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ArribaAbajoJosé E. Rodó

José Pedro Segundo



Conferencia pronunciada al iniciarse los cursos en el Instituto Normal de Señoritas, el 14 de mayo de 1917

Señoras; señores:

La desolación de un gran dolor inesperado y la plena conciencia de una pérdida que de hoy más no podrá ser reparada, nos obliga a poner una franja de crespón y de duelo en la reanudación de nuestras conversaciones pedagógicas. Pienso que dondequiera existan aulas en las que se adoctrine a la juventud para la contemplación de la inmarcesible Hermosura, no ha podido pasarse en silencio tan infausta desdicha; y la coyuntura casual de que no tenga voz, por una incidencia fortuita, la cátedra universitaria que él desempeñó e ilustró, refuerza, me parece, el deber de rendirle, de ahora, la justicia que a todos nos incumbe. Con la frente nublada en el capuz de esta enorme tristeza que en vano osamos disipar entre los lampos de su gloria; con el corazón desgarrado en la congoja de no haber podido recoger como un precioso don, su última voluntad, su último aliento; con la mente turbada ante el malogro de esta gran fuerza de belleza y de bien, aliada inevitable de toda justa empresa y todo noble empeño; ¡recojámonos tímidamente en la hermandad de este dolor universal y levantándonos a la noción de este desastre inopinado, lloremos sin consuelo, frente al ara desierta, no sólo la desaparición irrevocable de este magno pontífice que se nos va en una hora tan trágica de la historia del mundo, sino también el desconcierto de tantos adeptos que le reconocían por su mentor, y que esperaban con una fe celosa para, la nueva era que todos anhelamos, su palabra de reparación y de amor, por la vasta extensión de todo un continente!

No para los que le conocimos y le amamos, pero sí para la vulgaridad, ignara y torpe, ha sido menester que la muerte tocara con su dedo fatídico la envoltura terrena de José Enrique Rodó, para elevarnos a la cumplida consideración de su primiceria significación intelectual y moral. Pocas veces la naturaleza ha dado de sí una más completa contextura mental, un orden moral y estético más armonioso y puro, en el voltario azar con que reparte virtudes y defectos entre cuantos seres alberga la ancha esfera del mundo. Hombres ha habido, que gozaron de predicamento e influjo en los campos del arte y La historia de su tiempo y que, maravillosamente dotados para concitar la parte estética y sensible que hay en el instrumento del lenguaje, carecieron de ideas, o cuando las tuvieron, pensaron con la vulgaridad de todo el mundo; y a esta raza de espíritus, pertenecen escritores de tan glorioso fuste literario como Gautier o Víctor Hugo. Hombres ha habido, en estadios no iguales pero fronteros de estos mismos, y en los que ejercieron de consuno prestigio y valimiento, que, nacidos para barajar los conceptos o sistemas más soberanos y dispares, fueron capaces de exponerlos con propiedad y donosura, sin hallar nunca, empero, la forma de arte luminosa con que perduran en las claras glorias del mundo; y a esta casta de ingenios se asimilan pensadores de tan alto relieve intelectual como Montesquieu y Mme. de Stael. Hombre ha habido todavía, -esta nueva familia es necesaria-, a quienes actuando acaso, en planos menos eminentes, pero aún extraordinarios y gloriosos, les fue otorgado conciliar la expresión prestigiosa y rutilante con el pensamiento perdurable: pero cuyo vivir -hipócritas falaces- fue una total derogación de cuanto predicaron y exhibieron: esta laya de autores reconoce por antepasado remoto al gran Cayo Salustio, historiador de Roma, tan corto de escrúpulos morales como celoso en la sinceridad de juzgar. Y bien: José Enrique Rodó no perteneció a ninguna de estas familias de escritores; atesoró en su espíritu, concertándolas en inconfundible realce, las calidades y virtudes de esas tres maneras de ser: el pensamiento vasto y noble, el don del estilo primoroso, la rectitud indeficiente del pensamiento y de la acción; por modo tal que en las magnas exequias que todo un continente se apresta a tributarle el día en que volvamos a la tierra natal sus despojos queridos, será incompleto el homenaje si no le brindamos en él las triples ofrendas debidas al talento ideal, a la magistral aptitud que esculpe en formas eternas las ideas, y a la voluntad sin claudicación que es capaz de traducir generosamente en conducta tanta belleza y verdad tanta! Belleza que no finca en Verdad es deleznable; Verdad que no finca en el Bien nunca dura: ¡he ahí la inconmovible razón por la cual la obra entera de José Enrique Rodó tienen ya, a despecho de pasajeras apoteosis, la dureza y persistencia del mármol!

Artífice magnífico en una era como pocas soporosa y baldía del arte hispanoamericano, él quiso unir su nombre, desde el comienzo juvenil, a la empresa de rehabilitación del castellano arcaico para adaptarlo a la expresión de nuestra civilización contemporánea; y alcanzó el más alto galardón a que puede aspirar un escritor: logró formarse un estilo. Poseyó como nadie la noción personalísima de cuanto puede dar de plasticidad o eufonía, aparte su significado ideal, la sola forma del vocablo, junto con la pasión que, sin retorcimientos retóricos, acicala encarnizadamente las obras; y si de él puede decirse que no esgrimió jamás la pluma sino en cada ocasión que tuvo un pensamiento que comunicar, también ha de añadirse en justicia que no dio nunca tregua a su afán expresivo hasta no hallar a sus plantas rendidas y jadeantes, las palabras imperecederas en que se consuma de vez en vez y para la más grande gloria del arte, ¡el abrazo perpetuo del concepto cabal con las formas de la sempiterna Hermosura! ¡Ardua faena la suya y sólo condigna de tan esforzado paladín: no dejó día de sacrificar a su culto; no ideó concepto que no fuese entrañable; no escribió frase que no fuese obra estética! Nutrido a los pechos de la cultura francesa y clásica española, acaso y en el tiempo, aquella antes que ésta, pero sin salto brusco, pues de un principio venía como contenido en su espíritu todo lo que fue en su apogeo, pueden mostrarse dos períodos, me parece, o si no, dos maneras características de su quehacer literario, sólo del punto de vista de la forma desde las filigranas y morbideces verbales de «Rubén Darío» y «El que vendrá» hasta la perfección robusta e imponente de sus «Motivos de Proteo», en que acabó a la postre la viril y marmórea estructura de su estilo. Pero, en todas partes y ante todo, ¡qué señoría más asombrosa y cómo de real prosapia en lo hidalguesco, del léxico y la expresión literaria!, ¡qué cambio más estético, como de ajustarse a las oportunidades de asunto, público o lugar en el número, el ritmo, o el entono de la cláusula!, ¡qué concepción más pulcra y clara al mismo tiempo que más noble en el ideal filosófico o artístico!, ¡qué ahincado ardor, como desatentado y formidable, en el buril inquieto con que remata, en largas noches de ajetreo, el hallazgo de la forma absoluta e imperecedera! Porque José Enrique Rodó, a este respecto, es de los grandes creadores, como hay pocos: escritores para quienes el numen no es ya sólo la inspiración, con ser ésta en ellos generosa, sino la faena operosa del trabajador; forjadores tenaces cuya obra se muestra, por igual, como el resultado de la gracia divina y la constancia del operador: por eso cada frase o período, sin repetirse nunca, forma su propio estilo, para decir tan sólo lo que quiso expresar, y el adorno que los realza a cosa hermosa y firme, no se ajusta nunca de afuera, como gala obsoleta o chisme pegadizo: concepto y expresión surgen desde el comienzo del alma del artista, como en la criatura humana viene desde el nacer la piel unida al músculo. Pero «yo procedo del helenismo», apuntó él en cierta ocasión, refiriéndose a su filiación ideal: verdad igualmente aplicable en lo que respecta a su estilo, no sólo por su soberano conocimiento de todas las formas magistrales del arte, sino también por el ancho espacio concedido en su alma y su obra a la devoción por la Grecia inmortal. ¡Y así, en medio de aquella prosa poderosa, no por la pesadez, sino por la magnitud fuerte y recia, aparecen de vez en vez, no por azar de los aciertos inspirados, sino cuando su incontestado señorío del estilo lo consiente, esos trozos de mármol antiguo, por la pulcritud firme y tersa, que decoran, serenándolo, el lento aventurarse de la meditación por los más intrincados meandros del pensamiento y la especulación filosóficos y que recuerdan esos bajorelieves de la Hélade imperecedera que suele revelar dormidos siglos en la oscuridad de la tierra, la piqueta del labriego o del sabio, en una exhumación inesperada y triunfal!

En una obra original y como suya interesante y curiosa, apunta Emilio Faguet la observación que tengo por atinada y penetrante, que aún los grandes filósofos, al tiempo que exponen su sistema, no pueden menos que ofrecernos por la realidad de las cosas, la explicación de su temperamento o carácter, principio que cuadra igualmente a aquella progenie de espíritus que, como nuestro Rodó, se desdeñaron, acaso por sutilidad de inteligencia, de orear nuevas y vanas hipótesis metafísicas. Más que la especulación libre y pura, que yo no condeno, pues acaba siempre por ser el substratum y como la raíz de toda actividad grande y seria, antes importa para pueblos como los nuestros no definitivamente estructurados, una filosofía de la acción que, sin rehusarse alguna vez a excogitación sobre lo trascendente, no se encastille en fórmulas abstrusas ni herméticas ideologías. Con tal propensión de ánimo y ansioso por hallar en el objeto de su amor las perfecciones de su anhelo, Rodó miró en su torno, y solo halló inspiraciones fragmentarias en las vastas llanadas de América: volvió los ojos a su interior de gérmenes y lampos, y dio con que la clave del perfeccionamiento social no existe fuera del propio individuo. ¡Su fe estaba en sí mismo! Erigió en sistema, pues, las inclinaciones de su idiosincrasia personal, incorporando, de su experiencia y su saber, a la sustancia, de su espíritu, todo lo que era semejante a sí propio. El optimismo sano y fuerte que halla en la primera decepción, resorte y acicate para el redoblado ejercicio de la voluntad domeñadora; el cultivo ahincado de la personalidad, gobernado por este imprescriptible canon: el perfeccionamiento en el cambio de que fue él mismo un ejemplar tan elevado y típico; la creencia, fanática en la omnipotencia de la voluntad, fuerza de bien y enderezada al bien, principio que él sintió y adoptó después de expurgar de él cuanto tiene de disolvente y opresivo en la surgente original; la pasión entera de su patriotismo sudamericano, que él predicó a los vientos de América, en sus veinte años de magistratura continental; su culto sin desmayo, y sin el cual estos pueblos no serían más que muchedumbres, por los indeclinables intereses del espíritu, que él puso en una tarde inolvidable, bajo la égida inmarcesible de Ariel... tales son los postulados cardinales de su evangelio personal y social, ¡útil para todas las razas, presto para todas las latitudes, pronto para todos los hombres, apto para todos los tiempos! Acrisolado al rojo vivo, en la retorta ardiente de su personalidad y su acción, desde su cátedra de Montevideo, para él quiso buscar un adepto en cada joven de América; y si es cierto que podrían desentrañarse, en insignes ingenios, los componentes de su nuevo precipitado personal, Rodó concilió todo en la unidad de una doctrina más amplia, troquelándola en el cuño de su idiosincrasia espiritual, ¡y nadie se le allegará, entre cuantos ejercieron cura de almas o adoctrinaron a la multitud en este continente, ni en la significación de su enseñanza, ni en la persistencia, de la obra, ni en la unción apostólica de la predicación! En nuestras tierras vírgenes, nadie pugnó como él por la unidad moral de la América, enmarañada aún por antagonismos y marasmos; y en punto a esta obra prócera, Rodó complementa a Bolívar: a través de un siglo de distancia, ¡la centella de la espada del Libertador se trueca sin desmedro glorioso en el puro esplendor de la pluma de Ariel!

Pero en un instituto docente, como éste en que se alberga, hoy más que nunca desvanecida e incolora mi palabra de suyo tan insuficiente, el elogio de nuestro gran muerto sería incompleto, si no agregáramos todavía que fue, en la estricta plenitud de los términos, un grande hombre de bien. De su vasto comercio con cuantos escritores y sistemas han agitado el campo de las especulaciones ético-metafísicas, no trajo a la arena de su actividad y su conducta, el diletantismo ligero como fruto de tanta contradicción indeficiente o tanta estéril controversia, ni mucho menos el amaño vulgar de algunos espíritus sapientes, de excusar con una ciencia que saben, una moral que no cumplen. En la idiosincrasia personal, como en la dignidad de las ideas, como en los miramientos de su acción, ¡caballero de punta en blanco! Hizo el bien por el respeto a la ley moral; hízolo por generosidad de corazón; lo hizo por pulcritud aristocrática: todavía lo practicó por adhesión y reverencia a la misión de la que se sentía como el insustituible portavoz. Y persuadido de que el más grande acto del predicador es darse en holocausto de su propia doctrina, cuando la ocasión fue llegada, se entregó al sacrificio sin vacilación, desdeñando pretericiones e injusticias, en medio de la mediocridad pululante, ¡y sin que asomara a su labio la gota de hiel agria con que se venga habitualmente el alma limpia y noble de la torpe y reptante bajeza del mundo!

Tanta belleza y altitud en el pensamiento y en la acción aparejaron para José Enrique Rodó la dignidad de una verdadera magistratura continental. Desde el Méjico septentrional a este Río de la Plata, en que parecen avanzar hasta el corazón de todo un continente las aguas portadoras de la civilización occidental, una grande y frondosa vegetación intelectual ha brotado bajo la advocación de su palabra magnetizadora y de bien; y en las flores de arte, con que se exornan, aquí y allá, los vergeles de América, se reconoce de otra época a estos tiempos que corren, la savia nutricia, de su predicación. De años atrás y por el solo imperio de su obra, pues él no salió casi de su pueblo, todas las almas pensantes de Hispano-América, convergían a Montevideo como su centro, donde José Enrique Rodó presidía sin contestación el cenáculo de las superioridades del continente. De todas partes, homenajes; en todas partes, ditirambos; por todas partes, pleitesías. Él fallaba litigios estéticos, armaba caballeros del arte, descubría o suscitaba vocaciones adormidas. Y si es cierto que levantó más que otro alguno, el nombre de su pueblo natal a la altura de las demás naciones cultas del orbe, no es menos por eso, como Bello, Sarmiento o Martí, el ciudadano de la intelectualidad hispanoamericana; por manera que el día -y ha de llegar acaso pronto- en que todas las patrias de América, deponiendo rivalidades y prejuicios, se remonten a la consideración y homenaje de los hombres en que se expresó, con más noble resalte, la conciencia de todo el continente, el nombre de José Enrique Rodó, arraigado por siempre en el pensamiento general, encenderá en universidades y cenáculos los arrobos de la juventud, ¡y su culto preferirá, sobre otras glorias menos puras, en el panteón de las superioridades continentales!

En un periódico estudiantil y por tanto de los tiempos dichosos de la mocedad, invitando a los jóvenes de todo el continente para las labores definitivas y gloriosas, les decía yo una vez, tan lleno de fogoso entusiasmo como de impertinencia juvenil, que Próspero esperaba envejeciendo la fructificación de su enseñanza, en los campos por él señalados para la obra de aquella augural generación. ¡Muerto es ahora el irreemplazable Maestro!... ¡Está hueca y sin lumbre aquella noble frente, albergue acrisolado de tan altas ideas; está trozada y yerta aquella pluma prócera, mejor que muchas apta para, exaltar los arrequives del lenguaje; está mustia y sin savia aquella mano honrada, diestra más que otra alguna en enseñanzas, a una juventud ansiosa, el derrotero de las definitivas consagraciones! Mientras tanto son yermas las tierras que él marcó para el esfuerzo común, si por acaso no han brotado en su torno cardos, cizaña, ortigas... ¡Sólo la pampa gris y triste, triste y fría, fría rasa y desnuda, permanece inalterada y eterna, bajo un cielo inexorable y de plomo! ¿Será, por desventura, que todavía está todo por hacer?... Mordamos de una vez, con dolor y con rabia, la arista áspera y fuerte en que brotará luego, con agua de los ojos y polvo de los vientos, la cosecha futura; ¡no sea que el viejo enjuto y lívido, que es la fuerza inmanente que transforma las cosas en la suprema alegoría del autor, en un arranque airado, plante su pie cenceño sobre nuestra cerviz y oprima el cuello tímido hasta sangrar los labios en la esterilidad, pétrea y desnuda, de la imponente pampa de granito!