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Cap. 6.º, 10 y 11, de Despons. impub.

 

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Caps. 9.º y 11, íd. También puede el romano pontífice dispensar a los impúberes incapaces de consumar el matrimonio, pero que tienen ya bastante conocimiento para comprender la naturaleza del acto y la extensión de las obligaciones conyugales. Constit. Magna nobis, de Benedicto XIV. Ya en las decretales, cap. 2.º, de Despons. impub., se dispuso que puede tolerarse la unión de los impúberos cum urgentissima necessitas interveniat utpote pro bono pacis, cuyo canon, tomado de Graciano, causa 30, quaest. 2.ª, can. 1, aunque es apócrifo según Berardi, ya forma regla de observancia, por estar incorporado en el cuerpo del Derecho.

Según la ley Papia Popea, las mujeres en cumpliendo cincuenta años, y los hombres sesenta, no podían contraer matrimonio; pero bien sabida es la situación de Roma en los tiempos de Augusto, y el espíritu que prevaleció en la redacción de esta ley, la cual, en cuanto a este particular, fue abolida más adelante por Justiniano, cuando el Cristianismo llegó a ejercer su benéfica influencia sobre las instituciones seculares. La Iglesia, pues, siempre reconoció como válido el matrimonio entre personas ancianas, porque aunque fuese inútil para la generación, podría ser un remedio contra la concupiscencia, como se dice en la causa 27, quaest. 1.ª, cap. 41, y servir al mismo tiempo para mutuo auxilio de la vida. También hay razones de mucho peso para autorizar los matrimonios que se celebren in articulo mortis.

 

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No debe confundirse la esterilidad con la impotencia; aquélla no supone como ésta vicios de organización, porque los estériles consuman el matrimonio, y si a pesar de eso no hay generación, esto depende de causas que son desconocidas y que por tanto no pueden apreciarse.

 

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Si por Derecho Natural no estuviesen prohibidos los matrimonios entre hermanos, un principio de moralidad, y el buen orden y tranquilidad de las familias, debería hacer siempre imposible la unión de personas que han de vivir juntas en la edad de las pasiones.

 

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Antes de Teodosio el Grande no se prohibía entre los cristianos el matrimonio entre los primos carnales, según San Agustín, libro XV, de Civit. Dei, cap. 16. Entre los judíos y romanos tampoco se prohibía por los grados de parentesco, sino señalando las personas entre las cuales no se podía contraer. Conforme a esto se restableció en un concilio romano, a principios del siglo VIII (721), en el pontificado de Gregorio II, una ley del Levítico, según la cual se prohibía contraer matrimonio entre parientes: «Nullus homo ad proximam sanguinis sui accedat, et revelet turpitudinem ejus.» Levit., cap. 17, v. 6. Concebida la ley en términos tan vagos, naturalmente ocurrió la dificultad de señalar hasta dónde se extendía el parentesco, el cual al fin se fijó en el grado séptimo, dando una mala interpretación a unas palabras del jurisconsulto Julio Paulo, lib. IV, Sentent., tít. II, en las cuales no decía el jurisconsulto que el parentesco no llegase más allá del séptimo grado, sino que pasando de él, al pueden encontrarse los nombres, ni puede propagarse la vida más que a la séptima generación: «Quia ulterius per rerum naturam nec nomina inverini, nec vita succedentibus propagari potest.»

 

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El fraccionamiento de la Europa en pequeños reinos, y dentro de estos un sinnúmero de señoríos por el establecimiento del régimen feudal, trajo naturalmente consigo el aislamiento de los ciudadanos en estos pequeños círculos, la incomunicación con los demás, y hasta el odio y resentimiento muchas veces, como consecuencia de sus continuas guerras; una ley que tendiese a extender los vínculos de la sangre, y con ellos los de la fraternidad, dificultando los matrimonios en la propia comarca y obligando a los ciudadanos a buscar mujeres fuera de su parentela, no puede desconocerse que fue dictada con grande sabiduría, y que debió producir en aquellos tiempos muy felices resultados.

 

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Cap. 8.º, de Consang. Al hacer tan notable alteración en la disciplina, dice el concilio IV de Letrán: «Non debet reprehensibile judicari, si secundum varietatem temporum, statuta quamdoque varientur», fijando en seguida el cuarto grado inclusive, y dando para una determinación tan acertada una razón de tan poco fundamento, como que son cuatro los humores del cuerpo humano, los cuales constan de cuatro elementos.

 

828

Génes., cap. 2.º, v. 14.

 

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Inocencio III, en el concilio IV de Letrán, cap. 8.º de Consang. et affinit. Hasta esta época el impedimento de afinidad se extendía también, como el de consanguinidad, hasta el séptimo grado, y además se distinguía la afinidad de primero, segundo y tercer grado, de las cuales sólo quedó la primera. Puede verse a Cavalario, Institut. jur. can.

 

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Conc. Trid., ses. 24, cap. 4.º, de Reform. matrim.