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811

Hay una razón de mucho fundamento para sostener que el error en las cualidades no anula el matrimonio, y es porque las cualidades por su naturaleza son cosa vaga e incierta, que no puede reducirse a número ni medida, v. gr., una mujer más o menos hermosa, más o menos rica, noble, honesta, etc. La posesión de alguna de estas cualidades en grado más o menos alto, parece que no es causa bastante para fijar el ánimo del sujeto; el Derecho, además, no puede dar valor a estas consideraciones, que mira como muy secundarias e indeterminadas, porque en tal caso habría lugar a la nulidad de casi todos los matrimonios, por un concepto u otro, diciendo los interesados que se habían engañado. Sobre todo, los contrayentes pueden tomarse todo el tiempo necesario para enterarse de cuanto pueda interesarles en lo relativo a su unión, procediendo con la prudencia y detenimiento que requiere un asunto de tanta importancia. Nada de esto tiene lugar cuando se trata del error acerca de la persona.

 

812

Inocencio III, cap. 3.º, de Bapt., viene a reconocer la distinción de actos nulos ipso jure y actos rescindibles, porque dice que el bautismo conferido por fuerza no produce ningún efecto, y que el bautizado por miedo queda realmente bautizado.

 

813

El resolver si el miedo ha sido grave o leve, será en algunas ocasiones muy difícil. En todo caso, el juez deberá tener presente el sexo, la edad, el estado de salud, la condición moral y todas cuantas circunstancias puedan influir sobre la sensibilidad. En cuanto a las causas que puedan producir el miedo, algunos autores las reducen al siguiente verso: stupri sive status, verberis atque noecis, aunque sin excluir otras del mismo género, entre las cuales deben mencionarse expresamente la mutilación de algún miembro, larga prisión, pérdida de honor y bienes, tormento considerable, etc. Debe notarse que no es necesario que el miedo se imponga siempre a la persona que ha de contraer el matrimonio, pues bastará que amenace alguno de los males referidos al padre, madre, hermanos, etc.

 

814

Sería miedo impuesto por la naturaleza si se casase uno con la que era su concubina por miedo de perecer en un naufragio o tempestad, o creyendo que su cónyuge le libertaría de los peligros de la guerra, peste, etc.

 

815

Conc. Trid., ses. 24, de Sacram. matrim., cap. 3.º, 4.º, 9.º, y 12. La bula Auctorem fidei declaró también como herética y subversiva la proposición 59 del concilio de Pistoya, en la que se afirma ad supremam civilem potestatem dumtaxat originarie spectare contractus matrimonii apponere impedimenta ejus generis, quae ipsum nullum reddant, dicunturque dirimentia; quasi Ecclesia non semper potuerit in christianorum. matrimoniis; jure proprio impedimenta constituere, quae matrimonium non solum impediant, sed et nullum reddant quoad vinculum, quibus christiani obstricti teneantur, etiam in terris infidelium, in eisque dispensare, eversiva, haeretica.

 

816

Es verdad que Jesucristo, que había dicho que su reino no era de este mundo, no quitó a los príncipes ninguno de sus legítimos derechos; tampoco abdicaron estos la facultad de arreglar un punto de la legislación que les había correspondido siempre, y que llenaba una buena parte de sus códigos: pero la Iglesia no podía tolerar que un asunto de tanta importancia como el matrimonio estuviese envuelto en las supersticiones del gentilismo. Por eso desde luego trate de influir sobre el ánimo de los cristianos, a los cuales se les puso en la alternativa de seguir las leyes de la conciencia conforme a los preceptos de la nueva religión, o de continuar viviendo en la inmoralidad y corrupción, a la sombra y bajo la protección de las leyes seculares. Al principio las leyes eclesiásticas no afectaban al vínculo conyugal ni a la legitimidad de los hijos y demás efectos civiles; es decir, que los matrimonios que eran nulos en el fuero de la conciencia, continuaban válidos a los ojos de la ley; pero cuando más adelante se establecieron relaciones más íntimas entre la Iglesia y el Estado, se fue viendo la influencia de la legislación eclesiástica sobre la civil, hasta llegar a declarar nulos los matrimonios que no se hubieran celebrado con arreglo a la legislación canónica.

No es fácil fijar con precisión la época en que la Iglesia se hizo dueña del Derecho Matrimonial cristiano, con entera exclusión de autoridad pública secular, porque como no fue efecto, ni de la abdicación por parte de ésta, ni de un decreto general por parte de la Iglesia, tuvo que ser obra del tiempo y de la influencia que insensiblemente fuese adquiriendo la sociedad eclesiástica sobre la sociedad temporal. Cavalario, hablando de esto, Inst. jur. can., parte 2.ª, cap. 28, párrafo 4.º, dice: «quod jus saeculo VI coepit, inde sensim crevit, et saeculo XII, per integrum Occidentem receptum erat.» Con cuya doctrina viene también a estar de acuerdo el canonista alemán Walter, Manual del Derecho eclesiástico, pár. 289: «No tuvo, dice, el Derecho Matrimonial cristiano influjo alguno en la legislación civil, que siguió su dirección pagana aún después de convertirse al Cristianismo los emperadores. La Iglesia no llegó a la época de libertad y fuerza completas sino entre los pueblos germánicos recién convertidos, y si bien no alcanzó por de pronto a dar preponderancia a su Derecho Matrimonial sobre las costumbres nacionales que lo repugnaban, consiguió ponerle en vigor paulatinamente, y con ayuda de decretos de los concilios y dietas. Desde entonces la legislación matrimonial se hizo mixta, al modo que la constitución lo era; fijó la Iglesia las reglas necesarias, y el poder secular las dio expresa o tácitamente fuerza de leyes civiles.»

La Iglesia acepta de buena gana, y por su parte pone en ejecución las prescripciones del Derecho Civil que no están en contradicción con el Derecho Canónico; así sucede respecto de las leyes de España, que prohíben, bajo severas penas temporales, los matrimonios de los hijos de familia sin el consentimiento paterno, y el de ciertas personas sin preceder Real licencia; pero la Iglesia, por justas causas, no llega hasta declarar nulos estos matrimonios; por manera que, aunque a primera vista parece que hay contradicción entre unas y otras leyes, no la hay realmente, porque ambas los prohíben y detestan, sólo que unas avanzan más que otras en cuanto a las consecuencias de la prohibición. Los que sostienen que todavía tienen los príncipes la facultad de establecer impedimentos dirimentes, dicen que está en su mano que haya o no sacramento, que es la causa por la cual está reservado a la Iglesia este derecho; porque destruyendo el contrato civil, lo cual pueden muy bien hacer los príncipes, se quita la base sobre que edifica la Iglesia, porque Jesucristo elevó el contrato matrimonial a la dignidad de Sacramento, y no habiendo causa no puede haber efecto. Pero debe notarse que en el matrimonio puede distinguirse el contrato natural y el contrato civil, y aunque el príncipe puede hacer que no haya contrato civil, no podrá destruir nunca el contrato natural, el cual puede ser la materia del sacramento, que debe ser siempre una, y no lo sería si la materia del sacramento fuese el contrato civil, que puede variar según la legislación de cada pueblo. Puede verso a Devoti, lib. II, tít. II, sección 9.ª, pár. 116 y su nota.

 

817

Los decretalistas generalmente reducen todos los impedimentos dirimentes a los contenidos en los siguientes versos:

Error, conditio, votum, cognatio, crimen,

cultus disparitas, vis, ordo, ligamen, honestas

si sit affinis, si forte cohire nequivit

raptave sit mulier, nec parti reddita tutae,

si parochi et duplicis dessit praesentia testis.

Berardi destina un pequeño capítulo en su obra Comment, in jus ecclesiast. universum, tomo III, disert. 4.ª, quaest. 1.ª, para manifestar que se omiten algunos impedimentos, como la falta de edad, la falta de consentimiento en los locos, furiosos, etc., y la condición torpe contra la substancia del matrimonio; y además, con su severa crítica prueba que hay redundancia, como poner la condición servil que puede reducirse al error acerca de la persona, y también ambigüedad, como en el voto, que lo mismo puede ser solemne que simple, y la disparidad de cultos, que, según los casos, puede ser impedimento impediente o dirimente. De todos modos, estos malos versos servirán siempre para conservar más fácilmente en la memoria casi todos los impedimentos, siendo después sencillo a los escolares fijar con más precisión las ideas que pudieran parecer ambiguas o un tanto inexactas.

 

818

El rapto de seducción no supone fuerza en la persona robada, pero sí en sus padres o tutores.

 

819

Hasta la época de Justiniano, el raptor podía contraer matrimonio con la robada, con tal que ésta no estuviese desposada con otro y prestase libremente su consentimiento. Este emperador impuso penal capital a los raptores de vírgenes, determinando al mismo tiempo que jamás pudiesen contraer matrimonio, y que éste fuese nulo, aunque la robada consintiese: L. unic., Cód. de raptu virg. La Iglesia aceptó esta legislación, la cual estuvo vigente hasta el siglo X, que principió a relajarse con motivo de los muchos raptos que se cometían a la sombra de los pequeños señoríos feudales; después Graciano introdujo en su decreto un canon, el 8.º de la causa 36, quaest. 2.ª, que supuso ser de San Jerónimo, según el cual se consideraba válido el matrimonio entre el raptor y la robada, en consintiendo ésta, cuya doctrina se consignó después terminantemente en las decreles, cap. 6.º y 7.º, de Raptor. Además de la nulidad del matrimonio entre el raptor y la robada, quedan excomulgados ipso jure, y perpetuamente infames, los que hubiesen dado consejo, auxilio o favor, siendo también incapaces de toda dignidad y degradados si fuesen clérigos: Conc. Trid., ses. 24, de Reform. matrim., cap. 6.º

 

820

El rapto puede ser también del hombre por la mujer, cuyo caso, aunque raro, no deja de estar comprendido en el espíritu de la legislación civil y eclesiástica.