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ArribaAbajoDiscurso del doctor Rodolfo Mezzera, Ministro de Instrucción Pública

Señores:

Sólo la voluntad que realiza el bien es sólido fundamento de gloria; sólo de la inteligencia y nunca de la fuerza brutal, irradia luz y vida; sólo los hombres que han sido virtud, carácter, inteligencia, merecen el homenaje de los pueblos y el recuerdo de la posteridad decía Rodó frente al féretro por tantas razones glorioso de Juan Carlos Gómez, traído a la patria por la justicia histórica de un pueblo que supo valorar, exactamente, sus méritos de ciudadano esclarecido, y de luchador brillante, alguna vez sombreados por la diatriba o por la pasión. Sobre esa base triangular -agregaba-, no hay pedestal de estatua que no resista a todas las fuerzas de la tierra.

Frente a estos despojos mortales, traídos también de tierras extrañas, estremecidas aún por su último destello, puede afirmarse, mejor que en ningún otro caso, que se han reunido esas tres calidades básicas donde ha de asentarse sólidamente, por los siglos de los siglos, la estatua que recuerde su gloria y su arte.

Realizó el bien; irradió luz y vida de su inteligencia portentosa; fue virtuoso hasta en el detalle; tuvo firmeza de carácter en los días felices y en los reveses trágicos; tuvo la inteligencia de los poetas y de los filósofos, y porque así lo hizo y porque así lo fue, recibió durante su vida el homenaje de los pueblos y recibe ahora la austera consagración de la Historia y de la posteridad.

Pocas veces en la vida de nuestro pueblo, -y por qué no decirlo si es verdad-, pocas veces en la vida de los pueblos la muerte de un hombre provoca movimientos tan grandes, tan universales, tan espontáneos, tan llenos de intensa y vivida emoción como estos que rodean a nuestro ilustre muerto.

Es todo el pueblo uruguayo sin distingos banderizos, sin divergencias filosóficas, sin exclusiones de ninguna clase, que se concita y que se congrega para testimoniar su dolor frente a la tremenda injusticia que nos privó, -en plena florescencia de prodigio-, del espíritu cien veces heleno del maestro de idealismo de la juventud de América.

Son todos los pueblos de América, nuestros hermanos en esta gran patria colombiana, que llegan hasta nosotros con sus coronas de roble y de laurel y con su homenaje de reverencia y de dolor, son todos los pueblos del continente que dicen por boca de sus académicos y de sus oradores, su pensamiento colectivo, y demuestra cómo y hasta dónde la personalidad literaria y artística de Rodó había traspasado las fronteras de la patria, vibrando con la suave entonación de su dulzura infinita por sobre las pampas inmensas y por encima de los picachos, enhiestos, repetida como un eco lejano y sonoro encargado de infundirles un pensamiento y un ideal comunes.

Y no podía ser de otro modo. Cuando todas las naciones de América estaban ensimismadas frente a los problemas, cada día más inquietantes, de su desenvolvimiento y de su progreso; en momentos en que toda la humanidad tenía el pensamiento fijo en la determinación de los valores morales que debía incorporar al balance de un siglo agonizante para presentarlo al siglo nuevo como la herencia legada por los anteriores y enriquecida por el esfuerzo propio, una sola voz se dejó escuchar. Aquella voz, que fue suave y rítmica, mezcla primorosa de armonía y de sinfonía, salpicada por un incesante movimiento de alas en ansias de un vuelo, fue la voz de «Ariel» que llegaba para sacudir la inercia de la juventud americana, desconocida y aislada, permanentemente condenada a la inacción y a la rutina.

Ese llamado a la juventud de América, que tuvo la virtud de sacudirla y despertarla, es un monumento imperecedero, no sólo porque está tallado en una prosa impecable, sonora como una música, y de la que podría decirse que ha alcanzado las condiciones que Flaubert pedía para la propia: la de ser dura como el bronce y resplandeciente como el oro, sino, -en más alto grado-, porque es el primer gesto realizado en pro de la solidaridad de América, es la primera manifestación de americanismo, que completada y ampliada, parece haberse concretado ya en nuestros anhelos, en nuestros pensamientos, en nuestras orientaciones definitivas de la política internacional y hasta en los íntimos goces de nuestra afectividad y de nuestro sentimiento.

¿Quién se atrevería a negar que las páginas inmortales de «Ariel» han sido, en realidad, las estrofas de un verdadero himno de América? ¿Quién ignora que desde hace veinte años cada uno de sus párrafos ha sido repetido como un evangelio y enseñado, de generación en generación, como el más alto ideal a que puede aspirar la elevación moral del continente?

Esta faz de la vida de Rodó, -quizá la más eficaz y realizadora-, tiene que ser destacada a pleno sol, porque de ella deriva uno de los acontecimientos más trascendentales que registra la historia de los últimos años: la verdadera comunión espiritual de América.

La prédica de «Ariel» no fue como una de esas manifestaciones de arte que los hombres buscan para su deleite frente al cansancio o a la decepción. Fue brillante como una estrella y fecunda como semilla. En la perfección de sus líneas, en la finura de sus aristas, en la grandiosa concepción de sus ornatos, en los bajorelieves llenos de una real hermosura, el artista había depositado un gran poder comunicativo, una gran fuerza de simpatía, un acicate poderoso para sacudir la voluntad ajena en la tarea del ideal y del bien.

Y por eso fructificó de inmediato. Entre nosotros un joven de recia estructura moral y de una clarividencia luminosa realizó aquella prédica. Héctor Miranda, planeando y celebrando la primera reunión de la juventud estudiosa de América, acercando, en la realidad, a sus pueblos hasta entonces divididos por las murallas infranqueables de sus fronteras, concretó el pensamiento de «Ariel» y por eso pienso que sus dos nombres deben marchar, -en planos diferentes y con proyecciones distintas-, pero permanentemente unidos cuando se estudie y rastree los verdaderos orígenes de este movimiento intelectual y afectivo que desea hacer de América una fuerza constante y poderosa de idealismo honrado y realizador.

Sus dos nombres, -que figuran al frente de los dos centros encargados de repartir, entre nosotros, el provecho inapreciable de la enseñanza media-, tuvieron la virtud de apasionar, de convencer, de interesar al nuevo mundo.

Son dos ejemplos envidiables. La muerte del uno y sus rememoraciones aniversarias congrega un movimiento de los universitarios de América que glorifican en él al iniciador de los fraternos encuentros que al poner en contacto las diversas universidades y los representantes más esclarecidos de sus claustros, sellan definitivamente la configuración moral de una nueva fuerza que, tarde o temprano, pero seguramente, ha de pesar en las decisiones que orienten la marcha triunfal de la humanidad. La desaparición de Rodó, lleno de vida, con un amplio programa de ideas por delante, con una fuerte voluntad de trabajo, con un inmenso bagaje de bondad, con un dominio absoluto del arte del buen decir, provoca esta grandiosa manifestación sin antecedentes, inigualada, que desborda los límites de la patria y traza una diagonal de luto y de dolor en el continente colombiano.

Rodó, señores, obtuvo su reputación merced a esa obra. Alguien ha escrito en alguna parte que las reputaciones de los hombres son hijos tardíos del tiempo. Esa verdad se afianza frente a estas excepciones. La reputación indiscutible de nuestro gran prosador nació el mismo día, que se leyeron por vez primera los pensamientos de «Ariel», aplaudidos y celebrados con una unanimidad continental difícil de conseguir. Cada nueva producción de Rodó afianzó, para siempre, el prestigio alcanzado por «Ariel». A la verdad que para juzgarlo no se necesita escoger ningún trozo de su prosa inimitable. Puede abrirse a la casualidad cualquiera de sus libros, puede leerse cualquiera de sus discursos o cualquiera de esas producciones nerviosas, febricientes, ordenadas con urgencia por la presión poderosa de los acontecimientos de la vida diaria que no dejan mucho tiempo ni a la reflexión ni al arte, y en todas ellas se encontrará la profundidad del concepto, la perfección de la forma y la impecable justeza del adjetivo.

Es así como las estrofas musicales, y finas del gran Darío, que pudieran sospecharse hermosas gracias a un hábil mecanismo del lenguaje, no pierden su encanto y su deleite cuando son expresadas por la prosa también musical de Rodó; es así como las elucubraciones del político adquieren la serena gallardía de una obra de arte, en la que el escultor se hubiera esforzado en velar la severa rigidez del símbolo con la suave ondulación de la línea, es así como la inflexibilidad de sus ideas, sin ceder un palmo a las ideas ajenas, adquiere, en la suavidad de su lenguaje, siempre enérgico pero siempre respetuoso, la forma de una sagrada tolerancia.

Hablar de la tolerancia de este gran espíritu selecto, -a cuya consagración patriótica asistimos-, es tributarle el más grande y merecido homenaje.

Cuando un pueblo es capaz de una consagración tan espontánea, tan sentida, tan llena de corazón como esta, es porque es un pueblo capaz de sentir, de comprender, de realizar.

Sintamos, comprendamos y realicemos, que el ejemplo vivido de tolerancia está todavía frente a nosotros.

Si esta nuestra despedida fuera también como la de Próspero, el sello estampado en un convenio de sentimiento y de ideas, de un convenio que tuviera por único objeto el de tolerarnos, de respetarnos en nuestras virtudes y hasta en nuestros errores, habríamos levantado la estatua más imperecedera a que podría aspirar un filósofo-poeta, porque habríamos decretado días definitivos de ventura y de trabajo para la República.

Señores: - Señor embajador: El Consejo Nacional de Administración, que tuvo el honor de cumplir el mandato legislativo de repatriar, con los más grandes honores los restos de José Enrique Rodó, al entregarlos a la custodia de sus conciudadanos, los cubre con las flores de su admiración y de su respeto.