaladas victorias. Queriendo proveer a su defensa, el marqués de Cañete dispuso que don Luis de Sotomayor se reembarcara inmediatamente con los setecientos hombres que traía de socorro a Chile, y que diera la vuelta a España para defender a aquella flota contra cualquier ataque del enemigo. El Marqués era el jefe superior de la expedición, y a él venían sometidos todos los oficiales de mar y de tierra. Era, además, virrey del Perú, y como tal le estaban subordinados todos los mandatarios de Chile. Sus órdenes fueron ejecutadas puntualmente, sin hallar dificultades de ninguna especie120.

Aquella grave resolución iba a privar al reino de Chile de los auxilios que sus gobernantes estaban reclamando con tanta insistencia desde algunos años atrás. Al dar cuenta al Rey de su conducta, don García Hurtado de Mendoza le anunciaba que iba a organizar en los dominios de América un cuerpo de tropas con que llevar a término la pacificación de Chile. Pero cuando mandó levantar en Panamá la bandera de enganche, no alcanzó a reunir doscientos hombres, no tanto por la escasez de gente sino por la resistencia que todos oponían para pasar a servir en las penosas e interminables guerras de Chile. Ese puñado de aventureros colecticios fue, sin embargo, transportado al Perú para completar allí el equipo de la división auxiliar.

El marqués de Cañete se recibió en el puerto del Callao del gobierno del virreinato el 2 de diciembre de 1589. Ocupose en enviar el socorro a Chile; pero, juzgando por los recuerdos de sus propias campañas en este país, en la época en que los indios araucanos no tenían caballos ni habían adquirido la experiencia de la guerra que tuvieron después, creía que más que un ejército considerable se necesitaba el impulso vigoroso que podía imprimir a las operaciones un jefe entendido y resuelto. En esta seguridad se limitó a completar dos compañías de cien hombres cada una, les dio por jefes a los capitanes Pedro Páez de Castillejo y Diego de Peñalosa Briseño, y los proveyó regularmente de armas y de ropa. Para el transporte de esos soldados, el Virrey equipó un galeón cuyo mando fue dado al piloto Hernando Lamero, tan experimentado en la navegación de estos mares. «Antes de la partida, dice un cronista contemporáneo, fue el Virrey al navío y les habló y animó a todos para la jornada, dándoles a entender que a Su Majestad hacían mucho servicio, y que él quedaba en su lugar para gratificarles y remunerarles. A cada uno de por sí dio licencia firmada de su nombre para poder volverse pasados dos años, que fue la merced que todos pidieron»121; exigencia que explica perfectamente el disgusto con que esos soldados pasaban a servir en Chile. La división auxiliar zarpó del Callao en la noche del 25 de diciembre de 1589 con la orden expresa de desembarcar en Concepción.

El marqués de Cañete quedaba persuadido de que esa pequeña división bastaría para someter definitivamente a los indomables araucanos. Al llegar al Perú había recibido una carta en que con fecha de 14 de julio de 1589, el cabildo de Santiago lo felicitaba por su   -86-   elevación al rango de Virrey, le hacía presente el recuerdo respetuoso y simpático que de su administración conservaban las ciudades de Chile, y le pedía que continuara dispensando su protección a este país. Debiendo corresponder a esta manifestación, el Marqués contestó en los términos que siguen: «Señores: recibí vuestra carta de 14 de julio, y veo muy bien el contento que habrá dado mi venida a estos reinos, pues está tan extendido en todos ellos el amor y gran voluntad que tengo a ése, que no fue la menor causa de aceptar yo este cargo por tener yo más aparejo de acudir a las necesidades que se me representan de esa tierra y ciudad a que particularmente le tuve tanta siempre. Y para que esto se conozca, he querido enviar antes de entrar en la ciudad de los Reyes ese navío de armada con la persona del almirante Hernando Lamero de Andrade, que lleva doscientos soldados muy escogidos y todos bien vestidos, armados y socorridos; y el navío es de los mejores que Su Majestad tiene, y muy artillado, y llevan orden de ir a desembarcar a la Concepción para ahorrar las pesadumbres y costos que de ir a esa ciudad (Santiago) se les podían recrecer, y también porque estando en aquel paraje alcanzando tan buena parte del verano, pueda entrar el señor Gobernador en el estado de Arauco, y poblar en él, porque esto es lo que quiere Su Majestad. Y vosotros, señores, como tan buenos y leales vasallos suyos, que con tanta costa y trabajo habéis ayudado siempre a su servicio y a la conquista de ese reino, os encargo de la parte de Su Majestad y de la mía os ruego, lo continuéis acudiendo a la entrada de Arauco con toda vuestra posibilidad y fuerzas, porque yo tengo sin ninguna duda que con estos doscientos hombres y los que allá hay, habrá los que bastan y aun sobran para poder allanar y poblar todo el estado de Arauco; y hecho esto con muy poca gente, se sustentarán las demás ciudades. Y deseo tanto el buen suceso de las cosas de ese reino que seguramente podéis creer que tengo de atender a ellas con más voluntad y veras que a las de este del Perú, con gente, armas y ropa, de lo cual no se lleva ahora más por no haber llegado los navíos en que se aguarda. En otro navío irá con ella el capitán Jerónimo de Benavides. Y como yo tengo tantas noticias de las cosas de por allá, no hay guerra de importancia en Chile si no es de Andalicán (Colcura) hasta Purén por Arauco; y esto es lo que se ha de allanar y poblar, y para ello acudiré yo con la voluntad y cuidado que digo, y así se lo escribo al señor Gobernador.- Callao, 25 de diciembre de 1589.- El Marqués de Cañete»122.



  -87-  
4. Campaña de don Alonso de Sotomayor en el territorio araucano: fundación de la plaza fuerte de San Ildefonso de Arauco

Don Alonso de Sotomayor se hallaba en Santiago el 17 de febrero de 1590 cuando tuvo noticia del arribo a Concepción de aquel refuerzo de tropas. Supo entonces que en lugar de los setecientos hombres que su hermano había sacado de España, y entre los cuales había muchos ejercitados en la guerra, el nuevo virrey del Perú le enviaba sólo unos doscientos aventureros recogidos de cualquier modo, y que venían a Chile casi en la condición de forzados. Vio además, por su propia correspondencia, que tenía poco que esperar de aquel alto funcionario que se mostraba tan convencido de que ese corto refuerzo bastaría para consumar la pacificación de Chile.

Mientras tanto, ese socorro no mejoraba considerablemente la situación de Sotomayor, ni lo ponía en estado de acometer operaciones importantes y decisivas contra los araucanos. Sin embargo, tuvo que emprender prontamente su marcha a Concepción para recibirse de aquel socorro y para disponerse a cumplir las órdenes del Virrey. El gobernador de Chile había recibido en esa misma ocasión las instrucciones más precisas y perentorias para poner en ejecución un plan de campaña agresiva contra los indios araucanos. Don García Hurtado de Mendoza, firmemente persuadido de que la guerra de Chile no presentaba ahora mayores dificultades de las que había ofrecido treinta años atrás, y exagerándose extraordinariamente la importancia de las victorias alcanzadas por él en aquella época, mandaba a Sotomayor que penetrara resueltamente en el corazón del territorio enemigo y que repoblara las ciudades y fuertes que los bárbaros habían destruido. La ejecución de este plan de campaña exigía, sin duda alguna, fuerzas mucho más considerables que aquéllas de que podía disponer don Alonso de Sotomayor. Sin embargo, eran tan imperiosas y decisivas las órdenes del virrey del Perú, que tanto el Gobernador como los jefes de su ejército, aun conociendo los inconvenientes de ese plan, se dispusieron a acometer aquella aventurada empresa. La estación de verano estaba entonces muy adelantada. Por esto mismo, quedó resuelto que se esperaría la primavera próxima para abrir la campaña, aprovechando, entretanto, aquellos meses en reunir la gente y en hacer los demás aprestos. Sotomayor partió de Santiago el 7 de octubre de 1590, dejando el mando de la ciudad al licenciado Pedro de Viscarra que el día antes había llegado del Perú con el título de teniente gobernador de Chile.

Al llamamiento general a las armas, respondieron las ciudades del reino enviando sus contingentes. Así, pues, cuando en noviembre de 1590 don Alonso de Sotomayor revistó sus tropas en las cercanías de Angol, contó 515 soldados españoles o criollos, de los cuales doscientos cincuenta eran arcabuceros. Poco tiempo antes, los indios enemigos habían sufrido un desastre en aquellos alrededores, de tal suerte que por entonces las tropas de Sotomayor no tuvieron nada que temer. Los españoles habían comenzado, además, a levantar allí una fortaleza. Pero desde que estuvieron reunidas todas las tropas, el Gobernador se dispuso para emprender la campaña al corazón del territorio enemigo. Sus fuerzas fueron divididas en cinco compañías que puso bajo el mando respectivo de capitanes probados y dignos de su confianza.

Partiendo de las orillas del Biobío, del sitio llamado Millapoa, don Alonso de Sotomayor recorrió los campos denominados entonces de Talcamávida (hoy Santa Juana) sin encontrar en ninguna parte resistencia alguna. Atravesando enseguida la cordillera de la Costa por las serranías de Mareguano, teatro de tantos y tan reñidos combates en las campañas anteriores,   -88-   los españoles llegaron por fin a las alturas conocidas desde tiempo atrás con el nombre de cuesta de Villagrán. En ese lugar había tomado sus posiciones el enemigo, detrás de palizadas y de hoyos encubiertos, como acostumbraba fortificarse. Espesos pelotones de bárbaros habían salido adelante a inquietar a los españoles, provocándolos a combate para atraerlos a los sitios mejor defendidos. Sotomayor y sus capitanes no se dejaron engañar por esas estratagemas. Debiendo forzosamente pasar por esas alturas para penetrar en el valle de Arauco, comenzaron por detenerse allí para estudiar el terreno, y para colocar sus bagajes en lugar seguro; y distribuyendo enseguida convenientemente sus escuadrones de jinetes y sus compañías de arcabuceros, atacaron con toda resolución las posiciones de los indios. El combate duró más de dos horas; pero casi desde las primeras cargas pudo conocerse la superioridad de los españoles. Obligaron a los araucanos a abandonar sus posiciones avanzadas; y cuando estos se replegaron a las alturas, fueron también batidos allí y puestos al fin en completa dispersión con pérdida de un número considerable de sus guerreros. Los españoles tuvieron muchos heridos, pero no perdieron más que un oficial portugués muerto por descuido por uno de sus propios soldados123.

Después de esta victoria, los españoles avanzaron tranquilamente hasta Arauco. A corta distancia del sitio donde había existido anteriormente una fortaleza, dos veces destruida por los indios, y a orillas del río Carampangue, echó Sotomayor los cimientos de una plaza militar a que dio el nombre de San Ildefonso124. La hizo rodear de buenas y sólidas murallas, y mandó construir casas matas y las demás obras necesarias para la defensa y para aposento de la guarnición. Poniéndose enseguida a la cabeza de unos ciento ochenta soldados, el Gobernador recorrió los campos vecinos, y llegó hasta los sitios en que se habían levantado la ciudad de Cañete y el fuerte de Tucapel. Aunque batió a los indios rebeldes que encontró en su camino, obligándolos a dispersarse, tomándoles algunos prisioneros, y destruyéndoles sus sembrados, el Gobernador comprendió que esas ventajas alcanzadas tan fácilmente no tenían importancia alguna, porque los indios obedecían, ahora como antes, al plan de guerra con que siempre habían cansado y debilitado a sus opresores. Así, pues, en vez de pensar en repoblar esas ciudades, según lo dispuesto por el virrey del Perú, Sotomayor dio la vuelta al fuerte de Arauco y contrajo toda su atención a mantenerse allí en condiciones favorables para la defensa, almacenando las provisiones enviadas de Concepción o recogidas en las campeadas en el territorio enemigo.

  -89-  

Pero la situación de los españoles se hacía más y más difícil. Obligados a limitar las conquistas de la nueva campaña a la sola plaza de San Ildefonso, se hallaban sitiados, por decirlo así, dentro de sus murallas, y sin poder comunicarse con las otras colonias más que por el mar. Todos los campos vecinos quedaban en poder de los bárbaros y, por tanto, debían ser teatro de asechanzas y emboscadas contra los que quisieran recorrerlos. Los defensores de la plaza estaban obligados a hacer frecuentes salidas a los alrededores. Esta vida de alarmas y de fatigas, al paso que cansaba y destruía a la guarnición, demostraba que la pacificación definitiva de aquella comarca era mucho más difícil de todo lo que se había creído. Por otra parte, las viruelas, introducidas por primera vez en Chile treinta años atrás, y convertidas en enfermedad endémica en el país por sus reapariciones más o menos frecuentes, sobre todo en los meses de otoño, mostraron ese año una recrudescencia excepcional. En la plaza de San Ildefonso perecieron algunos soldados españoles; pero aquella cruel enfermedad hizo estragos horribles entre los indios auxiliares y de servicio, a tal punto que según refieren los cronistas, no quedó uno solo vivo de mil trescientos que eran. «Ni el maestre de campo ni los capitanes tenían quién les ensillase el caballo», refiere uno de ellos. Contra su costumbre, los españoles se veían obligados a segar la hierba para sus animales, a cargar sus bagajes y a hacer todos los menesteres que siempre encomendaban a los yanaconas o indios de servicio. Parece también que, en esta ocasión, las viruelas causaron gran mortandad entre los indios de guerra; pero si esa peste los obligó a mostrarse por el momento menos belicosos, y, aun, a fingirse dispuestos a dar la paz, no desistieron por eso de su obstinada resolución de no someterse efectivamente a los españoles125.




5. Pasa al Perú el maestre de campo García Ramón a pedir socorros y regresa a Chile con una compañía

Queriendo prepararse para emprender en la primavera próxima una campaña más eficaz contra los indios araucanos, resolvió don Alonso de Sotomayor pedir nuevos socorros de tropas al virrey del Perú. Creía tener el más perfecto derecho para reclamar estos auxilios, desde que aquel alto funcionario lo había privado de los setecientos hombres que el Rey le enviaba de España. Pero importaba enviar al Perú un hombre caracterizado y de experiencia que explicase al Virrey las verdaderas condiciones de la guerra de Chile, tanto más desfavorables a los españoles que lo que fueron treinta años atrás, y la necesidad absoluta que había de enviar prontamente esos socorros. El Gobernador confió este encargo a su maestre de campo Alonso García Ramón, que en toda circunstancia había demostrado tanta resolución como prudencia.

El emisario del gobernador de Chile llegaba a Lima a mediados de julio de 1591. Después de dar al marqués de Cañete todos los informes que podían servir para ilustrarlo acerca   -90-   de la situación penosa en que quedaba este país, García Ramón presentó un memorial en que detallaba sumariamente lo que creía necesario para que «se concluya guerra tan envejecida y costosa, el reino tenga quietud y los soldados que en él sirven, algún premio de sus trabajos». Pedía allí trescientos hombres bien equipados, setenta mil pesos en ropas para vestir a los soldados que quedaban en Chile, un navío que recorriese las costas de este país protegiendo las operaciones militares y un auxilio de municiones y de armas, entre las cuales reclamaba muy especialmente seis piezas de artillería. En una junta, o consejo de gobierno, que celebró el Virrey con la real audiencia de Lima y con los oficiales reales o tesoreros del Rey, se acordó dar al gobernador de Chile estos socorros126. Debían partir del Perú a fines de septiembre o a principios de octubre para que sirviesen en la campaña que iba a abrirse el verano siguiente.

Sin embargo, cuando comenzaron a hacerse los aprestos, aparecieron dificultades de todo orden. Don Alonso de Sotomayor había repetido sus instancias por cartas posteriores para que se le enviasen los socorros que tenía pedidos; pero el Virrey no encontraba gente que quisiera enrolarse en la división destinada a Chile, ni poseía recursos abundantes para enviar los otros auxilios. En vez de los trescientos hombres de que se había hablado anteriormente, sólo se reunieron ciento seis. El Virrey los equipó regularmente y adquirió, además, parte de la ropa y de los otros subsidios que se le habían pedido con tanta insistencia; pero ese escasísimo socorro no correspondía a las exigencias del gobernador de Chile. A fines de octubre, partían los auxiliares del Callao en dos buques destinados a Concepción, trayendo por jefe al maestre de campo García Ramón127.

La apurada situación de los servidores del rey de España en América, teniendo que atender a las más premiosas necesidades del servicio público sin contar con los recursos indispensables para ello, está perfectamente bosquejada en una extensa carta que en esa ocasión escribió el virrey del Perú al gobernador de Chile. «Justo es que vuestra merced, decía en ella, no esté tan atrás en las cosas que pasan en España para que conforme a ello acomode las de ese reino. Su Majestad tiene la guerra que vuestra merced sabe, en Flandes, en Inglaterra y ahora en Francia por ayudar a la parte de los católicos; y esto lo ha obligado a pedir servicio y empréstito entre los grandes y chicos de todos sus reinos. Me ha mandado que se varen en tierra las galeras que están en este puerto para excusar la gran costa que hay con ellas, y quite los presidios; y que la armada se entretenga de otros arbitrios sin tocar a su real hacienda, y que los oficios se vendan como lo voy haciendo, y que los salarios se reformen, y que en esta tierra no se gaste un solo real de su hacienda sino que se le envíe sin quedar ninguno. Y de ese reino no me dice más de que tenga cuenta con él y favorecerle y ayudarle, y esto con una generalidad, no expresando que en ello se gaste cosas de su hacienda. Y   -91-   conforme a ello, no sé cómo ha de tomar el haber gastado después que vine a este reino más de trescientos mil pesos128 en los socorros que he enviado y ahora van, y en navíos de armada que han ido; y así yo no me atreveré a enviar más socorro de gente ni de ropa sin expresa cédula de Su Majestad, como se lo escribo y doy cuenta de todo... Y así convendrá que vuestra merced eche su cuenta y considere que está en tierra rica de oro y llena de muchos y muy buenos mantenimientos y costa de mar, y más entera de indios que otra ninguna, y acomode vuestra merced esto como lo han hecho cuantos gobernadores hay y ha habido en las Indias, y para que se sustente y viva la gente con lo que hay en la tierra como se ha hecho hasta ahora, y no echarse tan de todo punto sobre lo que hay en las cajas reales»129. El virrey del Perú, defendiendo con tanta decisión los caudales que estaba encargado de administrar, trazaba en esa carta el cuadro poco literario es verdad, pero bastante claro y comprensivo, de la situación deplorable en que se hallaba el tesoro del poderoso rey de España.




6. La escasez de tropas impide renovar las operaciones: Sotomayor se traslada al Perú y sabe allí que ha sido separado del gobierno

A pesar de la exigüidad de los socorros que en esta ocasión enviaba a Chile, el Virrey marqués de Cañete insistía empeñosamente en su plan de establecerse fijamente en el corazón del territorio enemigo. «El poblar vuestra merced a Arauco, Tucapel y Purén, decía en la carta citada, lo tengo por muy útil y necesario; y estas poblaciones, entiendo que se sustentarán las de Arauco y Tucapel con cada cien hombres, y estos con repartirles los indios que hubiere en el distrito del lugar, algunos por vía de repartimiento y otros de materiales (trabajadores) para hacer sus casas y labrar sus chacras. Y con la compañía de arcabuceros de a caballo y otros cien soldados que ahora envío y otros ciento de los que allá hubiere, entiendo sustentarán muy bien los dos pueblos de Arauco y Tucapel, que me parecen ahora los más forzosos. Crea vuestra merced que todas las Indias se han ganado y conservado poblando; y los pobladores son los que los asientan y traen los indios de paz, y así lo han hecho cuantos buenos capitanes ha habido en ellas».

La verdad de esta última observación del marqués de Cañete, era indisputable. Sin duda alguna, la guerra de campeadas en el territorio enemigo podía hacer a éste más o menos daño; pero la pacificación de los bárbaros no debía conseguirse sino fundando y sosteniendo ciudades en medio de ellos. Este plan, sin embargo, no podía ponerse en ejecución con las fuerzas diminutas que tenía bajo sus órdenes el gobernador de Chile. El refuerzo de ciento seis hombres que traía del Perú García Ramón, y que llegaron a Chile en los primeros días de diciembre de 1591, no mejoraba en nada su situación ni le permitía pensar en otra   -92-   cosa que en mantenerse a la defensiva. Por otra parte, las viruelas, que habían destruido a los indios auxiliares, continuaban haciendo los más desastrosos estragos entre los soldados españoles, y causándoles pérdidas que un escritor contemporáneo avalúa en un tercio del número de sus tropas. Pero todavía tuvieron los españoles que experimentar otra desgracia. Incendiose el fuerte de Arauco con los bastimentos, ropas y municiones que en él había; y fue necesario que el Gobernador contrajese toda su actividad a la reconstrucción de aquellas fortificaciones para poner a sus defensores fuera del peligro de verse atacados por los bárbaros. «El estado de los soldados, dice un documento de esa época, estaba el más flaco y necesitado, porque en diez y siete meses, desde el fin del año 90 hasta abril del 92 faltaron cerca de trescientos soldados, y los que quedaron, muy mal tratados y destruidos por causa del incendio y quema del fuerte de Arauco, donde se les quemó toda la poca ropa que tenían»130. El Gobernador se vio forzado a dejar pasar todo el verano sin intentar siquiera llevar a cabo la proyectada fundación de ciudades.

Seguramente, en 1581, cuando salía de España, don Alonso de Sotomayor debió abrigar la confianza de que en pocos meses había de dar cima a la pacificación absoluta y definitiva de Chile. En abril de 1592, después de cerca de nueve años de gobierno, se sintió, sin duda, abrumado por la más amarga decepción al ver el ningún resultado de sus campañas y la inutilidad de sus esfuerzos. Pero tantas contrariedades no alcanzaron a abatir su espíritu. Creyó que todavía era tiempo de hacer un nuevo esfuerzo para dar cima a la empresa que había acometido, y se persuadió de que si obtenía los socorros que solicitaba, habría de asentar para siempre el dominio de su rey en el territorio araucano. Queriendo aprovechar los meses en que el invierno imponía tregua a las operaciones militares, y convencido, además, de que nadie mejor que él podría hacer comprender en Lima las condiciones de la guerra, el Gobernador determinó trasladarse inmediatamente al Perú. Confió al coronel Francisco del Campo el mando de las tropas establecidas en Valdivia y en las otras ciudades australes, y al maestre de campo García Ramón el de los acantonamientos más vecinos al Biobío; y en los últimos días de abril se puso en marcha para Santiago. Quería arreglar aquí algunos asuntos administrativos antes de tomar el buque que debía conducirlo al Perú. Por fin, el 30 de julio se embarcaba en Valparaíso en la entera persuasión de que antes de cinco meses estaría de vuelta en Chile con algunos auxilios de tropa y de municiones para abrir en el verano próximo una campaña eficaz contra los araucanos. El día siguiente (31 de julio de 1592), se recibía del mando superior del reino el licenciado Pedro de Viscarra, letrado anciano y circunspecto, que cerca de dos años antes había llegado de España con el título de teniente de gobernador y justicia mayor del reino de Chile131.

  -93-  

Don Alonso de Sotomayor llegó al Callao en los últimos días de agosto. Al querer iniciar sus gestiones para obtener los socorros que buscaba, supo que había dejado de ser gobernador de Chile132. En efecto, el 18 de septiembre de 1591, Felipe II había firmado una real cédula por la cual Sotomayor debía quedar separado del mando. En esa provisión confiaba el gobierno de este país a Martín Óñez de Loyola, caballero de la orden de Calatrava. Este capitán, que había adquirido cierto renombre en el Perú por una feliz campaña contra el último descendiente de los incas, se hallaba entonces ocupado en hacer sus preparativos para entrar en campaña contra los araucanos. El monarca y sus más caracterizados consejeros persistían en creer que la reducción de esos bárbaros era una empresa más o menos posible, y que su éxito dependía no tanto de las fuerzas y recursos que se pusieran en acción, como de las dotes del jefe a quien se le confiara el mando.

Parece que después de su separación del gobierno, demostró don Alonso de Sotomayor la misma entereza que en los días en que ejerció el mando. Volvió a Chile a dar cuenta de sus actos en el juicio de residencia a que estaban obligados los altos funcionarios de la administración colonial. Todo hace creer que Sotomayor no había dejado en este país ardientes enemigos, y que en aquel proceso faltaron los apasionados acusadores que tantas amarguras habían ocasionado a otros mandatarios. Así, pues, su residencia fue un verdadero triunfo para él. El juez de la causa, el licenciado Luis Merlo de la Fuente, que vino expresamente del Perú para residenciarlo133, declaró que don Alonso había ejercido el mando con cuidado y limpieza, y que por tanto era acreedor a cualquiera merced que quisiera hacerle el soberano. Con esa sentencia volvió Sotomayor al Perú en viaje a España; pero fue detenido por el Virrey marqués de Cañete para confiarle el gobierno de la provincia de Panamá amenazada entonces de una invasión inglesa que tenía por jefe a Francisco Drake, el más obstinado y temible enemigo del poder español. Don Alonso de Sotomayor pudo prestar en esa ocasión a su Rey servicios mucho más importantes que los que había prestado hasta entonces, y esos servicios le han granjeado un alto renombre en la historia de su tiempo; pero, aunque tendremos que recordar más adelante algunos de ellos, no entra en el cuadro de nuestro libro referirlos detenidamente134.





  -95-  
ArribaAbajo

Capítulo XII

Estado administrativo y social de Chile al terminar el siglo XVI


1. Población de Chile al terminar el siglo XVI; los españoles. 2. Los esclavos. 3. Los indios de servicio. 4. Rápida disminución de estos indios en Santiago y La Serena; arbitrios inventados para reemplazarlos. 5. Ineficacia de la acción de los misioneros para civilizar a aquellos indios. 6. Los mestizos: ayuda que prestan muchos de ellos a los indios en la guerra contra los españoles. 7. Dificultades que ofrecía el gobierno de la colonia: competencias constantes de las autoridades. 8. La guerra era la preocupación general: incremento del poder militar de los indios y decadencia de los españoles. 9. Manera de hacer la guerra a los indios, usada a fines del siglo XVI: ineficacia de las correrías militares de los españoles; relajación introducida en la disciplina de las tropas. 10. Frecuentes y ruidosas competencias entre los poderes civil y eclesiástico; condición del clero de esa época. La inquisición de Lima crea el cargo de comisario en Chile: establecimiento de la bula de cruzada; el cabildo de Santiago se hace representar por medio de sus apoderados en el concilio provincial de Lima. 11. Pobreza del erario real de Chile; rentas públicas y contribuciones, ventas de oficios. 12. La industria minera, su decadencia. 13. La agricultura y las otras industrias derivadas de ella. 14. Administración local; los trabajos del Cabildo. Corridas de toros. 15. Costumbres: gran número de días festivos; criminalidad. 16. Primeras escuelas. 17. La descripción histórica y geográfica de Chile.



1. Población de Chile al terminar el siglo XVI; los españoles

Hemos llegado en nuestra narración a uno de los períodos más críticos y lastimosos de la historia patria. Al terminar el siglo XVI, todo el edificio de la conquista estuvo amenazado de ruina, las armas españolas sufrieron los desastres más espantosos, y los bárbaros, robustecidos por una serie no interrumpida de triunfos, casi alcanzaron a deshacerse absolutamente de sus opresores. Antes de entrar a referir estos graves sucesos, que ocuparán los capítulos siguientes, debemos suspender un momento nuestra relación para agrupar algunas noticias de otro orden que contribuirán a dar a conocer las causas y la elaboración de aquel cataclismo.

El establecimiento de los españoles en el Nuevo Mundo no había sido provocado por causas análogas a las que produjeron la colonización entre los pueblos antiguos ni a las que han estimulado la emigración en otros países135. La exuberancia de la población que hace   -96-   difícil la vida en la madre patria, o las persecuciones políticas o religiosas que obligan a desterrarse a cierta clase de habitantes, han determinado de ordinario la colonización de apartadas regiones, a donde los inmigrantes van a fijarse buscando una nueva patria en que puedan hallar la fortuna y la tranquilidad de un hogar estable. Los españoles del siglo XVI no se hallaban en uno ni en otro caso. Estimulados por un espíritu inquieto y batallador, que constituía un carácter encamado en la raza por la lucha secular contra los moros, ellos corrían en busca de aventuras que podían enriquecerlos rápidamente, en un mundo nuevo que las primeras noticias que de él tuvieron, y más que todo, la pasión por lo maravilloso, pintaban como cuajado de los más espléndidos tesoros. Muy pocos de esos primeros inmigrantes pertenecían en la metrópoli a las clases agricultoras, que son las que se fijan más sólidamente en el país a donde llegan. Eran, con pocas excepciones, soldados que salían de los ejércitos del Rey, con la esperanza de labrarse en lejanas y temerarias empresas una posición que les habría sido muy difícil alcanzar en España. Su pensamiento era volver en poco tiempo más a la madre patria a gozar de las riquezas recogidas en aquellas riesgosas expediciones136. Esto fue lo que hicieron muchos de los primeros conquistadores de América después que adquirieron una fortuna más o menos considerable, repartiéndose los tesoros que encontraron acumulados por los indígenas. Los menos afortunados de entre ellos, los que quedaron esperando mayores beneficios que los alcanzados en los primeros días, tuvieron que dedicarse a la industria, y contra sus deseos, fueron en la mayor parte los que al fin se resignaron a establecerse en estos países, que por otra parte les presentaban condiciones ventajosas para vivir ellos y sus familias en cierto bienestar. Se comprende que bajo la influencia de este espíritu, la población española de América no podía incrementar considerablemente en los primeros tiempos.

Pero influyeron, además, otras causas para limitar la población española en las nuevas colonias. Previendo, sin duda, la despoblación gradual de España, deseando, también, evitar la fuga de malhechores o de deudores alzados, y el que pasasen a América hombres peligrosos, la ley dispuso que nadie pudiera embarcarse sin un permiso acordado por el Rey o por la Casa de Contratación. Ese permiso no era, como podría creerse, un simple pasaporte que se daba a todo el que lo pedía. Muy al contrario de eso, era preciso hacer constar que el interesado no tenía ningún impedimento legal para salir de España, que ni él ni sus mayores   -97-   habían incurrido en pena por delito de judaísmo o herejía, y el objetivo de su viaje. Como todos los que pasaban al Nuevo Mundo debían embarcarse en Sevilla en las flotas que salían cada año, era posible mantener una estricta vigilancia en el cumplimiento de estas disposiciones. Cada capitán de buque estaba obligado a declarar bajo juramento que no llevaba consigo ningún hombre que no estuviese provisto de este permiso. Los que burlaban estas precauciones estaban sometidos a severas penas. Por lo que toca a los extranjeros, les estaba absolutamente prohibido el pasar a América, o sólo podían hacerlo mediante una autorización que era mucho más difícil conseguir. Trabas análogas impedían a los colonos trasladarse de una provincia a otra. Los virreyes y los gobernadores estaban aquí autorizados para conceder esos permisos bajo las mismas condiciones y para imponer penas a los que las violasen137.

Como hemos podido observar en otras partes de nuestra historia, en algunas de las colonias españolas de América se había tenido también el propósito de limitar el número de sus habitantes de origen europeo. Se creía que la afluencia de soldados y de aventureros que venía de la metrópoli a abrirse camino en las guerras de la conquista, y a buscar fortuna en las minas del nuevo mundo, era una causa de perturbaciones y de revueltas desde que estos países no podían ofrecer riquezas abundantes para todos. En el Perú no sólo no se quería recibir nuevos colonos sino que se pensó en hacer salir a muchos de los que se habían establecido allí. El desarme de algunos cuerpos de tropas después de las revueltas que se siguieron a la conquista, había dejado sin ocupación a muchos de los pobladores españoles. Los gobernantes tuvieron empeño en alejarlos de ese territorio, haciéndolos salir con varios pretextos o razones. Se recordará que esto se llamaba «descargar la tierra»138.

En Chile, por el contrario, los gobernadores, desde Pedro de Valdivia hasta don Alonso de Sotomayor, habían hecho toda clase de diligencias para traer pobladores europeos. No sólo pedían refuerzos de tropas a España y a las otras colonias sino que tomaban medidas de todo orden, muchas veces violentas y represivas, para impedir que pudieran salir del país los que habían venido a él. Uno de esos gobernadores escribía con este motivo las palabras siguientes: «Este reino tiene necesidad de que en él haya mucha gente, porque lo que en   -98-   otros de estas partes podría ser dañoso, en éste no lo es, antes puestos los hombres en esta tierra, toman asiento»139. Se solicitaban colonos españoles para engrosar el número de los soldados que salían a la guerra y para dar pobladores a las nuevas ciudades y vida a la industria que comenzaba a nacer. Pero antes de mucho, Chile adquirió una triste nombradía. Contábase de él en España y en América que poseía un suelo fértil y un clima benigno, pero que sus minas rendían poco oro, y que sus indígenas eran salvajes obstinados y feroces con quienes era necesario sostener una lucha acompañada por las mayores penalidades, y a la cual no se le divisaba término. Resultó de aquí que a pesar del empeño puesto por los gobernantes de Chile, la población española de este país se incrementó lentamente y en una escala bastante reducida.

En 1583, en la época en que don Alonso de Sotomayor llegaba a Chile a hacerse cargo del mando superior, la población viril de origen español de todo el reino, según un cálculo que merece confianza, no alcanzaba a mil cien hombres; y al terminarse el gobierno de ese capitán, cuando habían venido de España y del Perú los refuerzos de que hemos dado cuenta, esa misma población no podía elevarse a mucho más de dos mil hombres140. Se ha calculado que hasta esa última época, Chile había recibido en soldados venidos del exterior más de dos veces ese número; que en ese tiempo habían nacido en el país más de mil hijos de españoles; y que estos habían hecho las campañas contra los indios; pero las guerras, las pestes y seguramente la salida del país de un número considerable de individuos, limitaban el incremento de la población141.

  -99-  

Esos dos mil individuos de origen español que poblaban Chile el año de 1592, vivían repartidos en diez pequeñas y modestísimas aldeas, a las cuales, sin embargo, se les daba el pomposo nombre de ciudades142. La más populosa de todas ellas era indudablemente Santiago; pero debía contar entonces unos quinientos habitantes españoles o hijos de españoles. Algunas de las otras llamadas ciudades, como Chillán y Castro, no tenían de tales más que el nombre; y el número de los vecinos de cada una de ellas no podía pasar de cincuenta o sesenta. La población española de los campos era escasísima en esa época, y enteramente accidental, limitada a ciertos períodos del año. Los conquistadores se reunían en los pueblos no sólo para disfrutar de mayores comodidades sino para precaverse de los ataques y asechanzas de los indios que poblaban sus estancias. La guerra era, como sabemos, la preocupación principal de esa gente. Tenían más o menos la obligación de servir en ella todos los hombres que estaban en estado de llevar armas. Había, además, cuerpos regularizados de tropa cuyos individuos habían venido de España y del Perú expresamente enganchados para la guerra. Sin embargo, los gobernadores de Chile no pudieron sacar ordinariamente a campaña más de quinientos soldados. Limitándonos a dejar aquí constancia de estas cifras, tendremos ocasión en las páginas siguientes de consignar algunas noticias acerca de la vida industrial y militar de aquella población.




2. Los esclavos

Al lado de los españoles vivían los negros esclavos que aquellos habían introducido. No hallamos en los documentos ni en las antiguas relaciones indicación alguna para establecer ni aproximadamente siquiera el número de esclavos de origen africano que había entonces en Chile. Parece, sin embargo, que ese número fue siempre muy limitado. El alto precio a que se vendían los negros en el Perú, era motivo más que suficiente para que no pudieran poseer muchos esclavos los encomenderos de Chile. Por esto mismo, no se aplicaba a los negros a los trabajos industriales, esto es, al cultivo de los campos, que se hacía por medio de los indios de encomienda. Los esclavos eran destinados al servicio doméstico de las   -100-   familias. En algunas ocasiones salían a la guerra como escuderos o asistentes de sus amos. Estos, además, acostumbraban arrendar sus esclavos para que desempeñasen los oficios más humildes de la administración pública: los de pregoneros y verdugos.

Sometidos por las ideas y las costumbres de la época a los castigos casi discrecionales que podían aplicarles sus amos, dominados por un despotismo que debía mantenerlos en el más abyecto embrutecimiento, los negros sabían buscarse sus distracciones en fiestas y borracheras y en juegos de azar. Se fugaban con frecuencia del lado de sus amos, se asilaban en los campos y a veces se convertían en salteadores de caminos. La autoridad pública dictó entonces ordenanzas y reglamentos para reprimir estos desmanes con castigos verdaderamente terribles. En marzo de 1569, la real audiencia de Lima sancionaba una ordenanza de policía y buen gobierno de la ciudad de Santiago, que seguramente no contiene más prescripciones que las que en distintos años había dictado el Cabildo de esta ciudad143. Hay allí tres artículos concernientes a los esclavos por los cuales, bajo la pena de azotes, y, en ciertos casos, de enclavarles una mano en la picota, se les prohíbe andar en la calle después del toque de queda, llevar armas y hacerse servir por indias o por indios, como lo hacían los señores encomenderos.

Pero existe, además, una ordenanza especial referente a los negros esclavos que da la medida de la manera como eran tratados esos infelices. El domingo 10 de noviembre de 1577, el licenciado Calderón, teniente de gobernador bajo la administración de Rodrigo de Quiroga, hacía pregonar en la plaza y en las calles de Santiago, un decreto de once artículos que podría llamarse el código penal de los esclavos de la Colonia. De autoridad propia, sin consultar a nadie, y sin esperar la aprobación de ningún poder superior, el teniente gobernador establecía las penas que debían aplicarse a los esclavos: que huyesen de la casa de sus amos, que usaren armas, que se reuniesen en borracheras, que jugasen prenda de valor o que tuviesen parte en robos y salteos, y esas penas eran: los azotes, la amputación de uno o de los dos pies y, en ciertos casos, la muerte. Puede dar una idea del rigor de esa ordenanza la lectura de cualquiera de sus artículos. «Ítem, dice el segundo de ellos, cualquier esclavo o esclava que estuviere huido fuera del servicio de su amo más de tres días y menos de veinte, el que lo prendiere, ora sea alguacil o no lo sea, tenga de derechos diez pesos, los cuales pague el amo de tal esclavo o esclava, al cual esclavo o esclava le sean dados doscientos azotes, por las calles públicas por la vez primera, y por la segunda doscientos azotes y se desgarrone de un pie, y por la tercera al varón se le corten los miembros genitales y a la mujer las tetas»144. Todavía son más inhumanas algunas de las otras disposiciones.



  -101-  
3. Los indios de servicio

La condición de los esclavos africanos sólo era comparable a la de los indios de servicio. En el curso de los capítulos anteriores hemos indicado en qué consistía el sistema de las encomiendas y cómo este sistema organizó la esclavitud de los indios, sometiéndolos al trabajo servil a beneficio de los encomenderos145. Más tarde, en 1559, bajo el gobierno de don García Hurtado de Mendoza, el licenciado Hernando de Santillán había intentado regularizar ese trabajo estableciendo por medio de reglas fijas los deberes recíprocos de los indios y de sus amos, a fin de asegurar a aquellos una existencia menos dura, y alguna utilidad como fruto de su trabajo146. Pero la codicia de los encomenderos hizo ilusorias las disposiciones de esas ordenanzas. Como se recordará, el trato de los indios siguió siendo inhumano y vejatorio, produjo quejas de todas clases que llegaron hasta el trono del Rey, y dio origen a la ordenanza denominada tasa de Gamboa147. Esta ley suprimía la servidumbre de los indios, los libertaba del trabajo personal a que estaban sometidos por la constitución de las encomiendas y los sometía al pago de un impuesto en dinero en beneficio de sus encomenderos.

Esta reforma, como hemos tenido ocasión de observarlo en otras partes, no podía producir los resultados que se buscaban. Los indios de Chile vivían en un estado tal de barbarie que era absolutamente imposible reducirlos a un régimen de disciplina social que los inclinara a un trabajo ordenado y que los pusiera en condición de pagar aquellos impuestos. Eximidos del servicio personal, debían volver fatalmente a sus antiguos hábitos y a su ociosidad incorregible. La tasa de Gamboa, después de un ensayo desventurado de tres años, en que, sin duda, ni siquiera se cumplieron lealmente sus disposiciones, y de los más apasionados debates, fue derogada por don Alonso de Sotomayor en los primeros días de su gobierno148. Los indios volvieron a quedar sometidos al régimen antiguo.

La institución de las encomiendas debía servir sobre todo al cultivo de los campos y a la explotación de las minas. En efecto, los indios sometidos habían sido destinados por sus amos a los lavaderos de oro y a los trabajos agrícolas, es decir, a las siembras y plantaciones, y al pastoreo de los ganados. Se les ocupaba, además, en la construcción de las casas, en el carguío y transporte de la madera y de otros materiales, y con frecuencia, sobre todo a las mujeres, en el servicio doméstico149. El trato de esos infelices, según se ve en los documentos y en las antiguas relaciones, era casi siempre cruel e inhumano. Las ordenanzas de Santillán primero, y más tarde algunas disposiciones de don Alonso de Sotomayor, cuando derogó la tasa de Gamboa, habían establecido que los indios tuviesen una parte en los beneficios de las industrias a que fueran destinados; pero en la práctica, esas disposiciones se cumplían de la manera más abusiva que es posible imaginar. El encomendero creía haber   -102-   satisfecho sus deberes con dar a los indios algunas piezas de ropa de escaso valor y el alimento durante el tiempo de faena. Los que eran destinados a los trabajos agrícolas, vivían al menos en sus chozas al lado de los suyos; pero los que debían partir a las minas y a los lavaderos, quedaban separados de sus familias durante ocho meses del año.

En las ciudades del sur, aun en los lugares en que los indios parecían haber dado la paz, el servicio de las encomiendas distaba mucho de estar establecido bajo bases tranquilizadoras. En tomo de los pueblos, los españoles habían plantado viñedos y arboledas, y criaban ganados; pero no podían salir al campo sin ciertas precauciones, sin andar armados y en compañía, para no verse atacados de sorpresa, ni podían tampoco dejar sus caballos o sus bueyes fuera de la ciudad una o dos noches seguidas, sin peligro de que se los robasen los indios comarcanos150. Aun dentro de los mismos pueblos, los españoles vivían en continua zozobra, temiendo muchas noches verse asaltados por los indios, lo que producía, en ocasiones, escenas de la más dolorosa consternación.

«La ciudad y obispado de Santiago es de muy diferente gente y constelación de tierra que esta otra, escribía uno de los gobernadores de Chile. Los naturales de ella son los más miserables, más abatidos y los más pobres de libertad que creo que el mundo tiene, de manera que están ya puestos y son tratados como si no tuviesen uso de razón, porque el modo del gobierno que han tenido les ha hecho tan incapaces que hasta el comer y vestir se les da por nuestra mano»151. Los indios, en efecto, vivían en esta región del territorio, tranquilos y enteramente sometidos al penoso régimen que se les había impuesto; pero esa sumisión no los eximía de los peores tratamientos de parte de sus amos y del desprecio más absoluto de parte de la autoridad. Las ordenanzas de policía y las demás disposiciones referentes a ellos, y de que hemos dado algunas noticias en otra parte152, llevaban el sello del ultrajante despotismo con que eran tratados esos infelices.

Un rasgo particular dará a conocer mejor aún el espíritu de esas disposiciones. Los días festivos en que se suspendía todo trabajo, los indios y los esclavos se reunían en los alrededores de la ciudad y se entregaban a diversiones que se convertían pronto en bulliciosas borracheras. Existía un funcionario nombrado por el Gobernador que tenía por encargo visitar los asientos de indios, corregir las idolatrías, perseguir a los hechiceros y castigar las borracheras; pero la acción de ese empleado era más o menos ineficaz. El 25 de enero de 1583, el Cabildo acordaba «que para que se eviten las borracheras de los indios, cada uno de los señores regidores por su tanda153, salgan cada domingo uno con su alguacil a poner remedio en ello y castigar los borrachos, y averiguar quién les vende el vino y traer presos los culpados; y como no se cometan delitos de muerte o heridas, que estos han de remitir a la justicia trayendo presos los culpados, en los demás (delitos) los puedan castigar como mejor les pareciere, tresquilando y azotando los indios, negros y mulatos que hicieren las dichas borracheras, así fuera como en la cárcel pública, como mejor les pareciere, para lo   -103-   cual les dan poder a los tales comisarios y comisión en forma»154. Así, pues, el regidor de tumo quedaba autorizado para aplicar penas discrecionales a los pobres indios.




4. Rápida disminución de estos indios en Santiago y La Serena; arbitrios inventados para reemplazarlos

Al terminar el siglo XVI, los indios de servicio habían sufrido una notable disminución. «Tendrá esta ciudad (Santiago) hasta cuatro mil indios naturales, escribía en esos años un sagaz observador, y tenía cuando se pobló más de sesenta mil. Han venido en tanta disminución por ser los indios más trabajados que hay en aquel reino, y los que más han acudido con sus personas y haciendas al sustento de la guerra y cargas de ella». «Los indios, dice en otra parte, han venido en tanta disminución que no se saca casi oro en todo el reino, y apenas son bastantes a sustentar y cultivar las haciendas y ganados de sus encomenderos»155. Las frecuentes epidemias de viruelas, y las otras enfermedades creadas por la imposición de trabajos penosos y sostenidos a que esos indios no estaban habituados, habían hecho estragos considerables entre ellos; pero parece que la destrucción producida por la guerra fue todavía mucho mayor. En efecto, cada vez que los gobernadores salían a campaña, llevaban consigo una columna más o menos numerosa de indios auxiliares que servían para el transporte de los bagajes y que peleaban denodadamente en las batallas. Los encomenderos, que defendían a sus indios de servicio por la utilidad que les producían, protestaban contra ese procedimiento; y el cabildo de Santiago se había hecho en muchas ocasiones órgano de esas quejas. Pero todo esto no sirvió de nada ni modificó en lo menor aquella costumbre.

Por lo demás, los indios de servicio acudían gustosos a la guerra, y en ella prestaban a los españoles la más decidida cooperación. No era la simpatía hacia sus opresores lo que los movía; pero la guerra, por penosa que fuese, era una ocupación mucho más cómoda y sobre todo más adaptada a las inclinaciones naturales de esos bárbaros, que los penosos trabajos de la agricultura y de las minas. «Los indios que están de paz, escribía al Rey uno de los gobernadores de Chile, huelgan y procuran que la guerra se alargue, porque con esto sirven y tienen mucha libertad»156. La guerra, además, halagaba los instintos de destrucción y de rapiña de los indios. El Gobernador que acabamos de recordar, indica también que eran estos auxiliares los que ejecutaban las mayores destrucciones en las casas y sembrados del enemigo.

Cuando la disminución de los indios de servicio en las regiones del centro y del norte de Chile comenzó a tomar proporciones considerables, los encomenderos y los gobernantes se alarmaron seriamente. Los distritos de La Serena y de Santiago podían quedarse sin trabajadores para sus campos y para sus minas. Entonces, como se recordará157, se solicitó y se   -104-   obtuvo del virrey del Perú, don Francisco de Toledo, la autorización para sacar del territorio araucano los indios que se cogiesen como prisioneros de guerra, para transportarlos a las provincias del norte, donde se les desgobernaría de un pie para que no pudiesen volver a sus tierras. Comenzó a ejecutarse este sistema bajo el gobierno de Rodrigo de Quiroga; pero como la guerra no proporcionaba un número suficiente de prisioneros para repoblar aquellas provincias, la codicia discurrió un arbitrio cruel que más tarde vino a ser un origen de desastres. Los indios tranquilos y pacíficos de Valdivia y sus contornos eran arrancados de sus hogares por la fuerza o por engaño y transportados por mar a Santiago y a Coquimbo. Un Gobernador que ha comparado este tráfico al que entonces hacían los navíos negreros en la costa de África, ha consignado algunos rasgos que merecen recordarse. «La mujer, dice, que iba al recaudo de su amo a su hacienda, dejando al marido y a los hijos, aparecía navegando la mar; y era con tanto exceso esto que vendían los indios públicamente a trueque de ropa, caballos, cotas y otras cosas; y los vecinos de estas ciudades de arriba (Valdivia y Osorno) hacían presentes a sus amigos y conocidos de Santiago; y aquí alcanzaban del Gobernador un mandamiento de amparo con que los indios quedaban en perpetua esclavonía»158. Estas crueldades fueron la causa del levantamiento de los indios de Valdivia y de las otras ciudades australes y de la guerra que desde entonces tuvieron que sostener los españoles en aquellos lugares159.

Se creería que estas atrocidades eran la obra exclusiva de tal o cual mandatario; pero lejos de eso, eran la expresión de un estado social. En 1588, don García Hurtado de Mendoza, que acababa de ser nombrado virrey del Perú, expuso a Felipe II que en las costas de Chile había ciertas islas pobladas por indios belicosos que después de tomar parte en las guerras de Arauco se refugiaban allí huyendo de los castigos de que eran merecedores. Esas islas,   -105-   agregaba el Virrey, eran el asilo natural de los corsarios ingleses; y convenía por tanto sacar de allí a aquellos indios y llevarlos a La Serena, donde había gran escasez de trabajadores. La resolución del monarca a esta consulta es característica de esa época. «Sobre la mudanza de los indios de las islas, dice, que se le remita (encargue) al mismo Virrey para que allá del Perú lo comunique con letrados teólogos si se puede hacer sin escrúpulo de conciencia lo que refiere, y también con otras personas que de poco tiempo a esta parte sirven en el estado de Chile, para entender la conveniencia». Los letrados y teólogos de Lima resolvieron el negocio en contra de los indios. Decíase que estos se habían sometido voluntariamente al rey de España; y que al sublevarse más tarde, se habían colocado en la condición de súbditos rebeldes160.

La falta de trabajadores en Santiago y La Serena llegó a ser alarmante a pesar de estos expedientes. Hemos referido que a fines del siglo XVI, los indios de servicio se hacían tan escasos que los encomenderos comenzaron a abandonar los trabajos de los lavaderos de oro. Los encomenderos de San Juan y de Mendoza, que no tenían ocupación que dar allí a sus indios y que por tanto no recogían ningún provecho de sus repartimientos, discurrieron un arbitrio singular para proporcionarse una entrada. Obligaban a los indios a pasar la cordillera, y daban en arriendo sus servicios en Santiago y en La Serena, obteniendo así un beneficio que era estimado por ellos como el tributo legal que les era debido161.




5. Ineficacia de la acción de los misioneros para civilizar a aquellos indios

Los conquistadores se habían hecho la ilusión de que antes de mucho tiempo habrían convertido a los indios americanos en hombres más o menos civilizados, en cristianos fervientes y sumisos, y en súbditos fieles del rey de España. Estaban persuadidos de que el agua del bautismo tenía un poder maravilloso para transformar como por encanto el orden de ideas de los salvajes y para hacerles olvidar sus antiguas supersticiones y acoger con ardor la nueva doctrina que se les enseñaba. Las relaciones de algunos misioneros, los cuentos que referían de los prodigios operados por medios de sus conversiones, había fortificado esa creencia general. Esos misioneros habían visto en muchas partes que algunas tribus bárbaras aceptaban las ceremonias de la religión nueva, y no podían convencerse de que la pretendida conversión de esas tribus estaba reducida a eso sólo. La cultura intelectual de los conquistadores y de los misioneros no alcanzaba a ponerlos en situación de comprender que esas transformaciones repentinas de un estado social son imposibles, y que las civilizaciones inferiores no se transforman ni con los cambios de gobierno que imponían los conquistadores ni con la nueva religión que enseñaban los misioneros.

  -106-  

Hemos visto en otras partes la eficacia que los conquistadores de Chile atribuían a sus prácticas religiosas como elemento civilizador. Don García Hurtado de Mendoza salía a campaña llevando en la vanguardia una cruz alta rodeada de clérigos y de frailes como si marchase a una procesión. El primer deber que se imponía a los encomenderos era el de doctrinar a sus vasallos haciéndoles enseñar el cristianismo. En las ciudades se obligaba a los indios a ir a misa y a concurrir a las procesiones y a las demás fiestas de la Iglesia. Pero, al paso que los negros esclavos se aficionaban a estas ceremonias, indudablemente sin comprender su alcance ni su espíritu religioso, y que formaban cofradías y hermandades, los indios, aun los más sumisos, se resistían obstinadamente al ejercicio de las prácticas piadosas.

A este respecto, es instructivo un pasaje que nos ha dejado en un libro muy curioso un capitán contemporáneo de esos sucesos, y tan discreto como observador. «Comenzando, dice, por las cosas de la fe, en cuanto a las muestras exteriores que son las que se pueden juzgar que hacen los indios, digo que se les pegan tan mal todas ellas que es llevarlos como por los cabellos a que se junten a rezar la doctrina y oraciones como lo acostumbran todas las familias de españoles para doctrinarlos cada noche en sus mismas casas; y esto hacen aun los que son nacidos y criados en ellas. Para juntarlos los domingos y fiestas a las ordinarias procesiones a que los sacerdotes los constriñen, van de tan mala gana que los demonios no huyen más de las cruces que ellos de las que en tal ejercicio les obligan a llevar. El ir a los divinos oficios y el sentir algo bueno de ellos o de nuestros sermones los (indios) que a ellos son enviados, es cosa perdida, y lástima ver cuan en balde van a lo uno y a lo otro, y el poco caso que hacen de todo, por ser gente que no es menester menos dificultad para encaminarla a la iglesia que para apartarlas de las tabernas. Yo he hablado con algunos religiosos, clérigos y frailes, doctrineros en pueblos de indios encomendados, preguntándoles cómo tomaban los indios las cosas de nuestra religión; y riéndose de su vano trabajo, me decían de su sequedad y despegamiento mucho más de lo que tengo dicho, y que en las confesiones nunca trataban verdad, ni jamás daban muestras de Dios en ningún tiempo, trabajo, ni enfermedad»162. Todo nos demuestra que la predicación de los misioneros y la implantación de las fiestas y ceremonias religiosas fueron absolutamente ineficaces para acelerar un solo paso la civilización de los indios de servicio.



  -107-  
6. Los mestizos: ayuda que prestan muchos de ellos a los indios en la guerra contra los españoles

La vida de familia, el contacto frecuente e íntimo con los españoles, la adopción de las armas, de los útiles, de los alimentos y de los trajes de estos, debía ser, como elemento civilizador de aquellos bárbaros, mucho más eficaz que la predicación religiosa y que las ceremonias del culto. Siendo mucho más accesibles a la inteligencia de los salvajes, aquellos medios debían despertar su curiosidad y excitar en su espíritu nuevas necesidades que habían de ser precursoras de algún desarrollo de sus facultades. Este contacto de los españoles con los bárbaros produjo, además, las uniones legales o clandestinas de muchos soldados con las indias, y el nacimiento de numerosos mestizos. «Participando de las luces de su padre, y sin abandonar enteramente las costumbres de su raza materna, dice un célebre publicista moderno, el mestizo forma el lazo natural entre la civilización y la barbarie. En todas partes donde los mestizos se han multiplicado, se ha visto a los salvajes modificar poco a poco su estado social y cambiar sus costumbres»163. En Chile, el nacimiento de los mestizos debía conducir a ese mismo resultado, dando origen a la cohesión y a la unificación de las dos razas en la mayor parte del territorio; pero esta evolución se verificó lentamente y, aun, y durante algún tiempo pareció ser un peligro para la raza conquistadora.

«Los mestizos de Chile, dice un escritor que los conoció de cerca, entre sus naturales defectos tienen una cosa buena, que es ser por excelencia buenos soldados, en lo cual se aventajan a todos los soldados de las Indias»164. En la guerra desplegaban dotes militares de primer orden, un valor a toda prueba, robustez física y constancia moral para soportar los mayores sufrimientos, y una viveza particular para aprovechar cualquiera coyuntura favorable para burlar al enemigo. Su conocimiento del idioma de los indios los convertía en los intérpretes obligados durante la campaña y les daba cierta importancia cerca de los jefes. Pero mirados de ordinario con el más altanero desprecio por los soldados y por los capitanes, que parecían considerarlos en un rango semejante al de los mismos indios, víctimas muchas veces de los peores sufrimientos, abandonaban con frecuencia el servicio de los españoles y pasaban a engrosar los ejércitos de los indígenas.

Los mestizos, desertores del campo español, comenzaban por ser tratados con desconfianza por los indios, pero acababan por ganarse su voluntad y por tomar un gran ascendiente sobre ellos. Debían abandonar su nombre y tomar otro indígena que simbolizara algunas cualidades militares. Alonso Díaz, aquel mestizo que durante largos años combatió contra los españoles bajo los gobiernos de Quiroga, de Ruiz de Gamboa y de Sotomayor, era conocido entre los indios con el nombre de Paiñenancu o, más propiamente, Paiñancu, que significaba águila grande. La superioridad de su inteligencia, su conocimiento de las armas y de la táctica militar de los españoles, convertían pronto a estos auxiliares en jefes de los indios de guerra. Algunos de ellos sabían forjar el hierro, y fabricaban frenos, espuelas, puntas para las lanzas y otros instrumentos. Más de una vez quisieron enseñar a los indios el manejo de las armas de fuego; y como la falta de pólvora fuese un obstáculo para la introducción   -108-   de esta reforma, hubo un mestizo llamado Prieto, que pretendió fabricarla en el campamento de los araucanos. Se comprende que los auxiliares de estas condiciones debían prestar a los indios una valiosa ayuda165.




7. Dificultades que ofrecía el gobierno de la colonia: competencias constantes de las autoridades

A pesar de la existencia turbulenta y agitada que tenía que llevar la naciente colonia, la administración pública se asentaba gradualmente. Merced a la acción enérgica de los mandatarios y al vigor de las leyes, el principio de autoridad se había robustecido bastante en medio de aquellas asociaciones de hombres, en gran parte, de condición poco favorable para vivir en paz y en orden.

Sin embargo, si los actos de abierta desobediencia a los mandatos de la autoridad, no eran frecuentes, la resistencia legal, es decir, las dificultades y complicaciones nacidas de la interpretación dada a las leyes y a su manera de cumplirlas, se hacía sentir casi cada día. Los funcionarios que desempeñaban las diversas ramas de la administración pública, estaban siempre envueltos en gestiones y en reclamos de todo orden, y rodeados de gentes que no hacían oír su voz sino en favor de sus intereses y de sus pasiones. Don Alonso de Sotomayor, a los dos meses de haberse recibido del gobierno, trazaba al Rey en los términos que siguen los obstáculos que le creaba aquel estado de cosas: «En el tiempo que he estado en este reino, he conocido cuántas y cuán grandes dificultades hay en él para que Dios y Vuestra Merced sean bien servidos del que le gobierna, porque las más de las cosas que se tratan se encuentran unas con otras. El que le hubiere de gobernar, para hacerlo bien como conviene, ha menester las partes siguientes: ser mozo para trabajar, soldado para la guerra y de experiencia en ella porque no hay voto que tomar seguro en este reino por las diferencias que tienen todos en sus pasiones particulares que traen loco al que nuevamente entra. En cosas de negocios de Estado, ha menester ser letrado porque todos los de este reino lo son, y parece que el Diablo les ayuda porque para peticiones y negocios de papeles no hay hombre que no presuma. Y por confiarse en esto y en que el que gobierna ha de estar sujeto a una residencia a donde todos se juntan para perseguir la capa caída, vanse con esta esperanza a las barbas al que gobierna»166.

Estas dificultades habrían sido mucho menores si siempre hubiera reinado una regular armonía entre los representantes de la autoridad. Pero lejos de suceder esto, vivían envueltos en continuas competencias, porque la misma ley, que deslindaba sus atribuciones, era   -109-   con frecuencia, origen de dificultades. Se sabe que al lado del Gobernador había un funcionario nombrado por el Rey, provisto del título de teniente de gobernador o teniente general, y encargado de administrar justicia y de reemplazar a aquél en sus ausencias. El acuerdo entre aquellos dos altos funcionarios era sin duda alguna indispensable; pero, por el contrario, sucedía que, como se recordará, vivían siempre en controversias y competencias; y ellas daban origen a que la colonia se dividiera en dos bandos muy apasionados. «Conviene que Vuestra Majestad no envíe teniente general en la forma que hasta aquí lo ha habido, decía Sotomayor al Rey en otra carta, sino que el tal venga subordinado al Gobernador, o que el Gobernador lo nombre con salario competente, porque aquí hay letrados de ciencia y experiencia, y cuando aquí faltaren está Lima a la mano; porque de otra manera estará siempre este reino dividido en dos bandos; y ya se tiene experiencia de lo que sucedió al gobernador Rodrigo de Quiroga con el licenciado Calderón, y al mariscal Martín Ruiz de Gamboa con el doctor Azócar»167. El Rey dejó las cosas como estaban, seguramente con el pensamiento de que por este medio se conseguiría la vigilancia recíproca de ambos funcionarios; y las competencias y rivalidades entre los gobernadores y sus tenientes, continuaron siendo una causa de   -110-   entorpecimientos y de dificultades en la marcha de la administración. Más adelante veremos que estas competencias eran igualmente violentas en la lucha casi constante en que vivían las autoridades civiles con los obispos y con los demás representantes del poder eclesiástico.




8. La guerra era la preocupación general: incremento del poder militar de los indios y decadencia de los españoles

Pero cualesquiera que fuesen las atenciones que los negocios públicos imponían a los gobernantes de Chile, su preocupación principal era la guerra araucana. La porfiada resistencia de aquellos bárbaros groseros y casi desnudos, humillaba el orgullo español. El Rey no sólo no podía sacar de este país recursos para su erario sino que se veía obligado a hacer frecuentes desembolsos para socorrerlo. Los colonos estaban condenados a vivir en una intranquilidad constante, a desatender con frecuencia sus familias y sus intereses para salir a campaña, y a imponerse sacrificios pecuniarios que debían parecerles abrumadores. No es extraño que el Rey y los colonos tuvieran interés en consumar la pacificación definitiva del país. Cuando se registran los documentos de esa época o las crónicas coetáneas, casi se creería que aquella sociedad no conoció otra ocupación ni otras necesidades que las que creaba el estado de guerra, tanta es la abstracción que allí se hace de los asuntos que no son puramente militares.

Desde la insurrección que costó la vida a Pedro de Valdivia, la guerra había estado primeramente circunscrita a una pequeña porción del territorio comprendido entre los ríos Biobío y Tirúa; y si las hostilidades se hicieron sentir en otras partes, los promotores de ellas fueron los indios de aquella región. En el lenguaje de los soldados españoles, ésta se llamaba la guerra vieja porque databa de 1553. Pero, bajo el gobierno de Quiroga, y como consecuencia de las tropelías cometidas para transportar a Coquimbo y a Santiago los indios sometidos, los de Valdivia, de Villarrica y de Osorno, que por largo tiempo habían vivido en paz, empuñaron las armas y sostuvieron una lucha obstinada contra los españoles, que le dieron el nombre de la guerra nueva. Bajo el gobierno de don Alonso de Sotomayor, habiéndose corregido en parte los abusos que la producían, esta última guerra entró en un período de tregua que no debía ser de larga duración. Cuando aquellos indios supieron poco más tarde que los españoles habían sufrido grandes descalabros, tomaron de nuevo las armas con mayor resolución y consiguieron independizarse de sus opresores.

La prolongación de aquella guerra humillaba, como ya hemos dicho, el orgullo español. El monarca, sus consejeros y sus más altos representantes en América, no podían persuadirse de que los soldados castellanos, vencedores en millares de batallas en Europa y en América, fuesen impotentes para vencer y dominar a los indios araucanos; y creían ligeramente las acusaciones que se formulaban contra los gobernadores de Chile haciéndolos responsables de la tardanza en la terminación de la guerra. De allí provenían los cambios repentinos de gobernadores y las esperanzas que hacía nacer cada uno. El nuevo mandatario, por su parte, tomaba las riendas del gobierno lleno de confianza y de ilusiones, ofreciendo a veces pacificar en poco tiempo a los indios revelados, para sufrir en breve el más doloroso desengaño. Dos años de guerra, y a veces uno sólo, bastaban para desprestigiar en Chile a gobernantes que habían tomado el mando revestidos de una gran popularidad.

  -111-  

Aquella situación era el resultado de causas múltiples que no era fácil apreciar a la distancia, pero que conocieron perfectamente algunos de los más entendidos capitanes que militaron en Chile. La primera de esas causas era, sin duda, la resolución incontrastable de esos bárbaros para resistir sin descanso a la dominación extranjera. Ni los halagos más artificiosos ni los castigos más terribles podían doblegar su obstinación168. La misma guerra, por otra parte, había centuplicado su poder. Habían aprendido de los españoles el uso de algunas armas defensivas, y entre ellas de ciertos coseletes de cuero de vaca que les resguardaba perfectamente el pecho contra las lanzas y las espadas del enemigo. Poseían, además, caballos que ellos sabían manejar con la más admirable maestría, y con los cuales formaban escuadrones de quinientos o seiscientos guerreros que, moviéndose con una maravillosa rapidez, daban asaltos inesperados a los campamentos y a los pueblos de los españoles, o robaban sus ganados y destruían sus sembrados durante la noche. «Es tanto el ánimo que se les ha infundido a los indios, viéndose con tan gran número de caballería, escribe un capitán español, que con ella se atreven a embestir nuestras escoltas y otro cualquier cuerpo de gente, aunque esté con las armas en las manos; habiendo perdido mucha parte del respeto y temor que antes tenían a las de fuego. Y es de manera el ímpetu de sus acometimientos que todo lo atropellan y desbaratan, siendo muy poco el daño que reciben, y muy grande la alegría de la victoria, especialmente si llevan por despojos cabezas de españoles o prisioneros»169. De sus enemigos aprendieron también los indios el arte de fortificar sus campamentos con trincheras y palizadas. Cuarenta años de combates y de asechanzas habían desarrollado especialmente su inteligencia en todo aquello que se relaciona con la guerra. «No pelean sino a su ventaja, decía otro capitán español, y cuando les está bien que es lo que les aprovecha y más nos daña en sus emboscadas, cubiertas con cebo, usando de otros mil ardides y engaños con mucha sutileza. En conclusión, no ignoran ningún ardid ni engaño de los que pueden usar en la guerra, lo que causa admiración ver tan dispuestos y propios unos bárbaros en materia y cosas tan delicadas como son las de la guerra»170. Habíanse perfeccionado en las artes del disimulo para fraguar una traición fingiéndose amigos, y conocían todos los expedientes para robar el ganado de los españoles o para poner fuego a sus campamentos y a sus sembrados. Pero su habilidad mayor consistía en evitar los combates, cuando así les convenía, dispersándose artificiosamente y burlando la persecución del enemigo.

  -112-  

Los españoles, por su parte, habían aumentado considerablemente sus fuerzas; pero su poder era mucho menor respecto del que ahora tenían los indios. En vez del centenar de soldados con que Valdivia había hecho las primeras campañas, tenían ordinariamente un cuerpo de quinientos hombres y; sin embargo, su situación militar había desmejorado tanto que no podían llevar a cabo ninguna de las empresas que ejecutaron los primeros conquistadores, y que sólo lograban sostenerse en los puntos en que la guerra no era muy enérgica y eficaz. Al paso que los indios, orgullosos con las victorias alcanzadas, habían cobrado confianza en su poder y esperaban cada día obtener triunfos más considerables y decisivos, los españoles se sentían casi desalentados y comenzaban a perder la esperanza de ver terminada la pacificación de ese territorio. Las ilusiones que abrigaron en los primeros días de la conquista se habían desvanecido más o menos completamente. Chile no era para ellos el país cuajado de oro que su imaginación se había forjado cuarenta años atrás, sino por el contrario, una de las provincias más pobres del rey de España, un suelo fértil para los mezquinos trabajos de la agricultura, pero incapaz de enriquecer a sus conquistadores, y donde era preciso vivir en constante guerra con indios salvajes e indomables. En 1546, cuando Pedro de Valdivia hizo su primera campaña a la región del sur, le había sido necesario prohibir a muchos de sus soldados que saliesen en su compañía, para evitar que se despoblara Santiago. Ahora costaba un trabajo enorme el conseguir que esta ciudad suministrase algunos auxiliares.

Pero había otros signos más palpables todavía del cansancio producido entre los conquistadores por aquel estado de cosas. Cada día se hacía mayor el número de los capitanes y soldados que dejaban las armas y se hacían clérigos o frailes para vivir en paz y en descanso. No eran raros los casos de soldados, españoles de nacimiento, que abandonaban el servicio militar y se iban a vivir entre los mismos indios, prefiriendo llevar una existencia miserable en medio de los bárbaros, a los azares y contingencias de una guerra a la que no se veía término. Aunque Chile, por sus condiciones geográficas y por la dificultad de las comunicaciones en aquella época, estaba condenado a vivir en un aislamiento casi semejante al de una isla, se habían visto numerosos casos de deserción, unos al través de la cordillera, y otros por el océano, en débiles embarcaciones, y despreciando los peligros de la navegación y las persecuciones y tremendos castigos decretados por las autoridades. Cuando Sotomayor penetró en Chile por la cordillera de los Andes, uno de los oficiales reales de Santiago, que era hombre de gran sagacidad, exclamó: «El nuevo camino que ha descubierto don Alonso, plegue a Dios que no sea cuchillo de este reino, dando alas a los soldados para que viéndose tan rotos y desnudos, causen en él desventuras difíciles de remediar»171. En efecto, desde entonces aumentaron las deserciones de soldados españoles por aquella parte, sin que tampoco disminuyera el número de los que se fugaban al Perú»172.

Pero aun muchos de los capitanes y soldados que no pensaban en desertar del servicio, dejaban ver por todos los medios su desencanto por la suerte de la guerra y por los beneficios que había de producirles. En los primeros tiempos, nada les halagaba más que la esperanza de obtener un repartimiento de tierras y de indios. Cincuenta años más tarde, al expirar   -113-   el siglo XVI, todo aquello había cambiado. «Repartimientos en propiedad, decía uno de los gobernadores, no los quieren aceptar los soldados de alguna presunción; y tales ha habido que después de aceptado lo han dejado, y siendo como es la gente que sirve a Vuestra Majestad en este reino la más pobre que hay entre sus vasallos»173. En el principio, los soldados no sólo servían sin paga, y con la esperanza de obtener una encomienda que los enriqueciese, sino que parecían no poner a la duración de sus servicios otro límite que el tiempo que tardase la pacificación definitiva del país. Más tarde fue necesario comenzar a pagarles un salario fijo por el tesoro real, y establecer un plazo determinado de dos o más años para el tiempo de su enrolamiento.




9. Manera de hacer la guerra a los indios, usada a fines del siglo XVI: ineficacia de las correrías militares de los españoles; relajación introducida en la disciplina de las tropas

La guerra que los españoles hacían a los indios variaba en su alcance y en sus propósitos, según los medios de que podían disponer. Cuando sus fuerzas eran considerables, cuando contaban con los elementos necesarios para emprender nuevas fundaciones, entraban resueltamente en el territorio enemigo y echaban los cimientos de ciudades o de fuertes con que creían asentar su dominación. Pero a estas operaciones que podríamos llamar capitales, se seguían otras que tenían por objeto aterrorizar a los indios, privarlos de sus recursos y obligarlos, según se creía, a pedir o a aceptar la paz. Eran éstas las correrías militares a que los españoles daban el nombre de campeadas. Durante años enteros, después de haber abandonado las ciudades que no podían sostener en el territorio enemigo, los españoles limitaron toda su acción a este género de operaciones militares, repitiendo periódicamente las mismas empresas sin resultado alguno definitivo.

Sabemos que en los inviernos se establecía casi invariablemente una especie de tregua, durante la cual los gobernadores fijaban su residencia en Santiago y se ocupaban en los asuntos de administración civil. Llegada la primavera, se anunciaba la reapertura de la campaña. El servicio militar obligaba a todos los colonos que se hallaban en estado de llevar las armas. Un gran número de ellos, sin embargo, se eximía de esta obligación por favor o por cohecho, o anunciando su propósito de tomar las órdenes sacerdotales, o fingiendo enfermedades, de tal manera que el contingente con que concurrían las ciudades no guardaba nunca relación con el número de sus pobladores174. «Comenzaba la gente a salir de Santiago para la guerra a fines de agosto, escribe uno de los gobernadores, y acababan de salir a 15 de octubre, y algunas veces a fin de él. Venían sueltos hasta el río de Maule, donde les tenían puestos almacenes de comida y caballos y otros pertrechos que allí les repartían conforme les parecía a los oficiales mayores que lo habían menester»175. En esa parte del camino, la   -114-   soldadesca se creía autorizada para cometer todo género de desmanes, para arrebatar víveres y cabalgaduras y para estropear inhumanamente a los pobres indios. Al pasar el Maule, esto es, al acercarse al teatro de la guerra recorriendo campos en que podían ser sorprendidas, las tropas formaban un cuerpo más compacto y ordenado, tomaban algunas precauciones en las marchas y en los campamentos, y llegaban a Concepción en todo el mes de noviembre o en la primera mitad de diciembre. «Lo más ordinario, agrega el Gobernador que acabamos de recordar, entraban en la guerra después de pascua de Navidad, y andaban en ella en las ocasiones que se ofrecían y parecía más convenir hasta la semana santa, y luego se tomaban a deshacer». Las primeras lluvias del otoño eran la señal de suspender las operaciones. Los diversos contingentes de tropa volvían entonces regularmente a las ciudades de donde habían partido.

Son indescribibles los padecimientos y privaciones de cada una de esas campañas. En nombre del Rey y a expensas de su tesoro, se habían comprado provisiones para la tropa; pero, sea por el desgobierno o por las inmorales especulaciones a que esas compras podían dar lugar, las tropas eran pésimamente alimentadas, y vivían sobre todo de la rapiña ejercida sobre el enemigo y hasta sobre los españoles por cuyas estancias atravesaban. Los otros ramos de la administración militar estaban peor atendidos todavía. En aquellos ejércitos no había nada que se asemejase a hospital militar ni a cuidado regular con los enfermos o con los heridos. Además de que los sistemas curativos entonces en uso, fuera de ciertas prácticas para atender a los heridos, eran en su mayor parte absurdos, eran aplicados por simples curanderos porque no había médicos militares, y muchas veces faltaban en todo el país176.   -115-   Después de cada campaña, los soldados volvían a sus hogares extenuados de fatiga, para tomar descanso durante el invierno.

Estas operaciones, como lo probó una dolorosa experiencia, no tuvieron eficacia alguna para acercar el término de la guerra. Los españoles iban seguidos de un número considerable de indios auxiliares, a veces dos y tres mil; y como sabían perfectamente que habían de hallar muy escasos recursos en el territorio en que debían expedicionar, estaban obligados, además, a llevar consigo «una gran máquina de caballos y ganados y bagajes», dice un capitán experimentado en aquella guerra. «Hacían entrada en el estado (Arauco) añade, por una de sus provincias; y por no hallar en ellas cuerpo con quien pelear ni acometer respecto de retirarse los rebeldes en sus guaridas y montañas huyendo de estas fuerzas hasta hallar ocasión más a sus propósitos y ventaja, entendían (se ocupaban) los gobernadores en talar las comidas de los indios que hallaban en los llanos y valles, discurriendo por todas las provincias y haciendo gran estrago y destrozo en ellas»177. «Los efectos que se harán campeando con bagaje y ganado, decía uno de los militares de más experiencia en esa guerra, serán destruirles las comidas y no todas, porque no es posible ni tenemos (indios) amigos que llevar, que son los que más destruyen; y la gente se cansa y gasta mucho. Y acaecerá un año andar y no topar sino alguna vieja, si ellos no quieren pelear porque la tierra es tan áspera, y ellos andan tan sueltos y nosotros tan embalumados con las cargas, ganados y servicio que no se hace más efecto del que digo, y cada día nos van hurtando caballos... Y cuando de esta suerte se pacificasen, no hay seguridad ninguna para que estos conserven la paz»178. No era raro, en efecto, que algunas tribus de indígenas fingieran dar la paz para salvar sus sembrados de la destrucción que los amenazaba; pero terminada la cosecha, volvían de nuevo a sublevarse. Antes de mucho, también, los indios, «como tan sagaces y astutos, dice el mismo capitán Olaverría, discurrieron el hacer sus sementeras en quebradas y sitios escondidos, de difícil acceso, y donde no hay hombres humanos que puedan entrar ni ir, en donde se les da con mucha abundancia por la grandísima fertilidad de aquella tierra; y así proceden estos indios el día de hoy seguros de no verse con necesidad de bastimentos, y las sementeras que al presente hacen en los llanos, es más de vicio que de necesidad».   -116-   Muchas veces, los españoles andaban semanas enteras sin descubrir un solo enemigo o hallando únicamente a algunas pobres mujeres que parecían incapaces de suministrar informes de ninguna naturaleza. Pero cuando algunos de ellos se apartaban de su campamento o del grueso de la división, eran casi indefectiblemente atacados de improviso, y con frecuencia muertos en esos lances. Los indios, por otra parte, aprovechaban con rara habilidad cualquiera coyuntura favorable para presentar combate en los sitios que juzgaban ventajosos o para asaltar por sorpresa el campo de los españoles; y si bien pocas veces obtenían un verdadero triunfo, conseguían, al menos, fatigar a los españoles, tomarles algunos caballos y privarles de muchos de sus recursos.

Una guerra tan larga, tan monótona, tan desprovista de sucesos de un carácter medianamente decisivo, debía por fuerza producir el cansancio y el desaliento, y crear costumbres militares bastante relajadas y contrarias a la severa disciplina. Se recordará que el arribo de los auxiliares reunidos en el Perú había sido fatal para la moralidad del ejército español de Chile, desde que habían sido enrolados casi por fuerza hombres de varias condiciones, muchos de ellos de malos antecedentes, viciosos y extraños al servicio militar. Conociendo los inconvenientes que ofrecían tales auxiliares, los gobernadores habían pedido con instancia al Rey que enviara militares españoles que se suponían habituados al ejercicio de las armas. Los soldados y los oficiales habían perdido toda confianza en el arribo de los auxilios que se pedían a España, o creían que llegarían demasiado tarde, por lo cual los designaban con el apodo burlesco y proverbial de «socorro de Escalona»179. Como hemos referido, las deserciones de soldados españoles se habían hecho frecuentes, a pesar de las enormes dificultades que para ello presentaba la topografía del país, y de los severos castigos que se aplicaban a los desertores que eran sorprendidos. Pero la relajación de la disciplina militar se reflejaba en otros hechos más palpables y más graves todavía: en el desorden en los combates, en la falta de vigilancia en los campamentos y en los fuertes, en la desobediencia a los jefes y en faltas de todo orden. «Por haber de sustentar la guerra precisamente, escribía uno de los gobernadores, se disimulan libertades que en otras partes fueran delitos notables. Es un hábito asentado de muchos años atrás el disimular a los soldados, robos de ganado y de otras cosas que, aunque es verdad que esto hasta aquí ha habido en tanta abundancia y vale tan poco, de hoy más viene a tener aprecio»180.

A la sombra de aquel estado de cosas, habíanse introducido vicios y corruptelas en la compra de los artículos necesarios para la provisión de las tropas. Los documentos contemporáneos contienen abundantes referencias a este orden de hechos; pero hay uno sobre todo que suministra un dato muy curioso. «Recibe gran daño la hacienda real y este reino, decía uno de los capitanes de ese ejército, en dar remedio en las armas que se compran por su majestad, en que ha gastado gran suma de pesos de oro en todo género de ellas, señaladamente   -117-   en cotas y arcabuces que han comprado gran número y a precios grandes; y de todas ellas no se conocen a su majestad casi ningunas, porque a los que se dan disponen de ellas como cosa suya deshaciéndolas o sacándolas del reino... Hay cota que se ha vendido una y seis veces»181. La desastrosa situación creada por una guerra que duraba ya más de cuarenta años había comenzado a dar origen a esas inmorales especulaciones que suelen desarrollarse en medio de circunstancias análogas.

La prolongación indefinida de la guerra, la poca confianza que se tenía en verla llegar a término, habían enervado, como se ve, la actividad y la energía de los españoles, al paso que habían ejercido una influencia opuesta sobre los indios que con tanto ardor sostenían su independencia. La lucha contra los europeos había desarrollado las facultades de esos bárbaros, estimulando, es verdad, sus feroces instintos bélicos, pero afinando a la vez su inteligencia para llegar a discurrir los medios de acción y de defensa en que no habían pensado nunca. Si después de medio siglo de contacto con hombres más civilizados, conservaban todavía muchas de las costumbres más repugnantes de los salvajes, y entre ellas el uso de comer carne humana182, habían aprendido, en cambio, que su interés y su conveniencia estaban por disminuir los horrores de la guerra. Así, como ya hemos tenido ocasión de hacerlo notar, se les ve perdonar la vida de algunos prisioneros y ofrecerlos en canje a sus enemigos. Este solo hecho importaba un progreso inconmensurable en el desenvolvimiento moral de esos bárbaros.




10. Frecuentes y ruidosas competencias entre los poderes civil y eclesiástico; condición del clero de esa época. La inquisición de Lima crea el cargo de comisario en Chile: establecimiento de la bula de cruzada; el cabildo de Santiago se hace representar por medio de sus apoderados en el concilio provincial de Lima

Las competencias de autoridades eran, como hemos dicho, una enfermedad crónica de la administración colonial. Pero las más graves y dificultosas no eran aquéllas de que hemos hablado, sino las que se suscitaban a cada paso entre el poder civil y el eclesiástico. Los monarcas españoles habían creído establecer la Iglesia americana bajo un régimen que les asegurara su más tranquilo predominio; pero su vigilancia no podía extenderse a todos los detalles de la administración y, de un modo o de otro, habían de surgir complicaciones y dificultades.

Felipe II se enorgullecía con el título de campeón de la fe; y en la vida pública como en la vida privada, no dejaba jamás de demostrar su celo por la religión católica y por los ministros del culto. El cronista Cabrera de Córdoba refiere que ese monarca mandó decapitar a un individuo que había dado una bofetada a un canónigo de Toledo183. Bajo su protección, la Iglesia española alcanzó el más alto grado de prosperidad, y mereció de la munificencia   -118-   real la fundación de conventos, de iglesias y de todo género de piadosas instituciones. El clero secular y regular llegó a poseer riquezas considerables que permitían a los prelados eclipsar con su lujo a los más grandes señores. En 1579, los procuradores representaban al Rey en las cortes de Madrid «que las iglesias y monasterios y obras pías van ocupando la mayor parte de las haciendas del reino»; tan alarmante era al Estado aquella enorme acumulación de riquezas. Sin embargo, ese soberano había cuidado de imponer en todo su voluntad y de mantener al clero bajo su absoluta dependencia y sumisión.

Había conseguido este resultado conservando y defendiendo el derecho de proveer por sí mismo a los beneficios eclesiásticos, y la facultad de presentar al Papa a los individuos a quienes quería elevar al episcopado. Sostuvo estas prerrogativas contra las pretensiones de la Santa Sede con una entereza incontrastable, y usó de ellas con una pertinacia que no podía dejar de afirmar y de robustecer su poder. Elegía para las mitras vacantes a sacerdotes que reconociesen siempre deberle su elevación, lo hacía sentir así a los nombrados, y reclamaba de ellos la expresión reverente de su gratitud. Felipe II consiguió así mantener sujeto al episcopado español por el reconocimiento de los beneficios pasados, y por la esperanza de nuevos favores. A pesar de su ardoroso fanatismo, el Rey sostenía enérgicamente que «no es obligado el príncipe seglar a cumplir los mandatos del Papa sobre cosas temporales». Proclamando este principio, tuvo cuestiones y competencias con la curia romana, defendió con toda resolución sus prerrogativas de soberano independiente, y las sacó triunfantes. En estos conflictos, el Rey exigía que los obispos estuvieran de su parte y; en efecto, ordinariamente le fueron fieles y sumisos. Uno de ellos, el de Cuenca, don Gaspar de Quiroga, desobedeció expresamente al Papa, se negó a publicar una bula sin consentimiento del soberano, y se atrajo las censuras eclesiásticas y la excomunión. Felipe II, en cambio, lo colmó de distinciones, lo hizo visitador eclesiástico de Nápoles, consejero de justicia, inquisidor general y, por último, arzobispo de Toledo y primado de la Iglesia de España. Con esta política tuvo a sus órdenes el clero más dócil y sumiso que podía apetecer un monarca del siglo XVI184. Sólo después de la muerte de Felipe II, cuando el cetro cayó en manos de sus ineptos sucesores, los reyes no tuvieron energía para poner a raya las pretensiones y demasías del clero.

Pero la acción del Rey no podía hacerse sentir con igual regularidad en la metrópoli y en las más apartadas colonias. En estas últimas, los obispos se hallaban demasiado lejos del soberano, y en las competencias que provocaban al poder civil, creían tener que entenderse   -119-   no con ese soberano sino con sus agentes subalternos. En Chile, como en las otras colonias de América, los obispos suscitaban a cada paso dificultades y problemas a los gobernadores y a sus delegados, y con una arrogancia provocadora, pero que estaba fundada en la ignorante superstición de aquella época, amenazaban a sus contenedores con la pena de excomunión. «Hase introducido tomar los obispos, provinciales y comisario del santo oficio tanta autoridad, escribía don Alonso de Sotomayor, que el que gobierna no es señor de hacer más de lo que ellos quieren»185. Bajo la administración de Rodrigo de Quiroga, esta absorción de poderes y estas competencias fueron más ruidosas que nunca, y tomaron un carácter de acritud que debió preocupar mucho a los contemporáneos186. El nombramiento de párrocos en que quería el Rey que el Gobernador tuviese una parte principal, dio lugar a dificultades y competencias mediante las cuales el obispo de la Imperial pretendía negar al poder civil toda intervención; pero en que este último logró hacer respetar sus prerrogativas. Poco más tarde, en 1597, los vecinos encomenderos de La Serena pidieron a Quiroga que moderase el salario que ellos estaban obligados a pagar a los sacerdotes que con el carácter de curas doctrinaban a los indios de sus encomiendas. El Gobernador, creyéndose suficientemente autorizado por el Rey para entender en esa clase de negocios, accedió a aquella petición. Pero el Obispo de Santiago, don fray Diego de Medellín, no quiso reconocer al poder civil la facultad de reformar los salarios de los curas, sosteniendo que estos salarios debían ser fijados por el Obispo con arreglo a las prescripciones del sínodo del obispado. Sin detenerse ante ninguna consideración, exigió de Quiroga, bajo pena de excomunión y de multas, que en un plazo perentorio revocara su auto. Fue necesario transigir la cuestión adoptando un arbitrio provisorio, mientras el monarca o en su lugar el virrey del Perú, daba una resolución definitiva187.

Estas ruidosas competencias absorbían casi por completo toda la actividad del clero. Ya hemos visto que la acción de éste fue absolutamente nula en la reducción de los indígenas. Las llamadas conversiones de los indios de que hablan algunos cronistas, no habían producido el menor resultado ni para acelerar la civilización de la raza conquistada ni para modificar la miserable condición a que se le había reducido. El territorio de Chile sometido a los españoles, había sido distribuido en doctrinas o curatos, y se había colocado a la cabeza de cada uno de ellos un eclesiástico encargado de enseñar la religión a los indios que poblaban el distrito. Estos sacerdotes recibían un salario pagado por los encomenderos; pero según los documentos de la época, se preocupaban poco de la conversión y de la predicación; llevaban en los campos una vida relajada, y servían a los encomenderos en la administración y cuidado de sus estancias y chacras188. Aunque el número de eclesiásticos era relativamente muy considerable, siempre faltaban quienes quisieran encargarse de las doctrinas que no estaban abundantemente dotadas. Uno de los más inteligentes y activos gobernadores de Chile, Alonso de Rivera, decía pocos años más tarde al Rey que no había podido hallar un eclesiástico que fuese a desempeñar el curato de la nueva ciudad de Chillán, «porque   -120-   los clérigos de esta tierra no quieren prebendas sino en Santiago, ni se mueven de allí sino es con gran interés de dinero»189.

Es justo también reconocer que el clero que en esa época había en Chile, probablemente con muy escasas excepciones, no estaba en manera alguna preparado para prestar mayores servicios a la causa de la civilización. Si bien es cierto que llegaban de España algunos religiosos que quizá habían hecho ciertos estudios, el mayor número del clero debía ser formado por frailes o clérigos turbulentos y pendencieros dispuestos a tomar las armas contra los indios y a mezclarse, como se mezclaban, en las agitaciones civiles de los mismos españoles. Pero además de esto, en Chile mismo tomaban las órdenes sacerdotales muchos individuos que no habían de llevar a ese estado un gran contingente de cultura. «En este reino han acostumbrado, y lo hacen los obispos de Santiago, decía el gobernador Ruiz de Gamboa, a dar órdenes a muchos soldados de orden sacra, sin ser muchos de ellos idóneos para ello, de que se sigue no poco inconveniente, porque además de la insuficiencia dicha, procuran muchos soldados ordenarse por quitarse de la guerra; y así por esta vía se ha consumido la tercia parte de los que en este reino militaban, y va en tanto aumento, o por mejor decir desorden, que entiendo en breve tiempo habrá más clérigos que legos; y es justo Vuestra Majestad sea servido mandar se remedie porque, aunque ha hecho instancia, no basta»190.

Pero esta facilidad para conferir las órdenes del sacerdocio, según aparece en otros documentos de la época, había ido mucho más lejos todavía. En 1582 se hallaba en Lima el padre dominicano fray Cristóbal Núñez, encargado, como se recordará, de gestionar por la revocación de la ordenanza denominada «tasa de Gamboa». En uno de los memoriales que presentó al virrey del Perú, comienza por estas palabras: «El obispo de Santiago de Chile (Medellín) por sus muchos años y vejez, es muy fácil en muchas cosas contra la conciencia. En especial, ha tenido mucha rotura en ordenar mestizos; y a lo que se platica y yo he visto,   -121-   el uno es indio, y dos son muy ignorantes porque no saben leer ni han estudiado. Y lo mismo ha ordenado a criollos y otra gente de Castilla, que son en público muy faltos de ciencia y de vita et moribus, a los cuales luego provee en curazgos de indios». Fray Cristóbal Núñez continúa exponiendo la relajación de las costumbres del clero, el abandono de los intereses puramente religiosos, y la intervención de los curas doctrineros en los negocios de encomiendas con el carácter de administradores o de factores de los encomenderos191. Estos denuncios dieron origen a diversas providencias dictadas por el Rey para corregir aquellos abusos.

Si el elemento religioso no había podido ejercer influencia alguna para civilizar a los indios, ni tampoco había contribuido a morigerar a los españoles corrigiendo sus costumbres y reprimiendo los malos instintos de la soldadesca, servía, en cambio, para mantener viva la devoción que constituía uno de los rasgos distintivos del carácter nacional. Los habitantes de Chile podían ser acusados de cualquier delito y de cualquier vicio; pero no era posible poner en duda su fervor en el cumplimiento de las prácticas religiosas, ni su odio a los herejes, a los judíos y a los pretendidos brujos. Ellos supieron con vivo contento que en 1570 se había establecido en Lima el tribunal de la inquisición, encargado, como los tribunales análogos de España, de perseguir y castigar a los herejes y hechiceros. El cabildo de Santiago reconoció en su carácter público al representante oficial, o comisario de la Santa Inquisición, encargado de apresar y de remitir a Lima a los individuos sospechosos de herejía o de hechicería. Este cargo, tan odioso según las ideas de la civilización moderna, fue, sin embargo, muy codiciado durante toda la era colonial, y llegó a constituir un título de honor y de prestigio para el personaje que lo desempeñaba, y un timbre de gloria para su familia y para sus descendientes192.

  -122-  

Este espíritu de devoción se manifestaba todavía por otros hechos. Los colonos, resistentes al pago de cualquier impuesto civil, no oponían la menor dificultad a las contribuciones de carácter religioso. En 1509, el Papa Julio II había decretado en favor de los reyes de España la bula llamada de la Santa Cruzada, que otros pontífices completaron más tarde por disposiciones posteriores. Era un permiso acordado a los fieles para eximirse de la abstinencia de ciertos alimentos en los días de ayuno. El Rey gozaba del beneficio de vender a sus vasallos aquel permiso; pero estaba obligado a renovar la concesión pontificia cada seis años, y a invertir el producto de la venta de la bula en la guerra contra los infieles. Ya en 1529, Carlos V estuvo facultado por el Papa para vender la bula en América; pero no pudo establecerse con toda regularidad. Por fin, en 3 de marzo de 1573, Gregorio XIII extendió expresamente esa concesión a las Indias; y el monarca español, siempre a caza de recursos para reponer su exhausto tesoro, estableció en sus dominios de ultramar este nuevo ramo de entradas fiscales193. Las luchas interminables en que vivía envuelto contra los turcos, los   -123-   berberiscos y los protestantes, le permitían cumplir la condición impuesta por el Papa de invertir los productos de la bula en hacer la guerra a los infieles y a los herejes.

La bula se publicó por primera vez en Chile a fines de 1577. Hízose con este motivo una solemne procesión, los predicadores anunciaron desde el púlpito las gracias acordadas por el Papa a los que compraran la bula, y, enseguida, ésta fue distribuida a todos los habitantes, porque su adquisición era estrictamente obligatoria, y todos ellos, así españoles como indígenas, estaban en el deber de recibirla y de pagarla. «La predicación de la bula de la Santa Cruzada, escribía en esos días Rodrigo de Quiroga, se ha concluido en este reino; y a cargo del tesorero Valmaceda está la cobranza de las bulas que se han distribuido entre vecinos y moradores y naturales de estas provincias. Hele enviado a mandar que envíe todo el oro que hubiere recogido al tesorero que está en esa ciudad (Lima)»194. Este Gobernador no dice, sin embargo, en aquella comunicación a cuánto ascendieron las entradas que recibió el tesorero real por las primeras ventas de bulas.

La devoción de los colonos, tanto en Chile como en las demás provincias del Nuevo Mundo, era explotada también por otros procedimientos y por otras personas menos caracterizadas que el poderoso rey de España. Ciertos eclesiásticos o legos, que se daban el título de cuestores o demandantes, y a quienes el vulgo denominaba buleros, recorrían las ciudades y los campos, como había acostumbrado hacerse en la metrópoli y en los otros países de Europa, vendiendo bulas e indulgencias, exigiendo donativos para tal o cual iglesia, y recogiendo por estos medios beneficios considerables195. Seguíanse de aquí abusos y fraudes, a que Felipe II quiso poner remedio por las cédulas expedidas en 1571 y 1582 en que prohibía expresamente tales pedidos de los llamados cuestores, pero no habiéndose conseguido con ellos el remedio del mal, Felipe III daba en 2 de diciembre de 1609 órdenes más precisas todavía al virrey del Perú, marqués de Montesclaros. Desde entonces quedó prohibido el expender otras bulas que las que vendía el Rey, y el pedir limosna de ese orden sin un permiso expreso del soberano. Este permiso, sin embargo, se concedía con gran facilidad; y así hallamos más adelante numerosas reales cédulas en que el Rey autorizaba el recoger erogaciones en sus dominios de las Indias para construir iglesias, levantar altares o canonizar algún santo en España. Los colonos de América contribuyeron siempre generosamente para tales obras.

No existían aún en Chile las numerosas cofradías, ni tenían lugar las frecuentes procesiones y fiestas religiosas que se introdujeron más tarde bajo la iniciativa de los padres jesuitas; pero no faltaban tampoco las funciones de este orden. El cabildo de Santiago creía cumplir uno de los deberes de su institución disponiendo que se recogieran limosnas en la ciudad para que cada lunes se dijese en la catedral una misa por las ánimas del purgatorio, o designando capellán para que cada día se dijese misa en tal iglesia. Pocos meses más tarde, esa misma corporación acordaba «que porque viene cerca la cuaresma, los cabildos que se hubieren de hacer en la dicha cuaresma sean los jueves de cada semana en lugar de los   -124-   viernes», para que los capitulares pudiesen oír los sermones que se predicaban en estos últimos días196.

Esta acendrada devoción de todas las autoridades y de todos los pobladores de la colonia, no iba, sin embargo, hasta abandonar por un solo instante las prerrogativas y privilegios del Rey y del poder civil. Lejos de eso, tanto el Gobernador como los cabildos seculares defendían esos derechos con un tesón incontrastable. En 1582 debía celebrarse en Lima un concilio provincial autorizado por el Rey y convocado por el arzobispo Mogrovejo, canonizado por la iglesia con el nombre de Santo Toribio. Los dos obispos de Chile habían sido invitados como sufragáneos de la iglesia metropolitana de Lima, y se preparaban a partir para esa ciudad. El cabildo de Santiago, recordando las viejas prácticas españolas en casos análogos, acordó hacerse representar en el concilio, por cuanto «esta ciudad tiene pleitos en la dicha ciudad de los Reyes (Lima) que trata con el señor obispo y prebendados de esta ciudad sobre los diezmos y otras cosas»; y resolvió que cuatro individuos que debían ser tenidos por los hombres más ilustrados de Santiago, redactasen las instrucciones a que habían de someterse los representantes del Cabildo197. Un mes más tarde, daba su poder a los capitanes don Francisco de Irarrázabal y Gaspar Verdugo «para parecer en el santo concilio provincial, y en él pedir lo contenido en el dicho poder, y lo que a ellos les pareciere convenir a este Cabildo y ciudad»198.



Arriba
Anterior Indice Siguiente