Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


ArribaAbajo

La identidad del narrador de los «Paralipómenos» de «Pepita Jiménez»


José María Ruano de la Haza





Este trabajo comienza examinando la evidencia textual que existe en Pepita Jiménez contra el Deán como supuesto narrador de los Paralipómenos. Una vez que se ha descartado al Deán, se sugiere a otro personaje, mucho mejor calificado que él, como posible autor de esta sección. El carácter de este último personaje concuerda, en sus aspectos más esenciales, con el del narrador le los Paralipómenos, lo cual nos lleva a la conclusión de que, al parecer, la intención de Valera era contar esta parte de la historia desde su punto de vista. Excepto que la intención de Valera, según está expresada en el Prólogo a la cuarta edición de su novela, era aparentemente bien diferente. Esto nos conduce inevitablemente a una consideración del problema de la divergencia entre intención y ejecución, y a una serie de reflexiones sobre las leyes inalterables de la técnica narrativa que gobiernan e influyen a todo autor.

La cuestión de la identidad del narrador de la sección más larga de Pepita Jiménez, la presentada bajo el epígrafe bíblico de Paralipómenos, ha sido someramente discutida, para ser inmediatamente después rechazada, no sólo por los críticos de la novela, sino por su propio autor. La mayoría de los críticos, Montesinos entre ellos1, ha cerrado los ojos ante el problema, aceptando la autoría del Deán sin comentarios. Otros lo han resuelto llamando al Deán el supuesto o probable narrador2. Un tercer grupo declara que hay en Pepita Jiménez «una falta de respeto por la novela»3, con lo cual parece negarse la integridad artística de su autor. Otra solución, la adoptada por James Whiston en su excelente Guía Crítica, consiste en otorgar la autoría al Deán, pero con la advertencia de que el editor, responsable de la publicación del legajo, ha intervenido en su composición, ora interpolando comentarios propios, ora omitiendo pasajes del original4. De esta forma, lo que parezca impropio del Deán en los Paralipómenos siempre puede ser atribuido al editor. De hecho, según Whiston, la cuestión de la autoría de esta sección es realmente un «non-problem»5. Yo disto mucho de compartir esta opinión. Cualquier información sobre el narrador de una novela es importante para el lector, pero sobre todo en Pepita Jiménez. Si, como el mismo crítico afirma, «the use of the point of view in Pepita... aids both the ironic and the harmonic intention of the work»6, entonces la determinación de la identidad del narrador de casi la mitad del libro se convierte en una cuestión de importancia capital. Si no sabemos quién narra, ¿cómo hemos de captar en toda su riqueza y en todos sus matices la ironía de su comentario? Si el autor de los Paralipómenos resultase ser la misma Pepita en vez del Deán, ¿no alteraría esta información nuestra apreciación de la narración? Por otro lado, el problema de la autoría de esta sección adquiere todavía mayor importancia si nos detenemos a considerar que no se trata simplemente de establecer quién es el emisor del mensaje contenido en los Paralipómenos, sino, más fundamentalmente, quién es su destinatario interno. Si el Deán es el emisor, ¿quién es el destinatario? ¿El público en general? Pero el editor del documento nos da a entender que el Deán jamás tuvo intención de publicarlo, como en realidad debe ser verdad, ya que el legajo no fue dado a luz hasta que cayó en sus manos. El problema de la autoría de los Paralipómenos no puede ser pasado por alto. Además que, como veremos, existen en el relato suficientes datos para que el lector atento pueda encontrarle una solución.

Al texto de Pepita Jiménez contribuyen como mínimo cuatro personas: Luis Vargas, autor de las Cartas de mi sobrino; su padre, que compone las Cartas de mi hermano del Epílogo y una carta larga incluida hacia el final de los Paralipómenos; el Deán, del cual conocemos con certeza una nota-comentario a los Paralipómenos y una carta a su hermano; y el editor, responsable de la publicación del legajo y autor de una serie de pasajes interpolados en los Paralipómenos y en el Epílogo. Estos son los cuatro escritores identificables dentro de la obra. Además de ellos, o entre ellos, se encuentra el narrador de los Paralipómenos.

Al comienzo de la obra el editor declara que originalmente él creyó que todo era composición novelesca del Deán, ya que todo «está escrito de una misma letra» (3)7. Poco después, sin embargo, afirma que se inclina a creer «que no hay tal novela, sino que las cartas son copia de verdaderas cartas, que el señor Deán rasgó, quemó o devolvió a sus dueños, y que la parte narrativa, designada con el título bíblico de Paralipómenos, es la sola obra del señor Deán, a fin de completar el cuadro con sucesos que las cartas no refieren» (4). Así queda la cuestión hasta que, mediados los Paralipómenos, el editor vuelve a intervenir para implantar en la mente del lector nuevas dudas acerca de la autoría de esta sección. Los pasajes que acabamos de leer, nos dice, son demasiado escabrosos, impropios de un sacerdote: «...dudo de que el señor Deán, cuya rigidez sé de buena tinta, haya gastado la de su tintero en escribir lo que el lector habrá leído» (179). Pero a continuación declara que no hay tal problema ya que «no hay bastante razón para negar que sea el señor Deán el autor de los Paralipómenos». Y continúa, «la duda queda en pie, porque en el fondo nada hay en ellos que se oponga a la verdad católica ni a la moral cristiana» (ibidem). Poco después, sin embargo, se le ocurre otro reparo: «dos o tres amigos míos discretos», nos comunica, han comentado «que el señor Deán, a ser el autor, hubiera referido los sucesos de otro modo, diciendo mi sobrino al hablar de D. Luis...». Nueva objeción, esta vez estilística, si la otra fue moral o de contenido, que es inmediatamente rechazada por el editor. El Deán hizo bien en ocultar su nombre, nos asegura, «porque los poetas épicos y los historiadores, que deben servir de modelo, no dicen yo aunque hablen de ellos mismos...» (180), y cita a Jenofonte en apoyo de este aserto.

El editor, por tanto, se da cuenta de que existe un problema, un problema de verosimilitud; pero en vez de resolverlo se limita a dejar en la mente del lector la duda. Es común en la novela decimonónica que un narrador insista en la falta de verosimilitud de lo que está contando con la intención de que el lector acepte su autenticidad, como, por ejemplo, hace Balzac en el capítulo III de su Eugénie Grandet. En Pepita Jiménez, sin embargo, el uso convencional de este recurso literario tiene como resultado no la aceptación incondicional de la veracidad de lo contado, sino por el contrario, un profundo escepticismo, que podrá ser temporalmente reprimido pero nunca totalmente eliminado. Las causas de este escepticismo hay que buscarlas no sólo en las razones aducidas por el editor, sino en otras de muchísimo más peso que el editor calla. Examinemos algunas de las más importantes.

En primer lugar está el hecho incontrovertible de que hace años, doce o más, que el Deán no ha visitado el pueblo de Luis. Por cuestiones de orgullo, tampoco asiste a la boda de su sobrino, y, como indica la serie de cartas que recibe de su hermano, reproducidas en la sección final del libro, no vuelve al pueblo en cuatro años después de este acontecimiento. Esta es la razón, claro, por la que Luis se ve en la necesidad de explicarle con bastante detalle la fisionomía y características de los personajes más importantes del relato. Ahora, si el Deán no ha visitado el pueblo en dieciséis años, ¿cómo es posible que pueda hablar, con la autoridad que habla el narrador de los Paralipómenos, de Pepita, una niña de ocho o nueve años cuando él se marchó, o del conde de Genazahar, o de Currito, o de los socios del Casino, lugar que por su posición seguramente no habría visitado en su vida? Si aceptamos, como el editor acepta, la realidad de las cartas de Luis, tendremos que preguntarnos cómo es posible que, sin conocer personalmente a Pepita, pudiese el Deán recrear en los Paralipómenos un personaje que se pareciese y que al mismo tiempo complementase al descrito por su sobrino. Al ser descrita por dos narradores desde distintas perspectivas, la figura de Pepita adquiere una autonomía cuya realidad dentro de la ficción no puede haber sido forjada unilateralmente por uno de estos narradores.

Pero Valera tenía ciertas ideas sobre el arte de novelar que quizá pudiesen salvar el obstáculo de la ignorancia del señor Deán. Según Whiston, Valera quiere dejar a sus lectores suspendidos entre la verdad documental del relato y el poder imaginativo del narrador8. Valera pretende querer convencernos de la verdad histórica de los sucesos y al mismo tiempo hacer que admiremos la fantasía y la imaginación del narrador. El Deán no conoce a Pepita, a Currito, ni a muchos otros personajes del pueblo mencionados en los Paralipómenos, pero ha oído hablar de ellos, sabe que existen a través de las cartas de su sobrino y las de su hermano. Basándose en estos datos podría, ayudado de su imaginación poética, haber compuesto los Paralipómenos. Esto negaría autenticidad histórica al relato, pero no la autoría al Deán. Es parecido a lo que Valera hace en Genio y figura. El editor de esta obra, habiendo descubierto las limitaciones de un modo narrativo que se atiene a los simples hechos históricos, declara:

Esto me hace pensar que el método con que hasta ahora voy escribiendo esta narración, más que de novela, es propio de historia. Y como la historia, por falta de testigos, documentos justificativos y otras pruebas, quedaría en no pocas interioridades incompleta y oscura, voy en adelante a prescindir del método histórico y a seguir el método novelesco, penetrando, con auxilio del numen que inspira a los novelistas, si logro que también me inspire, así en el alma de los personajes como en los más apartados sitios donde ellos viven, sin atenerme sólo a lo que el vizconde o yo podríamos averiguar vulgar y humanamente9.


Por tanto, el hecho de que el Deán no conociera personalmente a algunos de los protagonistas no le descalificaría automáticamente como narrador, ya que no podría haber tenido recurso a su numen poético. Su ignorancia hace improbable que sea el autor de los Paralipómenos, pero no imposible.

Lo que le descalifica es ese principio inalterable de toda ficción: la verosimilitud, verosimilitud que no tiene nada que ver con el realismo de la historia, sino con esa coherencia interna, o unidad artística, con esa ilusión de la realidad del relato, sin la cual el novelista no podría interesar al lector. Todo arte depende de la ilusión de la realidad y sin esa ilusión una novela carecería de sentido10. Como dice Risco, el concepto actual de verosimilitud «no se apoya ya en el grado de fidelidad a lo real... sino en la mayor o menor coherencia interna [de la obra], en el valor de su propia literalidad... Es decir, una obra es verosímil si es comprensible»11. Y esto es precisamente lo que hubiera violado Valera, la comprensión del relato, de haber pretendido que el narrador de los Paralipómenos fuese el Deán. Veamos cómo.

La palabra Paralipómenos significa suplemento, y esta sección constituye un suplemento y conclusión de lo que ha sido narrado en las Cartas de mi sobrino. ¿A quién van dirigidas estas cartas? Al Deán, que de este modo se convierte en su destinatario. ¿Es entonces concebible que el destinatario componga para su propio uso un suplemento que explique y complemente la narración que acaba de leer? Si él quería saber la conclusión de las aventuras amorosas de su sobrino, ¿no hubiera sido más lógico que, en vez de inventarlas, pidiese a alguien que se las refiriese?

Otro aspecto formal de los Paralipómenos que carece de sentido si es examinado críticamente atañe a esas glosas y comentarios que, según el narrador, el Deán insertó en esta sección. Parece extraño que un autor glose o comente su propia narración, y aun más extraño que estos comentarios estén escritos en estilo tan diferente del resto de la narración. Como ya vimos, el editor contestó a la objeción de sus tres discretos amigos sobre el estilo impersonal adoptado en el relato diciendo que así era el estilo clásico. Sin embargo, la única nota del Deán que el editor decide reproducir en los Paralipómenos está escrita en la primera persona: «Esta mudanza de mi sobrino... etc.» (181). Clara indicación de que Valera, a través de su ficticio editor, estaba jugando con esta convención literaria es que, después de dedicar dos páginas enteras a la cuestión de si el Deán debiera o no debiera haber escrito «mi sobrino» al referirse a Luis, cometa esta contradicción.

Pero es en lo que concierne a su personalidad donde el lector encuentra la objeción más importante contra el Deán como autor de los Paralipómenos. Poco sabemos de su carácter directamente, pero las cartas de Luis, los comentarios del editor, y las cartas de D. Pedro, junto con la carta que él escribe a su hermano y su nota-comentario, nos permiten vislumbrar una personalidad muy diferente de la del narrador de los Paralipómenos. Luis es un narrador poco fidedigno, como demuestran las cartas a su tío y la opinión allí expresada sobre Pepita Jiménez, pero la imagen que presenta del Deán no puede estar muy apartada de la realidad, ya que concuerda en sus detalles principales con la presentada por el mismo Deán en sus escritos autenticados, y con las opiniones expresadas por su propio hermano y por el editor. Según emerge de sus cartas, el Deán, rector del Seminario donde él ha estado estudiando desde que tenía diez años, es un hombre severo, disciplinario, de gran educación y ávido lector, sobre todo de libros religiosos y clásicos. Lo del método de educación que empleó con él, quizá haya que tomarlo con el proverbial grano de sal. Según Luis, este método es «el de aquellos que, valerosamente y no bien llegado el discípulo a la edad de la razón, y salva la delicadeza del pudor, le muestran el mal en toda su fealdad horrible...» (16). Si el Deán ha mostrado el mal a Luis ha sido solamente en sentido teórico. La idea que tiene Luis del mal es claramente intelectual y literaria, como seguramente es la del Deán.

Pero, en general, la imagen que formamos del Deán es bastante precisa, e incompatible con la mayor parte de las ideas, opiniones y actitudes del narrador de los Paralipómenos. Los comentarios de este sobre el concepto de la suerte: «Por lo general, los hombres solemos ser juguetes de las circunstancias» (123) parecen impropios de un sacerdote. La sensualidad de ciertos pasajes, mencionada por el editor y también por varios críticos (Montesinos12 opina que no hay en la obra de Valera pasaje alguno que pueda compararse en sensualidad al que describe las emociones de Luis antes de acudir a la cita con Pepita), se encuentra en desacuerdo con los consejos que da a Luis en sus cartas. Según Luis, el Deán le ha citado al Apóstol y a los santos Padres y Doctores de la Iglesia para prevenirle contra la tentación que representan las mujeres (56). El pasaje de San Juan Crisóstomo que Luis cita (57) ha sido claramente implantado en su mente por el Deán. Para que olvide a Pepita, el Deán le recomienda que piense en la muerte, «no en la de esta mujer», añade Luis, «sino en la mía. Me recomienda V. que piense en lo inestable, en lo inseguro de nuestra existencia y en lo que hay más allá» (87). Palabras perfectamente en consonancia con el carácter del director de un Seminario, pero que distan mucho de estarlo con el canto a la vida, a la naturaleza y al amor profano que detectamos en los Paralipómenos.

Como ha sido notado por Robert E. Lott, la escena de la seducción de Luis contiene una parodia religiosa, que raya en burla irreverente, de la unión mística del alma con Cristo, junto con una analogía de las siete moradas de Santa Teresa13. ¿Es concebible que el Deán se propusiese sugerir tal analogía? Pero este no es un caso aislado. Irreverencias de este tipo abundan en los Paralipómenos. Por ejemplo, aludiendo a la responsabilidad de que Luis se negase a huir con Pepita, el narrador comenta que eso hubiese sido «algo tan monstruoso y sin entrañas como si cuando Ruth se acostó a los pies de Booz, diciéndole: ‘Soy tu esclava; extiende tu capa sobre tu sierva’, Booz le hubiera dado un puntapié y la hubiera mandado a paseo» (184).

Las opiniones que sobre el carácter de Pepita expresa el Deán en los únicos documentos autenticados que poseemos de él, la carta a su hermano y la nota-comentario a los Paralipómenos, también difieren marcadamente de las expresadas por el narrador. El Deán, por ejemplo, cree que Pepita es «cierta viudita, guapa, traviesa y coquetísima... de la piel de Barrabás» (198), que se ha empeñado en conquistar y engatusar a su inocente sobrino. Que esta es verdaderamente la opinión del Deán lo confirma Luis en sus cartas al referirse a «los consejos y prudentes amonestaciones» que le dirige su tío previniéndole contra las añagazas de la viuda. «Suspicacia», «recelos», «rudas sospechas», «reticencias» son palabras que Luis emplea para calificar los temores y los avisos del Deán contra la tentación que representa Pepita14. Esta imagen de una Pepita calculadora, embaidora, que está enredando con premeditación al pobre seminarista contrasta con las opiniones expresadas por el narrador de los Paralipómenos. Por ejemplo, el narrador nos dice que «Pepita, aunque elegante de suyo, era una criatura muy a lo natural, y en quien no cabían la compostura disimulada y toda la circunspección que en el gran mundo se estilan» (174). Y poco después, aludiendo a la seducción de Luis, añade que Pepita «hizo severo examen de conciencia, y, reconociendo que ella no había puesto ni malicia ni premeditación en nada, y que cuanto hizo nació de un amor irresistible y de nobles impulsos, consideró que D. Luis no podría menospreciarla nunca» (175).

En su Guía Crítica a Pepita Jiménez, James Whiston señala que la opinión del Deán sobre Pepita es parecida a la expresada por el editor (en la pág. 151), y que esta opinión del editor se parece a la manifestada por el narrador de los Paralipómenos (en la pág. 108)15. Si esto fuese verdad, quizá indicaría que el autor de los Paralipómenos era el Deán, pero examinando la evidencia cuidadosamente nos damos cuenta de que no es así. Lo que el narrador dice en la ocasión a que alude Whiston es: «Me quiere -dijo Pepita con un ligero y mal disimulado acento de satisfacción y de triunfo, que se alzaba por cima de su dolor y de sus escrúpulos». Whiston interpreta esta frase como evidencia de que el narrador pensaba, como el Deán y el editor, que Pepita era una mujer «somewhat calculating». Pero en esta frase el narrador no implica que el dolor o los escrúpulos de Pepita fuesen fingidos. Todo lo que dice es que su orgullo se alzó por cima de ellos. De que el narrador, a pesar de su opinión favorable de Pepita, piensa que ella es orgullosa no hay duda alguna; de lo que no existe evidencia es de que crea que también es calculadora. Las dos citas reproducidas arriba demuestran que su opinión de Pepita como mujer natural e impulsiva es diametralmente opuesta a la del Deán y a la del editor.

El tema de los Paralipómenos, que es el de la obra entera, es la fusión ideal del amor místico o espiritual y el humano16. Pero, para el Deán, las aventuras amorosas de Luis sólo significan un rebajamiento de su propio ideal: «Mi sobrino quiso de bóbilis-bóbilis ser varón perfecto y... ¡vean ustedes en lo que ha venido a parar! Lo que importa ahora es que sea un buen casado, y que, ya que no sirve para grandes cosas, sirva para lo pequeño y doméstico» (183). Claramente para el Deán el amor humano no es equiparente del místico-religioso. Para él, Luis es un fracasado que, incapaz de alcanzar la perfección, ha de conformarse con ser un casado más. Esta actitud, perfectamente comprensible en un hombre de la Iglesia, dista mucho de parecerse a la adoptada por el narrador de los Paralipómenos, para quien el triunfo de los instintos naturales de Luis representa la victoria de la vida sobre una vocación religiosa mal entendida17.

Podríamos aducir más razonamientos contra la autoría del Deán, pero los que preceden, junto con los que alegaremos después, bastan y sobran para convencernos de que, por su carácter, antecedente, posición social e ideas, el tío de Luis no puede ser seriamente considerado como posible narrador de la historia contada en los Paralipómenos. Pero si él no es el autor, ¿quién los compuso? ¿El mismo Valera? Pero al lector le resultaría muy difícil aceptar que el autor implícito se propusiese hacerle creer que su editor ficticio había descubierto un manuscrito escrito en parte por dos personajes ficticios y en parte por el autor real, Valera. ¿El editor ficticio? Pero él también ha de ser descartado, ya que no poseemos evidencia textual de que conociese a ninguno de los personajes de la historia, con la excepción del Deán, y como él mismo afirma, el narrador es «un sujeto perfectamente enterado de todo» (102). ¿Quién, pues, es el autor de los Paralipómenos? La primera indicación de su identidad, aparece, apropiadamente, en la primera frase de esta sección:

Nadie extrañó en el lugar la indisposición de Pepita, ni menos pensó en buscarle una causa que sólo nosotros, ella, D. Luis, el señor Deán y la discreta Antoñona sabemos hasta lo presente.


(102)                


El lector atento notará que en ese nosotros falta el nombre de un sujeto muy importante, quien, como descubrimos hacia el final de los Paralipómenos, estaba también «perfectamente enterado de todo»: Don Pedro, padre de Luis y hermano del Deán. ¿Es esta omisión descuido del editor, error del copista, o es que el nombre del padre no era necesario porque ya estaba incluido en ese nosotros que comprende al narrador y al lector? ¿Hay algo en los Paralipómenos que descalifique al padre como narrador? Absolutamente nada. Todas las objeciones que hemos formulado contra el Deán se desvanecen si consideramos a D. Pedro como posible autor de los Paralipómenos. Al contrario de lo que sucedía al Deán, él conocía bien a Pepita Jiménez y a los otros personajes de la novela. La detallada descripción del mobiliario de la casa de Pepita (104-105), que concuerda en sus detalles esenciales con la ofrecida por Luis (22-23), y por el mismo D. Pedro en sus escritos autenticados (213), es verosímil viniendo del padre, que conocía bien la casa, pero no del Deán, que jamás había estado allí, por mucha imaginación creadora que le concedamos.

La frase con que el editor introduce los Paralipómenos: «Nos quedaríamos, pues, sin averiguar el término que tuvieron estos amores... si un sujeto, perfectamente enterado de todo, no hubiese compuesto la relación que sigue», parece por tanto referirse al padre. Aquí no hemos de especular, como hicimos en el caso del Deán, sobre la posibilidad de que D. Pedro estuviese enterado de lo que estaba pasando; lo sabemos con seguridad. En la conversación del 27 de junio, D. Pedro dice a su hijo: «Yo sé punto por punto el progreso de tus amores con Pepita, desde hace más de dos meses; pero lo sé porque tu tío el Deán, a quien escribías tus impresiones, me lo ha participado todo» (197). El padre, como el narrador, conocía por tanto la primera parte del libro antes de empezar a escribir la segunda. Pero además, todas las conversaciones y reuniones secretas narradas en los Paralipómenos, las cuales, en buena ley, ni el Deán ni D. Pedro podían conocer, han sido comunicadas al padre por la fiel Antoñona. En su carta al Deán D. Pedro escribe: «Antoñona se entiende ya conmigo, y por ella sé que Pepita está muerta de amores...» (202). Y lo que no supo por boca de Antoñona se lo comunicaría la misma Pepita después de la boda. Antes de este acontecimiento, ella ya estaba dispuesta a hacerlo, como declara a Luis: «yo se lo diré todo a tu padre si tú no quieres atreverte» (175). El padre es verdaderamente un sujeto perfectamente enterado de todo.

Al contrario de la de su hermano, la opinión que D. Pedro expresa sobre Pepita en su carta autenticada al Deán concuerda con la del narrador de los Paralipómenos: «Pepita Jiménez... no es de la piel de Barrabás, como imaginas, sino una criatura remonísima, más bendita que los cielos y más apasionada que coqueta» (200). Como ya vimos, el narrador presenta a Pepita como una mujer natural, espontánea, aunque orgullosa. El orgullo de Pepita nunca es mencionado por el Deán en sus cartas autenticadas, pero sí por D. Pedro. Según Luis, su padre cree que «la culpa de los desvíos de Pepita... es sin duda su orgullo...» (25). Como advertimos en el curso de los Paralipómenos la opinión del padre es acertadísima, y concuerda además con la opinión de la misma Pepita, quien confiesa su orgullo al Vicario (26).

Otra característica de los Paralipómenos que señala al padre y nos convence de la imposibilidad de la autoría del Deán es la abundancia de chistes irreverentes que encontramos allí. Entre ellos destaca, como ya señalamos, la parodia de las moradas de Santa Teresa y del transporte místico en la escena de la seducción de Luis. Irreverencias de este tipo son, claro, impropias de un Deán, y especialmente del severo tío de Luis. Por el contrario, ellas son característica esencial de la personalidad del padre. Según Luis, «es tan bueno mi padre, que espero que V. le perdonará su lenguaje profano y sus chistes irreverentes» (68); y en otra ocasión confiesa que «me pesa en el alma de que mi padre sea así; de que hable con irreverencia y de burla de las cosas más serias...» (70). Un ejemplo de estas irreverencias lo encontramos en la conversación entre padre e hijo hacia el final de los Paralipómenos. Aludiendo a la noche de la víspera de San Juan, D. Pedro comenta: «El padre Vicario... se ha quedado turulato. Todavía está haciéndose cruces al considerar cuánto trabajaste en la viña del Señor en la noche del 23 al 24, y cuán variados y diversos fueron tus trabajos» (197). Otro ejemplo es suministrado por Luis en una de sus cartas al Deán. Su padre, escribe Luis, decía que él «también tenía mis horas canónicas en el cuartel de Guardias de Corps; el cigarro era el incensario, la baraja el libro de coro, y nunca me faltaban otras devociones y ejercicios más o menos espirituales» (73). Nada de esto quiere decir, sin embargo, que D. Pedro fuese ateo o anticlerical, pues como Luis dice «en el fondo mi padre es buen católico». Todo esto es perfectamente compatible con las ideas y el tono de los Paralipómenos.

Perfectamente en consonancia está también el ambiente voluptuoso y carnal que se respira en ciertos pasajes de esta sección. Todo lo que sabemos del pasado del padre nos indica que es un hombre sensual y apasionado. La descripción de las manos de Pepita sólo puede haber sido escrita por un hombre como él, que había estado enamorado de su hermosura: «Su blancura, su transparencia nítida, lo afilado de los dedos, lo sonrosado, pulido y brillante de las uñas de nácar, todo era para volver loco a cualquier hombre» (112). Estas últimas palabras son totalmente impropias en boca de un hombre de la Iglesia como el Deán.

En una de sus cartas al Deán, Luis escribe que su «padre ha leído muchos romances e historias...» (69); el narrador de los Paralipómenos demuestra bastante familiaridad con el romancero español, al que hace alusión en varias ocasiones (por ej. en 148 y 186). El mismo nombre del conde de Genazahar, inventado por el narrador, suena a morisco.

Los sentimientos que expresa Pepita al Vicario en la conversación que relata el narrador concuerdan con los del padre. Hablando de Luis, Pepita declara: «Yo... me le representaba galán, enamorado, olvidando a Dios por mí, consagrándome su vida... Yo anhelaba cometer un robo sacrílego. Soñaba con robársele a Dios y a su templo» (111). Estos sentimientos, que reflejan en cierto sentido las opiniones del narrador, ya que nadie pretende que sean reproducción fiel de los expresados por Pepita, se asemejan a los manifestados por el padre en su carta al Deán: «Me decido a conspirar contra su vocación» (201).

Las referencias clásicas del narrador (por ejemplo en 117) tampoco descalificarían al padre, quien en sus cartas autenticadas al Deán exhibe un conocimiento detallado de la mitología clásica. Es más, el narrador (en 184-185) y el padre en una de sus cartas al Deán (211) utilizan el mismo ejemplo de Filemón y Baucis para aludir a la felicidad conyugal de Luis y Pepita.

Comentando el inicio del diálogo entre Luis y Pepita, el narrador escribe que «los hombres, no ya novicios, sino hasta experimentados y curtidos en estos diálogos, suelen incurrir en tonterías al empezar» (155). Quién mejor que el experimentado y curtido D. Pedro para hacer una observación de este tipo, la cual sería inconcebible en la boca del Deán. Este mismo diálogo entre Luis y Pepita exhibe un conocimiento de la psicología femenina más propia del padre que del Deán. Finalmente, el narrador justifica y condona la decisión tomada por Luis de castigar al ofensor de Pepita, una decisión que endorsa el padre pero que el tío, como buen sacerdote, tendría que reprobar.

Según Jonathan Culler, «even when there is no narrator who describes himself [in a novel] we can explain almost any aspect of a text by postulating a narrator whose character the elements in question are designed to reflect or reveal»18. Si la voz narrativa es un espejo en el cual queda reflejada la personalidad del narrador, si al narrador hay que identificarlo «por sus actitudes frente a los personajes y frente a la fábula, por sus opiniones e intereses»19, entonces deberemos concluir que el carácter del narrador de los Paralipómenos se asemeja más a la imagen que hemos formado del padre de Luis que a la del Deán.

Esto no quiere decir, sin embargo, que D. Pedro sea un fiel historiador de los acontecimientos que narra, ni que la versión de sí mismo como narrador que él se crea se limite a las posibilidades cognoscitivas que le corresponderían estrictamente como personaje de la obra. Basándose en los hechos que conoce y en los que le han sido relatados, el padre de Luis, como típico narrador valerino, usa de su numen poético y adopta el estilo narrativo impersonal para darnos su versión de lo ocurrido. Y esta versión refleja no sólo su carácter sino sus móviles. En su carta al Deán, incluida en los Paralipómenos, D. Pedro declara que ha decidido no «limitarme a esperar que cuaje el naciente noviazgo (entre Pepita y Luis) sino que he de trabajar para que cuaje» (202). Este plan, o conspiración contra la vocación de Luis, como lo llama el padre, ha sido implantado en su mente por el mismo Deán: «No vería yo... grave inconveniente en que Luisito siguiera ahí y fuese ensayado y analizado en la piedra de toque y crisol de tales amores, a fin de que la viudita fuese el reactivo por medio del cual se descubriera el oro puro de sus virtudes clericales o la baja liga con que el oro está mezclado...» (198). Los dos hermanos están, pues, sometiendo a Luis a una especie de prueba, el uno, D. Pedro, activamente, y el otro, dando su beneplácito. Los Paralipómenos constituyen la explicación de cómo esta prueba fue llevada a cabo, y del resultado que obtuvo. Y esta explicación es comunicada al Deán por su hermano porque así se lo había prometido este: «Tan poderosa combinación de medios naturales y artificiales», escribe D. Pedro al Deán, «debe dar un resultado infalible. Ya te lo diré al darte parte de la boda...» (202). D. Pedro, sin embargo, no se limita a darle una narración escueta de los acontecimientos que culminan en esta boda, sino que aprovecha la ocasión para exponer a su hermano, a través de ella, su ideal del amor perfecto. D. Pedro sabe que el Deán ha sufrido una gran decepción con Luis: «Yo me había engañado hasta aquí», le escribe el Deán, «creyendo firme la vocación de Luisito, y me lisonjeaba de dar en él a la Iglesia de Dios un sacerdote sabio, virtuoso y ejemplar; pero las cartas referidas han venido a destruir mis ilusiones» (198). El propósito de los Paralipómenos es, en parte, tratar de combatir la desilusión del Deán, explicándole que Luis siguió solamente impulsos naturales y perfectamente en concordancia con la religión católica. En su última carta del Epílogo, D. Pedro lo expresa claramente: «comprende y afirma Luis que el hombre puede servir a Dios en todos los estados y condiciones, y concierta la viva fe y el amor de Dios, que llenan su alma, con ese amor lícito de lo terrenal y de lo caduco» (212). El deseo implícito de D. Pedro, y la raison d’être de los Paralipómenos es que el Deán, su destinatario, llegue también a comprender y a afirmar esta hermosa lección.

Si D. Pedro no fuese el narrador de los Paralipómenos, él, uno de los personajes más importantes de la novela -no sólo en su papel de padre sino de rival en el triángulo amoroso que da base a la intriga- se convertiría también en uno de los menos conocidos. Todo esto cambia al darnos cuenta de que las opiniones e ideas expresadas en los Paralipómenos, al igual que la ironía, el estilo, los comentarios jocosos y algo irreverentes, los sentimientos hacia la naturaleza, la sensualidad de algunos pasajes, la actitud hacia Pepita, y el conocimiento de las personas y el mundo que allí se exhibe, pertenecen a él, hombre culto, con gran sentido del humor, que ha vivido mucho, y que ama tanto a su hijo que es capaz de la renuncia y el sacrificio. El padre de Luis, autor de los Paralipómenos, aparece como un personaje redondeado y completo, como una auténtica creación literaria. Si se le niega la autoría se convertiría, por el contrario, en una figura difuminada, sin importancia ni esencia.

El descubrimiento del verdadero narrador de los Paralipómenos tiene también repercusiones importantes para la estructura y el tema de Pepita Jiménez. Con D. Pedro como narrador es posible apreciar con claridad lo cuidadosamente que está estructurada la novela. Esta la encontramos ahora compuesta de dos relatos, mutuamente complementarios, y dirigidos a un único destinatario. En el primero de ellos, las Cartas de mi sobrino, predominan la terminología y el tono místico-religioso; en el segundo, integrado por los Paralipómenos y las Cartas de mi hermano, impera el ambiente profano, sensual y pagano. De esta forma vemos cómo el tema central de la obra, que el amor perfecto nace de la fusión armónica del amor espiritual y del humano, del espíritu cristiano y del profano, está reflejado en su estructura. La elucidación de este tema depende de la amalgamación de dos perspectivas, aparentemente antagónicas: una de tipo religioso y otra de tipo profano. Ninguna de estas dos perspectivas por sí sola puede revelar toda la verdad, ya que esta ha de brotar de la fusión armónica de las dos en la mente del lector.

En el Prólogo que Valera escribió a la cuarta edición de Pepita Jiménez, publicada en 1875, encontramos las siguientes palabras:

La malicia que algunos críticos presumen hallar en el narrador se me figura que está más en ellos que en mí. El señor Deán, y no yo, es quien narra...20


No puede imaginarse afirmación más categórica en favor de la autoría del Deán que esta, proviniendo como proviene del mismo Valera. Pero, en el fondo, claro, lo que interesa al crítico no es lo que el autor cree que ha escrito, sino lo que en realidad escribió; no la intención sino la ejecución21. Un año después de la publicación de Pepita Jiménez el autor declara que su propósito fue utilizar al Deán como narrador de los Paralipómenos, pero ¿puede ser creído? ¿Había quizá olvidado su intención original en este espacio de tiempo? ¿O estaba todavía hablando burlonamente por boca del ficticio editor del legajo del señor Deán, para defenderse de los ataques de esos críticos que menciona? Cualquiera de estas alternativas puede ser la verdadera. Pero existe una tercera posibilidad que merece ser explorada.

Ya hemos visto que todo lo que el lector conoce a ciencia cierta sobre el Deán le convierte en el personaje menos calificado de todos los que aparecen en la novela para ser el narrador de los Paralipómenos. Recapitulemos la evidencia: 1) Hace dieciséis años, por lo menos, que el Deán no visita el pueblo de Luis; sin embargo, el narrador es capaz de describir con todo detalle no sólo a Pepita, a quien el Deán jamás ha visto, sino el mobiliario de su casa, en la cual el Deán nunca ha entrado. Estas descripciones no pueden ser consideradas producto de la imaginación poética del Deán ya que concuerdan en sus aspectos principales con las de Luis y las de D. Pedro. 2) El carácter del Deán, hombre de gran rigidez moral, como corresponde al director de un Seminario, y sus ideas, tal como aparecen expresadas en los documentos autenticados que poseemos de él, son incompatibles con el tono, el estilo, las ideas, los sentimientos y el tema de los Paralipómenos. 3) Si el Deán fuese el narrador de los Paralipómenos, el propósito de estos, su destino, incluso el destinatario o lector a quien van dirigidos, constituirían una serie de incógnitas imposibles de resolver: la novela carecería de sentido. 4) Las opiniones del Deán sobre el carácter de Pepita están en desacuerdo con las expresadas por el narrador. 5) Las parodias religiosas y los chistes irreverentes de los Paralipómenos son incomprensibles, provenientes de la pluma del director de un Seminario, de quien no tenemos prueba alguna de que fuera librepensador, Volteriano ni nada por el estilo, lo cual constituiría de todas maneras el colmo de lo absurdo.

¿Por qué, entonces, se obstina Valera en atribuir la autoría de los Paralipómenos al Deán? Una posible explicación es la adelantada por James Whiston: Valera desea dejar al narrador suspendido entre la verdad histórica del relato y el poder imaginativo del narrador; pero no del narrador existimativo sino del mismo Valera en su papel de autor implícito. El problema de la identidad del narrador de los Paralipómenos no es un «non-problem», pero puede que sea una pista falsa, dejada allí originalmente por Valera para que nos fijemos y admiremos la virtuosidad de su arte narrativo. De acuerdo con esta hipótesis, el propósito de las especulaciones y las dudas del ficticio editor sobre la autoría de los Paralipómenos sería crear un enigma, cuestionar la realidad de la ficción, y también mofarse un poco de los lectores al asumir Valera la personalidad del personaje que menos se le parecía. Pero ¿cómo explicar entonces que el carácter y las ideas del narrador se parezcan tanto a los del personaje de D. Pedro? Sencillamente porque Valera creó a D. Pedro en su imagen y semejanza. Robert Lott, por ejemplo, afirma: «That Valera is least critical of Don Pedro is largely due to the resemblance between the two; because, on a less refined, less cosmopolitan level, Don Pedro is the representative of the author»22. Lo que sucedió fue que la personalidad de D. Pedro, parecida ya de por sí, no a la del propio Valera, sino a la de su «autor implícito» o «Second Self», como lo denomina Wayne Booth23, se impuso, quizá sin que él se diese cuenta, a la de su narrador omnisciente, creando así la serie de paralelos y similitudes que hemos notado. Pero esta imposición no fue arbitraria ni casual. La lógica interna del relato, el principio de verosimilitud poética que Valera defendía, su misma integridad artística, hicieron inevitable este proceso. De grado o por fuerza las leyes de la técnica narrativa se impusieron sobre las intenciones del autor, produciendo de esta forma una obra más artística y armoniosa que la planeada por él. En parte, como el mismo Valera admite, Pepita Jiménez se escribió sola, lo cual no significa que otro autor pudiera haberla escrito. Pepita Jiménez es Valera, pero no únicamente el Valera consciente de lo que hace, sino también el Valera artístico, intuitivo, a quien le salen las cosas bien o mal sin saber por qué. En la dedicatoria que precede a El comendador Mendoza, Valera escribe: «Mi musa es tan voluntariosa, que hace lo que quiere, y no lo que yo le mando»24. Y refiriéndose al tema de Pepita Jiménez declara:

Si yo hubiese procurado dialéctica y reflexivamente conciliar opiniones y creencias, el desagrado hubiese sido general; pero como el espíritu conciliador y sincrético se manifestó de modo instintivo, en un cuento alegre, todos le aceptaron y aprobaron, sacando cada cual de mi obra las conclusiones que más le cuadraban25.


Algo parecido puede que le ocurriera con el plan original de su novela. Conscientemente, quizá Valera no se hubiese propuesto crear un narrador diferente del narrador omnisciente que generalmente utilizó; pero, instintivamente, artísticamente podríamos decir, la personalidad de su criatura, D. Pedro, se impuso poderosamente sobre sus vagas e indefinidas intenciones, remediando así la falta y suministrándole el narrador que necesitaba.

En su Prefacio a The Awkward Age, Henry James reflexiona sobre este extraño proceso: «When I think indeed of those of my many false measurements that have resulted, after much anguish, in decent symmetries, I find the whole case, I profess, a theme for the philosopher». La solución al problema de la identidad del narrador de los Paralipómenos que propongo aquí es que trata simplemente de un caso más de lo que Henry James, en ese mismo Prefacio, denomina «the triumph of intentions never entertained»26.

[Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, 1984 VIII, 3, págs. 335-350.]





  Arriba
Indice